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Resultó difícil encontrar caballos. Los mejores se los habían llevado los primeros que habían huido de la ciudad o habían sido requisados por las fuerzas de Pompeyo. Tirón prometió reunirse conmigo en la Puerta Capena antes del amanecer, con caballos de refresco, pero ¿qué podía quedar en las cuadras? Ya me veía montado en un jamelgo decrépito y huesudo, con el pellejo lleno de pliegues. Sin embargo, había subestimado los recursos de Tirón. Cuando llegué, ya me estaba esperando con Fórtex, el guardaespaldas, los dos a caballo. Había otro por allí, mordisqueando la hierba entre dos edículos funerarios que flanqueaban el camino. Los tres animales estaban tan preparados como podría desear el más exigente de los jinetes.
Nos pusimos en marcha sin perder un momento. El sol no era más que un atisbo dorado que no llegaba a asomar por encima de los montes del este. Las manchas de oscuridad flotaban como vestigios del velo de la noche. Con aquella luz indefinida había algo sobrecogedor en aquel tramo del camino, flanqueado por multitud de tumbas.
La via Apia es tan lisa como una mesa, está pavimentada con losas poligonales, encajadas tan bien que ni un grano de arena podría colarse por los intersticios. Hay algo tranquilizador en la solidez de un camino romano. Metón me habló una vez acerca de una misión de reconocimiento que había llevado a cabo en los inhóspitos bosques de las Galias. Desde las raíces retorcidas parecían acecharles dioses extraños. Los lémures revoloteaban en las sombras. Seres invisibles se deslizaban entre las hojas cubiertas de moho. Entonces, cuando menos lo esperaba, dio con un camino cuya construcción había promovido César, una brillante cinta de piedra que atravesaba el corazón del bosque, dejando pasar el aire y la luz del sol.
La via Apia no está flanqueada por bosques inhóspitos, sino por tumbas que se extienden a lo largo de varios kilómetros. Unos monumentos son grandes y complicados, como templos en miniatura; otros, sólo simples señales, un fuste de piedra con algo grabado. Algunos se hallan en buen estado y bien cuidados, rodeados de flores y arbustos, mientras que otros parecen haber caído en el olvido, con las columnas por el suelo y los cimientos agrietados y llenos de hierbajos.
Incluso a plena luz hay algo melancólico en la via Apia. A la indecisa luz del alba, con los espíritus acechando en las sombras, el camino que se deslizaba bajo los cascos de los caballos representaba mucho más que el orden y el genio romanos. Era un camino que cruzaba la ciudad de los muertos. Cada golpe de los cascos contra las losas nos tranquilizaba, recordándonos que estábamos sólo de paso.
Llegamos al monumento de Publio Clodio, situado en medio de los de sus antepasados. La última vez que había recorrido un trayecto largo por la via Apia había sido para investigar el asesinato de Clodio. Clodio… el niño mimado y la esperanza de las masas. Su asesinato causó disturbios en Roma; una multitud con antorchas había convertido en pira funeraria la Casa del Senado. Desesperado por restaurar el orden, el Senado había llamado a Pompeyo, que había utilizado la autoridad que le confería el estado de excepción para fomentar lo que él llamó reformas jurídicas. El resultado había sido la persecución y el destierro de muchos hombres poderosos que ahora veían en César su única esperanza de recuperar lo perdido. La clase gobernante quedó fraccionada irreparablemente y las masas se mostraban más escépticas que nunca. Ahora que lo pensaba, ¿no había sido el asesinato de Clodio en la via Apia el auténtico comienzo de la guerra civil, la primera escaramuza, la primera víctima?
Su monumento era sencillo, como correspondía a un patricio con pretensiones de saber tratar con gente sencilla. Encima de una peana se alzaba una estela de mármol de tres metros con haces de trigo tallados, para conmemorar el impuesto sobre el grano que había establecido Clodio. El sol encendía ya las colinas. A la luz creciente vi que el pedestal estaba rodeado de humildes ofrendas: velas encendidas y varas de incienso, ramilletes de hierbas y flores de la primavera temprana. Pero también había algo que parecía y olía a excremento humano, y unas palabras pintarrajeadas con el mismo material en la base de la peana: «Clodio se follaba a su hermana.»
