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En el mismo momento en que ella desapareció tras las puertas de la mansión, supe que aquello había sido un error. Pero no estaba seguro de lamentarlo.
De vuelta a casa, comprobé si había algo en el servicio de contestadores, esperando tener alguna llamada de Robin, algo que me hiciera lamentarlo.
– No hay nada para usted, doctor Delaware -me dijo la telefonista. Creí detectar piedad en su voz, y me dije que me estaba dando la paranoia.
Esa noche me fui a dormir con la cabeza llena de imágenes eróticas. En algún momento, durante las horas de la madrugada, tuve un sueño húmedo. Me desperté pegajoso y agarrotado, y supe, sin tener que razonarlo, que iba a romper la cita con Sharon. No teniendo ganas de que llegase el momento de hacerlo, hice todo lo propio de una mañana normal: ducharme, afeitarme, beber café, dictar informes, matar otro par de horas archivando y hojeando revistas profesionales. A mediodía Mal Worthy me llamó y me dijo que anotase que el miércoles tendría que hacer una declaración, en el caso de Darren Burkhalter.
– ¿Trabajas en domingo, Mal?
– Voy a comer un brunch -me dijo-, y estoy esperando que me den mesa. El diablo no descansa nunca, y tampoco pueden hacerlo los chicos buenos. Vamos a tener siete abogados enfrente, Alex. Así que ya puedes tener bien sintonizado tu detector de estupideces.
– ¿Y por qué mandan a todo un ejército contra nosotros?
– Múltiples bolsillos. La compañía de seguros del otro tipo ha asignado a dos de sus mejores picapleitos de la ciudad, los albaceas del muerto mandan otro. El borracho que chocó con ellos era un constructor bastante importante, así que hay pasta por en medio. Y ya te dije lo de los frenos, lo que nos coloca delante a un representante de la fábrica de automóviles y otro del distribuidor que se ocupaba del mantenimiento del coche. El restaurante que le sirvió las copas hace el número seis. Y añádele un abogado del condado, porque afirmamos que la luz era inadecuada y había pocos conos en la división, y ya tienes un total de siete. ¿Te sientes intimidado?
– ¿Debería estarlo?
– Ni hablar. Lo que cuenta es la calidad, y no la cantidad, ¿de acuerdo? Lo haremos en mi oficina, lo que nos dará algo de ventaja, por lo del campo propio. Empezaré leyendo la lista de tus cualificaciones y, como siempre, alguno de ellos me cortará, antes de que parezca que eres la hostia, y pondrá en duda tu experiencia. Ya has hecho esto antes; sabes que se supone que lo que se busca con esto es lograr datos de un modo educado y correcto, pero yo estaré allí para cubrirte las espaldas si las cosas empiezan a ponerse feas. Los tipos del seguro serán los que probablemente ataquen con las flechas más envenenadas. Su responsabilidad es la más clara y son los que tienen más que perder. Me imagino que, más que atacar tu información por sí misma, lo que pondrán en duda será el propio concepto de trauma en su infancia; cuestionarán si se trata de un hecho científico o bien pura mierda de comecocos. Y, aunque existiese tal cosa, ¿cuán duraderos resultarán los daños? ¿Puedes probar que una experiencia traumática, a los dieciocho meses, va a deformar al pobre pequeño Darren de por vida?
– Nunca dije que pudiese hacerlo.
– Yo sé eso, y tú también lo sabes, pero por favor, Alex, muéstrate más sutil el miércoles. Lo importante es que ellos no pueden probar que no le pasará nada. Y si el asunto va a juicio, no te preocupes, que ya me cuidaré yo de que les toque a ellos el buscar pruebas para apoyar su postura. Un jurado va a sentir muchísima pena por un pobre bebé que se despierta de una siestecita en el coche, para encontrarse con la cabeza cortada de su papá volando por encima del respaldo del asiento de delante, para ir a caer a su lado. El grabar en vídeo tus sesiones ha sido un toque genial, Alex: al chico se le ve maravillosamente vulnerable. En caso de juicio, voy a mostrar cada segundo de grabación todos esos momentos de hiperactividad, junto con las Polaroid del accidente. No hay nada como una cabeza ensangrentada para poner en marcha los jugos de la simpatía, ¿no?
– Desde luego.
