172207.fb2
Nos pusimos en marcha antes del amanecer. Estaba cansado por la falta de sueño y tenía el estómago revuelto, pero Tirón estaba del mejor humor del mundo.
– Se nota que anoche no te dieron escabeche para cenar -dije.
– ¿Ha abierto Cicerón otra vasija? Probablemente quería impresionar a Domicio. No; me dieron una cena muy sencilla. Puré de mijo y cerdo asado.
– ¿Comiste fuera con los hombres de Domicio?
– Claro. ¿Cómo, si no, podía sacarles información? Dije que era un liberto que trabajaba en la casa.
– ¿Espiaste a Domicio? Creía que era aliado de Cicerón.
– Yo no lo espié, sólo hablé con sus hombres. Tenían mucho que contar sobre el estado de ánimo de las antiguas tropas de Domicio, el tamaño de las fuerzas de César, el estado de los caminos y todo eso.
– ¿Y la emboscada que tendió César a Domicio tras dejarlo partir?
Tirón sonrió.
– Según sus hombres, sí que hubo un incidente. Un correo los adelantó por el camino, en las afueras de Corfinio.
– ¿Un correo?
– Sí, un hombre a caballo. A Domicio le entró el pánico y ordenó a sus hombres que se escondieran entre los arbustos. Pensaron que iba a morir de un ataque. ¡La emboscada sólo es taba en su imaginación!
– Como la buena acogida que, según el, le espera en Masilia.
Por la cara de Tirón pasó una expresión enigmática.
– A mí no me sorprendería que los masilienses lo recibieran con los brazos abiertos. O como mínimo con las manos abiertas.
– ¿A qué te refieres?
Redujo la marcha para que Fórtex se adelantara. -Aprecio tu discreción de anoche, Gordiano. No hablaste de mí ante Domicio; ni siquiera mencionaste mi nombre. -Sólo hice lo que me pediste.
– Y te lo agradezco. También agradecería que fueras así de discreto en relación con la visita de Domicio a Cicerón.
– ¿Cicerón quiere mantenerla en secreto? ¿Por qué?
– Tiene sus razones.
Di un gruñido.
– Cicerón no quiere unirse a Pompeyo, no quiere que se sepa que ha alojado a Domicio en su casa… ¿Tanto teme ofender a César?
Hizo una mueca. Luego dijo:
– No es eso. Está bien, te lo contaré. Domicio no se fue de Corfinio con las manos vacías.
– Pero si le quitaron las legiones.
– Sí, pero no el oro. Cuando Domicio llegó a Corfinio, depositó seis millones de sestercios en las arcas del municipio. La mayor parte era dinero público que había llevado de Roma para los gastos militares. César podía habérselo quedado, pero supongo que no quiere que lo tomen por un salteador de caminos y se lo devolvió todo a Domicio cuando lo dejó en libertad.
Respiré hondo.
– ¿Quieres decir que Domicio y su cuadrilla de andrajosos llevan a cuestas seis millones de sestercios?
– En cofres cargados en los carros. Ahora entenderás por qué Domicio recelaba tanto de César y por qué le tenía tanto miedo al camino.
– ¿Y qué va a hacer con ese dinero? ¿Devolverlo al erario de Roma?
Tirón se echó a reír.
– Lo utilizará, como es lógico, para ir a Masilia y ganarse a los masilienses. ¿Entiendes ahora por qué Cicerón no quiere hacer pública su visita? Si el dinero se desvanece, ¿y quién sabe qué puede pasar en los próximos días?, y las pistas conducen a Formies, alguien podría suponer que Domicio dejó el dinero con Cicerón, para salvaguardarlo. Son tiempos de desesperación. Esos rumores atraen a los ladrones como la hoja verde al saltamontes. Familias enteras han sido asesinadas por mucho menos que seis millones de sestercios, Gordiano, Cicerón no se avergüenza de alojar a Domicio, ni tiene miedo por él. Pero debe pensar en su familia. Seguro que lo entiendes.
