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Encontró el cadáver el cuadragésimo tercer día de su caminata. Para entonces abril ya había terminado, aunque apenas era consciente de ello. Si hubiera sido capaz de fijarse en su entorno, el aspecto de la flora que adornaba la costa tal vez le habría ofrecido una buena pista sobre la época del año. Había emprendido la marcha cuando el único indicio de vida renovada era la promesa de los brotes amarillos de las aulagas que crecían esporádicamente en las cimas de los acantilados, pero en abril, las aulagas rebosaban color y las ortigas amarillas trepaban en espirales cerrados por los tallos verticales de los setos en aquellas raras ocasiones en que se adentraba en un pueblo. Pronto las dedaleras aparecerían en los arcenes de las carreteras y el llantén asomaría con fiereza su cabeza por los setos y los muros de piedra que delimitan los campos en esta parte del mundo. Pero esos retazos de vida floreciente pertenecían al futuro y él había transformado los días de su caminata en semanas para intentar evitar pensar en el futuro y recordar el pasado.
No llevaba prácticamente nada consigo: un saco de dormir viejo, una mochila con algo de comida que volvía a abastecer cuando caía en la cuenta, una botella dentro de la mochila que rellenaba por la mañana si había agua cerca del lugar donde dormía. Todo lo demás lo llevaba puesto: una chaqueta impermeable, una gorra, una camisa de cuadros, unos pantalones, botas, calcetines, ropa interior. Había iniciado esta caminata sin estar preparado y sin preocuparse por ello. Sólo sabía que tenía que andar o quedarse en casa y dormir, y si se quedaba en casa y dormía, acabaría percatándose de que no deseaba volver a despertarse.
Así que se puso a caminar. No parecía haber otra alternativa. Ascensiones pronunciadas a acantilados, el viento azotándole la cara, el aire salado secándole la piel, recorriendo playas donde los arrecifes sobresalían de la arena y de las piedras cuando bajaba la marea, la respiración trabajosa, la lluvia empapándole las piernas, las piedras clavándose sin cesar en las suelas de sus zapatos… Estas cosas le recordarían que estaba vivo y que seguiría estándolo.
Había hecho una apuesta con el destino. Si sobrevivía a la caminata, perfecto. Si no, su final estaba en manos de los dioses; en plural, decidió. No podía pensar que hubiera un único Ser Supremo ahí arriba, moviendo los dedos sobre el teclado de un ordenador divino, introduciendo una cosa o eliminando otra para siempre.
Su familia le pidió que no fuera, porque veían el estado en que se encontraba, aunque como tantas otras familias de su clase social no lo mencionaron directamente. Su madre sólo dijo: «Por favor, no lo hagas, querido»; su hermano le sugirió, con la cara pálida y la amenaza de otra recaída cerniéndose siempre sobre él y sobre todos ellos: «Deja que te acompañe», y su hermana le murmuró con el brazo alrededor de la cintura: «Lo superarás. Se supera», pero ninguno pronunció su nombre o la palabra en sí, esa palabra terrible, eterna, definitiva.
Y él tampoco. No expresó nada más que su necesidad de caminar.
El cuadragésimo tercer día de esta marcha adquirió la misma forma que los cuarenta y dos días que lo habían precedido. Se despertó donde se había dejado caer la noche anterior, sin saber en absoluto dónde estaba, salvo en algún punto del camino suroeste de la costa. Salió del saco de dormir, se puso la chaqueta y las botas, se bebió el resto del agua y empezó a andar. A media tarde, el tiempo, que había estado incierto durante la mayor parte del día, se decidió y cubrió el cielo de nubes oscuras. El viento las apiló unas sobre otras, como si desde lejos un escudo enorme las mantuviera en su sitio y no les permitiera seguir avanzando porque había prometido tormenta.
Luchaba contra el viento para alcanzar la cima de un acantilado, ascendiendo desde una cala en forma de V donde había descansado durante una hora más o menos y contemplado las olas chocar contra las placas anchas de pizarra que formaban los arrecifes. La marea comenzaba a avanzar y se había dado cuenta. Necesitaba subir. También necesitaba encontrar refugio.