– ¡Joder, un jurado va a aceptar ese concepto, Alex! No van a ver cómo un crío va a poder volver a ser normal… y, reconozcámoslo, ¿cómo va a poder garantizar ninguno de nosotros que algo como eso pueda llegar jamás a curarse? El otro bando lo sabe. Ya han dejado caer insinuaciones de un posible acuerdo… Por ahora hablan de cantidades ridículas. Así que todo se reduce a una cuestión de cuánto y cuándo. Tu trabajo será de decirnos cómo son las cosas, pero sin caer demasiado en los tecnicismos. Tú te ajustas a aquella vieja fórmula de «por lo que yo como psicólogo, sé», y todo irá bien. Tengo a mi actuario trabajando horas extra, pues quiero tener a esos tipos tan atrapados, que incluso tengan que pagarle la residencia de ancianos cuando le toque.
Hizo una pausa y añadió:
– Es lo justo, Alex. La vida de Denise ha quedado destruida. Y éste es el único modo en que alguien como ella puede ganarle al sistema.
– Eres todo un caballero andante de blanca armadura, Mal.
– ¿Qué bicho te ha picado, Alex? -sonaba realmente herido.
– Nada, perdona. Es que estoy algo cansado.
– ¿Seguro que no te pasa algo raro?
– Seguro.
No dijo nada por un momento.
– De acuerdo, siempre que sigamos entendiéndonos…
– Nos entendemos perfectamente, Mal. Calidad, no cantidad.
Estuvo un momento en silencio, y luego dijo:
– Descansa y cuídate, Doc. Te quiero en tu mejor forma, para cuando te enfrentes con los siete enanitos.
Llamé a Sharon justo pasado el mediodía. Me contestó una máquina: últimamente, siempre me contestaban máquinas:
– Habla la doctora Ransom. No estoy en casa en este momento, pero me interesa mucho recibir su mensaje…
Incluso el sonido de su voz en la cinta me traía recuerdos…, el tacto de sus dedos en mi mejilla.
Y, de repente, tuve que librarme de ella, y decidí hacerlo ya mismo. Esperé al número de emergencia del servicio de contestadores que los terapeutas acostumbran a incluir al final de las grabaciones de sus contestadores automáticos. Pero no lo hubo.
Biip.
– Sharon -dije-, soy Alex. No podré verte el lunes. Buena suerte.
Corto y dulce.
Doctor Rompecorazones.
Una hora más tarde su rostro aún seguía en mi mente, una pálida y hermosa máscara, que entraba y salía de mi consciencia.
Traté de apartar la imagen de mi mente, pero sólo conseguí hacerla más viva. Me rendí a los recuerdos, me dije a mí mismo que sólo era un gilipollas salido, dejando que la cabeza de mi pene pensase por mi otra cabeza. Y, a pesar de todo, me fui hundiendo más y más en los recuerdos, dulcificados por el paso del tiempo, y me pregunté si habría hecho bien al romper la cita.
A la una, esperando cambiar una hermosa máscara por otra, telefoneé a San Luis Obispo. Me contestó la madre de Robin.
– ¿Sí?
– Hola, Rosalie. Soy Alex.
– ¡Oh! Hola.
– ¿Está Robin ahí?
– No.
– ¿Sabes cuándo volverá?
– Ha salido. Con amigos.
– Ya veo.
Silencio.
– ¿Y cómo está tu nena, Rosalie?
– Bien.
– Bueno, de acuerdo. Por favor, dile que la he llamado.
– Vale.
– Adiós.
Clic.
El privilegio de tener una suegra, sin haber pasado por el papeleo.
El lunes me peleé con el diario de la mañana, esperando que la venalidad y estupidez de la política internacional darían un aire trivial a mis propios problemas. Resultó efectivo, hasta que acabé con el diario. Luego, ese viejo sentimiento de vacío regresó.
Alimenté a los peces, lavé algo de ropa, bajé al aparcamiento, puse en marcha el Seville y fui en él hasta South Westwood, para comprar algunos alimentos. En algún lugar, entre los congelados y las conservas, me di cuenta de que mi carrito estaba vacío. Salí del supermercado sin comprar nada.
