172041.fb2 Clara y la penumbra - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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Blanco, rojo, azul, violeta, crudo, verde, amarillo y negro son los colores básicos de la paleta en la pintura de cuerpos humanos.

Tratado de pintura hiperdramática

Bruno van Tysch

Qué maravilloso sería si pudiéramos penetrar en la casa del espejo.

Carroll

Clara llevaba más de dos horas pintada de blanco de titanio cuando bajó a verla una señora acompañada de Gertrude. Con el rabillo del ojo distinguió unas gafas de sol, un sombrerito de flores y un traje color perla. Parecía una cliente importante. Hablaba con Gertrude al tiempo que valoraba a Clara con la mirada.

– ¿Sabés que Roni y yo adquirimos un Bassan hace dos años? -Fuerte acento argentino-. Muchacha sosteniendo el sol, se titulaba. A Roni le gustaba el brillo de los hombros y del vientre. Pero yo le dije: «Roni, por Dios, tenemos muchos cuadros, ¿dónde vamos a colocar éste?». Y Roni decía: «No tenemos tantos. Vos tenés la casa llenita de bric-a-bracs y yo no me quejo». -Risas-. Bueno, ¿sabés lo que hicimos por fin con el cuadrito? Se lo regalamos a Anne.

– Muy bien.

La mujer se quitó las gafas al tiempo que se inclinaba.

– ¿Dónde está la firma…? Ah, en el muslo… Es bello… ¿Qué te contaba?

– Que le regalaste el cuadro a Anne.

– Ah, sí. Les encantó, a Anne y a Louis, ya los conocés. Anne quería saber si era cara la renta. Yo le dije: «No se preocupen, la pagamos nosotros. Es un regalo que queremos hacerles». Después le pregunté al cuadro si tenía algún problema en marcharse a París con mi hija. Me dijo que no.

– Un cuadro comprado no debe tener ningún problema en seguir al dueño a donde sea -sentenció Gertrude.

– A mí me gusta ser delicada con los cuadritos… Éste es muy bello, desde luego. -La elle vibraba en su boca como un cortocircuito-. ¿Cómo has dicho que se titula…?

– Muchacha ante el espejo.

– Bello, muy bello… Con tu permiso, Gertrude, me llevo un catálogo.

– Los que quieras.

Clara siguió inmóvil cuando se marcharon. «Bello, bello, muy bello, pero no me vas a comprar. Eso se nota a la legua.» Sabía que estaba mal distraerse mientras se encontraba en plena Quietud, pero no podía evitarlo. Le preocupaba que no la compraran.

¿Qué podía fallar con Muchacha ante el espejo? Lo ignoraba. El óleo no era nada del otro mundo, pero la habían adquirido en cosas mucho peores. Posaba de pie completamente desnuda con la mano derecha en el pubis y la izquierda a un lado, las piernas algo separadas, pintada de arriba abajo con distintos matices de blanco. Su pelo era una masa compacta de blancos profundos mientras que en el cuerpo resaltaban los tonos brillantes y tersos. Frente a ella se alzaba un espejo rectangular de casi dos metros de altura incrustado en el suelo, sin marco. Eso era todo. Costaba dos mil quinientos euros con un mantenimiento de trescientos euros mensuales, un precio asequible para cualquier coleccionista mediocre. Alex Bassan le había asegurado que se vendería pronto, pero ella ya llevaba casi un mes exhibiéndose en la galería GS de la calle Velázquez de Madrid y nadie había hecho aún una oferta en firme. Era miércoles 21 de junio de 2006 y el acuerdo entre el pintor y GS expiraba dentro de una semana. Si no sucedía nada para entonces, Bassan la retiraría y Clara tendría que esperar a que otro artista quisiera pintar un original con ella. Pero, mientras tanto, ¿cómo conseguiría dinero?

Al natural, sin pintura, Clara Reyes ostentaba el pelo rubio platino ligeramente ondulado hasta los hombros, los ojos azules, los pómulos acentuados, la expresión entre ingenua y maliciosa y un talle grácil, falsamente delicado, desmentido por una sorprendente resistencia física. Para mantenerse así precisaba dinero. Había comprado un ático de paredes blancas en Augusto Figueroa e instalado en el salón un pequeño gimnasio con un tatami rodeado de espejos y aparatos. Practicaba natación los días en que las galerías cerraban y no tenía obras que hacer. Acudía mensualmente a un centro de estética. Comía alimentos dietéticos y controlaba su silueta con vigilantes electrónicos de peso. Usaba tres clases de cremas al día para conservar la piel suave y firme característica de los lienzos. Había eliminado dos pequeñas verrugas de su torso y hecho desaparecer una cicatriz en su rodilla izquierda. Su menstruación se había esfumado como por ensalmo gracias a un tratamiento preciso y controlaba con fármacos sus necesidades fisiológicas. Se había depilado por completo y de forma permanente, incluyendo las cejas; sólo conservaba el cabello. Las cejas y el vello del pubis son fáciles de pintar si el artista lo requiere, pero tardan tiempo en crecer. No eran caprichos, sino su trabajo. Ser cuadro le costaba mucho dinero y sólo ganaba mucho dinero siendo cuadro. Curiosa paradoja que le hacía pensar que Van Tysch, el grande entre los grandes, tenía razón al afirmar que el arte no era otra cosa que dinero.

Aquel año no le había ido mal, después de todo. Una empresaria catalana la había comprado por Navidad en La fresa, de Vicky Lledó, pero es que Vicky tenía una clientela muy fiel y vendía bien todas sus obras. Hacía pareja con Yoli Ribó en ese cuadro: permanecían sentadas sobre un pedestal pintadas en colores crudos, brazos y piernas entrelazados, sosteniendo con los dientes una fresa de plástico en rojo de quinacridona. Era una postura sencilla, aunque tenían que usar a diario un aerosol para disminuir la secreción de saliva («imagínate un cuadro babeando -había dicho Vicky-, qué poco estético»). Pero, cuando te acostumbrabas, el hecho de soportar aquella fresa de plástico en la boca durante seis horas al día te parecía lo más simple del mundo. Y el hiperdramatismo había logrado que la compenetración con Yoli fuera ideal: compartían la fresa, el aliento, la mirada y el tacto como verdaderas amantes. Vicky las había firmado en el deltoides, una V y una L horizontal en color rojo. Estuvieron un mes en casa de la empresaria y fueron sustituidas. Y a buscar trabajo otra vez. En marzo había sustituido a una francesa en un exterior en Marbella del pintor portugués Gamaio y en abril a Queti Cabildos en Elemento líquido II de Jaume Oreste, otro exterior en La Moraleja, pero no te pagan mucho cuando no eres el modelo original.

Por fin, en mayo, la gran noticia. Recibió una llamada de Alex Bassan. Quería pintar un original con ella. «Alex, qué bien me vienes», pensó. Se trataba de un artista poco metódico pero vendible. Había pintado a Clara en dos originales hacía años y ella ya estaba acostumbrada a su manera de trabajar. Le faltó tiempo para aceptar la oferta.

Llegó a Barcelona a principios de mayo y se instaló en el apartamento de dos plantas cerca de la Diagonal donde Bassan vivía y trabajaba. Clara dormía en una de las tres camas plegables que había en el taller. Las otras dos estaban ocupadas por una niña búlgara (¿o era rumana?) de once o doce años a la que Bassan usaba de boceto a ratos perdidos y por otro boceto llamado Gabriel, a quien el pintor apodaba Desgracia porque lo había usado por primera vez para crear una obra con aquel título. Desgracia era flaco y sumiso. En la planta de arriba vivían Bassan y su mujer. Mientras Clara trabajaba, la niña paseaba como un fantasma por el taller sosteniendo uno de esos muñecos electrónicos japoneses a los que hay que alimentar, criar y educar a base de botones. Este objeto fue la única cosa que Clara le vio llevar encima durante las dos semanas que estuvo en casa de Bassan: era como si la niña hubiese venido sin equipaje y sin ropa. En cuanto a Desgracia, se limitaba a entrar y salir. Aducía que estaba trabajando al mismo tiempo con varios artistas barceloneses.

Bassan había realizado esquemas previos antes de la llegada de Clara. Se había servido de una boceto norteamericana llamada Carrie. Le enseñó las fotos: Carrie de pie, Carrie de puntillas, Carrie arrodillada, siempre frente a un espejo colocado a diferentes distancias. Pero no estaba satisfecho con los resultados. Los primeros días usó a Clara sin espejo. La pintó de blanco y negro con aerosoles de esbozo y la sometió a la inspección de luces simples sobre fondo oscuro. Añadió fijadores para el pelo y la dejó varias horas de pie sobre una pierna.

– Pero ¿qué buscas, Alex? -le preguntaba ella.

Bassan era un hombre enorme y recio, con aspecto de leñador. Por las solapas de su bata asomaba un torso velludo. Solía pintar igual que hablaba: a impulsos. A veces, sus gruesos dedos raspaban la piel de Clara cuando perfilaba un lugar delicado.

– ¿Que qué busco? Menuda pregunta, Clarita, hija. Yo qué coño sé. Tengo un espejo. Te tengo a ti. Quiero hacer algo sencillo, natural, con colores básicos, quizás una gama de blancos muy tersos. Y quiero una expresión… No sé… Te quiero sincera, abierta, sin trabas… Sinceridad: ésa es la palabra. Aprender a conocernos, traspasar el espejo, ver qué tal se vive en el mundo del espejo…

Clara no entendía ni media palabra, pero así le ocurría con el resto de los pintores. Eso no le preocupaba: ella era el cuadro, no el crítico de arte; su trabajo consistía en dejar que el pintor expresara con ella lo que tenía en la cabeza, no en comprenderlo. Además, confiaba a ciegas en Bassan. Con Bassan todo resultaba inesperado: el hallazgo surgía por azar, de un solo salto, y cuando así sucedía te llegaba al alma.

Un día, a mediados de la segunda semana, Bassan colocó un espejo en el suelo del taller y le indicó que se agazapara desnuda sobre el azogue y se contemplara. Pasaron varias horas. Clara, acurrucada sobre el espejo, veía aréolas de vaho.

– ¿Te sientes a gusto mirándote? -le preguntó el pintor de repente.

– Sí.

– ¿Por qué?

– Creo que soy atractiva.

– Cuéntame lo primero que se te pase por la cabeza. Vamos, no lo pienses. Dime lo que sea.

– Ombligo -dijo Clara.

– ¿Un ombligo?

– No un ombligo. Mi ombligo.

– ¿Estabas pensando en tu ombligo?

– Ajá. Ahora mismo, sí. Es que me lo estoy mirando.

– ¿Y qué pensabas de tu ombligo? ¿Que era bonito? ¿Que era feo?

– Pensaba que me parecía increíble. Esto de tener un agujero en la barriga. ¿No es extraño?

Bassan se quedó inmóvil (su manera de reflexionar) y acto seguido se golpeó los muslos (su manera de hallar algo).

– Ombligo, ombligo… Agujero… El comienzo del mundo y de la vida… Ya lo tengo. Ponte de pie. Con la mano derecha te cubrirás el sexo, pero el pulgar estará ligeramente alzado. A ver… Así… No, un poco más… Así… Señalando tu ombligo de refilón…

La obra terminó siendo muy simple. Bassan la había colocado de pie, brazos y piernas algo separados, la mano derecha sobre el pubis y el pulgar un poco menos levantado de lo que había pensado en un principio. Elaboró una mezcla de blanco de cinc y la cubrió por completo, incluyendo las «máculas naturales» (facciones, aréolas, pezones, ombligo, genitales y hendidura entre las nalgas). Usó albayalde para las zonas más luminosas y luego la repasó con pinceladas de blanco de titanio. Fijó y revolvió su pelo en una masa de blanco homogéneo de forma que se le pegara a la cabeza. Sobre la pintura del rostro trazó con un pincel cónico de marta unos rasgos simples: cejas, pestañas y labios en un marrón de Nápoles muy rebajado con blanco. Frente a ella, incrustado en el suelo, instaló un espejo de cuerpo entero. Dirigió hacia su cuerpo dos rieles cenitales en paralelo de tres focos halógenos cada uno. Las potentes luces hacían destellar el óleo sobre su piel. El 22 de mayo le tatuó la firma en el muslo izquierdo: una be mayúscula y dos eses minúsculas. «Bss». Sonaba a silbido suave, pensaba ella, a zumbido de avispa.

– Creo que será mejor probar en Madrid -afirmó Bassan-. He recibido una interesante propuesta de GS.

El propio Bassan confeccionó el catálogo. Los catálogos de una exposición son más importantes que las obras, decía. «Los pintores, hoy día, no creamos cuadros sino catálogos», solía comentar. Cuando recibió la primera muestra de la imprenta, a fines de mayo, le envió uno a Clara por correo. Era precioso: un tarjetón blanco satinado con la foto del rostro pintado de Clara en la portada. Al abrirlo, en letras doradas: «El pintor Alex Bassan y la galería GS tienen el placer de…». Bassan lo definió exquisitamente con una de sus frases impulsivas: «Parece la invitación a la primera comunión de un elfo». La inauguración fue el 1 de junio de 2006, jueves, en GS de Madrid, a las ocho de la tarde, un evento como cualquier otro. Gertrude pagó a medias las bebidas. La gente se emborrachaba en el vestíbulo y luego bajaba al sótano a mirar a Clara, que estaba colocada en el centro de la minúscula habitación. Frente a ella se erguía el espejo sin marco ni base, en perfecta vertical, como por arte de magia. A su espalda, en la pared blanca, una cartulina: «Alex Bassan. Muchacha ante el espejo. Óleo sobre muchacha de veinticuatro años con espejo de cuerpo entero y luces. 195 x 35 X 88 cm». Bajo la cartulina, una repisa con catálogos. No había podios ni cordones de seguridad de ningún tipo: estaba de pie en el suelo limpio y blanco, tan reluciente como el propio espejo o como ella misma. La habitación era muy pequeña y, cuando se llenó, Clara temió que alguien le pisara un pie. Un extintor de color blanco colgaba de la pared en una esquina. «Al menos no arderé si hay un incendio», pensó.

Escuchó los elogios de los expertos. También alguna crítica. No se dirigían a ella, por supuesto, sino a la obra. Sin embargo, la miraban a ella: sus muslos, sus nalgas, sus senos, su rostro inmóvil. Y miraban el espejo. Hubo una excepción. En un momento dado distinguió de refilón una silueta acercándose a su oído izquierdo y oyó una obscenidad. Estaba acostumbrada y ni siquiera pestañeó. Era frecuente que en una exposición de arte hiperdramático se colara algún anormal a quien no le interesaba la obra sino la mujer desnuda. A juzgar por el olor de su aliento, aquel tipo estaba ebrio. Pasó cierto tiempo y el borracho siguió a su lado, mirándola. A Clara le preocupó que intentara tocarla, ya que no había vigilantes por ninguna parte. Pero el hombre se alejó poco después. Si hubiese intentado algo, ella habría tenido que abandonar la Quietud para hacerle una advertencia verbal. Si, a pesar de ello, el tipo hubiese insistido, a ella no le habría importado asestarle un rodillazo en los testículos. No sería la primera vez que dejaba de ser obra para defenderse de un espectador inquieto. El arte HD desataba pasiones inconfesables y los cuadros femeninos sin vigilancia aprendían pronto la lección.

Muchacha ante el espejo podía ser colocado con facilidad en cualquier salón espacioso. El porcentaje que recibiría ella sobre la venta y el alquiler, unido al dinero que había percibido por el trabajo con el pintor, le hubiera asegurado el resto del verano.

Pero no la compraban.

– Clara.

Tomó aire al oír la voz de Gertrude desde la escalera.

– Clara, ya es la una y media. Voy a cerrar.

Costaba cierto esfuerzo salir de la Quietud hacia el mundo de los objetos vivos. Movió la mandíbula, tragó saliva, parpadeó (en las retinas guardaba dos camafeos de su rostro labrados a fuerza de luz y tiempo), estiró los brazos y sacudió los pies contra el suelo. Una pierna se le había dormido. Se dio masajes en el cuello. El óleo tensaba su piel.

– Y dos señores quieren hablarte -añadió Gertrude-. Están en mi despacho.

Interrumpió los ejercicios y miró a la galerista. Gertrude se encontraba al pie de la escalera. Su semblante de ojos verdes y labios carmín no expresaba nada, como de costumbre. Era madura, altísima y albina como el Montblanc, de un albinismo que casi resplandecía. Arrojada sobre la nieve se hubiera convertido en un par de esmeraldas almendradas y una boca de rouge. Le gustaba vestir túnicas blancas y hablaba como si estuviera interrogando a un prisionero de guerra bajo tortura. «Soy alemana, pero llevo en Madrid varios años», le explicó cuando se conocieron. Pronunciaba «Madrid» como un robot de películas de serie B. «GS son las siglas de mi nombre.» Y aquí le dijo cuál era, pero Clara nunca recordaba el apellido. «Encantada», dijo Clara, y recibió una sonrisa como respuesta. Bassan aseguraba que era una buena galerista y que poseía una selecta clientela de coleccionistas de arte hiperdramático. Clara no había podido comprobar eso. En cambio, lo que sí había comprobado era que Gertrude era huraña y trataba a los cuadros con desprecio. Quizá fuera más amable con los pintores. Además, tenía la manía de la limpieza. No le permitía usar el baño para pintarse ni asearse después del trabajo. Decía que, salvo en la piel de los cuadros, no quería ver pintura en ninguna otra parte. El primer día le señaló un pequeño desván al fondo y afirmó que allí dentro las obras se las apañaban bien. Cada jornada Clara entraba en aquel cuchitril, se colocaba la malla porosa y la caperuza de tinte impregnadas en los colores preparados por Bassan y aguardaba casi una hora a que éstos se fijaran en su carne. Entonces se desprendía la malla y la caperuza y salía desnuda y brillante de blanco, bajaba la escalera y adoptaba la postura y la expresión que el pintor había decidido. Cuando la galería cerraba no le quedaba más remedio que marcharse a casa con el cuerpo pintado bajo el chándal y una ridícula boina para albergar sus cabellos blancos; sólo podía quitarse la pintura del rostro. No era muy agradable tener que conducir con la piel endurecida por el óleo.

– ¿Dos señores? -Carraspeó para recobrar la voz-. ¿Qué quieren?

– Y yo qué sé. Están en mi despacho, esperando.

– Pero ¿han bajado a ver la obra? -Muchas veces no se daba cuenta del número de visitantes que había tenido.

– Hoy no, desde luego. Preguntan por Clara Reyes. No me han hablado de ninguna obra.

Mientras Clara reflexionaba, Gertrude agregó:

– Supongo que no vas a ir a verlos así. Puedes ponerte una de las batas del desván. Pero no toques nada. En mi despacho no quiero manchas de pintura.

Los dos hombres la aguardaban de pie, examinando folletos en papel satinado. Eran catálogos de otras obras hechas con ella. Reconoció Ternuras de Vicky, Horizontal III de Gutiérrez Reguero y El lobo, mientras tanto, se muere de hambre de Georges Chalboux. Las ilustraciones mostraban su cuerpo desnudo o casi desnudo pintado de varios colores. También había folletos de Muchacha ante el espejo. Uno de los hombres arrojaba los catálogos a la mesa después de enseñárselos al otro, como si estuviera contándolos. Vestían trajes caros y, con toda probabilidad, eran extranjeros. Percatarse de esto último hizo que su corazón se acelerara: si venían desde lejos para verla quizá significaba que ella les interesaba de verdad. «Pero, cálmate, porque todavía no sabes lo que van a proponerte.»Le ofrecieron una silla. Al sentarse, la bata se abrió como un pétalo por la parte inferior y una pierna pintada de blanco de titanio y albayalde quedó descubierta hasta la mitad del muslo. Entrelazó las manos bajo el pecho y adoptó pose de niña buena.

– ¿Y bien? -dijo.

Los hombres no se sentaron. Sólo habló uno de ellos. Su castellano estaba trufado de errores, pero era inteligible. Clara no logró identificar el acento.

– ¿Es usted Clara Reyes?

– Ajá.

El hombre extrajo algo de un maletín: era el currículo que Clara solía enviar a los más importantes artistas de Europa y América. El ritmo de sus latidos acreció.

– Veinticuatro años -leyó el hombre en voz alta-, ciento setenta y cinco centímetros de estatura, ochenta y cinco de busto, cincuenta y cinco de cintura, ochenta y ocho de caderas, pelo rubio natural, ojos azul celeste con matices verdes, depilada, sin máculas, firme y tersa, imprimada cuatro veces… ¿Correcto?

– Correcto.

El hombre siguió leyendo.

– Estudió arte HD y técnicas de lienzo en Barcelona con Cuinet y arte adolescente en Frankfurt con Wedekind. También en Florencia con Ferrucioli, ¿correcto?

– Bueno, con Ferrucioli sólo estuve una semana.

No quería ocultar nada, porque después venían las preguntas comprometidas.

– La han pintado artistas españoles y extranjeros. ¿Domina el inglés, quizá?

– Ajá. Perfectamente.

– Ha hecho exteriores e interiores. ¿Qué hace mejor?

– Las dos cosas. Puedo ser obra de interior o de exterior estacional, e incluso permanente, dependiendo del vestuario y la época del año, claro. Aunque puedo posar desnuda en exterior permanente con la adecuada protec…

– Hemos revisado otras obras suyas -la interrumpió el hombre-. Nos gusta.

– Muchas gracias. ¿Y no han bajado a ver Muchacha ante el espejo? Es un Bassan impresionante, de verdad, no lo digo porque yo sea el cuadro sino…

– También ha hecho cuadros móviles de ambas clases: acciones y encuentros -volvió a cortarla el hombre-. ¿Fueron interactivos?

– Ajá. En varias ocasiones, sí.

– ¿La compraron en alguno?

– En casi todos.

– Bien. -El hombre sonrió y contempló los papeles como si el origen de aquella sonrisa estuviera allí-. Esto es un currículo destinado a propaganda. Ahora quiero oír el privado.

– ¿A qué se refiere?

– A su vida profesional completa, la que no puede citar en un folleto. Por ejemplo: ¿ha sido alguna vez adorno, objeto móvil, utensilio?

– Nunca he hecho artesanía humana -replicó Clara.

Era cierto, aunque no sabía si el hombre la creía. Pero la frase le había sonado un poco presuntuosa, de modo que agregó:

– En España todavía no hay mucha costumbre de adquirir adornos humanos.

– ¿Art-shocks?

No contestó de inmediato. Se enderezó en el asiento (el susurro del óleo en sus nalgas pintadas) y se dispuso a permanecer alerta.

– Perdón, ¿a qué viene este interrogatorio?

– Queremos saber a qué niveles de exigencia podemos movernos con usted -contestó el hombre con tranquilidad.

– No me gustaría hacer nada ilegal, se lo advierto.

Aguardó una reacción que no se produjo. Se apresuró a añadir:

– Bueno, quizás aceptara. Pero quiero que me digan lo que van a hacer, dónde lo van a hacer y quién es el artista que me contrata.

– Por favor, conteste.

Pensó que no pasaba nada por decir la verdad. De cualquier forma, ella no era menor de edad y los dos art-shocks en que había sido comprada aquel año no eran de los más duros y se habían exhibido sólo en lugares privados frente a un público adulto. Sin embargo, también era cierto que, en ambos, se habían deslizado escenas que quizá traspasaban el límite de lo permitido. Por ejemplo, en 625 + 50 líneas de Adolfo Bermejo uno de los lienzos decapitaba a un gato vivo y arrojaba la sangre sobre la espalda de Clara. ¿Eso era delito? No estaba segura, pero la pregunta era general y ella podía responderla de manera general.

– Sí, he hecho art-shocks.

– ¿Manchados?

– Nunca -declaró con firmeza.

– Pero ha trabajado con Gilberto Brentano, según creo.

– Hice dos o tres art-shocks con Brentano el año pasado, pero ninguno era manchado.

– ¿Ha pertenecido a alguna sociedad de provisión de material joven para obras de arte?

– Trabajé para The Circle unos meses.

– ¿A qué edad?

– A los dieciséis años.

– ¿Qué hizo allí?

– Lo normal. Me pintaron el pelo de rojo, me colocaron anillas y participé en algunos murales de tipo Redhair road.

– ¿Fue su primera experiencia artística?

– Ajá.

– Por lo que veo -dijo el hombre-, le gusta el arte duro y arriesgado. No parece usted dura y arriesgada. Más bien parece blanda.

Sin saber por qué, a Clara le agradaba la frialdad despectiva de aquel tipo. Una sonrisa distendió el óleo de sus facciones.

– En realidad, soy blanda. Me endurezco cuando me pintan.

El hombre no dio muestras de tomarse a broma la frase. Dijo:

– Venimos a proponerle algo duro y arriesgado, lo más duro y arriesgado que ha hecho en su vida de lienzo, lo más importante y difícil. Queremos asegurarnos que servirá.

De repente notaba la boca tan seca como la piel embadurnada de pintura que ocultaba bajo la bata. El corazón le latía con fuerza. Aquellas palabras la habían excitado. Clara amaba los extremos, la oscuridad más allá de la frontera. Si le decían: «No vayas», su cuerpo se movía e iba por el simple placer de incumplir la orden. Si algo le daba miedo, quizá procuraba mantenerlo a distancia, pero nunca lo perdía de vista. Odiaba las instrucciones de los artistas vulgares, pero si un pintor al que admiraba le pedía que cometiera una locura, fuera cual fuese, le gustaba obedecer a ciegas. Y aquel «fuera cual fuese» no conocía demasiados límites. Le obsesionaba saber hasta dónde se permitiría llegar si una situación ideal se tensaba. Creía encontrarse aún muy lejos de su propio techo. O de su fondo.

– Suena bien -dijo.

Tras aguardar un instante, el hombre añadió:

– Naturalmente, tendrá que dejarlo todo durante una buena temporada.

– Puedo dejarlo todo si la oferta merece la pena.

– La oferta merece la pena.

– ¿Y yo tengo que creérmelo?

– No queremos precipitarnos, ni usted ni nosotros, ¿verdad? -El hombre se llevó una mano a la americana. Un billetero negro de piel. Una tarjeta turquesa-. Llame a este número. Tiene de plazo hasta mañana jueves por la noche.

Examinó la tarjeta antes de enterrarla en el bolsillo de la bata: sólo mostraba un número de teléfono. Podía ser un móvil.

El despacho de Gertrude era una habitación pequeña y blanca sin ventanas. No obstante, a ella le pareció que afuera había empezado a llover. Se escuchaba un artístico simulacro de lluvia en sordina. Los dos hombres la miraban fijamente, como esperando que dijera algo. Dijo:

– No me gusta aceptar ofertas que no conozco.

– Usted no tiene que conocer nada: usted es la obra. Los únicos que conocen son los artistas.

– Pues dígame entonces quién es el artista que quiere pintarme.

– No puede saberlo.

Encajó el aparente desprecio sin replicar. Sabía que el tipo decía la verdad. Los grandes pintores nunca revelaban su identidad al lienzo hasta que el trabajo comenzaba: de esta forma mantenían en secreto el cuadro que iban a pintar.

La puerta se abrió y apareció Gertrude.

– Disculpen, pero voy a salir a almorzar y debo cerrar la galería.

– No se preocupe, ya hemos terminado. -Los dos hombres recogieron los catálogos y se marcharon en silencio.

Durante la exhibición de la tarde sus pechos se alzaban con la respiración. Debido a los nervios, la Quietud le resultaba más difícil que nunca. Sin embargo, soñar le ayudaba a permanecer inmóvil, porque en el sueño podemos movernos en la inmovilidad. Pasó el tiempo y nadie bajó a verla, pero no le importó, porque estaba acompañada por sus fantasías.

Lo más duro y arriesgado. Lo más importante y difícil.

Su principal deseo era ser pintada por un genio. A su mente acudían varios nombres, pero no se atrevía a especular con ellos. No quería hacerse muchas ilusiones para después recibir una decepción. Continuó de pie en aquella blancura silenciosa hasta que Gertrude le dijo que era hora de cerrar.

Afuera realmente llovía: un violento aguacero de verano que la televisión había anticipado. En otras circunstancias hubiera echado a correr hasta la entrada del aparcamiento, pero en aquel momento prefirió caminar despacio bajo la descarga torrencial, con su bolsa de pinturas al hombro. Notaba el chándal ciñéndola como una sábana húmeda y la boina chorreante sobre su cabeza, pero la sensación no era desagradable. Es más: le apetecía aquella zambullida en diamantes de agua helada.

Lo más duro y arriesgado. Lo más importante y difícil.

¿Y si era una trampa? A veces se daban casos. Te contrataban fingiendo representar a un gran maestro, te llevaban fuera del país y te obligaban a participar en arte manchado. Pero no lo creía. Además, aun si así fuera, se arriesgaría. Ser obra de arte significaba aceptar todos los riesgos, todas las inmolaciones. Le atemorizaba más enfrentarse a una decepción que a un peligro. Admitía cualquier encerrona, salvo la de la mediocridad.

Lo más duro y arriesgado. Lo más importante y

De repente sintió como si su cuerpo fuera una vela derretida. Creyó que se licuaba, que se fundía con la lluvia. Se miró los pies y comprendió. Había olvidado que aún estaba pintada y el agua la desteñía. Iba dejando por la calle un reguero quebrado y blanco, un flujo lácteo y sinuoso que transpiraba desde su chándal hacia la acera de Velázquez y que la lluvia se encargaba de ir borrando con la violenta precisión de un pintor puntillista. Blanco, blanco, blanco.

Poco a poco, aclarada por el agua, Clara se oscurecía.

Rojo. El rojo era el color predominante. Rojo como un estropicio de amapolas machacadas. La señorita Wood se quitó las gafas para contemplar las fotos.

– La encontramos esta madrugada en una zona boscosa del Wienerwald -dijo el policía-, a una hora en coche desde Viena. Dos aficionados a la ornitología que estudiaban el canto de las lechuzas nos avisaron. Bueno, en realidad avisaron a la policía uniformada, y el teniente coronel Huddle nos llamó a nosotros. Así suele ocurrir.

Bosch iba pasando las fotos a la señorita Wood mientras el policía hablaba. El paisaje mostraba césped, troncos de hayas y varias flores, incluso la sorprendente presencia de un papamoscas posado en la hierba junto a la blusa rosada hecha jirones. Pero todo estaba cubierto de rojo, hasta el zapato en forma de oso de peluche que asomaba detrás de un árbol. La cara del oso sonreía.

– Estas cosas esparcidas alrededor… -dijo la señorita Wood.

La mesa era enorme y el policía, sentado frente a Wood, no podía ver lo que ella señalaba, pero sabía perfectamente a qué se refería.

– Es la ropa.

– ¿Y por qué está tan destrozada y manchada de sangre?

– Ésa es una buena observación, en efecto. Fue lo primero que nos intrigó. Pero hemos encontrado restos de tejido incrustado en las heridas. La conclusión es sencilla: la cortó con la ropa puesta y después se la arrancó.

– ¿Por qué?

El policía hizo un gesto vago.

– Abuso sexual, quizá. Pero no hemos hallado evidencias, aunque estamos esperando el informe definitivo del forense. No obstante, la conducta de estos individuos no siempre sigue un esquema lógico.

– Está como… como mostrada, ¿no? Colocada para que le hagan fotos.

– ¿Fue así como la encontraron? -preguntó Bosch al policía.

– Sí, boca arriba, brazos y piernas extendidos.

– Le dejó puestas las etiquetas -señaló Bosch a la señorita Wood.

– Ya lo veo -dijo la señorita Wood-. Las etiquetas son difíciles de romper, pero con el aparato con que le hizo estas heridas podría haberlas cortado como papel. ¿Se ha identificado ya el instrumento que utilizó?

– Fuera lo que fuese, era electrónico -replicó el policía-. Pensamos en un trépano o en algún tipo de sierra automática. Cada herida es un corte profundo y único. -Extendió el brazo a lo largo de la mesa y posó la punta de un lápiz sobre una de las fotos que tenía más cerca-. Hay diez en total: dos en la cara, dos en el pecho, dos en el vientre, una en cada muslo y dos en la espalda. Ocho de ellas forman aspas. Hay cuatro aspas, por tanto. Las de los muslos son dos líneas verticales. Y no me pregunte tampoco por qué.

– ¿Murió como consecuencia de las heridas?

– Probablemente. Ya le he dicho que estamos esperando el informe de…

– ¿Hay algún cálculo preliminar sobre la hora de la muerte?

– Teniendo en cuenta el estado del cuerpo, pensamos que todo debió de suceder la misma noche del miércoles, horas después de que se la llevaran en la furgoneta.

La señorita Wood sostenía sus gafas oscuras con dos dedos de la mano izquierda. Tocó con ellas delicadamente el brazo de Bosch.

– Yo diría que hay poca sangre alrededor. ¿No te parece?

– Estaba pensando en eso.

– Es cierto -asintió el policía-. No lo hizo ahí. Quizá la cortó dentro de la furgoneta. Tal vez utilizó algún tipo de sedante, porque el cuerpo no presentaba señales de lucha ni de ataduras. Después la arrastró hasta ese lugar y la dejó en la hierba.

– Y se dedicó a arrancarle la ropa al aire libre -acotó Wood-, corriendo el riesgo de que los ornitólogos aficionados hubieran decidido estudiar a las lechuzas una noche antes.

– Sí, es extraño, ¿verdad? Pero ya le digo que la conducta de estos…

– Comprendo -lo interrumpió la mujer, calándose de nuevo las gafas. Eran unas Ray Ban con montura dorada y cristales completamente negros. Al policía le parecía imposible que la señorita Wood lograra ver algo con ellas en la rojiza oscuridad de aquel despacho. La elipse roja de la mesa, al reflejarse en los cristales, se duplicaba en lagunas de sangre-. ¿Podríamos oír ahora la grabación, detective?

– Claro.

El policía se agachó para manipular un maletín de piel. Cuando volvió a incorporarse, sostenía una grabadora portátil. La colocó junto a las fotos como si se tratara de un recuerdo más de algún viaje turístico.

– Se encontraba a los pies del cadáver. Una cinta de cromo de dos horas sin inscripciones ni marcas. El aparato con que la hizo parece bueno.

Con un golpe del dedo índice la puso en marcha. Un ruido repentino provocó que Bosch enarcase las cejas. El policía se apresuró a bajar el volumen.

– Está muy alto -dijo.

Una breve pausa. Un chasquido. Comenzó.

Al principio fue un aleteo. Crepitaciones de hoguera. Un pájaro envuelto en llamas. Entonces un aliento trémulo. Nació la primera palabra. Parecía una queja, un gemido. Pero se repetía, y era posible comprender su significado: Art. Tras un nuevo esfuerzo del hálito, se deslizó a tientas la primera frase. La dicción era nasal, quebrada por jadeos, revuelos de papel y graznidos de micrófono. La voz era la de una adolescente. Hablaba en inglés.

– El arte también es destruc… destrucción… Antes era sólo… eso. En las cuevas se pintaba lo que… lo que se quería sa… sacri… sacri…

Chirridos. Un breve silencio. El policía pulsó la pausa.

– Aquí interrumpió la grabación, sin duda para hacerle repetir la frase.

La continuación era más nítida. Cada palabra era pronunciada ahora con minuciosa lentitud. Lo que se percibía en este nuevo discurso era un intento desesperado de la garganta por no fracasar. Pero algo que quizás era terror cuarteaba los lagos helados de las pausas.

