171530.fb2 Bajo los vientos de Neptuno - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 48

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XLVI

El cura de su pueblo se levantaba con las gallinas, como repetía la madre de Adamsberg, para dar ejemplo. Adamsberg esperó que fueran las ocho y media en sus relojes para llamar al sacerdote que, según calculó, debía de haber superado los ochenta años. El hombre había tenido siempre cierta similitud con un gran perro al acecho, y ya sólo podía desear que hubiese conservado la actitud. El cura Grégoire asimilaba montones de detalles inútiles, apasionado por la diversidad que el Señor había introducido en el mundo viviente. Se anunció con su apellido.

– ¿Qué Adamsberg? -preguntó el cura.

– El de tus viejos libros. «Qué segador del eterno estío había, al marcharse, arrojado negligentemente esa hoz.»

– «Dejado», Jean-Baptiste, «dejado» -le corrigió el cura, sin que la llamada pareciese sorprenderle.

– «Arrojado.»

– «Dejado.»

– No tiene importancia, Grégoire. Te necesito. ¿Te he despertado?

– Ni hablar, me levanto con las gallinas. Y, con la edad, ya sabes. Concédeme un minuto, voy a comprobarlo. Me haces dudar.

Adamsberg permaneció con el teléfono en la mano, inquieto. ¿No sabía ya Grégoire reconocer una urgencia? En el pueblo era conocido por reaccionar ante la menor preocupación que apareciera en casa de uno de sus feligreses. Con el cura Grégoire no valían los disimulos.

– «Arrojado.» Tienes razón, Jean-Baptiste -dijo el cura, decepcionado y tomando de nuevo el teléfono-. Con la edad, ya sabes.

– Grégoire, ¿te acuerdas del juez? ¿Del Señor?

– ¿Otra vez él? -dijo Grégoire con un tono de reproche.

– Ha regresado de entre los muertos. O agarro a ese viejo diablo por los cuernos o pierdo mi alma.

– No hables así, Jean-Baptiste -le ordenó el cura como si fuera todavía un niño-. Si Dios te oyera…

– Grégoire, ¿recuerdas sus orejas?

– ¿La izquierda, quieres decir?

– Eso es -dijo rápidamente Adamsberg tomando un lápiz-. Cuenta.

– No debemos hablar mal de los muertos, pero aquella oreja no había acabado bien. No por voluntad de Dios sino por culpa de los doctores.

– De todos modos, Dios le había hecho nacer con las orejas despegadas.

– Pero le había dado la belleza. Dios debe repartirlo todo en este mundo, Jean-Baptiste.

Adamsberg pensó que Dios metía mucho la pata en su tarea y que era bueno que algunas Josette le echaran una manita en la chapuza de su curro.

– Háblame de esa oreja -dijo, queriendo evitar que Grégoire se extraviara por los inescrutables caminos del Señor.

– Grande, deforme, con el lóbulo largo y levemente velludo, el orificio auricular estrecho, con el pliegue estropeado por un hundimiento en el centro. ¿Recuerdas el mosquito que quedó atrapado en la oreja de Raphaël? Finalmente, lo hicimos salir con una vela, como cuando se pesca con candiles, por la noche.

– Lo recuerdo muy bien, Grégoire. Acabó chisporroteando en la llama, con un ruidito. ¿Te acuerdas del ruidito?

– Sí. Yo bromeé.

– Es cierto. Pero háblame del Señor. ¿Estás seguro de este hundimiento?

– Del todo. También tenía una pequeña verruga en el mentón, a la derecha, que debía de molestarle al afeitarse -añadió Grégoire, lanzado ya a su mina de detalles-. La aleta derecha de la nariz estaba más abierta que la izquierda y el implante de los cabellos avanzaba mucho hacia las mejillas.

– ¿Cómo lo haces?

– Puedo describirte también a ti, si quieres.

– Prefiero que no, Grégoire. Ya es bastante con lo que tengo.

