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“No tenemos miedo a meternos bien adentro,
allí donde no se hace pie. Pero sabemos que ya
tras el horizonte ha nacido una ola
que se va acercando a la playa.
Pronto nos alcanzará y de un solo saque
nos apagará las últimas brasas del alma.
Después ya no habrá olas para nosotros.”
DOLINA, El descanso de los Hombres Sensibles
En la cara de Gustavo ya estaba el sueño. Ahora se sumó, se superpuso como una máscara transparente, el asombro miedoso al verlo así, tan vapuleado.
– Patrón, présteme el teléfono que tengo que hacer algunas llamadas -dijo Etchenike guiñando dolorosamente un ojo al pibe.
– Hable tranquilo.
En la mañana fresca y nublada, el otoño ensayaba su número, la rutina habitual al preestreno: la luz indecisa tras las ventanas, una leve brisa del mar que arqueaba los pastos en los canteros raleados de la avenida Hutton.
Acodado en un extremo del mostrador, Etchenike comió y bebió café con leche y medialunas mientras hablaba por teléfono con Gustavo frente a él, la mirada fija en las curitas que le censuraban la cara.
– Insista, es urgente -dijo ante el encargado del motel Los Pinos-. Sergio Algañaraz, en la habitación quince: tiene que estar.
Hubo ruidos renovados. Un zumbido lejano e infructuoso:
– No hay nadie, señor. No contesta nadie. ¿Quiere dejar algún mensaje?
– No, gracias. Colgó.
– Después me vas a hacer un par de favores, Gustavo.
El pibe asintió.
Etchenike llamó al número de Mar del Plata que tenía en la tarjeta, manuscrito por un hombre sereno y apurado hacía tres o cuatro días. Parecían años.
– Sí, Silguero habla -dijo una voz vacilante-. ¿Quién es?
– Le habla Etchenike desde Playa Bonita -hizo una pausa como para que el otro asimilara el dato, recordase de qué se trataba-. Disculpe la hora, pero quería avisarle que ya hice contacto con el hombre…
– Ah… Bien, bien…
– Tengo las… -no quiso usar la palabra tan botona-. Los testimonios… Son buenos.
– ¿Las fotos?
– Sí. Solo y acompañado.
– Muy bien. Es muy eficaz, lo felicito.
– Hay otra cosa.
– ¿Qué pasó?
Etchenike vaciló un instante, no sabía cómo decirlo ni si correspondía.
– Me la dieron anoche -dijo bajando la voz-. Me robaron el arma y los documentos.
Hubo una pausa.
– ¿Quiénes?
– No sé. ¿Usted sabe?
Silguero ni siquiera contestó a eso.
– ¿Y las fotos? Tenga cuidado con eso. Póngalas en lugar seguro.
– Seguro.
Hubo una pausa más grande aún.
– Mejor… Véngase ya: deje todo y traiga lo que consiguió. Listo.
– Mañana. Antes tengo que arreglar algunas cuestiones.
Después pidió comunicación con Buenos Aires. Tuvo que esperar. Aprovechó para explicarle a Gustavo qué quería de él. El pibe entendió todo rápido y de una sola vez.
– No lo hables con nadie -concluyó señalando vagamente a todos, particularmente a Fumetto.
Cuando lo comunicaron, el teléfono sonó largo rato antes de que escuchara la voz del negro Sayago:
– Investigaciones privadas -dijo muy profesional.
– Habla Julio. Tengo trabajo para vos.
Soportó medio minuto de cargadas y exclamaciones. Al final pudo decir:
– Ponete en movimiento ya. Averiguame si en “ La Nación ” trabaja un periodista llamado Sergio Algañaraz. Un pendejo.
– ¿Qué pasa?
Y le contó todo, le pidió reserva total. Después le nombró a Coria, a Silguero, al poderoso Lobo Romero.
– Conocés Mar del Plata. A ver qué averiguás…
Sayago asintió, dio seguridades:
– ¿Y vos cómo estás? Tenés la voz rara.
– Me duele la boca -admitió Etchenike-. Me cagaron a trompadas.
Sayago lo insultó, le ordenó regresar, le pidió detalles que no podía darle, volvió a insultarlo en términos más cariñosos.
– Te vuelvo a llamar esta noche, después de las ocho. Teneme el dato y sé discreto -lo cortó finalmente Etchenike.
– Discreto y veloz. ¿Te doy con Tony?
– No. Que me extrañe.
El colectivo local era un destartalado Bedford de los años sesenta que prometía el itinerario Playa Bonita-Necochea inscripto arriba del parabrisas junto al número uno. Etchenike dudó de que hubiera un número dos o que lo hubiera habido. Era el rezago de alguna línea porteña, fierro viejo pintado de amarillo y negro bajo el polvo: “Expreso La Julia ” decían los góticos firuletes laterales.
– ¿Cuánto tarda hasta Necochea?
– Cincuenta minutos al puente de Quequén. Y de ahí cinco más hasta la terminal.
El conductor era un jovencito lleno de granos de short rojo y piernas peludas, que ya metía los primeros carrasposos cambios de la mañana. Etchenike se instaló en un asiento doble, junto a la ventanilla.
En la docena de cuadras que recorrió hasta salir del pueblo, el colectivo se fue poblando y precisamente en la última parada subió Toledo. Trajeado y peinado a la gomina resultaba casi irreconocible.
Cuando enfiló hacia el fondo Etchenike lo retuvo al pasar:
– Buen día.
El otro separó el brazo, sobresaltado:
– ¿Qué? -y ahí recién lo reconoció-. ¿Qué hace? No esperaba que… ¿Se va?
– Siéntese, Toledo -lo tranquilizó Etchenike como si fuera su tarea explicar todo despacio, sembrar cordura-. No me voy. Hago unas compras en Necochea y vuelvo al mediodía.
– Ah.
El hombre se sentó en la punta del asiento. Parecía incómodo dentro del traje, la camisa, la corbata y el “Expreso La Julia ”. Apenas se atrevía a mirar de soslayo a Etchenike. Se animó:
– ¿Qué le…?
– Una patota -se adelantó el veterano, señalándose los estragos-. Todo para sacarme unos pocos pesos…
– ¿Cómo fue?
Le dio una versión breve que no incluía motel ni desmayo. Ni siquiera pérdida de documentos y revólver. Sólo la penumbra, la cobardía y el robo.
– Esto no está tan tranquilo como parece, Toledo… Tendría que haberme avisado.
– No serían del pueblo… ¿jóvenes?
– No los vi bien. Pero seguro que pendejos.
– Eso: pendejos.
El colectivo acertó con sus ruedas traseras en el cuarto pozo desde la salida. Éste era más grande que los anteriores y los hizo separar las nalgas del asiento. Todo se llenó de polvo. El traje de Toledo, su peinada, estaban ya definitivamente espolvoreados con la mejor tierra seca de la pampa húmeda. La lluvia de la noche no había sido tan contundente en esta zona. Ya no se veía el mar y estaban a pleno campo.
A un lado se inclinaban las cabezas de un cuadro de girasoles; al otro, la hilera de eucaliptus filtraba el sol que subía por el este.
– Si éste es el expreso cómo serán la certificada y la simple -ironizó Etchenike mientras el Bedford roncaba en una loma. Toledo no lo oyó, no entendió nada:
– ¿Cómo?
– Pavadas nomás. ¿Usted va a Necochea también?
– No.
– Ah… A Mar del Plata. Usted me había dicho que… Y su hija también.
– No. No ahora.
¿Cuánto más tendría que preguntar? Estaba dispuesto.
– Bajo acá nomás -dijo el otro señalando hacia adelante-. Diez minutos.
– No sabía que había otro pueblo.
– No. La estancia “ La Julia ” -y Toledo volvió a callar como si se hubiera ido de boca-. La estancia grande de los Hutton.
Hizo un gesto que abarcaba los dos lados del camino.
– ¿Todo esto? -quiso confirmar Etchenike.
– Todo. De aquel bosquecito al mar, y prácticamente desde la salida del pueblo hasta el arroyo Los Sapos, ya cerca de Quequén. Lo va a ver.
– Y el expreso se llama “ La Julia ”, también…
– Y el balneario, antes.
– Lo sabía, me contó Fumetto.
– Se va enterando… Con esas historias, con tantos personajes, por lo menos no se aburre. No hay mucho que hacer acá.
– Anoche fui al cine y conocí a varios: al Polaco y al rubio, el Baba, el que vende sánguches.
– Ese tipo es medio mogólico: no sé si notó la pinta de mono, los brazos largos… Es muy violento, además…
– ¿Quién lo puso ahí, Willy Hutton? ¿Hace mucho que está?
El labio inferior de Toledo se estiró, encogió los hombros. Quiso decir que no sabía y que muchos años.
– Me bajo acá -exclamó de pronto, como si le hubieran pellizcado el culo.
Se levantó y se arrimó a la salida. Giró desde la puerta:
– Que se mejore.
El expreso se detuvo ruidosamente en un cruce perpendicular de caminos con tranqueras a ambos costados. A la izquierda, para el lado del mar, una interminable doble fila de paraísos viejos y frondosos se perdía detrás de un portón alto, pintado de blanco y con el arco de hierro forjado que dibujaba el nombre de “ La Julia ”.
Bajaron varios. Algunos subieron a un sulki que esperaba. Etchenike vio a Toledo atravesar el portón, emprender a pie un camino demasiado largo y polvoriento para tanto traje marrón, tanta gomina.
La terminal funcionaba en un bar lastimoso, a media cuadra de la avenida principal de Necochea. Etchenike tomó un café, compró el diario y preguntó tres direcciones: no tendría que alejarse más de dos cuadras para tener todo lo que necesitaba.
Encontró la casa de artículos para hombre en la avenida, frente al cine. Eligió un saco azul, liviano, y un pantalón celeste. Hizo envolver la ropa usada y se puso la nueva. Al salir sintió que el sol lo hacía brillar como una escarapela. Detestaba esa sensación y se metió los puños en los bolsillos del saco, flexionó los brazos y las piernas, quería arrugar rápidamente esa ropa, ponerla a tono con él, con su cara, con su ánimo más precisamente.
La armería estaba frente a la plaza. Entre la fila de escopetas, las cajas de cartuchos y algún riflecito de aire comprimido junto a una perdiz más apolillada que embalsamada, vio un treinta y ocho igual al que le habían arrebatado. Entró y lo pidió con precisión de calibre y marca.
La chica que atendía lo miró raro entre el miedo y el rechazo. Etchenike se observó en el espejo y le dio mentalmente la razón: las marcas, las curitas en la cara y la ropa nueva lo convertían en el sospechoso nato de un cuento de gangsters de William Burnett.
– ¿Necesita el permiso?
Ella indicó con la mano que le daba lo mismo, pero Etchenike sacó la autorización de portar armas expendida a su nombre y la chica llenó el formulario en amarillo.
– ¿Lo envuelvo? -dijo al final, con la cajita de balas inocentemente apoyada en el tambor del revólver.
– Lo llevo puesto.
Etchenike esbozó una sonrisa y metió todo en el bolsillo del saco.
Cruzó la plaza de palmeras, plátanos, tres palomas veloces, blancos bancos vacíos de cemento, y entró en la comisaría. Era un edificio antiguo y bajo con la bandera nacional y una excesiva garita blindada frente a la puerta.
– ¿Señor? -dijo el agente de guardia.
– Vengo a hacer una denuncia.
– ¿Qué tipo de denuncia?
– Robo de un arma.
El agente hizo un breve silencio. Lo miró. Todos lo miraban hoy.
– Al fondo, segunda puerta -dijo-. Pero… espere. ¿Qué lleva ahí?
Etchenike no se animó a echar mano al bolsillo. Podía quedar seco ahí mismo.
– Un treinta y ocho suplente y balas -explicó tratando de parecer, si no inocente, al menos natural-. Tengo permiso de portación.
Pero tampoco llegó a meter la mano en el bolsillo interior.
– ¡Quieto! ¡Contra la pared! -le gritaron con ruido de fierros simultáneos.
Obedeció. El poli le hizo abrir las piernas y él colocó las palmas altas y separadas contra el muro sin que se lo dijeran. Vino otro y lo palpó de nuca a tobillo, lo liberó de lastre, fierro y papeles mientras el guardia no dejaba de apuntarle con la metra.