– En las cuevas se pintaba sólo lo que se quería sacrificar… El arte de los egipcios era funerario… Todo estaba dedicado a la muerte… El artista dice: te he creado para cazarte y destruirte y en tu sacrificio final está el sentido de tu creación… El artista dice: te he creado para honrar a la muerte.Porque el arte que sobrevive es el arte que ha muerto… Si las figuras mueren, las obras perduran…

El policía apagó la grabadora.

– Eso es todo. Por supuesto, estamos analizándola en el laboratorio. Creemos que la hizo en la furgoneta con las ventanillas cerradas, porque no hay mucho ruido de fondo. Probablemente se trataba de un texto escrito y la niña tuvo que leerlo.

El denso silencio perduró después de las palabras del policía. «Es como si al escucharla, al oír su voz, hubiésemos comprendido por fin todo el horror», pensaba Bosch. No le sorprendía esta reacción. Las fotos lo habían impresionado, desde luego, pero, en cierto modo, era fácil distanciarse de una foto. En sus tiempos como miembro activo de la policía holandesa, Lothar Bosch había desarrollado una frialdad inesperada frente a los espantosos fantasmas de color rojo convocados en el cuarto de revelado. Sin embargo, escuchar la voz resultaba muy diferente. Detrás de aquella garganta vibraba un ser humano que había muerto de manera espantosa. El violinista se hace más nítido cuando percibimos el violín.

A los ojos de Bosch, acostumbrado a verla posando al aire libre, o en el interior de habitaciones o museos, desnuda o casi desnuda y pintada de varios colores, ella nunca había sido una «niña», como el policía la denominaba, salvo una vez. Había ocurrido dos años antes. Un coleccionista colombiano llamado Cárdenas de antecedentes no muy limpios la había comprado en La guirnalda, de Jacob Stein, y Bosch se había sentido inseguro sobre lo que podía suceder en aquella hacienda de las afueras de Bogotá cuando ella posara ocho horas diarias frente a su propietario vestida con una mínima cinta de terciopelo atada a su cintura. Decidió adjudicarle protección adicional y la citó en sus oficinas del Nuevo Atelier de Amsterdam para informarle sobre el asunto. Recordaba bien el momento: la obra entró en su despacho en camiseta y vaqueros, la piel imprimada y sin cejas, con las tres etiquetas amarillas de costumbre, pero, por lo demás, sin una gota de pintura encima, y le tendió la mano. «Señor Bosch», le dijo.

Era la misma voz de la niña de la grabación. El mismo acento holandés, idéntica tersura.

Señor Bosch.

Con aquel simple gesto y aquellas palabras el lienzo se había transformado ante sus ojos en una niña de doce años. La sensación tuvo apariencia de relámpago. Por su cerebro cruzaron imágenes de su propia sobrina, Danielle, cuatro años menor. Se dio cuenta de que estaba permitiendo que una chiquilla se marchara a trabajar prácticamente desnuda a la casa de un hombre adulto con antecedentes penales. Pero, cuando el vértigo cesó, recobró su neutralidad de costumbre. «No es una niña, es un lienzo, por supuesto», se dijo. No le había sucedido nada malo a la obra en la hacienda de Bogotá. Ahora, en cambio, alguien la había destrozado en un bosque de Viena.

Mientras escuchaba la grabación, Bosch había estado recordando aquella tierna presión en su mano derecha y el «señor Bosch» pronunciado con inconsciente delicadeza. Dos clases distintas de percepciones, pero en el fondo idénticas: suavidad, calidez, inocencia, suavidad, suavidad…

Tenía delante al policía, que lo miraba como esperando que dijera algo.

– ¿Por qué dejaría la grabación? -preguntó Bosch.

– Esta clase de locos quieren que todo el mundo escuche sus teorías -dijo el policía.

– ¿Han encontrado ya la furgoneta? -preguntó la señorita Wood.

– No, pero la encontraremos pronto, si es que no la ha hecho desaparecer de algún modo. Conocemos el modelo y la matrícula, así que…

– Fue muy listo -dijo Bosch.

– ¿Por qué lo dice?

– Nuestras furgonetas tienen un localizador. Un sistema GPS que avisa de la posición del vehículo en cada momento. Lo instalamos hace un año para prevenir el robo de obras valiosas. Pero el miércoles por la noche perdimos la señal de ésta al poco rato de salir del museo. Sin duda, encontró el localizador y supo desactivarlo.

– ¿Y por qué tardaron tanto en llamarnos? Recibimos la denuncia el jueves por la mañana.

– No nos dimos cuenta de la pérdida de señal. El localizador hace sonar una alarma si la furgoneta se desvía del camino prefijado, si hay un accidente o si permanece detenida durante mucho tiempo antes de llegar al hotel. Pero en este caso la alarma no sonó, y se nos pasó por alto la pérdida de la señal.

– Eso indica que el tipo conocía la existencia de ese localizador -observó el policía.

– Por eso pensamos que Óscar Díaz tuvo que haber colaborado de alguna forma, o ser el culpable.

– A ver si lo he entendido bien. Óscar Díaz era el encargado de llevarla al hotel, ¿no es cierto? Una especie de vigilante de seguridad de la empresa de ustedes, ¿no?

– Sí, un agente de nuestro equipo -asintió Bosch.

– ¿Y por qué su propio agente haría algo así?

Bosch miró al policía y después a la señorita Wood, que permanecía sumida en el silencio.

– No lo sabemos. Díaz posee un historial impecable. Si estaba loco, lo disimuló muy bien durante varios años.

– ¿Qué saben de él? ¿Tiene familia? ¿Amigos…?

Bosch recitó los antecedentes que ya se había aprendido de memoria por haberlos repasado cien veces durante los últimos días.

– Soltero, veintiséis años, natural de México, su padre muerto de cáncer de pulmón, su madre vive con su hermana en el Distrito Federal. Óscar emigró a Estados Unidos a los dieciocho años. Es fuerte, le gusta el deporte. Trabajó de guardaespaldas para empresarios hispanos afincados en Miami o Nueva York. Uno de ellos tenía una obra hiperdramática en su casa. Óscar pidió información y comenzó a vigilar exposiciones pequeñas en galerías neoyorquinas. Luego trabajó para nosotros. Fuimos ampliándole el terreno, porque era listo y bastante competente. La primera gran obra de la Fundación que custodió fue un Buncher que exponía la galería Leo Castelli.

– ¿Un qué?

La señorita Wood tomó la palabra con sequedad.

– Evard Buncher fue uno de los fundadores del hiperdramatismo ortodoxo, junto con Max Kalima y Bruno van Tysch. Era noruego, y durante la segunda guerra mundial fue arrestado por los nazis y enviado a Mauthausen. Logró sobrevivir. Viajó a Londres, conoció a Kalima y a Tanagorsky y empezó a usar seres humanos en vez de lienzos de tela para pintar sus cuadros. Pero él los encerraba en cajas. Algunos dicen que se vio influido por sus experiencias en el campo de concentración.

«Esta mujer es una computadora», pensó el policía.

– Son cajas pequeñas, abiertas por un lateral -siguió explicando Wood-. El lienzo se introduce en una y permanece en ella durante horas. -Giró hacia la pared que tenía detrás y señaló la gran foto que la adornaba-. Eso es un Buncher, por ejemplo.

El policía la había visto nada más llegar y se había preguntado qué diablos significaba. Dos cuerpos desnudos y pintados de rojo comprimidos dentro de un cubo de cristal. El cubo era tan pequeño que los obligaba a fundirse en una complicada contorsión. Los genitales resultaban visibles, los rostros no. A juzgar por los primeros, eran un hombre y una mujer. La foto, enorme, ocupaba casi toda la pared de aquel despacho del Museumsquartier. «Se supone que eso es una obra de arte -pensó el policía-. Y cualquiera podría comprarla y llevársela a casa.» Se preguntó si a su esposa le gustaría tener una cosa como aquélla adornando el comedor. ¿Cómo lograban aguantar tanto tiempo en esas inhumanas posturas?

Recordó la exposición que acababa de ver aquella misma tarde.

El arte nunca había interesado especialmente a Félix Braun, detective de la sección de homicidios del Departamento de Investigación Criminal de la policía austríaca. Sus preferencias de buen vienés se detenían en la música del siglo XIX. Naturalmente, había visto varias obras hiperdramáticas exhibidas al aire libre en lugares públicos de Viena, pero nunca hasta esa tarde había asistido a una exposición completa.

Había llegado al Museumsquartier -el centro cultural y artístico que albergaba la mayoría de los museos de arte moderno de Viena- cuarenta minutos antes de la hora prevista para su reunión con la señorita Wood y el señor Bosch. Como no tenía nada mejor que hacer, y debido a las circunstancias especiales del caso, había decidido visitar la exposición a la que pertenecía la adolescente asesinada.

Se exhibía en la Kunsthalle. Un enorme cartel con la foto de una de las figuras (después supo que era Calendula desiderata) ocupaba toda la fachada principal del edificio. El título de la colección estaba escrito en alemán con grandes letras rojas: «Blumen», de Bruno van Tysch. Un título muy simple, pensó Braun. «Flores.» Antes de acceder a la sala, el público se deslizaba por un detector magnético, una cinta de rayos X y una cabina individual de análisis de imágenes. Por supuesto, su arma reglamentaria hizo saltar la alarma del primer filtro, pero Braun ya se había identificado. Franqueó unas puertas dobles y penetró en la inhumana oscuridad del arte. Al principio pensó en estatuas pintadas y colocadas sobre pedestales. Luego, al acercarse a la primera, apenas se atrevió a creer que aquello fuera un individuo de carne y hueso, una persona viva. Cinturas dobladas como bisagras, piernas enarboladas en vertical, espaldas arqueadas con arquitectura de puente… No se movían, no parpadeaban, no respiraban. Los brazos imitaban pétalos y los tobillos, de lejos, simulaban tallos. Era preciso aproximarse hasta el cordón de seguridad y observar con mucha atención para distinguir músculos, pechos coronados por el botón rojo de los pezones, genitales desprovistos de vello y de obscenidad, genitales limpios de ideas como corolas de flor. Y entonces la nariz de Braun tomó el relevo informándole de que cada una despedía un aroma distinto y penetrante, perceptible a cierta distancia incluso por encima de los diversos olores (no todos gratos) del público que abarrotaba la sala, como el tema de un instrumento solista destacándose sobre el acompañamiento orquestal.

«Blumen.» «Flores.» La colección de veinte «Flores» de Bruno van Tysch. Calendula desiderata, Iris versicolor, Rosa fabrica, Hedera helix, Orchis fabulata. Los títulos eran casi tan fantásticos como las propias obras. Recordó haber visto fotos de algunas de aquellas flores en una revista, o en el periódico o la televisión. Se habían convertido casi en iconos culturales del siglo XXI. Pero nunca hasta entonces las había contemplado al natural, todas juntas, expuestas en aquel enorme salón de la Kunsthalle. Y, por supuesto, nunca las había olido. Braun anduvo durante media hora de un podio a otro, la boca paralizada por el asombro. Era una experiencia sobrecogedora.

La que estaba pintada en rojo fuego fue la que más le atrajo. Su color era tan intenso que provocaba una ilusión óptica: un aura, una mancha en las retinas, la leve distorsión del aire que produce un objeto muy caliente. Se acercó al podio como en trance. En su olor, incisivo y fabulatorio como el de los tenderetes de esencias árabes, Braun creyó percibir un deje familiar. La obra se hallaba en cuclillas apoyada sobre las puntas de los pies. Mantenía ambas manos frente al sexo y la cabeza ladeada a la derecha (la izquierda de Braun). Estaba completamente rapada y depilada. Al pronto pensó que carecía de rasgos, pero bajo la intensa máscara bermellón se advertían el rasguño de los párpados, la protuberancia de la nariz y el repujado de un par de labios. Los dos pequeños pechos le hicieron saber que era una mujer joven. No se movía, no temblaba. Braun dio la vuelta al podio sin descubrir ningún tipo de soporte que la ayudara a mantenerse de puntillas en aquella posición. Era una chica pintada de rojo, desnuda, rapada, en equilibrio sobre las puntas de los pies.

Fue entonces cuando creyó reconocer la fragancia.

Aquella figura olía de manera ligeramente similar al perfume que usaba su esposa.

Cuando salió a la calle, aturdido, intentó en vano recordar el título de la flor que olía como su mujer. ¿Tulipán púrpura? ¿Mágico carmín?

Aún pugnaba por recordarlo.

– Buncher creó una colección llamada «Claustrofilia» -continuaba explicando Bosch-. Óscar acompañó a casa durante toda una temporada a Claustrofilia 5, la modelo Sandy Ryan, la séptima sustituta del cuadro. Era cortés con las obras, a veces un poco hablador, pero siempre respetuoso. En 2003 compró un apartamento en Nueva York y fijó allí su residencia, pero llevaba en Europa desde enero de este año custodiando los cuadros de la colección «Flores». Aquí en Viena se hospedaba en un hotel de Kirchberggasse con el resto del equipo. El hotel está muy cerca del centro cultural. Hemos interrogado a sus compañeros y superiores directos: nadie notó nada raro en él durante los últimos días. Y eso es todo lo que sabemos.

Braun había empezado a tomar datos en una pequeña libreta.

– Sé dónde está Kirchberggasse -dijo. Su tono parecía indicar que el único vienés en aquella reunión era él-. Tendremos que registrar su habitación.

– Claro -asintió Bosch.

Ellos ya la habían registrado, así como su apartamento de Nueva York, pero Bosch no iba a decírselo al policía.

– Cabe también la posibilidad de que Díaz no sea culpable -apuntó Bosch entonces, como si quisiera ejercer de abogado del diablo de su propia teoría-. Y en tal caso habría que preguntarse por qué ha desaparecido.

Braun hizo un gesto vago dando a entender que esa cuestión no era competencia de Bosch.

– Sea como fuere -dijo-, y mientras no dispongamos de datos en contra, tendremos que considerar a Díaz como el principal objetivo de nuestra búsqueda.

– ¿Qué sabe la prensa? -preguntó la señorita Wood.

– No se ha revelado la identidad de la adolescente, como ustedes nos pidieron.

– ¿Y en cuanto a Díaz?

– Su descripción no se ha hecho pública, pero hemos establecido controles en el aeropuerto de Schwechat, las estaciones ferroviarias y las fronteras. Sin embargo, debemos tener en cuenta que estamos a viernes y recibimos la denuncia ayer. Ese tipo ha dispuesto casi de un día entero para emigrar.

La señorita Wood y el señor Bosch asintieron en silencio. También habían previsto aquella contingencia. De hecho, se habían movido mucho más de prisa que la policía austríaca: Bosch sabía que en aquel momento diez grupos distintos de agentes de seguridad estaban buscando a Díaz por toda Europa. Pero necesitaban la ayuda de la policía del país, no era cuestión de escatimar esfuerzos.

– En lo que respecta a la familia de la víctima… -dijo Braun, y miró a Bosch titubeando.

– Sólo tenía a su madre, pero está de viaje. Hemos solicitado permiso para informarle personalmente. Por cierto, creo que podemos quedarnos con las fotos y la cinta, ¿no?

– Así es. Son copias para ustedes.

– Gracias. ¿Quiere más café?

Braun contestó después de una pausa. Se había puesto a contemplar a la camarera que acababa de entrar en silencio en la habitación. Era la muchacha morena con el largo vestido rojo y la bandeja con la cafetera plateada que le había servido antes. No podía considerarse que su fisonomía fuera inusitadamente rara o hermosa pero tenía algo que Braun no acertaba a definir. Un balanceo, un ritmo aprendido, unos sutiles gestos de bailarina secreta. Braun conocía la existencia de los adornos y utensilios humanos y sabía que estaban prohibidos, pero aquella chica se mantenía en los límites de lo estrictamente legal. No había nada delictivo en su apariencia o su conducta, y todas las cosas que Braun imaginaba al verla bien podían encontrarse sólo en su cerebro. Aceptó más café y se quedó mirando mientras la muchacha volcaba el denso y humeante arco del mokka vienés sobre su taza. Volvió a pensar, como la vez anterior, que estaba descalza, pero no podía cerciorarse debido a la longitud del vestido y la oscuridad de la habitación. Despedía ráfagas de perfume.

Ni Bosch ni la señorita Wood quisieron más café. La camarera dio media vuelta. Se escuchó el zru, zro, zru del vestido batiendo contra sus piernas. La puerta se abrió y se cerró. Braun permaneció un instante mirando aquella puerta. Luego parpadeó y volvió a la realidad.

– Le agradecemos mucho la colaboración de la policía austríaca, detective Braun -decía Bosch. Acababa de reunir las fotos que había sobre la mesa (una elipse en laca roja que imitaba la forma de una paleta de pintor) y estaba sacando la cinta de la grabadora.

– Me he limitado a cumplir con mi obligación -declaró Braun-. Mis superiores me ordenaron que me presentara en el museo para informarles a ustedes, y eso es lo que he hecho.

– Usted pensará que la situación resulta un tanto anómala, y lo comprendemos perfectamente.

– «Anómala» es decir poco -sonrió Braun, intentando que la frase sonara cínica-. En primer lugar, no es norma de nuestro departamento ocultar información a los periódicos sobre las actividades de un posible sicópata. Mañana podría aparecer otra adolescente muerta en el bosque y nos veríamos envueltos en un serio problema.

– Entiendo -asintió Bosch.

– En segundo lugar, el hecho de revelar a particulares como ustedes detalles vinculados directamente con la investigación tampoco es una práctica demasiado usual para la policía, al menos en este país. No solemos colaborar con empresas privadas de seguridad, y menos hasta este punto.

Nuevo asentimiento.

– Pero… -Braun abrió los brazos en un ademán que parecía significar: «A mí me han ordenado que venga y les informe, y eso estoy haciendo»-. En fin, quedo a su disposición -agregó.

No deseaba mostrar su disgusto pero no podía evitarlo. Aquella mañana había recibido no menos de cinco llamadas procedentes de distintos departamentos cada vez más elevados en el escalafón político. La última provenía de un alto cargo del Ministerio del Interior cuyo nombre nunca aparecía en los periódicos. Le aconsejaron que no dejara de acudir a su cita en el Museumsquartier y le instaron a que pusiera a disposición de Wood y Bosch toda la información y ayuda disponibles. Resultaba obvio que la Fundación Van Tysch contaba con amplias y complejas influencias.

– Su café -dijo Bosch señalando la taza-. Se le va a enfriar.

– Gracias.

En realidad, Braun no quería beber más. Pero cogió la taza por cortesía y fingió probar un sorbo. Mientras los personajes que tenía enfrente intercambiaban algunas frases banales, se dedicó a escrutarlos. El hombre llamado Bosch le caía mucho mejor que la mujer, aunque ello no constituyera ningún mérito. Le había calculado unos cincuenta años. Parecía un tipo serio, con aquella calva brillante cercada de cabellos blancos y aquel rostro de rasgos nobles. Además, al inicio de las presentaciones, le había confesado a Braun que en su juventud había trabajado para la policía holandesa, de modo que casi eran colegas. Pero la señorita Wood estaba hecha de otra pasta. Parecía joven, entre veinticinco y treinta años. Su pelo era liso, negro y estaba cortado a lo garçon con una raya perfecta a la derecha. Su huesuda anatomía se hallaba plastificada por un vestido de tirantes de cuyo escote pendía la tarjeta roja de la sección de Seguridad de la Fundación Van Tysch. El resto consistía en toneladas de maquillaje y aquellas absurdas gafas negras. A diferencia de su colega, Wood nunca sonreía y hablaba como si todos a su alrededor estuvieran a su servicio. Braun compadeció a Bosch por tener que soportarla.

De repente, Félix Braun se sintió extraño. Fue casi como un desdoblamiento de personalidad. Se vio a sí mismo sentado en aquella habitación iluminada por bombillas rojas y decorada con la foto de dos personas metidas a presión en un cubo de cristal, ante una mesa roja con forma de paleta de pintor, frente a aquellos dos tipos extravagantes, atendido por una camarera con aires de odalisca, después de contemplar una exposición de jóvenes desnudos y pintados que olían a diversos aromas, y apenas logró comprender qué diablos estaba haciendo allí un policía de homicidios como él. Tampoco comprendía muy bien qué tenía que ver todo aquello con lo que había sucedido. El cuerpo destrozado que habían encontrado en el Wienerwald esa madrugada pertenecía a una pobre adolescente de catorce años asesinada de manera salvaje, uno de los peores casos de sadismo que Braun había visto jamás. ¿Qué relación había entre ese asesinato y un despacho rojo, una odalisca, dos tipos ridículos y un museo?

– De hecho -dijo, y el cambio en su tono de voz hizo que la mujer y el hombre interrumpieran su conversación y lo miraran-, aún no he entendido muy bien cuál es el papel que ustedes juegan en este asunto, salvo el de ser los directores de la empresa de seguridad a la que pertenece el sospechoso. Se ha cometido un crimen brutal, y eso es responsabilidad exclusiva de la policía.

– ¿Sabe lo que es el arte hiperdramático, detective? -preguntó de repente la señorita Wood.

– Quién no lo sabe -repuso Braun-. Acabo de ver la exposición de «Flores». Y tengo un primo que se ha comprado un libro para pintores principiantes. Quiere practicar con todos nosotros y cada vez que lo visito me pide que haga de modelo…

Bosch rió con Braun, pero la seriedad de la señorita Wood permaneció intacta.

– Deme una definición -pidió ella.

– ¿Una definición?

– Sí. ¿Qué cree usted que es el arte HD?

«¿Qué pretende ésta ahora?», se dijo Braun. Aquella mujer lo ponía nervioso. Se ajustó el nudo de la corbata y carraspeó al tiempo que miraba a su alrededor, como buscando las palabras correctas en alguno de los rincones de la habitación rojiza.

– Yo diría que son personas que se quedan quietas y los demás dicen que son pinturas, ¿no? -contestó.

Su ironía no modificó el semblante de la mujer.

– Justo lo contrario -replicó Wood. Y entonces sonrió por primera vez. Era la sonrisa más desagradable que Braun había visto en su vida-. Son pinturas que a veces se mueven y parecen personas. No es cuestión de terminología, sino de puntos de vista, y éste es el punto de vista que adoptamos en la Fundación. -El tono de voz de la señorita Wood era gélido, como si, de alguna forma misteriosa, cada una de sus palabras fuera una amenaza encubierta-. La Fundación se encarga de proteger y gestionar las obras de Bruno van Tysch en todo el mundo, y yo soy la principal responsable de la sección de Seguridad. Mi tarea, y la de mi colaborador, el señor Lothar Bosch, consiste en impedir que los cuadros de Van Tysch sufran el menor daño. Y Annek Hollech era un cuadro que valía mucho más que todos nuestros sueldos y pensiones de jubilación juntos, detective. Se titulaba Desfloración, era un original de Bruno van Tysch, estaba considerado una de las grandes obras de la pintura moderna y ha sido destruido.

A Braun le impresionaba la helada furia que desprendía aquella voz rápida y susurrante. La señorita Wood hizo una pausa antes de proseguir. Sus gafas negras contemplaban a Braun con el doble reflejo rojo de la mesa incrustado en ellas.

– Lo que ustedes consideran un asesinato nosotros lo consideramos un grave atentado contra una de nuestras obras. Como comprenderá, nos sentimos enormemente implicados en la investigación, por eso les hemos pedido colaborar. ¿Le queda claro?

– Perfectamente.

– Ni por un momento piense que vamos a obstaculizar su labor -siguió diciendo Wood-. La policía camina por su lado y la Fundación por el suyo. Pero le rogaría que nos mantuviese informados de cualquier variación que se produjera en el curso de sus investigaciones. Muchas gracias.

La reunión finalizó de inmediato. Guiado por la chica de relaciones públicas que lo había recibido al llegar, Braun recorrió de vuelta los laberínticos pasillos del ala oval del Museumsquartier. En la calle, el cuantioso sol de verano le devolvió la tranquilidad.

Mientras conducía el coche en dirección a su casa, y sin previo aviso, el nombre exacto centelleó en su cabeza como un relámpago rojo. Púrpura mágica.

Así se titulaba la rojísima obra que olía como su esposa. Rojo fuego, rojo carmín, rojo sangre.

La tarjeta era azul turquesa, azul de hechizo mágico, azul de príncipe de cuento, azul de mar ideal. Lanzaba destellos bajo la luz de la lámpara del comedor. El número estaba impreso en el centro, en finos tipos negros. No había otra cosa salvo aquel número, un teléfono móvil probablemente, aunque el prefijo era extraño. Mientras lo marcaba, Clara se percató de que en su uña aún brillaban restos de pintura de Muchacha ante el espejo. El segundo timbre convocó la voz de una mujer joven. «¿Sí?»

– Hola, soy Clara Reyes.

Estaba pensando lo que iba a añadir a continuación cuando se dio cuenta de que habían colgado. Supuso que la comunicación se había cortado por accidente. Ocurría a veces con los teléfonos móviles. Eran aparatuchos detestables que servían casi para cualquier cosa, y a veces hasta para hablar, como decía Jorge. Pulsó el botón de rellamada del teléfono. Contestó la misma voz en un tono idéntico.

– Creo que antes se cortó -dijo Clara-. Yo…

Colgaron.

Intrigada, volvió a llamar. Colgaron por tercera vez.

Reflexionó un momento. Acababa de regresar de la galería GS, y lo primero que había hecho después de ducharse y desprenderse la pintura del cabello y el cuerpo había sido cogerla tarjeta y telefonear. Estaba sentada sobre el tatami azul marino del comedor con las piernas cruzadas y una toalla azul anudada a los pechos. Había abierto las ventanas y la brisa nocturna le abanicaba la espalda. En la cadena musical ronroneaba un suavísimo blues. «No es un problema telefónico. Esta vez colgaron antes. Lo han hecho adrede.»Optó por otra estrategia. Apagó el tocadiscos con el mando a distancia, se cercioró de la hora en el reloj de la estantería, llamó de nuevo.

Cuando la mujer contestó, Clara guardó silencio.

El silencio se dilató a ambos lados de la línea; se hizo profundo, incomprensible. Nada se escuchaba, ni siquiera una respiración, aunque era obvio que esta vez no habían colgado. Sin embargo, tampoco hablaban. «¿Cuánto tiempo tendré que esperar hasta que se decidan?», pensaba.

De repente colgaron. El reloj le indicó que había pasado un minuto.

Así pues, el silencio era el mensaje. Esta vez había sido más largo, lo cual significaba, probablemente, que no deseaban que hablara. Pero habían vuelto a colgar.

Se apartó con violencia el pelo rubio y húmedo que le cubría el rostro. Le parecía obvio que se enfrentaba a una curiosa prueba de tensión.

Todos los grandes pintores tensaban a sus lienzos antes de comenzar una obra. La tensión era el pórtico de entrada al mundo del hiperdramatismo: una forma de preparar al modelo para lo que se avecinaba, de advertirle que a partir de ahí nada de lo que iba a ocurrirle seguiría los cauces de la lógica o las normas aceptadas por la sociedad. Clara estaba acostumbrada a ser tensada de diferentes maneras. El despliegue de parafernalia sadomasoquista era el método más utilizado por los artistas de The Circle y Gilberto Brentano. Por el contrario, Georges Chalboux tensaba de forma sutil, creando una emoción previa mediante individuos especialmente entrenados que fingían amar u odiar a los modelos de sus obras, o se tornaban amenazadores, esquivos o cariñosos al azar, provocándoles ansiedad. Pintores excepcionales como Vicky Lledó se usaban a sí mismos para tensar. Vicky era particularmente cruel, porque utilizaba emociones sinceras: era como un misterioso desdoblamiento de personalidad, como si existieran una Vicky-humana y una Vicky-artista en el mismo cuerpo y ambas trabajasen por su cuenta.

Para superar satisfactoriamente la fase de tensión, el lienzo debía saber dos cosas: la única regla era que no existían reglas y la única conducta posible era avanzar.

De poco le iba a servir volver a llamar y continuar en silencio: tenía que dar un paso más. Pero ¿en qué sentido?

Le picaba la firma de Alex Bassan en su muslo izquierdo. Se rascó con cuidado, sin emplear las uñas, mientras reflexionaba.

Se le ocurrió algo. Era una idea absurda, y por ello pensó que era la correcta (así ocurría casi siempre en el mundo del arte). Dejó el auricular sobre el tatami, se levantó y se asomó a la ventana. Su cuerpo desnudo bajo la toalla y aún húmedo no sintió frío ni molestia alguna ante la invasión de frescor.

La lluvia había lavado la noche. No olió a basuras, a tráfico, a excrementos, a zona centro de Madrid, sino algo parecido al olor del mar en la ciudad, esa brisa nocturna con la que, a veces, Madrid se camuflaba de playa. Sin embargo, había tráfico. Los coches avanzaban olfateándose el trasero mutuamente y haciendo guiños con sus ojos luminosos. Contempló el edificio de enfrente: tres ventanas del último piso permanecían encendidas, y en una de ellas, de cortinas cobalto, había macetas. Podían ser jacintos azules. Se acodó en el alféizar y observó la calle desde la altura de los cuatro pisos de su bloque. La brisa le movió el pelo como un titiritero cansado.

Nadie parecía estar observándola. Era absurdo creer que la espiaban, que la estaban observando.

Absurdo, y por lo tanto correcto.

Cogió el teléfono inalámbrico, echó otro vistazo al reloj, regresó a la ventana y volvió a llamar al número de la tarjeta turquesa.

– ¿Sí? -dijo la voz de la mujer.

Aguardó en silencio, lo más cerca posible de la ventana, procurando no moverse. Los flecos de su toalla azul se agitaban con el aire. De repente colgaron. Miró el reloj. Cinco minutos justos. Era todo un récord, lo cual le demostraba que había hecho algo correcto y que, realmente, por increíble que pudiera parecer, la estaban observando. Sin embargo, aún no había hecho todo lo que querían. Probó con otra cosa: volvió a llamar y, en un momento dado, sin moverse de la ventana, se llevó una mano al pelo y lo atusó. Colgaron de inmediato, casi antes de que pudiera finalizar el gesto.

Sonrió y asintió en silencio, contemplando la calle. «Ajá, os he pillado: queréis que no hable, que me asome a la ventana, que no me mueva y… ¿Qué más?» Bassan le decía en ocasiones que su rostro expresaba bondad y malicia al mismo tiempo, «como un ángel con nostalgia de diablo». En aquel momento su expresión era más diabólica que angelical. «¿Qué más, eh? ¿Qué más queréis?»Siempre que daba los primeros pasos en el extraño templo del arte, al comienzo de una nueva obra, le ocurría igual: se emocionaba. Era la sensación más increíble del mundo. ¿Cómo podía haber alguien que trabajara en otra cosa? ¿Cómo podía haber personas como Jorge, que no eran obras de arte ni artistas?

Se divirtió imaginando esto (su imaginación hervía en momentos así): el silencio del teléfono duraba diez minutos si se inclinaba por el balcón, quince si colocaba un pie en el alféizar, veinticinco si colocaba el otro, treinta si se erguía sobre la cornisa, treinta y cinco si daba un paso en el vacío… Quizás, entonces, alguien respondería.

«Pero eso sería estropear el lienzo, no tensarlo.»Optó por otra emoción, mucho más modesta. Volvió a mirar el reloj y, sin moverse de la ventana, se quitó la toalla y la arrojó al suelo. Llamó. Oyó la respuesta de siempre. Esperó.

El silencio se hizo firme.

Cuando calculó que ya habían pasado de sobra cinco minutos se preguntó qué otra cosa tendría que hacer, caso de que colgaran de nuevo. No quería imaginarlo aún. Continuó inmóvil y desnuda frente a la ventana. En el auricular, el silencio persistía.

La culpa fue del gatito negro.

Lo vio por primera vez en una piscina de Ibiza, bajo un sol torrencial. El gatito la miraba de la forma extraña en que miran todos los gatos, abriendo desmesuradamente sus ojos de cristal de cuarzo y desafiándola a que descifrara su secreto. Pero ella tenía catorce años y estaba recostada bocabajo sobre una toalla con la parte superior del biquini desabrochada, y los secretos en aquel momento no le importaban mucho. Se ganó la confianza del felino con un suave canturreo. O a lo mejor fue el gato quien se prendó de su belleza. Tío Pablo, que era quien la había invitado a veranear en Ibiza, solía preguntarle en broma por su asesor de imagen. Siendo tan guapa como eres, le decía, tienes que tener uno. Con su larga cabellera rubia, sus ojos como dos pequeños planetas marinos sin rastro de tierra firme y su silueta tensa por la adolescencia y perfectamente dibujada por la piel, Clara estaba más que acostumbrada a recibir elogios en las miradas ajenas. De niña, el padre de un compañero de colegio llamado Borja le había entregado una tarjeta a su padre diciéndole que era productor de programas de televisión y que quería hacer pruebas con Clara. Jamás había visto a una niña como ella, declaró. Su padre se enfadó mucho y no quiso ni oír hablar del asunto. Hubo una violenta discusión en casa aquella noche y el futuro televisivo de Clara se truncó para siempre. Esto ocurrió cuando tenía siete años. A los nueve, cuando su padre murió, ya era demasiado tarde para desobedecerlo. La vida se hizo muy difícil a partir de entonces, porque la desaparición paterna había dejado a la familia indefensa. La mercería que regentaba su madre, y en la que Clara comenzó a trabajar en cuanto pudo, les permitió sobrevivir, y de allí salió el dinero para que su hermano José Manuel terminara el colegio y comenzara sus estudios de Derecho. Luego estaba la ayuda de tío Pablo, que nunca los olvidaba. Tío Pablo era empresario, estaba casado con una joven alemana y vivía en Barcelona. Fue a él a quien se le ocurrió la idea de rescatar a Clara todos los veranos y llevarla a su apartamento de Cortixera, en Ibiza, con sus primas. Las primas eran mayores que ella y la dejaban sola, pero a ella no le importaba: el simple hecho de salir del piso entristecido de Madrid y vivir un mes en aquel lugar diminuto e inmenso pintado de azul por el sol le resultaba maravilloso.

No obstante, nada hubiese ocurrido de no ser por el gatito negro.

O quizá sí, pero de otra forma: Clara cree en los designios del azar. El gatito se acercó a ella, suspicaz al principio, convertido en una bola de terciopelo con reflejos azules después, en aquel luminoso verano de 1996 con olor a cloro y a brisa de mar. Pero el gatito no olía a eso sino a jabón, y era evidente que tenía dueño porque se hallaba demasiado acicalado para venir directamente de la naturaleza.

– Hola -lo saludó Clara-. ¿Dónde está tu amo, gatito?

El animal maulló entre sus dedos con una boca que era como un corazón diminuto, o como una almendra abierta por dentro. Ella sonrió. No sentía ningún temor. En su casa del pueblo serrano de Alberca, donde su padre había nacido y adonde iban todos los veranos cuando su padre vivía, se había acostumbrado a toda clase de animales domésticos. Lo acarició como podría haberlo hecho con una lámpara que albergara a un genio donador de deseos.

– ¿Te has perdido? -le preguntó.

– Es mío -dijo una voz.