– No olvides que el juez ha muerto, pequeño, no lo olvides. No te hagas daño.

– Lo intento, Grégoire.

Adamsberg pensó en el viejo Grégoire sentado a su mesa de madera rancia. Luego regresó a sus fotos con una lupa. La verruga en el mentón era muy visible, también la irregularidad de la nariz. La memoria del anciano cura seguía tan aguzada como antaño, un verdadero teleobjetivo. Salvo aquella diferencia de edad puesta de relieve por el médico, el espectro de Fulgence parecía salir por fin de su sudario. Tirado de una oreja. Cierto es, se dijo observando los clichés del juez el día de su jubilación, que Fulgence nunca había representado su edad. El hombre había sido siempre de un anormal vigor y Courtin no podía concebir aquello. Maxime Leclerc no había sido un paciente ordinario ni, por lo tanto, a continuación, un fantasma ordinario.

Adamsberg se hizo otro café y esperó con impaciencia que Josette y Clémentine volvieran de sus compras. Ahora que había abandonado el árbol Retancourt, sentía la necesidad de su apoyo, el impulso de anunciarle cada uno de sus progresos.

– Le tenemos por la oreja, Clémentine -dijo descargándola de su cesto.

– Ya era hora. Es como un ovillo, cuando tienes el hilo te basta con tirar.

– ¿Exploramos un nuevo canal, comisario? -preguntó Josette.

– Ya te dije que es más que eso. Es todo un mundo, mi querida Josette.

– Vayamos a Richelieu, Josette. Busquemos el nombre del médico que firmó el permiso para enterrarlo, hace dieciséis años.

– Eso está chupado -dijo ella con una breve mueca.

Josette sólo tardó veinte minutos en identificar al facultativo, Colette Choisel. Médico que trataba al juez desde que llegó a la ciudad de Richelieu. Había procedido al examen del cuerpo, diagnosticado un paro cardíaco y expedido el permiso de inhumación.

– ¿Tienes su dirección, Josette?

– Cerró su consultorio cuatro meses después de la muerte del juez.

– Jubilada?

– De ningún modo. Tenía cuarenta y ocho años.

– Perfecto. Ahora nos lanzaremos sobre ella.

– Eso es más difícil. Tiene un nombre bastante corriente. Pero a los sesenta y cuatro años podría ejercer todavía. Pasaremos por los anuarios profesionales.

– Y daremos una vueltecita por los antecedentes penales, buscando huellas de Colette Choisel.

– Si tiene antecedentes, no podría seguir ejerciendo.

– Eso es. Buscamos una absolución.

Adamsberg dejó a Josette con su lámpara de Aladino y fue a echar una mano a Clémentine, que pelaba hortalizas para el almuerzo.

– Se desliza por ahí como un gato que intentara salir del encierro -dijo Adamsberg sentándose.

– Eso es, de todos modos es su oficio -dijo Clémentine, que no concebía toda la complejidad de los fraudulentos manejos de Josette-. Ocurre como con las patatas -prosiguió-. Alguien tiene que pelarlas, Adamsberg.

– Yo sé pelar patatas, Clémentine.

– No. No les quita los ojos como es debido. Hay que quitarles los ojos, son veneno.

Con un gesto profesional, Clémentine le mostró cómo excavar con presteza un pequeño cono en el bulbo para desprender la punta negra.

– Es veneno cuando está crudo, Clémentine.

– Aun así. Quitaremos los ojos.

– De acuerdo. Lo procuraré.

Las patatas, controladas por Clémentine, estaban cocidas y la mesa puesta cuando Josette llegó con sus resultados.

– ¿Satisfecha, Josette mía? -le preguntó Clémentine llenando los platos.

– Eso creo -dijo Josette dejando una hoja junto a sus cubiertos.

