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Michael Ohayon dejó bajo la cama el pesado volumen de Un buen partido, que lo tenía absorbido desde hacía ya varias semanas, sobre todo desde las dos últimas, ya de vacaciones. ¿Cómo se puede escribir una novela así y vivir al mismo tiempo? Qué cercanos y apropiados le parecían de pronto los reproches que solían hacerle las mujeres con las que había mantenido alguna relación, reproches que más de una vez había oído también a su único hijo, acerca de cómo, cuando estaba ocupado en un caso, se dejaba absorber por su trabajo y se volvía totalmente inaccesible. Ahora sentía que crear con la pluma una realidad o investigar sobre ella eran actividades que exigían un esfuerzo análogo y provocaban la misma ansiedad.
Un ruido brusco en el pasillo interrumpió sus pensamientos. Se precipitó hacia allá y luego al cuarto de baño. Había dejado abierta la puerta del armarito que estaba debajo del lavabo, para que no se formara moho a causa de la humedad. El cubo que había colocado bajo el lavabo estaba volcado, como si un gato hubiera pasado por allí. Pero no había ningún gato. Las ventanas permanecían cerradas y las persianas bajadas, la lluvia golpeaba con fuerza y se había formado un charco de agua turbia junto a la puerta de la calle. No pudo explicarse por qué el cubo se había volcado. «El Efecto Mariposa», habría dicho Tsila, de haber estado allí. Y Balilti, al oírla, seguramente le habría replicado molesto: «¿Otra vez el efecto? ¿Otra vez la mariposa? ¿No te aburres de eso? ¿Es que no hay más explicaciones? Por una vez, di: "no lo sé"». Michael regresó al dormitorio y miró la cajetilla llena de cigarrillos que tenía sobre la mesilla de noche, junto a la lámpara de lectura. Llevaba todo el día sin fumar. Se había pasado la primera semana de vacaciones racionándose el tabaco. Cada día fumaba dos cigarrillos menos. Pero después, al darse cuenta de que le harían falta veinte días para acabar el proceso y que sólo disponía de una semana antes de su vuelta al trabajo, momento en que el no fumar debía ser un hecho consumado, lo había dejado de sopetón. Hacía ya cinco días que no tocaba un cigarrillo. Y quizá era por eso por lo que no podía dormir. Mejor que volviera a la lectura. Si algo tenía aquel libro, con su profusión de personajes maravillosos y los eventos históricos que relataba, era que en ocasiones lo distraía de su propósito de dejar de fumar. Una vez encontrada de nuevo la postura adecuada y tras haber abierto el libro, cuando estaba ya casi absorto en su lectura, sonó el teléfono.
No hay obra de arte que no surja de la superación de obstáculos.
Y se diría que cuanto más significativa es para uno dicha obra, más poderosos se vuelven los obstáculos, como si uno fuera puesto a prueba ante el privilegio, regalado o robado, de hacer realidad sus sueños. A veces se podría llegar a pensar que los obstáculos y las dificultades son la energía que alienta las obras de arte, provocando desafíos y una rebeldía sin los que… Beni Meyujas abandonó sus reflexiones y miró primero el monitor y después a Schreiber, el único cámara con quien estaba dispuesto a trabajar en esa película. El rostro blanco, grande y liso de Schreiber brillaba cuando, después de erguirse un poco, asomó tras la lente de la cámara. Beni Meyujas le tocó el hombro y lo apartó ligeramente para poder mirar a través de la lente; entonces él también vio la figura que estaba de pie en el borde de la azotea, cerca de la baranda, sujetándose con la mano el vuelo del vestido blanco y levantando su pálido y apesadumbrado rostro hacia el cielo oscuro. El realizador alzó la cabeza y señaló la luna con el dedo.
Beni Meyujas estaba perplejo: no había dejado de llover en toda la semana, sobre todo por las noches, y aunque los meteorólogos afirmaban con insistencia que eran unas lluvias esperadas y que el hecho de que se produjeran entonces, a principios de diciembre, marcaba el preludio de un invierno maravilloso, a él le parecía que eran el resultado de un conjuro del director del departamento de producción para impedir los rodajes nocturnos del Ido y Einam de Agnón, o en sus palabras: «Acabar por fin con esta cosa que ha devorado ya el presupuesto completo del teatro nacional». Perdida ya la esperanza de completar los últimos planos, que tuvieron que realizarse en secreto, por no decir en la clandestinidad, bajo la amenaza -es cierto que ningún miembro del equipo la había mencionado, pero todos sabían que existía- de que Mati Cohen, el director del departamento de producción, apareciera de repente en el plató y decidiera poner fin a los planos complementarios, la lluvia cesó de repente y apareció una luna llena, redonda y amarilla, que se avino a colaborar iluminando los pasos de la sonámbula Guemula, la protagonista del cuento de Agnón, mientras avanzaba con su andar sonámbulo por el borde de la baranda canturreando las canciones de su infancia.
En realidad, justo aquella noche, en que había dejado de llover y la luna empezaba a brillar, Mati Cohen iba camino del estudio; diez minutos antes de la medianoche se encontraba ya en el rellano del segundo piso, en el pasaje angosto y sin techo que se extendía sobre los almacenes, muy cerca de la puerta que llevaba a la azotea. Quienes estaban allí, sin embargo, no advirtieron su presencia porque no lo vieron pasar. Aunque se trataba de un hombre corpulento, sus pasos eran siempre rápidos y ligeros. Subió en silencio las estrechas escaleras de hierro y atravesó la sección de los decorados; algunos estaban iluminados por la tenue luz de unas bombillas desnudas mientras otros se hallaban en la más absoluta oscuridad. Se detuvo en el rellano y miró hacia abajo, al pasaje oscuro, donde parte de los decorados, apoyados en las paredes, proyectaban sus sombras en los rincones del techo. Si hubiera traído aquí a un niño, a un extraño, o simplemente a un trabajador nuevo, se habría creído en un reino de fantasmas, en el que sería posible sentir un sobrecogedor ataque de miedo; él mismo tembló un momento al oír, de repente, unas voces asfixiadas, susurrantes, aunque no le cupo la menor duda de que se trataba de unas voces humanas.