Fue entonces cuando divisó las piernas flacas, mojadas y morenas de Talia, de pie frente a ella. Al elevar la vista vio su sonrisa en perspectiva con el sol, y supo (porque creía en los designios) que iban a ser amigas.

Tenía trece años, los ojos grandes y la piel café. Sonreía y hablaba simultáneamente y con idéntica dulzura, como si sonreír y hablar fueran lo mismo para ella, como si todo lo que dijera fuera alegre y todas sus sonrisas fueran palabras. Su madre era venezolana, de Maracay, y su padre era español. Tenían una casa en el otro extremo de la isla, cerca de Punta Galera. Talia se encontraba en aquella urbanización por casualidad, debido a una visita que sus padres habían hecho a unos amigos. De modo que fue el gatito negro quien las presentó.

El padre de Talia tenía mucho dinero, mucho más que tío Pablo, que no vivía nada mal. La casa de Punta Galera era un enorme chalet frente al mar con un terreno vallado repleto de árboles y sombras, jardines y estanques. Talia invitó a Clara a conocerla dos días después, y Clara se maravilló al comprobar que tenía mayordomos, no simplemente señoras que hacían la colada y preparaban la comida, sino personas de uniforme con la mirada vidriosa. Pero en la piscina estaba lo más increíble. Era muy grande, de agua rectangular y azul. Parecía fantástico que Talia, con su pequeño corpecito moreno, dispusiera de todo aquel inmenso salón zafiro para ella sola, aquel suelo de baldosas líquidas por el que poder pasear flotando. Sin embargo, la primera impresión que Clara se llevó fue distinta.

Otra muchacha compartía la piscina con ella. ¿Acaso tenía una hermana? ¿O era una amiga?

Pero era una chica mayor, sin lugar a dudas. Estaba de rodillas cerca del borde, más bien a cuatro patas, y sólo llevaba encima un ínfimo tanga azul. Su cuerpo brillaba de forma muy extraña. No modificó ni un milímetro su postura mientras Clara y Talia se acercaban.

– Es un cuadro de mi papá -explicó Talia-. Mi papá ha pagado tremendo dineral por él.

Clara se agachó y observó la expresión rígida, la piel reluciente de apresto y óleos, el cabello ligeramente tembloroso con el viento.

– No puedo creerlo -se entusiasmaba Talia al ver su asombro-. ¿No conoces el arte HD? ¡Pues claro que es de carne y hueso, como tú y como yo! Es un cuadro hiper… -Aquí dijo una palabra que Clara no entendió-. No está en trance ni nada por el estilo, está posando. Y el olor que notas es el del óleo.

«Eliseo Sandoval. Junto a la piscina. 1995. Óleo y cremas solares en muchacha de dieciocho años con tanga de algodón.» Eso fue lo que Clara leyó en la pequeña tarjeta de cartulina colocada en el suelo cerca de la figura.

Como la mayoría de la gente, Clara había oído hablar del arte hiperdramático y había visto documentales y reportajes sobre el tema, pero nunca una obra al natural.

Fue como una maldición. Se arrodilló junto al cuadro y se olvidó de todo. Lo rastreó con la mirada, desde la punta de los dedos de las manos hasta el cabello pintado; desde el cuello hasta la curvatura de las nalgas. Las dos tiras del tanga tenían forma de uve: había un árbol en el jardín de la casa que imitaba la misma letra. Recorrió con los ojos cada milímetro de carne paralizada como si se tratara de una película que hubiera deseado ver toda su vida. Temblorosa, alzó un dedo y lo apoyó en el muslo derecho de aquella cosa. Fue como tocar la silueta de un jarrón. La cosa ni siquiera pestañeó.

– Oye, no hagas eso -la regañó Talia-. Las pinturas no se tocan. ¡Si te viera mi papá…!

El día transcurrió como un tormento. La diversión era un esfuerzo impracticable. La culpa no era de la pobre Talia, por supuesto, sino de aquella maldita cosa, aquella obscena y maldita cosa que no quería moverse, que continuó allí, bajo el sol, sobre el agua, sin sudar ni quejarse, sumida en la contemplación de un pequeño espacio en las baldosas. Aquella forma paralizada y mágica del tanga en uve, desprovista y repleta de vida al mismo tiempo, era la única culpable.

En un momento dado, Clara se sintió enferma. El aire no habitaba sus pulmones, se ahogaba. Salió corriendo y se refugió en la casa. Encontró al gatito en el sofá del lujoso salón y se agazapó junto a él. Sus mejillas ardían y le costaba trabajo respirar. Cuando Talia llegó por fin, Clara la miró implorante.

– ¿Es que no se va nunca de ahí? -sollozó-. ¿No come? ¿No duerme?

– Claro que come y duerme. Se exhibe sólo de once a siete.

Por la tarde, un mayordomo salió a avisar. Eran las siete en punto. Clara, que había estado muy pendiente de la hora durante todo el día, se acercó al cuadro entonces. Vio cómo se movía; lo vio extender cada extremidad después de una larga pausa y, a un ritmo semejante al de un niño que nace, erguir el tronco y alzar la cabeza con los ojos cerrados; vio destellar el óleo en su pecho cuando lo hinchó al respirar; la vio ponerse en pie con languidez eterna, convertirse en mujer, en muchacha, en alguien como ella misma. Sobre fondo azul.

«Quiero ser eso -pensó-. Quiero ser eso.»

Sus dientes castañeteaban.

Una mujer apartó las cortinas cobalto, se asomó y comenzó a regar las flores azules. De repente alzó la vista y sorprendió a Clara. Tras contemplarla un instante, hizo un gesto de aprensión. Luego se retiró del balcón, cerró la ventana y corrió las cortinas. Los cristales reflejaron el desnudo cuerpo de Clara enmarcado en su propia ventana, su figura tersa de rostro sin cejas y pubis depilado, los pechos como dos ondulaciones en un papel, el cabello ya seco por el aire nocturno, la mano derecha sosteniendo el auricular del teléfono, todo inmerso en el mundo azul cobalto y ultramar del cristal de enfrente.

En el auricular persistía el silencio. No habían colgado.

Se había dejado llevar por los recuerdos, y la aparición de aquella mujer la había devuelto bruscamente a la realidad. Ibiza, Talia y el inolvidable instante en que descubrió el arte HD se disolvieron en el tono más oscuro de la noche. Ignoraba cuánto tiempo llevaba esperando en la misma posición. Sospechaba que, por lo menos, dos horas. Sentía la mano con que sostenía el auricular mucho más fría que el resto del cuerpo y los músculos de ese brazo agarrotados. Hubiera dado cualquier cosa por cambiar de postura, pero continuaba inmóvil con el teléfono pegado a la oreja; incluso trataba de respirar lo menos posible, como si estuviera trabajando de cuadro. No trasladaba el peso de un pie a otro: permanecía firme y erguida, la mano izquierda apoyada en la cadera, apretando las rodillas contra las columnas del radiador que había bajo las cortinas con el fin de acercarse más a la ventana.

Le entraban tentaciones de colgar. Porque cabía en lo posible que aquella absurda espera fuera un error. Tal vez la idea de que tenía que aguardar desnuda y quieta en la ventana con el auricular en la mano era producto exclusivo de su imaginación. A fin de cuentas, no había recibido aún ni una sola instrucción por parte del pintor, fuera quien fuese, ni un solo gesto, ni una sola palabra. ¿A quién se le ocurriría pintar con el silencio invisible? Eso por no mencionar la desmesurada factura de teléfono que iba a acarrearle la aventura. Jorge se iba a reír.

«Contaré hasta treinta… Bueno, hasta cien… Si no ocurre nada, cuelgo.»Se sentía agotada (todo el día de pie en el cuadro de Bassan), hambrienta y con sueño. Comenzó a contar. Escuchó risas de chavales desde el otro lado de la calle. Quizá la habían visto. No le preocupaba. Era un lienzo profesional. El pudor y la timidez habían quedado atrás hacía mucho tiempo.

«Veintiséis… Veintisiete… Veintiocho…»

Toda su vida era arte. No sabía dónde estaba el límite, si es que había límites en algún sitio.

Había aprendido a mostrar y usar su anatomía a solas, frente a otros y con otros. A no considerar sagrado ninguno de sus resquicios. A soportar en lo posible el asedio del dolor. A soñar en medio de la contracción de sus músculos. A percibir el espacio como tiempo y el tiempo como algo extenso, un paisaje por el que pasear o detenerse. A controlar sus sensaciones, a inventarlas, a fingirlas, a imitarlas. A traspasar cualquier barrera, a dejar de lado cualquier reserva, a desprenderse del lastre del remordimiento. Una obra de arte no tenía nada que le perteneciera: cuerpo y mente estaban dirigidos a crear y ser creados, a transformarse.

Era la profesión más extraña y hermosa del mundo. La había iniciado aquel mismo verano al regreso de Ibiza, y nunca se había arrepentido de hacerlo.

En casa de Talia se enteró de que Eliseo Sandoval, el pintor de Junto a la piscina, vivía y trabajaba en Madrid junto con otros colegas, en un chalet cercano a Torrejón. Pocas semanas después se presentó allí, solitaria y nerviosa. Lo primero que descubrió fue que ella no era la primera en atreverse a dar aquel paso y que el arte HD era más popular en España de lo que había creído. El chalet era un hervidero de pintores y adolescentes aspirantes a obra de arte. Eliseo, un joven artista venezolano de cara de boxeador con un fascinante hoyuelo en la barbilla, se ofrecía, por un módico precio, a dar clases rudimentarias a modelos menores de edad, aunque en secreto y sin esperanzas de venderlos, porque el arte HD con menores aún no había sido legalizado. Clara echó mano a sus pequeños ahorros y comenzó a acudir cada fin de semana. Aprendió, entre otras cosas, a mostrarse desnuda dentro y fuera de la casa, en solitario o frente a los demás. Y a permanecer durante horas con la piel pintada. Y las bases del hiperdrama: los juegos, los ensayos, las formas de expresión. Su hermano se enteró de aquellas visitas y comenzaron los enfrentamientos y las prohibiciones. Clara descubrió que José Manuel quería convertirse en su nuevo cancerbero tras la muerte de su padre. Pero no se lo permitió. Amenazó con marcharse de casa, y cuando la situación se hizo insostenible se marchó. A los dieciséis años entró a trabajar en The Circle, una sociedad internacional de artistas marginales que preparaban material joven para grandes pintores. Allí se tatuó el cuerpo, se tiñó el pelo de rojo, perforó su nariz, orejas, pezones y ombligo con anillas y participó en grotescas obras murales. Consiguió dinero y pudo estudiar con Wedekind, Cuinet y Ferrucioli. A los dieciocho años comenzó a vivir con Gabi Ponce, un pintor principiante a quien había conocido en Barcelona, su primer amor, su primer artista. Cuando cumplió veinte años de edad, Alex Bassan, Xavier Gonfrell y Gutiérrez Reguero empezaron a llamarla para crear originales con ella. Luego vinieron los más grandes: Georges Chalboux pintó un duende con su cuerpo, Gilberto Brentano la convirtió en yegua y Vicky le extrajo expresiones que nunca imaginó que su rostro albergara.

Los genios, sin embargo, no la habían tocado aún.

Pero qué pasaría, se preguntaba, qué pasaría si nadie respondiera, qué pasaría si la tensaban más allá de lo prudente, si intentaban forzar la situación hasta el límite, qué pasaría si…

La noche se había hecho azul profundo. La brisa que antes la refrescaba helaba ahora sus huesos.

Había contado hasta cien, luego cien más, y otros cien. Por último había dejado de contar. No se atrevía a colgar, pues conforme más tiempo pasaba más importante (y difícil) le parecía lo que le aguardaba detrás. Lo más importante y difícil y lo más duro y arriesgado.

Contempló el silencio, la dormición de la luz, el reino de los gatos. Ser testigo del desarrollo de la madrugada en una ciudad le pareció semejante a observar la imperceptible procesión de la manecilla del reloj.

Qué sucedería, se preguntaba, si no le hablaban. Cuándo, en qué momento sería preciso considerar que había llegado el final de aquel juego. Quién cedería primero en aquel pulso enorme e injusto.

De repente la voz de la mujer regresó al auricular. Su oído había estado tanto tiempo inservible que casi le dolió, como duele la pupila de un ciego que recupera de súbito la luz. La voz fue cortante y concisa. Mencionó un sitio: plaza de Desiderio Gaos sin número. Un nombre: señor Friedman. Una cita: las nueve en punto de la mañana siguiente. Después colgaron.

Durante un rato quiso persistir todavía en la misma postura, el auricular en alto. Luego, con una mueca, regresó a la incomodidad de la vida.

Era la madrugada del jueves 22 de junio de 2006.

El desván. El desván. La casa de Alberca. Papá.

El sol lucía espléndido sobre el huerto. Era una visión encantadora: la hierba, los naranjos, la camisa azul de cuadros de su padre, el sombrero de paja y sus gafas de cristales gruesos y cuadrados, porque Manuel Reyes era miope, un miope intenso y casi voluntario, o al menos resignado, a quien no le importaba llevar aquel artilugio de carey grueso y anticuado sobre el rostro. Aseguraba que sus gafas otorgaban cierta seriedad a las detalladas explicaciones que ofrecía a los turistas sobre los cuadros del museo del Prado. Porque el trabajo de papá era ése: guiar a la gente por las salas del museo mientras explicaba en voz alta y con sobria erudición los secretos de Las lanzas y Las meninas, sus obras favoritas. Papá podaba los naranjos mientras su hermano José Manuel se entrenaba con el caballete en el garaje (quería ser pintor, pero papá le aconsejaba que estudiase una carrera) y ella aguardaba en su cuarto para ir a misa con mamá.

Entonces oyó el ruido.

En una casa como la Casa, donde anidan tantos (ruidos), uno más carece de importancia. Pero éste había conseguido intrigarla. Su ceño formó una uve diminuta. Salió a ver qué o quién lo había producido.

El desván. La puerta se había abierto un poco. Quizá su madre había entrado a guardar algo y luego no la había cerrado bien.

El desván era la habitación prohibida. Mamá no dejaba que los niños se metieran allí porque temía que los trastos apilados les cayeran encima. Pero Clara y José Manuel pensaban que ocultaba algo horrible. En eso estaban de acuerdo. Diferían tan sólo en el significado que le otorgaban a lo horrible. Para su hermano, lo horrible era malo; para Clara, malo o bueno, pero sobre todo atractivo. Como un caramelo, que podía ser malo pero atractivo al mismo tiempo. Si lo horrible hubiese aparecido ante ellos, José Manuel habría retrocedido atemorizado y Clara se habría acercado fascinada con el sigilo de un niño en noche de reyes. La calidad de lo horrible gobernaría el doble movimiento: algo verdaderamente horrible habría espantado a José Manuel y atraído a Clara como una posesa, la habría lanzado hacia eso como se lanza una piedra (con la misma sombría naturalidad) a la oscuridad de un pozo.

Ahora, por fin, lo horrible la invitaba a pasar. Podría haber llamado a su madre (la oía trajinar en la cocina), o bajar al huerto y buscar la protección de su padre, o bajar aún más hasta el garaje y pedirle ayuda a su hermano.

Pero se decidió.

Temblando como jamás había temblado, ni siquiera el día de su comunión, empujó la vieja puerta y aspiró remolinos de polvo azul. Tuvo que retroceder y descargar una ráfaga de tos que, en parte, desdoró un poco su aventura. Había tanto polvo y olía tan mal, como a cosa fermentada, que pensó que no podría soportarlo. Además, se ensuciaría el vestido de ir a misa.

Pero, qué caramba, encontrar lo horrible exige cierto sacrificio, pensó. Lo horrible no crece en los árboles, al alcance de cualquiera: cuesta mucho trabajo obtenerlo, como papá dice que ocurre con el dinero.

Tomó dos o tres bocanadas de aire exterior y lo intentó de nuevo. Dio un par de tímidos pasitos en la maloliente oscuridad, parpadeó, acomodó la vista a lo desconocido. Descubrió cuerpos atados con cordeles y los identificó como viejas mantas. Cajas de cartón apiladas. Un tablero de ajedrez combado. Una muñeca sin vestidos ni ojos sentada en un anaquel. Telarañas y sombras azules. Todo eso la impresionó bastante, pero no la asustó. Había esperado encontrar cosas así.

Estaba a punto de sentir la inevitable decepción cuando de repente lo vio.

Lo horrible.

Estaba a su izquierda. Un leve gesto, una sombra móvil iluminada por la claridad del umbral. Giró sobre sí misma con calma inaudita. El grado de su horror había llegado al máximo (se sentía a punto de chillar), lo cual significaba que por fin había descubierto lo horrible y que se disponía a contemplarlo.

Era una niña. Una niña que vivía dentro del desván. Vestía un conjunto azul marino de Lacoste y llevaba el pelo muy lacio y muy bien peinado. Su piel parecía mármol. Era como un cadáver. Pero se movía. Abría la boca, la cerraba. Parpadeaba inmensamente. Y la miraba.

El terror rebosó por su piel. El corazón se le convirtió en rata y lo sintió trepar a ciegas por el interior de su pecho hasta atorarle la garganta. Fue un instante de tremenda eternidad, una fracción de segundo fugaz y definitiva, como el momento en que morimos.

De alguna forma, de algún modo inexplicable pero poderoso, supo en ese preciso instante que aquella niña era la visión más espantosa que había contemplado y contemplaría jamás. No sólo era horrible sino infinitamente insoportable.

(Y, sin embargo, su alegría no conocía límites. Porque estaba contemplando lo horrible por fin. Y lo horrible era una niña de su edad. Podrían ser amigas y jugar juntas.)Entonces se dio cuenta de que el vestido de Lacoste era el mismo que su madre le había puesto aquel domingo, que el peinado era similar al de ella, que las facciones eran las suyas, que el espejo era grande y el marco estaba disimulado en la penumbra.

– Ha sido un susto tonto -le dijo su madre, que había corrido al escuchar el grito y la abrazaba.

El amanecer pintaba de azul celeste el índigo del techo. Clara parpadeó, y las imágenes del sueño que acababa de tener se disolvieron en la luz de las paredes. Todo era normal a su alrededor, pero dentro de ella aún se agitaba el torbellino de aquel recuerdo de su infancia remota, aquel «susto tonto» en el desván de la antigua casa de Alberca, un año antes de que su padre falleciera.

El despertador había sonado: las siete y media. Recordó su cita en la plaza de Desiderio Gaos con el misterioso señor Friedman y se levantó de un salto.

Ser cuadro profesional le había enseñado, entre otras cosas, a considerar los sueños como instrucciones extrañas de un anónimo artista interior. Se preguntó por qué su inconsciente había recuperado aquella pieza antigua de su vida y la había colocado de nuevo sobre el tablero.

Quizá significaba que la puerta del desván se había abierto otra vez.

Y alguien la invitaba a entrar y contemplar lo horrible.

Los ojos de Paul Benoit no eran de color violeta, pero bajo las luces de la habitación casi lo parecían. Lothar Bosch miró aquellos ojos y supo, no por primera vez, que tendría que andarse con cuidado. Frente a Paul Benoit siempre era preciso ser cauto.

– ¿Sabes cuál es el problema, Lothar? El problema es que hoy día todo lo valioso es efímero. Es decir, que en otros tiempos la solidez y la duración eran valores por sí mismos: un sarcófago, una estatua, un templo o un lienzo. Pero en la actualidad todo lo valioso se consume, se gasta, se extingue, da igual que hablemos de recursos naturales, drogas, especies protegidas o arte. Hemos atravesado por una fase previa en la que los productos que escaseaban valían más porque escaseaban. Eso era lógico. Pero ¿cuál ha sido la consecuencia? Que, hoy día, para que las cosas valgan más, tienen que escasear. Hemos invertido causa y efecto. Hoy razonamos de esta forma: «Lo bueno no abunda. Por lo tanto, hagamos que las cosas malas no abunden, y se volverán buenas».

Hizo una pausa y extendió la mano sin apenas mirar. La Mesilla estaba preparada para entregarle la taza de porcelana, pero el gesto de Benoit la cogió por sorpresa. Hubo un titubeo fatal, y los pequeños dedos del jefe de Conservación golpearon la taza y derramaron parte del contenido sobre el plato.

Con rapidez y eficiencia, la Mesilla procedió a colocar un nuevo plato y limpió la taza con una de las servilletas de papel que transportaba en la tabla lacada unida a su cintura. En la etiqueta de color blanco que pendía de su muñeca derecha decía: «Maggie». Bosch no conocía a Maggie, pero, por supuesto, había muchos adornos a los que no conocía. Pese a estar de rodillas, era fácil comprobar que Maggie era muy alta, probablemente casi dos metros. Tal vez había sido aquella desproporción lo que le había impedido llegar a convertirse en obra de arte, suponía Bosch.

– Hoy ya ha dejado de ser un buen negocio comprar o vender un lienzo de tela -prosiguió Benoit-, precisamente porque no se consumen con la prontitud necesaria. ¿Sabes cuál ha sido la clave del éxito del arte hiperdramático? Su fugacidad. Pagamos más y con más rapidez por una obra que dura lo que dura la juventud que por otra que sobrevive cien o doscientos años. ¿Por qué? Por la misma razón que llegamos a gastar más dinero en unas rebajas que en un día normal. El síndrome del «¡Rápido, que esto se acaba!». Por eso las obras adolescentes son tan valiosas. -Operación perfecta al segundo intento, pensó Bosch: la Mesilla estaba pendiente de los gestos de Benoit, y éste colaboró procurando coger con cuidado la taza que el adorno le tendía-. Prueba un poco de este brebaje, Lothar. Huele a té, sabe a té, pero no es té. Lo que ocurre es que si huele a té y sabe a té, para mí es té. Sin embargo, no me pone nervioso y alivia mi úlcera.

Bosch atrapó la delicada imitación de porcelana que le ofrecía la Mesilla y contempló el líquido. Era difícil determinar su color exacto bajo aquella fúnebre luz violeta. Decidió que podía ser violeta. Lo llevó a la nariz. Olía a té, en efecto. Lo probó. Sabía a rayos. A caramelo exprimido en batidora mezclado con jarabe para la tos. Reprimió una mueca y comprobó con alivio que Benoit no lo miraba. Mejor. Fingió seguir bebiendo.

La habitación donde se encontraban pertenecía al Museumsquartier. Era un rectángulo grande, insonorizado y tapizado de lámparas en diversos tonos de violeta: en el techo resplandecían púrpuras suaves, en el suelo cobaltos y en las paredes cuadrados de color lavanda, de manera que las figuras parecían flotar en una pecera de borgoña. Salvo la Mesilla, no había otros adornos. Por lo demás, el extremo del fondo asemejaba un estudio de televisión. Diez monitores de circuito cerrado se congregaban en paneles instalados en la pared; sus pantallas apagadas reflejaban uñas de luz violeta. Frente a ellos se sentaban Willy de Baas y dos de sus ayudantes preparados para iniciar la sesión de Apoyo Sicológico del sábado por la noche. Apoyo pertenecía a Conservación; por tanto, quedaba bajo responsabilidad directa de Paul Benoit. Era evidente que De Baas se sentía un poco nervioso sabiendo que tenía al jefe a sus espaldas.

Con expresión beatífica, Benoit depositó la taza en el platillo, se relamió los labios y miró a Bosch. Las luces de las paredes enrojecían sus pupilas; su calva era un casquete de púrpura cardenalicia y los pies y la mitad inferior del pantalón lanzaban ascuas violetas.

– Por eso mismo, sucesos como el de Desfloración sientan tan mal, Lothar, porque los cuadros adolescentes son muy valiosos. Pese a todo, hemos logrado congelar la noticia en Amsterdam. Sólo la conocen en las alturas. Stein no ha querido hacer comentarios y Hoffmann apenas podía creérselo. No le han dicho nada al Maestro, claro. «Rembrandt» se inaugura el 15 de julio y algunos de los lienzos todavía están en período de tensado o imprimación. El Maestro, ahora, es intocable. Pero se comenta que rodarán cabezas. No la tuya ni la de April, pero…

– Nadie tuvo la culpa, Paul -dijo Bosch-. Simplemente, nos la han jugado. Sea Óscar Díaz o no, lo cierto es que su plan era bueno y nos la ha jugado, eso es todo.

– La cuestión es -puntualizó Benoit, tendiendo la taza para que la Mesilla se la rellenara- que deberíamos atraparlo nosotros. Necesitamos interrogarlo a fondo, y la policía no sabría sacarle toda la información. Comprendes, ¿no?

– Lo comprendo perfectamente, y estamos en ello. Hemos registrado su apartamento en Nueva York y su habitación en el hotel aquí en Viena, pero no hemos encontrado nada fuera de lo común. Sabemos que es aficionado a la fotografía y al campo y que vive solo. Estamos intentando localizar a su hermana y a su madre en México, pero no creo que nos digan nada de interés.

– Me parece haber oído que tenía una novia en Nueva York…

– Una amiguita llamada Briseida Canchares, colombiana, licenciada en arte. La policía no lo sabe, y hemos preferido no informarles y buscarla por nuestra cuenta. Briseida se encontró con Óscar en Amsterdam hace un mes. Varios compañeros de Óscar los vieron juntos. Ella estaba becada por la Universidad de Leiden para realizar un trabajo sobre pintores clásicos y residía temporalmente en esa ciudad desde principios de año, pero también ha desaparecido…

– Es una coincidencia notable.

– Desde luego. Thea habló ayer con sus amigos de Leiden. Al parecer, Briseida se ha marchado a París acompañada de otro amigo. Hemos enviado allí a Thea para verificarlo. Esperamos sus noticias de un momento a otro. -Bosch se preguntaba si Benoit se ofendería cuando comprobara que no iba a beber más de aquel mejunje. Ocultó la taza con la mano izquierda.

– Hay que encontrarla y hacer que hable, Lothar. Empleando cualquier medio. Te das cuenta de la situación, ¿verdad?

– Me doy cuenta, Paul.

– Desfloración iba para Sothebys en otoño. La puja habría sido noticia hasta en los canales de deportes. Titulares como «menor de edad desnuda subastada», «la adolescente más valiosa de la historia…». En fin, esa clase de tonterías que contagian las primeras páginas de los periódicos… Pero en este caso las tonterías habrían sido ciertas. Desfloración era el cuadro más valioso de «Flores» y aún no tiene sustituía. Las ofertas que estábamos recibiendo superaban ampliamente las que en su día se hicieron por Púrpura, Caléndula y Tulipán. De hecho, la puja ya había comenzado. Sabes que nos gusta jugar a dos bandas.

Bosch asintió mientras fingía beber otro sorbo de té. En realidad, se humedecía los labios.

– Te asombraría saber lo que algunos estaban dispuestos a pagar por el mantenimiento mensual de esa obra -prosiguió Benoit-. Por otra parte, yo sabía cómo apretarles las clavijas a los más interesados. Desfloración se encontraba triste últimamente, Willy pensaba que podía estar iniciando una depresión, y a mí se me ocurrió aprovechar esa circunstancia en nuestro beneficio. -Los ojos de Benoit relampaguearon de orgullo-. Difundiríamos la noticia de que los costes de una posible sicoterapia encarecerían el alquiler del cuadro. Y no podíamos olvidar que la obra tenía catorce años y necesitaba salir, viajar, distraerse, comprarse cosas… En fin, que su futuro comprador tendría que mantenerla por todo lo alto si no deseaba desembolsar el triple por una restauración. Stein me dijo que era una jugada maestra. -Hizo una pausa y arrugó los labios al tiempo que entornaba los ojos en un gesto característico. Bosch sabía que estaba escuchando alucinaciones de elogio. «Le encanta recordar sus éxitos», pensó-. En dos años nos hubieran vuelto a pagar el precio del cuadro sólo en alquiler. Entonces negociaríamos la sustitución, si el Maestro aceptaba. El lienzo ya no sería tan joven y lo dejaríamos fuera, pero vendría otro. El alquiler bajaría un poco, cierto, pero habríamos aprovechado la dificultad de sustituirla para sacar otra buena tajada. Desfloración hubiera pasado a la historia como uno de los cuadros más caros del mundo. Y ahora…

Los monitores de televisión emitieron un zumbido y se iluminaron de gris. La sesión de Apoyo iba a comenzar. De Baas y sus ayudantes estaban preparados para escuchar las quejas de las obras con problemas. Benoit no pareció percibirlo: arrugaba de nuevo los labios, pero su expresión ya no era triunfal.

– Y ahora, todo se ha jodido -concluyó.

Uno de los ayudantes de De Baas se volvió para llamar a la Mesilla con un gesto. De nada le hubiera servido gritarle, porque la Mesilla llevaba cobertores auditivos. Los cobertores eran necesarios cuando se quería hablar en privado delante de un adorno. La Mesilla se puso en pie con delicado equilibrio, caminó descalza por el suelo violeta transportando la tetera y las tazas, se situó junto a De Baas y empezó a servir té. Quién sería Maggie, se preguntó Bosch de repente; de qué remoto lugar del mundo habría venido y con qué remotas esperanzas; qué hacía desnuda por completo en aquella habitación, con la cabeza rapada, auriculares en las orejas, la piel pintada de color malva con arabescos negros y una tabla unida a su cintura por una argolla. Estaba condenado a no saber las respuestas, porque los adornos no hablaban con nadie y nadie les preguntaba nunca nada.

– Me gustaría saber, Lothar -dijo Benoit de repente-, si puede tener sentido algún tipo de… de hipótesis de «montaje». -Dibujó la palabra en el aire con un gesto de la mano derecha-. ¿Me explico?

– Te refieres a…

– A que todo sea un… Me da escalofríos incluso decirlo… Un «teatro».

– Teatro -repitió Bosch.

En ese instante apareció en los monitores el rostro de Jacinto moteado, la primera flor que había solicitado una cita con Apoyo. Acababa de ducharse y desprenderse la pintura. Su cráneo liso y su piel imprimada, sin cejas ni pestañas, se estampaban sobre fondo negro. Los ojos eran incoloros como vidrios redondos. Podía advertirse la cinta de la que colgaba la etiqueta del cuello.

– Buona sera, Pietro -dijo De Baas en tono cordial, hablando por el micrófono-. ¿En qué podemos ayudarte?

– Hola, señor De Baas. -La voz del lienzo italiano llenó los amplificadores-. Lo de siempre. La dioxacina me produce picores. No entiendo por qué el señor Hoffmann insiste en usarla para el añil de mis brazos…

Benoit apenas dedicó un segundo de atención al diálogo entre De Baas y el lienzo. En seguida siguió hablando.

– Sí, teatro. Me explicaré. A primera vista, Óscar Díaz es un sico-lo-que-sea, ¿no? Ha custodiado el cuadro varias veces y, mientras lo hacía, disfrutaba pensando cómo iba a destrozarlo. Lo planea muy bien y decide dar el golpe el miércoles por la noche. Conduce la furgoneta, pero, en vez de dirigirse al hotel, se marcha al bosque. Ya lo tiene todo preparado. Obliga al cuadro a leer un texto absurdo mientras graba su voz, luego lo corta y realiza sus rituales de loco, sean los que fueren. Éste es el planteamiento, ¿no?

– A grandes rasgos, así es.

– Bien, pues ahora imagínate que sea un montaje. Imagínate que Díaz no esté más loco que tú y que yo, y que las grabaciones y la parafernalia sádica sean un teatro para despistarnos y hacernos pensar en una especie de asesino en serie, cuando, en realidad, el sector de la competencia le ha pagado para que destroce el cuadro justo antes de la subasta. -Hizo una pausa y enarcó una ceja-. Tú has sido policía, Lothar. ¿Qué te parece esta idea?

«Ridícula», pensó Bosch. Por fortuna, no necesitaba ocultar su cerebro con la mano izquierda, como hacía con la taza, para impedir que Benoit supiera lo que pensaba.

– Me cuesta trabajo aceptarla -dijo.

– ¿Por?

– Sencillamente, no puedo creer que alguien haya podido hacerle eso a una niña como Annek sólo para jodernos una venta de millones de dólares, Paul. Tú tienes más experiencia en este terreno, pero… Piensa por un momento: si querían destruir el cuadro, por qué no hacerlo de mil maneras más rápidas… Incluso si pretendían imitar un acto de sadismo, como tú dices, había otros métodos… Era una niña de catorce años, por Dios. La cortaron con… con una especie de sierra eléctrica…, y estaba viva mientras…

– No era una niña de catorce años, Lothar -precisó Benoit-. Era un cuadro valorado en más de cincuenta millones de dólares de precio inicial.

– De acuerdo, pero…

– O lo ves de esta forma, o te equivocarás por completo.

Bosch asintió dócilmente. Durante un instante sólo se escuchó el diálogo entre De Baas y Jacinto moteado.

– La dioxacina ayuda a elaborar un violeta azulado más profundo, Pietro.

– Siempre me dice lo mismo, señor De Baas… Pero no es a usted a quien le pican los brazos.

– Pietro, por favor, no te enfades. Estamos tratando de ayudarte. Te diré lo que vamos a hacer. Hablaremos con el señor Hoffmann. Si él nos asegura que la dioxacina es imprescindible, buscaremos alguna forma de anestesiar tus brazos… Sólo tus brazos, ¿qué te parece…? Puede hacerse…

– Cincuenta millones de dólares es mucho dinero -dijo Benoit.

De repente la fingida calma de Bosch se quebró. Dejó de mover la cabeza en sentido afirmativo y clavó los ojos en Benoit.

– Sí, es mucho dinero. Pero señálame con el dedo a la persona capaz de hacerle eso a una niña de catorce años para intentar estropearnos una subasta millonaria. Señálame a esa persona y dime: «Es ésta». Y déjame que la mire a los ojos y compruebe que en ellos no hay otra cosa que dinero, obras de arte y subastas. Sólo entonces te daré la razón.

Ruido de porcelanas. Uno de los ayudantes de De Baas depositaba las tazas, ya vacías, sobre la Mesilla, que aguardaba arrodillada.

– Desde luego, no fue san Francisco de Asís quien destrozó el cuadro, si eso es lo que quieres decir…

– Fue un sádico hijo de puta. -Las mejillas de Bosch estaban teñidas de un color que las luces de la habitación transformaban en morado-. Tengo ganas de atraparlo, créeme.

Hubo una pausa. «Enfadarte con Benoit no te servirá de nada -se dijo Bosch-. Cálmate de una vez.» Se dedicó a mirar hacia los monitores intentando relajarse. El cuadro asentía mientras escuchaba los consejos de De Baas. Bosch recordó que Jacinto moteado se exhibía con la pantorrilla derecha alzada por encima del hombro y la cabeza apoyada en la planta del pie. No podía imaginarse a sí mismo doblado en aquella postura ni durante una fracción de segundo, pero Jacinto la soportaba seis horas al día.

Se dio cuenta de que Benoit también miraba las pantallas.

– Dios, cuánto nos cuesta conservar estas obras. A veces yo también sueño que las destrozo.