Se sentó cerca de la cima del acantilado. Le faltaba el aliento y le resultó extraño que tanto caminar estos días no pareciera bastar para resistir mejor las diversas ascensiones que realizaba por la costa. Así que se detuvo a respirar. Sintió una punzada que reconoció como hambre y utilizó aquellos minutos de descanso para sacar de la mochila lo que le quedaba de una salchicha seca que había comprado al pasar por una aldea en su ruta. La devoró toda, se percató de que también tenía sed y se levantó para ver si cerca había algo parecido a un lugar habitado: un caserío, una cabaña de pesca, una casa de veraneo o una granja.
No vio nada. Pero tener sed estaba bien, pensó con resignación. La sed era como las piedras afiladas que se clavaban en las suelas de sus zapatos, como el viento, como la lluvia. Le hacía recordar, cuando necesitaba algún recordatorio.
Se volvió hacia el mar. Vio a un surfista solitario meciéndose en la superficie, más allá de donde rompían las olas. En esta época del año, la figura iba toda vestida de neopreno. Era la única forma de disfrutar del agua gélida.
Él no sabía nada de surf, pero reconocía a un cenobita como él cuando lo veía. No había meditación religiosa en sus actos, pero los dos estaban solos en lugares donde no tendrían que estarlo. También estaban solos en condiciones no adecuadas para lo que intentaban. Para él, la lluvia cercana -porque era evidente que estaba a punto de llover- convertiría su marcha por la costa en un camino resbaladizo y peligroso. Para el surfista, los arrecifes visibles en la orilla exigían responder a la pregunta de por qué había salido a surfear.
No conocía la respuesta y no estaba demasiado interesado en elaborar ninguna. Tras acabarse aquella comida inadecuada, reanudó la marcha. En esta parte de la costa los acantilados eran friables, a diferencia de los que había al principio de su caminata. Allí eran principalmente de granito, intrusiones ígneas en el paisaje, formadas sobre la lava, la piedra caliza y la pizarra milenarias. Aunque desgastado por el tiempo, el clima y el mar agitado, el suelo era sólido y el caminante podía aventurarse hasta el borde y contemplar las olas bravas u observar las gaviotas que buscaban un lugar donde posarse entre los riscos. Aquí, por el contrario, el borde del acantilado era quebradizo, de pizarra, esquisto y arenisca, y la base estaba marcada por montículos de detritos de piedras que a menudo caían a la playa. Arriesgarse a acercarse al borde significaba despeñarse. Y despeñarse significaba romperse todos los huesos o morir.
En este punto de la caminata, la cima del acantilado se nivelaba durante unos cien metros. El sendero estaba bien delimitado, se alejaba del borde y trazaba una línea entre las aulagas y las armerías a un lado y, un prado vallado, al otro. Desprotegido aquí arriba, dobló el cuerpo contra el viento y siguió andando sin parar. Tenía la garganta tan seca que le dolía y notaba unos pinchazos sordos en la cabeza justo detrás de los ojos. De repente, al llegar al final de la cumbre, se mareó. «La falta de agua», pensó. No sería capaz de avanzar mucho más sin ponerle remedio.
Un muro señalaba el borde del pasto que había estado siguiendo. Lo subió y se detuvo a esperar que el paisaje dejara de dar vueltas el tiempo suficiente como para encontrar la bajada a otra cala más. Había perdido la cuenta de las ensenadas que había encontrado en su caminata por la costa ondulante. No tenía ni idea de cómo se llamaba ésta, igual que desconocía el nombre de las otras.
Cuando la sensación de vértigo desapareció vio que abajo, en el borde de un prado amplio, había una cabaña solitaria, a unos doscientos metros de la playa tal vez y junto a un arroyo serpenteante. Una cabaña significaba agua potable, así que iría hacia allí. No se alejaba demasiado del sendero.
Bajó del muro justo cuando empezaban a caer las primeras gotas de lluvia. No llevaba puesta la gorra, así que se descolgó la mochila de los hombros y la sacó. Estaba calándosela sobre la frente -una vieja gorra de béisbol de su hermano con la leyenda Mariners bordada- cuando vislumbró un destello rojo. Miró en la dirección de donde parecía proceder y lo encontró al pie del acantilado que formaba el final de la ensenada. Allí, encima de una placa ancha de pizarra, había una mancha roja. Esta pizarra estaba al final del arrecife, que se extendía del pie del acantilado hacia el mar.