Miró hacia abajo y vio dos siluetas. Las vio desde arriba, y también oyó un murmullo y una voz de mujer protestando y diciendo «no, no, no, no», una voz que aunque le resultaba muy familiar, no era capaz de reconocer. No pudo saber con exactitud quiénes eran, probablemente un hombre y una mujer, pero, en cualquier caso, no les prestó demasiada atención en aquel momento: quizá fuera una pareja, robando unos momentos de amor, un romance clandestino. Parecían estar muy cerca cuando los vio desde arriba; unas manos, quizá las del hombre, rodeaban el cuello de una figura más baja, probablemente la mujer, pero no se detuvo a contemplarlos, sólo asomó la cabeza, echó un vistazo y prosiguió su camino, entonces, justo antes de abrir la puerta blanca de metal que daba a la azotea, vibró el móvil que tenía en el bolsillo. Si no llega a ser por esa llamada, la producción de la película de Beni Meyujas se habría interrumpido en aquel mismo momento. Pero le resultaba imposible dejar a Malka sola cuando Matán estaba asfixiándose por un ataque de asma. Le dijo en un susurro lo que debía hacer, le ordenó que llamara una ambulancia y se apresuró a volver sobre sus propios pasos. Literalmente echó a correr para llegar lo antes posible: era el tercer ataque en ese mes y el niño sólo tenía cuatro años, ¿qué otra cosa hubiera podido hacer? ¿Pararse a comprobar si la pareja seguía allí abajo? -tales fueron sus disculpas tras enterarse de lo que había ocurrido-. ¿Cómo hubiera podido saberlo? Se trataba de una urgencia.
Ninguno de los miembros del equipo oyó los pasos de Mati Cohen desde la azotea, ni cuando se detuvo frente la puerta blanca de metal ni cuando retrocedió.
– Perfecto -le susurró Schreiber, el cámara, a Beni Meyujas al oído-, el encuadre ha quedado perfecto, ¿no?
Beni Meyujas asintió, chascó los dedos, exclamó: «Acción», y se hizo momentáneamente a un lado para ver a Sara caminar con los ojos entrecerrados, agarrando con su pequeña mano el vuelo de la capa blanca, para apreciar sus comedidos pasos y la boca abierta mientras tarareaba la canción de la sonámbula Guemula, una melodía que le encogía a uno el corazón incluso en medio del barullo del rodaje y que resonaba con una pureza que se diría de otro mundo. Aunque en la azotea sólo se encontraban los miembros del reducido equipo: Schreiber, Dani, el técnico de sonido, él mismo y Hagar, su mano derecha, y ningún ruido había interferido el canto de Sara, Beni colocó sus manos a ambos lados de la boca a modo de bocina, para que lo oyeran mejor, y gritó: «¡Corten!» con voz potente. Schreiber retrocedió y le lanzó una mirada abiertamente cansada, mientras Hagar, que se encontraba cerca de la baranda, se le acercó.
– ¿Por qué? ¿Por qué había que cortar ahora? -preguntó con tono enfadado-. ¡Si estaba saliendo absolutamente perfecto, tan…, tan bonito!
Bonito, sí -replicó Beni Meyujas, y se tapó los ojos con las manos-, pero no lo suficientemente cerca del borde, no lo suficientemente aterrador.
– Diecisiete tomas -masculló Schreiber-, diecisiete tomas desde las once de la mañana, y es la una de la madrugada, la una bien pasada, y seguimos sin estar lo suficientemente cerca del borde de la baranda para él.
Hagar le lanzó una mirada llena de ira.
– A ti qué te importa, te basta con venir a las doce y un minuto (¡estamos jodidos!), y recibes un aumento del doscientos por ciento; ¿por qué protestas, entonces? -le espetó Hagar.
– Dime, ¿es que aquí no puede hablar nadie más que tú? -replicó Schreiber provocándola- ¿Sólo tú tienes derecho a opinar? ¿Es por la veteranía? ¿He dicho yo algo de dinero? ¿No puedo decir que las exigencias del director son exageradas? ¿Acaso no he visto el encuadre?
Beni Meyujas, entre tanto, absorto como estaba e imperturbable ante las voces de su alrededor, miró el monitor y dijo:
– No está lo bastante cerca del borde. No es lo suficientemente aterrador. La quiero exactamente al borde, que dé miedo, que piensen que se va a caer, que haya unos segundos sobrecogedores hasta que se vea que está bien. Sara -llamó a la chica, que estaba allí agachada, abrazando su cuerpo esbelto con los delgados brazos que ahora asomaban bajo las anchas mangas de la capa-, quiero que te acerques al borde…
– Pero así me puedo caer -se incorporó y miró a su alrededor, hasta que sus ojos se encontraron con los de Hagar, que iba hacia ella-. Puedo… -murmuró-, es…
– No tengas miedo, que no te vas a caer. ¿No te acuerdas de que antes, en el ensayo, vimos que no…?
– Hagar -dijo Meyujas volviéndose ahora hacia la productora-, acércala al borde y quédate ahí con ella.
Hagar se tiró del cinturón de los ajustados pantalones vaqueros que llevaba, se abrochó la gabardina, rodeó con sus brazos los hombros temblorosos de la chica, y volvió a subir con ella hacia la improvisada baranda que habían construido a un lado de la azotea para la ocasión.
