172207.fb2 Cruzar el Rubic?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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Los últimos días de febrero trajeron desesperación a los partidarios de Pompeyo y júbilo a los de César.

Animado por una serie ininterrumpida de victorias, César siguió el avance hacia el sur y rodeó Corfinio. Domicio Enobarbo, atrapado en la ciudad, enviaba urgentes mensajes a Pompeyo pidiéndole refuerzos. Pompeyo contestaba secamente que no tenía la menor intención de liberar Corfinio, sobre todo porque Domicio no pintaba nada allí.

Domicio ocultó el contenido de la carta a sus oficiales y aseguró que Pompeyo estaba en camino, pero su comportamiento nervioso no engañó a nadie. A sus espaldas, los oficiales decidieron entregar la ciudad a César sin oponer resistencia.

La inquina de Domicio por César era personal y antigua. El abuelo y el padre de Domicio habían dado comienzo a la colonización de la Galia meridional, sometiendo a los alóbroges y los arvernos, construyendo caminos, fundando poblados romanos en la costa y, de paso, amasando una gran fortuna. La familia había llegado a considerar la región como una posesión personal, de la que Domicio era heredero. Por su parte, a César lo consideraban un advenedizo que se había apoyado en ellos para llevar a cabo sus propias conquistas. Cuando Domicio dio el primer paso para ser gobernador de la Galia meridional, César desbarató sus planes y pasó a ser gobernador militar de la región. El mandato de César había expirado y, legalmente, debería haber abandonado el puesto para que lo sucediera Domicio. En cambio, la respuesta de César había sido cruzar el Rubicón con su ejército. Domicio tenía buenas razones para odiarlo y aún más para temerlo.

Al sentirse traicionado y temiendo morir de manera innoble a manos de César o, aún más innoble, a manos de sus propios hombres, Domicio ordenó a su médico que le diera un veneno. Acababa de ingerirlo cuando llegó la noticia de que César trataba a sus prisioneros, incluso a sus enemigos más acérrimos, con respeto y bondad. Domicio gritó, se mesó los cabellos y se maldijo por haberse precipitado… hasta que el médico, que conocía a su amo mejor que nadie, reveló que no le había dado veneno, sino un hipnótico inofensivo. Domicio se rindió a César y éste le permitió conservar la cabeza.

En Roma los cesaristas pegaron por todo el Foro copias de la alocución de César al entrar en Corfinio:

No abandoné mi provincia con la intención de hacer daño a nadie. Sólo quería defenderme de las calumnias de mis enemigos, restituir a su cargo a los tribunos de la plebe, expulsados por estar comprometidos con mi causa, y exigir para mí y para el pueblo romano que se nos libere del dominio de una camarilla.

Los ricos y poderosos más confusos e indecisos se animaron ante las noticias de la clemencia de César. Los que habían huido empezaban a volver a la ciudad.

Con el ejército engrosado por las tropas de Domicio Enobarbo y los refuerzos de las Galias, César prosiguió el avance hacia el sur. Pompeyo retrocedió y ordenó a las tropas gubernamentales que se reunieran en Brindisi, en el talón de Italia.

– Davo morirá allí -dijo Diana-. Morirá en Brindisi, atrapado con el resto de los hombres de Pompeyo. César se calzará la bota de Italia y los aplastará con el talón.

– César ha sido clemente hasta ahora -dije con cautela-. Tomó Corfinio sin derramar una sola gota de sangre.

– Pero esta vez es diferente. Se trata de Pompeyo. Nunca

se rendirá ante César.

– Quizá Pompeyo prefiera huir a luchar.

– ¿Cruzando el mar? ¡Pero si Davo no sabe nadar! Me esforcé por no sonreír.

– Supongo que irán en barco, Diana.

– ¡Ya lo sé! Estoy pensando en el tiempo. Nadie navega en esta época del año si puede evitarlo. Es demasiado peligroso, sobre todo en el Adriático. Tormentas y naufragios… No dejo de ver a Davo flotando, sujeto a un madero, con las olas pasándole por encima de la cabeza y rodeado de rayos y relámpagos…

Los frutos de una imaginación hiperactiva; la había heredado de su madre.

