172207.fb2 Cruzar el Rubic?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 17

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16

Antonio no dio importancia a la imprevista muerte del carretero. Estaba acostumbrado a ver morir de repente a hombres con heridas que no parecían mortales. Tenía otras cosas en que pensar.

Por la mañana, los soldados arrojaron el cuerpo al pozo de la letrina y lo cubrieron. La muerte de un esclavo no merecía más ceremonias.

Mientras cabalgábamos, el único comentario que hizo Antonio fue que tendría que ponerme en contacto con el propietario del esclavo cuando tuviera ocasión, para que supiera lo que había sido de su carro y su carretero.

– Si sospechas que es un litigante, ofrécele algo a cambio: está claro que el esclavo no tenía mucho valor. Y como el propietario te lo dejó gracias al salvoconducto, técnicamente no le debes nada. ¡Que demande a Pompeyo! -Marco Antonio se echó a reír y asintió con la cabeza-. Los civiles siempre sufren pérdidas en tiempos de guerra: propiedades destruidas, esclavos que huyen… En las Galias los lugareños reparan personalmente las cosas. Aquí en Italia será diferente. En cuanto todo haya vuelto a la normalidad, habrá un aluvión de demandas, juicios por daños, reclamaciones y peticiones para no pagar impuestos. Los tribunales quedarán colapsados. César tendrá trabajo a manos llenas.

– Y los abogados como Cicerón también -dije.

– Si conserva las manos -repuso Marco Antonio.

* * *

El camino de la costa era rectilíneo y llano en su mayor parte, pero no estaba en condiciones óptimas. Las tormentas de invierno habían dañado algunos trechos, moviendo las losas y levantando los cimientos. En una situación normal tales daños habrían sido reparados inmediatamente por grupos de esclavos a las órdenes de algún magistrado local, pero el caos que se había apoderado de la región lo había impedido. El paso reciente de tantos hombres, vehículos y caballos (primero el ejército de Pompeyo, después el de César) había agravado la situación. Pero a pesar del barro y las boñigas, recorrimos unos sesenta kilómetros aquel día, y mantuvimos aquella media los dos días siguientes.

Yo había viajado con Antonio años atrás, de Ravena a Roma, y de nuevo encontré agradable su compañía. Era un juerguista impenitente y le daba igual estar en un campo de batalla galo, en una fiesta desenfrenada del Palatino o en el hemiciclo del Senado romano. Contaba multitud de anécdotas y le gustaba escuchar las mías, siempre que apareciesen mujeres de vida turbia, zorrerías políticas, juicios por asesinato o, mejor aún, todo junto. Yo apenas veía a Tirón, que viajaba en el carro de las provisiones y se mantenía fuera del campo visual de Marco Antonio.

Faltaba poco para el ocaso del tercer día (un día después de los idus de marzo y la víspera de la festividad de los Liberalia) cuando llegamos a las afueras de Brindisi. Nos divisaron los vigías apostados en la cima de una colina que había al este del camino. Un centurión llegó a caballo para recibir a Antonio. El hombre estaba rojo de emoción.

– ¡Llegas a tiempo, tribuno!

– ¿Para qué?

– No estoy seguro, pero los hombres apostados al otro lado de la colina están vitoreando y aplaudiendo. Algo sucede en el puerto.

– ¡Muéstranos el camino! -lo instó Antonio. Yo no sabía si seguirlos o no, pues dudaba del lugar que ocupaba ahora que habíamos llegado al escenario de la batalla. Antonio me miró por encima del hombro-. ¿No vienes, Gordiano?

Cabalgamos hasta la cima de la colina, donde había varias tiendas y un nutrido contingente de soldados que vigilaban. Hacia el norte, por donde habíamos llegado, se divisaban muchos kilómetros de playa y de camino costero. Hacía horas que el centurión nos había visto.