El que lo había palpado metió todo en una bolsa y fue hacia el fondo. El de la guardia lo mantenía inmóvil, ridículamente expuesto de espaldas. Pensó que en cualquier momento le daban una patada en el culo. Pensó en el pantalón celeste y nuevo.
– Puede pasar -gritaron de adentro.
Le echó una mirada cansada al guardia y pasó. El otro le contestó con nuevos ruidos de cerrojos corridos o descorridos esta vez, y se metió en la garita.
Un oficial rubio y picado de viruela examinaba el contenido de la bolsa. No levantó la mirada cuando Etchenike dijo:
– Buen día. Vengo a hacer una denuncia.
– Un momento -dijo el rubio sin mirarlo.
Observaba los papeles con curiosidad. No exactamente: con fastidiosa atención, mejor.
– Et… Etchenique, Julio -dijo leyendo mal, pero a propósito.
– Soy yo.
– Parece todo en orden.
– Está en orden.
Recién ahí el otro le clavó los ojos fríos, azules. Sonrió, eligió un camino duro, tal vez equivocado:
– ¿Qué le pasó? ¿Se le cayó el revólver entre la mierda del gallinero y no se quiso ensuciar? ¿Lo sacaron a picotazos?
Pero Etchenike quería volver rápido a Playa Bonita, tenía mucho que hacer.
– ¿El comisario Laguna? -dijo como si no hubiera oído las palabras, el tono.
– Está de licencia.
Fue como si dijera “está muerto” o equivalente. Volvió al clima anterior.
– ¿Qué hacen los investigadores privados en Necochea? Nunca había visto uno.
– Uh, es raro, porque está lleno. Venimos a veranear. En este momento debe haber más de doscientos. Los psicoanalistas se toman febrero; nosotros, la primera quincena de marzo. Somos fáciles de reconocer, sobre todo en la playa: impermeable, shorts y el fierro en la sobaquera. Yo, en realidad, me olvidé de sacarme el treinta y ocho y a la tercera zambullida sentí que se me escapaba. Acá estoy.
– ¿Me está cargando?
– Estoy jodiendo un poco: me cagaron a palos, me afanaron el arma y encima cuando vengo a hacer la denuncia me cargan… ¿Es cierto que está de licencia Laguna? Fue compañero mío.
El color de los ojos azules se enturbió, apenas una nube interrogante.
– Sí, estuve en la Policía -confirmó el veterano-. Y anduve por acá hace más de veinte años.
Silenciosamente, el oficial aceleró el trámite de la denuncia. Etchenike dio detalles creíbles, circunstancias más o menos falsas, números auténticos del arma. Firmó al pie y reclamó sus cosas.
– Espere -dijo el otro reteniéndolo.
Abrió la puerta que estaba a sus espaldas y consultó algo en voz alta. Se volvió hacia el ex policía de ropa nueva y rostro viejo, machucado.
– Pase. El subcomisario Friedrich le quiere hablar.
Etchenike miró su reloj. Se le iba la mañana.
El veterano se fue acercando por la estrecha vereda que flanqueaba la calle de tierra. Enfrente, cien metros más abajo, al fondo de la pendiente arbolada, el río Quequén corría liso y brillante bajo el sol exacto de la mañana que subía. Atrás, el puente colgante, un Golden Gate de entrecasa que había atravesado al llegar. Más allá, el mar.
La casa era un chalecito antiguo con largo jardín delantero convertido en quinta, copado por hileras de tomates, almácigos de acelga, lechuga, un limonero en el rincón junto a la galería lateral. El hombre, un morocho todavía corpulento pese a los sesenta largos que le calculaba, estaba, de pantalones cortos azules y descoloridos y gorrito blanco, recogiendo limones subido a una escalera.
Etchenike golpeó las manos y el hombre giró la cabeza.
Se quitó los anteojos de aro metálico, bajó los peldaños y vino hacia él. Cuando lo tuvo enfrente, a dos metros, Etchenike dijo:
– Buen día, comisario Laguna. Soy Etchenique.
El otro lo semblanteó, trató de recordar. De pronto sonrió plenamente, se sacó el gorrito de un manotazo que reveló todo el pelo duro y tupido enteramente blanco.
– ¿Pero qué hace, Etchenique?… Tanto tiempo… -y extendió la mano.
La respuesta a esa pregunta y el recuerdo de lo vivido juntos se llevó la hora siguiente.
Sentados en la galería, el mate de por medio, con la mujer de Laguna yendo y viniendo y con los tantos gatos de cualquier color, pelo y marca que ocupaban todos los espacios, sobre las macetas, bajo la mesa, en los sillones, los dos hombres hablaron.
Etchenike se relajó en la silla de paja:
– Quién iba a decir que después de veinte años volvería a andar por acá, entreverado otra vez…
– Pero dígame -lo cortó Laguna-. ¿Cómo le quedan ganas de seguir en esto? Yo, que largo a fin de año, no veo la hora de venir a regar las plantas de una vez. Ahora estoy de licencia: me tomo vacaciones atrasadas para que la jubilación no me agarre con días pendientes. No quiero más lola, viejo. Y si sigo teniendo la reglamentaria a mano es porque uno ha metido mucha gente adentro y nunca se sabe si algún loquito, al salir de la sombra, no se le ocurre venir a ajustar cuentas… Pero usted compañero, al pedo nomás, volver a arremangarse… No entiendo.
El veterano no podía responder muy bien a eso. Había tomado distancia ya de su propia versión inicial y quijotesca, de las motivaciones justicieras, inclusive. Optó por la arqueología:
– Mi experiencia en la institución no fue como la suya, Laguna: yo me fui de asco, no soportaba lo que veía a mi alrededor… Es como si me hubiera quedado algo atravesado.
– Cuestión de estómago -lo cortó el otro.
Un gato blanco y negro saltó de la medianera al piso, se acercó cautelosamente, la mirada en las baldosas.
– O cuestión de hígado, mejor -reflexionó Laguna como para sí-. Fíjese: yo me bajo tres pavas diarias de mate, no le hago ascos a los huevos fritos, al guiso, chupo como en mis buenos tiempos…
La mirada de Laguna trepó hasta los ojos de Etchenike.
– Nunca he sido delicado y acá me ve -concluyó-. Pero no es eso a lo que usted se refería… Quiero decir: hay que ser fuerte.
La idea de fortaleza, la jactancia física tirada ahí, en medio de la charla evocativa, se deslizó como una mancha derramada a los pies de Etchenike, le mojaba los pies y la seguridad, le mentaba blandamente su flojera, la queja: los huevos fritos se mezclaban con los huevos a secas, amenazaban el hueso.
Pero Laguna tal vez se dio cuenta de que había ido muy lejos:
– Hay que estar. Hay que haber estado… -dijo y se golpeó las rodillas.
Borraba con el codo. Con énfasis amistoso le tiraba un cabo a ese hombre que había vuelto ahora porque alguna vez se había ido, que era duro porque había sido blando. Que era blando porque había sido duro y no se bancaba la dureza, la blandura.
– La gente nos putea y tiene razón. Pero no son mejores que nosotros -se atrevió Laguna-. Había un cabo en La Dulce, un pueblito de por acá donde yo empecé a prestar servicio, que decía que estar en la policía -él no decía “ser policía”- es como tener un hijo feo y darse cuenta. Pero que nadie lo diga; que uno lo sepa pero que nadie te lo diga. Que sea insoportable pero que esté ahí: la fealdad es una injusticia y contra eso no hay policía que valga, no hay orden… No sé si me entiende.
– No. Bah, creo que sí… -Etchenike recibía un paquete, una carta de pésame, una tarjeta de cumpleaños, qué era eso-. Usted me quiere hacer sentir que entiende.
– Tal vez. Quiero decir que está bien cualquier cosa que haga, Etchenique… Yo no soy quién para…
– Yo tampoco.
Hubo un silencio tan equívoco como toda la conversación y después se miraron, sonrieron. Laguna cebó otro mate, ya frío, lo extendió con la pregunta que cambiaba de frente:
– Basta de pajerías: ¿quién lo fajó así?
– Pendejos. Y uno es de los nuestros, según creo.
Y le explicó de Tarzán, del episodio de la playa, de la función de cine, de la desaparición aparente de Algañaraz, de tantas cosas.
– ¿Pero usted a qué vino a Playa Bonita?
– Una vigilancia por dos semanas. Empecé el sábado. Nada que ver con este asunto, según creo. Y en cuanto a ese oficial…
– Si es el que pienso, se llama Brunetti.
– Puede ser “El Tano” Brunetti.
– Sí, así le dicen. Es de acá, de la zona, pero cumple servicio en Mar del Plata. Debe estar de vacaciones. Siempre hay problemas con él.
– ¿Qué tipo de problemas?
– Abusos de autoridad, trata de blancas y drogas… Pero está muy bien agarrado, muy protegido. En la regional Mar del Plata es intocable prácticamente.
– ¿Un simple suboficial?
Laguna sonrió y se levantó con la pava y el mate en mano.
– Voy a hacer uno nuevo -dijo y desapareció dentro de la cocina.
Etchenike paseó la mirada por el huerto. Se estaba bien allí, a la sombra tupida del limonero, dejándose hamacar en la tarde como si el calor fuera un mar que se atraviesa lentamente en uno de esos mesurados barcos chinos de velas amarronadas que prodigan una sombra cuadrada y fresca pese a todo.
– No es una cuestión de cargo -dijo Laguna volviendo junto a él, silencioso y lento como un maestro oriental-. Es una cuestión de poder: que en estos últimos años, con los militares con jurisdicción directa sobre nosotros, se den muchos casos como ése. Son tipos que ocupan lugares, espacios clave, que no necesariamente han de ser muy importantes sino en tanto le sirvan al coronel, al general o a quien carajo esté en el asunto y lo necesite.
– ¿Y éste?
– Hace casi tres años que está en Estupefacientes. No asciende pero tampoco lo echan.
Etchenike suspendió el trayecto de la bombilla hacia su boca. Anudó ideas en el aire.
– ¿Qué tiene que hacer un tipo como ésos con los Hutton, los Casado Sastre, los cómo se llamen de la oligarquía de la pampa húmeda?
Laguna se turbó. Levemente, pero se turbó.
– Nada. Que yo sepa, con los Hutton, nada… ¿Por qué?
– Cuando anteanoche llegó Willy de Mar del Plata con los otros del equipo de pato, Brunetti estaba con ellos.
– Tal vez lo recogieron en Miramar cuando venían. Es muy frecuente. Además, es muy probable que se conozcan desde chicos… Acaso han ido a la escuela juntos.
El veterano se los imaginó en bancos contiguos pero con los mismos rostros actuales; se codeaban, tiraban tizas…
– Todo está tan mezclado -atinó a decir-. No entiendo cómo un tipo como Willy llegó a manejar semejante hotel, cómo se llegó a esto…
Y le contó lo que Fumetto le había revelado de la historia, los avatares que atravesaban décadas de la historia política argentina.
Laguna sabía más:
– Ahí hubo, después, un drama -dramatizó el comisario-. Cuando a fines de los cuarenta Perón les quita la concesión y dedica el hotel al turismo social, mandan de interventor a un abogado gremialista, asesor de sindicatos: Juan Ludueña, un peronista de Mar del Plata. Era un buen tipo, Ludueña. Pero se enamoró nada menos que de la hija del inglés, Virginia, una chica muy hermosa que prácticamente no había salido del campo sino para ir a Inglaterra a conocer a los abuelos o a Buenos Aires tres o cuatro veces al año. Inclusive estaba comprometida con un Pereyra Iraola. La cuestión es que ella también se enamoró y se casaron contra todos. Un escándalo. Usted se acuerda lo que era la rivalidad, el odio político en esos años, el rencor… Para colmo, al casarse se quedaron a vivir ahí mismo, en el hotel. Y después, lo que agotó la paciencia de la vieja Julia fue que cuando nació su nieta le pusieron María Eva, por Evita, que acababa de morir. No quiso ni siquiera verla.
La levísima sonrisa que dibujó la boca de Etchenike no alcanzó a desatarse en ironía.
– Ponerle Evita…
– Y eso no fue todo. Al poco tiempo, debe haber sido para el ‘53, cuando la epidemia de poliomielitis, la nena se enfermó. Algunos dicen que la abuela les había pedido que le mandaran a la chica para aislarla y Ludueña no quiso; otros dicen que fue al revés y que la vieja, resentida, no quiso aceptar a la nieta en su casa. La cuestión es que la piba quedó mal. Se recuperó mucho pero es el día de hoy que sigue usando el bastón y tiene una pierna con fierros, semimuerta… Una lástima: es una hermosa mujer.