Se quedó mirando la mancha roja. De lejos podría ser cualquier cosa, desde basura a ropa sucia, pero supo instintivamente que no era nada de eso. Porque aunque estaba contraído, una parte parecía formar un brazo y este brazo se extendía sobre la pizarra como suplicando a un benefactor invisible que no estaba ahí y no lo estaría nunca.
Esperó un minuto entero que contó segundo a segundo. Esperó inútilmente a ver si la forma se movía. Cuando no lo hizo, inició el descenso.
Caía una lluvia fina cuando Daidre Trahair dobló la última esquina de la vía que conducía a Polcare Cove. Puso en marcha los limpiaparabrisas y anotó mentalmente que tenía que cambiarlos más pronto que tarde. No bastaba con decirse que la primavera daba paso al verano y que en esa época ya no serían necesarios. Abril estaba siendo tan impredecible como siempre, y aunque por lo general mayo era agradable en Cornualles, junio podía ser una pesadilla climática. Así que decidió en aquel momento que tenía que comprar unos limpiaparabrisas nuevos y pensó dónde. Agradeció aquella distracción mental. Le permitía eliminar de su cabeza toda consideración respecto al hecho de que, al final de su viaje hacia el sur, no sentía nada. Ni consternación, ni confusión, ni ira, ni rencor, ni compasión ni una pizca de pena.
La parte de la pena no le preocupaba. Sinceramente, ¿quién podía esperar que la sintiera? Pero el resto… Haber sido desposeída de cualquier emoción posible en una situación que exigía un mínimo de sentimiento… Eso sí la inquietaba. En parte le recordaba lo que había oído tantas veces a tantos amantes. En parte, indicaba regresar a un lugar que creía haber dejado atrás.
Así que el movimiento nimio de los limpiaparabrisas y la huella que dejaban a su paso la distraían. Intentó pensar en proveedores potenciales de piezas de coches: ¿En Casvelyn? Seguramente. ¿Alsperyl? No lo creía. Tal vez tendría que desplazarse hasta Launceton.
Se aproximó cautelosamente a la cabaña. El camino era estrecho y, si bien no esperaba toparse con otro coche, siempre existía la posibilidad de que alguien que visitara la cala y su pequeña franja de playa saliera como un bólido, dispuesto a marcharse a toda velocidad y dando por sentado que no habría nadie más por allí con este mal tiempo.
A su derecha, se levantaba una ladera donde las aulagas y las centauras amarillas formaban un manto enredado. A su derecha se abría el valle de Polcare, un enorme prado verde dividido por un arroyo que bajaba desde Stowe Wood, en un terreno más elevado. Este lugar era distinto a las cañadas tradicionales de Cornualles y por eso lo había elegido. Un giro de la geología convertía el valle en un espacio ancho, como formado por un glaciar -aunque sabía que no podía ser el caso-, en lugar de ser un cañón y estar delimitado por el agua de un río que transportaba piedras implacables desde hacía milenios. Por eso nunca se sentía aprisionada en Polcare Cove. Su cabaña era pequeña, pero el entorno era amplio, y un espacio abierto era fundamental para su serenidad.
La primera advertencia de que las cosas no estaban como deberían llegó cuando salió de la carretera y accedió al sendero de gravilla y hierba que servía de entrada a su casa. La verja estaba abierta. No tenía candado, pero precisamente por eso sabía que la había dejado bien cerrada la última vez que había estado aquí. Ahora la apertura era lo bastante grande como para permitir pasar a una persona.
Daidre se quedó mirando un instante antes de maldecirse por ser tan asustadiza. Se bajó del coche, abrió la verja del todo y entró con el vehículo.
Cuando aparcó y fue a cerrar la verja, vio la huella, hundida en la tierra blanda junto a la entrada donde había plantado las primaveras. La pisada de un hombre, de una bota, parecía. Una bota de montaña. Aquello daba una perspectiva totalmente nueva a su situación.