Hacia el sur se veía toda la ciudad, el puerto y el mar. El centurión nos condujo a un punto ventajoso desde el que se divisaba todo.

– Dicen que éste es el mismo lugar en que César planeó el asedio -aseguró con orgullo.

La ciudad amurallada de Brindisi está situada en un cabo y rodeada por un puerto semicircular. Una estrecha bocana une dicho puerto con el mar Adriático. La forma más fácil de ver la ciudad, tal como aparecería en un mapa, es levantar la mano derecha y formar una C al revés con los dedos. El espacio abarcado por el índice y el pulgar representa el cabo sobre el que está la ciudad. El índice y el pulgar representan los canales que hay al norte y al sur del puerto. La muñeca sería la bocana por la que pasarían los barcos para alcanzar mar abierto.

Desde nuestro privilegiado punto de observación la ciudad del cabo parecía un puñado de viviendas, almacenes y templos diminutos entre las altas murallas. Los soldados de Pompeyo se distinguían nítidamente en las torres y los parapetos, y sus cascos y lanzas resplandecían al sol poniente. A lo largo de la muralla occidental, que iba desde el canal norte hasta el canal sur, estaba acampado el ejército sitiador de César. Me pareció un contingente enorme. Había filas interminables de catapultas y balistas, y varias torres de asalto con ruedas, que eran más altas que las murallas.

Pero no vi nada que justificase el alborozo de los observadores apostados en la colina. Las torres de asalto y las máquinas de guerra estaban todavía inactivas. No salía humo de la ciudad y tampoco vi indicios de que se estuviera combatiendo en la muralla.

– ¡Allí! -Marco Antonio señaló al otro lado de la ciudad más allá de la bocana del puerto. Se acercaba una flota de grandes barcos. Algunos habían alcanzado ya la bocana y estaban maniobrando para cruzarla en columna. Lo encontré curioso. Yo había entrado y salido de Brindisi en barco y sabía que la bocana tenía profundidad y anchura de sobra para que pasaran varios barcos al mismo tiempo, y sin embargo aquellos se esforzaban por entrar de uno en uno, sin desviarse de la línea.

Cuando el primero entró por la bocana, vi la razón de semejante conducta. Era una visión tan extraña que no di crédito a mis ojos. En la parte más estrecha de la bocana, a partir de los dos promontorios limítrofes, habían construido sendos espigones que casi llegaban a juntarse en el centro de la entrada, o eso parecía desde lejos, hasta casi colapsarla. Sobre estos espigones habían levantado pequeñas torres equipadas con catapultas y balistas.

– Por mi antepasado Hércules, ¿qué veo? -murmuró Antonio, tan perplejo como yo. Volvió la cabeza y observó a los oteadores situados en la otra ladera de la colina. En un peñasco cercano estaba encaramado un hombre barbudo que no apartaba los ojos de la escena, con los brazos cruzados, murmurando para sí. Antonio lo llamó.

– ¡Ingeniero Vitruvio! -El hombre parpadeó y nos miró-. ¡Ingeniero Vitruvio! ¡Novedades!

El barbudo bajó de la roca y llegó corriendo. Saludó a Antonio.

– ¡Tribuno, te has reunido con nosotros!

– No sé por qué te asombra algo que era obvio, Marco Vitruvio. Lo que no es tan obvio es aquello que vemos. ¡Por Plutón! ¿Qué está pasando?

– ¡Ah! -Vitruvio miró hacia el puerto, pero era tan bajo que unos árboles que había en la ladera le tapaban la vista-. Si pudiéramos situarnos en un sitio más alto, tribuno…

Lo seguimos hasta el peñasco. Se encaramó, cruzó los brazos y miró hacia el puerto.