Aquel día recorrimos setenta kilómetros y llegamos a Capua. El día siguiente cabalgamos otros cincuenta kilómetros y nos detuvimos en Benevento. Durante el trayecto, Tirón cambió los caballos varias veces, sacando siempre el salvoconducto de correo firmado por Pompeyo. Unos caballerizos lo aceptaban sin decir palabra. Otros nos trataban con evidente desprecio e intentaban darnos monturas de inferior calidad. Uno incluso se negó a tratar con nosotros. Echó una larga mirada al documento, luego nos miró fríamente y nos dijo que nos largáramos. Tirón se puso furioso.
– ¿Sabes cuál es el castigo por desobedecer un documento expedido por la autoridad del senatusconsultum ultimum? -le preguntó-. ¡La muerte!
El caballerizo tragó saliva pero no dijo nada, así que fuimos a buscar otra cuadra.
Después de una apacible noche de sueño en Benevento, Tirón indicó que dejáramos la via Apia para tomar un viejo camino de montaña que se dirigía directamente hacia el este, cruzando los Apeninos. «Atajo» lo llamó Tirón.
Insistió en que cambiáramos los caballos por un carro y un esclavo para conducirlo. El caballerizo de Benevento arrugó la nariz cuando vio el sello de Pompeyo en el documento. Intentó negarse a efectuar el cambio, pero Tirón no estaba de humor para regatear. Finalmente, el hombre nos dio un carro con cubierta de lona y un esclavo desdentado.
El carro se me antojaba innecesario. Las alforjas bastaban para llevar las provisiones. y la marcha por aquellos caminos empinados y ventosos sería más rápida a caballo. Cuando aquella mañana nos pusimos en marcha, se lo dije a Tirón, pero éste negó con la cabeza y señaló los nubarrones grises que coronaban las montañas. Su juicio se confirmó durante el transcurso del día. Nos habíamos adentrado un buen trecho en las colinas cuando el cielo se abrió y empezó a caer agua, luego aguanieve, después granizo. Y mientras nosotros estábamos sentados en el carro cubierto, envueltos en mantas secas, el pobre carretero, tiritando y estornudando, gritaba a los caballos.
La tormenta empeoró, hasta que finalmente tuvimos que detenernos en una pequeña posada que había a la vera del camino. Pasamos la noche allí… y los tres días siguientes, el tiempo que duraron los rugidos y bramidos de la tormenta. No tenía sentido hacer reproches, pero aun así me sentí obligado a sugerir a Tirón que habría sido mejor continuar por lana Apia. Dijo que nos habría atrapado la misma tormenta si hubiéramos ido por el otro camino y que bastante suerte habíamos tenido al encontrar un sitio acogedor para pasar el tiempo. Para combatir el aburrimiento, el posadero disponía de una pequeña biblioteca de papiros manoseados (noveluchas griegas y poesía de dudoso erotismo), así como de una colección de juegos de mesa. Al cabo de tres días llegué a la conclusión de que moriría contento si nunca más leía una historia de amantes que naufragaban. Envidiaba a Fórtex y al carretero, que parecían felices de dormir día y noche en las cuadras, como osos en letargo.
De vez en cuando, mientras jugábamos al Circo Máximo o a los Faraones del Nilo, notaba que Tirón trataba de tirarme de la lengua, siguiendo las instrucciones que le había dado Cicerón para descubrir mis intenciones y cualquier secreto que pudiera guardar sobre la muerte de Numerio Pompeyo. Pero con toda sutileza conseguía desviar la conversación a otros temas.
Por fin pasó la tormenta. Tras viajar en carro un día entero llegamos a las laderas orientales de las montañas. Aquella noche dormimos en una posada empotrada entre peñascos y bosques de pinos. A la mañana siguiente, mientras contemplaba el amanecer por la ventana de nuestra habitación, vi a lo lejos un reflejo plateado y azul que según Tirón era el Adriático. Era nuestro undécimo día fuera de Roma.