Beni Meyujas miró más allá de la baranda, divisó las antenas que sobresalían de la azotea y la luna llena que iluminaba el edificio de Los Hilos: el largo y rectangular edificio que en un pasado lejano había albergado una fábrica de hilos, de ahí su chistoso nombre, y que desde entonces había sido remozado con todo tipo de escaleras provisionales y galerías de madera, cuyo suelo chirriaba al pisarlo, plagado como estaba ya desde el aparcamiento de entradas secretas que sólo los más veteranos conocían y utilizaban, además de habitaciones, aulas y hasta unos pasadizos subterráneos que posiblemente desembocasen en el edificio central, cuyo nombre original sólo era recordado por un puñado de personas: la casa de los diamantes. Nadie que se encontrara en la azotea, apoyado en la baranda de hierro pintada de rojo, podía imaginar los tesoros y los rincones que allí lo aguardaban, en Los Hilos; no sólo el despacho de Tirtsa y los almacenes de los decorados, que ya conocía, sino también un taller de carpintería, los almacenes con el vestuario y hasta un lujoso estudio para programas de entretenimiento y entrevistas; sistemas de iluminación y sonido, y también unos pequeños almacenes bajo las escaleras -de los que sólo los veteranos conocían su existencia- en los que guardaban todo un mundo de sorpresas, y los pasillos donde se encontraban los grandes decorados; entre ellos el de la ciudad natal de Guemula, la protagonista de Agnón, que Tirtsa había diseñado: un pueblo, montañas y rebaños, todo de aspecto casi real…, y unas nubes, el sol y hasta la luna, redonda y amarilla, todo magníficamente dibujado; y la sala que había descubierto Max en sus recientes exploraciones: una habitación tapiada en la planta baja, y que contenía otro mundo al completo; hacía diez años, debido a una avería eléctrica, Max Levin golpeó la pared, oyó un sonido hueco, hizo un agujero, miró por él y se quedó tan sorprendido -a Tirtsa le gustaba contar esa historia siempre que se le presentaba la ocasión- que se fue sin decir nada a nadie y volvió con un enorme pico con el que abrió un boquete; y así fue como apareció la enorme sala donde se grababan los famosos programas de diversión de las tardes de los viernes. Después se supo que en realidad era un antiguo pozo que había abastecido a una mansión alemana, derribada hacía tiempo. Allí montaron un estudio de rodaje y, gracias a Max, también instalaron en el techo los tubos de un sistema de aire acondicionado que sólo él sabía cómo activar. Una nueva y compleja máquina de montaje -«el último grito», según prometió al departamento de contabilidad cuando entregó el presupuesto y vio la cara de Levi, el responsable, que se había quedado pasmado- estaba guardada allí, en una habitación cerca de la carpintería. Un poco más allá, en las salas destinadas a pintar los decorados, se encontraban las grandes columnas construidas por Tirtsa, unas columnas de mármol que se apoyaban contra la puerta de la sala de iluminación -Tirtsa había propuesto rodar el primer encuentro entre Guinat y Gamzu, los protagonistas de Agnón, en el almacén de los decorados y las paredes de hierro, y así ahorrarse la ambientación en exteriores-. Este espacio, en el que reinaban Tirtsa y Max Levin, el director del departamento de atrezo, siempre llenaba de entusiasmo a Beni Meyujas. Lo que a él le gustaría es poder utilizar todos y cada uno de sus rincones. Había hasta salas para descansar, una de ellas con una foto de gran tamaño de Kim Basinger justo encima del sofá en el que permanecía tumbado la mayor parte del día el rey de los encargados de la escenografía; a aquella sucesión de habitaciones interiores la habían dado en llamar «el campamento de tránsito» y en una de ellas, la más fresca, era donde guardaban los bocadillos y las cervezas. Llevaba treinta años trabajando en la televisión y todavía había en aquel edificio lugares cuya existencia ignoraba. Pero como decía Schreiber en un tono sarcástico, queriéndose hacer el gracioso, ¿qué es un realizador de televisión, sino el último mono? Aunque a Beni Meyujas no le importaba, especialmente ahora, cuando por fin le habían dejado hacer lo que verdaderamente le gustaba. Y además, los únicos que conocían hasta el más recóndito rincón de aquel lugar eran Max y Tirtsa. Y Tirtsa… muy agobiada últimamente, llevaba una semana entera sin querer hablar con él de nada absolutamente, ni para bien ni para mal. Después de ocho años viviendo juntos, por amor, sin ningún otro tipo de ataduras, sin hijos, sin patrimonio ni ceremonias religiosas, ahora resultaba que ella se negaba a dirigirle la palabra. Pero lo que se dice ni una sola palabra. Cada vez que él intentaba explicarle lo que tenía que hacer, ella aparecía con el decorado listo para el rodaje, incluida la gran columna de mármol, por ejemplo, pulida y perfecta como la columna de un palacio. Un decorado realmente precioso. ¿Quién iba a pensar que alguien lo ensuciaría con una pintada en rojo que decía: «Esto es una casa de putas asquenazí»? ¡Las cosas que llegan a ocurrírseles a las personas! Se diría que no les importa mutilar la belleza. Y es que lo que desean muchos es destruirla. Se podría llegar a pensar que es precisamente la visión de una gran belleza lo que incita a la gente a la destrucción. Hasta a las personas inteligentes y cultas. De hecho, ése es el tema de Ido y Einam. También ellos destruyeron la belleza. La destruyeron como si lo que buscaran fuera descifrar su secreto.
Beni Meyujas miró hacia un rincón de la azotea. Max Levin había propuesto que rodaran a Guemula andando sobre la azotea del almacén de los decorados. La luna iluminó un cactus plantado en un cubo oxidado, que había sido apartado a un lado para que no saliera en el encuadre, y la superficie manchada de pintura que habían cubierto con arena. Desde aquel rincón de la azotea todavía se podía percibir el olor a humo que salía de la barbacoa.
La primera vez que Beni Meyujas lo acompañó a la azotea y vio asombrado la barbacoa llena de hollín, los restos de carbón y, al lado, el montón de finos huesos que los gatos habían mordisqueado, Max Levin se sintió muy incómodo y pareció arrepentirse de haber permitido que Beni entrara en su reino.
– El chico ése, el cerrajero -se disculpó, y su fuerte acento húngaro se hizo más patente-, tiene un pasatiempo, un gallinero cerca del compresor. Así que los muchachos, ya sabes, mientras esperan, por la noche y a veces temprano por la mañana, hacen tortillas con los huevos de las gallinas. A veces también asan un pollo del corral, no entero, no, sólo las alas o la pechuga.
– No lo pasáis nada mal, ¿eh? -le dijo Hagar burlonamente desde donde estaba, cerca del acceso a la azotea, observando las manchas de pintura en el suelo-. Aquí, en la televisión -dijo, dirigiendo sus palabras al cielo-, el director del departamento de atrezo está hecho un verdadero potentado.
Max Levin torció el gesto mostrando su desaprobación y disgusto, cosa que preocupó a Beni, que siempre se esforzaba por no enfrentarse a ninguno de los miembros del equipo, porque «las buenas relaciones hacen ya la mitad del trabajo», como solía decirle a Hagar y a los que alguna vez lo habían oído hablar al inicio de una producción.