Miró a la cabaña. La puerta azul parecía intacta, pero cuando rodeó sigilosamente el edificio para comprobar si veía más señales de intromisión, encontró una ventana rota. Era la que estaba al lado de la puerta que daba al arroyo y esa puerta no estaba cerrada con llave. En el escalón se había formado un montículo de barro fresco.
Aunque sabía que debería tener miedo, o al menos ser cautelosa, Daidre se enfureció al ver la ventana rota. En un estado de indignación absoluta, empujó la puerta para abrirla y cruzó la cocina hasta el salón, donde se detuvo. En la penumbra del día tenebroso, una forma emergía de su dormitorio. Era alto, llevaba barba e iba tan sucio que le olió desde el otro extremo de la habitación.
– No sé quién coño eres ni qué estás haciendo aquí, pero te vas a ir ahora mismo o me pondré violenta contigo y te aseguro que eso es lo último que quieres que pase.
Luego alargó la mano detrás de ella para iluminar la cocina. Pulsó el interruptor y la luz inundó el salón delante del hombre, que avanzó un paso, y entonces le vio la cara.
– Dios mío -dijo ella-. Estás herido. Soy médica. ¿Puedo ayudarte?
Él señaló el mar. Desde aquí, Daidre podía oír las olas, como siempre, pero ahora parecían más cercanas porque el viento transportaba su sonido hasta la casa.
– Hay un cadáver en la playa -dijo el hombre-. Está en las rocas. Al pie del acantilado. Está… Está muerto. He roto la ventana para entrar. Lo siento. Pagaré los desperfectos. Buscaba un teléfono para llamar a la policía. ¿Cuál es la dirección?
– ¿Un cadáver? Enséñamelo.
– Está muerto. No se puede hacer…
– ¿Eres médico? No, ¿verdad? Yo sí. Enséñamelo. Estamos perdiendo el tiempo cuando podríamos estar salvando una vida.
Pareció que el hombre iba a protestar. Daidre se preguntó si sería por incredulidad. ¿Tú? ¿Médica? Demasiado joven. Pero al parecer vio su determinación. Se quitó la gorra, se pasó la manga de la chaqueta por la frente y se manchó la cara de barro sin saberlo. Vio que llevaba el pelo rubio demasiado largo y que era del mismo color que el de ella. Los dos lo tenían bien cuidado y claro, podrían parecer hermanos, incluso por los ojos. Los de él eran marrones. Los de ella también.
– Muy bien. Acompáñeme -dijo el hombre, cruzó la habitación y pasó por delante de ella, dejando tras de sí su aroma acre: sudor, ropa sucia, dientes sin cepillar, aceite corporal y algo más, más profundo y más perturbador. Daidre se apartó y mantuvo las distancias mientras salían de la cabaña y comenzaban a descender por el sendero.
El viento era feroz. Lucharon contra él bajo la lluvia mientras se dirigían rápidamente a la playa. Pasaron por el punto donde el arroyo del valle se abría en una charca antes de caer a un rompeolas natural y precipitarse al mar. Aquel lugar marcaba el principio de Polcare Cove, una playa estrecha cuando la marea estaba baja y sólo peñascos y rocas alisadas cuando estaba alta.
– Por aquí -gritó el hombre contra el viento, y la llevó al extremo norte de la cala. Desde allí, Daidre no necesitó más indicaciones. Vio el cuerpo sobre un saliente de pizarra: el impermeable rojo intenso, los pantalones oscuros y anchos para moverse mejor, los zapatos finos y flexibles. Llevaba un arnés alrededor de la cintura del que colgaban numerosas piezas metálicas y una bolsa ligera de la que caía una sustancia blanca sobre la roca. Magnesia para las manos, pensó. Se movió para verle la cara.
– Dios mío. Es… Es un escalador -dijo-. Mire, ahí está su cuerda.
Una parte estaba cerca, un cabo umbilical desenrollado al que todavía estaba atado el cadáver. El resto serpenteaba desde el cuerpo hasta el pie del acantilado, donde formaba un montículo desigual, sujeto hábilmente a un mosquetón que sobresalía del final.
Buscó el pulso aunque sabía que no lo encontraría. En este punto el acantilado tenía unos sesenta metros de altura. Si había caído desde allí -como seguramente era el caso- sólo un milagro le habría salvado. Y no se había producido ninguno.