Tirón arrugó la nariz. Fórtex lanzó una carcajada. Seguimos cabalgando.
Un poco más lejos, en el otro lado del camino, vimos la parcela de la familia de Pompeyo. La tumba del padre era un monumento vulgar y recargado. Todos los dioses del Olimpo estaban apiñados en el frontón, como si estuvieran orgullosos de aquel honor, pintados con colores vivos y rodeados por una cenefa dorada que despedía reflejos rojos cuando le daba el sol. La tumba parecía haber sido pintada y restaurada recientemente, aunque empezaba a tener aspecto de abandonada; los hierbajos habían crecido en la base desde que Pompeyo y su familia habían huido hacia el sur. Por lo demás, todo parecía perfecto, hasta que vi la bosta de caballo, abundante en aquel camino, amontonada en la techumbre de bronce. A media mañana de un día soleado, como parecía ser aquél, los viajeros olerían el panteón del difunto Pompeyo mucho antes de verlo.
Fórtex rió por lo bajo.
– ¡Es indignante! -murmuró Tirón-. Cuando era joven, los hombres luchaban por el poder tan ferozmente como lo hacen hoy, pero nadie habría osado profanar una tumba, ni siquiera como acto de guerra. ¿Qué pensarán los dioses? Nos merecemos todas las desgracias que quieran enviarnos. ¡Tú! Sube y tira toda esa porquería.
– ¿Quién? ¿Yo? -dijo Fórtex.
– Sí. Inmediatamente.
Fórtex hizo una mueca, desmontó refunfuñando y miró alrededor en busca de algo que pudiera utilizar como pala.
Mientras esperábamos, dejé que mi caballo vagara sin rumbo a la vera del camino, buscando hierba fresca entre las tumbas de los Pompeyo. Cerré los ojos, sintiendo el sol matutino en los párpados y dejándome mecer por los movimientos casuales del animal que montaba. Detrás de mí oí al esclavo subir al techo y luego el sonido de la pala contra el bronce, y el suave impacto de las boñigas al caer.
Debí de quedarme dormido durante un momento que se salió de lo normal. Cuando abrí los ojos, vi la tumba de Numerio Pompeyo.
Era una sencilla estela de las que ya se compran hechas, con una cabeza de caballo tallada, el símbolo de la muerte que parte. Estaba un poco alejada del camino, entre tumbas más ostentosas. Comparada con sus vecinas, era pequeña e insignificante. Nunca la habría visto desde la calzada. Qué extraño que el caballo me hubiera llevado directamente ante ella, y que la primera cosa que yo viera al abrir los ojos fuesen las palabras cinceladas en el pequeño espacio reservado para personalizar el monumento:
NUMERIO POMPEYO
REGALO DE LOS DIOSES
QUE CELOSAMENTE LO HAN RECLAMADO
DESPUÉS DE VEINTITRÉS AÑOS
ENTRE LOS VIVOS
Aquellas palabras debían de ser de su madre. Al no tener a nadie a quien culpar de su muerte, Mecia culpaba a los dioses. Sentí un ramalazo de vergüenza.
Miré abajo. Después de todo, no había sido tan raro que mi montura vagase hasta aquel punto. A los pies de la estela, alguien (Mecia, seguro) había plantado algo que todavía no había florecido. El caballo había encontrado el tierno follaje de su gusto y se lo había comido ya casi todo.
Tiré de las riendas y aparté de allí al animal. En aquel momento vi por el rabillo del ojo que algo se movía y una silueta apareció detrás de un monumento cercano.
El corazón casi se me salió del pecho. Las últimas sombras habían desaparecido, pero algo extraño parecía vagar entre las tumbas. Visto con lógica retorcida, era de lo más normal que el lémur de Numerio saliera a mi encuentro desde el más allá en el momento en que los pájaros empezaban a trinar y el mundo entero renacía.