– Bien, tribuno, si deseas que te explique la situación… -Su voz tenía el habitual tono condescendiente que los constructores e ingenieros adoptan incluso cuando hablan con superiores, si éstos saben menos que ellos de construcción y matemáticas. Vitruvio se aclaró la garganta y agregó-: Hace siete días que llegamos a las afueras de Brindisi. César rodeó la ciudad y el puerto inmediatamente, situando el grueso de sus seis legiones ante las murallas, pero sin olvidarse de los promontorios norte y sur de la bocana del puerto. Esperaba atrapar no sólo a Pompeyo, sino a los dos cónsules y a los senadores que están con él, y así forzar las negociaciones y el final de la crisis.

– Pero… -interrumpió Antonio.

– Una mala señal: nuestros agentes de reconocimiento dijeron que Pompeyo había reunido una flota considerable, aunque en el puerto sólo había unos cuantos barcos. ¿Dónde estaba la flota? Por desgracia, antes de que llegáramos Pompeyo había enviado a los cónsules, a los senadores y a buena parte de su ejército a Dyrrachium, al otro lado del Adriático, lejos de todo peligro. Buscando la paz por encima de todo, César intentó negociar directamente con Pompeyo. El Magno replicó que no era posible alcanzar ningún acuerdo legal en ausencia de los cónsules. Por lo tanto, no había negociación.

»El servicio de información que teníamos dentro de las murallas de Brindisi (Pompeyo había tratado a sus habitantes con desprecio y estaban deseando ayudar a César) contó que Pompeyo contaba con veinte cohortes. No eran suficientes para dominar la ciudad indefinidamente (¿cómo iba a hacerlo, con sólo veinte mil hombres contra el triple?), pero sí hasta que su flota llegara a Dyrrachium, descargara la primera tanda de pasajeros y volviera a Brindisi para recoger a Pompeyo y sus hombres.

»César, después de haber perseguido a Pompeyo hasta aquí. no tenía la menor intención de permitirle escapar. Recurrió a mí. “¡Hay que detenerlos, ingeniero Vitruvio! Tenemos que impedir que los barcos de Pompeyo entren en el puerto cuando vuelvan y, si consiguen entrar, hay que impedir que salgan. Pero carecemos de barcos y mis hombres no pueden caminar sobre el agua. Así que tenemos un problema de ingeniería, Marco Vitruvio. ¿Puedes bloquear el puerto?”, dije que sí. "¡Pues hazlo, ingeniero Vitruvio!"

El hombrecillo levantó un brazo y señaló el puerto.

– Podéis ver el resultado desde aquí. Empezamos por construir grandes espigones de tierra y piedras a ambos lados de la bocana, donde el agua es poco profunda. Por desgracia, a medida que avanzábamos y nos adentrábamos en aguas más profundas, resultaba imposible mantener unidos los materiales de construcción. En aquel punto levantamos una plataforma de tres metros cuadrados al final de cada espigón y las fijamos con anclas en las cuatro esquinas para que resistieran el oleaje. Una vez que tuvimos colocadas estas plataformas, añadimos otras, sujetándolas firmemente y cubriéndolas con una calzada de tierra para que fueran tan resistentes como un espigón, aunque en realidad flotaban en el agua. Si te fijas, verás que hemos dispuesto parapetos y defensas a lo largo de la línea para proteger a los soldados que van y vienen. Cada cuatro plataformas hay una torre de dos plantas para defendernos de los ataques por mar. El objetivo, desde luego, era cerrar completamente el puerto.

– ¿Y todo eso fue idea tuya? -gruñó Marco Antonio. Vitruvio esbozó una amplia sonrisa.

– Si hay que creer a los historiadores griegos, Jerjes, rey de Persia, hizo algo parecido cuando cruzó el Helesponto y trasladó a su ejército desde Asia hasta Europa. Siempre me había preguntado cómo fue capaz de realizar tal hazaña. Sospecho que debió de utilizar una técnica similar, anclando plataformas y ligándolas entre sí.