– Davo es más inteligente de lo que crees-aseguré-. Sabrá cuidar de sí mismo.

– ¡No es verdad! Es inocente como la miel en una mañana fría, e igual de lento, ya lo sabes. ¿Y si Pompeyo no huye y se libra una batalla, los de César contra los de Pompeyo? Davo nunca haría lo más sensato, o sea, huir. Se sentiría obligado a quedarse y luchar, por adhesión a los demás soldados. Ocurre eso entre los militares, ¿no? Camaradas y lealtad hasta la última gota de sangre.

No tenía respuesta para aquello. Yo sólo había estado en una batalla en toda mi vida, luchando con Catilina en Pistoria. Lo que decía Diana era verdad.

Hizo una mueca.

– Metón dice que ni siquiera sientes las heridas cuando te las infligen. Sigues luchando hasta que no puedes más. -Me miró con cara de horror-. Davo y Metón podrían estar en la misma batalla, en bandos opuestos. ¡Podrían matarse entre sí!

Definitivamente, su imaginación se había desbocado Me levanté de la silla, atravesé el estudio y le puse las manos en los hombros. Se apoyó en mí y la rodeé con los brazos.

– Davo recibió entrenamiento de guardaespaldas, no de soldado. Lo sabes, Diana. Y Pompeyo lo utilizará como tal para que lo proteja. Tendrá a Davo con él día y noche. Y ahora te pregunto: ¿dónde estaría más a salvo tu marido? Pompeyo no es tonto. Si te fijas, hasta ahora ha sido muy prudente, retrocediendo dos pasos cada vez que César avanza uno. Es probable que Davo esté más seguro con Pompeyo que si se hubiera quedado en Roma.

– ¿Y si se libra una batalla y Pompeyo va al frente de sus hombres? César lo hace; eso dice Metón. Davo estaría condenado sin remedio. Como bien has dicho, recibió entrenamiento de guardaespaldas. Se sacrificará antes que permitir que Pompeyo sufra daño alguno. No lo pensaría dos veces. ¡Si hay una espada que corre hacia el corazón de Pompeyo, Davo se interpondrá!

– ¡Diana, Diana! ¡Tienes que dejar de imaginar esas cosas! -Suspiré-. Escucha, quiero que cierres los ojos. Ahora imagina a Davo. ¿Qué está haciendo en este momento? Te lo diré. Está apostado fuera de la tienda de Pompeyo, muerto de aburrimiento y tratando de no bostezar. ¿No lo ves? Yo sí. Incluso puedo ver la mosca que zumba alrededor de su cabeza. Si bosteza, a lo mejor le entra en la boca.

– ¡Papá! -Diana se sorbió la nariz y rió muy a su pesar. La abracé con más fuerza.

– ¿En qué crees que estará pensando Davo en este momento? -susurré.

Diana sonrió.

– En su próxima comida.

– No. Está pensando en ti, Diana. En ti y en el pequeño Aulo.

Mi hija suspiró y se acurrucó entre mis brazos. Me felicité por haber sido capaz de consolarla, al menos un momento, porque enseguida se estremeció, rompió a llorar y se soltó de mí.

– Diana, ¿qué te pasa ahora?

– ¡Papá, no soporto pensar en Davo sabiéndolo tan lejos de casa, tan solo sin nosotros! Debe de sentirse muy desgraciado… y no puede hacer nada al respecto. Papá, prométeme que lo traerás a casa. ¡Tienes que hacer lo que sea para traerlo con nosotros!

– Pero Diana…

– Debes encontrar al asesino del pariente de Pompeyo, y decírselo, ¡y que nos devuelva a Davo!

Negué con la cabeza.

– No sabes lo que estás pidiendo, hija.