– ¿Y qué fue de Ludueña y Virginia Hutton?
– Es la parte más trágica, si cabe.
Laguna no era un narrador consumado pero este relato le daba todos los materiales para el lucimiento: suspenso, golpes bajos, romanticismo y política. Ahora había hecho una pausa estratégica, tal vez demasiado prolongada.
– Cuando llega la Revolución Libertadora en el ‘55, Ludueña supo que lo iban a ir a buscar porque había algún envidioso alcahuete en el hotel, y decidió rajarse. Pero Virginia no quiso que se fuera solo. Una noche, le dejaron la nena a la abuela en la estancia y se escaparon en un auto a Mar del Plata. Iban varios en el coche, no se sabe cuántos. La cuestión es que los intercepta la Marina a la altura de Chapadmalal, hay una persecución y el auto se sale del camino en Barranca de los Lobos, da unos tumbos, cae y se incendia. No se salvó nadie. Aparecieron tres cadáveres completamente carbonizados: una mujer, Virginia, y dos hombres. A Ludueña lo reconocieron la gente del hotel, los empleados. Además, había documentos y papeles a su nombre en el baúl. Así terminó todo: un espanto. Durante un tiempo, se anduvo diciendo que Ludueña no había muerto, que se había salvado, que había “pasado a la clandestinidad” en la época de la Resistencia Peronista. Inclusive había una leyenda que lo ubicaba participando en la fuga de Ushuaia de Cámpora, Kelly y Cooke, un asunto muy sonado. Pero en realidad murió, está tan muerto como la pobre Virginia.
Etchenike creyó vislumbrar el mismo dejo de tristeza que había detectado en la voz de Fumetto al referir la decadencia familiar de los Hutton.
– ¿Y ahí fue cuando Willy se hizo cargo del hotel? -apuró, ganando etapas.
– No. Tenga en cuenta que Willy era mucho menor que Virginia; apenas si tendría diez años, era un chico sin ninguna aptitud legal. La Libertadora le devolvió la concesión a la sucesión de Arthur Hutton, y la abuela Julia, como titular, designó administrador a un tipo que trabajaba en el Atlantic desde hacía muchos años, un tipo leal, capaz y cumplidor. Probablemente, el que botoneó a Ludueña: Roberto Romero.
– El Lobo Romero.
– Ese mismo. Pero lo de Lobo vino después.
– En Mar del Plata.
El viraje de Laguna fue brusco, hizo tambalear la conversación:
– ¿Está trabajando para Romero?
– No sé exactamente: trabajo, trabajaba, en realidad, en el Complejo Romar -aunque lo semblanteó, Laguna no acusó señales de inquietud o turbación-. Arreglé con un tipo que se llama Silguero, de Mar del Plata, y trabajo con otro, Toledo, que hoy vino conmigo en el colectivo y se bajó en “ La Julia ”.
– ¿Y eso qué quiere decir?
– Es algo que quisiera saber: hay dos nombres en que se mezclan el trabajo con la historia del Atlantic. Uno es Toledo; el otro, el hijo de puta de Brunetti. Pero… -y pareció darse cuenta en ese momento-. El que realmente une las dos cuestiones es Romero, el Lobo.
– Bueno, pero ese Lobo no duró tanto en el hotel. Para la época en que usted anduvo conmigo por acá, por Quequén, a principios de los sesenta, Romero era el administrador del Atlantic, como le contaba. Y andaba bien, tuvo un cierto apogeo entre los sectores bacanes. Pero Willy le empezó a llenar la cabeza a la madre para que le dejara la administración a él cuando fuera mayor de edad. Por eso, cuando cumplió 22 años, lo rajaron a Romero y quedó Willy. Fue durante la época de Onganía, antes del setenta. Y desde entonces es un desastre: Willy se dedicó a patinar la guita, se fue de Playa Bonita a Mar del Plata. Al principio venía en temporada, después, ni siquiera. Y ha dejado a esa gente…
– ¿Al Polaco lo trajo él?
– No. Viene de antes. ¿Lo conoce a Gombrowicz? -el comisario sonrió-. Ése parece loco pero no lo está. Desde que yo me acuerdo que vive en el hotel: cuarenta años o más. Lo ha visto todo. Pero lo único que le interesa es el cine.
– Por algo será.
– Bien que lo sé.
Etchenike miró su reloj.
– Dicen que el Polaco en realidad es un náufrago… Era tripulante del carguero que encalló en el ‘40 -dijo Laguna con admiración-. El barco todavía está, lo habrá visto, cerca del balneario, a doscientos metros de la orilla. En las bajantes grandes se ha podido ir caminando hasta ahí. Pero eso también puede ser una leyenda…
– Tal vez, pero el mar ha dejado cualquier cosa en estas playas -dijo Etchenike poniéndose de pie.
Ni siquiera fue hasta la terminal de ómnibus. Tomó el colectivo a Playa Bonita en la subida del puente colgante. El comisario Laguna le hizo una pequeña venia arrimando las uñas de su mano derecha al gorrito blanco y él contestó desde atrás del sucio vidrio trasero con un toque a la curita que le cubría la ceja. La nube de polvo esfumó rápidamente el puente, el río, las recomendaciones finales de cautela. Apoyado plenamente en el último asiento individual de ese destartalado ómnibus, Etchenike volvía cansado pero dispuesto a dar batalla. El bulto del treinta y ocho flamante en el bolsillo del saco le recordaba que no había dormido bien la noche anterior. Sintió que probablemente no dormiría regularmente durante los próximos días y que debía aprovechar para hacerlo ahora.
Hubo épocas, cuando estaba de servicio, en que la posibilidad de dormirse en un colectivo le daba pánico. Un hombre dormido, como un hombre desnudo, está indefenso, expuesto; y un policía no podía darse ese lujo: el arma era su seguridad pero él era la seguridad para el arma. Se cuidaban recíprocamente. Pensó que en ese razonamiento había algo anormal, monstruoso. En realidad, el arma era algo monstruoso, irreal casi. Un objeto inventado para destruir, provocar heridas a distancia; creado para penetrar en la carne. El destino de la punta de una bala, la razón por la cual había sido diseñada, era penetrar en un cuerpo vivo, destruir tejidos, carne, vísceras, hacer saltar la sangre, matar. Y matar era interrumpir la vida: un pajarito estaba en una rama, una isoca iba por el borde de una hoja, una hormiga en el pasto, un hombre por la calle, un perro en la vereda. Y algo los golpeaba, los aplastaba, los lastimaba, rompía ese cuerpo vivo, complicado, con ojos, piel, zonas blandas, tibias o frías hasta que ese cuerpo vivo estaba muerto.
Después pensó en una mano: cada dedo era un ser vivo y se movía solo. Desde arriba llegaba una cuchilla, una cuchilla que amenazaba a esa mano que ahora estaba atada a una mesa de carnicero, a un escritorio gastado y lleno de marcas. Los dedos se movían como presos; amarrados a la mano, querían huir. Pero la cuchilla se elevaba y ya había optado por cortar al ras y de un golpe al meñique. Eso era un cuento que había leído hacía muchos años en “Leoplán”. De Jean Ray. De Robert Bloch. No, no era de Robert Bloch. Era de Roald Dahl. Hasta se acordaba de la ilustración: un hombrecito rubio, de bigotes…
El empujón involuntario de la mujer sentada a su lado lo despabiló. Tarde.
Alcanzó a ver la sombra oscura que se abalanzaba, irguiéndose delante del parabrisas un segundo antes de que pese al viraje y el chirriar de frenos tardíos, el colectivo golpeara de costado contra el último de los caballos de la tropilla que cruzaba desordenadamente el camino. El Bedford dio un tumbo brutal al pasar por encima del animal, casi volcó y terminó estrellándose contra una alcantarilla a la derecha del camino.
Etchenike sintió un dolor profundo en el hombro. La mujer ya no estaba a su lado sino tendida en medio del pasillo, cubierta por una nube de polvo. Había gritos, el estruendo de la caballada dispersa que se iba contra los alambrados. Un hombre vestido con boina y bombachas negras se asomó por la puerta y zamarreó al conductor. El muchacho permanecía inmóvil, aferrado al volante mirando hacia el frente a través del vidrio astillado del parabrisas.
Etchenike arrastró a la mujer fuera del colectivo ayudado por otro pasajero. Ya reaccionaba del desmayo y aparentemente no tenía nada roto. La depositó en el pasto y volvió al colectivo. No había nadie lastimado. Sólo el Bedford tenía heridas de las que no se recuperaría.
Una camioneta vino levantando tierra por el camino entre los paraísos y se detuvo en el lugar del accidente. El rubio que bajó también llevaba bombachas y botas altas. Etchenike reconoció a Willy Hutton y se dio cuenta al mismo tiempo de dos cosas: que estaba a menos de una cuadra de la entrada a “ La Julia ” y que el caballo atropellado era un pony, probablemente uno de la caballada del equipo de pato de la estancia.
– ¿Quién fue el pelotudo que trajo los caballos por la ruta? -dijo Willy mirando a su alrededor, al animal que pateaba sus convulsiones, levantaba la cabeza pero no se levantaría más.
– Los traía Lucio, patrón -dijo el paisano de la boina.
Y Lucio debía ser el jinete que trataba de arrear los animales dispersos a los gritos y entre los ladridos de los perros del otro lado de la ruta.
– Hay que sacrificarlo.
El paisano sacó el cuchillo de la cintura y se inclinó sobre el caballo.
– Así no, animal. Andá a buscarme el revólver.
– Permítame.
La voz de Etchenike sonó extrañamente firme, casi imperativa.
Antes de que nadie se diera cuenta de lo que pasaba, sin que él mismo encontrara buenas razones para hacerlo, sacó el treinta y ocho, se inclinó sobre la cabeza del animal y disparó una sola vez.
El caballo dio unas patadas más, meros reflejos, y quedó quieto, el ojo fijo y desorbitado.
– Ya está.
Todos los que estaban alrededor dieron un paso atrás. Willy se adelantó hacia él.
– Venga conmigo -dijo señalando el camino.
– Voy.
La camioneta retrocedió, giró casi en redondo en marcha atrás, se mantuvo un momento roncando en el lugar y luego salió arando, removiendo piedras. Willy Hutton metió la segunda casi de inmediato, dobló sin aminorar, levantando las ruedas en el acceso al camino interior y recién entonces miró a Etchenike con una sonrisa leve en la punta de los labios.
– En la casa se podrá lavar, arreglarse.
– Gracias. No quiero molestar.
– No molesta. Siempre hay gente en casa. Justo espero una visita. Quédese un rato.
– Le agradezco -y el veterano se revolvió en el asiento, hizo un gesto de fastidio más que de dolor.
– ¿Se golpeó?
– No. Apenas un toque en el hombro… No es nada.
– No -Willy sonrió-. Digo lo de la cara, los magullones. ¿Qué le pasó?
– Me robaron anoche.
– ¿Qué le robaron?
– Dinero.
– ¿Qué más?
Había aminorado sensiblemente la velocidad y ni siquiera miraba al camino sombreado que se extendía como un apacible túnel.
– ¿Qué más? -insistió.
Etchenike estuvo a punto de decir lo que supuso que el otro esperaba pero no lo dijo.
– Los documentos.
Willy echó mano a la guantera y sacó una billetera. La billetera de Etchenike.
– Tiene suerte -dijo extendiéndosela sin un dejo de ironía-. La encontré esta mañana a un costado de la ruta, junto con otras. Los ladrones se han deshecho de todo lo que pudiera comprometerlos… Cuando lo vi en el colectivo lo reconocí inmediatamente por haber estado mirando la foto del documento, señor Etchenique.
– Gracias. Soy Etchenike, en el laburo -lo corrigió.
– Etchenike. Suena bien.
Se hizo un silencio largo y denso. Era un espacio muy chico para quedarse callados.
– Ahora que recuerdo, Etchenike, tal vez por el apuro, quedó algo de dinero en ciertas billeteras -dijo Willy sin mirarlo-. En la suya, por ejemplo. Lo que sucede es que junté todo y se mezclaron los billetes, pero acaso se acuerde de cuánto había. O puede ser un cheque del banco que los ladrones no vieron, un cheque a la orden tal vez… o dólares.