Aquella frase, en labios del jefe de Conservación, sorprendió a Lothar Bosch. Benoit solía usar un lenguaje violento cuando no había lienzos o adornos lujosos que pudieran oírlo (la Mesilla llevaba cobertores), pero aparentaba carecer de puntos débiles. Al menos, nunca los manifestaba en público. Ofrecía el falso aspecto de un jubilado ingenuo en quien podías confiar. Su cabeza completamente calva y carnosa era como una pelotita antiestrés: la mirabas y te parecía que podías exprimirla un poco para relajarte. En realidad, era él quien exprimía la tuya sin que te dieras cuenta. Bosch sabía que había ejercido como sicólogo clínico privado en un barrio noble de París antes de incorporarse a la Fundación, y su antiguo oficio le servía de mucho con los lienzos. De hecho, un éxito terapéutico muy especial provocó que el doctor Benoit cambiara de trabajo con rapidez. Valerie Roseau, una joven lienzo francesa con la que Van Tysch había pintado su obra maestra de primera etapa La pirámide, se negó un día a seguir exhibiéndose en el Stedelijk. Esto desencadenó una crisis en la que estaban en juego varios millones de dólares. Valerie llevaba años en tratamiento sicológico debido a una neurosis. Los especialistas sabían que ahí radicaba la causa de su negativa a exhibirse y se esforzaban en curarla. Benoit optó por otra estrategia: en vez de intentar curar la neurosis de Valerie, la convenció de que continuara en el museo. Stein se apresuró a ofrecerle el puesto de jefe de Conservación.

A los cuadros les encantaba hablar con Benoit, sobre todo a los más jóvenes. Le contaban sus angustias a aquel abuelito calvo con acento francés y decidían continuar en la brecha. Por supuesto, se trataba de un truco magistral. En realidad, Benoit era un individuo peligroso; más peligroso, a su modo, que la señorita Wood. Bosch pensaba que era el más peligroso de todos.

Dejando aparte a Stein y al Maestro, claro.

– Son ricos y jóvenes -decía Benoit con desprecio mientras miraba las pantallas-. ¿Qué más quieren, Lothar? Me cuesta trabajo comprenderlos. Tienen ropa, joyas, adornos y juguetes humanos, coches, drogas, amantes… Mencionan el lugar del mundo donde desean vivir, y allí les compramos un palacio. ¿Qué más quieren?

– Quizás otra clase de vida. También ellos son humanos.

Un friso de arrugas coronó la frente de Benoit. Así permaneció durante varios segundos mientras Bosch sonreía resignado, pero desafiante.

– Por favor, Lothar, no me digas estas cosas mientras bebo mi sucedáneo de té. Mi úlcera está peor últimamente. Lo que Van Tysch les ha otorgado es superior a ellos mismos y a sus miserables vidas. Les ha otorgado la eternidad. ¿Es que no se dan cuenta? Son obras increíblemente hermosas, las más hermosas que ningún pintor haya creado jamás, pero no les basta: se quejan de dolor de espalda, picores en el culo y depresión. Por favor, Lothar, por favor.

– Sólo quise decir…

– No, no, Lothar, no me jodas. -Benoit alzó la mano. Era como si rechazara una comida repugnante-. La belleza requiere cierto sacrificio. Tú no sabes lo que nos cuesta mantener a esas delicadas florecillas. No me jodas. Dejemos el tema.

Con un gesto de cólera tendió la taza en el aire. La Mesilla se acercó velozmente, arqueó la espalda proyectando el vientre y colocó la tabla bajo la taza. Necesitó flexionar las rodillas casi hasta sentarse en los talones, porque Benoit apenas había levantado el brazo. Su sexo depilado y pintado de malva quedó a la vista de Bosch.

– ¿Quieres más tú también, Lothar? -preguntó Benoit mientras le indicaba al adorno que le sirviera sólo hasta la mitad.

– No, no, muchas gracias. -Bosch aprovechó la ocasión para abandonar su taza casi llena en la Mesilla.

– ¿Te ha gustado?

– Delicioso.

– ¿Verdad que sí? Lo encargo personalmente a una empresa de París. Tienen sucedáneos de casi todo lo que puedas imaginarte, incluso sucedáneos de sucedáneos.

Hubo una pausa. En las pantallas apareció Púrpura mágica.

– ¿Te quedarás mucho tiempo en Viena, Paul? -preguntó Bosch al cabo del rato.

La pregunta cogió a Benoit en mitad de un sorbo. Lo bebió con avidez mientras movía la cabeza.

– Lo indispensable. Quiero asegurarme que se restringirá todo lo posible la información sobre el caso. Lo cual está resultando bastante difícil, por cierto. Sin ir más lejos, ayer mantuve una agradable conversación telefónica con un mandamás del Ministerio del Interior austríaco. Esta gente te hierve la sangre. Me presionaba para que la noticia se hiciera pública. Dios mío, ¿qué ocurre en este maldito país desde que en el siglo pasado asomara la cabeza un partido neonazi? Tratan todos los asuntos como si fueran de cristal, los cogen con alfileres… Siempre están pensando en cubrirse las espaldas… ¡Llegó a acusarme de poner en peligro a la población de Viena…! Le dije: «Lo único que se encuentra en peligro hasta el momento, que yo sepa, son nuestros cuadros». ¡Imbécil! -Tras una pausa, agregó-: Bueno, esto último no se lo dije.

Bosch soltó una risa completamente silenciosa, sólo los gestos y la boca entreabierta.

– Paul, necesitas inyecciones intravenosas de sucedáneo de té.

– No me gustan los austríacos. Son demasiado retorcidos. Ese timador de Sigmund Freud era austríaco. Te juro que…

Se escuchó un ruido en la puerta y penetró en tromba la escueta figura de April Wood.

– ¿Te ha llamado el policía con el que charlamos ayer? -preguntó directamente a Bosch.

– ¿Félix Braun? No. ¿Por qué?

– He dejado un mensaje en su contestador exigiéndole que nos llame de inmediato. Sus hombres encontraron la furgoneta esta madrugada, pero no nos dijeron nada. Me he enterado gracias a nuestros pajaritos. Ah, hola, Paul. Qué bien que hayas venido. Podremos reírnos todos juntos.

– ¿La furgoneta? -dijo Benoit-. ¿Y Díaz?

– Ni rastro.

Ambos hombres recibieron la noticia con gestos de preocupación. Durante un momento sólo se escuchó el diálogo que De Baas mantenía con la flor púrpura. Un agente acercó una silla. Wood dejó caer en ella su mínima anatomía y cruzó las piernas revelando unos pantalones de jinete y unas botas de cuero de punta afilada. Su delgado cuello asomaba tres palmos por encima de los hombros envuelto en un pañuelo de seda púrpura. La tarjeta roja de la solapa hacía juego con el pañuelo. Parecía un muchachito guapo, un afeminado hijo de papá al que acabaran de expulsar por tercera o cuarta vez de la universidad. Su presencia tenía algo que provocaba desazón: no estaba en su postura al sentarse, ni en el rictus de sus labios, ni en su manera de mirar (aunque a Bosch le gustaba más su perfil que sus ojos directos), ni en su vestimenta llamativa. Por separado, todos los elementos de los que Wood se componía resultaban atractivos: era el conjunto lo que los tornaba desagradables.

– ¿Quieres un poco de sucedáneo de té? -ofreció Benoit señalando la Mesilla.

– No, gracias, Paul. Tómatelo tú, te va a hacer falta. Porque ahora viene lo más gracioso.

Bosch y Benoit la miraron.

– La furgoneta se encontraba a cuarenta kilómetros al norte de la zona en que hallaron el cuadro, oculta entre los árboles. El localizador estaba desactivado, como suponíamos. En la parte trasera había un plástico ensangrentado. Quizá lo usó para envolver la obra después de hacerla trizas y poder así arrastrarla por la hierba sin mancharse. Y en la vereda había huellas de otros neumáticos, al parecer un turismo. Tenía otro coche esperándolo ahí, claro. El señor Don Listo lo ha planeado todo muy bien.

– Me duele, señor De Baas. Digamos que me duele. Puedo soportarlo, pero me duele.

Era la voz de Orquídea imaginaria. Se hallaba en el gimnasio para lienzos del Museumsquartier adoptando una posición clásica de tensión: de pie, doblada sobre sí misma, con las manos en las pantorrillas y la cabeza entre las corvas. Para filmar su rostro, la cámara tenía que situarse a su espalda casi a ras del suelo. Por supuesto, la cara de Orquídea aparecía al revés en la pantalla.

– Pero ¿te duele sólo cuando adoptas la postura, Shirley? -preguntó De Baas.

Benoit no miraba hacia los monitores sino a Wood. Parecía repentinamente irritado.

– April, ¿dónde se ha metido Díaz, por el amor de Dios? Ese tipo es un simple empleado de custodia. ¡No puede haber montado un plan de ese calibre! ¿Dónde está Óscar Díaz?

– Haz girar un globo terráqueo y pon un dedo, Paul. A lo mejor aciertas.

– No me sientan bien las bromas últimamente, te lo advierto.

– No es una broma. Desde que destrozó el cuadro hasta que comenzamos a buscarlo pasaron varias horas. Si tenemos en cuenta que disponía de otro coche y si añadimos documentación falsa, puede estar en cualquier sitio del planeta.

– Ay, ahora mismo el dolor es… uf…

– No lo aguantes, Shirley. No trates de aguantarlo, porque no vamos a poder saber cuánto te duele… Estoy notando el esfuerzo que haces… Déjate llevar. Expresa el dolor que sientes…

– Tenemos que encontrar a esa colombiana -murmuró Benoit entre dientes.

– Eso parece más factible -dijo la señorita Wood-. Thea acaba de llamarme desde París. Nuestra querida Briseida Canchares está en casa de Roger Levin, el hijo mayor de Gastón.

– ¿El marchante? -Benoit se pasó una mano por el rostro-. Todo se complica cada vez más…

– Tengo que su-su-superarlo, se-se-señor De Ba-a-a-aas… So-so-soy un cuadro, se-se-seño-o-o-or De Ba-a-a-aaaaaas…

– No, no, no, Shirley. Eso es un error. No puedes superar tu dolor. Quiero que lo expreses… Vamos, Shirley, no lo aguantes más: grita si es preciso…

– Roger y la chica asisten esta noche a una de esas fiestas sorpresa que organizan los Roquentin para atraer clientes y comerciar con cuadros ilegales. Pero la sorpresa se la van a llevar cuando regresen a casa. -Wood miró su reloj-. Thea me llamará de un momento a otro.

– Grita, Shirley. Todo lo fuerte que puedas. Quiero oír cuánto te duele la espalda…

– N-n-n-n-n… N-n-n-n-n-n-n-nnnnnnn…

Bosch observaba los monitores. Un llanto seco arrugaba la frente del lienzo (estaba imprimada y carecía de lágrimas). Sus rodillas, al lado de la cara, temblaban. Benoit y Wood eran las únicas personas de la habitación que no prestaban atención a lo que ocurría en las pantallas. La Mesilla tampoco miraba, pero la Mesilla era un adorno.

– April: asústala lo suficiente -indicó Benoit-. A ella y al imbécil del hijo de Levin, si es preciso.

Wood asintió.

– Tenemos previsto asustarlos tanto que se harán pipí encima, Paul.

– ¿Romberg está en Viena?

– Romberg está en Checoslovaquia por el asunto de las copias falsas. La semana pasada localizamos un boceto espurio de una de las figuras de Pareja y le quitamos las ganas de seguir participando en falsificaciones. No creo que nos denuncie, pero el asunto es delicado.

– ¿No lo ves, Shirley? ¡Te duele demasiado! Voy a contar hasta tres. Entonces lanzarás un grito, ¿de acuerdo…?

– April, deja las copias falsas por el momento. Este tema es prioritario.

– ¿Desde cuándo eres también el director de Seguridad, Paul?

– No es eso, April, no es eso…

– ¡Con todas tus fuerzas…! Un verdadero aullido, Shirley…

– La policía austríaca está buscando a Díaz hasta debajo de la alfombra del ministro del Interior -dijo Wood-. No creo que sea necesario invertir más hombres y dinero en un trabajo que ellos pueden hacer por nosotros. El hecho de que los perros nos traigan la presa no quiere decir que los cazadores sean ellos, Paul.

– Dos…

– De acuerdo, hagámoslo a tu modo, April. Sólo quiero…

– ¡Tres!

– ¡¡Aaaaaaaaa AAAAAAHHHH…!!

Era extraño y fascinante ver un rostro gritando cabeza abajo: en la cúspide, bajo una frente piramidal y minúscula, un enorme ojo ciego con un tentáculo rosa; en la base, dos brechas apretadas entre arrugas. Salvo la Mesilla, todo el mundo se llevó las manos a los oídos.

– ¡Mierda, Willy! -exclamó Benoit-. ¿No puedes ponerle un bozal a esa imbécil? ¡Así es imposible hablar!

Willy de Baas se apartó del micrófono y desconectó el sonido de los altavoces.

– Lo siento, Paul. Es Shirley Carloni. En abril se tronchó y la operamos, ¿recuerdas? Pero no quedó bien.

Bosch recordó que aquella expresión -«troncharse»- se había hecho popular entre los miembros del equipo de Conservación de «Flores». Servía para designar el problema más grave que podían sufrir las obras: las lesiones de columna.

– Retírala una semana, suspende los flexibilizadores, aumenta los analgésicos y llama a los cirujanos -dijo Benoit.

– Es lo que pensaba hacer.

– Pues hazlo, y baja el volumen de tu magnífico altavoz, por favor… ¿Qué iba diciendo…? April: no quiero supervisar tu trabajo, no te confundas. Sabes hasta qué punto confiamos en ti. Pero este problema es… digamos… un tanto especial. Ese cabrón no ha destruido a una adolescente, sino a un patrimonio de la humanidad.

– Me hago cargo, Paul -dijo Wood con una sonrisa.

– Te haces cargo, muy bien, yo también me hago cargo. Todos nos hacemos cargo en esta artística empresa, April. Podemos decirle eso a las compañías de seguros, si quieres: «Nos hacemos cargo». También podemos decírselo a nuestros inversores y clientes particulares: «No se preocupen, nos hacemos cargo». Después les organizamos una cena en un salón decorado con diez desnudos de Rayback y cincuenta bellos adornos haciendo de mesas, floreros y sillas al estilo Stein, los dejamos boquiabiertos y les pedimos más dinero. Pero ellos nos dirán, y con razón: «Vuestros decorados son sublimes, pero si un agente de vuestro equipo de vigilancia puede destruir una obra valiosa impunemente, ¿quién querrá asegurar más obras en el futuro? ¿Y quién pagará por poseerlas?».

Benoit gesticulaba sosteniendo la taza vacía. La Mesilla llevaba cierto tiempo esperando a que depositara la taza sobre la tabla, pero Benoit, distraído, no se daba cuenta. El adorno no decía ni hacía nada: sólo aguardaba sentada sobre sus talones, concentrada en el equilibrio. Su vientre, al respirar, hacía oscilar la tetera. Observando la escena, a Bosch le entraron unas insólitas ganas de reír.

– Esta empresa está montada sobre la belleza -decía Benoit-, pero la belleza no es nada sin el poder. Imagínate a todos los esclavos muertos y al faraón teniendo que transportar él solo los pedruscos…

– Se troncharía -dijo Bosch con buen humor.

– El arte no es otra cosa que poder -sentenció Benoit-. Se ha abierto una brecha en la fortaleza, April, y tú eres la encargada de cerrarla.

Por fin pareció percatarse de la taza y, con un rápido ademán, la depositó sobre la Mesilla, que se incorporó con agilidad.

En ese instante, el color de la habitación, como la llegada de una nube de tormenta, se deslizó por el espectro hacia un púrpura más profundo.

– Quiero saber qué le sucede a Annek -se escuchó en inglés de Harlem.

Todos se volvieron hacia las pantallas sabiendo que era Sally antes de verla. Se apoyaba en uno de los plintos del gimnasio para lienzos y la cámara la filmaba hasta la mitad de los muslos. Vestía camiseta y pantalones cortos. Los pantalones se le hundían en las ingles. Se había desprendido la pintura con disolventes, pero aun así su piel de ébano seguía mostrando destellos en púrpura oscuro. La etiqueta del cuello era una excepción amarilla atrapada entre los pechos.

– No me creo lo de la gripe… La única causa de retirada de un cuadro en esta puta colección es troncharse, y si papá Willy me está oyendo, que se atreva a negarlo…

Willy de Baas había desconectado los micrófonos y hablaba apresuradamente con Benoit.

– Les hemos contado a los cuadros que Annek tiene gripe, Paul.

– Joder -masculló Benoit.

Sally no dejaba de sonreír mientras hablaba. De hecho, parecía feliz. Bosch supuso que estaría drogada.

– Mira mi piel, papá Willy: mira mis brazos, y aquí, en el vientre… Si apagas las luces, me podrás ver todavía. Mi piel es una frambuesa pasada de fecha. Me la miro y me dan ganas de comer ciruelas. Llevo así desde el año pasado y no me han retirado ni una sola vez. O te tronchas, o te exhibes, no hay gripe que valga. Pero ni Annek ni yo podemos troncharnos, ¿no es verdad…? Nuestras posturas con la espalda erguida son más cómodas que las de la mayoría. Eso es una suerte, lo dicen todos. ¡Menuda suerte!, dicen… Yo digo: según se mire… A los demás cuadros los sacan en camilla cuando termina la jornada, es verdad… A nosotras, en cambio, nos envidian porque podemos caminar sin dolor de espalda y no necesitamos implantes de flexibilizadores que hacen que te puedas pegar en la espinilla con el pie del mismo lado, ¿no, papá Willy…? Pero eso también nos margina, ya que no pertenecemos al grupo de tronchados oficiales… De modo que no me engañéis. ¿Qué tiene Annek? ¿Por qué la habéis retirado?

– Joder -volvió a decir Benoit.

– Puede armar una buena -dijo De Baas con el cuello torcido hacia Benoit.

– Va a armar una buena -precisó uno de sus ayudantes.

– ¿Qué ocurre, papá Willy…? ¿Por qué no respondes…?

Benoit soltó una maldición, indignado, y se puso en pie.

– Déjame que intervenga yo, Willy. ¿Por qué le dijiste esa estupidez de la gripe?

– ¿Qué íbamos a decirle?

– ¿Papá Willy? ¿Estás ahí…?

Benoit se acercaba con pasitos rápidos a De Baas al tiempo que seguía hablando.

– Es un cuadro de treinta millones de dólares, Willy. Treinta kilos y un mantenimiento mensual que prefiero callarme… -Cogió el micrófono que le tendía De Baas-. Y se ha vuelto insustituible: el propietario la quiere a ella. Hay que actuar con delicadeza…

Repentinamente, la voz de Benoit se hizo maravillosa.

– ¿Sally? Soy Paul Benoit.

– Guau. -Sally sacó los pulgares del pantalón y colocó ambas manos en la cintura-. El abuelito Paul en persona… Cuánto honor, abuelito Paul… El abuelito Paul es el que siempre se pone al teléfono cuando se trata de rectificar, ¿no es verdad…?

«Está drogada, seguro», pensaba Bosch. Sally arrastraba las frases y dejaba los abultados labios entreabiertos durante las pausas. A Bosch le parecía uno de los lienzos más bellos de toda la colección.

– En efecto -dijo Benoit en tono simpático-. En esta casa funcionamos así: a Willy le pagan menos que a mí, y por lo tanto dice más tonterías. Pero ahora ha sido pura casualidad. Estoy de paso por Viena, y me ha apetecido venir a veros.

– Pues no entres en el gimnasio, abuelito, es un consejo. Algunas flores se han vuelto carnívoras. Dicen que cuidas mejor a los perros que tienes en Normandía que a nosotras.

– No te creo, no te creo. Eres muy mala, Sally.

– ¿Qué le ha pasado a Annek, abuelito? Dime la verdad, para variar.

– Annek está bien -contestó Benoit-. Lo que ocurre es que el Maestro ha decidido retirarla unas cuantas semanas para perfilar algunos detalles.

La excusa era absurda, pero Bosch sabía que Benoit tenía mucha experiencia engañando a los cuadros.

– ¿Para perfilar…? ¡No jodas, abuelito! ¿Crees que soy idiota…? El Maestro la terminó hace dos años… Si la ha retirado será porque quiere sustituirla…

– No te enfades, Sally, es lo que me han contado a mí. Y a mí suelen contarme la verdad. No va a haber ninguna sustituía para Desfloración hasta dentro de dos años. El Maestro se la ha llevado a Edenburg para corregir algunos detalles del color del cuerpo, eso es todo. En teoría, puede hacerlo: Desfloración aún no ha sido vendida.

– ¿Es verdad lo que me estás diciendo, abuelito?

– A ti no podría mentirte, Sally. ¿Acaso Hoffmann no hace lo mismo contigo? ¿No te retoca el púrpura cada dos por tres?

– Es cierto.

– Se lo está tragando… -susurró uno de los ayudantes, admirado-. ¡Se lo está tragando! -De Baas siseó para hacerle callar.

– ¿Por qué no nos habéis dicho la verdad desde el principio, abuelito? ¿A qué ha venido eso de la «gripe»…?

– ¿Y qué íbamos a decir? ¿Que uno de los cuadros más valiosos de Bruno van Tysch aún no está terminado? No hace falta que te diga, Sally, que esto debe quedar entre tú y yo, ¿de acuerdo?

– Guardaré el secreto. -Sally se detuvo un instante y algo en su expresión cambió. De repente, Bosch dejó de pensar en obras de arte y contempló en la pantalla a una joven solitaria y temerosa-. En fin, supongo que ya no veré a esa pobre niña durante una buena temporada… Me da un poco de lástima, abuelito. Annek es una criatura, no tiene a nadie… Creo que le he cogido cariño porque yo también me siento sola… ¿Sabes que la había invitado a pasear este lunes por el Prater…? Pensé que eso podría ayudarla…

– Y la ayudaste, Sally, estoy seguro. Ahora, Annek se siente mejor.

«Cinismo tres veces al día después de las comidas», pensó Bosch.

– ¿Cuándo regreso a casa del señor P?

Bosch recordó que Tulipán púrpura había sido adquirida hacía casi quince años por un individuo llamado Perlman. Se trataba de uno de los clientes más apreciados por la Fundación. Sally era la décima sustituta del cuadro. Todas sus predecesoras y ella llamaban a Perlman «el señor P». Últimamente, el señor P parecía haberse encaprichado con Sally y exigía que no la sustituyeran a finales de año. Como pagaba un mantenimiento astronómico por la obra, sus deseos eran órdenes. Además, Perlman había cedido amablemente su Tulipán para aquella gira europea, de modo que era preciso devolverle el favor.

– El más indicado para informarte acerca de ese aspecto es Willy. Te paso con él. Y ánimo.

– Gracias, abuelito.

Mientras De Baas proseguía con la conversación, Benoit pareció despojarse de una máscara a la fría luz violeta de las paredes. Extrajo un pañuelo de la chaqueta y se secó el sudor al tiempo que daba rienda suelta a sus nervios.

– Estoy harto de estos puñeteros cuadros, pueden creerme… Niñatas y niñatos de mierda, elevados a la categoría de obras de arte… -Y deformó la voz, imitando el acento de Sally-: «Yo también me siento sola…». ¡La han sacado de un barrio de negros, cobra más en un mes que todo lo que yo ganaba en un año cuando tenía su edad y todavía dice que se siente «sola…»! ¡Estúpida!

Una única risilla de mosquito satisfecho celebró sus palabras: era la señorita Wood. Ninguna broma en ningún idioma lograba eso con Wood, pero Bosch la había visto más de una vez reírse así cuando alguien manifestaba su amargura.

– Ha estado soberbio, jefe -dijo un ayudante elevando el pulgar hacia Benoit.

– Gracias. Y no volváis con más excusas sobre gripes, por favor. Hay que ser muy delicado con estos lienzos para mantenerlos en buenas condiciones, muy sutiles. Están drogados, pero son listos. Si los sustituyéramos antes, ahorraríamos en mantenimiento. Desde luego, prefiero mantener los «Monstruos». -Hizo una pausa y resopló-. De un tiempo a esta parte, el arte se ha vuelto una locura…

– Por suerte tenemos al «abuelito Paul» para restaurar todos los cuadros -dijo Wood.

Benoit fingió no haberla oído. Se dirigió a la puerta, pero se detuvo a medio camino.

– Debo irme. Me crean o no, esta madrugada tengo un concierto privado en el Hofburg. Reunión de alto nivel. Estaremos cuatro políticos austríacos y yo. Un contratenor de dieciocho años cantará La bella molinera. Si al menos pudiera librarme de ese concierto, sería feliz. -Y agitó un índice en el aire-. Por favor, April: resultados.

Siguió agitando el dedo un rato sin añadir nada más. Después salió.

El teléfono móvil de la señorita Wood comenzó a repicar.

– Ya tenemos a la colombiana -le dijo a Bosch cuando colgó.

Ambos salieron apresuradamente de la habitación color violeta.

Color carne. Veía una figura en color carne repartida por los cinco espejos mientras realizaba sus ejercicios de lienzo sobre el tatami. Eran ejercicios extraños, característicos de un cuadro profesional: se arqueaba, rodaba sobre sí misma, se erguía inmóvil de puntillas. Luego se duchó, consumió un desayuno vegetariano, se pintó cejas, pestañas y labios y eligió un traje de algodón con cremallera, cinturón de hebilla y pantalones, todo en color crudo. El crudo y el beige claro le sentaban muy bien a su desnudez pálida y a su pelo rubio casi platino. Entonces marcó el número de teléfono de Gertrude, la galerista de GS, y dejó un mensaje en su contestador. Le resultaba imposible, le dijo, ir a exhibirse ese día debido a un compromiso urgente. Ya volvería a llamarla. Sabía que la alemana pondría el grito en el cielo, pero no le importaba lo más mínimo. Cogió el bolso y las llaves del coche y se marchó.

Encontró el sitio fácilmente. La plaza Desiderio Gaos estaba en Mar de Cristal y era un ruedo vacío sitiado de edificios nuevos y simétricos en ladrillos color rosa. El único lugar sin número correspondía con un bloque de oficinas de ocho plantas. No había letreros de ninguna clase en las puertas de metacrilato de la entrada. Llamó al timbre y recibió un zumbido como respuesta. Empujó una de las hojas de la puerta y se introdujo en un vestíbulo espacioso y aséptico con olor a piel de tapicería. Aquí y allá, mesas con folletos y tresillos carnosos. Las paredes estaban desnudas y tersas como ella misma bajo el vestido. El suelo parecía resbaladizo. No había nadie. O sí. En el centro se erguía un mostrador de recepción, y en el centro de éste, una cabeza. Clara fue acercándose hacia aquella cabeza. Era una mujer joven. Tenía un peinado llamativo pero lo más curioso era la pinza con la que coronaba sus cabellos: una pequeña mano de plástico abierta en garra; por entre los dedos brotaban los mechones. Su maquillaje era cuantioso y los ojos estaban casi ocultos en beige.

– Buenos días.

– Buenos días. Me llamo Clara Reyes. Tengo cita con el señor Friedman.

– Sí.

La chica se levantó y salió del mostrador soltando una andanada de perfume y desvelando una pieza en crespón de China resplandeciente, zapatos de plataforma y una gargantilla de terciopelo. Clara pensó en la posibilidad de que fuera un adorno, pero no vio etiquetas en sus muñecas ni tobillos.

– Por aquí.

Penetraron en un breve corredor. El suelo estaba enmoquetado con delicadeza, por lo que los pasos dejaron de resonar y hubo un repentino hilo de silencio mientras avanzaban. Nueva puerta. Suaves golpecitos. Apertura. Un despacho de paredes en tono rosa-bebé-saludable. Orquídeas frescas en un rincón. El señor Friedman estaba de pie en medio de aquel mundo pacífico. Dos asientos blancos yacían a ambos lados del escritorio, uno de ellos sin respaldo, pero Friedman no le ofreció ninguno. Tampoco la saludó, ni sonrió, ni dijo ni hizo nada. El silencio era brutal como el de las malas noticias. Cuando la muchacha los dejó solos, Clara y Friedman se observaron mutuamente.

Era un tipo extraño. Vestía un traje pulcro de hilo de estambre, corbata de seda y camisa de cuello italiano, todo un tono más oscuro que el conjunto de Clara. Pero su fisonomía estaba mal dibujada: la mitad de la cara no se correspondía con la otra mitad. A Dios le había temblado el pulso el día en que encajó aquel semblante. Permanecía tan quieto y callado que Clara llegó a creer que se trataba de un retrato en cerublastina de Friedman, y que éste no iba a tardar en aparecer de repente por alguna puerta. Pero entonces se movió. Giró sobre sí mismo y, en un revuelo de paloma, cogió el papel y el bolígrafo que había sobre el escritorio y que su cuerpo había ocultado hasta ese instante. Pinzó el papel con dos dedos flacos y lo elevó a la altura del hombro.

– Empecemos por esto. Léalo detenidamente. Son seis cláusulas y viene a su nombre. Si está de acuerdo, firme. Si no, lárguese. Si tiene alguna duda, pregunte. ¿Ha comprendido?

– Perfectamente, gracias.

Estaban separados por tres metros de distancia, pero Friedman no hizo amago de acercarse. Siguió de pie junto al escritorio enarbolando el papel. Clara pensó en el entrenador de un delfín sosteniendo el pececillo frente a su mascota. Lanzó un suspiro, avanzó hacia Friedman y cogió el papel. Luego se apartó para leerlo.

Era una especie de contrato. El membrete traía un dibujo: una mano sobre un muslo, un pie sobre la mano, un codo sobre el pie, formando todo una estrella en beige claro. Lo reconoció de inmediato. Era el logotipo de F &W, uno de los mejores talleres de imprimación del mundo junto con Leonardo y Double I. Ella ignoraba que tuvieran sede en España, y a juzgar por el novísimo aspecto del edificio quizás acababan de instalarse.

Recibió un impacto de pura felicidad. Nunca la habían imprimado en F &W (ni en Leonardo, ni en Double I) porque costaba muy caro y la mayoría de los artistas que la habían pintado no habrían podido permitirse ese dispendio. Chalboux y Brentano sí, pero ellos poseían sus propias casas de imprimación. Vicky la había hecho imprimar una sola vez para la acción La reina blanca con la casa española Crisálida. Gamaio también había usado Crisálida. Los demás habían optado por pintarla sin imprimar. Sin embargo, la imprimación era fundamental cuando se pretendía crear una obra de gran calidad. El hecho de que el artista que la contrataba hubiese elegido F &W reafirmó aún más su convicción de que se trataba de alguien muy importante.

Seis cláusulas, las típicas de cualquier taller de imprimación. Ella era el lienzo, Clara Reyes Pijuán, con el número de orden en la clasificación internacional de lienzos tal y cual. F &W era la imprimadora. La imprimadora no aceptará responsabilidades derivadas de la actuación negligente del lienzo. El lienzo se someterá a todas las pruebas que la imprimadora considere oportunas. El lienzo queda advertido de que algunas pruebas entrañan riesgo físico y/o síquico, o pueden resultar ofensivas para su ética, costumbres o educación. La imprimadora considerará al lienzo como «material artístico» a todos los efectos. Quedan excluidas de esta consideración las cosas relacionadas con el lienzo pero que no son el lienzo, como su ropa, casa, familiares y amigos. Sin embargo, todo aquello que sí es el lienzo entra dentro de esta consideración: su cuerpo y todo cuanto éste alberga. El lienzo será asegurado antes de comenzar la imprimación. Abajo, dos epígrafes. Friedman había firmado por parte de «La imprimadora». Clara cogió el bolígrafo, se apoyó en la mesa y dirigió la punta hacia el espacio vacío de «El lienzo». Pero cuando rozó el papel, Friedman, sorprendentemente, la detuvo.

– Me gustaría que supiera que el artista nos ha otorgado el derecho a rechazar el material si, a nuestro juicio, no alcanza cierto nivel de calidad.

– No entiendo.

El rostro desequilibrado de Friedman mostró impaciencia.

– Se supone que tiene que escucharme.

– Perdone -dijo Clara.

– Lo diré con otras palabras. Más sencillas. Apropiadas para usted.

– Gracias.

Clara no se alteraba. Sabía que Friedman la trataría con absoluto desprecio por pura deformación profesional: los imprimadores no veían a los lienzos como personas, sino como simples objetos con orificios y formas sobre los que poder trabajar.

– La imprimación va a ser dura. Si usted no responde a nuestro grado de calidad, la rechazaremos.

– Ya.

– Piénselo. -Friedman dejó deslizar sus ojos vacuos por los delgados brazos de Clara, enfundados en el traje-. No parece muy resistente. Su complexión es demasiado fina. ¿Por qué va a perder su tiempo y hacérnoslo perder a nosotros?

– Me he sometido a imprimaciones muy duras. El año pasado, con Brentano…

Friedman la cortó con una mueca torcida.

– Esto no tiene nada que ver con la escuela de Venecia, la «extimidad» o los cuadros manchados… Aquí no va a haber capuchas de cuero, látigos o grilletes, lo siento por usted. Esto es un taller de imprimación profesional. -Parecía ofendido-. Sólo aceptamos material de primera. Incluso aunque firme ahora este documento, podemos rechazarla mañana, pasado mañana o dentro de cinco minutos. Podemos rechazarla cuando se nos antoje, sin darle explicaciones. Tal vez la hagamos pasar por todo el proceso de imprimación y luego la rechacemos.

– Comprendo -dijo Clara con calma.

Pero estaba disimulando. En realidad, temblaba hasta la médula de los huesos. Sin embargo, no era miedo o rabia lo que sentía sino deseos de enfrentarse a las amenazas de Friedman. El desafío la estimulaba. Su excitación era tal que creyó que Friedman lo notaría.

Hubo una pausa.

– Mejor no firme -dijo Friedman-. Es un consejo.

Clara bajó la vista hacia el papel.

El bolígrafo trazó un arabesco.

Friedman torció su asimétrico rostro en un gesto extraño (¿se alegraba?, ¿le fastidiaba?). En verdad, era uno de los tipos más feos que Clara había visto en su vida. Sin embargo, en aquel momento ella lo encontraba investido de una especie de misterioso atractivo.

– No diga después que no la avisamos.

– No lo diré.

– Siéntese.

Clara ocupó el asiento sin respaldo y Friedman se acodó en el escritorio. Su acento era neutro, como si no fuera español pero tampoco extranjero, como si no fuera de ninguna parte discernible o bien lo fuera de todas. Pronunciaba el castellano con nitidez de ordenador. No sonreía, y sin embargo no se mostraba completamente serio.

– Son las nueve y cuarto -dijo sin consultar ningún reloj-. A partir de este momento dispone de ocho horas para organizar su vida como prefiera. A las cinco y cuarto tiene que presentarse de nuevo en este edificio. Puede ducharse previamente pero no se maquille, no se unte cremas ni se eche perfume. Y venga vestida como le apetezca, pero le advierto que toda la ropa y los objetos que lleve encima serán destruidos.

– ¿Destruidos?

– Es una norma de F &W. No queremos responsabilizarnos de ningún artículo de su propiedad, porque después vienen las reclamaciones. F &W no la compensará económicamente por la ropa o los objetos que pierda, de modo que no traiga nada de valor. Mejor dicho: traiga cualquier cosa que no le importe perder. ¿Me he explicado con claridad?

– Sí.

– El resto, es decir, usted, será fotografiado y filmado con el fin de establecer una póliza de seguros. Una vez concluido este trámite, su cuerpo pasará a ser un material de F &W hasta que finalice la imprimación. No podrá regresar a su casa, no podrá ir a ningún sitio, no podrá comunicarse con nadie. Si todo va bien, el proceso terminará dentro de tres días. Entonces, siempre que su calidad nos parezca óptima, la entregaremos al artista. Si no, le quitaremos la imprimación y la devolveremos a casa.