Me miró con perplejidad y desamparo. En sus ojos vi algo que no había visto antes. Por primera vez en su vida pensaba que su amado padre, en cuya fuerza siempre había confiado, estaba envejeciendo; que ya se le había pasado la edad de partirse el pecho por la seguridad de su familia. Quise jurarle y perjurarle que no había nada más lejos de la verdad, pero la lengua me pesaba como el plomo.

Al parecer aquel día concreto, 1 de marzo, era mi día de las mujeres angustiadas.

Acababa de salir Diana del estudio cuando Mepso llegó corriendo. En medio de la irritación que me embargaba, se me ocurrió que ni él ni su hermano solían caminar normalmente, ni para entrar o salir de los sitios. Su ser sólo conocía dos estados: en reposo o corriendo como galgos.

– Amo, tienes visita.

– ¿Y cómo se llama el visitante?

– No es el visitante. Es la visitante.

Parpadeé.

– Aun así, imagino que tendrá nombre.

Arrugó la frente y comprendí que en la carrera entre el vestíbulo y mi estudio se le había olvidado el nombre de la visita. Pensé que los humanos son como los animales de Esopo: nunca cambian en esencia. Davo siempre sería un guardaespaldas. Mi hijo Metón siempre sería un estudioso y un soldado. Y Mopso, criado en un establo para cuidar los animales, nunca sería un portero como los dioses mandan.

– ¿Qué clase de mujer es? -pregunté-. ¿Alta o baja? Meditó.

– Trae guardaespaldas. Pero es difícil calcularlo, porque viste toda de negro.

¿Sería Mecia, que venía a preguntar por los progresos, o la falta de progresos, en la búsqueda del asesino de su hijo? No me hacía ninguna gracia volver a verla, a menos que hubiera encontrado en su casa más pruebas de las actividades de Numerio (quizá los documentos con los detalles sobre la conjura para matar a César…).

– ¿Vieja o joven?

Se quedó pensando.

– Joven -dijo al fin-. Más o menos como Diana.

Pues entonces no era Mecia, aunque vistiera de negro. Puse ceño. Numerio no se había casado, ni tenía hermanas. Pero quizá…

– Hazla pasar -dije.

– ¿Y los guardaespaldas?

– Tendrán que quedarse fuera, por supuesto.

Mopso sonrió.

– ¡Hay tres, pero apuesto a que no podrían pasar por encima de Cicátrix!

Últimamente, Mopso y su hermano se habían encariñado mucho con Cicátrix. Curiosamente el horrible monstruo parecía sentir lo mismo por ellos, pues a menudo los oía reír a los tres en el vestíbulo o en la puerta de la calle; las risotadas de Cicátrix eran un extraño complemento de las risas cantarinas de los muchachos. Yo seguía recelando de aquel individuo y me habría encantado librarme de él, pero no le tenía tanto miedo como al principio. El trabajo que realizaba custodiando la puerta era excelente. Su comportamiento con Bethesda y Diana era huraño, cierto, pero no amenazador. Estaba claro que prefería proteger al Magno y que consideraba inferior a su categoría servir en la casa de alguien tan insignificante como yo, pero entre los dos habíamos ideado una excelente manera de comunicarnos. Le daba las órdenes con sequedad. Cicátrix gruñía y refunfuñaba, pero hacía lo que le mandaba.

Mopso abandonó corriendo del estudio. Yo salí al patio, un sitio más apropiado para recibir a una joven. El día era templado para estar en las calendas de marzo, con poco viento y sólo unas cuantas nubes recorriendo en las alturas el frío cielo azul.

Instantes después apareció la visita. No vestía la estola de las casadas, sino la larga túnica de las doncellas, de color negro y cubierta por una gruesa capa tan negra como su cabello, que llevaba recogido con horquillas y peinetas, un estilo más propio de una mujer mucho mayor. Su perfume, de jazmín y nardo, también parecía para una persona más madura. Mopso le había atribuido la edad de Diana. A mí me pareció más joven, menos de diecisiete o dieciocho años. Sus manos y su cara eran tan blancos como una paloma.

Me miró con recelo por debajo de las oscuras cejas.

– ¿Eres Gordiano?