– Tendremos que cubrir la mancha con algo, quizá con arena -sugirió Hagar, y anotó algo en la libreta amarilla-. ¿Quieres este sitio? -preguntó después de un rato, después de que Beni lo examinara-. Ahí al fondo -añadió-, hasta juegan al baloncesto; tienen todo un mundo montado aquí, y nosotros sin saber nada.
Él asintió con la cabeza para confirmar que sí quería aquel lugar. Por suerte, y sin saber siquiera por qué, Max Levin había aceptado.
– ¡Corten! -exclamó ahora Beni Meyujas, mirando de nuevo el monitor, y después el acceso a la azotea-. ¿Todavía no ha vuelto? -murmuró, como si hablara consigo mismo.
– ¿Quién? -preguntó Schreiber.
– Avi -respondió Hagar, desde donde estaba, en un rincón de la azotea-; está esperando a Avi, que ha ido a por el proyector portátil.
– Pero si hay luna llena -protestó Schreiber.
– Antes, cuando se fue, aún no había salido -dijo Hagar, echándole una ojeada al móvil-. Enseguida vendrá -añadió, para tranquilizar a Beni-, y seguro que dentro de nada Max traerá el caballo.
Pero se equivocaba. Hacía ya más de diez minutos que Avi, el iluminador, con el proyector portátil en la mano, intentaba convencer al vigilante de la garita de la entrada para que lo dejara pasar.
– El permiso -le repetía el nuevo vigilante, con un acento indefinido-, sin permiso prohibido.
Todo resultó inútil. Y no tenía ningún sentido llamar a Hagar para pedirle que bajara a socorrerlo, porque como se encontraban en medio del rodaje no le iba a contestar al teléfono.
El pobre hombre miraba a su alrededor: era la una y media de la madrugada y allí no había nadie. Tan sólo un vigilante nuevo, quizá de origen ruso o sudamericano, que empecinado en no dejarlo entrar y en evitar que se colara por la fuerza, no creía ni una sola palabra de lo que le decía. En esas estaban cuando, de repente, un coche frenó chirriando ante ellos. Del vehículo salió Max Levin que, sin cerrar la puerta tras de sí, se dirigió hacia la garita, rechoncho, con las gafas colgando del cuello atadas a una cadena y la cabeza ladeada.
– Max -exclamó Avi, viendo en él su salvación-, díselo, dile que estoy en la producción con vosotros.
– No te va a dejar entrar, ¿para qué vas a entrar tú ahí? No lo dejes entrar -le ordenó Max al vigilante, y desapareció por la puerta mientras veía cómo Avi se ponía lívido. Sólo entonces retrocedió muy sonriente y le masculló algo en húngaro al vigilante. Éste se pasó la mano por el pelo, largo y ralo, y a continuación dejó pasar a Avi.
– Iguen miguen? -dijo burlonamente Avi, mientras franqueaban la puerta de entrada del edificio e iluminaba con el proyector portátil el pasillo que se abría ante ellos.
– Yo en tu lugar no tiraría piedras sobre mi tejado -le dijo Max-, especialmente cuando Beni está esperando el proyector. Yo que tú no me reiría.
– Dime -le inquirió Avi-, ¿por qué me habrá mandado traerlo a la una de la madrugada? ¡Ni que fuera el rey de Inglaterra! Con todos mi respetos… Y tú, ¿qué haces tú aquí a estas horas?
– Un caballo azul; yo tengo que llevarle un caballo azul. Ven, ven aquí, ilumíname el almacén, que no hay suficiente luz ahí dentro -le respondió Max, mientras se escabullía hacia el interior de un espacio tapiado con unos paneles de conglomerado que había debajo de las escaleras de hierro.
– Ahora sí que ya no entiendo nada, pero absolutamente nada -dijo Avi, el iluminador, como si hablara consigo mismo-. ¿Dónde hay un enchufe por aquí? ¿Lo encontraremos, con lo oscuro que está? -y mientras hablaba iba palpando la pared y desenrollando el cable del proyector. Cuando encontró el enchufe, encendió el proyector y lo orientó hacia el interior del almacén, mientras seguía con la mirada las difusas sombras negras que proyectaban unos objetos que había junto a las paredes.
– No entiendo cómo continúan rodando cuando ya no hay presupuesto, ni por qué nos manda traer cosas cuando Mati Cohen está a punto de llegar.
– ¿Cómo que a punto de llegar? -preguntó Max asustado, y sacó un gran caballo azul de madera- ¿Ahora? ¿A estas horas va a venir Mati Cohen?
– Hablas como si no conocieras a Mati Cohen -dijo Avi, apartando el proyector-. ¿Para qué te hace llevar este caballo? -y sin esperar respuesta siguió explicándole-. Lo he oído en la cafetería. Mati Cohen se ha enterado por alguien, le ha llegado el rumor, de que el rodaje continúa por las noches, y ha decidido venir y pillarnos in fraganti. Es posible que ya no tengamos a quién llevarle estas cosas, ni tú el caballo ni yo el proyector, porque tal vez ya le haya echado el candado al asunto y todos hayan tenido que salir por patas. Lo he oído en la cafetería.
Max miró a Avi, que seguía allí con su media sonrisa.
– ¿De qué te alegras tanto? -le reprochó-. Es la producción más importante de la televisión y tú aquí riéndote.
– ¿Qué es lo que es tan importante? Dime -protestó el iluminador-. Todo el mundo anda como de puntillas y exclamando: ¡Agnón, Agnón! Pero ¿esto qué es, eh? Dime, ¿quién lo va a ver? ¡Pero si tendrá una audiencia cero!
– Llevas medio año trabajando en esto y todavía no sabes de qué va la cosa, debería darte vergüenza.
– Aquí no hay nada que saber, lo único que he oído es que trata de una chica india.
– India no -le explicó Max-. Leo muy mal en hebreo y Agnón escribe de una forma muy complicada, a parte de que todos dicen que Ido y Einam es un cuento incomprensible, pero no trata de ninguna india; desde luego que india no es. Trata sobre una tribu judía de Oriente.
– De Etiopía, entonces -sentenció Avi.
– Más o menos. Por lo visto es una antigua tribu judía -dijo Max-. Ella es sonámbula, así que anda por las noches mientras canta. Su padre la casó con un erudito, con un investigador, y éste la trajo a Jerusalén, donde se dedica a merodear por las azoteas y a cantar, según tengo entendido.