– Trataré de hacer memoria -dijo Etchenike imperturbable-. Supongo que usted tendrá todo en la casa. Seguro que recordaré con precisión antes de…
– ¿Antes de qué?
– Antes de irme.
– Así que se va… A Buenos Aires.
No era ni una pregunta ni una reflexión ni una repetición. Quería ser una orden. Etchenike lo entendió así.
– Sí señor. Cumplo órdenes: termino el trabajo y me voy. Lo bueno es que aunque haya sido de casualidad voy a conocer un lugar de atractivo turístico como “ La Julia ”. Tengo amigos que me la recomendaron calurosamente: antes de irte de Playa Bonita, hacé como nosotros, date una vuelta por la estancia.
– ¿Qué amigos?
– Sergio Algañaraz iba a venir ayer a ver un partido de pato…
Willy Hutton se golpeó el muslo, soltó una exclamación:
– Nos divertimos a lo bestia. Sergio estuvo, claro, sacando fotos… -hizo una pausa mientras, al aproximarse al casco de la estancia, la camioneta entraba en un terreno más amplio de césped cortado al ras, parejo, enverdecido de riego-. Pero no tuvo suerte: ustedes se van a llevar una mala impresión del lugar, porque también a él le robaron. Le desapareció la cámara con el rollo que estaba usando para la nota de “ La Nación ”. Estaba desconsolado cuando se fue.
– ¿Se fue? ¿A qué hora se fue?
La mirada de Etchenike era dura, casi agresiva. Hutton se la sostuvo, demoró intencionalmente la respuesta:
– ¿Le interesa el dato? Venga conmigo.
Custodiado por una irregular hilera de viejos paraísos, el casco de “ La Julia ” era una construcción vasta y extraña, con algo de híbrido en la superposición de elementos e intenciones. Sobre una estructura antigua, cuadrada y blanqueada a la cal, de dos plantas, se había adosado una amplia galería estilo inglés, funcional y utilitaria, que daba toda la vuelta a la construcción. La chapa acanalada, los desagües y las columnas redondas de fierro le daban el aire de esas viejas estaciones pueblerinas de ferrocarril, sobrias y sólidas como los sueños de un imperio en su tranquilo apogeo. Etchenike descubrió que el piso de la galería era de durmientes de quebracho, y que eran rieles los bordes de metal que la circundaban, la separaban de los macizos de flores milagrosamente frescas y vivas.
– No tiraban nada los ingleses…
– No. Juntaban, juntaban en todo el mundo.
Ahora Willy y el veterano caminaban por la galería a un costado de la casa.
– El casco original es el del siglo pasado. Ya estaba cuando mi padre compró el campo después de la guerra del catorce. Luego, con desechos del ferrocarril, hizo la galería.
– ¿Su padre hizo la guerra?
– Fue camillero, voluntario de la Cruz Roja.
– Como Hemingway.
Pero Hutton pareció no oírlo. Habían girado en ángulo y le señalaba al fondo, al amplio espacio que se abría frente a la entrada de la casa.
– Ésa es la cancha. Se usa para polo y pato.
– ¿Cómo salieron ayer?
– Empatamos.
– Con ayuda del referí o sin ayuda del referí.
Willy Hutton se volvió:
– No joda, Etchenike.
– ¿No era el referí el que entró al Hotel Veraneo con ustedes?
– No joda.
El rubio se adelantó unos pasos más hacia un grupo de mecedoras que estaban dispersas frente a la entrada, sobre el césped.
– ¿Y el visitante que esperaba? ¿Llegó? -dijo fuerte Etchenike para que lo escuchara.
Hutton se detuvo en seco. Se volvió:
– Pongamos orden en las preguntas. Usted quería saber lo de Algañaraz ayer -se dirigió hacia una mujer sentada de espaldas a ellos en la primera de las mecedoras-. ¿A qué hora lo llevaste al chico a Playa Bonita, querida?
La mujer dejó el libro que tenía entre manos en el regazo y miró por encima de los anteojos de sol, girando la cabeza.
– Un poco más de las ocho -dijo-. Estaba apurado por llegar a una cita.
Etchenike quedó inmóvil.
El pelo rubio casi rojizo, los labios carnosos, la piel, las tetas que apenas cubría la parte superior del bikini.
– Perdón -dijo Willy-. Mi sobrina María…
Ella se volvió completamente y extendió una mano blanda.
– Etchenike -dijo Etchenike y no pudo evitar la turbación al estrecharla-. No se moleste, por favor.
Pero ella no se molestaba ni por favor, no podía levantarse ya. La mirada de Etchenike estaba fija en el bastón ortopédico apoyado en la reposera, en los fierros que abrazaban la pierna derecha bajo la amplia pollera de tela cruda que cubría a esa mujer que él había visto temblar, vibrar bajo el amor y en el amor.
– ¿Qué le pasa?
Se recompuso, apoyó la mano en el respaldo de la silla que estaba frente a ella, trató de mirarla con más tranquilidad.
– El señor Hutton me preguntó qué me pasó; usted me pregunta qué me pasa ahora… Lo que yo me pregunto es qué pasará.
En ese momento, el ruido de un motor lejano antecedió a la aparición casi inmediata de un pequeño avión blanco de dos motores que asomó muy alto todavía por encima de un bosque de pinos.
– No va a pasar nada -dijo ella sonriente, señalándolo-. Los socios que consigue Willy son todos así: voladores, hacen mucho ruido al principio, después empiezan a dar vueltas y al final, ahí quedan.
Los dos permanecieron viendo cómo el avión hacía lo que ella dijo, como si lo manejara con un control remoto: el ruido, las vueltas, hasta quedar detenido a doscientos metros de allí. Willy salió presuroso en la camioneta hacia el lugar. Etchenike se preparó para pasar una larga tarde de campo.
– Y usted… ¿a qué vino? -dijo ella indicándole una reposera.
– Me trajeron. No vine. El colectivo que tomé en Necochea atropelló a uno de los ponies que estaba suelto en la ruta y se rompió.
– ¿El colectivo?
– Sí, el colectivo también. Entonces Willy me trajo, no sé muy bien por qué.
– Él sabrá. ¿Usted qué hizo?
– Disparé un arma -y Etchenike hizo el gesto con el índice y el pulgar de la mano derecha.
– Entonces es por eso: él no dispara pero sabe rodearse de los que lo hacen. Usted tiene porvenir.
– Ojalá. Me vendría muy bien porque me acabo de quedar sin trabajo. Hasta ayer estuve en el Complejo Romar de Playa Bonita, ¿lo conoce?
Etchenike tuvo la sensación de que ella iba a negarlo pero retuvo un poco más la respuesta y dijo:
– Sí, lo conozco. Es horrible, vulgar, incómodo.
– Me han dicho que los departamentos de planta baja son los mejores… Bah, más amplios.
– Tal vez.
Ella se había refugiado nuevamente tras los anteojos y parecía fríamente dispuesta a retomar la lectura del Bomarzo de Mujica Lainez.
Pero no podría por el momento.
Ya venían por el medio del jardín Willy y su visitante. El hombre, de su misma altura, cincuentón pero entero, canoso y con el cabello engominado y largo, estaría sin duda orgulloso de su barba recortada y en punta que le enmarcaba desagradablemente la cara oscura. El tostado casi enfático le hacía brillar la piel, pero los ojos tras los cristales de marco grueso parpadeaban a la defensiva de un sol que no daba para tanto. Caminaba visiblemente incómodo sobre el césped con su traje celeste y liviano de fibra, la camisa blanca y los mocasines combinados, algunos pasos detrás de Willy que lo llevaba en su estela vigorosa, confiado, seguro dueño de casa orgulloso que está dispuesto a mostrar un regalo caro, un amigo lejano o algo así o eso mismo.
– Señor Rojas -dijo deteniéndose ante la mecedora de ella-, quiero presentarle a mi sobrina María, que habitualmente vive en Mar del Plata pero que nos está acompañando en estos días.
– Leonel Rojas Fouilloux, para servirla -dijo el hombre extendiendo una mano reticente y tardía que ella apenas tocó, casi con asco.
– El señor Rojas es un empresario de la cadena latinoamericana de hoteles Survey. Es chileno, viene de Viña del Mar y está muy interesado en la explotación del Hotel Atlantic -dijo Willy mirándolo como un rematador-. Aprovechando su estadía en la Argentina para una convención, se ha molestado…
– No ha sido molestia, querido amigo -dijo el chileno con una sonrisa.
Etchenike se había hecho naturalmente a un costado y ocupaba un cómodo segundo plano junto al joven piloto del avión, el que sería el capataz y otros espectadores privilegiados del evento social. Willy reparó en él y pareció recordar que tenían un asunto pendiente. Pero el veterano se adelantó:
– ¿Conocía estas playas, señor Rojas Fouilloux? -dijo tratando de reproducir la suave pronunciación trasandina, la entonación y las “ll”.
– Sí, Mar del Plata, hace muchos años. A mediados de los cincuenta anduve por aquí. Usted, por ejemplo, no habría nacido, señorita…
– María.
– ¿Sólo María? -y la insistencia tenía algo de meloso y bajo, como si estuviera desarrollando una desagradable estrategia de aproximación.
– María Eva -ladró ella y Etchenike no pudo menos que sonreír.
– Ah… Muy bello -dijo el chileno e hizo un ademán con la mano libre.
Tal vez la reposera se desplazó, tal vez el visitante estaba mal parado, la cuestión es que hizo un movimiento brusco hacia atrás para conservar el equilibrio y metió el pie en el pequeño pozo lleno de agua y barro del que emergía la canilla para regar el jardín.
– Oh… diablos-dijo el chileno sacando el pie, el mocasín y la media correspondiente llenos de barro chirle y pegajoso.
Hubo risas. El visitante quedó un momento saltando en un pie. Se descalzó.
Etchenike dijo “permítame” y tomó el zapato encastrado, lo llevó hacia donde estaba la manguera; el señor Rojas Fouilloux se sentó, embarazado pero sonriente; María Eva lo miraba curiosa.
– Mi madre ya ha ordenado todo para el five o’clock tea -dijo Willy que regresaba del interior, y pronunció el inglés como quien camina eligiendo piedras resbaladizas para cruzar un torrente-. En unos minutos estará listo.
– Yo quisiera pasar un momento al cuarto de baño -dijo Rojas con el pie en el aire.
Etchenike le alcanzó el zapato húmedo pero limpio y el otro agradeció.
– Acompáñelo, Artemio -dijo Willy.
El capataz se llevó al señor Rojas hacia el interior de la casa y los Hutton y Etchenike ocuparon las reposeras.
– Creo que encontré lo suyo, Etchenike. Después me contesta -dijo Willy alcanzándole un sobre.
Etchenike lo entreabrió y revisó secretamente el contenido.
– Creo que está bien -dijo sonriendo-. Más o menos era esto. Gracias.
– Es mala educación -dijo ella.
– No son secretos, María… Acaba de hacerme un favor y los favores se pagan.
– Me imagino de qué tipo, hijo de puta.
Etchenike se desconcertó. Le cambiaban el libreto; no entendía los favores pero podía sospechar las puteadas.
– Qué te pasa… No hagas papelones como siempre -mordió su bronca Willy.
Ella le apuntó con el bastón que empuñaba tensa, como el comando de un avión que debía ser enderezado ya:
– A vos y a este otro hijo de puta -el bastón se desvió apenas para apuntar al pecho de Etchenike- se las voy a hacer pagar. Muy caro, sabés… Y no intentes nada contra mí, Willy, ni te metas porque te voy a reventar y vas a tener que meterte al chileno y al hotel en el culo.
Con un impulso violento de los brazos, que se tensaron en una curva musculosa que le hinchó los hombros y el cuello, María Eva Hutton se puso de pie y arrancó hacia la casa a desmañadas zancadas. El bastón hizo un ruido seco al golpear dos, tres veces en el piso de duro quebracho hasta que entró a la penumbra del amplio recibidor.
Willy Hutton aguardó unos instantes antes de volver a hablar, esperó que las aguas del aire se aplacaran.
– No está loca. Es muy jodida, eso sí -definió con una mirada que pronto fue perdonavidas-. No es fácil sobrellevar eso… Me agrede, siempre me agrede por cualquier motivo y ahora creyó que… Está paranoica.