– Sí. ¿Y tú?

– Soy Emilia, la hija de Tito Emilio.

Miré con expectación la puerta por la que había entrado.

– ¿Dónde está tu aya?

Emilia pareció incómoda y bajó la mirada.

– He venido sola.

– ¿Una joven de tu edad y condición, paseando por Roma sin escolta?

– He traído guardaespaldas.

– Aun así… ¿sabe tu padre que has salido?

– Mi padre está fuera. Con Pompeyo.

– Claro. ¿Y tu madre?

– Volvimos a Roma hace unos días. Estábamos en nuestra villa de la costa, pero madre dice que probablemente estaremos más seguras en Roma. Hoy está ocupada recorriendo las tiendas y los mercados. Yo tenía que haber ido con ella, pero le dije que me encontraba mal y que quería quedarme en casa.

– Pero has venido aquí.

– Sí.

– ¿Y te encuentras mal? Estás muy pálida.

Emilia no contestó, pero echó una mirada nerviosa por el patio hasta que sus ojos repararon en la estatua de Minerva, detrás de mí. La vista de la diosa pareció infundirle fuerzas. Mientras hablaba, era su cara la que miraba, no la mía. Lo más probable es que tuviera poca experiencia en hablar cara a cara con un hombre mayor.

– Vengo de casa de Mecia. Me habló de ti.

– ¿Y qué te ha dicho?

– Que estabas investigando… -Los nervios parecieron traicionarla. Bajó la mirada-. ¿Fue aquí donde sucedió? Respiré hondo.

– Si te refieres a la muerte de Numerio Pompeyo, sí, sucedió en este patio.

Se estremeció y de inmediato se ciñó la capa alrededor del cuello.

– ¿Era pariente tuyo? -pregunté.

– No.

– Sin embargo, vas de luto.

Se mordió los labios, que parecían de color rojo sangre en comparación con sus pálidas mejillas.

– Era… Íbamos a casarnos.

Moví la cabeza.

– No lo sabía.

– Nadie lo sabía.

– No te entiendo.

– Nadie lo sabía. Pompeyo tenía planes para que se casara con otra. Pero la elegida era yo. Numerio me eligió a mí. -Se señaló apoyando la mano en el vientre y lo entendí enseguida.

– Ya veo.

– ¿Sí? -En su cara se dibujó una mezcla de orgullo y alarma-. Mecia también se dio cuenta. ¿Se nota mucho? Negué con la cabeza.

– Materialmente no, si te refieres a eso.

– Aquí no -dijo, mirándose y tocándose el vientre-. Pero debe de notárseme en la cara. ¿Y por qué no? Habría sido su viuda. El niño habría nacido con su nombre. Pero ahora…

– ¿Por qué has venido, Emilia? ¿Para ver el sitio donde murió?

Hizo una mueca.

– No. No me gusta pensar en eso.

– Entonces ¿por qué? ¿Qué quieres de mí? -Nuestras miradas se encontraron un momento; luego volvió a mirar detrás de mí, a Minerva, mientras se esforzaba por expresarse. Levanté la mano-. No importa. Ya lo sé. Quieres de mí lo mismo que todos, Pompeyo, Mecia, incluso Diana… ¿Por qué contigo me he dado cuenta enseguida y con mi hija casi tiene que caerme un rayo encima para ver lo que tengo delante? Y pensar que la gente cree que Gordiano es listo y capaz de ver lo que otros no. -Me miró con aturdimiento. Suspiré-. ¿Cuánto hace que lo sabes?

– ¿Lo del niño? Lo supe antes de que saliéramos de Roma. No estaba segura, pero lo sabía. Desde entonces, la luna ha crecido, menguado y vuelto a crecer, y ya no hay duda. ¡Lo siento dentro de mí! Ya sé que es demasiado pronto, pero juro que a veces lo siento dentro.