– Me desagrada que se trabaje mientras comemos. A mí no me molesta, pero a mi padre no le habría gustado. Pero, puesto que sólo tenemos seis semanas…

– Colette Choisel ejerce en Rennes desde hace dieciséis años -dijo Josette leyendo sus notas-. A los veintisiete se encontró en un mal paso. La muerte de uno de sus pacientes, de edad avanzada, cuyos dolores calmaba con morfina. Un gravísimo error de sobredosis que podía costarle la carrera.

– Ya lo creo -dijo Clémentine.

– ¿Dónde ocurrió eso, Josette?

– En Tours, en el segundo feudo jurídico de Fulgence.

– ¿Absuelta?

– Absuelta. El abogado demostró la irreprochable conducta de la médico. Puso de relieve que la paciente, antigua veterinaria, podía procurarse perfectamente morfina por sus propios medios y que se la había administrado.

– Un abogado a los pies de Fulgence.

– Los jurados determinaron suicidio. Choisel salió de ello completamente limpia.

– Y rehén del juez. Josette -añadió Adamsberg posando su mano en el brazo de la anciana-, sus sótanos van a llevarnos al aire libre. O, mejor dicho, bajo tierra.

– Así sea -dijo Clémentine.

Adamsberg reflexionó largo rato junto a la chimenea, con el plato de los postres en equilibrio sobre sus rodillas. No era fácil el camino que debía tomar. Danglard, pese a que parecía haber recuperado la calma, le mandaría a paseo. Pero Retancourt le escucharía de un modo más neutro. Sacó de su bolsillo el escarabajo de patas rojas y verdes y marcó el número en su reluciente lomo. Sintió una pequeña sacudida de bienestar y reposo al volver a escuchar la voz grave de su teniente arce.

– No se preocupe, Retancourt, cambio de frecuencia cada cinco minutos.

– Danglard me informó de su plazo.

– Es corto, teniente, y debo actuar deprisa. Creo que el juez sobrevivió a su muerte.

– Dicho de otro modo…

– Sólo he podido agarrar una oreja. Pero esa oreja se movía aún hace dos años, a veinte kilómetros de Schiltigheim. Sola y velluda, revoloteando como una gran mariposa nocturna que hiciera fechorías en el desván del Schloss.

– ¿Y hay algo detrás de esa oreja? -preguntó Retancourt.

– Sí, un permiso de inhumación dudoso. El médico que lo expidió estaba en la cesta de los vasallos de Fulgence. Creo, Retancourt, que el juez fue a instalarse en Richelieu porque la tal médico ejercía en esa ciudad.

– ¿Que su muerte había sido programada?

– Eso creo. Pásele la información a Danglard.

– ¿Por qué no lo hace usted mismo?

– Porque le cabreo, teniente.

Danglard le llamó menos de diez minutos más tarde, con la voz seca.

– Si comprendo bien, comisario, ha conseguido usted resucitar al juez. Nada menos.

– Eso creo, Danglard. Ya no corremos detrás de un muerto.

– Sino detrás de un vejestorio de noventa y nueve años. Detrás de un centenario, comisario.

– Me doy cuenta.

– Lo que es también utópico. Noventa y nueve años es algo raro en un hombre.

– En mi pueblo había uno.

– ¿En plena forma?

– Realmente, no -reconoció Adamsberg.

– Comprenda -prosiguió pacientemente Danglard- que un centenario capaz de agredir a una mujer, matarla con un tridente, arrastrarla por los campos, con su bicicleta, es puro cuento chino.

– Así son los cuentos y yo no puedo hacer nada. El juez tenía una fuerza anormal.

– Tenía, comisario. Un tipo de noventa y nueve años no tiene una fuerza anormal. Y un asesino centenario no puede existir y no puede actuar.

– Al diablo le importa un pimiento la edad que tiene. Tengo la intención de pedir la exhumación.

– Carajo, ¿hasta ese punto?

– Sí.

