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– Una preciosa vista del Capitolino -comentó Tirón-. Me pregunto cuánto costará un piso como éste en el mercado.
Después de entrar y darle en la cabeza al sorprendido Androcles, Tirón había inspeccionado la habitación, observado el cofre vacío y pisado el colchón y las almohadas del suelo, para finalmente dirigirse a la ventana.
– Tirón, ¿qué estás haciendo aquí?
Bajó la vista.
– El chico que hay abajo y que me mira como si fuera una gárgola… ¿no es uno de los tuyos, Gordiano?
Me acerqué a la ventana e hice una seña a Mopso para indicarle que todo iba bien. Visiblemente aliviado, preguntó por señas si subía a reunirse con nosotros, pero negué con la cabeza y le indiqué que siguiera vigilando.
– Androcles -dije-, vuelve a la escalera y vigila como hacías antes. Quizá evitemos que nos sorprendan otra vez.
– Pero amo -protestó Androcles-, ¿no es éste el sicario al que seguimos el otro día?
Tirón arqueó una ceja.
– Yo nunca les he ordenado nada semejante -aseguré-. Los chicos tienen más imaginación que sentido común. Vete, Androcles.
– Pero amo…
– Estaré a salvo. Al menos eso creo. -Esta vez me tocó a mí arquearle una ceja a Tirón. Cuando Androcles salió de la habitación, repetí la pregunta-: ¿Qué estás haciendo aquí?
Se dio unos golpecitos en la nariz.
– Pues supongo que lo mismo que tú. Andarme al husmo.
– Querrás decir andar detrás de mí.
– Es posible.
– ¿Has adquirido la costumbre de seguirme cada vez que salgo de casa?
Al parecer no soy el único que hace esas cosas.
– ¿Y por qué hoy?
– Porque ayer te visitó la joven amante de Numerio.
– ¿Cómo sabes que eran amantes?
– Yo sé muchas cosas.
– ¿Y cómo sabes que vino a verme ayer? ¿Estabas vigilando mi casa o la seguiste?
Negó con la cabeza.
– Gordiano, no esperes que te lo cuente todo, al igual que yo no espero que tú me clientes todo lo que sabes. Aun así, creo que sería más útil para nuestros intereses que intercambiáramos toda la información que tenemos. Acerca de Numerio, quiero decir.
– Estás buscando los documentos de los que te habló, ¿no?
– ¿No estás en ello tú también, Gordiano? Así pues, ya que buscamos lo mismo, ¿por qué no cooperamos?
No contesté.
Tirón fue al centro de la estancia y se arrodilló ante el bacín que contenía los poemas de Emilia. El pedernal estaba al lado.
– Estabas a punto de quemarlos cuando he llegado -dijo-. ¿Qué son?
– Nada que te importe.
– ¿Cómo lo sabes?
Suspiré.
– Son poemas amatorios copiados por una adolescente loca de amor. Emilia me dijo dónde estaban y me pidió que los quemara. No veo por qué razón no iba a hacerlo.
– Pero quizá no son lo que parecen.
– No es lo que andamos buscando, Tirón.
– ¿Cómo lo sabe? insistió.
– Porque lo sé.
– Entonces me dejarás verlos, ¿no? ¿Qué tendría eso de malo, Gordiano? Yo mismo los quemaré en cuanto los haya examinado a fondo. Nadie más los verá.
– ¡Que no, Tirón!
Nos miramos durante un largo momento; ninguno de los dos apartaba la vista. Al final se puso en pie y se alejó del bacín.
– Muy bien, Gordiano. Ya veo que no hay manera de convencerte. ¿Qué obligación has contraído con esa chica?
En vez de contestar, me arrodillé ante el bacín y volví a golpear el pedernal. Una chispa cayó sobre los poemas y prendió el papiro. La llama, débil al principio, fue extendiéndose por el borde de la hoja. Vi las palabras que iban consumiéndose: «Y un sutil fuego no tarda en recorrer mi piel, mis ojos no ven nada…»
Alcé la mirada y vi el reflejo del fuego en los morenos rasgos de Tirón.
– No hay nada tan fascinante como el fuego, ¿verdad? -dijo, sonriendo débilmente-. Después de las llamas, sólo quedan unas pocas cenizas, que se convierten en nada al tocarlas. ¿De dónde viene el fuego? ¿Adónde va el papiro? Nadie lo sabe. En este momento es como si nuestra joven nunca hubiera copiado los poemas y Numerio no la hubiera oído recitarlos. En realidad también es como si éste jamás hubiera existido.
– Pero existió. Y Emilia lo amaba. -Y dentro de ella aún existía y seguiría existiendo una parte de Numerio, pensé, al menos durante algún tiempo. La criatura pronto se convertiría también en cenizas.
Tirón dio un bufido.
– ¿Ella lo amaba? Quizá… pero ¿la amaba él?
– Estaba dispuesto a casarse con ella, a pesar de los deseos de Pompeyo. Emilia estaba segura.