Metón me había explicado con frecuencia las grandes proezas de ingeniería que César había fomentado en sus batallas contra los galos. A las órdenes de César habían construido puentes sobre ríos y abismos, habían cavado grandes zanjas, así como canales y túneles, y construido torres imponentes y máquinas de asalto. Pero cerrar por completo un puerto era algo nuevo.

Antonio asintió, impresionado.

– ¿Cuál ha sido la respuesta de Pompeyo a toda esta construcción? No me digas que al enterarse de lo que estaba pasando se quedó mirando desde las murallas de la ciudad.

– Claro que no -repuso Vitruvio-. Cuando dejó de abrir la boca de asombro, el Magno ordenó que los barcos mercantes de mayor tamaño permanecieran en el puerto y los pertrechó con grandes torres de asalto, de tres pisos. Los barcos han hecho incursiones hasta la bocana del puerto todos los días, tratando de romper las plataformas. Consiguieron que las obras fueran más lentas, pero no destruyeron nada. Ha sido un espectáculo cotidiano, nuestras torres de las plataformas y sus torres de los barcos lanzándose proyectiles, bolas de fuego y flechas. ¡Sangre en el agua, nubes de humo hediondo… explosiones de espuma!

Marco Antonio frunció el entrecejo.

– Pero la barrera todavía no está terminada. El canal sigue abierto.

Vitruvio cruzó los brazos y adoptó la expresión impenetrable propia de todo constructor cuyo proyecto se sale del tiempo estipulado.

– Bueno, lo que pasa es que no hemos tenido tiempo de terminarla, sobre todo con los barcos de Pompeyo intimidándonos. ¡Pero la idea era buena! Si hubiéramos dispuesto de cinco días más… aunque hubieran sido sólo tres… -Cabeceó-. Y ahora ha vuelto la flota. Los que ves son los barcos de Pompeyo alineándose para pasar por la bocana. ¡Mira! ¡Allí están los barcos mercantes requisados, con sus torres, que zarpan de la ciudad para hostigar a nuestros hombres de las plataformas, para que no puedan impedir la entrada de los barcos!

Mientras el sol se ponía tras las colinas del oeste, observamos el desarrollo de la batalla. Uno tras otro, los barcos de transporte de Pompeyo se deslizaban por el hueco que quedaba entre los espigones, capeando el temporal. Las rocas volaban por los aires, arrojadas por las catapultas de las plataformas. Casi todas fallaban el tiro y caían al agua, produciendo grandes salpicaduras. Algunas impactaban contra un mástil o una proa, rasgando velas y originando una lluvia de astillas. Una roca se estrelló contra la cubierta de un barco, partiéndola por lo menos hasta la cubierta de los remeros, pero aun así no se hundió.

Al mismo tiempo, en las torres de las plataformas los hombres cargaban grandes proyectiles en las balistas, que los enviaban volando hacia los barcos. A mí me parecía que para construir aquellos proyectiles, parecidos a flechas enormes, debían de utilizarse árboles enteros; las balistas que los lanzaban eran como arcos gigantes con un cabrestante en cada lado para tensar la cuerda. A algunos proyectiles se les prendía fuego antes de ser disparados, y volaban por los aires echando chispas y humo. La puntería de las balistas parecía mejor que la de las catapultas y causaban más daño a los barcos que llegaban, aunque tampoco hundieran ninguno.

Mientras tanto, los barcos de guerra de la ciudad replicaban arrojando proyectiles y piedras a las plataformas, incluso intentando abordarlas, como si fueran un barco enemigo en alta mar. Los hombres de César situados en las plataformas conseguían repeler los ataques, pero al hacerlo descuidaban sus propios ataques a los barcos de transporte. Los soldados iban y venían sin cesar por la calzada de las plataformas, cargando las balistas con proyectiles y transportando piedras a las catapultas. Los arqueros de ambos bandos inundaban el aire de flechas, y las aguas empezaron a llenarse de proyectiles perdidos y cadáveres.