La sensación de Etchenike fue que estaba tendido en la mesa de torturas, alguien entraba, distraía al verdugo que estaba sobre él y discutían. Al quedar solos, el verdugo le contaba amargamente sus penas, explicaba la incomprensión del otro y luego, en el mismo tono, volvía a comenzar con él.
– Pero vayamos a lo nuestro -dijo el rubio Hutton como si nada-. El dinero que tiene allí es mucho más de lo que podía esperar, aunque se haga el distraído. Ahora váyase, para qué se va a quedar… Arriesgarse… -miró su reloj-. Es temprano, tiene un micro a Buenos Aires a las 20.55. Si se apura…
El veterano lo miraba sin decir nada. El sobre daba vueltas en sus manos.
– No estoy tan loco ni le mentí a María: usted me hizo un favor, en serio -continuó Hutton-. Al atropellar a ese matungo me dio una excusa para cobrar el seguro. Tal vez lo necesite de testigo: decir que el micro se salió de camino y se fue contra los caballos, por ejemplo, que estaban lejos de la banquina… Yo sé cómo localizarlo, Etchenike. Tengo todo lo suyo -y sonrió.
Bruscamente se llevó la mano a la cintura y mirando para ambos costados sacó un revolver corto y brillante, y le apuntó sin aspavientos, con el brazo recogido, pegado al cuerpo.
– Me faltaba algo: déme el treinta y ocho matacaballos. Colecciono.
El veterano seguía silencioso y no se resistió. El arma cambió de mano. Willy la guardó en el amplio bolsillo de la bombacha.
– Señor Hutton, señor Hutton…
La voz no se atrevía a elevarse, llegaba tímidamente desde la galería.
Willy se volvió. La mucama que acompañaba a su madre y al sonriente chileno lo llamaba para el té.
Etchenike miró el reloj: cinco menos dos minutos. Después miró a la oscura dama vestida de claro que presidía bajo la galería como bajo el palio imperial. La mano de la mucama que aferraba su brazo transparente en el encaje antiguo era innecesaria. Esa mujer vieja y sumida se sostenía sola. Una dura estructura de alambre y cemento la mantenía rígida y seca, erguida y dando pocas y claras órdenes imperativas, como una antigua señal de ferrocarril que diera paso o lo quitara con la naturalidad y contundencia de un código explícito, simple, inmodificable.
Y ahora daba paso:
– Hijo -decía con la mano sarmentosa levemente alzada-. Es la hora y no debes hacer esperar al señor.
– Un momento nomás, mamá.
Willy sacó una libreta y escribió rápidamente con una leve sonrisa dibujada en la cara crispada. Firmó al pie de lo que había escrito, dobló el papel en cuatro y se lo extendió a Etchenike.
– Sólo es válido para mañana -dijo-. Ya sabe lo que tiene que hacer.
Etchenike guardó el papel en el bolsillo sin mirarlo; Hutton le echó una mirada larga que quiso ser elocuente y se dirigió a la casa.
Rojas Fouilloux se hizo gentilmente a un costado cuando Willy entró con ellos al comedor. El veterano quedó solo en el parque.
Era la hora de partir.
El camino de paraísos era mucho más largo así. Pero no menos agradable. Nuevamente aligerado del peso muerto del revólver, con mil dólares en el bolsillo -si había orejeado bien los billetes verdes dentro del sobre que no se animaba a volver a revisar- y la sensación del deber no cumplido pero sabiamente esquivado, Etchenike caminaba liviano hacia la incierta ruta que lo llevaría quién sabe cómo de regreso a Playa Bonita, inmediatamente a Mar del Plata, como por un tubo a su lugar de origen.
Si a uno no lo asaltaba la melancolía, se podía caminar hacia el atardecer con pájaros sobre y en la cabeza o los oídos. Era posible también pensar en recoger a Sergio, consolarlo de la pérdida de una cámara periodísticamente peligrosa para alguien, mostrarle las curitas ejemplares de su rostro, el verde ejemplar en su billetera recobrada, sacarlo de circulación si es que no se había ido ya, explicarle que no fuera forro.
Él no lo sería, por lo menos.
Buscando los cigarrillos encontró el mensaje final de Willy Hutton doblado en cuatro. El papel decía: “Vale por dos revólveres 38 seminuevos. Válido hasta el día de mañana. Domicilio de entrega contra presentación de documentos, Alvarado 3289, Mar del Plata”. Su firma y la fecha.
No pudo dejar de sonreír. Hasta el cinismo podía llegar a ser simpático en ciertas circunstancias.
Bocinazos. No se apartó ni se dio vuelta. Bocinazos. Prácticamente se detuvo en medio del camino. Con la leve brisa le llegó la tierra que levantaba el auto impaciente a sus espaldas. Más bocinazos.
– Salga de ahí, alcahuete…
Ella. Desde el principio supo que era ella. Manejaba, hacía sonar la bocina o gritaba con el mismo vigor rencoroso con que hacía el amor o esgrimía el bastón. Todos sus gestos eran una forma más o menos larvada de la venganza contra qué.
La enfrentó, le hizo el gesto con el pulgar arriesgándose a que lo destrozara de un golpe de Renault.
– Hasta la ruta. Después me arreglaré -negoció.
– Suba.
No fue una concesión. Ella supo transformarlo en una orden. Cualidad de familia.
– Usted es saludablemente imprevisible -dijo Etchenike usando un adverbio y un adjetivo elegidos especialmente para ella, casi un regalo.
– Si quiere, lo bajo: será más lógico. Lo bajo y lo piso -dijo poniendo la primera.
– No. Lo lógico es que quiera saber. Por eso me insulta pero me lleva.
– Soy previsible, entonces.
– Digamos que sus gestos son raros pero anunciados.
– Es el problema que tenemos los rengos.
Y Etchenike sonrió.
El auto de María Eva Ludueña, sucio de barro y demasiado trajinado, tenía control manual, con comando ortopédico. Sin embargo nadie podía imaginarse, viéndola conducir en el límite, que detrás del volante había un cuerpo con músculos muertos, ciertos nervios de trapo bajo la cintura.
– ¿Qué quiere saber? -dijo ella cuando ya estaban en la ruta.
– Eso podría haberlo preguntado yo: si quiere empezamos al revés. Pero no me putee.
– Vamos una y una -dijo ella sonriendo-. Alternadas. El que no responde a dos preguntas seguidas o a tres alternadas, pierde.
– Hecho: Sergio Algañaraz.
– Estuvo ayer, vino con Willy en el auto. Se quedó a ver el partido, lo emborracharon, perdió la cámara y lo llevé yo de vuelta a Playa Bonita a las ocho de la noche más o menos. Ya lo sabía, perdió tiempo con esto.
– Lo dejó en el motel Los Pinos.
– No.
– ¿No, qué?
– No corresponde: ahora pregunto yo -se volvió como si las palabras tuvieran otro sentido si lo miraba a los ojos-. ¿Qué le pagó mi tío Willy? No le pregunto cuánto sino por qué.
– Me pagó para que desaparezca, para que me vaya. Por otra parte, porque le voy a servir de testigo si tiene problemas con el seguro de los ponies.
– ¿Y se va a ir?
– Sí. Ya no hay nada que hacer en este lugar para los jóvenes o veteranos cronistas, guardianes y reporteros gráficos. Esta noche me voy.
Ella iba a insistir pero ahora fue él quien la paró con un gesto.
– El otro visitante de la estancia: Toledo. María
Eva lanzó una carcajada:
– ¿El hombre del traje marrón? -volvió a reír-. Pretendía hablar directamente con la abuela… Ni siquiera fue necesario que saliera Willy. Lo mandó al capataz, a caballo y con el rebenque… Lo corrió, perdió los papeles en el camino. Un ridículo. ¿Ése es de los suyos?
– No sé cuáles son los míos.
– ¿A quién le toca?
– Le tocaba a usted pero ésa ya es una pregunta: ahora yo, de nuevo -Etchenike no la dejó reaccionar-. ¿Por qué lo puteó así a su tío?
– Todo lo que lo putee va a ser poco. Vigila mi vida. Dice que me mantiene pero es su manera de controlarme, de ser una especie de tutor ante la abuela… Y ya no soy una pendeja ni una lisiada. Por eso me vigila, me tiene controlada. Para la abuela sigo siendo una pobre jovencita que el tío debe proteger. Pero se va a acabar.
– Le hago otra pregunta pero vale por la suya: ¿cree que yo fui mandado por Willy?
Estaban llegando al punto en que la ruta se abría en un camino sinuoso hacia Playa Bonita o continuaba recta rumbo a Mar del Plata.
María Eva se zambulló hacia el balneario y aminoró inmediatamente la marcha hasta casi detenerse:
– Sé que no lo mandó mi tío -y no era una opinión-. No sé qué pasó después y eso me inquieta…
De golpe su rostro se transfiguró y la rigidez y seguridad dieron lugar a un ligero temblor:
– No sé para quién juega usted, Etchenike o como se llame… -continuó-. Todo este asunto del hotel me ha revuelto viejas cuestiones, usted no puede saber. Desde que mi padre…
El sollozo no llegó a conmoverla pero Etchenike estiró el brazo para ayudarla a sostener el volante. Ella puso el freno y estacionaron a un costado del camino.
– Suspendamos el torneo de preguntas y respuestas -la alivió él-. No espere que le pregunte nada sobre el pasado: en líneas generales, lo sé todo. Bah, lo que es público y sabido: cómo se quedó sola de chica, la enfermedad; no hablaré más, si no quiere…
Ella no lo miraba. Tenía la cabeza apoyada en el vidrio.
– Hay algo que me tiene totalmente perturbada desde hace una semana y que tal vez no tenga sentido que se lo diga a usted, que no sé quién es -quedó unos instantes en silencio.
– ¿Qué le pasa?
– Alguien me ha estado llamando por teléfono y dice que es… mi padre.
– Pero Juan Ludueña murió.
– Sí… -ella se volvió bruscamente-. ¿Y si no murió? Yo he oído alguna vez versiones sobre eso. Pero estuve siempre aislada, escondida.
– No tiene mucho sentido, María Eva -Etchenike deseaba en ese momento sólo aliviarla, ahuyentar el dolor que subía-. Alguien la quiere perturbar… En esta situación, además.
– ¿Usted me ayudaría?
– ¿A qué?
– A averiguar si es cierto.
– ¿Por qué yo?
– Usted se dedica a estas cosas: es un investigador privado, me dijo Willy.
Etchenike sintió que estaba todo mezclado: ahora, una cuestión nueva.
– No entiendo: hasta hace unos kilómetros yo era un hijo de puta sospechoso de alcahuetería y ahora soy alguien a quien puede confiarle algo tan privado.
– Yo le creo. Necesito creerle a alguien.
– Créale a él.
El dedo de Etchenike señaló hacia adelante, hacia el camino.
De frente, a toda velocidad en el sombreado sendero sinuoso, venía el Volkswagen rojo descapotado que los dos reconocieron al instante. El conductor tuvo tiempo de verlos al aminorar en la curva, pero aceleró al pasar junto a ellos. Coria ni se dio vuelta, ni giró la cabeza. Quedó el polvo suspendido.
María Eva estaba otra vez paralizada.
– ¿Vamos? -dijo Etchenike después de un momento.
– Vamos. Lo dejo en Playa Bonita y sigo viaje.
No hablaron más. Ella respiraba agitadamente y él tenía un torbellino en la cabeza. Entraron al pueblo y ella no preguntó. Se detuvo finalmente en la esquina del motel Los Pinos, sacó una tarjeta de la cartera y escribió una dirección y un teléfono de Mar del Plata.
– Véame -dijo extendiéndosela-. Y no deje que me hagan mal, por favor.
– Claro que no -dijo el veterano.
Se bajó en la explanada y la vio girar en redondo, volver por donde habían llegado. Manejaba como quien sabe a dónde va… Un Volkswagen rojo iba dejando una estela de polvo cada vez más oscura y lejana en la noche que se venía.
Una vez más se arrimó sin demasiada fe a la habitación número 15. Golpeó y no había nadie pero las cortinas estaban corridas, prolijas, no se podía ver el interior. Sintió que una de sus actividades usuales durante estos días había sido mirar a través de ventanas cerradas, entreabrir cortinas, pegar la nariz contra el vidrio de intimidades sospechosas. Toda una miserable especialidad.
– Señor…
La mucama. La misma mucama. Salía de la habitación que Etchenike había visto ocuparse la noche anterior desde su puesto de observación. Pero hacía mucho tiempo de eso.