– Un hijo suyo… -musité. Así como Emilia imaginaba al nuevo ser dentro de sí, yo imaginaba otra presencia, muy diferente, en el patio. ¿Había un señuelo más irresistible que aquel hijo para atraer al lugar del crimen al lémur de un hombre asesinado? Di media vuelta y pegué un respingo, pues me pareció ver moverse una sombra detrás de la estatua de Minerva. Sólo había sido una ilusión óptica-. ¿Lo sabía? ¿Se lo dijiste a Numerio?

Asintió con la cabeza.

– La última vez que lo vi… la víspera de su muerte. Teníamos un lugar secreto para vernos. -Bajó la vista-. Estuvimos juntos y después… se lo dije. Tenía miedo de que se enfadara, pero no se enfadó. Se puso muy contento. Nunca lo había visto tan feliz. Dijo: «Ahora Pompeyo tendrá que renunciar a los planes que había hecho para mí y dejará que nos casemos. Se lo diré esta noche.» Al día siguiente íbamos a vernos otra vez para que me contara lo que había dicho Pompeyo, pero ya no volvió. -Se mordió el labio-. Aquel día todo el mundo creía que César estaba al llegar, Pompeyo decidió salir de Roma y mi padre resolvió enviarnos a mi madre y a mí a la villa. Estuvimos toda la noche empaquetando las cosas y no dormí… -Se interrumpió para respirar, levantó la vista y miró la cara de la diosa-. A la mañana siguiente subimos al carro y nos pusimos en la cola para cruzar la Puerta Capena. Una amiga de mi madre se acercó y hablaron sobre si César estaba llegando realmente y del partido que estaba tomando cada cual, y luego… para mi madre fue un cotilleo más, la mujer añadió: «¿Te has enterado? ¡Ayer mataron a Numerio Pompeyo! Lo estrangularon…» Lo dijo tan deprisa y cambió de tema tan rápidamente que creí que lo había imaginado. Pero sabía que no era así. Sabía que era verdad. Sentí algo punzante en el pecho, como un canto afilado. Creo que me desmayé. Cuando abrí los ojos, estábamos ya en la via Apia. Por un momento creí que lo había soñado, pero sabía que no. La piedra seguía en mi pecho. Me duele al respirar.

– ¿Quién más sabe lo del niño?

– Traté de ocultárselo a mi madre todo el tiempo que pude. Ella sabía que algo iba mal, pero pensaba que estaba preocupada por mi padre, o inquieta por todo lo que estaba ocurriendo. Pero cuando volvimos a Roma ya no pude esconderlo. No se enfadó tanto como yo pensaba.

– Entonces ¿tu padre no lo sabe?

Bajó la cabeza.

– Madre dice que no debe enterarse.

– ¿Y cómo va a impedirlo? Aunque Pompeyo abandone Italia y se lleve a tu padre con él, es posible que vuelva antes del parto. Y cuando tengas el niño, alguien se lo contará; siempre hay alguien que lo hace. No esperarás que… -Me quedé callado, porque de repente entendí el alcance de sus palabras.

– Esta mañana, cuando fui a ver a Mecia, se lo conté todo… lo de Numerio y yo, y lo del niño. Hemos llorado juntas. Dice que no debo deshacerme de él. Dice que es lo único que le queda ya de su propio niño, de su hijo. Pero no es ella quien debe tomar la decisión. Ni yo. Madre dice que tengo que deshacerme del niño.

Se me resecó la boca.

– No es tu madre, sino tu padre quien tiene autoridad legal sobre ti y sobre el niño que llevas en tu seno.

– ¡Si padre se enterase me mataría! Sería legal y justo, ¿verdad?

– ¡Seguro que nunca haría nada parecido! Imagina que está fuera durante un año y cuando vuelve os encuentra a ti y al niño…

– Aun así se libraría de la criatura… se la llevaría al monte, lejos de la ciudad, para que muriera de hambre o la devorasen los lobos. Luego me escondería en algún lugar, como se deja en el fondo de una alacena una vasija agrietada que no te atreves a tirar a la basura. -Respiró hondo-. No, madre tiene razón. Si padre estuviera aquí, exigiría que me deshiciera del niño lo antes posible. Así todavía podrían encontrarme un marido, ¿no crees? Además, madre dice que no estaría bien traer a semejante mundo a un niño sin padre…

Se echó a llorar.