– Entonces no cuente conmigo. Está yendo usted demasiado lejos. Por unas tierras a las que no quiero seguirle.

– Lo comprendo.

– Aceptaba lo del discípulo, recuérdelo; pero no lo del muerto viviente ni lo de un vejestorio asesino.

– Intentaré pedirla yo mismo. Pero si el permiso de exhumación llega a la Brigada, acudan a Richelieu, usted, Retancourt y Mordent.

– No, yo no, comisario.

– Haya lo que haya en esa tumba, quiero que usted lo vea, Danglard. Irá.

– Ya sé lo que hay en un ataúd. No necesito viajar para eso.

– Danglard, Brézillon me eligió Lamproie como apellido. Es decir «lamprea», ¿le dice a usted algo?

– Es un pez primitivo -respondió el capitán con una sonrisa en la voz-. Ni siquiera un pez, un agnato más exactamente. De aspecto delgado como una anguila.

– Ah -dijo Adamsberg decepcionado y levemente asqueado, a causa de la criatura prehistórica del lago Pink-. ¿Tiene algo especial ese primitivo?

– La lamprea no tiene dientes. Ni mandíbulas. Funciona como una ventosa, si quiere.

Adamsberg se preguntó, al colgar, cómo interpretar la elección del jefe de división. ¿Tal vez una alusión a cierta falta de refinamiento? ¿O a las seis semanas de aplazamiento que había conseguido arrancarle? Como una ventosa que aspira hacia ella las voluntades contrarias. A menos que hubiera querido indicar que le creía inocente, desprovisto de dientes. Es decir, de tridente.

Convencer a Brézillon para que ordenase la exhumación del juez Fulgence parecía una empresa impracticable. Adamsberg se concentraba en aquella lamprea y procuraba atraer al jefe en su dirección. Brézillon se había sacado de encima, en un revolotear de palabras, aquella oreja que vivía sola en el Bajo Rin tras el fallecimiento del juez. En cuanto al dudoso permiso de inhumación de la doctora Choisel, sólo era, para él, una frágil suposición.

– ¿Qué día es hoy? -preguntó de pronto.

– Domingo.

– El martes a las dos de la tarde -anunció con un brusco cambio, parecido al que había permitido obtener a Adamsberg su corta libertad.

– Que Retancourt, Mordent y Danglard estén allí -tuvo apenas tiempo de solicitar el comisario.

Cerró la tapa de su móvil suavemente, para no arrugarle las patitas. Tal vez el jefe de división se sintiera obligado, desde que había dejado libre a su hombre, a proseguir la lógica de su decisión y acompañarle hasta el final en sus errores. A menos que fuera aspirado por la ventosa de la lamprea. Cuyo sentido de atracción se invertiría algún día, cuando Adamsberg, vencido, fuera a visitarle a su salón, a su sillón. Volvió a ver el pulgar de Brézillon y no pudo impedir preguntarse qué sucedería si se metiese un cigarrillo encendido en las fauces de una lamprea. Empresa imposible puesto que el animal vivía bajo el agua. Animal que fue a reunirse con la tropa de las criaturas que procuraban obstruir la catedral de Estrasburgo. En compañía de la pesada mariposa nocturna que poblaba el desván del Schloss; medio oreja, medio seta.

Y no importaba en qué hubiera pensado Brézillon. Tenía el permiso de exhumación. Y Adamsberg se sintió dividido entre lo febril y, sencillamente, el verdadero miedo. Sin embargo, no era la primera vez que procedía a una exhumación. Pero abrir el ataúd del magistrado le pareció, de pronto, una empresa blasfema y amenazadora. «Va usted demasiado lejos», había dicho Danglard, «por tierras a las que no quiero seguirle». ¿Adónde? Al ultraje, a la profanación, al espanto. Un descenso bajo tierra en compañía del juez que podría arrastrarlo a su sombra. Miró sus relojes. Dentro de cuarenta y seis horas, exactamente.