Pero la criatura harapienta que apareció detrás del monumento no era un lémur. Ni tampoco los otros, al menos tres, que rápidamente se unieron al primero. Traté de maniobrar con el caballo entre las tumbas, un espacio lleno de dificultades.
– ¡Tirón! -grité-. ¡Bandidos!
Algunos trechos de la via Apia son famosos por su inseguridad. La zona que rodea la tumba de Basilio, situada lejos de las murallas de Roma y que señala el auténtico comienzo del campo, es especialmente peligrosa; sin ir más lejos, en una ocasión yo mismo fui víctima de una emboscada y un secuestro. Pero nunca habíamos llegado tan lejos, nunca había oído decir que hubiera bandidos tan cerca de la Puerta Capena. ¡Qué desesperados tenían que estar aquellos hombres y qué poco orden tenía que quedar en Roma para que se atrevieran a atacar a los viajeros a tan poca distancia de la ciudad! No obstante, la culpa había sido nuestra. Tirón no debería haber ordenado a nuestro único guardaespaldas que limpiara la bosta de caballo. Y yo no debería haber cerrado los ojos. Los bandidos nos habían visto bajar la guardia y se habían decidido a atacar.
Intenté volver al camino por todos los medios. Un poco antes había regañado a mi caballo por comerse las plantas de Mecia. El animal estaba confuso y relinchó. Sentí una zarpa en el muslo. Pataleé y perdí el equilibrio. Me tambaleé, estuve a punto de caer y me golpeé la cabeza contra un obelisco de piedra. Otra mano me agarró del pie. Al volverme vi una cara fea y desdentada que me miraba. Hay una expresión típica que pone el hombre cuando está dispuesto a matar o a lo que haga falta. Vi esa expresión en aquellos ojos.
Un momento más tarde, un puñado de bosta, duro como una piedra a causa del sol, golpeaba al hombre entre los ojos. Mi atacante dio un gruñido y aflojó las manos. Recuperada la seguridad en sí misma, mi montura trotó entre los monumentos, dirigiéndose al camino.
Por su parte, Tirón cabalgaba trazando círculos con un puñal en la mano. Fórtex dio un alarido, saltó del tejado del panteón y cayó sobre su caballo con agilidad. Uno de los bandidos salió tras él, pero el caballo le dio una coz en el pecho y el hombre voló como un muñeco, se golpeó la cabeza contra el panteón y cayó al suelo, sin vida.
Se lanzaron sobre nosotros desde ambos lados del camino diez hombres al menos, quizá más. Nos habrían desmontado en un abrir y cerrar de ojos, pero no debían de tener jefe y, al ver que uno caía muerto, parecieron vacilar. Los tres espoleamos los caballos como un solo hombre y echamos a correr con gran alboroto de cascos.
Algunos bandidos corrieron tras nosotros y uno consiguió agarrar a Tirón por el muslo. Vi brillar el acero; unas gotas de sangre me saltaron a la cara y oí un grito que se apagó rápidamente. Volví la cabeza. El hombre acuchillado se sujetaba el brazo y sus compañeros seguían persiguiéndonos. Ninguno parecía llevar armas, si exceptuamos las piedras, una de las cuales alcanzó al caballo de Fórtex en la grupa. El animal relinchó y se sacudió, pero siguió avanzando en su carrera.
Uno tras otro, los bandidos abandonaron la persecución. Los vi desaparecer en la distancia, como la Puerta Capena, que quedaba tras ellos, como los panteones de Clodio y de los Pompeyos difuntos. La estela de Numerio se perdió entre las demás.
Fórtex, que iba a mi lado, lanzó una carcajada y un alarido. Al poco rato, Tirón sonrió e hizo lo mismo. ¿A qué venía tanta alegría? Lo que acababa de ocurrirnos era un augurio, y además un augurio pésimo. Acabábamos de empezar un viaje de varios días y ya habíamos estado a punto de perder la vida por bajar la guardia. Los dioses me habían conducido a la tumba de Numerio Pompeyo y luego habían lanzado a una horda de forajidos sobre nosotros. Había sido un episodio doloroso que había terminado con sangre y muerte.