– Hola ¿se acuerda de mí? Vengo a buscar los pantalones -dijo señalando las cortinas cerradas.
– Ah, sí.
– ¿Ya arregló la habitación?
– Sí.
– ¿Tendió las camas?
– Sí.
– ¿Estaba seco mi pantalón?
– ¿Eh?
Ella estaba a punto de entrar en pánico. Nada tenía que ver su actitud con la trivialidad de la conversación. Tal vez sí con el ojo amoratado que recién en ese momento, al mirarla de cerca, Etchenike advirtió.
– ¿Qué le pasó?
Ahora fue ella quien lo señaló en silencio, le mostró los estragos que había en su propio rostro.
– A mí me la dieron. ¿A usted también? -dijo Etchenike.
– Váyase.
– ¿Dónde está el muchacho? ¿Lo vio hoy?
Ella empezó a caminar hacia la administración. Etchenike estiró el brazo y la retuvo.
– Me va a ayudar…
– No puedo. ¿Qué quiere que haga?
– Dígame si lo vio, quién estuvo, cuándo…
– Es policía.
– No. Soy amigo y tengo miedo por él. Le puede haber pasado algo.
Ella se sorprendió menos de lo esperado:
– Anduvieron revolviendo. Seguro que le robaron todo.
– Esos datos necesito: lo que vio.
– Tengo miedo. Váyase.
– ¡Amanda!
El grito la hizo volverse, revolear el pelo negro. El morocho enrulado del turno de la noche estaba en medio de la explanada, venía del centro y la encontraba charlando a esa hora y con la limpieza sin terminar.
– ¡Amanda! -y el tipo se aproximó.
– ¡Voy!
La mucama echó una mirada despavorida a Etchenike y caminó hacia el hombre, en el otro extremo del motel.
– Tranquila… -el veterano buscó las palabras, tardó un poco más-. No va a pasar nada…
Pero no estuvo seguro de que lo hubiese oído. Por el contrario, ella corrió más rápido, se alejó, pasó junto al morocho y entró en la administración.
El hombre se acercó lentamente pero no sereno. Tenso, como ante una presa.
– ¿Qué carajo quiere ahora? -dijo diplomático.
– Ando buscando un papel.
– ¿Un papel? -el morocho se arrimó aún más echando mano a la cintura, mostrando dientes; casi sonreía-. ¿Es para dejar otro mensaje?
– No. Es para limpiarme el culo -Etchenike hizo el gesto-. Porque te voy a cagar… a trompadas.
Y en la pausa entre las últimas palabras sacó un derechazo corto y rápido al estómago que el otro recibió con un quejido. Antes de que se fuera al piso lo había levantado con un golpe de rodilla en la boca y al enderezarlo lo recibió, ahora sí, con otra derecha plena que le reventó la mandíbula.
El morocho se desparramó, golpeó la cabeza contra el cemento y quedó quieto allí.
Etchenike lo dio vuelta, metió la mano bajo el saco y lo desarmó. Una pesada cuarenta y cinco reglamentaria cambió de dueño. Por fin le tocaba ganar a él. Se calzó la pistola, fue hasta la administración desierta y llamó dos o tres veces infructuosamente a Amanda. No estaba ya.
Mientras volvía hacia el centro de Playa Bonita se acariciaba los nudillos y silbaba Moritat. Mal, pero silbaba.
Los volantes amarillos se hamacaban antes de caer dispersos sobre la avenida. Etchenike recogió uno al vuelo mientras la camioneta, media cuadra más allá, anunciaba una vez más que Eliseo Mojarrita Gómez intentaría esa misma noche, “a partir de las veintiuna treinta horas en el natatorio del Club El Trinquete, batir el récord mundial de permanencia en el agua en posesión del alemán Karl Burger”, etcétera. El volante era el mismo del sábado pasado, sólo que una mano rápida y desprolija había cambiado la fecha de iniciación del intento que se realizaría “en el marco de una Gran Fiesta Acuática” que el veterano no llegaba a imaginarse demasiado.
Tampoco se imaginaba tomando el ómnibus de regreso. Tenía la sensación de que estaba en el comienzo de algo. Todo no había sido más que el estirado prólogo para lo que se venía. Y él se iría. O no se iría.
Todavía acariciándose la mano dolorida y como si llegara de muy lejos a una residencia extranjera, entró al comedor del Hotel Veraneo. Era temprano y no había gente cenando; ningún ómnibus entraba o salía en ese momento de Playa Bonita. Sólo Gustavo leía el “D’Artagnan” acodado al mostrador, las piernas cruzadas y apoyadas en el travesaño alto de su banco.
– Un café y el informe -dijo el veterano sacándole el birrete por sorpresa.
El pibe no dijo una palabra. Fue hasta la máquina y empezó a preparar el express.
– Fui tres veces… -dijo conteniendo la objeción de Etchenike-. Pero muy disimulado. Siempre igual, la habitación 15: cerrada y con las cortinas así.
Gustavo hizo un gesto de arrimar las dos palmas verticales por el canto.
– Un gordo podrido me echó, la tercera vez…
Etchenike sonrió; seguía masajeándose mecánicamente los nudillos.
– ¿Necesita lo que me…? -dijo el pibe poniendo el pocillo frente a él.
– No. Ya te voy a avisar.
– También lo llamaron por teléfono -miró en el papel donde tenía anotado-. El señor García y el señor Silguero. Dicen que los llame a los dos.
Etchenike le puso el birrete:
– Gracias, Gustavo.
– Después llamó uno para saber en qué habitación estaba… Hace un rato.
– ¿Te dijo quién era? -y el veterano ya estaba alerta.
– No. Le dije y colgó. ¿Hice mal?
No se tomó el trabajo de contestarle:
– ¿El hotel tiene alguna otra entrada?
– La del fondo, que da a la otra calle…
– Dame mi llave.
En el apuro dejó tambaleando el taburete y subió la escalera en cuatro saltos. Al llegar al rellano se detuvo. La luz estaba apagada. Tanteó la pared buscando el interruptor. Encendió.
Inmediatamente se retrajo, agazapado, y sacó la pistola. Desde allí podía ver la puerta de su habitación en el extremo del pasillo. Estaba entornada. Una mancha, un líquido oscuro se había deslizado por debajo de la puerta y brillaba en el piso de baldosas.
Etchenike comprobó el cargador de la cuarenta y cinco. Estaba completo. Junto con el ruido metálico que hizo la pistola al reponerla a su lugar sintió otro roce, a su lado. Gustavo había subido la escalera tras él.
– Andá para allá, mocoso… -susurró y le tiró una patada como quien espanta a un gato.
Se inclinó y corrió en puntas de pie hasta ponerse al lado de la puerta, pegado a la pared. La luz del pasillo se apagó. La única claridad, por algunos momentos, fue la que provenía del interior de su habitación a través de la ranura que se abría y se cerraba con el leve movimiento de la puerta, hamacada por la suave brisa que entraría por la ventana abierta. No se oía un solo ruido.
– No es sangre. Es café.
La vocecita de Gustavo asomó de la penumbra en el extremo de la escalera.
– Ya sé -mintió Etchenike con voz inaudible y extremo fastidio.
Tomó impulso y de una vigorosa patada hizo volar la puerta. Saltó y quedó adentro interrogando el aire desordenado con la punta de la pistola.
Nada se movía. Rizzo estaba tendido boca abajo entre el baño y la habitación, el torso desnudo y los pantalones bajos a la altura de las rodillas. Había una mancha de sangre junto a su cabeza y mucho olor a mierda y a café barato mezclados en el aire. Los dos termos del muchacho habían caído junto a la silla también derrumbada. Uno se había roto y el charco llegaba hasta el pasillo.
Etchenike se inclinó sobre el cafetero. Sólo estaba desmayado: tenía un duro golpe poco más arriba de la nuca. Un golpe profesional.
Gustavo apareció en la puerta de la habitación y Etchenike le pidió que lo ayudara con el herido. Entonces apretó el botón del inodoro, terminó de alzarle los pantalones y lo sentó, apoyado en la pared, bajo la ducha.
– Cuidalo un momento -dijo-. Va a reaccionar enseguida.
La habitación había sido revuelta minuciosamente. Como si un pequeño temblor se hubiese ensañado con ella: nada estaba en su lugar, nada quedaba por desacomodar. El contenido de los cajones de las dos mesas de luz había sido volcado sobre la cama y las puertas del ropero estaban violentadas. Allí fue directamente Etchenike.
Con un odio oscuro pero sin sorpresas, comprobó que lo único que faltaba era el elegante bolso negro con la Konica tan recomendada. Alguien en Playa Bonita había comenzado a dedicarse a la fotografía o a algo por el estilo. Pero no era precisamente el estilo lo que le gustaba del asunto.
– No lo vi. No sé.
Rizzo sacudió la cabeza y echó agua a su alrededor como un perro.
– Estaba en el baño cuando sentí ruido. Creí que era usted. Me asomé y no vi a nadie pero estaba la puerta abierta. Es lo último que recuerdo.
– ¿Le duele?
– No mucho -miró a Etchenike, lo vio tan vapuleado como él-. ¿Qué pasó? ¿Quiénes son, jefe? ¿Vinieron a afanar? ¿A mí?
– Se llevaron una cámara de fotos. Ahora voy a hacer la denuncia.
Rizzo estaba tendido sobre la colcha, Etchenike sentado a su lado y Gustavo a los pies de la cama. El señor Fumetto, en la puerta, contenía a otros huéspedes.
– Perdoná, pibe -dijo el veterano-. Vos no tenés nada qué ver.
Y mientras salía y pedía por favor que no tocaran nada pensó que él tampoco tenía nada que ver. O que ya no quería ver nada más.
El teléfono sonó largamente. Era una campanilla aguda, como un viejo timbre de bicicleta que permitía imaginarse un aparato sólido, antiguo y pesado resonando en la amplitud del comedor largo y alto de la estancia, rodeado de muebles oscuros, tapices que lo asordinaran.
– Hola -dijo finalmente una voz que Etchenike reconoció.
– Hola, ¿Willy Hutton?
– Sí.
– Le habla Etchenike. Quería avisarle que perdí el ómnibus. No puedo irme ahora.
El otro rió con ganas.
– Pues tome el próximo.
– Lo voy a perder también. Y el otro, y el otro…
Se hizo un silencio en la línea.
– No juegue con esto. No es lo que acordamos.
– No me acuerdo del acuerdo. Y tengo problemas: no me gusta viajar solo. Estoy esperando que aparezca mi compañero de viaje.
– Debe haberse ido. No joda.
– No jodo: va en serio, Hutton -la mirada de Etchenike atravesó la calle, la agitación en el edificio de enfrente-. Acabo de cruzarme desde el destacamento policial para hablarle. Fui a hacer varias denuncias.
– ¿Qué denuncias?
– El robo de mi arma, la que tiene usted… -hizo una pausa-. El robo de dos cámaras fotográficas: la de Algarañaz y la mía.
– ¿La suya? -y la exclamación sonó sincera.
Etchenike no le hizo caso.
– Entraron a robar en mi habitación, golpearon a un muchacho -la ira del veterano apenas si se contenía-. ¿Usted qué haría? Me lo encontré sangrando en el suelo… ¿Tendría que haberlo sacrificado? Como el pony, digo…
Willy Hutton no contestó.
– ¿Leyó la novela de Horace Mc Coy? -se obstinó Etchenike.
– ¿De qué me está hablando?
– De nada, de nada… -frente a la oficina de Entel pasaba una vez más la camioneta anunciando a Mojarrita Gómez-. Sólo quería avisarle que no me voy. Tengo mucho que hacer, cumplir con los amigos y con los otros.
– Lo va a pagar caro.
– Cuánto, ¿mil dólares? Los tengo en el bolsillo, a su disposición. Contraentrega de las cámaras y de los revólveres. Pero acá, no en Mar del Plata ni en Buenos Aires.
– No se confunda conmigo, botón… -Willy pasaba de la aclaración a la amenaza-. No tengo nada que ver con muchas de las cosas que habla.
– Yo creía que tampoco. Pero ya ve…
Del otro lado sólo se oyó por un momento la respiración agitada de un hombre que pensaba aceleradamente.
– Buenas noches. Y venga por los verdes… -concluyó Etchenike.
Hutton no contestó.
El sonido hueco del auricular colgado dejó la línea vacía y tensa. El veterano también colgó y quedó un momento pensativo.