Resistí el impulso de consolarla. Tensé los brazos y apreté los puños. Me volví y me pareció que Minerva me miraba con una sonrisa burlona.

– Emilia, ¿por qué has venido a verme?

– No lo sé… Sólo sé que Mecia dijo que habías sido el último en verlo vivo… y que ahora todo depende de ti.

– Pero Emilia, yo no puedo ayudarte.

– Claro que sí, puedes averiguar quién lo mató… quién mató… a mi niño. -Vio mi cara de confusión-. ¿No lo entiendes? Si no hubieran matado a Numerio, él habría encontrado la manera de casarse conmigo. Estoy segura. ¡Y yo habría podido tener a nuestro hijo! Luego, aunque me hubieran arrebatado a Numerio, aunque hubiera muerto en una batalla o se hubiera perdido en el mar, habría podido tener el niño, y habría llevado su apellido. Pero ahora… ahora no habrá niño. ¿No lo entiendes? Quien mató a Numerio, hundió un cuchillo en mis entrañas.

Su dolor estalló en un largo y agudo lamento que llegó hasta la puerta de la calle. Oí golpes retumbantes, carreras y, al cabo de unas cuantas palpitaciones, aparecieron los tres guardaespaldas en el patio, uno tras otro, con las espadas desenvainadas. Cicátrix los seguía bramando con furia, también empuñando la espada. La cicatriz que cruzaba su cara estaba lívida, como recién hecha. Esquivó a los guardaespaldas y corrió a mi lado, donde se puso en postura de alerta, con los brazos abiertos y las rodillas dobladas, listas para saltar. Los tres hombres armados se acercaron con los ojos abiertos desorbitadamente.

Aturdida, Emilia miró alrededor hasta que comprendió lo que estaba pasando. Entonces dejó los lamentos y levantó los brazos, deteniendo en seco a sus guardaespaldas. Estos retrocedieron y la rodearon. Uno le dijo algo al oído y luego habló con sus compañeros. La sed de sangre flotaba en el aire.

Emilia dio un paso hacia mí con la cabeza gacha. Sus guardaespaldas avanzaron con ella, espada en mano y mirándome con recelo.

– Te pido perdón -susurró-. Yo no quería… -Asentí con la cabeza-. Ya me voy. No sé por qué he venido. Sólo pensaba… esperaba que tú… No lo sé. -Dio media vuelta y sus guardaespaldas con ella, aunque el último no nos quitó los ojos de encima ni a Cicátrix ni a mí.

– ¡Espera! -dije.

Se detuvo y me miró sin volverse. Di un paso hacia ella, porque a más no me atrevía. Según Cicatriz, me acerqué demasiado, porque me cogió el brazo para tirar de mí.

– Emilia, has mencionado algo sobre un lugar secreto donde os reuníais.

Su cara, todavía ruborizada, enrojeció aún más.

– Sí.

– ¿Ese lugar pertenecía a Numerio?

– A su familia. Tienen muchas fincas en las Carinas.

– Y ese lugar… ¿dónde está?

Se acercó e indicó por señas a los guardaespaldas que se quedaran atrás. Yo hice otra seña a Cicátrix para que se alejara.

– Era un edificio de viviendas de alquiler -susurró Emilia-. Un lugar horrible y maloliente. Pero había una vivienda vacía en el último piso. Desde la ventana se veía el Capitolino… -Miró al vacío, con los ojos húmedos de lágrimas.

– ¿Sólo Numerio y tú conocíais el lugar?

– No lo sé. Creo que heredó el edificio de su padre, pero su tío Mecio tiene alguna parte en su administración.

– Pero esa vivienda… ¿era el sitio secreto de Numerio?

– Sí. Tenía algunas cosas allí. Una lámpara, algo de ropa… unos poemas que le di.

– ¿Poemas?