El cielo estaba despejado. Nos pusimos en marcha tras quitarle al carro la cubierta. Aproximadamente al cabo de una hora, mientras descendíamos por un estrecho desfiladero, nos tropezamos con los soldados.
Primero los oímos. El doblar de los tambores de marcha retumbaba entre las paredes rocosas. Tirón ordenó al carretero que se detuviese. Agucé el oído. Junto con los tambores se oían impactos sordos de pisadas y un ahogado repiqueteo de corazas. Tirón y yo dejamos a Fórtex y al carretero en el carro y subirnos a un risco para mirar.
Miles de hombres ascendían desde la llanura de la costa. A la luz matutina, los cascos formaban una franja brillante que corría sinuosamente montaña arriba, por las cornisas, por los pasos, por las vueltas, llenando la anchura del camino como el agua llena el cauce del río.
– ¿Hombres de César o de Pompeyo? -pregunté. Tirón entornó los ojos.
– No estoy seguro. Conozco las insignias de todas las cohortes y legiones, pero están demasiado lejos para distinguirlas.
– Pronto las veremos, a la velocidad que van. ¡Hay miles de hombres! La columna tiene varios kilómetros de longitud. Ni siquiera se ve el final. -Miré hacia el carro-. Supongo que habrá que apartar el carro del camino y esperar a que pase el ejército. Pueden tardar todo el día.
Tirón cabeceó con preocupación.
– ¿Qué estamos viendo, Gordiano? No parece un ejército derrotado, eso seguro. Demasiado disciplinados. ¡Demasiados hombres! Si fueran los de Pompeyo, deberían haberse encontrado con los de César antes de llegar a las montañas. La única explicación posible es que han derrotado a César. Pompeyo lo ha machacado y ahora él y los senadores que huyeron se dirigen hacia Roma. La crisis ha terminado… si se trata de Pompeyo.
Asentí, preguntándome qué significaría aquello para Davo y para Metón. El ruido de los pasos era cada vez más ensordecedor, resonando en el aire enrarecido de la montaña hasta que pareció brotar del mismo cielo, como si fueran truenos.
– ¿Y si son los hombres de César? -pregunté.
Negó con la cabeza.
– No lo sé. Quizá Pompeyo escapara de Brindisi antes de que César lo alcanzara y ahora éste ha tenido que dar media vuelta con las manos vacías. O quizá César lo atrapó allí, aniquiló sus fuerzas y ahora vuelve a Roma. Pero no ha habido tiempo para organizar un asedio. No tiene sentido. Tienen que ser los hombres de Pompeyo… -Respiró hondo-. ¡Por los testículos de Numa! -Que Tirón maldijera era tan raro que me quedé mirándolo con asombro. Su cara se había vuelto de color ceniza-. ¡Claro! ¡No son los hombres de Pompeyo ni los de César!
– Tirón, estás desvariando.
– Mira, ¿no ves aquellos exploradores que van delante del resto? ¿Ves la banda de cobre brillante que llevan en el casco?
– Casi no alcanzo a… -musité, forzando la vista.
– Estoy seguro, es una banda de cobre. Y los oficiales llevarán discos de cobre en el peto, con una cabeza de león. Domicio tiene minas de cobre. Son sus cohortes, los hombres que lo traicionaron en Corfinio.
– ¿Irán en busca de Domicio para reclamarle el dinero de la nómina? -sugerí.
A Tirón no le hizo gracia.
– Quizá se hayan vuelto contra César. No, eso tampoco es posible, porque entonces irían en dirección contraria, para reunirse con Pompeyo. -Miró frenéticamente hacia el carro, donde a su vez el carretero y Fórtex nos miraban perplejos-. ¡Que Plutón me confunda! No hay manera de esconder el carro… El camino está encajonado entre rocas y árboles, y hace kilómetros que no hemos visto un desvío -se lamentó-. Tendría que haber cambiado esta mañana el carro y al carretero por caballos. A caballo nos habría resultado más fácil escondernos.