Tony y Silguero podían esperar. Ya había decidido quedarse y no tenía ganas de contestar preguntas sobre su salud ni de escuchar más reclamos o indicaciones sobre adónde debía dirigirse. Eso ya lo sabía, lo sentía claramente: el Mojarrita Gómez estaba esperando un escribano prestigioso que le avalara sus payasadas.
Miró su reloj. La pileta del Club Atlético El Trinquete y la historia del deporte nacional lo reclamaban.
No era precisamente la Beba quien estaba en la boletería.
– ¿Qué hace usted acá?
La pregunta a dos voces simultáneas se cruzó entre los hombres. Etchenike sonrió y se mostró a sí mismo por toda respuesta:
– Quiero ver si es cierto que se disuelve… -dijo.
El vasco hizo juego de cejas y sonrió indulgente consigo mismo, con Mojarrita:
– Digamos que es una coproducción… Hemos traído unas mesas, hay música, un bar. Hombre… No se puede quejar.
– ¿Y en qué estado está el atleta?
Confidencial, arrimando su cabezota del otro lado de la reja, el cantinero habló con voz baja y grave:
– En qué estado… En estado de sitio, está: no lo hemos dejado chupar ni esto.
– ¿Y va a flotar?
– Un rato. Eso espero, porque ha venido bastante gente.
Y era cierto. Etchenike pagó su módica entrada que lo autorizaba a permanecer en El Trinquete todo el tiempo que quisiera hasta que terminase el intento, y se encaminó hacia el fondo del club con la pileta iluminada y todos sus foquitos de colores. No menos de cien personas estaban diseminadas entre las precarias tribunas alrededor del agua y la docena de mesas dispuestas en círculo que rodeaban una pista de baile improvisada en la cancha de pelota a paleta.
No debes tener un auto
ni relojes de medio millón
pontificaba en forma de blues la voz rasposa de Javier Martínez desde la batería de Manal.
La música era gruesamente filtrada por dos parlantes antiguos con forma de bocina; uno sobre la pileta y el otro en un extremo de la pista.
En la habitación contigua al vestuario y al mostrador con bebidas frescas dispuesto contra la pared del fondo, el morocho picado de viruela que Etchenike había visto en la camioneta manipulaba el tocadiscos, elegía entre una pila de longplays no demasiado generosa.
El viejo cuidador del club trataba de pescar con una pequeña red las colillas que los risueños espectadores arrojaban al agua.
– Buenas noches -dijo Etchenike-. ¿Falta mucho para comenzar?
– Empezará a las diez, porque todavía no ha llegado el escribano…
– Ah, el escribano…
Toda la pobre escenografía estaba a punto: dos sillas junto a la mesa de control con las planillas y el reloj de gran cuadrante atrás, con una sola aguja de madera para ir marcando las horas cumplidas del intento y, ante la pileta, la plataforma con los colores de circo. Había inclusive un reloj de los utilizados habitualmente en el básquet para ir descontando tiempo con un timbre de alarma.
Cuando Etchenike golpeó la puerta del vestuario, el responsable de la música había arrancado con un samba brasileño bien carnavalero para encauzar las ansias de las tribunas: aplausos sostenidos e insistentes, chiflidos, tapitas de cerveza que volaban de un extremo al otro de la pileta.
– ¿Quién es? -dijo una voz agresiva desde adentro.
– Yo, Julio…
La puertita de hierro se abrió violentamente y la figura del nadador ya listo para la hazaña apareció frente a Etchenike, se le abrazó en un impulso:
– ¡Amigo! ¡No me podía fallar! ¡Llega justo para el comienzo!
Ante la mirada de los curiosos, Mojarrita cerró la puerta y sentó al veterano en el banco, lo miró sonriente, casi desencajado de excitación.
– Ahora le explico qué tiene que hacer -y le alcanzó dos carillas mecanografiadas-. Lo primero, leer esto antes de la prueba.
– ¿Qué es?
– El reglamento internacional, las condiciones que hay que cumplir para que el intento sea válido.
Etchenike miró los papeles con desconfianza y después reparó en la apariencia del desaforado deportista: estaba vestido sólo con su mallita negra, tenía una toalla blanca sobre los hombros y se ajustaba el cráneo con la misma gorra de goma de la noche que lo recogiera del piso semi desmayado. Pero el detalle grotesco, aparatosamente profesional, era que tenía toda la piel cubierta con una oscura grasa distribuida desparejamente. Parte de esa sustancia había ido a parar al saco del veterano en el momento del abrazo.
– ¿Para qué es eso? -dijo señalando con el dedo extendido las manchas que le pintarrajeaban la cara como si estuviera camuflado.
– Protección de la epidermis. Se forma una película protectora, aislante, que impide el paso del frío -dijo casi recitando. Sacó un par de minúsculas antiparras del bolsillito trasero de la malla-. Y éstas también son fundamentales: es tejido muy sensible…
Desde el exterior llegaba ahora el ritmo machacón, acompasado, de un chamamé que había puesto a las primeras parejas en la pista de baile.
– Faltan doce minutos para las diez -dijo Mojarrita consultando un cronómetro negro y repleto de agujas y minuteros que parecía vencerle la muñeca-. Léase eso, Julio, que cuando empiece la marcha tenemos que salir.
Y atropelladamente, entre flexiones, saltitos en el lugar y brazadas en el aire, le fue explicando en qué consistía su papel, es decir, todos los papeles menos meterse con él en la pileta: presentador, escribano, juez y parte, eventual defensor si se armaba la podrida.
– Eso es durante el día; de noche, se consigue alguien o arregla con el vasco que le haga la posta y duerme unas horitas. Yo le garantizo porcentaje, casa y comida mientras dure el intento… -concluyó Mojarrita-. Ah… Y contróleme la boletería de vez en cuando: el vasco es bueno, pero…
– ¿Y cuánto le calcula que durará la prueba? -concluyó Etchenike midiendo lo que se venía, la hipoteca de su porvenir justo en ese momento.
– Depende de la gente que haya -hubo picardía en la cara de Gómez-. He estado dos semanas enteras con esto…
La sonrisa del nadador contrastó con la mueca de Etchenike.
– ¿Y Beba? -dijo sin poder evitar el tono irónico-. ¿Se arregla sin ella?
– Desapareció. Se fue.
Pero no alcanzó a preguntarle si se había ido de Playa Bonita, del club, de su vida o de la vida a secas. Porque en ese momento comenzaron a resonar los acordes de la Marcha del Deporte y Mojarrita ya salía, al trote y saludando, hacia la noche, la pileta iluminada y la gloria.
Hubo una ovación.
A las dos de la mañana, cuando la alarma en la mesa de control sonó por cuarta vez, los aplausos fueron un poco más raleados. En las gradas sólo había un grupo de muchachos tomando cerveza y una pareja dedicada a sus menesteres amorosos.
El baile, en cambio, estaba en su apogeo. Cumbias con los Cinco del Ritmo era el son que movilizaba a los incansables bailarines:
A mover el esqueleto
muévelo de aquí pa’llá
que moviendo el esqueleto
las penas has de olvidar.
Etchenike firmó la planilla, corrió la aguja al número cuatro y se sirvió lo que quedaba de su tercera cerveza.
– ¿Cómo vamos? -dijo en voz alta.
Gómez contestó con un gesto de conformidad de su pulgar derecho. Hacía media hora por lo menos que hacía la plancha, casi inmóvil, en medio de la pileta. Ahora, cuando vio que los alcoholizados y eufóricos bailarines venían en fila india tomados de la cintura a sacudirse por el borde y celebrar con él, dio una vuelta de carnero y removió un poco el agua.
Hubo nuevos aplausos, alaridos y algún corcho de botella de sidra que voló hacia el nadador sin puntería. Los bailarines se fueron y las aguas se aplacaron.
– ¿Cuánto se recaudó?
Etchenike le dio las cifras de entradas y un aproximado del bar.
– Buena guita -concluyó.
– Es el primer día -acotó Mojarrita sin especificar qué significaba eso-. Ahí viene el vasco.
Venía el vasco. Cansado, por el medio de la pista, con el bolsillo derecho probablemente lleno de billetes arrugados. Traería el arqueo final de caja o se iría a dormir dejando a otro en la boletería.
Pero no era eso lo que hizo que Etchenike le prestara atención, se parara para mirar mejor: unos pasos atrás, pesado y fácilmente sudoroso, el saco al hombro y la renguera sutil -casi intimidatoria, la había sentido alguna vez- venía hacia él y desde lejos el sonriente e inesperado Negro Sayago.
Excesivo, antiguo, seguro de su efecto paralizador, duro y torpe, apoyado en su propio cuerpo como en una horma de hueso y grasa, como un farol de esquina de tango, ruidoso pero tímido al fin, cauto aunque sin red ni otra expectativa del tiempo o de la vida que esa noche bajo las frías estrellas, el Negro Sayago era casi su propia caricatura. Se figuraba a sí mismo de vacaciones: sombrerito tirolés de paja con ala angosta y cinta amarilla, remera a rayas horizontales verdes y blancas, livianos pantalones celestes y los mismos zapatos negros acordonados que acompañaban su traje gris en otoño, o el sobretodo universal. Eso, y un bolso de tela rojinegro pendiente de la derecha.
Agitó el brazo y saludó amplio. Etchenike, al responder, recordó el comienzo de Adiós, muñeca, se imaginó a Chandler describiendo al grandote Moose, se lo hizo vestido para ir a la playa de Malibú u otra costa californiana equivalente. Le pensó a Moose un obvio pasado de boxeador, alguna herida reciente no del todo curada por el apuro y los imperativos de la acción y la amistad. Lo pensó un poco más viejo, un poco menos ingenuo. Entonces sí lo tuvo, arquetípico, ocupando muy bien su lugar, con mucho espacio en esa historia a la que se sumaba de prepo y por el margen. Marginal de marginales, el Negro Sayago caía a esa noche como una carta esperada sobre el tapete.
– Mi comodín… ¡El Joker! -dijo Etchenike y se puso de pie.
Por toda respuesta el grandote echó una risotada y revoleó el bolso.
– ¿Qué hacés acá? -insistió el veterano.
El ex boxeador peso pesado, el ex guardaespaldas, el ex antagonista de Etchenike por las calles de Buenos Aires, terminó de dar toda la vuelta a la pileta para estrujarlo en un abrazo.
– ¿Qué pasa? -dijo el veterano desenredándose.
Por un momento Sayago postergó la respuesta. Le miró la cara, las curitas, tomó distancia de ese panorama desalentador. Se apartó.
– ¿A quien hay que pegarle? -dijo dando un paso atrás, mirando alrededor.
Era su saludo.
Etchenike paseó la mirada y no vio a nadie que hubiera que castigar.
Al menos por el momento.
– Él es Mojarrita Gómez -dijo en cambio, señalando a espaldas del Negro.
Sayago se volvió y tardó en localizarlo.
– En el agua… -dijo Etchenike.
Se saludaron, apenas cruzaron cautos buenas noches. Los presentó recíprocamente como sus amigos. Quedaron cortados.
– ¿No quiere salir? -invitó Sayago estirando la mano hacia el nadador.
– ¡No! ¡No! -gritó Mojarrita retrayéndose.
– ¿No qué?
– No me puede tocar -las manos salieron sobre la superficie del agua, se agitaron brevemente-. Explíquele el reglamento, Julio…
Etchenike dijo brevemente en qué consistía la prueba. Sayago sonreía, agitaba la cabeza, pensaba y decía por lo bajo que Mojarrita estaba loco.
– Cuando usted diga, lo saco. De un tirón así, lo saco del agua… -y amenazaba el tirón, como un remolcador, un forzudo de circo.
Gómez hizo una venia dificultosa. El Negro se volvió hacia Etchenike.
– ¿Éste es el que nadaba con Abertondo, Camarero y todos ésos?
– Lo conozco. De las eliminatorias para un Panamericano, en Rosario.
– Mejor no se lo digas. No tiene que hablar; se agita.
El Negro se sentó junto a Etchenike, levantó la botella vacía.
– Hace falta otra cerveza. Tengo mucho que contar.
– ¿Comiste?
– El pibe del hotel, el que dice que es amigo tuyo, me preparó algo. Me avisó que estabas acá.
Sayago dejó el bolso y el sombrerito junto a la mesa y fue a buscar la bebida. En el camino amagó unos pasos de cumbia ante una gorda que esperaba sentada desde hacía décadas en una mesa del baile.