– Mi sobrina… -dijo Avi, y tiró del cable haciéndose a un lado para dejar paso a Max.
– Ilumina, ilumina -le pidió Max con impaciencia-. ¿Es que no quieres gastar batería? -y Avi iluminó el pasillo.
– Era sonámbula -exclamó detrás de Max, intentando ajustar su paso al de él-. Por las noches solía deambular por ahí. Una vez me desperté y la encontré junto a mi cama. ¡Qué susto! Éramos niños, yo no sabía lo que era una sonámbula, pero sí sabía lo que era el miedo -ahora estaba iluminando los decorados-. Ven, que aquí hay alguien -susurró-. Mira, ahí, en ese rincón, al lado de la columna, hay alguien.
Max Levin también vio la bota blanca, y después la pierna entera, con unos pantalones oscuros. Sólo cuando se acercaron y estuvieron junto a la columna se inclinó para mirar mejor. Avi le iluminó la cara a aquel ser y dejó escapar un grito sofocado. Volvió la cabeza con un gesto rápido y el proyector se le resbaló de las manos y cayó al suelo iluminando momentáneamente el techo. Después resbaló hacia la pared y, por casualidad, iluminó el charco oscuro.
– Es Tirtsa. Tirtsa -susurró Max Levin-, ¿qué te pasa, Tirtsa? -preguntó con voz ronca, mientras se arrodillaba y le tocaba el brazo-. Es Tirtsa -repitió, ahora aterrado, y alzando la cabeza se observó la mano-. ¡Aquí hay sangre, mucha sangre! Y su cara…, mírale la cara…
Avi no contestó.
– ¿Me oyes? -le dijo Max con voz ahogada-. Creo que se le cayó encima… la columna… Llama a una ambulancia, no tiene pulso, llama rápido a una ambulancia.
Avi seguía sin contestar, y en lugar de hablar tosió con fuerza y después Max lo oyó vomitar. A su alrededor había mucha sangre. Volvió a oír a Avi vomitando y, con la mano helada, se palpó el móvil que llevaba en el cinturón del pantalón y marcó.
Justo en ese momento la lluvia volvía a golpear con fuerza contra las ventanas del edificio, pero ya a nadie le importaba la lluvia, ni el granizo que a continuación repiqueteó sobre las finas paredes.
Shimshon Tsadiq, el director de la televisión -conocido como Shushu entre sus amigos-, llegó después que la policía e hizo una seña con la cabeza a Max Levin, que le había esperado en la entrada, indiferente a la lluvia. Se quedó un rato allí fuera, chorreando, y después dijo, mientras miraba con preocupación hacia el pasillo en penumbra:
– Un accidente terrible, mejor que ni me preguntes. En la salida de Mevasseret todavía hay un atasco de dos horas… Pasé por delante… Terrible…, dos chicos… acabaron con el coche siniestro total, los han tenido que sacar con la ayuda de una sierra eléctrica. Si hasta me he bajado del coche… Los he visto con mis propios ojos…
La cara mojada le brillaba iluminada por la luz azul del coche de la policía, y los faros de la ambulancia apuntaban a los charcos de agua que se habían formado en el asfalto del aparcamiento. Tanto el abrigo de cuero como su pelo corto y el cuello de la camisa estaban chorreando, y cada uno de sus pasos por el largo pasillo, ahora iluminado por los focos del personal del equipo forense, iba dejando una huella mojada. («Espera, espera», había exclamado antes, corriendo tras él, el vigilante de la entrada. «¡El permiso, el permiso!» Hasta que Max Levin, que estaba fumando junto a la puerta, lo detuvo, lo cogió por el brazo y le dijo suplicante: «¡Cállate, que es el director de la televisión!».)
Un charco se había ido formando a los pies de Tsadiq mientras estaba junto al cadáver, y apartando la mirada de éste murmuró:
– ¡Tirtsa, Dios mío, Tirtsa!
El oficial de la policía le dijo algo al oído y Tsadiq miró la gran columna desplomada al lado del cadáver, y la gran bola de mármol manchada de sangre; se agachó y golpeó la columna con los nudillos.
– ¡No me lo puedo creer! -exclamó-. ¡Mármol de verdad! ¿Cómo es que hay aquí mármol de verdad? Pero ¿esto qué es, Hollywood? -y como sentía que se ahogaba, se incorporó y miró a su alrededor-. Es espantoso, terrible -murmuró-. ¿Qué estaría haciendo aquí en mitad de la noche? -apartó la mirada de Avi, el iluminador, que estaba arrodillado en un rincón y vuelto hacia Max, que seguía junto a él, y observó al resto del equipo, que había bajado de la azotea, antes de fijar la mirada en el rostro de Sara, que parecía querer ocultarse tras el hombro de Hagar. Le miró los brazos, que le temblaban bajo las mangas de la capa blanca, las esbeltas piernas y los pies descalzos-. ¿Qué es esto? -preguntó-. ¿Qué hacéis todos aquí a estas horas…?
Max Levin se le acercó y le susurró algo al oído. Tsadiq lo miró estupefacto.
– No lo entiendo -dijo en un tono seco-. ¿Todavía continúa esto? Pero ¿no lo había dado Mati por acabado? ¿Dónde está Beni? -y estas últimas palabras las pronunció elevando la voz.
Max hizo un gesto con la cabeza y señaló hacia la azotea.
– Hemos intentado retenerlo allí arriba lo más posible… Están tratando de impedir que baje -dijo- hasta que… He creído que sería mejor cubrir antes el cuerpo…, porque esto va ser muy duro para él.
Tsadiq miró al médico que se encontraba junto al cadáver, y éste le devolvió la mirada y levantó los brazos para después volver a dejarlos caer, luego le hizo una seña con la cabeza al oficial de la policía, se acercó a Tsadiq y le dijo:
– Soy el doctor Elyashiv, ya me he presentado -y volvió a hacerle una seña con la cabeza al oficial de la policía-. Se lo he dicho a ellos -refiriéndose a los miembros del equipo forense que seguían arrodillados junto al cadáver-, les he dicho que esta columna la aplastó. Estaba aquí -y señaló unos paneles de madera que había allí-. Según parece, por algún motivo, se le cayó encima; o eso es, al menos, lo que parece a primera vista. Tiene una fractura en el cráneo, de eso estoy seguro, así que es posible que la columna, si ella estaba ahí y…
– Es demasiado pronto para saberlo -dijo uno de los agentes del equipo de criminología, mientras se incorporaba.