– De acuerdo.

– Si usted se salta las normas, si expresa sus opiniones, sus deseos particulares, si pone cualquier obstáculo a la imprimación o si actúa por su cuenta, consideraremos anulado el contrato.

– ¿Quiere decir que no voy a poder hablar?

– Quiero decir -replicó Friedman con placentera lentitud- que si continúa haciendo preguntas voy a anular el contrato.

Clara guardó silencio.

– No admitiremos preguntas, opiniones, deseos o reservas por parte de usted. Usted es el lienzo. Un artista necesita partir de cero con un lienzo para crear una obra perdurable. En F &W nos especializamos en convertir a los lienzos en cero. Supongo que me he explicado.

– Perfectamente.

– Solemos trabajar por fases -siguió diciendo Friedman-. Habrá cuatro fases: cutánea, muscular, visceral y mental, cada una dirigida por los especialistas correspondientes. Yo me encargaré de la primera. Comprobaré el estado de las diferentes capas de su piel, la prominencia de las máculas naturales y extranaturales, las durezas y descamaciones. Me cercioraré de que puede ser pintada por dentro. ¿La han pintado por dentro alguna vez?

Clara asintió.

– El fondo de las retinas con lápiz óptico y el interior de la boca -dijo-. Y, por supuesto, el ombligo, la vulva y el ano -agregó.

– ¿Bajo las uñas?

– No.

– ¿Los oídos? No me refiero a la oreja, sino al conducto auditivo.

– No.

– ¿Las fosas nasales?

– Tampoco.

– ¿El envés de los párpados?

– No.

– ¿Por qué sonríe?

– Perdone, pero no puedo imaginar por qué se necesita pintar un oído o el interior de una nariz…

– Eso revela poca experiencia -dijo Friedman-. Le pondré un ejemplo. Un exterior nocturno, todo el cuerpo pintado de negro y gotas de rojo fosforescente extra-intenso en los tímpanos, fosas nasales, envés de los párpados y uretra para provocar el efecto de que el modelo está ardiendo por dentro.

Era cierto, y le molestó haber mostrado aquella ignorancia.

– Vagina, uretra, recto, sacos lacrimales, retinas, bulbos pilosos, glándulas sudoríparas -enumeró Friedman-. Cualquier lugar del cuerpo de un lienzo puede ser pintado. Las modernas técnicas permiten también horadar el interior de los dientes, pintar las raíces y luego, cuando el lienzo es sustituido, reparar los desperfectos. Un cuerpo puede convertirse en collage. En los art-shocks muy violentos a veces se pintan las venas y la sangre para que, al saltar durante una amputación, produzcan un bonito efecto. Y en las etapas finales de un cuadro manchado pueden pintarse las vísceras tras ser extirpadas, o incluso mientras lo son: el cerebro, el hígado, los pulmones, el corazón, las mamas, los testículos, el útero y el feto que pueda contener. ¿Lo sabía?

– Sí -susurró Clara, reprimiendo un escalofrío-. Pero nunca he hecho nada de eso.

– Ya lo sé, pero ignoramos lo que va a hacer este artista con usted. Tenemos que prepararnos para todo, esperarlo todo, ofrecerlo todo. ¿Me explico?

– Sí.

A Clara le costaba respirar. Mantenía la boca abierta y sus mejillas desteñidas por disolventes habían enrojecido. Las posibilidades que invocaba Friedman no le parecían más espantosas que su decisión personal de aceptarlas, de dejarse hacer todo lo que el artista quisiera hacer con ella. La clave estaba, sin duda, en la genialidad. Alguien le había dicho alguna vez que Picasso era tan genial que podía hacer cualquier cosa. Clara estaba segura de que frente a un Picasso se dejaría hacer exactamente cualquier cosa.

Lo pensó un poco más. ¿Cualquier cosa?

Sí. Sin paliativos.

Pero el artista quizá tendría que ser un poco mejor que Picasso.

– ¿Se está arrepintiendo ya de haber firmado? -preguntó Friedman, interpretando mal su expresión.

– No.

Por un instante hubo un cruce de miradas entre el imprimador y el lienzo.

– Si tiene alguna pregunta, hágala ahora.

– ¿Qué artista me va a pintar?

– No puedo decírselo. ¿Más preguntas?

– No.

– Pues la esperamos aquí a las cinco y cuarto en punto.

Ocho horas para organizar la vida son casi demasiadas, pensó Clara. Su vida, al menos, era muy sencilla: consistía en trabajo y ocio. Sólo tenía que llamar a Bassan para resolver el primer aspecto; en cuanto al segundo, lo solucionaría llamando a Jorge. Por si fuera poco, cuando regresó a casa descubrió que Bassan le había dejado un mensaje en el contestador. No parecía muy serio pero tampoco empleaba el tono afectuoso de siempre. Gertrude le había telefoneado para informarle de que Clara no pensaba exhibirse aquel día y el pintor le pedía explicaciones. «A mí me parece bien todo lo que hagas, Clarita, pero avísame con tiempo.» Ella podía comprender que le hubiera causado un trastorno, pero le irritaba un poco aquella reconvención. Lo llamó a su teléfono de Barcelona y halló un contestador.

– Alex -le dijo al silencio-, soy Clara. Me ha surgido algo importante y no voy a poder seguir con Muchacha ante el espejo, lo siento. De todas formas, ya sólo nos quedaba una semana en GS. Además, creo recordar que tenías una sustituta por ahí… De verdad, lamento los problemas que pueda ocasionarte pero no tengo más remedio. Un abrazo.

Luego planeó la llamada de Jorge. Cuando estuvo segura de lo que iba a decir, marcó el número de su móvil. Pero respondió su buzón de voz. Le pareció que la vida se había convertido de repente en un diálogo entre el silencio y ella. Decidió dejar otro mensaje.

– Jorge, soy Clara. Voy a estar fuera durante unos días por un trabajo que me ha surgido. -Una pausa-. Parece muy bueno. -Una pausa-. Buenísimo. Ya te llamaré en otro momento, si es posible. Un beso.

Eran poco más de las diez y media y los ojos le pesaban como losas. Descolgó el supletorio de su dormitorio, se desvistió y se arrojó sobre las sábanas. Necesitaba completar su breve sueño nocturno. Ajustó el despertador electrónico para que sonara a las dos de la tarde y se quedó dormida de inmediato. No soñó con Alberca ni con su padre, sino con un cuadro de exterior que había pintado con ella Gutiérrez Reguero tres años antes, El árbol de la ciencia. Pero olvidó todo lo relacionado con aquel sueño al despertar. Se levantó, corrió hacia el baño y se entregó al granizo de la ducha. Tal como le habían indicado, no usó ninguna crema después. Se miró el cuerpo desnudo en el espejo y se despidió de él: sabía que era la última vez que lo vería al natural. Luego, envuelta en un albornoz, se dirigió al comedor, puso un compacto de jazz muy suave y se dejó mecer por la oscura melodía mientras visitaba los armarios.

El problema consistía en que todo lo que tenía le gustaba.

Comprar ropa y complementos era una de sus mayores aficiones. El anuncio que le había hecho Friedman de que todo lo que llevara sería destruido parecía una tarea muy sencilla de afrontar, pero ahora, frente a la realidad de su hermoso y carísimo vestuario, titubeaba. Había cosas de Yamamoto, Stern, Cessare, Armani, Balmain, Chanel… Y no era tanto el dinero que le había costado como el placer de aquella suavidad de carnes tejidas. Cada vestido, cada conjunto, tenía una personalidad diferente para ella. Eran como nuevos y dulces amigos. No podía hacerles eso.

¿Y si optaba por el chándal con el que iba al trabajo? Sin embargo, al contemplarlo allí, plano y obediente sobre la cama, con las mangas vacías esperando su presencia para abrazarla, comprendió que sería como condenar al perro viejo y fiel de la familia a una muerte inesperada.

Nada que hacer en los armarios, pues. Se subió a una silla y registró los altillos. Para su desgracia, solía deshacerse de toda la ropa antigua. Pero atesoraba algunas cosas de invierno, y lo primero que encontró fue un traje de terciopelo oscuro y un jersey de cuello vuelto color carne.

Recordó la primera vez que había usado aquel conjunto. La textura gatuna del terciopelo convocó un fantasma súbito.

Vicky.

Vicky era joven, apenas un año mayor que Clara, bonita, delgada, de cabellos pajizos cortos, drogadicta y genial. En poco tiempo se había convertido en la pintora hiperdramática más importante de España. Una beca le había permitido ampliar sus estudios en Inglaterra con Rayback y en la Fundación Van Tysch de Amsterdam con Jacob Stein. Incluso había recibido el oráculo de labios del mismísimo Maestro en persona. No sólo admitía su lesbianismo: lo hacía ondear como un estandarte. En sus obras denunciaba la marginación de los homosexuales o se reía de las mujeres y hombres reprimidos «por una sociedad clasista, romana y vaticana, una parodia delo que alguna vez pretendieron crear los griegos». Sus dos grandes amantes habían sido anglosajonas, dos rutilantes y hermosos cuadros, Shannon Coller y Cynthia Bergmann. A principios de 2004 eligió a Clara para un interior de pareja con Yoli Ribó que pensaba titular Siéntate. La tarde en que se conocieron era grisácea y gélida. Clara escogió aquel traje de terciopelo recién comprado para visitar a la artista en su chalet de Las Rozas. Vicky la recibió en mangas de camisa, sucia de colores, y la hizo pasar a su estudio en la planta de arriba de la casa. Una esbelta y rubia boceto sobre la que había derramado latas enteras de pintura erguía su desnudez de puntillas en un rincón. La casa contaba con varios adornos ilegales, casi todos obscenos. Una Mesa masculina diseñada en Londres les sirvió té, pastas y cigarrillos de marihuana; un Juguete japonés, también masculino, con el cuerpo pintado de rojo de quinacridona, ofrecía cosas más excitantes, pero a Clara no le apetecía jugar con él, pese a que Vicky insistía en dejárselo.

– A mí no me va -le dijo Vicky-, pero es que me lo han regalado. Si quieres, quédatelo.

Antes de hablar de la obra, Vicky realizó uno de sus clásicos interrogatorios rápidos.

– ¿Qué signo eres?

– Aries -dijo Clara-. Nací el 16 de abril.

– Nos llevaremos mal. -Y desgarró el aire con sus uñitas pulcras-. Soy Leo.

Pero se llevaron bien, al menos al principio. Le contó el propósito que tenía en mente para Siéntate. Yoli y Clara estarían sentadas sobre un andamio a seis metros de altura, pintadas en crudo, en actitud amorosa. El cuadro era un encargo para una mansión de Provenza sobrecargada de obras. A Vicky se le había ocurrido la idea de destacar su pintura por encima de las demás situándola en el techo. Pasarían allí un mes y cabía la posibilidad de que se exhibieran de forma permanente. Ello requeriría mucho esfuerzo y un equipo de mantenimiento de gran calidad, pero conllevaría una verdadera fortuna para las tres. «Qué bien me vende la moto», pensó Clara. Aceptó el trabajo y comenzó a ser abocetada al día siguiente.

Dos semanas después de aquel primer encuentro, durante una de las sesiones, sucedió algo. Vicky la estaba silueteando y deslizaba con suavidad la mano embadurnada en pintura color crudo por el contorno de su muslo. Al llegar a la rodilla, Clara notó la diferencia de presión, el silencio extenso, la inmovilidad, el cosquilleo sobre la piel pintada.

– ¿Te gustan las mujeres, Clara? -preguntó Vicky de repente, con toda tranquilidad.

– Me gustan algunas mujeres -respondió Clara con idéntica calma.

Estaba desnuda, pintada a medias en varios tonos, sentada sobre sus talones en el estudio de Vicky. Vicky llevaba puesto su uniforme de trabajo: camisa sucia y desabrochada y pantalones de chándal.

La mano aún seguía en su rodilla.

– ¿Has tenido experiencias con mujeres?

– Ajá -dijo Clara-. Y con hombres -agregó.

No resultaba extraño en un lienzo, y ambas lo sabían. Para una pintura era sencillo amar a otro cuerpo, fuera cual fuese: las barreras se volvían borrosas, los límites se perdían.

– ¿Te acostarías conmigo? -preguntó Vicky entonces.

A Clara le gustó ese suave susurro y la armonía del rubor de Vicky que, por un instante, pintó mucho más su rostro que el de Clara.

– Sí -dijo.

Vicky la miró y siguió pintando. Su mano se movía con pulcritud distribuyendo el color crudo por el contorno de la rodilla. Clara nunca supo cuándo ocurrió. Un momento antes había arte, técnica y gesto de pintor; un momento después, sensación, jadeo, abrazo de amante. Y la pincelada, de súbito, se hizo caricia.

Más tarde, cuando la relación entre ambas ya era una realidad, Vicky le reprochó que hubiera respondido con tanta calma. Lo utilizaba en su contra cuando se enfadaba con ella. «Dijiste que sí como si te hubiera ofrecido hacer parapente por la noche. Dijiste que sí como si te hubiera invitado a conocer a un premio Nobel de Física. Venga, vamos a probar, dijiste. No había verdadero amor ni sinceridad en tu declaración.» «Verdadero amor, no -replicó Clara-; sinceridad, sí.» «No tienes sentimientos», sentenció Vicky. «Procuro disimularlos: soy una obra de arte», repuso Clara. Y agregó: «Y tú eres una artista y no puedes esconderlos. Incluso te los inventas si no los tienes». Siéntate fue exhibido en Provenza de forma permanente. Fue un período agotador: disponían de unas cuantas horas para descansar, comer y reponerse antes de regresar al andamio. Este lapso era variable, ya que estaba supeditado a la vida del comprador, las visitas que recibía o las fiestas que organizaba. El equipo de mantenimiento era muy bueno, pero pese a todo ambas figuras terminaron extenuadas. Sin embargo, la experiencia fue maravillosa para Clara. Ese mismo año, Vicky la pintó en cinco obras más, las primeras en pareja y el resto en solitario: El beso, Instante, Doble o nada, Ternuras y El vestido negro. Fuera del trabajo, su obsesión por Clara no cesaba: la llamaba por las mañanas, por las noches, lloraba en su hombro, le contaba intimidades repentinas sobre la frialdad de su padre (que era cirujano) o el desinterés de su madre (profesora de universidad) por su carrera de pintora. Según qué días, se consideraba «una mierdosa hija de papá» o la inmerecida víctima de «un matrimonio de pijos». Pero todo esto terminaba cuando se ponía a trabajar. En la cama podía ser una alma sensible pero con las manos sucias de pintura se convertía en una criatura de fuego capaz de dibujar sobre un cuerpo de mujer cosas grandiosas. Sin embargo, Vicky-humana y Vicky-artista no eran compartimentos estancos. Mientras que Vicky-humana se enamoraba de las modelos de sus cuadros, Vicky-artista utilizaba aquel amor para pintarlas. Era una característica curiosa, pero Clara ignoraba si pertenecía a su temperamento o a su modo de trabajar.

2004 fue el año Vicky, al menos para Clara: un torrente del que sólo cabía alejarse o dejarse arrastrar. Era de esa clase de personas que se consumen cuanto más brillan, como las velas. Lo peor eran sus celos. Pero, por aquella época, ni siquiera tenía motivos. Clara había abandonado a Gabi Ponce, su primer novio y su primer pintor, y vivía sola en el ático de Augusto Figueroa. Tampoco se relacionaba ya con Alexandra ni Sofía Lundel, las dos amigas con las que alguna vez había compartido cama. Y todavía no había conocido a Jorge Atienza. Sin embargo, Vicky no sólo inventaba sentimientos sino también motivos. Una noche armó una escenita en un restaurante en el que cenaban juntas a propósito de una pintora italiana que había invitado a Clara a trabajar en un art-shock con otros tres lienzos femeninos. Vicky le dijo que no aceptara, y cuando Clara no le hizo caso tiró los cubiertos al suelo y empujó al maître, que acudía solícito, como el buen pastor, a calmar a su rebaño. Horas después llamó a Clara para reconciliarse: «Había bebido demasiado, perdóname. -Y, sin transición, Vicky-artista tomó la palabra-: Quería decirte que tu rostro hoy, en el restaurante… Dios mío, tu palidez mientras yo te gritaba… Clara, por favor, déjame usar esa palidez… Esos ojos con que me mirabas hoy…».

Se había inspirado. En tres semanas tuvo listo el nuevo cuadro. Clara, pintada de marfil con sombras cerúleas, yacería bocabajo sobre un manto de terciopelo, una tela idéntica a la del traje que llevaba puesto la tarde en que se conocieron, y su rostro adoptaría la palidez natural de su disgusto. Vicky pensaba titularlo Ternuras. Durante el ensayo hiperdramático representaron la escena de la pelea en el restaurante tal como la recordaban. La pintora quería atrapar aquella palidez huidiza de sus mejillas, pero Clara no se sentía a gusto mezclando el arte con la vida real. Al fin, Vicky se enfadó de verdad y empezó a insultarla. De repente, en medio de sus propios gritos, se detuvo y se abalanzó sobre el rostro de Clara. «¡Así! ¡Tu palidez de nuevo! ¡Esto es lo que busco!», exclamaba desaforada. Y Vicky-artista tomó las riendas.

Un día, Clara le reprochó aquel desmedido abuso de los sentimientos reales para pintar sus cuadros. Vicky sonrió de forma extraña.

– Haría cualquier cosa por el arte, tía -le dijo-. Cualquier cosa. Por encima del arte no me mola nada: ni sentimientos, ni justicia, ni piedad, ni familia, ni salud, ni amor, ni dinero… Bueno -reflexionó-, quizás el dinero. El dinero sí. El arte es dinero.

Ternuras fue adquirido por un coleccionista madrileño al doble de su precio real. Clara se exhibió en su casa todo un mes.

A principios de 2005, Vicky intentó matarse con una sobredosis de heroína, pero no fue a causa de Clara sino de su nuevo amor, Elena Valero, con la que Clara había trabajado en Instante. El día en que la ingresaban en la UVI de La Paz llegaba la noticia de que la Fundación Van Tysch le concedía el premio Max Kalima por toda su obra. Aturdida bajo los efluvios del oxígeno, Vicky escuchó la buena nueva de labios de una enfermera. Cuando se recuperó, afirmó haber recobrado también la estabilidad sentimental. Planeaba un nuevo cuadro con Clara para finales de año, pero ya no la llamaba con la frecuencia de antes. Después de La fresa no habían vuelto a verse. Clara ignoraba lo que sentía por ella: ¿estaba enamorada de Vicky o sólo admiraba su genialidad? Lo cierto era que quería olvidarla pero no podía. En ocasiones, se veía a sí misma recostada sobre el terciopelo en el salón del coleccionista de Ternuras, la rodilla izquierda flexionada sobre el vientre, el talón en dirección a su sexo, los ojos cerrados y el rostro convulso en esa «palidez color disgusto» que Vicky le había extraído, mientras pensaba que todo aquello era el único rastro que la pintora había logrado dejar al desaparecer de su vida: una textura de terciopelo, unas mejillas exangües.

Sacó aquel conjunto del altillo y lo dejó sobre la cama. Luego encontró otro, de jersey y pantalón beige, que le recordaba más a Jorge, porque lo había usado durante los primeros días de su relación con él.

Estuvo dudando un rato, con mirada inquisitorial (¿Vicky o Jorge? ¿Jorge o Vicky?), y se decidió por condenar a la destrucción a Vicky Lledó. Pasaría calor durante el trayecto, pero no le importaba.

Eran casi las tres de la tarde cuando cayó en la cuenta de que tenía que comer algo. Improvisó una ensalada y un par de sándwiches y los consumió con agua mineral.

Luego, como le quedaba tiempo, decidió prepararse para lo que le aguardaba. Revolvió su pequeña farmacia de productos químicos del cuarto de baño, eligió un par de tonificantes musculares por vía oral y una píldora que retrasaría la aparición de sus necesidades fisiológicas y los acompañó del último trago de agua. Entonces se quitó el albornoz, fue a la cocina y trajo un salero, encontró un antifaz de pasajero de avión en un cajón del comedor y varias pesas de kilogramos crecientes y realizó sobre el tatami nuevos ejercicios, distintos de los matutinos: permanecer quieta y de puntillas con la lengua untada de sal, caminar por toda la casa con los ojos vendados, hacerse una bola sosteniendo un peso con la parte de su cuerpo que quedara más elevada. Los ejercicios sometían su voluntad sin derribarla, ayudándola a percibirse como una cosa ciega, algo capaz de ser usado y transformado. Estaba acostumbrada a aquella preparación desde sus tiempos en The Circle. Gracias a ella había podido soportar los trabajos de Brentano.

A las cuatro menos cuarto se introdujo el jersey de color carne por la cabeza, se puso los pantalones de terciopelo y la chaqueta y se calzó unas viejas sandalias de su pasado más remoto. Se miró en el espejo. Nada de lo que llevaba le quedaba bien, parecía una chica guapa disfrazada de adefesio, y eso era justo lo que quería parecer.

Los últimos detalles, en los que no había pensado, la importunaron especialmente. ¿Qué haría con las llaves de su domicilio? No podía llevarlas consigo. Jorge tenía una copia pero no deseaba depender de él para entrar en su casa cuando regresara, fuera cuando fuese. De los vecinos no se fiaba y no había portero.

Decidió, simplemente, no hacer nada. Le parecía coherente cerrar la puerta tras ella y no poder entrar de nuevo. Pidió un taxi por teléfono, calculó el dinero que le iba a costar y lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.

Fue entonces cuando descubrió el llavero.

Comprendió que se había puesto el traje sin revisar antes los bolsillos. La ropa antigua se convierte en un pequeño cementerio de la memoria. Y allí, en uno de los laterales, estaba enterrado el llavero de su padre. Ella lo había usado durante mucho tiempo con esa abnegada devoción que se dedica a todos los objetos que alguna vez pertenecieron a los muertos. Cuando se rompió, tuvo que trasladar las llaves a uno nuevo. No recordaba por qué se encontraba en aquel bolsillo y por qué no lo había tirado todavía. Quizá por su valor sentimental. Le hizo gracia.

Representaba a una reina del ajedrez, un regalo del club en el que solía jugar Manuel Reyes. A su padre le apasionaba el ajedrez, y su hermano había heredado aquel sobrio pasatiempo. La reina era de color negro. «Ésta es la Reina de Reyes -solía decir su padre (Clara lo recordó de improviso)-. Me la han dado negra porque es la del bando perdedor.»Por un instante valoró la posibilidad de salvarla. Pero volvió a meterla en el bolsillo. «Lo siento, majestad. Si estabas aquí, te quedarás aquí.»Vestida con el traje de Vicky, calzada con las sandalias de adolescente, notando en el bolsillo el llavero de su padre, Clara salió de su apartamento y cerró la puerta.

Al bajar a la calle tuvo una sensación. Fue tan intensa que necesitó mirar a un lado y a otro para asegurarse de que era errónea. Notaba que la vigilaban. Quizá se equivocaba.

Era la tarde del jueves 22 de junio de 2006. El sol brillaba en color carne.

Briseida Canchares despertó con una pistola unida a su cabeza. El arma, vista desde tan cerca, parecía un ataúd de hierro pegado a su sien. El dedo posado en el gatillo tenía la uña pintada de verde viridian. Siguió la dirección del antebrazo desnudo y descubrió a la rubia. Era la gata de ojos esmeralda y el diminuto vestido color camuflaje que le había pedido fuego a Roger en casa de los Roquentin. Sucedió mientras contemplaban el cuadro Órbita invisible de Elmer Fludd, y un vigilante tuvo que acercarse y advertir: «No se puede fumar, señorita. El humo irrita los ojos de los cuadros y los hace toser». Ella había sonreído perversamente a Roger mientras le devolvía el encendedor. Luego se había perdido entre la multitud y Briseida no había vuelto a verla.

Hasta ahora.

La rubia vestía lo mismo y sonreía de la misma manera. Sólo variaba la pistola. Se llevaba un dedo a los labios al tiempo que la encañonaba («Que no hable», tradujo Briseida) y le hacía señas («Que me levante»). Sospechó que se trataba de un sueño y por eso obedeció, porque le gustaba hacer cosas fascinantes en los sueños. Apartó las sábanas y se incorporó. El cañón apoyado en su sien retrocedía sin despegarse de ella, como si su cabeza fuera de metal y la pistola estuviera imantada. Giró lentamente y depositó las puntas de los pies con delicadeza de nave lunar en la fresca moqueta del apartamento de Roger. Estaba desnuda por completo y sintió algo de frío. Aún era de noche (no podía saber la hora exacta, el despertador estaba del lado de Roger) y la luz procedía de la lámpara de la mesilla. Recordó haberse acostado muy tarde compartiendo con Roger alientos y forcejeos (la boca de él con aquel regusto a champán añejo y habano aterciopelado y su lengua como una verde alfombra de marihuana), en los momentos previos a que la noche los arropara bajo un manto de embriaguez y…

Por cierto.

¿Dónde estaba Roger?

Lo descubrió sentado en el otro extremo de la habitación. Lo único que llevaba encima era la sortija del meñique izquierdo. Aquella sortija había tatuado varias veces las nalgas de Briseida pero él le dijo que no podía quitársela. Traía mala suerte. La había obtenido en algún remoto rincón de Brasil escamoteándosela a un chamán portador de secretos. Una diminuta esmeralda rebosaba en el engaste como una gotita de pus verde selva. Su poder era grande, aunque Roger no sabía muy bien en qué consistía. Afirmaba que sólo existían cinco o seis joyas como ésa en el mundo. Qué tipo más increíble este Roger. También un poco cabrón, desde luego, pero Briseida no había conocido a nadie que tuviera tanto dinero y que no fuera, al mismo tiempo, un poco cabrón.

En aquel momento, sin embargo, ni la magia de la sortija parecía ser capaz de ayudarlo. Una tenaza con forma de mano mordía su mandíbula hasta el punto de inflarle los carrillos. Adosada a la mano-tenaza, una mujer espectacular, al estilo de la rubia pero más impresionante, de esas que Roger acostumbraba a follarse sólo los fines de semana, hundía su garganta con una pistola militar de color plateado. El cañón provocaba que la nuez abultara. La mujer vestía chaqueta y pantalones en verde «tapete de naipes», pañuelo y boina verde oliva y guantes pistacho. Una de las piernas se introducía entre los muslos separados de Roger (quizá la rodilla le estaba aplastando los genitales, y de ahí la expresión de desesperación que mostraba él), la otra se afirmaba detrás en una postura de disparo. Pero no miraba a Roger sino a Briseida, como si contara con ella para saber qué debía hacer a continuación. Su mirada era de las que no se olvidan con facilidad. De esa clase de miradas, pensó Briseida, que se contemplan un segundo antes de no contemplar ya otra cosa.

Y aun así, hubo de admitir que el maquillaje y la mezcla de verdes (chaqueta-pantalón, guantes-boina, ojos-sombras) eran perfectos. ¡Pasarela paramilitar! ¡Terrorismo prêt-à-porter! ¿Qué impide que los comandos especiales de la policía, el ejército o quién sabe qué otra imprevista mierda armada se adapten a la moda de los tiempos?, se preguntaba.

La rubia seguía invitándola a levantarse. Consultó a Roger con la mirada, que movió la mano como queriendo decir: «Ve, ve tranquila», y se levantó de la cama sin dejar de observar a todos los presentes.

«¿Son ladrones o polis? ¿Vienen a secuestrar a Roger? Veamos. Hagamos un recuento. Estuvimos anoche en esa fiesta…»Dios, cómo le dolía la cabeza. No podía pensar. Quizá se debiera a la mezcla de alcohol, hachís y pastillas que había probado en casa de los Roquentin. Además, la escena era tan curiosa que el terror que comenzaba a patalear dentro de su pecho tenía aún el bozal puesto. Todo había sido sabiamente preparado por el Dios del Arte: una combinación de lo fascinante -rubia en vestido de camuflaje-, lo ridículo -Roger y ella en pelotas, pegajosos de sueños densos- y lo absurdo -la chica maquillada de modelo con traje militar-; un cezannesco equilibrio verde cobalto, verde soldado, verde turquesa, verde tapete, verde manzana de las paredes del dormitorio. Si tuviera que morir joven, pensaba Briseida, escogería aquel preciso instante verde: y quizás, ah, la llama de la pistola brotara como una habichuela luminosa y su torso castaño (armonizado con el color jungla del vestido de camuflaje) surtiera agua de estanque con verdina cortada a cepillo.

Lástima que la impresión estética se pierda un poco cuando la rubia la empuja hacia los hombres que aguardan en el comedor.

La agarraron de los brazos con fuerza vertiginosa y la sentaron en un sillón frente a lo que parecía ser un ordenador portátil apagado. Briseida había gritado durante el trayecto quebrando, sin duda, cierto código de silencio, porque segundos después oyó palabras en francés y ruidos procedentes del dormitorio y palabras en holandés y más ruidos en el comedor. Pero las siguientes palabras fueron en inglés y dirigidas a ella.

– No vuelva a gritar -dijo Rubia-Ojos-Fascinantes inclinándose junto a su oído-. Y no intente levantarse.

No hubiera podido hacerlo, aun de haberlo deseado: dos pares de guantes de hierro la hundían en el asiento.

– Aquí tiene un vaso de agua. Puede beber, si quiere. Voy a pulsar una tecla de este ordenador y en la pantalla aparecerá una persona que le hará unas cuantas preguntas. Hable en voz alta y clara. No deje sin contestar ninguna pregunta y no demore en hacerlo. Si no sabe la respuesta o desea reflexionar, dígalo. Sabemos que domina el inglés, pero si no comprendiera algo, dígalo también.

La rubia pulsó una tecla y apareció el rostro de un hombre mayor, calvo, con canas junto a las orejas. En un recuadro del ángulo superior izquierdo los bytes convocaron a una muchacha de piel atezada, cabellera color carbón, pómulos elevados y labios carnosos aferrada por cuatro manos enguantadas a los hombros y los brazos, con los pechos desnudos. Se dio cuenta de que era ella. La estaban filmando y transmitiendo las imágenes en tiempo real a quién sabe qué jodido rincón del planeta. Un temporizador destacaba en el ángulo opuesto desgranando los segundos. «Síndrome alucinatorio como consecuencia de consumo desordenado de tóxicos»: así definía Stan Coleman, su inolvidable, adinerado (y cabrón) profesor de Arte Contemporáneo de Columbia todas las cosas extrañas que acontecían después de una orgie de drogas blandas. Tenía que tratarse de eso. Aquello no podía estar sucediéndole.

– Buenos días, señorita. Disculpe si la hemos molestado, pero necesitamos saber algo con urgencia y contamos con su generosa colaboración.

El hombre hablaba inglés con innegable acento continental, quizás alemán u holandés. En la parte inferior, tachando el cuello y el nudo de su corbata, aparecieron las frases subtituladas en francés y alemán. Briseida no necesitaba de más idiomas para sentirse aterrorizada.

– Sabemos muchas cosas sobre usted: veintiséis años, nacida en Bogotá, licenciada en Arte por una universidad de Nueva York, su padre trabaja como agregado cultural de su país en la ONU… Veamos… Me he perdido… -El hombre inclinó la cabeza y por un instante la pantalla fue un mapamundi pulido por su calvicie-. Está realizando un trabajo para la universidad… Tema: el coleccionismo entre pintores… Este año ha residido en los Países Bajos para estudiar la colección de objetos que guardaba Rembrandt en su casa de Amsterdam. Ahora se encuentra en París, con nuestro buen amigo Roger. Levin, y esta noche estuvieron juntos en la fiesta de Leo Roquentin… Todo eso es correcto, ¿verdad?

Briseida se disponía a decir «sí» cuando el hada madrina de la informática disolvió la imagen entre fogonazos verdes y surgió otra cara: una mujer delgada con el pelo cortado a lo garçon y gafas negras. Las letras de sus subtítulos iban en verde.

– Hola, yo soy el policía malo. -Su acento era más británico que el del hombre y su voz más inquietante. Su sonrisa parecía la hoz de una guadaña-. Sólo quiero saludarla. Menuda choza la de Leo Roquentin, ¿verdad? El salón es del siglo XVIII, según creo, y los frescos del techo están pintados por el maestro Luc Ducet y representan la historia de Sansón y Dalila. En el ala oeste, en una sala con dos globos terráqueos, se describe todo el diluvio universal, desde la construcción del arca hasta el regreso de la paloma con la rama de olivo en el pico. Conocemos mucho a Leo Roquentin… Su colección de arte HD también es buena, sobre todo los Elmer Fludd de la sala principal. Pero eso es tan sólo la punta del iceberg. ¿Participó usted esta noche en el art-shock que se celebraba en el inmenso sótano bajo la mansión? Se llamaba Art-Échecs y era de Michel Gros, para veinticuatro jóvenes de ambos sexos y material plástico… Las figuras, desnudas por completo y pintadas en diversos tonos de verde, hacen de piezas de un tablero de ajedrez de treinta metros cuadrados y los invitados sugieren movimientos. Las piezas comidas pasan a disposición de los invitados. Se permite cualquier exceso con ellas. ¿No jugó…? Pero, claro, su amiguito Roger no le habrá contado nada. Usted se habrá limitado a ver los cuadros de arriba: el art-shock era para gente selecta. Leo los deslumbra con encuentros interactivos y luego les propone suculentos negocios con cuadros aún más prohibidos.

¿Decía la verdad aquella mujer? Era cierto que Roger se había ausentado un buen rato para charlar con Roquentin mientras ella vagaba de una esquina a otra sobre alfombras verdes, en el interminable billar de invitados, contemplando los magníficos óleos de Elmer Fludd. Después, cuando él regresó, ella le dijo que parecía un poco nervioso. El cuello de su camisa estaba desabrochado. «Un art-shock en forma de juego de ajedrez con piezas humanas…», pensó. ¿Por qué Roger no le había dicho nada? ¿Qué se movía en el subsuelo del mundo, bajo los pies de la gente rica?

La mujer hizo una pausa y volvió a sonreír de aquella manera tan desagradable.

– No se preocupe: los hombres son siempre iguales. Les encanta guardar secretos. Las mujeres, sin embargo, somos más sinceras, ¿no cree? Yo espero, al menos, que usted lo sea, señorita Canchares. Voy a dejarla con mi amigo el Poli Bueno, que le hará algunas preguntas. Si sus respuestas nos convencen, desenchufaremos el ordenador, nos marcharemos a casa y todos tan amigos. En caso contrario, el que se marchará será Poli Bueno y regresará Poli Malo, que soy yo. ¿Me ha comprendido?

– Sí.

– Encantada de haberla conocido, señorita Canchares. Espero que no volvamos a vernos.

– Mucho gusto -tartamudeó Briseida.

No sabía qué pensar sobre las amenazas de la mujer. ¿Eran simples fanfarronadas? ¿Y qué decir de toda aquella mascarada de trajes militares? ¿Pretendían revivir en ella los temores atávicos a las guerrillas? De repente le pareció que se encontraba en medio de un carnaval, una farsa artísticamente organizada (¿cuál era el neologismo que usaba Stan?, una imagic, una imagen mágica, un arquetipo cultural hacia el que desplazar nuestro temor o nuestra pasión, porque -afirmaba Stan- hoy día todo, absolutamente todo, desde la publicidad hasta las matanzas, desde las ayudas para paliar el hambre tercermundista hasta las torturas, se hace con estilo).