– Tiene razón -le dijo a su compañero-. Está muerto. Y con la marea… Mira, vamos a tener que moverlo o…
– ¡No! -La voz del desconocido fue severa.
La cautela se apoderó de Daidre.
– ¿Qué?
– Tiene que verlo la policía. Debemos avisarla. ¿Dónde está el teléfono más cercano? ¿Tiene móvil? No había nada… -Señaló en la dirección de donde venían. No había teléfono en la cabaña.
– No tengo móvil -dijo ella-. No lo cojo cuando vengo aquí. ¿Qué más da? Está muerto. Ya veremos qué ha pasado. La marea está subiendo y si no lo movemos nosotros, lo hará el agua.
– ¿Cuánto tiempo? -preguntó.
– ¿Qué?
– La marea. ¿Cuánto tiempo tenemos?
– No lo sé. -Daidre miró el agua-. ¿Veinte minutos? ¿Media hora? No más.
– ¿Dónde hay un teléfono? Tiene coche. -Y con una variación de las palabras de ella, añadió-: Estamos perdiendo el tiempo. Yo puedo quedarme aquí con él… con él, si lo prefiere.
No lo prefería. Tenía la impresión de que el hombre se esfumaría como un fantasma si le dejaba allí. Sabría que ella iba a realizar la llamada que él tanto deseaba que se hiciera, pero desaparecería y la dejaría con… ¿qué? Lo sabía muy bien y no le apetecía.
– Venga conmigo -le dijo.
Fueron al hostal Salthouse Inn, el único lugar en kilómetros a la redonda que se le ocurrió que dispondría seguro de un teléfono. El hostal se levantaba en el cruce de tres carreteras: era una posada blanca y achaparrada del siglo XIII en el interior de Alsperyl, al sur de Shop y al norte de Woodford. Condujo deprisa, pero el hombre no se quejó ni mostró preocupación alguna por que acabaran despeñándose colina abajo o de cabeza contra un seto de tierra. No se abrochó el cinturón y no se sujetó.
No dijo nada. Ella tampoco. Avanzaban con la tensión de los desconocidos y también con la de todo lo que no habían dicho. Daidre respiró aliviada cuando por fin llegaron al hostal. Estar al aire libre, lejos de su hedor, era una especie de bendición. Tener algo delante de ella, una ocupación inmediata, era un regalo de Dios.
El hombre la siguió por la extensión de terreno pedragoso que hacía las veces de aparcamiento hasta la puerta baja. Los dos se agacharon para entrar en la posada. De inmediato se encontraron en un vestíbulo repleto de chaquetas, ropa para la lluvia y paraguas empapados. Ellos no se quitaron nada al entrar en el bar.
Los clientes de la tarde -los habituales del hostal- todavía ocupaban sus lugares normales: sentados a las mesas llenas de marcas más cercanas a la chimenea. El carbón emitía un resplandor acogedor. Arrojaba luz a las caras inclinadas hacia el fuego y proporcionaba una iluminación suave en las paredes manchadas de hollín.
Daidre saludó a los clientes con la cabeza. Ella también venía aquí, así que no le resultaban desconocidos, ni ella a ellos.
– Doctora Trahair -murmuraron.
– ¿Ha venido para el torneo? -le dijo uno, pero la pregunta murió cuando vio a su acompañante. Ojos clavados en él, ojos clavados en ella. Especulación y asombro. Los desconocidos no eran extraños en estos parajes. El buen tiempo los traía a Cornualles a manadas. Pero llegaban y se iban como habían venido -siendo desconocidos- y, por lo general, no aparecían en compañía de alguien familiar.
Daidre se acercó a la barra.
– Brian, necesito utilizar el teléfono. Ha habido un accidente terrible. Este hombre… -Miró a su acompañante-. No sé cómo se llama.
– Thomas -contestó el hombre.
– Thomas. Thomas ¿qué?
– Thomas -contestó él.
Daidre frunció el ceño, pero dijo al dueño:
– Este hombre, Thomas, ha encontrado un cadáver en Polcare Cove. Tenemos que llamar a la policía, Brian. -Y en voz más baja, añadió-: Es… Creo que es Santo Kerne.