Pero la risa era contagiosa. Al poco rato yo también reía y gritaba con ellos. Era la mañana de un nuevo día, el sol brillaba con fuerza sobre los campos y estábamos vivos. En realidad no sólo vivos, sino que estábamos dejando Roma a nuestras espaldas, y junto con Roma a la apenada madre de Numerio y a su embarazada amante, a mi compungida hija y a su gruñona madre, a los apesadumbrados tenderos, los cotidianos momentos de pánico en el Foro… En fin, nos quitábamos de encima la oscuridad escalofriante de la ciudad y galopábamos hacia el futuro con el viento de cara.
Sabía que esta sensación de libertad no podía durar; nunca dura. Pero también sabía que podría ser la última vez que saboreara aquel júbilo. Fustigué al caballo para que apretase el paso. Me adelanté a Tirón y a Fórtex hasta hacerme la ilusión de estar solo en el camino, como si fuera un jinete solitario, invencible e imparable. Eché la cabeza atrás y grité al cielo.
Pasada la tumba de Basilio, aflojamos el paso para que descansaran los caballos. Cuando la llanura empezó a ascender por las laderas del monte Albano, llegarnos al pueblo de Bovilas y pasamos por el punto donde habían matado a Clodio. El terreno era cada vez más accidentado y el camino menos recto. Pasamos el desvío que llevaba a lo que iba a ser la fortificada villa de montaña de Clodio, por siempre más inconclusa, y donde vi por primera vez a Mopso y a Androcles.
En el pueblo de Aricia conseguirnos monturas de refresco en la cuadra local; allí Tirón sacó un documento oficial, un salvoconducto de correo diplomático, firmado por el mismísimo Pompeyo y sellado con el anillo del Magno. El papiro autorizaba al portador para cambiar gratis de caballos, en virtud del senatusconsultum ultimum. Mientras Tirón regateaba la calidad de los animales que el mozo de cuadras le ofrecía a cambio, oí el ruido de mi estómago y vi una taberna al otro lado de la calle. Al cruzar miré hacia las colinas y distinguí la villa del senador Sexto Tedio, donde me había sido revelado el secreto de la muerte de Clodio. Mientras comía pan rancio y un guisado de oveja, inicié una conversación con el tabernero y le pregunté a qué se dedicaba el senador Tedio últimamente.
– Se ha ido a luchar con Pompeyo -me informó.
– Tiene que haber un error -dije-. Sexto Tedio es demasiado viejo y débil. Y además está lisiado.
– No hay error, ciudadano -dijo el hombre, y se echó a reír-. Ha dejado a su hija solterona a cargo de la villa y se ha ido a la guerra. Lo sé de buena fuente, porque antes de partir convocó a todo el mundo en el foro del pueblo y pronunció un largo discurso en el que nos exhortó a todos a hacer lo mismo, asegurando que la vergüenza caería sobre los hombres que se quedaran. Pero nosotros sólo somos campesinos y la siembra está al caer. ¿Quién se imagina que alimenta a los soldados?
¡Viejo chocho! -Cabeceó y bajó la voz-. Quizá cambien las cosas cuando mande César. ¿Tú qué crees, ciudadano?
Pasado el monte Albano, el camino empezó a descender. Al caer la noche, Tirón nos sacó del camino principal y nos condujo a un pueblo comercial llamado Forum Appii, junto a las Lagunas Pontinas. Pensaba que su intención era buscar acomodo para la noche; el salvoconducto autorizaba a sus portadores para recibir alojamiento y caballos de refresco. Sin embargo, pasamos por delante de varias posadas y no nos detuvimos hasta que terminó el camino, al final de un ancho canal, donde se alzaban almacenes, cuadras, una taberna y un embarcadero para las barcazas.
Tirón explicó que el canal cruzaba las lagunas flanqueado por un camino de sirga que quedaba un poco más elevado. La barcaza era una balsa alargada, con una barandilla que llegaba a la cintura. Tiraba de ella una yunta de mulas desde el camino y los barqueros la dirigían con las pértigas.
