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– Tu Mah-Jong -repetía Adamsberg.
Camille vaciló y, luego, se reunió con él en la cocina. La embriaguez arrebataba el encanto a la voz de Adamsberg, haciéndola más aguda y desfalleciente. Ella disolvió dos comprimidos en un vaso de agua y se lo tendió.
– Bebe -dijo.
– Necesito dragones, ¿comprendes? Grandes dragones -explicó Adamsberg antes de vaciar el vaso.
– No hables tan alto. ¿Qué quieres hacer con unos dragones?
– Tengo que tapar unas ventanas.
– Bueno -admitió Camille-. Ya las taparás.
– Con los labradores de ese tipo, también.
– También… No hables tan alto.
– ¿Por qué?
Camille no respondió pero Adamsberg siguió su breve mirada. Al fondo de la habitación, divisó, bastante difusa, una cama en miniatura.
– Ah, claro -dijo levantando un dedo-. El niño. No despertar al niño. Ni al padre de los perros.
– ¿Estás al corriente? -dijo Camille con voz neutra.
– Soy poli, lo sé todo. Montreal, el niño, el nuevo padre con los perros.
– Eso está bien. ¿Cómo has venido? ¿A pie?
– En mobylette.
Mierda, se dijo Camille. No podía conducir en ese estado. Sacó el viejo juego de Mah-Jong de su abuela.
– Juega -dijo dejando la caja en el bar-, diviértete con las fichas. Yo voy a leer.
– No me dejes. Estoy perdido y maté a una muchacha. Explícame ese Mah-Jong, quiero encontrar los dragones.
Camille examinó a Adamsberg con una rápida ojeada. Fijar la atención de Jean-Baptiste en esas fichas le parecía, de momento, lo único que cabía hacer. Hasta que los comprimidos actuasen y pudiera proseguir su camino. Y hacerle un café bien cargado para que no cayera de bruces sobre el bar.
– ¿Dónde están los dragones?
– Hay tres palos en el juego -explicó Camille con voz apaciguadora, con la prudencia de cualquier mujer que fuera abordada en la calle por un tipo fuera de sus casillas. Hablar suavemente y esfumarse en cuanto pudiera. Entretenerle con las fichas de su abuela. Le tendió una taza de café solo.
– Tienes aquí el palo de los Círculos, aquí el de los Caracteres y, allí, el de los Bambúes, del número 1 al número 9. ¿Comprendes?
– ¿Para qué sirve?
– Para jugar. Y éstos son los honores: Este, Oeste, Norte, Sur y tus dragones.
– Ah -dijo Adamsberg, satisfecho.
– Cuatro dragones verdes -dijo Camille reuniéndolos ante sus ojos-, cuatro dragones rojos y cuatro vírgenes. Doce dragones en total, ¿te bastarán?
– ¿Y esto? -preguntó Adamsberg señalando con dedo incierto una ficha llena de adornos.
– Es una Flor, hay ocho. Son honores que no cuentan, salvo por puro adorno.
– ¿Y qué se hace con todo este follón?
– Jugar -repitió pacientemente Camille-. Debes componer tríos o secuencias de tres fichas, a medida que las vas cogiendo. Los tríos tienen más valor. ¿Sigue interesándote?
Adamsberg inclinó ligeramente la cabeza y tomó su café.
– Vas cogiendo hasta que reúnes una mano completa. Sin chapurrar, si es posible.
– Si chapurras, te empitono. Eso decía mi abuela, que era la hostia. «Le dije al chapucero, si chapurras, te empitono.»
– De acuerdo. Ahora ya sabes jugar. Si tanto te apasiona, te dejaré el reglamento.
Camille fue a sentarse al fondo de la habitación, con un libro. A esperar que pasara. Adamsberg levantaba pequeñas pilas de fichas que se derrumbaban y volvía a empezar, mascullando, secándose los ojos de vez en cuando, como si aquellos desplomes le causaran una gran pesadumbre. El alcohol le arrancaba emociones y divagaciones, a las que Camille respondía con un leve gesto. Tras más de una hora, cerró su libro.
– Si te encuentras mejor ahora, vete -dijo ella.
– Primero quiero ver al tipo de los perros -afirmó Adamsberg levantándose con rapidez.
– Bueno. ¿Cómo piensas hacerlo?
– Sacándolo de su escondrijo. Un tío que se esconde y que no se atreve a mirarme de frente.
– Es posible.
Adamsberg recorrió el estudio con pasos vacilantes, luego se dirigió hacia la buhardilla.
– No está arriba -dijo Camille guardando las fichas-. Puedes creerme.
– ¿Dónde se esconde?
Camille abrió los brazos en un gesto de impotencia.
– Aquí no -dijo.
– ¿Aquí no?
– Eso es. Aquí no.
– ¿Ha salido?
– Se ha marchado.
– ¿Te ha abandonado? -gritó Adamsberg.
– Sí. No grites y deja ya de buscarle.
Adamsberg se sentó en el brazo del sillón, bastante despejado ya por los remedios y la sorpresa.
– Carajo, ¿te ha abandonado? ¿Con el niño?
– Eso pasa.
Camille terminaba de meter las fichas del Mah-Jong en su caja.
– Mierda -dijo sordamente Adamsberg-. Realmente no tienes suerte.
Camille se encogió de hombros.
– No hubiera debido marcharme -proclamó Adamsberg sacudiendo su cabeza-. Te habría protegido, habría sido una muralla -afirmó abriendo los brazos y pensando, de pronto, en el boss de las ocas marinas.
– ¿Te aguantas de pie ya? -preguntó dulcemente Camille, levantando los ojos.
– Claro que me aguanto.
– Entonces vete ahora, Jean-Baptiste.