– ¿De veras? Sin duda imaginaba todo tipo de cosas mientras se quedaba en la cama con él, después de una hora de amor, contemplando los templos del Capitolino por la ventana. Sin duda Numerio le contó todo tipo de mentiras… las imprescindibles para que ella siguiera acudiendo a este lugar para reunirse con él.
– La vida con Cicerón te ha convertido en un puritano, Tirón.
– ¡Tonterías! Pero cuando veo un nido de amor como éste, y lo joven y tierna que es la mujer, está claro la clase de hombre que tenía que ser Numerio. Un perfecto espécimen de su generación… egoísta, sin principios, dispuesto a coger lo que se le antoja sin pensar en las consecuencias. De no haber sido por su parentesco con Pompeyo, se habría convertido en el típico partidario de César.
Miré a Tirón fijamente.
– Un hombre al que mucha gente querría matar, ¿no? Me miró con resentimiento.
– No te burles de mí, Gordiano. Y no me acuses de asesino ni en broma.
– No estaba haciéndolo.
– Sólo digo que si Numerio amaba de verdad a la chica habría hecho lo correcto y se habría casado con ella, con o sin la bendición del Magno, en lugar de hacerla su amante en un agujero inmundo como éste.
– ¿Has olvidado ya los amores que tú mismo tenías a espaldas de Cicerón cuando nos conocimos? Entonces eras un esclavo y ella era hija del cliente de tu amo, y las consecuencias habrían sido terribles para los dos… Por no hablar del hijo que habría podido salir de allí…
– ¡Eres injusto! Yo era joven y alocado…
– ¿Y Numerio no? -lo interrumpí.
Tirón miró las cenizas del bacín.
– A todos los hombres les gusta recordar las licencias de su juventud, pero no que se las recuerden -dije con voz serena.
– Ennio -dijo Tirón, reconociendo la cita. Consiguió esbozar una débil sonrisa-. Tienes razón. No estamos aquí para juzgar a Numerio, sino para descubrir sus secretos. Vamos a trabajar juntos, ¿sí o no?
– Hay dos cuchillos -dije, enseñándole el que llevaba conmigo y tendiéndole el que había encontrado en el cofre.
– He traído el mío -dijo Tirón-, pero éste parece más afilado.
Nos pusimos a abrir las almohadas y el colchón.
Al menos tuvimos una sorpresa. En lugar de paja vulgar o lana, estaban rellenos con plumón de cisne y hierbas secas, suficientes para que la habitación se impregnase de su fragancia; había estado preguntándome de dónde procedería. Numerio no escatimaba en lujos a la hora del amor.
Cada vez que rajábamos una almohada, salía una nube de plumas. Pronto la estancia estuvo envuelta en pelusa blanca. Plumas y plumones flotaban en el aire como copos de nieve. Lo absurdo de la situación nos hizo reír. La tensión desapareció. Quizá no habría sido así de haber encontrado lo que nos interesaba, pero mientras registrábamos y rebuscábamos, fue haciéndose evidente que no había nada escondido entre el relleno.
– Yo ya he mirado en todas partes -dije a Tirón-. ¿Por qué no buscas tú? Empieza por el cofre. Quizá veas algo que se me haya escapado.
Inspeccionó concienzudamente todos los enseres de la habitación, incluidos los palos de la cama, en busca de huecos secretos. Examinamos juntos las tablas del suelo, por si había alguna suelta. Recorrimos las paredes, palpándolas, y golpeamos el techo. No encontramos nada.
– Si existen esos documentos con un plan para matar a César, no están aquí -dijo Tirón, sacando la lengua y soplando una pluma que se le había pegado al labio superior.
– Tampoco están en casa de Numerio. Su madre me dijo que la registró a fondo y no encontró nada.
– Y sin embargo Numerio aseguró que estaba «sentado encima de algo inmenso…», algo tan peligroso que podían matarlo por ello.
– Y lo mataron -dije, bajando la mirada.
Tirón deambuló por la habitación, levantando remolinos de plumas.
– Así que yo sigo como antes y tú no has hecho ningún progreso para averiguar quién asesinó a Numerio y conseguir que Pompeyo te devuelva a tu yerno. Mira, Gordiano… mañana me marcho de Roma. Ven conmigo. -Enarqué una ceja-. ¿Por qué no? -dijo-. Estoy harto de viajar solo.
– Pero seguro que llevarás un guardaespaldas.
– Sí, uno de esos idiotas de la casa de Cicerón.
– El más viejo es mejor-dije-. Al menos no es tan necio.
– ¿Te refieres a Fórtex?
– No sé cómo se llama.
– Fórtex no sirve para compañero de viaje. Puedo tener conversaciones más interesantes con mi caballo. Tú eres una buena compañía, Gordiano.
– ¿Quieres que vaya contigo para entretenerte, Tirón? Alguien tiene que cuidar de mi familia.
– Tienes en la puerta de la calle a ese cíclope de Pompeyo, ¿no? Y tu hijo Eco puede ir a echar un vistazo de vez en cuando.
– Quizá. Aun así, ¿qué razones tengo para salir de Roma? Me miró con seriedad.