Pero, carnaval o no, lo cierto era que aquel montaje estaba logrando su propósito: se sentía aterrorizada. Tenía ganas de mearse en el sofá de Roger y de vomitar en la moqueta de Roger.

Explosión verde. El hombre.

– La pregunta es la siguiente… Preste atención…

Briseida se tensó todo lo que las garras posadas sobre sus hombros y brazos se lo permitían. Le dolían los muslos de mantenerlos apretados para ocultar el sexo todo lo posible. De repente era consciente de su total desnudez.

– Sabemos que es usted muy amiga de Óscar Díaz. Le repito el nombre: Óscar Díaz. La pregunta es: ¿dónde está su amigo Óscar ahora?

Algún lugar de la corteza cerebral de Briseida Canchares, veinticinco años de edad (el hombre se había equivocado: no cumpliría veintiséis hasta el 3 de agosto), licenciada en Historia del Arte, realizó un fugacísimo cálculo y emitió una lista de conclusiones provisionales: Óscar Díaz; algo relacionado con Óscar; Óscar ha hecho algo malo; van a hacerle algo malo a Óscar…

– ¿Dónde está su amigo Óscar? -repitió el hombre.

– No lo sé.

De repente la pantalla quedó cubierta por un líquido verde podrido que a Briseida le recordó sus tiempos de ensayos químicos de restauración de cuadros. Fundido en verde hacia una dentadura. Una sonrisa. El rostro de la mujer de gafas negras.

– Respuesta incorrecta.

Un mechón de su cuero cabelludo pareció, de repente, cobrar vida. Dio un grito y los ojos le inventaron una feria con estallido de petardos, una Nochevieja en un hotel de la selva. Su cuello se torció hacia atrás y sus vértebras cervicales se salvaron del desastre debido al aerobic que practicaba diariamente. En su universo se estacionaron dos perversos planetas verdes (Venus era verde en los libros de ciencia-ficción pulp que Stan Coleman devoraba a toneladas) y le apuntaron con un instrumento precioso y, sin duda, carísimo, formado por un lápiz de metal cromado y una afilada punta en la que brillaba una gotita de sangre marciana.

– Este juguete es un pincel óptico -dijo la rubia a dos centímetros de su cara-. No te abrumaré con detalles técnicos: digamos que es una copia mejorada del que usan los pintores para trabajar en las retinas de cuadros imprimados. La retina es la capa pigmentada que tenemos al fondo del ojo y que nos permite, entre otras cosas, distinguir los colores. La mayor parte de las veces resulta aburrida, pero es útil a la hora de ver el mundo, ¿verdad? Voy a pintarte las retinas de verde opaco. Primero tu ojo izquierdo, luego el derecho. El problema es que voy a usar pintura permanente, totalmente desaconsejable en estos casos. No te quedarán cicatrices ni hematomas externos, todo será muy estético y muy tal, ¿sabes? Pero cuando acabe estarás tan ciega que tendrás que chuparte los dedos para saber que son tuyos. No obstante, será una ceguera lindísima, en un tono precioso verde botella. No te muevas.

La orden era innecesaria. Briseida sólo podía mover la boca y el párpado derecho. Algo le abría el párpado izquierdo hasta el límite de las lágrimas. Olía a piel sintética: un guante. Buitres de cuero aferrados a su anatomía le sujetaban muñecas, rodillas, tobillos, garganta, pelo. Quería balbucear en inglés, pero le brotaba a trompicones un castellano deforme. Sin embargo, era preciso hablar inglés. El inglés te sirve para casos como éste, en que te tortura un extranjero. OK, Johnson family at holidays. Mary Johnson is in the kitchen. Where's Mary Johnson? De pronto, por el pasillo izquierdo de su nervio óptico penetró un delirante universo de un rojiverde tan kitsch como un buda fosforescente en un tenderete callejero. El color le recordaba las postales de Pierre & Gilles que solía enviarles a sus padres desde Europa. Creyó que se quedaba ciega.

Entonces la mano que la sujetaba del pelo la soltó y otra apresó su nuca y la empujó brutalmente hacia adelante como si quisiera estrellarle la cara contra la pantalla del ordenador. Se encontró con la nariz a un palmo de los subtítulos en francés y alemán. Reprimió un súbito motín de náuseas.

– Segunda oportunidad. -Era la mujer-. Nuestra compañera se ha limitado tan sólo a acercar el pincel a su pupila… Escuche y no grite… A la siguiente respuesta errónea, dibujará una coma en su retina… A partir de ese momento podrá ver la luna en cuarto creciente de color verde en pleno día. Un efecto estético curioso, ¿no cree…? Deje de gimotear y escuche con atención… Tras la segunda sesión, tanto le dará guardar la retina izquierda en un frasquito. Le aseguro que brillan de noche con luz verde, como las virgencitas de Lourdes… Concéntrese, por favor. El premio es una vista sana.

– Repetimos la pregunta. -Era el hombre otra vez-. ¿Dónde está Óscar Díaz?

Como las manos que la sujetaban de los hombros y brazos no la habían soltado y la que presionaba la nuca seguía aferrándola, a Briseida le pareció, durante un terrible instante, que su barbecue de vértebras cervicales cedería con un chasquido de madera rota. Decidió que eso era lo mejor que podía ocurrirle.

– ¡No lo sé, lo juro, por favor, no lo sé, juro que no lo sé, en Viena, sí, en Viena, pero no lo sé, lo juro, lo juro…! -Saliva, lágrimas y palabras se derramaban de su rostro como si la misma glándula las segregara-. No sé dónde de verdad no sé dónde no sé dónde de verdad lo juro por favor por favorporfavporfav

Entonces las arcadas la interrumpieron.

Sentado ante el portátil en el despacho del Museumsquartier, Lothar Bosch pulsó un botón en la memoria de su teléfono móvil y llamó al número que surgió en el visor. Mantuvo una breve pero enérgica conversación con uno de sus hombres en París. La señorita Wood, mientras tanto, le daba la espalda contemplando la madrugada vienesa a través de la pared de cristal. Bosch advirtió que estaba fumando uno de sus repugnantes cigarrillos ecológicos, y la niebla verde mentolada formaba halos en el vidrio alrededor de su cabeza.

– El señor Lothar Bosch: todo un caballero con las mujeres -la oyó decir.

– Ya la hemos asustado bastante con el juego del pincel óptico, ¿no te parece? -replicó Bosch, un poco dolido por la ironía que destilaba su compañera-. Y no es forma de comenzar una conversación. Así no obtendremos nada.

Su ojo estaba sano. Eran gente muy amable, en realidad. Incluso habían dejado de sujetarla para que pudiera vomitar cómodamente.

Briseida vomitaba como solía hacerlo cuando niña: con una mano apoyada en la frente y otra en el estómago. Era su costumbre, su hábito. Fue un momento curioso éste del déjà vu de bilis. Mamá le decía que se encogía como un gato. Abuela opinaba que era de mal vomitar. Aquella gatita iba a sufrir toda su vida porque era de mal vomitar, decía. En eso no había salido a papá, sobre todo durante las resacas. Stan también disfrutaba de un vómito fácil, largo y copioso. En general, todo lo que segregaba su profesor de Arte era igual. No así Luigi, su profesor de Estética, con el estómago a prueba de pizzas tejidas con chile, rígido, reprimido e impotente. Por el vómito los conocerás, no por las eyaculaciones. El estornudo, el vómito y la muerte eran las tres únicas cosas verdaderamente imprevisibles, incontrolables y repentinas del cuerpo, punto y coma, punto y aparte, punto y final del texto de la vida: eso le dijo un día un maestro en un colegio de Suiza.

Zanjó sus convulsiones con un sorbo de agua fresca. Por Dios, cómo había dejado la moqueta del comedor de Roger. Un hombre tan estético como Roger (¿era verdad que había jugado la noche anterior al ajedrez con veinticuatro jóvenes haciendo de piezas?), y miren lo que ella acababa de depositar sobre su moqueta, zumo de rábanos estrellado sobre su terso suelo italiano. Briseida se veía obligada a apartar los pies para no rozar el charco, y de esta manera abría los muslos. Pero, como ya no la sujetaban, podía cubrirse con las manos. El Ordenador Bueno (¿o era el Poli Bueno?) aguardaba con una Montblanc de oro apoyada en su sien. La rubia y los soldados respiraban detrás del sillón, prestos para actuar. Una ventanita de Windows con el título «Poli Malo» se agazapaba en la esquina opuesta a la ventana de Briseida. Pero Poli Bueno le había dicho que Malo, por el momento, deseaba descansar.

– ¿Se siente mejor?

– Sí. ¿Puedo vestirme?

Un lapso de duda.

– Terminaremos pronto, se lo aseguro. Ahora dígame todo lo que sabe sobre Óscar.

Empezó con fluidez. Un sedal de palabras tranquilas y técnicas sobre arte (eso la ayudó a relajarse). No miraba a la pantalla mientras hablaba, tampoco al suelo (el vómito), sino a una fuente de fruta que había sobre la mesa, tras el ordenador: peras y manzanas verdes tan calmantes como una infusión.

– Lo conocí en el MOMA de Nueva York la primavera pasada. Vigilaba el Busto, un aguafuerte de Van Tysch. Supongo que conoce la obra, pero puedo describírsela… Es un estudio preparatorio para Desfloración… Una niña de doce años metida en un cubículo de color negro con una abertura. La abertura permite ver tan sólo su rostro y sus hombros pintados en grises tenues sobre la piel imprimada con ácidos, al estilo de los aguafuertes humanos. Para verla, los espectadores tienen que desfilar uno a uno, subir los dos peldaños frente al cubículo y situarse a un palmo de distancia de su rostro. La niña mira sin pestañear con ojos cubiertos de negro de Marte y su expresión es casi… casi sobrenatural… Es un cuadro increíble…

«La sensación es como asomarte a un confesionario y descubrir que el cura tiene el aspecto de tus pecados», había dicho un crítico hispano a propósito de Busto, pero Briseida obvió aquel comentario porque no deseaba dar clases magistrales sobre arte. La obra había causado gran sensación en su gira americana, debido, sobre todo, a que la exhibición de Desfloración había sido prohibida por un comité de censores en Estados Unidos.

– Óscar era el coordinador de la vigilancia de Busto. Un día me vio aguardando turno al final de la larga fila de gente. Yo había ido al MOMA para contemplar un Elmer Fludd que se exponía en la sala contigua, pero no quería marcharme sin echar un vistazo al aguafuerte de Van Tysch. El fin de semana previo me había caído jugando al baloncesto y usaba muletas. Al verme, Óscar se acercó en seguida y se ofreció a facilitarme el acceso a la obra. Empezó a pedir paso y me llevó hasta el cubículo. Se portó como un caballero.

– ¿Y se hicieron amigos? -preguntó el hombre.

– Sí, empezamos a vernos con más frecuencia.

Salían a dar grandes paseos, pero, casi de forma inevitable, recalaban en Central Park. A él le encantaban los árboles, el campo, la naturaleza. Era experto en fotografía de paisajes y tenía todo un equipo: réflex de 35 mm, dos trípodes, filtros, teleobjetivos. Conocía profundamente la luz, el aire y los reflejos del agua, pero la vida no le interesaba mucho a partir de los insectos hacia arriba. Óscar era verde como un tallo, quizá también un poco inmaduro.

– A mí me hizo fotos en todas partes: junto a los estanques, los lagos, dando de comer a los patos…

– ¿Le hablaba alguna vez de su trabajo?

– Poco. Que había sido vigilante en una galería de la cadena Brooke antes de ser contratado en el año 2000 por la Fundación Van Tysch de Nueva York, con sede en la Quinta Avenida. Que su jefe era una chica llamada Ripstein. Que ganaba un pastón pero que vivía solo. Y que odiaba esa manía estética de su empresa, como él la definía: por ejemplo, que le hubieran obligado durante un tiempo a llevar peluquín.

– ¿Qué le dijo respecto a eso?

– Que si él era calvo, o si se estaba quedando calvo, a nadie le importaba. Que por qué diablos tenían que ordenarle que usara peluquín. «Los jefazos están todos calvos, salvo Stein, y a nadie le importa -me dijo-. Pero los demás tenemos que parecer bonitos.» Y añadió que la Fundación Van Tysch era como una comida en un restaurante de diseño: mucha imagen, mucho sabor, mucho dinero, pero al salir aún te caben en el estómago un par de perritos calientes y una bolsa de papas fritas.

– ¿Eso le dijo?

– Sí.

¿El hombre había sonreído o era sólo un error de imagen?

– Decía también que no podía ver a las personas que custodiaba como obras de arte… Para él eran seres humanos, y algunos le daban mucha pena… Me habló de una tal… No recuerdo el nombre… Una modelo que se pasaba horas enteras encogida dentro de una caja en un original de Buncher, una de las «Claustrofilias». Me contó que la había custodiado varias veces, y que era una chica inteligente y agradable que en sus ratos libres escribía poemas al estilo de Safo de Lesbos…

«Pero ¿a quién coño le importa esa faceta suya? -se quejaba Óscar-. Para la gente, ella sólo es una figura que se exhibe desnuda dentro de una caja durante ocho horas diarias.» «Pero el cuadro es hermoso -replicaba ella-. ¿Acaso no son hermosas las "Claustrofilias", Óscar? Y el Busto… Una niña de doce años encerrada en un cubículo oscuro… Lo piensas y dices: "Qué barbaridad, pobre niña". Pero luego te acercas y ves ese rostro pintado de gris, esa expresión… ¡Por Dios, Óscar, es arte! A mí también me da pena encerrar a una niña en una caja, pero… ¿Qué podemos hacer si la figura que resulta es tan… tan hermosa?»

– Teníamos discusiones de ese tipo. Yo terminaba preguntándole: «¿Y por qué sigues vigilando cuadros, Óscar?». Él respondía: «Porque me pagan como en ninguna otra parte». Pero lo que de verdad le gustaba era saber cosas sobre mí. Le hablé de mi familia en Bogotá, de mis estudios… Se entusiasmó con la idea de poder volver a vernos este año en Amsterdam, porque él tenía trabajo que hacer en Europa…

– ¿Le dijo qué clase de trabajo?

– Custodiar cuadros durante la gira de la colección «Flores» de Bruno van Tysch.

– ¿Le habló sobre eso?

– No mucho… Se lo tomaba como un encargo más… Me dijo que iba a estar un año en Europa y que los primeros meses los pasaría entre Amsterdam y Berlín… Me pedía que le hablara de mi investigación… Le encantaba saber que Rembrandt coleccionaba cosas como cocodrilos disecados, familias de conchas, collares tribales y flechas… A mí me interesaba, por otra parte, conseguir un permiso para visitar el castillo de Edenburg, y pensé que él podría ayudarme.

– ¿Por qué quería usted visitar Edenburg?

– Para ver si era verdad lo que dicen sobre Van Tysch: que colecciona espacios vacíos. Los que han estado en Edenburg aseguran que en el castillo no hay muebles ni adornos, sólo habitaciones desnudas. No sé si será cierto, pero pensé que podía constituir un buen… un buen colofón para mi trabajo…

– En Amsterdam siguió viendo a Óscar, ¿verdad? -inquirió el hombre.

– Una sola vez. El resto fueron llamadas telefónicas. Él no paraba de ir con la colección de Berlín a Hamburgo, de Hamburgo a Colonia… No tenía mucho tiempo libre. -Briseida se frotaba los brazos. Sentía frío, pero trataba de concentrarse en las preguntas.

– ¿Qué le contaba por teléfono?

– Me preguntaba qué tal me encontraba. Quería verme. Pero creo que lo nuestro, si es que hubo algo, había terminado.

– ¿Y la vez que lo vio?

– Fue en mayo. Óscar estaba en Viena. Había conseguido una semana libre y me llamó. Yo vivía en Leiden y quedamos en vernos en Amsterdam. Él se hospedó en un hotelito cerca de la plaza del Dam.

– Un viaje muy apresurado, ¿no?

– Se sentía aburrido en Europa. Sus amigos estaban en Estados Unidos.

– ¿Qué hicieron en Amsterdam?

– Pasear por los canales, comer en un indonesio… -De repente Briseida decidió perder la paciencia-. ¡Qué más quiere que le cuente! ¡Estoy cansada y muy nerviosa! ¡Por favor…!

La ventana de Poli Malo se convirtió en la mujer de gafas negras. Briseida casi saltó del asiento.

– Supongo que también follaban, ¿no? Quiero decir, además de todas esas interesantes conversaciones sobre arte y fotografía de paisajes…

No hubo respuesta.

– ¿Sabe a lo que me refiero? -dijo la mujer-. Al sacapún, sacapún que suelen practicar machos y hembras, a veces los machos por un lado y las hembras por otro, a veces en común.

Briseida decidió que aquella desconocida era la persona más desagradable que había visto en su vida. Aun a la exacta distancia de una pantalla de ordenador, con el rostro plegado, bidimensional y luminoso, la cabeza reducida por los jíbaros del software, aquella mujer la crispaba más allá de lo soportable.

– ¿Follaban, sí o no?

– Sí.

– ¿Era una inversión o una cuenta corriente?

– No sé lo que dice.

– Le pregunto si usted obtenía algo a cambio, por ejemplo un abono de visitas a Edenburg, o si lo hacía por hacer algo con la mitad inferior de Óscar.

– Váyase a la mierda. -Las palabras brotaron de Briseida sin esfuerzo ni temor, como amantes desesperados-. Váyase a la mierda. Quémeme los ojos, si quiere, pero váyase a la mierda.

Esperaba venganza, pero, para su sorpresa, no sucedió nada.

– ¿Había amor? ¿Entre Óscar y usted?

Desvió la vista hacia las paredes verdes del apartamento de Roger.

– No pienso contestar a esa pregunta.

Esta vez sí sucedió, y de forma tan centelleante que sus ojos transitaron del verde de la pared al del pincel en un solo cambio de plano. Se encontró, de improviso, completamente inmovilizada y accesible, como una parturienta primeriza. Gruesos guantes de jardinero ceñían su rostro. La presión contra su mandíbula apenas le dejó vociferar que contestaría, por supuesto, que iba a contestar cualquier cosa que le preguntaran, por favor, por favor… (Por suerte, en inglés es más fácil: please puede soltarse con un ligero salivazo.) Escuchó un clic, una diminuta sílaba de abeja, y de nuevo comprobó que su ojo estaba intacto.

– ¡No! ¡No había amor! ¡No lo sé! ¡No sé si él me quería…! ¡Yo lo consideraba un amigo…! -Sentía las plantas de los pies húmedas y pegajosas. Comprendió que había pisado su propio vómito, pero qué importaba eso ya, ahora que estaba llorando y que la mujer de la pantalla (impasible busto cuarteado por su llanto) la veía llorar-. ¡Por favor, déjenme…! ¡Les he dicho todo lo que sé…!

– Vamos, vamos, reconózcalo -dijo la mujer-. Hubo cierto interés, ¿verdad? ¿Qué atracción experimentaría usted, si no, por un calvo a quien obligaban a llevar peluquín en el trabajo y que le hablaba de paisajes y de Safo de Lesbos? No tiene usted problemas con los hombres, me parece: movió un poco el culo en Amsterdam y Roger Levin la vio y la invitó a hospedarse en su casa. ¿Fue así?

Era una manera cruel de resumir lo sucedido. Una semana antes, en Amsterdam, Briseida había visitado la exposición «Plaisirs» de Maurice Marchal, un pintor que le interesaba porque coleccionaba objetos fetichistas y sólo pintaba hombres en erección. Roger Levin también se encontraba en la galería esa tarde, por pura casualidad, según le explicó después. Había viajado a Amsterdam con el fin de entrevistarse con las altas jerarquías de la Fundación y obtener datos sobre la esperadísima inauguración de «Rembrandt» prevista para el 15 de julio. De paso, pretendía comprar un Marchal para una amiga. Si había que creerle, lo primero que le atrajo de Briseida fue el abanico moreno de su pelo rozando las empinadas nalgas. Briseida se había agachado para observar uno de los cuadros, un joven musculoso en cuclillas con el pene erecto en vertical exacta pintado de verde Veronés. Roger había aprovechado la simetría para acercarse y comentarle en inglés que la postura de ella era la misma que la del cuadro. No fue una frase muy inteligente, pero superaba la media de primeras frases que le habían dirigido en tales ocasiones. Levin tenía una cara simpática e infantil y vestía traje con chaleco. Su pelo formaba un criadero de caracoles con brillantina. La verdad, estaba irresistible, incluso en medio del paisaje que los rodeaba, con más de una decena de hombres desnudos y coloreados enarbolando el miembro. Pero su principal atractivo era su padre, y Roger se apresuró a mencionarlo. Briseida sabía que Gastón Levin era uno de los marchantes más importantes de Francia. Con la misma naturalidad con que parecía improvisarlo todo, a Roger se le había ocurrido que Briseida lo acompañara de vuelta a París y se hospedara unos días en su casa metalizada de la rive gauche. ¿Por qué no?, pensó ella. Era una oportunidad única para conocer de cerca los negocios de una gran familia de intermediarios de cuadros.

Por suerte, Poli Malo había desaparecido de nuevo.

– Después de Amsterdam, ¿ya no ha vuelto a ver a Díaz? -prosiguió el hombre.

– No. Me llamó hace dos semanas por última vez… El domingo 18, creo…

– ¿Le dijo algo nuevo?

– Quería preguntarme cómo se obtenía un permiso de residencia en un país de la Comunidad Europea. Sabía que yo había conseguido uno gracias a la beca de la universidad.

– ¿Por qué le interesaba saber eso?

– Me dijo que había conocido a alguien recientemente, un indocumentado, y quería echarle una mano.

Briseida se percató de que había dicho algo importante para ellos. La tensión del hombre en la pantalla fue casi tangible.

– ¿Le habló de esa persona?

– No. Creo que era una mujer, pero no estoy segura…

– ¿Por qué lo cree?

– Óscar siempre es así -sonrió Briseida-. Le encanta ayudar a las damas.

– ¿Qué le dijo exactamente?

«Es inmigrante, pero carece de papeles -le había dicho Óscar-. Como tú has estado viviendo en Europa varios meses, he pensado que sabrías cómo conseguir algún tipo de visado.» No quiso darle más detalles, pero Briseida estaba casi segura de que hablaba de una mujer. Y eso había sido todo.

– ¿Quedaron en llamarse de nuevo cuando se despidieron?

– Me dijo que me llamaría, pero no cuándo. Al marcharme de Amsterdam, dejé el teléfono de Roger a mis amistades para que Óscar pudiera localizarme, pero no me ha llamado todavía.

– ¿Hizo alguna averiguación sobre lo que él le pedía?

– Pregunté en mi embajada algunos datos, poca cosa… ¿Puedo sonarme la nariz, por favor?

– Bueno, no vamos a conseguir nada más. Dile a Thea que lo limpien todo, les den chocolate a los loros y se larguen -murmuró la señorita Wood, y apagó su ordenador portátil con un gesto de rabia.

Lo del chocolate a los loros no iba a ser cosa fácil y Bosch lo sabía. Roger Levin era un cretino, pero a esas alturas estaría muy enfadado por haber sido sacado de la cama a la fuerza mientras gozaba junto a su última conquista, y habría telefoneado ya (o estaría a punto de hacerlo) a su magnífico papá. Era cierto que, mientras su hijo jugaba al ajedrez en los subterráneos de la mansión Roquentin (y empleaba toda su astucia en comerse al alfil de las blancas, Solange Tandrot, dieciocho años, rubia rizada, afilada y anoréxica -pero no lo logró, y tuvo, en cambio, que comerse obligadamente a Robert Leyoler, un robusto peón de diecinueve-), Gastón había sido avisado la noche anterior de lo que iba a suceder mediante una llamada telefónica. Bosch le había explicado que la única que les interesaba era la colombiana y que no iban a molestar a su hijo (falso, naturalmente: iban a interrogarlos por separado). Levin padre había dado su consentimiento, pero aun así había que ser precavidos. La influencia de Levin no podía echarse en saco roto. Era un marchante de poca monta, pero muy astuto, que vivía rodeado de lujo en un edificio decorado al estilo años veinte en el quai Voltaire. Se comentaba que su mujer colgaba la ropa en los brazos extendidos de un Max Kalima original, la Judith, cuya modelo, Annie Engels, se arqueaba junto a la chimenea del salón. Sea como fuere, con la familia Levin no se podía bromear. Por fortuna, Bosch conocía el punto débil del marchante. Levin estaba enamorado de ciertos originales de la primera época del Maestro. Pretendía adquirirlos a un «precio especial» para revenderlos luego en Estados Unidos. La negociación con Stein se encontraba en punto muerto: Levin sabía que, si se portaba mal, Stein bloquearía la venta. Con la Fundación Van Tysch tampoco se podía bromear.

– ¿Quiénes eran, Roger? No pertenecían a la policía, ¿verdad? ¿Los conocías?

Roger se observaba en el espejo una contusión en el omoplato derecho, quizá debida a un golpe propinado por la mujer soldado. Sea como fuere, le dolía. Disimularía el hematoma con crema corporal. Se sentía humillado por lo sucedido, y aún le temblaban las piernas, pero se consolaba pensando que no había sido, como temió al principio, una invasión de polis de verdad (tenía una habitación hermética en el piso de abajo llena de adornos ilegales cuya existencia incluso su padre ignoraba), y que no habían estropeado ninguno de sus hermosos óleos de la planta superior.

– Eran… eran gente de mi cuerda -contestó. Su padre le había prohibido que comentara el incidente con la chica.

– ¿De tu cuerda?

– ¡Sí, como la gente que viste ayer en la mansión de Roquentin! ¡Gilipollas a los que pagan por llevar armas y custodiar cuadros…! ¡Qué importa quiénes eran…!

– Buscaban a un amigo mío que trabaja en la Fundación Van Tysch… ¿Por qué…?

– ¡Y yo qué sé!

– Iremos a la policía.

– Mejor será dejar correr el asunto -dijo Roger-. Cuestiones de negocios, ya sabes…

Briseida siguió secándose con la toalla sin decir nada. Acababa de ducharse y de comprobar que se encontraba ilesa tras aquella increíble sesión de pintura. Es decir, de tortura. Pero pensó que, en cuanto se vistiera, empacaría sus cosas y se marcharía de casa de Roger Levin. Había sido un error aceptar su invitación. Estaba casi segura de que gran parte de la responsabilidad de lo sucedido era de Roger y del mundo de facinerosos que lo rodeaba.

¿Y Óscar? Deseaba sinceramente que no le hubiese ocurrido nada malo, pero un presentimiento del cual no podía librarse le decía que no iba a volver a verlo jamás.

– Cada vez estoy más segura de que Díaz no ha tenido nada que ver en esto -dijo la señorita Wood.

– Entonces, ¿por qué ha desaparecido? -preguntó Bosch.

– Es lo que no comprendo.

El cigarrillo ecológico, aplastado en el cenicero, era una arruga color verde.

– Pero ¿qué es esto? -preguntó Jorge.

– Soy yo -dijo Clara.

No podía creerlo. La criatura que lo miraba desde aquella amarillez era un ser de otro mundo, un demonio de cuento chino, un duende de piel azufrada. Clara, sí, pero menos. Clara y Yema. O Clara corregida: porque él recordaba que el alabeo de sus clavículas nunca había sido tan suave ni la sombra bajo sus pómulos tan imprecisa. Y el contorno de sus músculos. Y su silueta. Era ella, pero distinta. Y quienes la habían dibujado así no disponían de color carne, sólo de lápices amarillos muy tenues en tono limón. Acostumbrado a atisbarla en el incesante carnaval de los óleos, una parte de su cerebro no se sorprendió. Sin embargo, aquello era algo más que pintura.

– Si quieres, me quito la ropa -dijo ella (hasta la voz resultaba diferente: ¿cierto eco de cristal?)-. Pero te advierto que el resto es más de lo mismo.

Jorge se acercó cautelosamente. En el rostro de la criatura, la brecha de los labios se curvó hacia arriba.

– No muerdo, ¿sabes? Ni soy contagiosa.

Estaba de pie, en postura de alumna buena, con las manos en la espalda. Su vestuario -top hasta la mitad del vientre con tirantes en equis y minifalda subrayada de arrugas- parecía juvenil y normal. «Pero es material acolchado -le explicó ella-, propio para el traslado de lienzos.» Los zapatos eran sandalias planas y cerradas como patucos.

– ¿Qué te han hecho?

– Me han imprimado.

– ¿Imprimado?

– Ajá.

Jorge conocía aquel término de igual forma que ella sabía lo que era una endoscopia o un TAC. El argot de tu pareja es lo primero que se te pega, a veces lo único. Sin embargo, existía una ligera diferencia: él torcía el gesto cuando la oía decir cosas como «hiperdramático», «imprimar» o «quietud». Pensaba que era un poco injusto por su parte, pero, ay, desgraciadamente inevitable. La profesión de Clara le desbordaba. Es verdad que la de Beatriz, su ex mujer, no le entusiasmaba en modo alguno (la copulación de las bacterias, Dios mío), y la de su hermana Arabia (decoración) y, no digamos, la de su hermano Pedro (crítico de arte) le parecían excéntricas, pero la biología, la decoración o la crítica de arte son profesiones que uno puede comprender. Trabajar como cuadro, sin embargo, superaba todas sus capacidades reflexivas.

– Perdona, pero creo recordar que te han «imprimado» en otras ocasiones, o al menos eso me has dicho, y no…

– Nunca de esta forma, Jorge, nunca de esta forma. Estás viendo un trabajo de especialistas. Ha sido en F &W, la mejor casa. Si te contara todo lo que me han hecho…

– Hasta tus ojos…

– Sí, el iris, la conjuntiva y la retina. Y el resto del cuerpo, incluyendo los orificios y oqueda… ahhmmmmm… des -concluyó y sacó la lengua.

Un estambre tembloroso asomando entre el labelo de los labios. Jorge había visto orquídeas con aparatos reproductores del mismo tono que aquella cosa. Pero no sólo la lengua: todo el paladar. «¿Desteñirá?», se preguntó su machismo relampagueante. A ella le encantaba provocarle aquel asombro.

– No te preocupes, la imprimación nunca es permanente. Debajo sigo teniendo el aspecto de siempre. Pero aún no has visto lo mejor.

¿Qué otra cosa había que ver? Parpadeó, se acercó más.

– No se trata de mi piel, sino de lo que llevo colgando -lo ayudó Clara.

Entonces lo descubrió. Una cartulina entre sus pechos atada a su cuello con un hilo negro. Y otra similar en la muñeca derecha y otra más en el tobillo derecho. Color amarillo anaranjado, amarillo fuerte, amarillo emperador de la China. Ella le había dicho alguna vez que ese color, justo ese color, era el de las etiquetas de…

– Ajá. -Clara sonrió triunfal al ver que él, por fin, comprendía-. ¡Me ha contratado la Fundación Van Tysch!

Una maleta -razonaba Jorge- también lleva etiquetas con el color de la compañía aérea en la que vuela, pero al fin y al cabo es una maleta y a nadie le sorprende eso. Sin embargo, a saber lo que pensaría quien contemplara a aquella chica de top y falda blanco perla, cabello y piel como el plástico de una muñeca, sin pestañas ni cejas, casi sin rasgos faciales, pero atractiva pese a todo, sí, incluso, por alguna razón morbosa e inexplicable, especialmente atractiva, con tres etiquetas amarillas colgando del cuerpo. ¿Un maniquí japonés de última generación? ¿Una entertainer para los vuelos intercontinentales? A juicio de Jorge, cualquier cosa. Campanilla sin alas de libélula; una criatura feérica recién salida de los pinceles de uno de esos ingleses románticos que tanto detestaba Pedro y vestida con un conjunto veraniego.

– Pero no te preocupes -lo tranquilizó ella-, que nadie me verá. Me han traído a Barajas en una furgoneta blindada, pero no hemos entrado por la zona de pasajeros sino por la de carga y descarga de mercancía frágil, como suelen hacer con los lienzos imprimados que trasladan de un país a otro. -Sus ojos chispeaban en amarillo-. Esta habitación es para uso exclusivo del material artístico que transporta KLM. Tengo que esperar aquí hasta que me avisen para subir al avión que me llevará a Holanda.

La habitación gozaba de escasas comodidades: tan sólo un banco amarillo (donde ella había reposado antes de que Jorge llegara) y una repisa al estilo de una barra de bar angosta a lo largo de una de las paredes. Prefirieron acomodar el trasero en la repisa.

– ¿Te va a pintar…? -murmuró Jorge como en sueños, sin atreverse a pronunciar el nombre dorado-. ¿Te va a pintar Van…?

Clara, que se ajustaba el escote del top, tendió una mano con rapidez y le colocó un amarillento dedo en los labios, en medio del bigote gris. Jorge olió a productos químicos.

– No lo digas. Seguro que me trae mala suerte si lo dices. Aún no lo sé con seguridad. Además, recuerda que en la Fundación hay varios artistas. Podría ser Rayback, Stein, Mavalaki…

– Pero… la colección «Rembrandt»…

– ¡Sí, sí, ya! ¡Esa colección es suya y aún hay tiempo de que yo sea uno de sus cuadros! ¡Pero, por favor, no lo digas! ¡Soy tan feliz con lo que tengo que no quiero pensar en nada más…!

Se miraron. Clara resplandecía bajo los tubos fluorescentes. Jorge se sentía un tanto oscuro. No compartía nada con aquella figurita alienígena, aquella porcelana a medio terminar (por Dios, le producía dentera ocular verla así, aquel amarillo era para sus ojos como una uña patinando sobre el encerado; hubiera estado dispuesto a añadirle esa capa de rosa carne que le faltaba). Comprendía su excitación, pero no podía dar un paso más. ¿Quién se lo reprocharía? Era radiólogo, tenía cuarenta y cinco años y el pelo encanecido y brillante como el algodón que imita la nieve en los abetos de Navidad, pero este rasgo constituía una de las dos únicas excepciones luminosas de su existencia. Su bigote era gris, por ejemplo. Y cinco años de matrimonio fracasado con una bióloga, Beatriz Marco, le habían convencido de que su vida no resplandecía más que su bigote. Clara era la otra excepción luminosa. La había conocido el año anterior, en primavera, un día en que el sol parecía empeñado en pintarlo todo de amarillo. Su hermano Pedro lo había invitado a un cóctel en casa de una coleccionista, una belga afincada en Madrid llamada Edith que deseaba mostrar al mundo su flamante adquisición: La reina blanca, la última obra de Victoria Lledó. Por aquella época, los trámites de divorcio traían a Jorge de cabeza. No le faltaba trabajo (su consulta de radiología se hallaba satisfactoriamente asediada), pero se encontraba más solo que el rey de ajedrez del bando perdedor. No imaginaba que conocer a La reina blanca cambiaría su vida. Un infalible sexto sentido («lo heredaste de tu padre», decía su madre) le hizo aceptar aquella invitación decisiva que su hermano había improvisado con el mero propósito de distraerlo.