– ¿Qué hace? ¿Quién es su amigo?
Era Mojarrita, a los gritos desde el agua.
– Me ayuda a mí. Fue boxeador: el Negro Sayago.
– Ah. Me parecía… -el nadador aspiró profundamente y agitó la cabeza como para alejar el sueño-. Lo conozco. Cuando vuelva le voy a preguntar: él fue compañero de delegación de Ludueña en los Panamericanos, un muchacho de Mar del Plata.
El apellido resonó en algún lugar.
– ¿Ludueña?
– Un mediano muy bueno como amateur. Sayago lo tiene que conocer bien.
Pero el Negro ya volvía con la cerveza y tres vasos. Sonaban en sus manos.
– Milonga y circo… ¿A quién se le ocurrió? -levantó la botella-. ¿Va a tomar, Gómez?
– No es circo -el nadador se dejó hundir como para probar algo; emergió, resopló-. Pero si el comisario deportivo autoriza…
Etchenike hizo un gesto de amplia autorización.
Bebieron. Dentro y fuera de la pileta, dentro y fuera de los reglamentos. Antes de que Etchenike pudiera enterarse de qué era todo lo que Sayago tenía para contarle de Sergio Algañaraz y de la conexión entre Silguero y Romero, que le adelantó como primicia, tuvo que asistir al balance de recuerdos y amigos comunes entre los dos viejos deportistas.
Apelando a quién sabe qué recurso reglamentario y al cómodo borde de la pileta, Mojarrita escuchaba la campaña zonal de Sayago, buscaban fechas y amigos comunes.
– Habré peleado cuatro veces en el Estadio Bristol -recordaba el boxeador-. Era la buena tanda de los medianos: Selpa, Sacco, Cuevas, Yanni… En esa época vos corriste la Miramar-Mar del Plata.
– ¿Quién era Ludueña? -y ahora fue Etchenike el que se cruzó.
– Ya le dije… -se fastidió Mojarrita.
– ¿Qué tiene que ver con el Ludueña que vino al Hotel Atlantic?
– Era hermano. El que se casó con la Virginia Hutton era Juan; el boxeador, Raúl.
– Lo cagaron -dijo el Negro y fue un juicio, casi el conteo del knock out-. Era peronista, como Juan, y lo agarró la revolución del ‘55 cuando iba a ir a Estados Unidos; lo llevaba la misma gente que había tenido a Alexis Miteff y al zurdo Lausse. Tenía nada más que tres o cuatro peleas pero era un crack. Lo echaron del laburo en la municipalidad, estuvo preso, después se mató el hermano y él desapareció del boxeo. No lo programaron nunca más.
– Pero vive en Mar del Plata -anotó Mojarrita-. Es entrenador en el Club Peñarol. Lo he visto ahí un montón de veces.
Etchenike estuvo a punto de seguir preguntando en esa dirección pero una ráfaga un poco más fuerte que las que habían empezado a rizar el agua y a hacer parpadear las lamparitas lo distrajo. La música también se conmovió, como hamacándose en el aire removido.
– ¿Por qué no la cortan con el baile, echamos a la gente y éste puede salir un rato? Total, todo el mundo sabe que esto es un curro y ya a esta hora no entra ni un mango.
La lógica de Sayago, sentado en el borde de la pileta, dolorido y cansado, contrastó con el énfasis casi místico que supo invocar el raidista:
– Vayan ustedes, si quieren… Una vez que estoy en esto, del agua no salgo. Me sacan.
– Te vemos en un rato, entonces -dijo Etchenike.
Actualizó la planilla, puso en hora el reloj y negoció con el vasco y el morocho de los discos el relevo a partir de las siete.
– Vamos, Negro -dijo-. Para algo habrás venido.
Y sentados en la última mesa del baile que ahora sí languidecía ante el último peligro de tormenta, Sayago y Etchenike se contaron los dos últimos días de su vida. Valían la pena. No sabían cuánto.
– ¿A quién hay que pegarle?
Ésa fue la primera, la reiterada cuestión fundadora. El motivo del viaje justiciero.
No resultó fácil conformar la decepción de Sayago cuando se fue enterando de que había que pegarle probablemente a muchos pero distintos, superpuestos, escurridizos y no intercambiables.
– Y en sólo tres días… -comentó al escuchar la crónica con la que Etchenike quiso resumir sus jornadas de piñas, pesquisas y alcahueterías entre cortinas y postigos.
Tampoco el mapa transitorio de bandos e intereses que había conseguido armar el veterano para llegar a entender algo de lo que pasaba lo satisfacía a él ni a nadie.
– No se entiende -fue el resumen, la introducción al suspiro de Etchenike.
– Creo que otra vez te metés en lo que no te importa, flaco boludo.
Sayago recurría a una definición acuñada la primera vez que se habían visto apenas meses atrás, en la oficina de Vicente Berardi en Avellaneda.
– Y sin embargo, para que te quedés tranquilo, te voy a contar todo lo que averiguamos sobre ese pendejo por el que no te pagan, ni nos pagan, nada.
– Todo tiene que ver, Negro. Estoy convencido de que es una sola cosa gorda, muy espesa: del Hotel Atlantic al Complejo Romar, de Toledo a Brunetti, de Coria a María Eva Ludueña, del Lobo Romero a Willy Hutton… El pibe…
– El pibe no es un pibe sino un periodista. Pendejo pero hecho y derecho. Tiene veintitrés años, trabaja en “ La Nación ”, como te dijo, y el jefe de redacción lo mandó a hacer una nota sobre el hotel. Todo tal cual.
– ¿No anda en nada raro?
– Nada. Ni minas, ni drogas, ni política. Y se casa a fin de año.
– ¿Y por ese lado?
– Familia normal, prolija. Está con el padre. Del trabajo a casa y de casa al trabajo: vive en Once, Alsina y Urquiza, se toma el 64 para llegar a la editorial. La novia es joven, no es linda, no estudia pero…
– Basta.
Sayago quedó un momento en silencio. Seguía con la mirada el ruidoso trabajo de apilar las sillas y mesas de lata contra la pared lateral del frontón. Etchenike se había quedado mirando las manchas que dejaban las primeras gotas sobre la baldosa roja.
– ¿Dónde está? -dijo el Negro sin mirarlo.
– No sé.
– ¿Boleta?
El gesto de Etchenike decía que no, que tal vez, que ojalá que no.
– ¿Te cuento de Silguero?
– Mejor.
– No tanto: este Silguero no existe. Es un fantoche, un testaferro, un empleado de lujo del Lobo Romero. Estuve en Mar del Plata esta tarde: Romar es apenas una de las empresas de Romero, y Silguero figura como gerente. Está también Rovial, la constructora que va a hacer el camino a Playa Bonita.
– ¿Hacen el camino?
– Están los carteles…
Etchenike corrió su silla y el Negro lo acompañó. Buscaban reparo ante una tormenta que ya sacudía la noche.
– En el caso de este laburo, con Tony veíamos dos posibilidades: que Silguero te haya contratado para un seguimiento privado, personal, enmascarándolo con una cuestión de trabajo, o que en realidad el contratista no sea Silguero y lo que esté en juego sea mucho más que la lealtad de un tipo como Coria.
Los dos sabían que era eso último, pero no lo dijeron.
– ¿Y ese Coria quién es? -preguntó el veterano.
– Nadie por ahora. No hubo tiempo de averiguar.
El Negro hubiera deseado poder decir otra cosa y dijo precisamente eso:
– Hubiera querido decirte más pero anduve toda la tarde en Mar del Plata, del centro al barrio Los Troncos, de la agencia de “ La Nación ” a las oficinas de Alfajores Los Lobos. No pude ocuparme de Coria.
– No importa.
A esa altura de la noche o la madrugada, todos se habían ido. Estaba cerrada la boletería, el kiosco, el morocho dormía apoyado en la pila de discos. Sólo ellos velaban, cuchicheaban como en un velorio pobre y ajeno en el que los dejaran para cuidar un muerto desconocido.
– Mañana voy yo para allá -dijo finalmente Etchenike-. Vos te quedás ayudándolo al Mojarrita que yo voy y vengo en el día de Mar del Plata. Cierro el laburo, cobro lo de Silguero, averiguo dos o tres cosas y me vengo. Después me acompañás a pegar un par de piñas.
– ¿A qué hora te vas?
Etchenike se puso de pie, caminó bajo la lluvia hacia lo que quedaría de Mojarrita.
– Ni bien aparezca el pibe -dijo.
Hacia las seis de la mañana, la tormenta se alejaba campo adentro como una discusión nocturna que se había prolongado demasiado, perdía sentido a la luz de la mañana. De buen humor, celebraron las ocho primeras horas del estólido Mojarrita con una vuelta de mate. El vasco, que volvía, trajo el termo y medias lunas calientes que circulaban alrededor de la pileta.
Mojarrita se alimentó, hizo leer en voz alta la parte del reglamento en letra más chica que lo autorizaba a aferrarse al borde durante media hora cada ocho. Luego tomó un trago de indudable glucosa diluida y dos saques de una botella que si no era de ginebra se le parecía demasiado. Se sintió mejor.
El sol había salido lo suficiente sobre el mar como para que Playa Bonita se diese por enterada. Etchenike y Sayago se levantaron juntos en un gesto casi definitivo que hizo conmover el agua alrededor de Mojarrita.
– ¿A dónde van?
– A dormir.
– Escribano… No me deje.
– Nadie es insustituible en este espectáculo -dijo Etchenike sonriendo-. Ni siquiera vos, Mojarrita.
Puso la mano en el hombro del Negro.
– Por unas horas el doctor Sayago me reemplazará. Tengo que viajar.
– Acá estaré -el nadador volvía a sonreír. Parecía más chiquito.
– No me extrañes -dijo Sayago.
– Traeré alfajores -dijo Etchenike.
– Cualquiera menos Los Lobos -dijo Gómez.
Convinieron en que era mejor que no se hospedaran juntos, que Sayago parara en el motel Los Pinos. Pero el Negro lo acompañó hasta la esquina y se separaron como las parejas de antes.
Al acercarse al hotel Etchenike notó enseguida que había algo raro en el aire, en el excesivo movimiento de la gente a esa hora.
El señor Fumetto conversaba a los gritos en medio de la vereda, protagonizaba algo. Explicaba y señalaba hacia la playa ante un auditorio cambiante que apenas se detenía para proseguir rumbo al mar.
– Hay un muerto en la playa -le dijo sin dejarlo entrar al hotel, casi forzándolo a que se sumara al coro de oyentes-. Un ahogado. Lo trajo la marea hace una hora… Todo el mundo está allá.
Etchenike pasó indiferente entre una mujer gorda y un par de adolescentes que lo miraron casi con rencor, y entró en el hotel. Gustavo no estaba todavía.
– ¿No va a ir? -dijo el patrón detrás de él.
– Tengo que darme un baño. Después…
– Es un muchacho joven.
Se volvió desde la escalera. Tal vez fuera inevitable, pero todavía se resistía.
– ¿Usted lo vio?
– Sí.
– ¿Lo conoce?
La expresión del señor Fumetto era de asco, de extrañeza:
– Los peces… -hizo un gesto de morder, con los dedos-. Vaya a ver.
Fue a ver. Sin apuro, como si no quisiera llegar. Hasta que en un momento se encontró caminando rápido, resoplando al subir un médano, al tranco largo por la arena de la orilla que ya se espejaba con la luz limpia de la mañana, yendo hacia la gente amontonada entre el mar y el acantilado.
Llegó transpirado, incómodo, la ropa pegada a la espalda. Sus zapatos y los borceguíes del agente de la policía de la provincia eran las únicas huellas pesadas y profundas alrededor del cadáver tendido. Los demás estaban descalzos y se abrieron naturalmente ante él, lo dejaron solo y de boca ante el cuerpo levemente torcido, un poco de lado, sucio de arena y de algas verdes y violetas.
– ¿Lo conoce?
El hotelero, como siempre en estos casos, había exagerado. Era cierto que los mordiscos de los peces le habían arrancado casi enteramente los párpados, que tenía las manos comidas, pero no había la más puta duda.
– ¿Lo conoce? -repitió el agente.
– Sí -dijo Etchenike mirando esos pies blancos, muy flacos, tan desolados-. Se llama Sergio Algañaraz. El mar deja cualquier cosa en esta playa.