Había un multicine en la misma manzana del supermercado. Elegí una película al azar, pagué el precio reducido de un horario tan temprano, y me hundí en mi asiento, junto con parejas de quinceañeros que lanzaban risitas y otros hombres solitarios como yo. La película era una policiaca de clase B, que no contaba con las cualidades redentoras ni de un diálogo coherente ni de un guión comprensible. Me marché en mitad de una sudorosa escena de amor entre la heroína y el apuesto psicópata que iba luego a tratar de abrirla en canal, a modo de postre postcoital.
Fuera, ya estaba oscuro. Otro día vencido. Obligué a mi estómago a aceptar una hamburguesa de un restaurante de comida rápida, y me dirigí a casa. Entonces, recordé que el diario me había resultado temporalmente terapéutico.
Era ya el atardecer. Había una nueva edición. Un vendedor ciego lo estaba voceando en una esquina de Wilshire. Paré, compré un periódico y le pagué con un billete de dólar; no esperé el cambio.
De vuelta en casa llamé al servicio… el viejo Alex no quería saber nada de una máquina impersonal. Tampoco había mensajes.
Me desnudé y me quedé en calzoncillos, me llevé a la cama el Times y una taza de café instantáneo.
Un día de pocas noticias: la mayor parte del especial de la noche era un refrito de la edición matutina. Pero, de todos modos, me atiborré de subterfugios y chalaneos. Descubrí que mis ojos estaban viendo borroso. Perfecto.
Pero fueron repentinamente devueltos a foco por una historia que había en la página veinte.
Ni siquiera era un artículo, sino un simple relleno de página: unos cinco centímetros de columna, junto a un artículo sindicado sobre la estructura sociológica de las hormigas rojas de América del Sur.
Pero el titular llamó mi atención:
POSIBLE SUICIDIO DE UNA PSICÓLOGA
por Maura Bannon
Periodista de redacción
(Los Ángeles) Fuentes de la policía informan de que el fallecimiento de una psicóloga local, hallada muerta esta mañana en su casa de Beverly Hills, probablemente fue el resultado de una herida de arma de fuego, autoinfligida. El cuerpo de Sharon Ransom, de 34 años de edad, fue descubierto esta mañana en la alcoba de su casa, en Nichols Canyon. Aparentemente, había fallecido en algún momento de la noche del domingo.
Ransom vivía sola en la casa de Jalmia Drive, que también usaba como consultorio. Natural de Nueva York, estudió e hizo sus prácticas en Los Ángeles, donde se doctoró en 1981. No se le conocen parientes próximos.
El domingo por la noche. Unas pocas horas después de que yo la llamase.
Algo frío y apestoso como el gas de las alcantarillas se alzó de mis tripas y burbujeó en mi garganta. Me obligué a volver a leer el artículo. Una y otra vez.
Un relleno de unos cinco centímetros… Pensé en su cabello oscuro, ojos azules, vestido azul, perlas. Ese rostro tan singular, tan vivo, tan cálido.
No, tú eres la única persona del mundo con la que no he de simular lo que no es… No, las cosas no me han ido bien. Nada bien.
¿Una petición de ayuda? La intimidad implicada en aquello me había irritado. ¿Me habría impedido ver lo que realmente era?
No había parecido tan desesperada.
¿Y por qué yo? ¿Qué habría visto, en aquella ojeada apresurada por encima de los hombros de desconocidos, que la había llevado a pensar que yo era la persona adecuada a la que acudir?
Grave error…, el viejo Alex estaba obsesionado por sus propias necesidades: blancas y suaves caderas y grandes pechos.
No, las cosas no me han ido bien. Nada bien.
Siento oír eso.
Le había dado la comprensión de una máquina tragaperras.
Le había acercado a mí, no importándome una mierda.
Había disfrutado con la sensación de poder, mientras ella flotaba hacia mí, pasiva.
Si representa tanto para ti, podemos vernos y charlar… y te joderé hasta que me quede a gusto.
Representa mucho para mí.
Con una mano que era una garra arranqué la página del diario, la arrugué y la lancé al otro lado de la habitación.
Cerrando los ojos, traté de permitirme llorar. Por ella, por mí, por Robin. Por las familias que se deshacían, por un mundo que se hacía pedazos. Niños pequeños que veían morir a sus padres. Por cualquiera en el mundo que se lo mereciese.
Pero las lágrimas no acudieron.
Espera el pitido del contestador.
Aprieta el gatillo.