Edith No-sé-quién-weke, pródiga en túnicas y perfumes, los paseó por su choza de La Moraleja enseñándoles su colección completa de obras hiperdramáticas: hombres y mujeres pintados y quietos, colocados en el salón, la biblioteca y la terraza. «¿Qué coño hacen ahí parados? -se interrogaba Jorge, abismado en la fatigada hermosura de los rostros-. ¿En qué piensan mientras los miramos?»Estaban llegando al jardín, donde se exhibía la obra de Vicky Lledó.

– Es una outside performance -dijo Edith, y se volvió hacia Pedro-: Aquí las llaman acciones de exterior, ¿verdad?

– ¿Qué significa eso? -preguntó Jorge.

– Son cuadros HD en los que las figuras se mueven y ejecutan cosas planeadas por el artista -repuso Pedro, didáctico-. Se llaman «exteriores» porque se exhiben al aire libre, y acciones porque se desarrollan cada cierto tiempo y se repiten en un ciclo continuo que nada tiene que ver con la presencia de público. Si se exhibieran como cualquier otro espectáculo y el público tuviera que acudir a una hora determinada para verlos, serían encuentros.

– Entonces, ¿esto es como un art-shock?

Edith y Pedro compartieron una sonrisa de complicidad.

– Los art-shocks, querido hermano, son encuentros interactivos, es decir, espectáculos con horario en los que el propietario del cuadro o sus amigos pueden participar si lo desean. La mayoría son de tipo sexual o violento y completamente ilegales. Pero no pongas esa cara de cabrón, macho, porque hoy no vas a tener tanta suerte: La reina blanca no es un art-shock sino una acción no interactiva. O sea, un cuadro que hará algo cada cierto tiempo sin participación directa del público. En fin, lo más inocente de lo más inocente, ¿no es verdad, Edith? -La belga asentía con una risita afable.

Jorge se preparó para aburrirse. No sospechaba lo que estaba a punto de presenciar.

El jardín era amplio y se hallaba protegido de la curiosidad con un muro muy alto. La obra se exhibía sobre el césped. Era un cubículo sin techo con tres paredes blancas y un suelo de baldosas ajedrezadas. En la pared del fondo, a ras del suelo, se distinguía una abertura rectangular a través de la cual destellaba la hierba. En el interior del cubículo había una mesa, sillas, bocadillos, agua y una percha, todo de color blanco. Una muchacha de opulento pelo rubio vestida con un traje de novia muy blanco se recostaba lánguida sobre las baldosas. Rostro y manos resplandecían con lividez etérea. De pronto, mientras Jorge miraba, se puso a cuatro patas, gateó hacia la abertura, introdujo la cabeza, retrocedió, la introdujo otra vez. La imagen resultaba chocante, como una película surrealista.

– ¿Veis? -explicaba Edith-. Quiere salir por ese agujero, pero no puede, porque con el vestido de novia no cabe…

– La metáfora es simple -dijo Pedro-: está harta de vivir encerrada en el matrimonio burgués.

Inútiles esfuerzos por introducir los encajes festoneados. Retroceso. Vuelta a intentarlo. Cintura cimbreante, trasero en alto, caderas encajadas en el marco. Jorge sufría contemplándola: él se sentía, en cierto modo, en idéntica situación con Beatriz.

– La chica comprende -proseguía Edith- que tiene que quitárselo para lograr su propósito… Ah, mira: ahora se lo quita y lo cuelga de la percha… Vence sus prejuicios, por así decir, se desnuda y escapa… -Y, haciendo un gesto hacia sus invitados-: Vamos al otro lado del jardín para ver la continuación.

Su hermano tuvo que darle un codazo.

– Jorge nunca había visto un cuadro acción en vivo -se reía Pedro.

– Es hermoso, ¿eh? -Edith guiñaba un ojo.

Se sintió caminando en sueños hacia la parte posterior del jardín, tras el cubículo. Había allí un espacio cuadrado recubierto de arena húmeda que también pertenecía a la obra. La muchacha yacía recostada sobre él. Parecía feliz. El sol estallaba en diminutos puntos de fulgor sobre su cuerpo pintado como en un lienzo de Seurat. Jorge (la boca abierta) nunca había visto una desnudez tan perfecta. Los pechos no eran muy grandes, pero sobresalían exactos en aquel torso con suaves peldaños de costillas. La ondulación del vientre era genuina, no un artificio de la contracción muscular. A él se le antojó que podía abarcar la cintura con sus manos. Las piernas derrochaban longitud: era fácil equivocarse al tornear piernas así, pero Jorge las exploró a cámara lenta con ojos radiológicos sin descubrir ningún defecto a todo lo largo del asfalto muscular. Ni siquiera los pies y las manos (siempre tan difíciles, ay, para un pintor y para la genética) resultaban erróneos: dedos largos y equilibrados, grosor justo, tendones que destacaban sólo para señalar que estaban vivos. Sus arquetipos culturales, sincronizados a la belleza de fines del siglo XX y principios del XXI, fueron unánimes: una obra maestra.

Pero no sólo la forma sino el gesto, las expresiones contradictorias de un rostro a la vez malicioso e ingenuo, el subrayado de las articulaciones, el uso de músculos que en cuerpos como el de Jorge dormían toda la vida hasta que las convulsiones de la agonía los despertaban (quizá). Era el conjunto más armónico que había contemplado en su vida. La muchacha daba vueltas rebozándose en arena fresca. Luego se levantó e inició una danza brutal -su pelo convertido en un torbellino de lingotes-, gritó y fabricó un taparrabos con hojas de morera ajustándolo a su elástica cintura. Durante todo aquel furioso ejercicio su piel exudaba pintura: un tono muy claro de limones exprimidos que su hermano definió como «amarillo gutagamba». En la mente febril de Jorge la palabra adquirió rumor de danza sagrada. Mientras entraba en la casa a por más bebida y regresaba velozmente al jardín para asistir a la continuación, murmuraba para sí: «Gutagamba. Gutagamba». Se convirtió en un ritmo obsesivo.

La tarde declinaba. El cuadro llevaba una hora y media de desarrollo. Como colofón de su bacanal privada, la chica se masturbó: lenta, imperiosamente, de espaldas sobre la arena. Jorge no creyó que fingiera.

– Pero, entonces -continuaba narrando Edith en su castellano foráneo y musical-, después del éxtasis comienza a sentir hambre y sed. También frío. Y recuerda que el alimento, el agua y el vestido están dentro de la habitación. De modo que vuelve a deslizarse por el agujero, entra en el cubículo, come, bebe, se pone otra vez el traje de novia y vuelve a ser la chica casta y educada del principio. Y el cuadro vuelve a empezar después de un descanso. Está cargado de mensaje, ¿eh?

– Típico de Vicky Lledó -definió Pedro mesándose la barba-. La liberación completa de la mujer será imposible mientras el hombre siga chantajeándola con los aparentes beneficios del estado de bienestar.

Aquella noche el lienzo regresaba a Madrid en taxi. Jorge se ofreció a llevarlo (por fortuna, Pedro prefirió marcharse por su cuenta). Vestida con jersey, vaqueros y pañuelo al cuello, no le pareció menos excitante que desnuda, despeinada y bronceada de sudor y arena. Su ausencia de cejas y el brillo de su piel resultaban llamativos. Ella le explicó que estaba «imprimada». Era la primera vez que él oía esa palabra. «Imprimar significa preparar un lienzo para ser pintado», definió ella. Durante el trayecto, con las manos pegadas al volante, le hizo algunas preguntas y obtuvo algunas respuestas: tenía veintitrés años (a punto de veinticuatro) y era modelo de arte HD desde los dieciséis. A Jorge le deleitó su desenvoltura, su inteligencia, su forma de mover las manos al hablar, el tono suave pero decidido de su voz. Ella le explicó cosas fantásticas sobre su trabajo. «Los modelos de arte HD no son actores, no te confundas: son obras de arte y hacen todo lo que los pintores deciden que hagan, sí, todo, sin trabas de ninguna clase. El hiperdramatismo se llama así precisamente porque va más allá del drama. No hay fingimiento alguno. En el arte HD todo es real, incluyendo el sexo, cuando lo hay, y la violencia.» ¿Qué sentía ella haciendo todo eso? Pues lo que se suponía que debía sentir, lo que el pintor quería que sintiera. En el caso de La reina blanca: claustrofobia, libertad absoluta, incomodidad y regreso a la claustrofobia. «Increíble profesión», admitió él. «¿Y tú en qué trabajas?», preguntó ella. «Yo soy radiólogo», replicó él.

Después vinieron las citas, los paseos, las noches compartidas.

Si le hubieran pedido una palabra para resumir aquella relación, habría respondido sin titubeos: «Extraña y excitante».

Todo en ella le fascinaba. La forma en que se maquillaba a veces. Las esencias remotas con que se perfumaba en ocasiones. La lujuriosa elegancia de su vestuario. Su suprema indiferencia a la hora de exhibirse desnuda. Su bisexualidad sin tapujos. Los escandalosos ejercicios que a veces debía realizar cuando la pintaban. Y, sin embargo, pese a todo, su ingenuidad de actriz debutante. En ella, las contradicciones eran la norma. Él devoraba sus cualidades hasta empalagarse. Entonces añoraba un poco de sencillez. Beatriz se volvía sencilla tras espiar la copulación de sus bacterias. ¿Por qué Clara no podía serlo cuando se despojaba de la pintura? ¿Por qué esa terrible sensación de fetichismo, como si acostarse con ella fuera igual que besar un zapato de lujo?

Últimamente la obligaba a discutir: era su manera de obtener sencillez. «Todas las parejas discuten. Nosotros también. Conclusión: nosotros somos como todas las parejas.» La lógica de aquel razonamiento le parecía rigurosa. El último combate lo habían mantenido el día del cumpleaños de Clara, el 16 de abril. Salieron a cenar a un nuevo restaurante (candelabros, acordeones y platos que exigían una lengua flexible para ser nombrados) descubierto por él. Jorge cierra los ojos y puede verla con la apariencia que tenía aquella noche: un vestido de Lacroix en piel y una gargantilla con la firma del diseñador colgando de una anilla de plata. Todo eso y sólo eso, sin prendas íntimas, porque se exhibía desnuda por las mañanas en un cuadro de Jaume Oreste. La mirada de Jorge zigzagueaba desde aquella anilla al lomo de los pechos comprimidos por el escote. Los pechos respiraban como ballenas blancas, la anilla oscilaba como el ojo de buey de un barco. Por supuesto que estaba excitado (siempre lo estaba cuando salía con ella) pero también tenía ganas de destruir aquella suntuosa armonía. Era como la tentación que impulsa al niño a romper el plato más caro de la vajilla. Comenzó sibilinamente, sin desvelar sus verdaderas intenciones, aprovechando un giro de la conversación.

– ¿Sabías que «Monstruos» ha sido la exposición más visitada de la Haus der Kunst de Munich desde su inauguración? Me lo dijo Pedro el otro día.

– No me extraña.

– Y en Bilbao se están dando de hostias para llevar «Flores» al Guggenheim, pero dice Pedro que les va a costar un huevo. Y eso no es nada: según todos los pronósticos, la nueva colección que se presenta este año, «Rembrandt», va a superar a «Flores» y «Monstruos» en número de visitantes y precio de las obras. Algunos dicen que va a ser la exposición más importante de la historia. En fin, que tu «Maestro» ha conseguido que el arte hiperdramático sea uno de los negocios más lucrativos del siglo XXI…

¡Buen anzuelo, capitán Achab! Las dos simétricas ballenas se yerguen a la vez. El barco de plata retiembla.

– Y tú, como siempre, piensas que el mundo se ha vuelto imbécil.

– No, el mundo es imbécil desde sus comienzos, no es eso. Lo que ocurre es que no estoy de acuerdo con la opinión que la mayoría de la gente tiene sobre Van Tysch.

– ¿Cuál?

– Que es un genio.

– Es que lo es.

– Perdona, Van Tysch es un listo, que no es lo mismo. Mi hermano dice que el arte hiperdramático lo fundaron Tanagorsky, Kalima y Buncher a principios de la década de los setenta. Ellos sí que fueron artistas, pero no se comieron una rosca. Entonces llegó Van Tysch, que de joven había heredado una fortuna de una especie de pariente rico de Estados Unidos, inventó un sistema para comprar y vender los cuadros, creó una Fundación que gestionara sus obras y se dedicó a forrarse con el hiperdramatismo. Qué negocio más redondo, joder.

– ¿Y eso te parece mal?

Ella mostraba una insoportable tranquilidad. Acostumbrada a dominarse, usaba este dominio como ventaja frente a él. A Jorge le resultaba muy difícil alterarla, porque la paciencia de un lienzo es infinita.

– Lo que me parece es eso: negocio, no arte. Aunque, bien pensado, ¿no fue tu querido Van Tysch quien dijo esa parida de «el arte es dinero»?

– Y tenía razón.

– ¿Tenía razón? ¿Acaso Rembrandt es un genio porque sus cuadros valen hoy millones de dólares?

– No, pero si los cuadros de Rembrandt no valieran hoy millones de dólares, ¿a quién le importaría que fuera un genio? -Él se disponía a replicar cuando una imprevista gota de natillas (era el postre: crepes en forma de rollitos cebados de crema) fue a caer en aquel momento sobre su corbata (chof, capitán Achab, te ha cagado una gaviota), lo que le obligó a desplegar el irritante ritual de la servilleta mientras ella proseguía-. Van Tysch comprendió que para crear un nuevo arte sólo se necesita que produzca dinero.

– Ese razonamiento únicamente es aplicable a los negocios, querida.

– El arte es un negocio, Jorge -sentenció ella inmutable, y la llama de las velas, fotocopiada por sus ojos azules, parpadeó.

– ¡Dios mío, oigan ustedes la opinión de una obra de arte! ¿Así que, según tú, que eres un cuadro profesional, el arte es un negocio?

– Ajá. Igual que la medicina.

«Ajá.» Esa maldita costumbre suya al hablar. Abría la boca y enarcaba una de sus falsas cejas pintadas al pronunciar aquella simétrica palabra. Ajá.

– Tú cobras por tus radiografías como un pintor por sus cuadros -prosiguió ella-. ¿No te cansas siempre de decir que tal o cual colega debería saber que «la medicina es arte»? Pues eso.

– ¿Pues eso qué?

– Que la medicina es arte, y por lo tanto es negocio. Hoy todo es igual: arte y negocio. Los verdaderos artistas saben que no hay diferencias entre ambas cosas. Al menos, hoy día ya no hay ninguna.

– De acuerdo, admitamos que el arte es un negocio. Entonces el arte hiperdramático es el negocio de comprar y vender personas, ¿no?

– He captado tu segunda intención, pero debo decirte que los modelos no somos personas cuando hacemos una obra de arte: somos cuadros.

– No me vengas con chorradas. Para engañar al público, esa tontería está bien. Pero las personas no somos cuadros.

– Ahora te pareces a los que opinaban, a principios del siglo pasado, que los cuadros impresionistas no eran cuadros de verdad. La historia del arte admitió el impresionismo, después el cubismo, y ahora ha admitido el hiperdramatismo.

– Porque son buenos negocios, ¿verdad? -Ella encogió sus hombros perfectos sin replicar-. Mira, Clara, no quiero ser iconoclasta, pero el arte hiperdramático consiste en colocar a chicas como tú desnudas o casi desnudas en diversas posturitas. También hay chicos, por supuesto. Y muchas adolescentes, e incluso niños. Pero ¿cuántos hombres o mujeres maduros ves en obras de arte HD? ¡Dime! ¿Quién pagaría veinte millones de euros por llevarse a un gordo pintado a su casa y colocarlo en una posturita?

– Te recuerdo que el cuadro que da nombre a la colección «Monstruos» de Van Tysch son dos personas gordísimas. Y vale mucho más de veinte millones, Jorge.

– ¿Y los adornos? Convertir a alguien en Cenicero o en Silla, ¿qué te parece? ¿También es arte…? ¿Y el art-shock…? ¿Y los cuadros «manchados»…?

– Todo eso es completamente ilegal y no tiene nada que ver con el hiperdramatismo ortodoxo.

– Dejemos el tema. Ya sé que es pecado tomar el nombre de Dios en vano.

– ¿Quieres otro rollo o te basta con el que estás soltando? -Señaló ella su plato con los rollitos de crepes intactos (otra consecuencia de su trabajo: controlaba las calorías con precisión, vigilaba su peso con aparatos electrónicos portátiles -la nueva moda-, cenaba zumos hipervitaminados, nunca parecía tener hambre).

Aquella noche hicieron el amor en el piso de él. Resultó como siempre: un ejercicio de placentera delicadeza. Ella era un lienzo y él tenía que ser cuidadoso. A veces él le preguntaba por qué no era tan «cuidadosa» consigo misma en uno de esos encuentros interactivos brutales llamados art-shocks en los que participaba en ocasiones. «Eso es distinto porque es arte -replicaba ella-. Y en arte todo está permitido, incluso estropear el lienzo.» «Ah», decía él. Y seguía admirándola.

Estaba loco por ella. Estaba harto de ella. No quería abandonarla jamás. Quería dejarla para siempre.

– No podrás -le advirtió un día su hermano Pedro-. Cuando nos encaprichamos con un cuadro siempre nos pasa lo mismo: no sabemos por qué nos gusta, pero no podemos deshacernos de él.

Clara ignoraba lo que sentía por Jorge. No era amor, por supuesto, ya que no creía haber sentido en toda su vida verdadero amor por nada ni por nadie, salvo por el arte (gente como Gabi o Vicky eran facetas de ese diamante). Y suponía que tampoco Jorge estaba enamorado. Comprendía que para él fuera muy satisfactorio cepillarse a un lienzo: eso pertenecía, digamos, al mismo estatus que comprarse un Lancia o un Patek Philippe, vivir en aquel piso de Conde de Peñalver o dirigir una próspera empresa de diagnóstico radiológico. «Acostarte con un óleo es algo casi lujoso, ¿no, Jorge? Algo propio de tu clase social.»Naturalmente que él le gustaba: aquel pelo blanco y aquel bigote erguidos en su fenomenal estatura, los ojos grises y la mandíbula fuerte. La excitaba pensar que él era un hombre mayor a quien ella pervertía. Lo adoraba cuando lo hacía enrojecer. Pero disfrutaba también imaginando lo contrario: que era él quien la pervertía a ella. El maestro del pelo blanco. El mentor bronceado de rayos UVA. Por si fuera poco, Jorge no pertenecía al mundo del arte, un detalle que le resultaba delicioso por su rareza.

En el otro platillo de la balanza colocaba su absoluta vulgaridad. El doctor Atienza mantenía la ridícula opinión de que el arte hiperdramático era una forma de esclavitud sexual legalizada, la prostitución del siglo XXI. Le parecía inconcebible que alguien pudiera comprar a un menor de edad desnudo con el cuerpo pintado para exhibirlo en su casa. Pensaba que Bruno van Tysch era un vividor cuyo único mérito había consistido en heredar una fortuna prodigiosa. Ella escuchaba sus exabruptos con amargura, porque si había algo en este mundo que la enervaba por encima de todo era la mediocridad. Clara añoraba a los genios como un pájaro la infinitud del aire. Sin embargo, era capaz de comprender la razón de tanta vulgaridad. La profesión de él no consistía, como la de ella, en entregar cuerpo y espíritu. Jorge nunca había sentido aquel escalofrío completo, la fragilidad y el fuego de un modelo en las manos de un pintor experto; desconocía el nirvana de la Quietud, los latidos del tiempo en la parálisis de un salón, las miradas del público como acupuntura fría sobre la carne.

Ambos ignoraban adonde les conduciría aquella relación de camas y veladas. Probablemente a la ruptura. Jorge quería tener hijos. En ocasiones se lo decía. Ella lo miraba con dulce compasión, como un mártir miraría a quien le preguntara: ¿le duele? La única vida que le apetecía reproducir, respondía, era la de ella. «Cada vez que soy cuadro es como si me diera a luz a mí misma, ¿no comprendes?» Por supuesto que no la comprendía.

Quizá lo que más le agradaba de él era la utilidad de su carácter tranquilo y consejero. Incluso dormido, Jorge resultaba terapéutico: respiraba en su momento, las pesadillas no lo tensaban, no le daba miedo la oscuridad de un cuarto (a ella sí), te aleccionaba sobre la forma perfecta de descansar. Sus palabras eran cremas recetadas por un médico amable y su sonrisa un sedante exacto e instantáneo. Tan lejano de todo lo que ella hacía, y tan apropiado.

En aquel instante necesitaba mucha dosis de Jorge.

– ¿Estás segura de que no te engañan? -preguntó él, intentando mostrarse escéptico.

– Por supuesto que estoy segura. Esto va a ser lo más importante de mi vida. No sólo voy a ganar más dinero del que nunca he soñado, sino que voy a convertirme… estoy segura de que voy a convertirme en… en una… en una gran obra de arte. -Jorge se dio cuenta de que había vacilado: como si supiese que todo lo que podía decir quedaría muy por debajo de la realidad-. Hoy me aseguraron que dentro de veinticuatro mil años seguirá hablándose de mí -agregó en un murmullo-. ¿Puedes creerlo? Me lo dijo la mujer de la Fundación. Veinticuatro mil años. No puedo dejar de pensar en eso. ¿Te imaginas?

Acababa de hacerle un apresurado resumen de lo sucedido. Le habló de la visita de los dos hombres a GS y de su entrevista con Friedman el jueves. El trabajo de imprimación se lo habían repartido cinco expertos: el propio Friedman se ocupó del examen de su cabello y su piel; el señor Zumi, de los músculos y articulaciones; el señor Gargallo puso a punto su fisiología; los hermanos Monfort afinaron su concentración y sus hábitos. El primero la recibió en el sótano del edificio de Desiderio Gaos después de que la hubieron desnudado, destruido su ropa y hecho fotos para la compañía de seguros. La palpó minuciosamente. Su pelo -dijo- debía recortarse. Y era preciso recubrirlo con un gel capaz de admitir la pintura. La suavidad de su piel no le pareció la adecuada. Prescribió cremas. Anotó los rebordes, los frunces. Observó el hueso de su laringe al tragar, de qué forma se hacía patente el teclado de sus costillas, la reacción de los pezones a la presión y al frío, la personalidad de sus músculos. Luego exploró todos y cada uno de sus orificios y oquedades correspondientes con dedos y luces. «Evítame los detalles», rogó Jorge.

El señor Zumi, un japonés misterioso y lacónico, la atendió en la primera planta cuando Friedman terminó con ella. Allí había un gimnasio, de cuyos aparatos Clara colgó durante varias horas. Zumi sorprendió cierta laxitud en sus cervicales y tendencia a acumular ácido láctico en las piernas. Envuelta en sudor, ella lo veía sonreír en silencio ante cada siniestra tortura: equilibrio sobre un solo pie, colgada del techo por los tobillos, de puntillas en una plataforma, doblando la espalda, levantando los brazos con pesas atadas a sus bíceps. Dos horas después, el agotado material pasó a manos del señor Gargallo, en la tercera planta. Gargallo era especialista en reacciones fisiológicas de lienzos, y coleccionaba un sinfín de experimentos filmados, una videoteca en DVD absolutamente repugnante. Estaba convencido de su propia inutilidad.

– La única víscera que importa es la única en la que no soy experto -le dijo a Clara, y se señaló la cabeza-. Por suerte, soy experto en la segunda más importante. -Se señaló la entrepierna.

Era un tipo afable, adiposo y amarillento, con barbita de chivo y gafas redondas y sucias. Comenzó advirtiendo que todo su trabajo era «una guarrada imprescindible». «Ya nos gustaría, ya, ser puros objetos de arte como un lienzo de tela o un trozo de alabastro -filosofaba Gargallo-. Pero somos vida. Y la vida no es arte: la vida es asquerosa. Mi tarea consiste en impedir que la vida se comporte como vida.» Sus ejercicios fueron otra pesadilla: el material -ella, inmóvil y desnuda- tuvo que soportar cuerpos extraños en los párpados espolvoreados con una pipeta; cosquilleo de plumas por remotos pliegues; drogas que removían al unísono vientre y vejiga o modificaban el ánimo, aumentaban o disminuían la excitación sexual o provocaban dolor de cabeza; sustancias que desplomaban la tensión o hacían sentir frío, calor o picores (esas ganas de rascarse, Dios mío, prohibidas para cualquier cuadro); el vértigo del hambre intensa; la rugosa maldición de la sed; el punzante asedio de los insectos y otras alimañas -«en los cuadros de exterior es frecuente que trepen por las piernas», decía Gargallo-; el cansancio extremo y el sueño, esa apisonadora de la conciencia que derrota la voluntad de cualquier cuadro permanente. Gargallo probaba nuevas molestias, ajustaba aquí y allá cuando veía que el material fallaba, indicaba pastillas en algún caso, anotaba incidentes.

La dejaron descansar unas cuantas horas y, aún agotada, tuvo que subir a la quinta planta y entregarse a Pedro Monfort. «Empecé en un sótano y voy a terminar en el ático», pensó con un cerebro extenuado pero decidido a resistir. Los Monfort eran hermanos, él muy joven y ella madura. Se dedicaban a la imprimación de pensamientos, trabajo noble donde los haya, y sin embargo no parecían felices. De hecho, Pedro Monfort se humillaba ante especialistas como Gargallo. Era un tipo de aspecto intelectual y rostro mal afeitado a quien le gustaban los silencios largos y trufar las frases de obscenidades.

– Las únicas cosas que importan son el coño y la polla -soltó de repente ante una fatigadísima Clara-. Te lo digo yo, que conozco muy bien el cerebro.

Afirmaba igualmente que la concentración era imposible.

– Sólo podemos concentrarnos distrayéndonos. Ya sé que a los lienzos se os enseña otra cosa en la academia, pero los métodos de las academias me los paso yo por los cojones. Observa a los niños mientras juegan. Están muy concentrados en lo que hacen. ¿Por qué? ¿Porque realizan un «esfuerzo de concentración» o porque están jugando? Es obvio, coño: están concentrados porque se distraen, porque gozan. Es absurdo que te esfuerces en concentrarte en la Quietud. Lo que debes hacer es gozar.

Era una de las palabras que más repetía. «Goza», decía, proponiendo un nuevo ejercicio mental.

Marisa Monfort, madura, de cabellera teñida y ojos enterrados en rímel, recibió los últimos restos de Clara en la séptima planta. Su despacho era oscuro y ella tampoco parecía feliz. Dos serpientes tatuadas ilustraban el dorso de sus manos, segmentados por el ábaco de incontables pulseras amarillas. Se sujetaba las sienes al hablar como si pulsara dos botones. «Lo mío es la memoria, niña -le dijo-. Las costumbres aferradas a nuestro yo que tanto estorban el trabajo hiperdramático.» La hizo entrar tres veces a su despacho y analizó los gestos. Le preocupó su excesiva tendencia a repetirse. Por fortuna, no descubrió ningún vicio «de esos que estropean la calidad de un buen material»: un tic, comerse las uñas, la tosecilla que nos invade cuando estamos nerviosos, las posturas de defensa. La asedió con situaciones imaginarias. Le mostró fotos obscenas o terribles. Valoró muy bien su ausencia de pudor. En cambio, fue rotunda con las conductas ilegales: Clara no podía cometer un pequeño delito sin que su conciencia protestara.

– Niña, niña: para ser un gran cuadro es preciso saltarse todas las barreras -le reprochó Marisa Monfort con acento de sibila-. No sabes en qué mundo te estás metiendo, niña. Ser una obra maestra tiene algo de… de inhumano. Debes ser más fría, mucho más fría. Imagina un tema de película de ciencia-ficción: el arte es como un ser de otro planeta y se manifiesta a través de nosotros. Podemos pintar cuadros o componer músicas, pero ni el cuadro ni la música nos pertenecerán, porque no son cosas humanas. El arte nos usa, niña, nos usa para poder existir, pero es como un alienígena. Debes pensar eso: no eres humana cuando eres cuadro. Imagínate un insecto. Un insecto muy extraño. Imagínate así, como un insecto, capaz de volar, chupar flores, ser fecundada por la trompa de un macho y envenenar a un niño con tu aguijón… Imagínate ser ese insecto ahora mismo.

Clara se lo imaginaba, pero era incapaz de comprender lo que el insecto pensaba.

– Cuando sepas lo que el insecto piensa -le dijo Marisa Monfort-, serás una buena obra de arte.

En la octava planta estaba el taller de imprimación. Fotografías ampliadas de grandes éxitos de F &W lo decoraban: un lienzo acuático de Nina Soldelli, la fabulosa Kirsten Kirstenman de pie en un interior de salón, la sorprendente figura femenina de cabello en llamas de Mavalaki y un exterior de Ferrucioli sobre un acantilado, todas ellas obras imprimadas por F &W. Allí escuchó, por fin, el gélido dictamen de Friedman: la aceptaban con reservas. Era buen material, pero tendría que mejorar. Una mujer con acento sudamericano (reconoció la voz: era la mujer que la había tensado por teléfono) le mostró el contrato. Cuatro hojas en papel turquesa con el epígrafe «The Bruno van Tysch Foundation, Department of Art». Apenas pudo creerlo. La alegría la inundaba. El contrato era por un año. La paga (cinco millones de euros) se efectuaría en dos plazos: la mitad ya estaba ingresada en su cuenta, el resto se abonaría al finalizar la obra. A ello se sumaría el porcentaje por la venta del cuadro y el alquiler mensual. Se incluían un seguro a todo riesgo y dos anexos: uno de dedicación exclusiva y otro de compromiso mediante los cuales ella hacía constar que nunca se prestaría a ser falsificada. Un tercer anexo la obligaba a dejarlo todo en manos del Departamento de Arte. Arte podía hacer cualquier cosa con ella, porque Arte era Arte. Lo que Arte iba a hacer con ella sólo lo sabía Arte, pero, fuera lo que fuese, ella tendría que aceptarlo. El pintor que la contrataba era de la Fundación, pero ella no conocería su identidad hasta que el trabajo comenzara. Clara firmó los cuatro papeles.

– Qué locura -rezongó Jorge.

– No tienes ni idea de cómo funciona esta movida. Todo se rige por el secreto más absoluto. Rembrandt, Caravaggio, Rubens y otros grandes maestros tenían sus «secretos de oficio», ¿no?: fabricación de colores, elección de lienzos… Pues los pintores modernos también los tienen. De esa forma impiden que otros copien sus ideas.

– ¿Y qué hiciste después?

– Tiempo libre hasta la etapa final de imprimación.

Fue el sábado. Duró todo el día. Un corte de pelo, una ducha de ácidos, aprestos de cremas distribuidos por su cuerpo mediante inmensas brochas móviles como en un túnel de lavado de coches, borrado de cicatrices (incluyendo la firma de Alex Bassan), esfumado de improntas, torneado y moldeado de músculos y articulaciones con flexibilizadores y cremas; tinción de piel, cabello, ojos, orificios y oquedades con aquella capa de blanco de base y fina pintura amarilla. Por último, las etiquetas, donde sólo figuraba su nombre, el logotipo de la Fundación y un misterioso código de barras.

Era domingo 25 de junio de 2006, y la imprimación había finalizado. La vistieron con el conjunto blanco de top y minifalda, la trasladaron al aeropuerto de Barajas y la guardaron en aquella habitación. Entonces le preguntaron si quería despedirse de alguien. Ella eligió a Jorge, que acababa de regresar del congreso de radiología y había oído su mensaje.

– Y eso es todo -concluyó.

Jorge valoró las cosas desde su punto de vista.

– Cinco kilos de euros es mucho dinero. Se puede decir que tienes la vida resuelta.

– Olvidas el porcentaje sobre la venta y el alquiler. Si hacen conmigo una obra maestra, puedo triplicar fácilmente esa cantidad.

– Dios mío.

Los ojos dorados de Clara se abrieron limpiamente mientras sonreía: dos Jorges asomaron a los iris amarillos.

– El arte es dinero -susurró ella.

Él miraba de hito en hito aquel espectro cada vez más dorado. «Aún no la han pintado y ya vale una fortuna.» En el silencio que siguió oyeron, amortiguados, los altavoces del aeropuerto de Barajas.

– Veinticuatro mil años -dijo Jorge en un tono que hacía pensar que se trataba de una cantidad negociable, como si fuera dinero-. ¿Puede una obra de arte HD durar tanto tiempo?

– Sólo se necesitarían veinticuatro mil sustitutos, uno por año. Pero yo pasaría a la historia como el modelo original.

¿Y un millón de años? Un millón de personas, calculó Jorge. Contando sólo con los habitantes de Madrid, a persona por año, la obra podía durar tanto como la vida del hombre sobre la Tierra sin olvidar el prólogo antropoide. Naturalmente, se precisarían muchas generaciones para ello, pero ¿qué son tres o cuatro millones de personas? De repente le parecía que no estaba contemplando a Clara: contemplaba toda la eternidad.

– Parece fantástico -dijo.

– Tengo un poco de miedo -confesó ella, y agregó, sonriendo con nerviosismo-: Sólo un poco, pero de mucha calidad.

Impulsivamente, Jorge extendió los brazos.

– No -dijo ella retrocediendo-. No me abraces. Podrías estropearme. Tengo ganas de llorar pero tampoco quiero. De todas formas me han asegurado que carezco de lágrimas y sudor. Y apenas me queda secreción de saliva. Se debe a la imprimación.

– Pero ¿te sientes bien?

– Me siento increíblemente bien, preparada para todo, Jorge, para todo. Ahora mismo sería capaz de hacer con mi cuerpo cualquier cosa que un pintor me ordenara.

Él no deseaba indagar en las posibilidades. Un hombre con uniforme azul oscuro de piloto entró en ese instante. Era alto y atractivo, tenía los labios gruesos y llevaba el nudo de la corbata flojo.

– Avión ya -dijo con marcado acento.

Clara miró a Jorge. A él le hubiera gustado decir algo trascendental, pero esos momentos no eran su especialidad.

– ¿Cuándo te veré? -se limitó a preguntar.

– No lo sé. Cuando me hayan pintado, supongo.

Quedaron un instante contemplándose y de repente Clara se dio cuenta de que estaba llorando. No supo cuándo había comenzado, porque lo cierto era que no había lágrimas, pero el resto del mecanismo seguía intacto: nudo en la garganta, esfuerzos del párpado, irritación ocular, angustia en el vientre. Las lágrimas tendría que añadirlas el artista, se dijo, quizá pintárselas en las mejillas o imitarlas con diminutas astillas de cristal, como las de algunas vírgenes. Después se controló. Decidió no emocionarse. Un lienzo debía mostrarse neutro. Se separó de Jorge sin volver la vista atrás y siguió al hombre a través de un corredor metálico enhebrado de rugidos de aviones. A cada paso que daba, la etiqueta del tobillo golpeaba su pie.

Fue algo repentino. Quizá su sexto sentido («lo heredaste de tu padre»), que hizo sonar la alarma cuando la vio desaparecer por la puerta. Clara no debía marcharse, no debía aceptar aquel trabajo. Clara corría peligro.

Por un instante Jorge titubeó y pensó en llamarla, pero la sensación -tan absurda- se esfumó con la misma rapidez y neutralidad con que lo había hecho ella.

Olvidó aquel presentimiento poco después.