– ¿Y qué más da? Podemos ser inocentes viajeros que cruzan las montañas.
– Gordiano, en este camino no hay viajeros inocentes.
Tirón parecía a punto de ceder al pánico y traté de calmarlo.
– Nos esconderemos entre las rocas. El carretero puede quedarse en el carro y decirles que viaja solo.
– El carretero lo contará todo en cuanto le enseñen una espada.
– Pues llevémonos al carretero.
– ¿Y abandonar el carro al lado del camino? Eso aún levantaría más sospechas. Entonces sí que nos buscarían, y nos encontrarían en cuestión de minutos. ¿Y qué iban a pensar de cuatro hombres que tienen algo que esconder, tratando de pasar inadvertidos en medio del bosque?
– Tienes razón. No nos queda más remedio que quedarnos en el carro. Cuando lleguen los exploradores, saludaremos, sonreiremos y comentaremos el tiempo tan extraordinario que tenemos.
Tirón respiró hondo.
– Tienes razón. Nos haremos los tontos y en paz. Tú serás el amo y yo tu esclavo. Tienes motivos para dirigirte al campamento de César. Tienes un hijo a sus órdenes.
– Sí, eso diremos, sobre todo porque en parte es verdad. Primero, sugiero que bajemos de este risco. Observarlos desde aquí casi nos convierte en espías, ¿no crees?
Hizo una mueca.
Baja sin mí. Debo hacer ciertas necesidades.
– Adelante. No seas tímido.
– No, Gordiano. No es la vejiga. Un susto como éste me afecta directamente a los intestinos.
Tirón se internó en el bosque. Eché un último vistazo a la interminable cadena de hombres que subía por la ladera y bajé del risco para reunirme con los otros.
Tirón llegó al carro poco antes que el primer explorador atravesara el desfiladero. Avanzó lentamente hacia nosotros, inspeccionando los árboles y peñascos que teníamos detrás. Se detuvo a unos pasos de distancia.
Vio mi anillo de hierro.
– ¿Quién eres, ciudadano? ¿Qué asuntos te traen por este camino?
– Me llamo Gordiano. Vengo de Roma. ¿Eres hombre de César?
– Yo hago las preguntas, ciudadano. ¿Quiénes son ésos?
– El carretero va con el carro. Los alquilé en una posada que hay al otro lado de las montañas. Por cierto que tuvimos una tormenta horrorosa. Ojalá los dioses te bendigan con cielos más despejados que los nuestros.
– ¿Y los otros?
– Esclavos. Ese es el guardaespaldas, como adivinarás por su aspecto. Menos mal que me lo he traído. Aún no estábamos a un kilómetro de Roma cuando nos atacaron unos bandidos; nos habrían matado a todos, seguro. Pero desde entonces no hemos tenido ningún problema.
– ¿Y ese moreno?
– Otro esclavo. Un filósofo. Se llama Soscárides. El explorador nos miró con desdén. Era de los que tenían en poco a los civiles.
– Todavía no has explicado las razones que te traen por este camino.
Miré la banda de cobre que rodeaba su casco y me aclaré la garganta. En otros tiempos él y sus compañeros habían sido leales a Domicio. Ahora habían jurado fidelidad a César… o eso habíamos supuesto. ¿Y si nos habíamos equivocado? ¿Y si las tropas de Domicio se habían vuelto contra su nuevo amo? Por lo que sabíamos, César podía estar muerto y aquellas tropas quizá marchaban hacia Roma con su cabeza empalada. Pero debía darle una respuesta. Pensé en los jugadores de la Taberna Salaz, echando los dados y gritando «¡César!» para que les diera suerte, y respiré hondo.