– Los caballos pueden ir en la parte posterior de la barcaza -dijo Tirón-, así que podremos llevarlos con nosotros. Pagaremos el importe, nos acomodaremos a bordo y nos pondremos en marcha cuando anochezca. Cenaremos cuando nos apetezca y viajaremos mientras dormimos. Por la mañana estaremos cerca de Tarracina, descansados y listos para seguir hasta Formies. Es la manera más civilizada de viajar.
Era convincente. Sólo había unos cuantos inconvenientes que Tirón olvidó mencionar: el precio exorbitante que pedían por el pan y el vino en todas las tabernas de los alrededores (las provisiones que vendían en la barcaza aún eran más caras, y encima doblaron los precios en cuanto se puso en marcha); las condiciones de la instalación (el que cobraba los pasajes no dejaba de meter pasajeros, hasta que el barquero echó a los últimos diciendo que podían hundir la embarcación); la incompetencia del encargado de las mulas (que no consiguió moverlas hasta una hora después de que subiera el último pasajero); la práctica imposibilidad de comer entre aquellos olores a pantano y establo (los animales iban a popa y teníamos el viento de espaldas); los insectos invisibles que zumbaban por doquier(en la nariz y en los ojos); las insufribles condiciones para dormir (todos hacinados, cabezas contra tobillos, como cadáveres tras una batalla, aunque los cadáveres no se tiran pedos, ni roncan, ni cantan canciones de borrachos toda la noche); y la absoluta falta de escrúpulos de los hombres de la tripulación, que sin duda pensaban que era muy divertido despertar a todo el mundo de vez en cuando, lanzando la barca contra las orillas del canal, y aún más divertido si nos zarandeaban bien a todos, hazaña que conseguían tras una hora de golpes, martillazos y órdenes proferidas a pleno pulmón en lo más oscuro de la noche.
Conseguí dormir alrededor de una hora en toda la noche. Cuando atracamos por la mañana, bajé dando tumbos con los demás y fui a lavarme a una fuente que había en un bosquecillo cercano, consagrada a la ninfa Feronia, patrona de los libertos. El agua me reanimó un poco. Al rato reanudamos el camino.
En Tarracina volvimos a la via Apia. Sentía el dolor de la cabalgada del día anterior en las nalgas y en los muslos, según creo al igual que Fórtex, porque lo vi hacer muecas y refunfuñar. No obstante, quizá sólo estaba ensayando muecas para dar miedo, por si volvíamos a encontrarnos con un grupo de bandidos. Tirón, acostumbrado a los rigores del viaje, estaba de un humor envidiable. Al cabo de unas horas vería a Cicerón.
Llegamos a Formies aquella misma tarde. Como Tirón no quería que lo vieran, evitamos la ciudad y el camino principal hacia la villa de Cicerón y fuimos por un desvío que atravesaba un espeso bosque, un camino de herradura que se transformó en vereda y luego en un rastro apenas visible entre los brezos y las zarzas. Caía la tarde y las sombras se intensificaban entre los árboles. Yo temía que acabáramos perdiéndonos, pero Tirón sabía por dónde iba. Justo cuando se ponía el sol, salimos de los bosques y entramos en una viña. Al otro lado de las cepas se veía una preciosa villa de paredes blancas y tejados rojos.
Un pórtico recorría la parte trasera de la casa y allí vimos a un hombre de larga túnica blanca, sentado y con un papiro en los muslos. Estaba medio vuelto e indicaba a un joven esclavo dónde tenía que colocar una lámpara para que él pudiera seguir leyendo. El esclavo nos vio llegar por la viña, lanzó una exclamación y nos señaló. El hombre se levantó de un salto y el papiro cayó a sus pies y se desenrolló.
Nunca había visto tal expresión de pánico en la cara de un hombre, ni una transformación tan completa después de reconocer a sus visitantes. Sonrió, se echó a reír y se acercó corriendo a saludarnos, mientras el esclavo recogía el papiro.
Estábamos en el retiro de Cicerón.