– ¿Demasiado pronto para saber qué? -inquirió Tsadiq-. ¿Demasiado pronto para saber cómo…?
Tsadiq fue interrumpido por Beni Meyujas, que entró corriendo y empujando a todo el que encontró a su paso, y, sin prestar atención a los inspectores de la policía, se arrodilló junto a Tirtsa para caer finalmente como desmayado. ¿O se había tirado al suelo? Porque sobre ese punto se había discutido después en la sala de prensa, cuando intentaban explicar con exactitud lo que había pasado, y hasta hubo quien se lamentó de que Schreiber no hubiera filmado ese momento y se hubiera limitado a quedarse allí detrás, con los brazos extendidos, como disculpándose por no haber podido impedir todo aquello.
Beni Meyujas se tumbó sobre el cadáver de Tirtsa, haciendo caso omiso de las protestas del forense, de las marcas de tiza blanca y del cuidadoso trabajo de recogida de pruebas, rastros o evidencias, mientras exclamaba una y otra vez:
– Yo… Por mi culpa…, todo ha sido por mi culpa…
Hagar se inclinó hacia él e intentó agarrarlo, pero Beni Meyujas retiró el brazo con fuerza al tiempo que se producía un fuerte resplandor, el del flash de la cámara de los inspectores de la brigada criminal.
– ¿Es el marido? -le preguntó el inspector de policía a Tsadiq-. ¿Es su marido? -insistió, señalando con la cabeza hacia Beni Meyujas, a quien el personal del equipo forense acababa de apartar del cadáver.
– Sí, su pareja -dijo Tsadiq-. Llevaban juntos ya varios años. Un gran amor. Usted es… ¿Nos conocemos?
– Bahar, comisario Bahar. Quiero que todos salgan fuera -le susurró el oficial de policía-, porque así no se puede trabajar.
– Ya se lo había dicho yo -se lamentaba ahora Tsadiq-. No dejé de advertirles que aquí sucedería una desgracia. Pero no creí que… ¿Cómo ha pasado todo?
El oficial de policía señaló hacia la columna blanca, que en ese momento estaba siendo apartada a un lado en medio de grandes esfuerzos.
– ¿Es eso lo que la aplastó? Pero ¿cómo? ¿Por qué no se alejó cuando vio que caía? ¿Y cómo es que está sepultada ahí, debajo de esos paneles? Pero si no son más que unos finos contrachapados, ¿cómo es posible que…?
El oficial de la policía volvió a repetir:
– Como ha dicho el médico, todavía es demasiado pronto para saberlo, será sólo más tarde cuando…
Pero Tsadiq no lo escuchó, sino que levantando la cabeza dijo:
– Hay que avisar a Rubin. ¿Alguien ha ido a buscar a Rubin?
Nadie contestó.
– Telefonead a Rubin -ordenó Tsadiq, y Max Levin miró a su alrededor hasta que su mirada se topó con la de Hagar. Ella, entonces, asintió con la cabeza y marcó el número de Rubin.
– No contesta -dijo después de un momento-. El teléfono está sin cobertura o apagado.
– Entonces quizá se encuentre aquí, en el edificio -dijo Max-. Prueba a llamar a las salas de montaje.
– ¿De qué hablan? ¿Dónde quedan esas salas? -susurró el oficial de la policía.
– Se refiere al edificio central de la televisión -le explicó Max.
– Dejadlo -dijo Tsadiq-, que tenga unas horas más de tranquilidad. Ahora ya nada es urgente.
Pero Arieh Rubin sí se encontraba en la sala de montaje, en el tercer piso del edificio central y, además, no estaba solo. Junto a él se encontraba Natacha, acariciándose las puntas abiertas y quemadas de su rubio y alborotado pelo, mientras sus ojos iban de la pantalla a la ventana alternativamente. Un rato antes, cuando llegaron la ambulancia y el coche de la policía, se había acercado a la ventana para echar un vistazo hacia fuera.
– Rubin, ven, mira, debe de haber pasado algo, hay un montón de sirenas, son las dos de la madrugada, qué podrá ser… quizá se trate de un atentado.
– Déjalo -le dijo Rubin distraído y sin desviar su atención de la pantalla-, sea lo que sea, si se trata de algo importante ya nos enteraremos -pero, a pesar de todo, detuvo la cinta y se quedó mirándola pensativo.
Se había sorprendido mucho al verla irrumpir allí a la una de la noche, con la respiración acelerada, dejando caer al suelo el desgastado bolso de lona tras cerrar la puerta de un portazo; después se había quitado el abrigo militar, que estaba chorreando, y lo había arrojado también sobre la moqueta azul, ignorando la mancha de agua que había empezado a formarse. Todo sin dejar de hablar.
– Espera un momento, tengo que terminar algo -él había intentado interrumpirla, mientras, escuchándola sólo a medias, iba cogiendo algunas frases sueltas.
– Dos semanas enteras…, día y noche…, cada momento libre… Ahora no puedo dejarlo… -le dijo ella, hasta que al final lo agarró por la manga de la camisa-. Rubin -dijo, sin pararse a mirar lo que lo tenía ocupado a él, que aunque se encontraba completamente absorto en su trabajo, detuvo la proyección-. Rubin, tienes que ver esto. Rubin, créeme, te vas a morir cuando lo veas -y a continuación vació el contenido del bolso de lona sobre la alfombra, examinó las tres cintas que allí cayeron, escogió una y se fue hacia el monitor.
Rubin le dirigió una mirada llena de escepticismo. Estaba metido de lleno en el proceso de producción de un reportaje sobre las torturas en los interrogatorios de los servicios de seguridad del Estado. Unos días antes le había explicado a Hefets, el director del departamento de informativos, que más que el comportamiento de los torturadores de los servicios de seguridad, lo que le había interesado era la actitud de los médicos de los hospitales israelíes que los habían encubierto, pues en esta ocasión había logrado, por primera vez, romper su silencio. Había tenido la suerte, le dijo a Hefets, de haberse encontrado por casualidad con un médico que era miembro de la organización Betselem y que se sentía incapaz de seguir soportando lo que veía. Tras recoger su testimonio, resultaba ya imposible cortar la cadena de los acontecimientos. Ni siquiera el director del hospital fue capaz de intimidar a Arieh Rubin, que se convirtió en la sombra del doctor Landau, el médico que trataba a los interrogados, y que no dejó de importunar tampoco al director del centro hasta que consiguió que éste lo echara de su despacho, momento que Rubin grabó y que suponía el punto de partida para su reportaje.