– Tengo un hijo al servicio de César, forma parte de su séquito personal. Llámame blandengue, pero no soportaba más la angustia… de estar en Roma pendiente de las noticias. Así que aquí estoy.
– ¿Entonces estás buscando a César?
– Sí.
El hombre me miró fijamente un largo rato y tomó una decisión. Sonrió.
– Pues lo único que tienes que hacer es seguir el camino, ciudadano. Lo encontrarás al final. -Su tono había cambiado tanto como su cara, como si fuera un actor que se quitase la máscara.
– ¿En Brindisi? Es lo que he oído decir mientras venía.
Sonrió pero no contestó. Estaba dispuesto a ser cordial, pero no tanto.
Llegó otro explorador. Los dos se situaron al otro lado del camino para conferenciar, mirándonos de vez en cuando. El segundo explorador siguió adelante y el primero volvió.
– Será mejor que te pongas cómodo, si puedes. Estarás un rato aquí. Hasta que pasen las tropas.
– ¿Son muchos hombres?
Se echó a reír.
– Ya lo verás. Me quedaré hasta que llegue la cabeza de la columna. No hay necesidad de que vuelvas a responder lo mismo a mi superior. El decidirá si hay que cortaros o no la cabeza -dijo, mirándome y sonriendo maliciosamente para darme a entender que estaba bromeando.
Miré a Fórtex, que resopló para que se notara que no estaba impresionado. Tirón parecía tranquilo… incluso filosófico. El carretero estaba nervioso.
La columna apareció por el desfiladero. Primero vimos los penachos de crin de los cascos, luego los oficiales que los llevaban, montados en magníficos caballos. Los seguían los tambores. El ritmo monótono de la fanfarria retumbaba entre las empinadas laderas. El oficial de penacho más aparatoso indicó por señas a sus hombres que continuaran mientras él se separaba de la columna y venía hacia nosotros. En el disco de cobre de su peto rugía una cabeza de león.
– ¡Novedades! -ordenó al explorador, que lo saludó con marcialidad.
– Un viajero de Roma con tres esclavos, jefe de cohorte. Se llama Gordiano.
El oficial me miró fijamente.
– ¿Gordiano? ¿Por qué me resulta familiar ese nombre?
– Dice que tiene un hijo en la plana mayor de César.
– ¡Claro! Gordiano Metón, el liberto. Lo conocí en Corfinio. Así que eres el padre de Metón, ¿eh? No te pareces en nada a él. Claro que eso sería imposible, ¿verdad? Soy Marco Otacilio, jefe de cohorte. ¿Y qué estás haciendo aquí, por Plutón?
– Quiero ver a mi hijo. ¿Está bien?
– La última vez que lo vi estaba bastante bien.
– ¿Entonces no va contigo? ¿No es éste el ejército de César?
– Sí que lo es. Todos los hombres que ves han jurado lealtad a Cayo Julio César. Mientras César resuelve unos asuntos en la costa, ha enviado estas cohortes a Sicilia, para asegurar los intereses que tiene allí.
Era exactamente la decisión que César habría tomado: en lugar de comprobar inmediatamente la lealtad de las tropas adquiridas a un general hostil enviándolas a luchar contra Pompeyo, las enviaba a otra parte.
– Entonces, ¿mi hijo está con César? ¿Y dónde están?
Otacilio vaciló, luego hizo un gesto de asentimiento al explorador.
– Continúa. Ya me encargo yo de esto.
El explorador saludó y galopó hacia la cabeza de la columna. Los soldados pasaban en filas interminables y seguían subiendo, con los capotes ondeándoles detrás como si fueran capas y los petos lanzando destellos.
El oficial sonrió.
– Supongo que no perjudicará a nadie que te cuente qué está haciendo César. Acaba de…
De repente, el carretero bajó del carro de un salto y nos señaló.
– ¡Están mintiendo!