– Poemas de amor griegos que copié para él. Nos los leíamos…

Asentí con la cabeza.

– Entonces era un lugar donde podría haber guardado otras cosas privadas, ¿no?

– No lo sé. ¿Por qué lo preguntas?

– Podría haber allí algún documento.

Negó con la cabeza.

– No lo creo. No había ningún casillero de papiros. Ni siquiera un cofre para guardar papeles. Tenía que guardar mis poemas debajo de la cama.

– Aun así, debo ver el lugar. -Se mordisqueó el labio y luego negó con la cabeza-. Por favor, Emilia. Podría ser muy importante. Quizá encuentre los documentos que motivaron la muerte de Numerio.

Emilia miró a Minerva y luego a mí. Su mirada era firme.

– El edificio está en el cruce de la calle de los Cesteros con un callejón que va hacia el norte. Está pintado de rojo, aunque se está desconchando y se distingue el amarillo de debajo. La habitación está en el tercer piso, en el ángulo suroeste. La puerta tiene cerradura, pero encontrarás la llave debajo de una tabla del suelo, suelta y astillada, que verás a tres pasos de allí.

Asentí con la cabeza.

– La encontraré.

Me rozó el brazo.

– Si vas, también hallarás los poemas de amor. Te estaría muy agradecida si…

– Desde luego. Encontraré la forma de devolvértelos. Negó con la cabeza.

– No, no podría guardarlos en mi casa. Pero no soporto pensar que otro pueda leerlos. Quémalos.

Se volvió y se reunió con los guardaespaldas.

Los seguí por la casa. Poco antes de pasar al vestíbulo, el pequeño Aulo llegó corriendo por el atrio, riendo y batiendo palmas, directamente hacia Emilia. Mopso y Androcles corrían tras él. Emilia se estremeció, cruzó llorando el vestíbulo y salió de la casa, con los guardias pegados a sus talones.

Aquella noche no dejaba de moverme en la cama. Al final Bethesda se volvió hacia mí.

– ¿No puedes dormir, esposo?

La luz de la luna despertaba reflejos de plata en su cabello ensortijado, pero dejaba sus ojos en la oscuridad.

– Estoy pensando en la joven que ha venido a verme hoy. -Ya le había contado la historia de Emilia durante la cena.

– Muy triste -dijo Bethesda.

– Sí. Me preguntaba… no sé cómo se hace.

– ¿El qué?

– Librarse de un niño.

Bethesda suspiró.

– Es una de esas cosas que los hombres no se preocupan por saber. Hay muchas maneras. A veces una vara de sauce…

– ¿De sauce?

– Después de pelarla. Tiene que ser delgada y flexible, para que llegue al útero. -Asentí-. Otra forma es que la madre tome un veneno.

– ¿Veneno?

– Uno lo bastante fuerte para matar al niño y expulsarlo del cuerpo. Preparas una infusión fuerte, de raíces, hierbas y hongos. Ruda, hierba mora, cornezuelo…

– Pero ¿eso no mataría también a la madre?

– A veces sí. Vi a la muchacha cuando se marchaba y me pareció muy frágil. -Bethesda suspiró con cansancio y se volvió.

Miré al techo. Emilia creía que el asesino de Numerio también era responsable de la destrucción de su hijo. Si Emilia moría al abortar, ¿no sería el asesino de Numerio responsable de tres muertes?

¿Se sentían responsables alguna vez los hombres como César, en las frías y oscuras horas de la madrugada, de estos efectos secundarios a corto y medio plazo? César consideraría un honor matar a un hombre en el campo de batalla. Pero ¿y la viuda y los hijos abandonados a su suerte, o los padres que mueren de dolor, o la amante que se suicida de desesperación, o los pueblos enteros que perecen de hambruna y enfermedades por culpa de la guerra? ¿Cuántas muertes y cuántos sufrimientos secundarios han tenido origen en los campos de batalla de las Galias? ¿Cuántas bajas así habría ya en Italia desde que César había cruzado el Rubicón?

Seguí dando vueltas, incapaz de dormir.