– Natacha -le dijo Rubin, cansado-, son casi las dos de la noche. Tengo que acabar esto antes de que amanezca. ¿Por qué no puedes esperar hasta la mañana? ¿Qué es lo que puede ser tan urgente? -dijo, señalando la cinta que ella sostenía en la mano.
– Enseguida lo vas a ver -le prometió Natacha, y a continuación se inclinó sobre el aparato, apretó un botón, sacó del monitor la cinta con la que él estaba trabajando y metió la suya. Antes de que Rubin pudiera quejarse, la hizo avanzar sin voz, la detuvo y anunció triunfante-: Aquí lo tienes, juzga por ti mismo.
Aun a su pesar, Rubin miró la pantalla. Quería protestar, pero una figura cubierta con un capuchón negro captó su atención.
– ¿Qué es eso? -preguntó sin dejar de mirar la pantalla.
– No digas qué -lo corrigió Natacha, poniendo sobre la pantalla su dedo fino y menudo, con la uña mordisqueada- sino quién. No me preguntes quién es, porque lo sabes muy bien. ¿No lo reconoces?
– Lo reconozco -admitió Rubin suspirando-, naturalmente que lo reconozco. Es el gran rabino. ¿Dónde está? Parece un aeropuerto. ¿Está en un aeropuerto?
– Sí -dijo Natacha incorporándose-, está en el aeropuerto camino del extranjero, con la vestimenta de un sacerdote griego ortodoxo, como si la hubiera sacado de una tienda de disfraces o algo así… No me dirás que no es impactante, ¿eh?
– Bueno -dijo Rubin-, admito que impactante sí es, pero ¿y qué?
– Yo -dijo Natacha, con solemnidad-, vengo espiando al rabino Aljarizi desde hace tiempo y he descubierto que una vez por semana se reúne con un grupo de gente en un restaurante de Jerusalén, en el barrio de la Colina Francesa, creo…
– ¿Cómo que creo? -se exasperó Rubin-. ¿Que crees que es un restaurante o que se reúne con alguien?
– Es que hay un sitio en la Colina Francesa, pero no te voy a decir dónde, una especie de… que no es exactamente un restaurante, sino un café, y ahí se reúne una vez a la semana con unas cuantas personas que no sé quiénes son. El caso es que entra y sale de allí con una especie de maletín, una maleta negra, como… míralo aquí -rebobinó la cinta y la paró en una toma en la que se veía al rabino Aljarizi con una pequeña maleta negra- como ésta. No como ésta, sino esta misma. Y mira, la lleva sujeta a la mano con una cadena, ¿has visto?
Rubin asintió con la cabeza. La había visto.
– ¿Se reúne en ese restaurante y…? -le preguntó.
– Eso es todo -dijo Natacha-, después ya no sé bien lo que sucede allí. Pero tengo la impresión de que se pasan mucha pasta, cantidades ingentes. Una vez conseguí espiarlos cuando estaban dentro del restaurante. Y vi mucho dinero, billetes, dólares, de todo. También sé que el rabino Aljarizi ha ido tres veces a Canadá en los últimos tres meses y que se ha llevado la maleta, de manera que ¿qué podemos deducir de esto? ¡Que alguien le está pasando dinero y él se lo lleva a Canadá!
– ¿Y qué? -dijo Rubin, expectante.
– ¿Cómo que y qué? -respondió Natacha, ya enfadada-. Tú sabes muy bien que eso no es normal. ¿Por qué le dan pasta y se la lleva a Canadá?
– ¿Y si ha recibido una herencia o ha vendido una casa?
– ¡Qué va! -exclamó Natacha-. Sé exactamente dónde vive, no ha vendido ninguna casa ni ha recibido ninguna herencia. Y además, mira -dijo, y adelantó la cinta hasta detenerla en un punto en el que se veía al rabino Aljarizi vestido de cura griego ortodoxo-, está llevando el dinero a Canadá para algo importante… Importante e ilegal… Fíjate en su disfraz, porque eso significará algo, ¿no? Te lo aseguro, tiene que ser algo importante e ilegal. De eso estoy más que convencida.
– ¿Y cómo lo sabes?
– Rubin -se rió Natacha ahora con sarcasmo-, tú mismo me enseñaste a no revelar nunca las fuentes, así que no te voy a desvelar la que tengo ahora. Pero necesito que me ayudes. Convéncelo de que me dé un equipo, quiero llegar al fondo del asunto.
– ¿Que convenza a quién? ¿A Hefets? -exclamó Rubin sorprendido-. ¿Quieres que yo convenza a Hefets? ¿Quién va a poder convencerlo mejor que tú? No necesitas ninguna ayuda tratándose de Hefets, porque sabes muy bien que nadie tiene más influencia sobre él que tú.
– Oye, Rubin -dijo entonces Natacha, y los labios le temblaban como si estuviera a punto de echarse a llorar-, te equivocas, y viniendo de alguien que como tú… Bueno, no importa, pero te equivocas, y mucho. Resulta ofensivo. Yo no tengo ninguna influencia sobre él, sólo te basas en estereotipos.
– Ajá -dijo Rubin con una débil sonrisa-, en estereotipos, ahora entiendo…
– No te hagas el condescendiente conmigo, Rubin -dijo Natacha, tirando de las mangas del enorme jersey que llevaba puesto-. Te guías por estereotipos, como en las películas americanas, pero las cosas no funcionan así en la vida real, sino más bien al revés…
– Explícate -Rubin cruzó los brazos y empujó la silla hacia atrás-, explícame cómo funciona eso en la vida.
