171530.fb2 Bajo los vientos de Neptuno - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 55

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LIII

– Tu Mah-Jong -repetía Adamsberg.

Camille vaciló y, luego, se reunió con él en la cocina. La embriaguez arrebataba el encanto a la voz de Adamsberg, haciéndola más aguda y desfalleciente. Ella disolvió dos comprimidos en un vaso de agua y se lo tendió.

– Bebe -dijo.

– Necesito dragones, ¿comprendes? Grandes dragones -explicó Adamsberg antes de vaciar el vaso.

– No hables tan alto. ¿Qué quieres hacer con unos dragones?

– Tengo que tapar unas ventanas.

– Bueno -admitió Camille-. Ya las taparás.

– Con los labradores de ese tipo, también.

– También… No hables tan alto.

– ¿Por qué?

Camille no respondió pero Adamsberg siguió su breve mirada. Al fondo de la habitación, divisó, bastante difusa, una cama en miniatura.

– Ah, claro -dijo levantando un dedo-. El niño. No despertar al niño. Ni al padre de los perros.

– ¿Estás al corriente? -dijo Camille con voz neutra.

– Soy poli, lo sé todo. Montreal, el niño, el nuevo padre con los perros.

– Eso está bien. ¿Cómo has venido? ¿A pie?

– En mobylette.

Mierda, se dijo Camille. No podía conducir en ese estado. Sacó el viejo juego de Mah-Jong de su abuela.

– Juega -dijo dejando la caja en el bar-, diviértete con las fichas. Yo voy a leer.

– No me dejes. Estoy perdido y maté a una muchacha. Explícame ese Mah-Jong, quiero encontrar los dragones.

Camille examinó a Adamsberg con una rápida ojeada. Fijar la atención de Jean-Baptiste en esas fichas le parecía, de momento, lo único que cabía hacer. Hasta que los comprimidos actuasen y pudiera proseguir su camino. Y hacerle un café bien cargado para que no cayera de bruces sobre el bar.

– ¿Dónde están los dragones?

– Hay tres palos en el juego -explicó Camille con voz apaciguadora, con la prudencia de cualquier mujer que fuera abordada en la calle por un tipo fuera de sus casillas. Hablar suavemente y esfumarse en cuanto pudiera. Entretenerle con las fichas de su abuela. Le tendió una taza de café solo.

– Tienes aquí el palo de los Círculos, aquí el de los Caracteres y, allí, el de los Bambúes, del número 1 al número 9. ¿Comprendes?

– ¿Para qué sirve?

– Para jugar. Y éstos son los honores: Este, Oeste, Norte, Sur y tus dragones.

– Ah -dijo Adamsberg, satisfecho.

– Cuatro dragones verdes -dijo Camille reuniéndolos ante sus ojos-, cuatro dragones rojos y cuatro vírgenes. Doce dragones en total, ¿te bastarán?

– ¿Y esto? -preguntó Adamsberg señalando con dedo incierto una ficha llena de adornos.

– Es una Flor, hay ocho. Son honores que no cuentan, salvo por puro adorno.

– ¿Y qué se hace con todo este follón?

– Jugar -repitió pacientemente Camille-. Debes componer tríos o secuencias de tres fichas, a medida que las vas cogiendo. Los tríos tienen más valor. ¿Sigue interesándote?

Adamsberg inclinó ligeramente la cabeza y tomó su café.

– Vas cogiendo hasta que reúnes una mano completa. Sin chapurrar, si es posible.

– Si chapurras, te empitono. Eso decía mi abuela, que era la hostia. «Le dije al chapucero, si chapurras, te empitono.»

– De acuerdo. Ahora ya sabes jugar. Si tanto te apasiona, te dejaré el reglamento.

Camille fue a sentarse al fondo de la habitación, con un libro. A esperar que pasara. Adamsberg levantaba pequeñas pilas de fichas que se derrumbaban y volvía a empezar, mascullando, secándose los ojos de vez en cuando, como si aquellos desplomes le causaran una gran pesadumbre. El alcohol le arrancaba emociones y divagaciones, a las que Camille respondía con un leve gesto. Tras más de una hora, cerró su libro.

– Si te encuentras mejor ahora, vete -dijo ella.

– Primero quiero ver al tipo de los perros -afirmó Adamsberg levantándose con rapidez.

– Bueno. ¿Cómo piensas hacerlo?

– Sacándolo de su escondrijo. Un tío que se esconde y que no se atreve a mirarme de frente.

– Es posible.

Adamsberg recorrió el estudio con pasos vacilantes, luego se dirigió hacia la buhardilla.

– No está arriba -dijo Camille guardando las fichas-. Puedes creerme.

– ¿Dónde se esconde?

Camille abrió los brazos en un gesto de impotencia.

– Aquí no -dijo.

– ¿Aquí no?

– Eso es. Aquí no.

– ¿Ha salido?

– Se ha marchado.

– ¿Te ha abandonado? -gritó Adamsberg.

– Sí. No grites y deja ya de buscarle.

Adamsberg se sentó en el brazo del sillón, bastante despejado ya por los remedios y la sorpresa.

– Carajo, ¿te ha abandonado? ¿Con el niño?

– Eso pasa.

Camille terminaba de meter las fichas del Mah-Jong en su caja.

– Mierda -dijo sordamente Adamsberg-. Realmente no tienes suerte.

Camille se encogió de hombros.

– No hubiera debido marcharme -proclamó Adamsberg sacudiendo su cabeza-. Te habría protegido, habría sido una muralla -afirmó abriendo los brazos y pensando, de pronto, en el boss de las ocas marinas.

– ¿Te aguantas de pie ya? -preguntó dulcemente Camille, levantando los ojos.

– Claro que me aguanto.

– Entonces vete ahora, Jean-Baptiste.