El caballo de Otacilio se puso nervioso y echó a correr, sorprendido por el repentino movimiento. Antes incluso de hacerles una señal con la mano, dos filas de hombres se separaron de la columna. Cuando quisimos darnos cuenta, el carro estaba rodeado por un círculo de lanzas.
Otacilio recuperó el control de su montura, miró al hombre desdentado y luego a mí.
– ¿Qué significa esto?
– ¡Están mintiendo! -El carretero señaló a Tirón-. Ése busca algo. Mi amo de Benevento me dijo que no apartara los ojos de él. Lleva un documento con el sello de Pompeyo Magno.
El oficial me miró con frialdad.
– ¿Es eso cierto?
Sentí un escalofrío en la columna vertebral. Abrí la boca sin saber qué responder.
– Amo, ¿puedo hablar yo? -dijo Tirón.
– Por favor, Soscárides.
Se dirigió al oficial.
– ¡Ese carretero despreciable es el embustero! No hemos dejado de discutir desde que mi amo lo alquiló en las cuadras de Benevento. No puede ni verme… Cree que lo he pasado mejor porque yo iba a cubierto mientras él se mojaba durante la travesía de las montañas. Me parece que se le ha derretido el cerebro. ¡Dale unos cuantos latigazos y veremos si sigue contando el mismo cuento!
La boca del carretero formó un círculo desdentado.
– ¡No, no! Son hombres de Pompeyo, te lo aseguro. Mi amo lo dijo. No quería darles el carro, pero tuvo que hacerlo por culpa del documento que lleva el mentiroso. ¡Regístralo si no me crees!
El oficial parecía sinceramente afligido. Los dos éramos ya como amigos por mediación de Metón… pero sólo si yo era realmente su padre.
– ¿Qué tienes que decir sobre ese documento, Gordiano? Miré a Tirón.
– Por Hércules, Soscárides, ¿de qué está hablando ese esclavo?
Tirón me devolvió la mirada con calma.
– No tengo ni idea, amo. Deja que me registre el oficial, si eso le parece bien.
– Me temo que voy a registraros a todos.
Otacilio nos confiscó las armas. Tirón y yo llevábamos cada uno una daga, y Fórtex llevaba dos. Nos prohibieron bajar del carro mientras los soldados registraban las alforjas. No encontraron nada interesante. Luego nos ordenaron quedarnos en el carro y quitarnos la ropa, prenda por prenda.
– ¿La ropa interior también? -pregunté, tratando de parecer un ciudadano ultrajado.
– Me temo que sí -dijo Otacilio con una mueca. Volvió la cabeza y se dirigió a las tropas que nos miraban por el rabillo del ojo al pasar-. ¡Vista al frente! -vociferó.
Yo estaba totalmente desnudo. Abrí los brazos.
– Como puedes ver, jefe de cohorte, no tengo nada que esconder. Ni los dos esclavos tampoco.
Otacilio puso cara de sentirlo mucho.
– Devolvedles la ropa. ¿Qué dices a esto? -gruñó al carretero, que temblaba sin atreverse a hablar.
Me sentí más seguro cuando me puse la ropa interior. Levanté la túnica para pasármela por la cabeza.
– Espero, jefe de cohorte, que para compensar esta vergüenza me prestarás a los hombres adecuados y los instrumentos de rigor para castigar como corresponde a ese carretero mentiroso.
– ¡No! -gimió el hombre-. ¡Devolvedme a mi amo de Benevento! Sólo él tiene derecho a castigarme.
– ¡Tonterías! -repuse con dureza-. Te alquilé con el carro. Mientras estés a mi servicio, tengo derecho a castigarte siempre que quiera.
– En realidad, por engañar a un oficial del ejército romano en tiempos de crisis militar, es muy probable que sea ejecutado y su amo multado, por lo menos -dijo fríamente Otacilio. Sentí una punzada de dolor por el carretero, que ahora era el único rodeado por las lanzas de los soldados. ¡Pues que hubiera tenido la boca cerrada!