– Vale, sé que tienes experiencia, sé que tú mismo ya… Bueno, no importa -Natacha se dio una palmada en el muslo-, no he dicho que… No importa. Hefets no me ayudará, jamás me ayudará…
– Natacha -le dijo Rubin, en un tono paciente y paternal-, cómo voy a molestar al director de los servicios informativos para ayudarte, explícame cómo, sobre todo dada la situación entre tú y él…
– Al contrario -lo interrumpió ella implorándole-, es justo al revés, cuando alguien como Hefets se acuesta con una mujer, con una chica, ésta pierde ya todo su interés… Quizá sea un tipo con facilidad de palabra, pero nunca lo verás tratándome con seriedad, valorando mi trabajo, piensa que… De todas formas, cuando alguien de su posición se echa un polvo con una reportera principiante, ¿crees que la va a promover por eso?
Rubin torció el gesto.
– No me gusta… ¿Por qué hablas así? ¿Por qué hablas de ti misma con tan poco respeto? Eso no es echar una cana al aire, porque está más que claro que os traéis algo serio entre manos desde hace tiempo.
– No importa la relación que nos traigamos entre manos -lo interrumpió Natacha-, no importa lo que él pueda decir, incluso que hable de amor desde la mañana hasta la noche, porque te aseguro que si alguien casado se enrolla con una chica a la que le dobla la edad, a eso hay que llamarlo por su nombre, y no me refiero… En tu caso quizá… De cualquier manera, todo ha terminado ya.
– Ah -dijo Rubin-, vuestro asunto ha terminado, ahora lo entiendo todo -y volvió los ojos hacia el techo.
– ¿Qué es lo que has entendido? -preguntó Natacha, apretando el botón con la mano temblorosa y sacando la cinta lentamente-. Porque lo único que yo entiendo… es que no quieres…
– Natacha, por favor, no seas tan susceptible, dame eso -le dijo y le agarró con fuerza la fina muñeca de la mano que estaba sujetando la cinta.
– ¿Así que reconoces que es una bomba?
– ¿Una bomba? -le respondió, torciendo los labios como si estuviera saboreando la palabra-. Bueno, pues vale. Aunque yo diría que como mucho podría considerarse un aviso de bomba, si hemos de utilizar esas palabras; pero una bomba puede ser destructiva, quizá no te dejen publicarlo, seguro que no, si esto es todo lo que tienes…
– Tengo dos más -dijo Natacha, agachándose junto al bolso de lona.
– O sea que dos más -se sorprendió Rubin-, dos cintas más -añadió, y mirando por la ventana, pensativo, le preguntó-: ¿Desde cuándo?
Natacha se acercó a él y también se puso a mirar por la ventana.
– Fíjate -dijo asustada-, hay un montón de luces azules de coches de policía, quizá… ¿Habrá ocurrido algo? ¿Será un atentado? Fíjate -y se hizo a un lado.
Él aguzó la vista.
– La verdad es que no lo sé -comentó-, es difícil distinguirlo desde aquí. ¿Quieres que bajemos?
– Quizá podríamos llamar y preguntar. Aquí tienes las otras dos cintas -y se las ofreció, antes de añadir-: ¿Y desde cuándo qué?
– ¿Desde cuándo se ha terminado tu asunto con Hefets? -le preguntó Rubin, haciendo caso omiso de la mano de ella que le tendía las cintas.
– Desde hoy, desde ahora mismo, desde hace media hora -contestó ella, metió una cinta en la máquina de montaje y la rebobinó-. De todas formas, su mujer vuelve mañana. Durante las dos semanas que ella ha estado ausente me he dado cuenta de que… Bueno, no importa. Tengo ya veinticinco años y uno no puede tirar toda una vida por la borda por alguien con quien no hay futuro.
Bajo el desgastado pantalón vaquero, sus muslos parecían más delgados que nunca, y las menudas dimensiones del rostro le daban un aire ausente.
– Tienes toda la razón -dijo Rubin-, yo también estoy a favor de la familia y de los hijos.
Natacha se rió con sarcasmo.
– Claro -dijo, y sonrió-, por eso tú tienes las dos cosas, familia y niños -pero se calló enseguida y lo miró preocupada. Le parecía, que se había pasado de la raya.
Rubin no reaccionó.
Natacha estaba azorada. Sabía que, desde que Rubin cortó con Tirtsa hacía ocho años, no había habido otra mujer en su vida. Todos notaban que evitaba mantener relaciones amorosas estables con otras mujeres. Rubin, que durante todos los años de su matrimonio con Tirtsa había sido conocido en la televisión como un donjuán, como alguien que tenía habitualmente dos o tres relaciones simultáneas con mujeres «de todas las edades y de todos los colores», según lo formuló Niva, la secretaria del departamento de informativos, había tratado de mantener la mayor discreción durante los últimos tiempos. Nadie sabía a quién le estaría brindando ahora «un placer breve y sin expectativas», tal y como Dafna, la del archivo de imágenes, aseguró haberle oído decir. Además, seguía manteniendo unas buenas relaciones, cordiales, e incluso amistosas, con todas las mujeres con las que se rumoreaba que había tenido alguna aventura. Con todas menos con Niva quizá, a la que, según había observado Natacha en dos ocasiones, Rubin eludía siempre que intentaba hablar con él. En la cafetería, en la sala de redacción y en los pasillos, todos especulaban acerca del parecido del hijo de Niva con Rubin. Y eso que él creía que nadie sabía nada del niño. Así que Natacha no iba a ser quien le descubriera tales habladurías. Pero hacía unos pocos días Niva había dicho algo sobre un regalo para el séptimo cumpleaños del niño. A Natacha le hubiera gustado saber si Tirtsa sabía lo del niño. Se contaba que Rubin se había negado a verlo. Y que Niva lo había engañado, que le tendió una trampa pensando que si tenía un niño viviría con ella. Pero sucedió todo lo contrario, tal como ocurre a veces. Natacha estaba asustada: a lo mejor ahora, al mencionar que él tampoco tenía familia ni niños, lo había estropeado todo.
– Mira qué aspecto tienes, Natacha -le dijo Rubin, en un tono que a ella le sonó lleno de compasión-. ¿Has comido algo hoy? Pareces una anoréxica. No, no, no enciendas aquí un cigarrillo, las ventanas están cerradas por toda esta lluvia y ya me está picando la garganta. Venga, cuéntame qué es lo que crees que está ocurriendo con el rabino Aljarizi, qué puede estar tramando con toda esa pasta, camuflado y en Canadá. Vamos a intentar dilucidar de qué pueda tratarse y por qué lo hace y después pensaremos juntos en cómo actuar.