De lejos, aquel enfrentamiento parecía completamente caótico, un gran movimiento de tierra, mar, fuego y humo. Sin embargo, al mismo tiempo parecía una operación organizada, aunque aparatosa, que llevaban a cabo hombres resueltos que utilizaban máquinas ingeniosas y todos los métodos imaginables para destruirse entre sí. Era emocionante contemplarlo, como lo es una tormenta con rayos y truenos. La batalla seguía su curso inexorable. Parecía que estuviéramos viendo una sola máquina, enorme, formada por distintas partes que, una vez puestas en movimiento, no había poder en el cielo ni en la tierra capaz de detener.

Cuando el sol se puso, y conforme el humo y el vapor se espesaban, la batalla se tornó más confusa. Parecía que los barcos de Pompeyo lograrían entrar por la bocana. Al mismo tiempo, las plataformas de César habían resistido el asalto y seguían en su sitio.

Al final sólo quedó un barco al otro lado de la barrera. El viento se había levantado y la embarcación tenía dificultades para maniobrar. Se produjo una pausa en la batalla. Noté que la energía de ambos bandos flaqueaba. Los disparos de las catapultas y las balistas se hicieron más espaciados. El diluvio de flechas cesó. Puede que ambos bandos estuvieran quedándose sin municiones, o puede que la oscuridad creciente dificultase la puntería.

En cualquier caso, sucedió uno de esos incidentes que demuestran la locura que rige toda contienda y que dan un contundente mentís a la idea de que la guerra es siempre una operación ordenada. Uno de los barcos de asalto de Pompeyo lanzó un proyectil incendiario con la catapulta. Llevar material inflamable a bordo tiene que ser muy peligroso y ninguno de los barcos había lanzado bolas de fuego. ¿Por qué lo había hecho entonces el capitán? ¿A modo de despedida frívola? ¿Para agotar la munición antes de que terminara la batalla? ¿O tal vez no era más que un último intento de destruir las plataformas?

Fuera cual fuese la intención, el resultado fue todo lo contrario de lo que hubiese pretendido el capitán. La bola de fuego pasó muy por encima de las plataformas. como un cometa, sobrevoló las cabezas de los hombres de César, descendió en arco y se estrelló contra la cubierta del último barco de Pompeyo, el que estaba esperando para cruzar la bocana.

¿Por qué el barco se incendió tan deprisa y por completo, mientras que los demás habían recibido las mismas bolas de fuego arrojadas por las catapultas de César y ni se habían inmutado? Quizá la bola cayera sobre algún objeto inflamable. Quizá fuera culpa del viento. No importa la causa. Con sorprendente rapidez, el barco fue pasto de las llamas, desde la línea de flotación hasta las velas. Cuerpos ardiendo saltaban por la borda. Incluso desde la ladera en que estábamos oíamos los gritos de los remeros atrapados en la cubierta inferior, que quedaron ahogados por los vítores de los hombres de César que llenaban las plataformas y saltaban locos de alegría.

Pero los vítores cesaron bruscamente. Fuera de control, empujado por el viento, el barco incendiado se dirigió hacia las plataformas de César, hacia la torre que había sido el objetivo real de la bola de fuego. Los hombres bajaron de la torre como hormigas por un árbol. Al poco rato, el barco se estrelló contra las plataformas y, a causa del choque, el mástil saltó por los aires y fue a caer en la barrera. Los soldados que huían quedaron atrapados bajo las velas, que cayeron sobre ellos como una sábana de fuego.

Los hombres que habían transportado la munición por la calzada empezaron a llenar cubos de agua para apagar el fuego e impedir que se extendiera. Los barcos de asalto de Pompeyo podían haber sacado ventaja de la confusión, pero ya habían dado media vuelta y se retiraban hacia la ciudad, escoltando a los barcos de transporte por el interior del puerto.

La noche cayó. La batalla había terminado.