Jamás había sentido tanto miedo y felicidad al mismo tiempo. Allí estaban, reconocibles, contradictorios: un pavor desmesurado y una alegría extática. Recordó que su madre decía algo parecido acerca del instante en que penetró en la iglesia el día de su boda con papá. El recuerdo la hizo sonreír mientras seguía al hombre del uniforme de piloto por aquel pasillo ensordecedor. Imaginó que había gente mirándola a ambos lados y que ella se deslizaba entre brumas de seda en dirección a un altar donde se erguían objetos tan dorados o amarillos como ella: un sagrario, cálices, la cruz. Dorado, amarillo, dorado.

Negro.

El fondo es negro carbón y el suelo negro humo. Sobre ese suelo se alza un asiento de metal semejante a un taburete de bar. Annek Hollech está sentada en el taburete balanceando uno de sus pies descalzos. Sólo lleva encima una camiseta negra con el logotipo de la Fundación y las tres etiquetas colgadas del cuello, muñeca y tobillo. Sus delgados muslos, desnudos hasta la proximidad de las ingles, son como tijeras abiertas sobre cuya superficie se reflejan líneas de luz tamizada. Mientras habla se mueve de un lado a otro, los talones apoyados en la barra del taburete. Su pelo castaño claro tiende a cerrarse como una cortina sobre su rostro sin cejas, un rostro en sombras tan puro como la arcilla fresca. Los dedos de la mano derecha juegan con el pelo, lo hacen retroceder, lo peinan, acarician un mechón.

– ¿De veras piensas eso? -preguntó el hombre desde algún lugar invisible.

Gesto de la cabeza.

– A lo mejor confundes la falta de tiempo con el desinterés. Ya sabes que el Maestro está dedicado por completo a terminar las obras de la exposición en honor a Rembrandt del próximo 15 de julio.

– No es su trabajo. -Ahora jugaba a doblar y desdoblar el borde inferior de la camiseta-. Es que ya no quiere verme. Los cuadros nos damos cuenta de eso. Eva también lo ha notado.

– ¿Quieres decir que tu amiga Eva van Snell también ha notado que el Maestro parece haber perdido interés por ti?

Gesto de la cabeza.

– Annek: sabemos por experiencia que los cuadros con dueño se sienten mejor, más protegidos. De hecho, Eva está comprada actualmente. ¿No será eso lo que te ocurre? ¿Que no te han comprado aún? ¿Recuerdas cuando te vendimos en Confesiones, Puerta entornada y Verano? ¿No te encontrabas bien con el señor Wallberg?

– Era diferente.

– ¿Por qué?

Puso cara de rubor, pero la imprimación impidió que el color de sus mejillas se modificara.

– Porque el Maestro decía que nunca había hecho nada como Desfloración. Cuando me llamó a Edenburg para comenzar los bocetos, me dijo que quería pintar conmigo un recuerdo de su infancia. Yo pensé que eso era bonito. El señor Wallberg me quería, pero el Maestro me había creado. El señor Wallberg es el mejor dueño que he tenido, pero es distinto… El Maestro se esforzó tanto conmigo…

– Te refieres al trabajo hiperdramático.

– Sí. Me llevó al bosque de Edenburg… Allí encontró una expresión… Encontró algo en mi cara que le gustaba… Me dijo que era increíble… Que yo era… que era como un recuerdo suyo…

El pie izquierdo se movía en lentos círculos sobre la moqueta negra: una aguja torneada sobre un disco de vinilo. La firma del tobillo destellaba durante las órbitas.

– No me importaría no ser comprada. Sólo quisiera… que él no sufriera por mi causa… Yo he hecho todo lo que me ha pedido. Todo. Sé que es egoísta por mi parte pensar que él me debe algo a cambio, porque al pintarme en Desfloración me… me ha dado… lo mejor del mundo, lo sé, pero…

Se quedó callada.

– Dime -la animó el hombre.

Al elevar la vista, los ojos verdes de Annek brillaban un poco más.

– Me gustaría… me gustaría decirle… que no puedo evitar… no puedo evitar hacerme mayor… No es mi culpa… Me gustaría que mi cuerpo fuera de otra forma… -Su voz se quebraba-. No es mi culpa…

En ese instante sucedió algo increíble. El cuerpo de Annek se abrió en silencio por la mitad, como una flor, de la cabeza a los pies. La silla en la que se sentaba también quedó hendida. En medio de las dos mitades penetró con ímpetu un hombre mayor, de traje oscuro y ostentosa calva circundada de canas. Se detuvo bruscamente y dijo:

– Oh, lo siento. Estabas con un vídeo-escáner. No lo sabía.

Lothar Bosch se apartó y la figura tridimensional de Annek se recompuso en un silencio puro, como el agua se apresura a rellenar el vacío cuando el dedo sumergido la abandona. La señorita Wood pulsó el botón de pausa y la adolescente quedó inmóvil en medio de la habitación.

– Ya había terminado -dijo Wood, y bostezó-. Esto es más de lo mismo.

Presionó el rebobinado y Annek comenzó a ejecutar un terrorífico baile de San Vito. Entonces se quitó el visor de RA y lo dejó sobre la mesa, conjurando el espectro de la adolescente. La mesa era una mitad de elipse incrustada en la pared. Se trataba del único mueble de color madera que había en aquella pequeña cámara audiovisual del Museumsquartier. Todo lo demás era negro, incluyendo las sillas de patas finísimas. Wood ocupaba una de las sillas y su conjunto de rebeca y vestido rosados brillaba en la negrura. Junto a ella se erguía una pila de cintas de RA. En la pared, a su izquierda, sobresalían como gárgolas cámaras y reproductores.

Bosch, en elegante traje gris (la tarjeta roja de la solapa parecía un clavel de boda), ocupó la silla opuesta y desenvainó las gafas de lectura.

– ¿Desde cuándo estás aquí? -preguntó.

Se preocupaba por ella. Llevaban cinco días en Viena, incluyendo aquel lunes 26 de junio, trabajando sin descanso. Estaban hospedados en el Ambassador, pero apenas utilizaban sus respectivas suites para otra cosa que para dormir. Y cada vez que Bosch acudía al Museumsquartier, por temprano que fuera, ella estaba allí haciendo algo. De repente pensó que, probablemente, Wood ni siquiera se acostaba por las noches.

– Desde hace un rato -dijo ella-. Me faltaban algunas entrevistas de Apoyo por revisar, y mi padre me aconsejaba no dejar trabajo pendiente.

– Un buen consejo -admitió Bosch-. Pero ten cuidado y no abuses de los visores de Realidad Aumentada. Pueden dañar los ojos.

La señorita Wood se estiró en el asiento y la rebeca se abrió como un par de alas y surtió perfume hacia Bosch. Pequeños montículos de senos tatuaron el vestido rosa. Bosch bajó la vista confundido. Le gustaba todo en aquella mujer: la llamarada de olor de sus perfumes, su cuerpo menudo y cristalino esculpido con arabescos, aun la extrema delgadez de aquellas piernas cuyas rodillas atisbaba por encima de la mesa. Y el luto de su voz grave, que ahora escuchaba.

– No te preocupes, también he dado algún paseo por los alrededores. Un lunes en Viena al amanecer puede resultar reconfortante. Y me he percatado de algo: la gente aquí compra mucho pan, ¿no te parece? He visto a varios tipos con una barra de pan bajo el brazo, como en París. Me pareció que se habían puesto de acuerdo para pasear el pan ante mis narices.

– En realidad, son hombres de Braun encargados de vigilarte.

La sonrisa de ella le hizo saber que había acertado con la broma. El tema de la comida era peligroso para Wood.

– No me sorprende -dijo Wood-, aunque harían bien en vigilar otras cosas. Nuestro pájaro se ha esfumado, ¿no?

– Por completo. Ayer fue domingo y no pude hablar con Braun, pero mis amigos de Investigación Criminal aseguran que no se ha efectuado ni un solo arresto. Y no te creas que las demás noticias son mucho mejores.

– Comienza. -Wood se restregaba los ojos-. Dios, mataría por un buen café. Un café negro, muy negro, un buen schwarze vienés, caliente y fuerte.

– Un adorno está sirviendo a la gente de Arte esta mañana. Le dije que pasara por aquí.

– Eres un ser perfecto, Lothar.

Bosch se sintió como si estuviera desnudo. Por suerte, el sonrojo se apagó al instante. A los cincuenta y cinco años ya no hay combustible para quemar un rubor duradero, pensaba. La sangre añeja pierde fuerza.

– Te voy conociendo -replicó.

Los papeles temblaban ligeramente entre sus dedos, pero su voz era firme. La señorita Wood se acodó sobre la mesa y apoyó los dedos en las sienes mientras lo escuchaba.

– Dijimos el otro día que este mueble tiene tres patas, ¿no? La primera se llama Annek, la segunda Óscar Díaz y la tercera podríamos denominarla la Competencia. -Tras observar que Wood asentía, prosiguió-: Bien, respecto de la primera, no hay nada. La vida de Annek fue desastrosa, pero no he encontrado gente capaz de hacerle daño por alguna circunstancia personal. Su padre, Pieter Hollech, es un enfermo mental. Actualmente cumple condena en una cárcel de Suiza por provocar un accidente de tráfico mientras conducía ebrio. La madre de Annek, Yvonne Neullern, obtuvo el divorcio y la custodia de su hija cuando Annek tenía cuatro años. Trabaja como reportera gráfica especializada en fotografiar animales. Ahora mismo está en Borneo. Conservación se ha puesto en contacto con ella para darle la noticia…

– Bien, la familia del cuadro queda descartada. Sigue.

– Los compradores previos de Annek tampoco ofrecen nada concreto.

– Wallberg se enamoró del lienzo, ¿no?

– Annek le gustaba, en efecto -asintió Bosch-. Wallberg la compró en tres obras: Confesiones, Puerta entornada y Verano. Este último era una acción no interactiva. ¿Recuerdas la reunión que tuvimos con Benoit, cuando nos dijo que era preciso aclarar lo que realmente sentía Wallberg hacia Annek…? No, no fue así. Dijo: «Deberíamos distinguir entre la pasión artística y la pasión erótica del señor Wallberg…».

La risa coral (más breve en Wood) lo animó. Su imitación de Benoit también había sido oportuna. «La estoy haciendo reír, Dios mío. Esto es genial.»De improviso, todo rastro de alegría desapareció de Bosch: fue algo tan brusco como la oscuridad imprevista de una cortina de nubes. Su mueca perdió luz, los labios se posaron en las comisuras.

– Pobre Annek -dijo.

Tras un lapso de parpadeos, exploró los papeles que tenía delante.

– Sea como fuere, Wallberg agoniza ahora en un hospital de Berkeley, California. Cáncer de pulmón. El resto de los compradores tampoco parecen sospechosos: Okomoto está en Estados Unidos, rastreando cuadros; Cárdenas sigue en Colombia y sus antecedentes continúan tan oscuros como antes, pero no molestó a Annek mientras se exhibía en La guirnalda, y tampoco ha molestado a las sustitutas… -Tosió y su dedo índice buscó el siguiente epígrafe-. En cuanto al vasto panorama de locos… Según nuestros datos, casi todos están ingresados en hospitales o cumpliendo condena en prisión. Quedan algunos como aquel inglés que llenó de pasquines la fachada del Nuevo Atelier acusando a la Fundación de comerciar con pornografía infantil…

– ¿Qué tiene que ver en esto?

– Utilizó una foto de Desfloración para ilustrar los pasquines.

– Ya.

– Está en paradero desconocido. Pero seguiremos investigando. Y la pata «Annek» queda lista.

– Descártala. Pasemos a Díaz.

– Bueno, lo de Briseida Canchares…

– Descartada también. Esa ninfómana del arte no tiene nada que ver con lo ocurrido. Lo que más nos interesa es lo que dijo sobre una supuesta «indocumentada». Sigue. -Wood jugaba con su encendedor, una preciosa miniatura Dunhill en acero negro. Sus largos y delgados dedos lo hacían girar como un naipe de mago.

– Los amigos de Díaz en Nueva York lo definen como un ingenuo con buen corazón. Sus compañeros de gira son más «científicos», como tú dirías: según ellos, es un solitario inadaptado. No quería relacionarse con nadie y prefería buscar la diversión por su cuenta. Por cierto, el segundo registro de su casa de Nueva York no ha ofrecido ningún resultado. Todo dedicado a la fotografía, pero nada que ver con una supuesta obsesión por destruir cuadros ni por el arte. En su habitación del hotel de Kirchberggasse hemos encontrado la dirección y el teléfono de Briseida en Leiden y… atiende esto… una agenda con fotos de paisajes que en realidad es… un diario.

La cabeza de Wood, con su casquete de pelo corto y brillo de charol, ejecutó un movimiento tan rápido que Bosch pensó por un momento que el cráneo había crujido. Se apresuró a tranquilizarla.

– Pero no nos ofrece ninguna pista: Díaz acostumbraba a anotar localizaciones de paisajes para regresar a fotografiarlos cuando la luz fuera mejor. De vez en cuando habla de Briseida o de algún amigo, pero refiriéndose a asuntos banales. También escribe sobre su amor por el campo. Incluso hay un poema. Y algunas reflexiones sobre su trabajo, al estilo de «yo las veo como personas, no como obras». La última entrada es del 7 de junio. -Enarcó las cejas-. Lo siento: nada sobre un indocumentado, hombre o mujer.

– Mierda.

– Eso es lo que yo dije. Pero, en cambio, tengo una buena noticia. Hemos encontrado un café cerca del hotel Marriott aquí en Viena donde el barman recuerda a Díaz. Al parecer, era uno de los lugares que frecuentaba cuando dejaba a los cuadros en el hotel. El barman dice que solía pedir bourbon, lo cual no era típico entre sus clientes, y que por eso se fijó en él, y también por su acento americano y su tez oscura.

– Nueva York corrompió por completo a nuestro buen fotógrafo de paisajes -comentó Wood. Sus dedos aderezaban el peinado. Bosch observó que se movían como los de una médium: no era la conciencia de Wood la responsable de aquellos gestos suaves, inacabablemente estéticos, tan comunes en ella. La conciencia de Wood estaba concentrada en las palabras de Bosch («no en mí, en mis palabras, no te engañes, viejo») con la expresión de un náufrago que atisba en la negrura la luz de un barco.

– Pero hay un dato curioso -dijo él-. El barman asegura que la última vez que lo vio fue el jueves de hace dos semanas, el 15 de junio. Recuerda la fecha con exactitud por otra coincidencia: ese día era el cumpleaños de un amigo suyo y lo había dispuesto todo para abandonar pronto el local. Dice que Díaz estaba charlando en la barra con una chica desconocida, morena, delgada, atractiva, muy maquillada. Le pareció que hablaban en inglés. Los camareros la recuerdan a medias, porque esa noche había mucha clientela. Díaz y ella se marcharon juntos. El barman no los ha vuelto a ver desde entonces.

– ¿Cuándo llamó Díaz a su amiga colombiana para pedirle información sobre permisos de residencia?

– El domingo 18 de junio, según nos dijo Briseida.

El perfil de Wood parecía tallado en piedra.

– Tres días: un buen período para intimar. Nuestro amigo Óscar se apiadó de la colombiana en menos tiempo.

– Cierto -admitió Bosch-, pero si metemos a Chica Desconocida en el saco, entonces puede que Díaz sea inocente del todo. Imagina por un momento que ella trabaje con cómplices. Se las arreglan para extraerle información a Díaz sobre la recogida del cuadro y el miércoles se introducen en la furgoneta y obligan a Díaz a conducir hacia el Wienerwald.

– ¿Dónde está Díaz entonces? -preguntó Wood.

– Lo han obligado a acompañarlos, como rehén…

– ¿Arriesgándose a que escape y los delate? No. Si Díaz no es culpable, entonces está muerto. Es una conclusión que me parece obvia. La pregunta fundamental es: ¿por qué su cadáver no ha aparecido todavía? Eso es lo que no acabo de entender. Incluso teniendo en cuenta que lo necesitaran para conducir la furgoneta, ¿por qué no ha aparecido dentro de ésta? ¿Adónde se lo han llevado? ¿Por qué ocultar el cadáver de Díaz?

– Eso equivale a pensar que Díaz también es culpable.

– Quitemos a la Indocumentada. ¿Qué nos queda?

– En ese caso, la teoría de la policía parece funcionar: Díaz hace la grabación y corta a Annek dentro de la furgoneta. Después conduce hasta un rincón apartado, envuelve a Annek en un plástico, la deja en la hierba y la desnuda. Coloca la grabación a sus pies y se larga hacia otro lugar cuarenta kilómetros al norte, donde le aguarda otro coche.

– A mí esa teoría ya no me funciona.

– ¿Por?

– Díaz es un capullo -dijo la señorita Wood-. Escribe poemitas, fotografía paisajes y se deja manipular por chicas como Briseida. Si ha tenido algo que ver en esto, no ha actuado solo.

– Como agente de Seguridad, era muy competente -objetó Bosch-. Escogimos a los mejores para el traslado de cuadros al hotel, recuérdalo.

– No digo que fuera un mal agente de Seguridad. Digo que es un capullo. Un papanatas campestre. No ha podido montar solo todo este tinglado.

Suaves toques en la puerta y una lenta brisa perfumada. El adorno no era una Mesilla ni ningún otro Mueble sino un Aderezo de esquina, un pobre objeto desgraciado que trabajaba los lunes (día de descanso de las obras de arte en el Museumsquartier), uno de esos ornamentos que Decoración inventaba para distraer las habitaciones vacías, lo cual se percibía sobre todo en su inexperiencia a la hora de servir el café. Bosch demoró varios segundos en percatarse de que se trataba de un hombre joven, probablemente un chico de dieciocho o diecinueve años. El peinado era un garabato de bucles endrinos y simétricos en forma de volutas cribado de plumas plateadas. La túnica, larga y tubular, en terciopelo negro, desnudaba un escote drástico en la espalda, casi un defecto, que en su extremo inferior no alcanzaba a cubrir la mitad de unas nalgas prietas y pintadas, como todo el cuerpo, en castaño bruno. Depositó dos tazas de café sobre la mesa. Su maquillaje no desvelaba pensamientos o ánimos; era la máscara de un guerrero polinesio o un espíritu vudú. La etiqueta blanca colgada del cuello decía «Michel». La firma en la parte baja del lomo era de un tal Grath. Llevaba cobertores auditivos.

Cuando el adorno giró hacia Bosch, éste pudo observar sus manos: brillaban de bronce oscuro; las uñas eran ónices.

– Todo es demasiado perfecto, Lothar -decía, mientras tanto, la señorita Wood-: un segundo vehículo esperando en el Wienerwald, probablemente documentación falsa… Un plan minucioso, en suma. Admitiría que alguien le hubiera pagado para que llevara el cuadro al Wienerwald, pero ni siquiera eso me parece creíble.

– Entonces quieres que descartemos también la pata «Díaz». Te advierto que el mueble se nos va a caer…

– No podemos descartar a Díaz del todo. Creo que su papel ha sido el de chivo expiatorio. Lo que no comprendo es por qué ha desaparecido.

– Puede que hayan ocultado su cadáver para que las sospechas recaigan sobre él, y que el verdadero criminal pueda escapar -apuntó Bosch.

La señorita Wood se había inclinado hacia adelante para examinar la parte baja de la espalda del adorno, donde estaba la firma. El adorno aguardaba de pie a que ella finalizara la exploración. Su etiqueta indicaba que podía ser tocado, y Wood deslizaba una mano por la cintura y el inicio de los glúteos brillantes de bronce. Su expresión, con el ceño fruncido, era la de quien valora de forma experta la porcelana de un jarro. Al tiempo que hacía esto, respondió a la observación de Bosch.

– Ésa es la mejor teoría. Pero mi pregunta es dónde está. La policía ha peinado la zona en varios kilómetros, Lothar. Han usado perros y todo un sofisticado equipo de rastreo. ¿Dónde se encuentra el cadáver de Díaz? ¿Y dónde lo asesinaron? No ha aparecido ni un solo indicio en la furgoneta: ni señales de lucha, ni una gota de sangre. Piensa esto por un momento: destroza el cuadro y pierde tiempo en quitarle la ropa al aire libre corriendo el riesgo de que alguien lo descubra. Pero, en cambio, ha diseñado un plan minucioso para escapar haciendo recaer todas las sospechas en el agente de Seguridad que custodiaba el cuadro. ¿Te suena lógico?

– Debo admitir que no.

Wood dejó de tocar el trasero del adorno, elevó el brazo, cogió la etiqueta del cuello y tiró de ella haciendo que el adorno se inclinara para que ella pudiese leerla. En la etiqueta, además del nombre del modelo, figuraban los datos del artesano y de la pieza. Bosch sabía que la señorita Wood compraba adornos y utensilios para su casa de Londres. La venta de artesanía humana estaba oficialmente prohibida, pero los adornos seguían vendiéndose y mucha gente de cierto nivel los compraba de la misma forma que adquirían drogas blandas.

Después de leer los datos, Wood soltó la etiqueta y el adorno se incorporó, dio media vuelta en la oscuridad y salió sin hacer ruido pisando la mullida alfombra negra con sus pies descalzos. La señorita Wood hizo una mueca al probar su café caliente.

– Estoy segura de que Díaz ha muerto -afirmó-. El problema consiste en encajar su muerte con todo lo demás.

– Nos quedan la Competencia y los Adversarios. -Bosch hojeó sus papeles-. Debo reconocer que aquí me pierdo, April. No encuentro nada probable. Los líderes del BAH, por ejemplo, son unos pobres diablos. Ya sabes que Pamela O'Connor escribió un libro sobre Annek…

– The truth about Annek Hollech -asintió Wood-. Es una idiotez pretenciosa. En realidad, toma como ejemplo el caso de Annek para denunciar la utilización de modelos menores de edad en cuadros supuestamente obscenos.

– También estamos investigando a la Asociación Cristiana Contra el Arte Hiperdramático; la Sociedad Internacional de Tradición y Arte Clásico; la Sociedad Europea Contra el Arte Hiperdramático…

– Faltan los competidores reales -dijo Wood-. Art Enterprises, por ejemplo, se ha convertido en un serio enemigo. Stein asegura que harían cualquier cosa por jodernos, y ya lo están haciendo, de hecho: nos quitan inversores. Imagina por un momento que lo de Desfloración forme parte de un plan a gran escala de desprestigio de nuestro sistema de Seguridad.

– Esa teoría no encaja con lo sucedido. Un disparo en la cabeza hubiera logrado el mismo resultado. ¿Por qué emplear ese sadismo?

– ¿A qué te refieres exactamente?

A Bosch le horrorizó aquella pregunta.

– Por Dios, April, la cortó con… Tengo aquí los informes de la autopsia. Me los ha enviado Braun esta mañana. Mira estas fotos… Las pruebas de laboratorio lo han confirmado: utilizó un cortalienzos portátil… ¿Sabes lo que es…? Una sierra de mango cilíndrico y bordes dentados no mayor que mi mano. Los artistas que aún trabajan con telas y los restauradores de pinturas antiguas lo emplean para modificar la forma y tamaño de los lienzos. Es un artilugio potente: usando las cuchillas adecuadas puedes cortar por la mitad una mesa de mediano grosor en cinco segundos… Le hizo diez cortes con eso, April…

Wood había encendido un cigarrillo ecológico. El humo verde oscuro, resultado de una brusca producción de vapor de agua coloreada y en modo alguno perjudicial para la salud, ascendió al techo. Bosch recordó la época en que se habían puesto de moda aquellos falsos cigarrillos para dejar de fumar. A él, que había logrado dejar el vicio haciendo uso de los clásicos parches, aquel método se le antojaba de una artificiosidad deplorable.

– Míralo de esta forma -dijo ella-. Quieren que la opinión pública piense que Óscar Díaz estaba loco de atar. Ya sabes: si contratamos a sicópatas para vigilar nuestras obras más célebres, entonces ¿quién podrá fiarse de nosotros, etcétera, etcétera?

– Pero, si eso es lo que pretendían, ¿por qué no la mataron antes de cortarla, por amor de Dios? La autopsia dice que la sedó con una inyección intramuscular de neuroléptico de mediana intensidad a través de una aguja clavada en el cuello. Seguramente usó una pistola hipodérmica. La dosis bastaba para impedir que se defendiera, pero no para anestesiarla. No lo entiendo. Quiero decir… Y perdona, April, que insista, pero me parece… Si sólo deseaba montar una escena, ¿por qué llegar a este punto…? El crimen hubiera sido igual de horrible, pero… tendría…, habría… Es decir, imagínate que quiero fingir que ha sido la obra de un sádico… Bueno, pues primero la elimino, le administro una inyección de algo, la anestesio… Después hago todo lo demás… Pero hay un límite que nunca… El dinero no tiene nada que ver con eso, April. No ganaré más dinero haciendo eso. Hay un límite que…

– Lothar.

– ¡No me digas que lo hizo sólo por dinero, April! ¡Me estoy volviendo viejo, de acuerdo, pero no chocheo todavía! Y tengo experiencia: he sido inspector de policía, conozco a los criminales… No son tan sádicos como los pintan las películas. Son seres humanos… No estoy diciendo que no haya excepciones, pero…

– Lothar.

– ¡Ese tipo no quería engañar a nadie: quiso hacer lo que hizo y de la manera en que lo hizo! ¡No nos enfrentamos a ningún maldito negocio de la competencia: estamos persiguiendo a una alimaña…! ¡Le cortó la cara y la dejó retorcerse mientras se preparaba para… para cortarle el pecho…! ¿Quieres que te lea el informe de…?

– Lothar -repitió aquella voz grave y cansina-. ¿Puedo hablar ya?

– Disculpa.

Bosch recuperaba a duras penas el control. «Venga, viejo, cálmate. ¿Qué coño te pasa?»La señorita Wood presionó el cigarrillo contra el cenicero. Retiró la mano y dejó sobre la superficie una cosa verde, una habichuela destrozada y humeante. Expelió el resto del vapor por la nariz. Vapor Venenoso de Dragón.

– Era un cuadro. No le des más vueltas, Lothar. Desfloración era un cuadro. Te lo demostraré. -Cogió una de las fotos de estudio de Annek con un gesto rápido y la alzó frente a Bosch-. Parece una adolescente, ¿no? Tiene la forma de una adolescente, hablaba y se movía como una adolescente cuando estaba viva. Se llamaba Annek. Pero si realmente hubiera sido una adolescente no habría valido ni quinientos dólares. Su muerte no habría interesado al Ministerio del Interior de un país extranjero, ni movilizado a un ejército completo de policías y comandos especiales, ni ocasionado discusiones de alto nivel en dos capitales europeas, ni provocado que nuestros cargos en la Fundación estén en la cuerda floja. Si esto fuera una niña, ¿a quién coño le hubiera importado lo que le ocurrió? A su madre y a cuatro policías aburridos del distrito del Wienerwald. Todos los días suceden cosas así en el mundo. Las personas mueren atrozmente a nuestro alrededor y a nadie le importa. Pero la muerte de esta niña sí que ha importado. ¿Sabes por qué…? Porque esto, esto -agitó la foto-, que en apariencia es una niña, no es una niña. Costaba más de cincuenta millones de dólares. -Pronunció lentamente, haciendo pequeñas pausas-. Cincuenta. Millones. De dólares.

– Por mucho dinero que costara, seguía siendo una niña, April.

– Te equivocas. Costaba ese dinero precisamente porque no era una niña. Era un cuadro, Lothar. Una obra maestra. ¿Es que no lo comprendes todavía? Somos lo que los demás pagan para que seamos. Tú fuiste policía y te pagaban para que lo fueras, ahora te pagan para que seas empleado de una empresa privada, y eso es lo que eres. Esto fue una niña alguna vez. Luego le pagaron para convertirla en cuadro. Los cuadros son cuadros, y la gente puede destrozarlos con cortalienzos portátiles igual que tú destrozarías un papel en la máquina trituradora sin preocuparte por su nivel de conciencia. Sencillamente, no son personas. Ni para el tipo que hizo esto, ni para nosotros. ¿Me has entendido?

Bosch miraba directamente hacia un punto fijo: había elegido el cabello color antracita de la señorita Wood y su inflexible, prodigiosa raya divisoria a la derecha. Mantenía la vista en aquel punto mientras asentía.

– ¿Lothar?

– Sí, te he entendido.

– Por lo tanto, habrá que vigilar a la competencia.

– Lo haremos -dijo Bosch.

– Y nos queda el loco anónimo. -Al suspirar, los delgados hombros de la señorita Wood se alzaron un instante-. Sería lo peor de todo: un sicópata recién salido del horno, como el pan vienés. ¿Hay algo más en el informe forense?

Bosch parpadeó y bajó la vista hacia el papel. «No es crueldad -pensaba-. No habla así por crueldad. Ella no es cruel. Es el mundo. Somos todos.»

– Sí… -Bosch pasó varias páginas-. Hay un detalle curioso. Naturalmente, el análisis de la piel del cuadro es muy extenso: los forenses desconocen en gran parte el trabajo de imprimación, por eso no han hecho hincapié en este hallazgo.

Cerca de la herida del pecho se encontraron restos de un material que… Te leo textualmente… «Cuya composición, siendo básicamente similar a la silicona, resulta distinta en varios aspectos fundamentales…» Y citan el nombre completo de la molécula: «dimetiltetrahidro…». En fin, una palabra enorme. ¿Sospechas lo que es?

– Ceru -dijo Wood con los ojos muy abiertos.

– Bingo. En el informe se menciona como parte de la imprimación del cuadro, pero nosotros sabemos que Desfloración no llevaba cerublastina encima. Hemos llamado a Hoffmann y nos lo ha confirmado: la cerublastina no podía proceder del cuadro.

– Dios mío -susurró Wood-. Se disfraza.

– Es lo más probable. Unos toques de cerublastina le habrán bastado para cambiar su aspecto.

La noticia había provocado en la señorita Wood una repentina inquietud. Se había levantado y caminaba de un lado a otro por la habitación negra. Bosch la contempló con preocupación. «Por Dios, apenas prueba bocado y está hecha un esqueleto. Va a enfermar si sigue así…» Una voz distinta, pero también suya, contraatacó: «No disimules. Mira cómo se refleja la luz sobre esos senos, mira ese culo estrecho y esas piernas. Te mueres por ella. Te gusta como te gustó Hendrickje, o quizá mucho más. Te gusta como te gustó, después, el retrato de Hendrickje». «Bobadas», replicó Bosch. «Y… ¿por qué no decirlo? -prosiguió la otra voz-. Te gusta su inteligencia. Su carácter adusto, su personalidad y su inteligencia mil veces superior a la tuya.»En verdad, April Wood era una máquina de precisión. En los cinco años que llevaba junto a ella, Bosch no la había visto errar ni una sola vez. «El perro guardián», la llamaba Stein. En la Fundación no había nadie que no le tuviese respeto. Hasta Benoit se amedrentaba ante su presencia; solía decir: «Es tan flaca que el alma no le cabe». Su historial era brillante. Aunque no había podido evitar todos los atentados que habían sufrido los cuadros a lo largo de sus cinco años como directora jefe de Seguridad (era imposible prevenirlos todos), los culpables habían sido localizados y eliminados, a veces antes de que la policía tuviera noticia del delito. El perro guardián sabía morder. Nadie dudaba (y Bosch mucho menos) de que ahora también encontraría al tipo que había destruido Desfloración.

Sin embargo, fuera del terreno profesional, él apenas la conocía. Los agujeros negros del espacio, según afirmaban las revistas científicas que su hermano Roland acostumbraba a coleccionar, no pueden verse precisamente porque son negros, sólo cabe inferirlos por los efectos que ejercen en los cuerpos circundantes. Bosch pensaba que el ocio de la señorita Wood era un agujero negro: él lo infería a través de su trabajo. Si Wood había descansado, todo iba como una seda. En otro caso, podías prepararte para discutir. Pero nadie había vislumbrado hasta el momento qué se ocultaba en aquel hueco de negrura que era el descanso de April Wood, o Wood sin la tarjeta roja, o la señorita Wood en horas no laborables, o la señorita Wood con sentimientos, si es que tales cosas existían. ¿Escondía una mancha aquella imagen perfecta? Bosch se lo preguntaba a veces.

«Lo cierto es, la verdad es, señor Lothar Bosch, que esta chiquilla de apenas treinta primaveras que podría ser tu hija pero que es tu jefa, este esqueleto sin alma, te tiene completamente hipnotizado.»

– April -dijo Bosch.

– ¿Qué?

– Se me ocurre que Díaz podría estar llevando una doble vida. Dos voces en su cabeza, una normal y otra no. Si es un sicópata, no tendría nada de raro que su comportamiento fuese correcto con sus amigos y compañeros. Cuando trabajé en la policía, tuve algunos casos de…

Mozart repicó sobre la mesa. Era el móvil de la señorita Wood. Aunque sus facciones no se alteraron ni un ápice mientras contestaba, Bosch pudo percatarse de que había sucedido algo importante.

– Todos nuestros problemas resueltos -dijo al colgar, sonriendo de aquella forma tan desagradable-. Era Braun. Óscar Díaz ha muerto.

Bosch saltó de su asiento.

– ¡Lo atraparon, por fin!

– Oh, no. Lo encontraron dos aficionados a la pesca flotando en el Danubio esta madrugada. Se creían que era la carpa de sus vidas, la carpa Guinness de los Récords, y era Óscar. Bueno, más bien lo que quedaba de Óscar. Según el informe preliminar, lleva muerto más de una semana… Por eso les interesaba hacer desaparecer su cadáver.

– ¿Qué?

Wood no contestó de inmediato. Aunque la sonrisa persistía en su rostro, de repente Bosch se daba cuenta de la inmensa furia que la paralizaba.

– Que no era Óscar Díaz el tipo que recogió a Annek el miércoles pasado.

La afirmación sumió a Bosch en el desconcierto.

– ¿Que no era…? ¿Qué estás diciendo…? Díaz se presentó el miércoles a la hora de siempre, charló con sus compañeros, se identificó y…

Se detuvo de repente, como frenado por el muro de piedra de la mirada de Wood.

– No puede ser, April. Una cosa es usar la ceru para escapar de la policía y otra… otra muy distinta imitar a alguien hasta el punto de engañar a quienes lo conocen, a quienes lo ven todos los días, a los compañeros que lo saludaron el… el miércoles… a los filtros de seguridad… a todos… Para hacerte pasar por alguien tienes que ser un verdadero especialista en cerublastina. Un maestro absoluto.

Wood seguía mirándolo. Aquella sonrisa le helaba la sangre.

– Ese hijo de puta, sea quien sea, nos la ha pegado, Lothar.

Había dicho esto último en un tono que Bosch conocía perfectamente. Era el de la venganza. La señorita Wood podía perdonar la inteligencia ajena siempre que no fuera superior a la suya. No soportaba que el adversario hiciese algo que a ella no se le había ocurrido. Dentro del corazón de aquella mujer delgada ardía un volcán negro de orgullo y perfeccionismo. Bosch comprendió, con la súbita certeza con que se comprenden a veces las verdades más profundas e indemostrables, que Wood había roto la veda, que el «perro guardián» perseguiría a ese gran adversario, fuera quien fuese, y no se detendría hasta atraparlo con sus mandíbulas abiertas.

Y ni siquiera entonces: después de morderlo, lo trituraría.

– Nos la ha pegado, nos la ha pegado… -repitió ella en un tono casi musical, silbante, separando apenas las dos hileras de perfectos dientes blancos, lo único blanco en la oscuridad de la habitación.

Una muesca blanca sobre fondo negro.