– ¡No, espera! -Se arrojó de cabeza sobre Otacilio. Un soldado le dio un lanzazo. La sangre le tiñó el hombro. Se apretó la herida y lanzó un gemido-. ¡Mira en ese risco! ¡Los dos subieron allí antes de que llegaran las tropas, para espiaros!
– La curiosidad no es ningún delito -dijo Otacilio.
– Pero ¿no lo entendéis? Allí han podido esconder el documento, o lo han destruido. Os han visto venir y se han deshecho de él. ¡Subid a mirar! ¡Lo encontraréis allí!
Tirón puso los ojos en blanco en señal de fastidio.
– El esclavo mentiroso os haría registrar cada palmo del camino hasta Benevento. ¡Estúpido patán! Si dejas de mentir y dices la verdad, es posible que el jefe de la cohorte se apiade de ti y te dé una muerte rápida e indolora.
Otacilio movía la quijada sin dejar de mirarme. Yo me hice el ciudadano ofendido y lo miré con la misma fijeza. Me di cuenta de que no nos había devuelto las dagas, lo que significaba que todavía no había tomado una decisión respecto a nosotros.
Finalmente, hizo salir a otra fila de la columna.
Id a inspeccionar aquel alto y traed cualquier cosa que haya podido dejar allí un viajero, bolsas, envoltorios o papiros, no importa que estén rotos o quemados.
Pensé que era imposible que encontraran nada. Tirón había estado conmigo en el risco y no había mencionado el salvoconducto de correo ni yo le había visto esconderlo. El único rastro humano que hallarían los soldados sería el depósito que había dejado Tirón cuando se había escondido para…
De repente caí en la cuenta de que Tirón no se había quedado por sus intestinos. Había ido a deshacerse del documento.
El papiro arde con facilidad. También es fácil rasgarlo, puede ser enterrado, masticado e incluso tragado. Pero ¿lo había destruido Tirón sin dejar rastro o se había limitado a esconderlo, pensando que podría recogerlo cuando pasaran las tropas de César? Evité mirarlo, temeroso de que mi expresión me delatara, y me dediqué a observar a los soldados que subían por la montaña. Llegó un momento en que no pude soportar más. En cuanto nuestras miradas se cruzaron, supe que no había destruido el documento, que sólo lo había escondido, y lo supe con la misma certeza que si lo hubiera dicho en voz alta. El corazón me latió con fuerza. Respiré hondo.
Me dije que quizá los soldados se contentaran con buscar en el risco. Pero sabía que era una esperanza vana; aquellos hombres estaban entrenados para seguir pistas, buscar rastros de pasos y descubrir escondites secretos. Su jefe les había ordenado registrar y husmear, y es lo que iban a hacer.
Tirón, Fórtex y yo esperamos en el carro. El carretero se apretaba el hombro herido y sollozaba. Los soldados seguían pasando fila tras fila. Tenía el ánimo en suspenso, como cuando estamos en el teatro esperando a que cambie el color de la suerte.
Los soldados bajaron correteando por la ladera. No habían encontrado un resto, sino varios. ¿En qué camino romano no hay basura? Había una sandalia vieja, mordisqueada por algún animal de afilados dientes. Había un trozo de marfil que parecía extraído de una estrígila para frotarse en los baños. También había un trapo manchado que antaño debió de ser un pañal infantil. El objeto más valioso era un antiguo dracma de plata, ya ennegrecido.
– También hemos encontrado esto, jefe de cohorte. Estaba enrollado, entre unas rocas al otro lado de la colina. -El soldado tendió un papiro a Otacilio, y éste lo desenrolló. Su expresión cambió.
– Un salvoconducto de correo -dijo con calma. -Expedido por la autoridad del senatusconsultum ultimum. Firmado por el mismo Pompeyo y sellado con su anillo. -Otacilio me miró por encima del papiro-. ¿Cómo explicas esto, Gordiano? Si es que eres Gordiano…