– Quieres que tu yerno vuelva, ¿no es así? No te queda mucho tiempo. Pompeyo se ha retirado a Brindisi, y a sus espaldas está el mar. César lo persigue. Ahora es sólo cuestión de días. Si quieres que Davo vuelva a Roma…
– Ya entiendo qué quieres decir. ¿Y tú, Tirón? ¿Por qué te vas de Roma?
– Hoy he recibido un mensaje de Cicerón. Quiere que pase por su villa de Formies para llevarle unas cartas a Pompeyo.
– ¿Formies? ¿Cicerón está todavía en la costa?
– Sí.
– Pero Pompeyo ordenó que todos los senadores leales al gobierno legítimo se reunieran con él en Brindisi.
– Sí. Bueno… -Adoptó una actitud cautelosa.
– ¡No me digas que Cicerón aún no se ha decidido! ¿Está esperando a que termine la guerra para tomar partido?
– No es eso, Gordiano; no seas tan malpensado. Cicerón se ve a sí mismo como… ¿cómo lo diría…? Se ve en una posición excepcional para desempeñar un papel especial. ¿Qué otro hombre de su categoría puede entenderse aún con los dos bandos?
– ¿Cicerón sigue en contacto con César?
– Cicerón y César nunca han dejado de escribirse. Pompeyo lo sabe. Cicerón no lo ha engañado. Ahora que la crisis está entrando en una nueva fase, Cicerón podría actuar como mediador, como pacificador. Para eso ha de mantener un delicado equilibrio entre…
– ¡Tonterías! Lo que pasa es que Cicerón no tiene valor para arriesgarse con Pompeyo. Odia a César, pero teme que pueda ganar, así que adula en secreto a las dos partes. No hay peor clase de cobardes.
– ¿Quién es el puritano ahora, Gordiano? -Hizo una mueca-. Todos nos encontramos en una situación que no hemos elegido. Cada cual sale como puede. Afortunado el hombre que salga vivo de todo esto y sin ningún remordimiento de conciencia.
No supe qué responder. Tirón respiró hondo.
– Bueno, Gordiano, ¿te vienes a Brindisi o no?
Al volver a casa compré la cesta egipcia de los hipopótamos, para regalársela a Bethesda. Necesitaba algo para suavizar la noticia de que me marchaba de Roma. El regalo le vino de perlas, ya que una cesta de juncos puede ser lanzada de un extremo a otro de una habitación sin que se rompa.
Al contrario que su madre, Diana recibió la noticia con entusiasmo. Cualquier cosa que acelerase el regreso de Davo era bien recibida. Pero aquella noche, mientras yo preparaba la bolsa con los enseres que iba a necesitar para el viaje, Diana entró en mi habitación. Habló sin mirarme.
– Creo que hace falta mucho valor para hacer lo que haces, papá. El campo debe de ser muy peligroso.
– Supongo que no mucho más que la ciudad en estos días. Me vio doblar la túnica. Lo hice tan mal que se sintió obligada a quitármela para doblarla ella.
– Papá, sé que estás haciendo esto por mí. Aunque… Verás, ya sé que a ti nunca te gustó… mi boda. Y sin embargo estás dispuesto a… -Reprimió las súbitas lágrimas-. ¡Y ahora tengo miedo de no volver a ver a ninguno de los dos!
La túnica se desdobló en sus manos. Rodeé a Diana con el brazo y sentí sus dedos en la mano que le había puesto en el hombro.
– No sé qué he hecho mal, papá. Desde que Davo se marchó…
– Todos tenemos los nervios tan destrozados como la túnica de un mendigo, Diana. ¿Cuánto apuestas a que Cicerón rompe a llorar al menos dos veces al día?
Diana sonrió.
– Pero dudo que César llore.
– Quizá no. Pero es posible que Pompeyo sí. Piensa en la siguiente imagen: Davo bostezando delante de la tienda del Magno y Pompeyo dentro, llorando como un niño y tirándose de los pelos.
– Como en una comedia de Plauto.
– Exacto. A veces conviene imaginar la vida como una comedia, que es como deben de verla los dioses.
– Los dioses pueden ser crueles.
– O no.
Nos quedamos en silencio. Sentía una gran paz a su lado, rodeándola con el brazo.
– Pero papá -dijo con calma-, ¿cómo te las arreglarás para quitárselo a Pompeyo? Si no has averiguado quién mató a Numerio, Pompeyo no lo dejará ir.
– No te preocupes. Tengo un plan.
– ¿Ah, sí? Cuéntamelo.
– No, Diana.
Se soltó de mi brazo y se apartó.
– ¿Por qué no, papá? Antes siempre me lo contabas todo.
– No necesitas saberlo, Diana.
Apretó los labios.
– Pues no me lo cuentes. A lo mejor creo que no lo tienes. La cogí de las manos y la besé en la frente.
– Te lo aseguro, hija mía, tengo un plan. -Y lo tenía… aunque ponerlo en práctica podía significar no volver vivo de Brindisi.