El agente Mick McNulty estaba de servicio cuando la radio graznó y le despertó. Se consideró afortunado por estar en el coche de policía cuando entró la llamada. Acababa de echar un polvo rápido con su mujer a la hora del almuerzo, seguido por una cabezadita saciada, ambos desnudos debajo de la colcha, que habían arrancado de la cama («No podemos mancharla, Mick. ¡Es la única que tenemos!»), y hacía sólo cincuenta minutos que había reanudado su ronda por la A39, alerta a posibles malhechores. Pero el calor en el interior del coche combinado con el ritmo de los limpiaparabrisas y el hecho de que su hijo de dos años no le hubiera dejado pegar ojo durante la mayor parte de la noche anterior pesaba en sus párpados y le animó a buscar un área de descanso para aparcar y dormir un ratito. Estaba justo haciendo eso -dar cabezadas- cuando la radio le sacó de sopetón de sus sueños.
«Un cadáver en la playa. Polcare Cove. Se requiere respuesta inmediata, acordonar la zona e informar.»
– ¿Quién ha dado el aviso? -quiso saber.
«Un excursionista y una mujer del pueblo. Se reunirán contigo en Polcare Cottage.»
– ¿Y dónde está eso?
«Santo cielo, tío. Piensa un poco, joder.»
Mick enseñó un dedo a la radio. Arrancó el coche y se incorporó a la carretera. Encendería las luces y la sirena, algo que por lo general sólo ocurría en verano cuando un turista con prisa cometía un error de cálculo con resultados funestos. En esta época del año, la única acción que presenciaba normalmente era la de un surfista impaciente por meterse en las aguas de la Bahía de Widemouth: demasiada velocidad en el aparcamiento, demasiado tarde para frenar y barranco abajo hasta la arena. Pero Mick entendía esa urgencia. Él también la sentía cuando las olas eran buenas y lo único que le impedía ponerse el traje de neopreno y coger la tabla era el uniforme que vestía y la idea de poder llevarlo -justo aquí en Casvelyn- hasta jubilarse. Dar al traste con su carrera no formaba parte de su estrategia. No en vano se llamaba «el ataúd de terciopelo» a un destino en Casvelyn.
Aun con la sirena y las luces, tardó casi veinte minutos en llegar a Polcare Cottage, que era la única residencia que había en la carretera que bajaba a la cala. La distancia no era mucha en línea recta -menos de ocho kilómetros-, pero en los caminos cabía menos de un coche y medio y, delimitados por tierras de labranza, bosque, aldeas y pueblos, todos estaban llenos de curvas.
La cabaña era de color mostaza, un faro en la tarde sombría. Era una anomalía en una región donde casi todas las estructuras eran blancas y, para desafiar aún más las tradiciones locales, sus dos edificaciones anexas eran violeta y lima, respectivamente. Ninguna de las dos estaba iluminada, pero las ventanas pequeñas de la cabaña arrojaban luz al jardín que la rodeaba.
Mick apagó la sirena y aparcó el coche patrulla, aunque dejó encendidos los faros y las luces del techo girando; le pareció un detalle bonito. Cruzó la verja y pasó por delante de un Opel viejo estacionado en el sendero de entrada. Cuando llegó a la puerta, golpeó bruscamente los paneles azul intenso. Una figura apareció deprisa al otro lado de la vidriera de la puerta, como si hubiera estado cerca esperándole. La mujer llevaba unos vaqueros ajustados y un jersey de cuello alto; sus pendientes largos se movieron al invitarle a entrar.
– Me llamo Daidre Trahair -dijo-. Soy la que ha llamado.
Le hizo pasar a un pequeño recibidor cuadrado atestado de botas de agua, botas de montaña y chaquetas. A un lado había un recipiente grande de hierro con forma de huevo que Mick reconoció como uno de los viejos cubos que se utilizaban en las minas, lleno de paraguas y bastones en lugar de mena. Un banco estrecho maltratado y lleno de agujeros señalaba el lugar donde cambiarse las botas. Apenas había espacio para moverse.
Mick sacudió las gotas de la chaqueta y siguió a Daidre Trahair al corazón de la cabaña, que era el salón. Allí, un hombre con barba de aspecto desarreglado estaba en cuclillas junto a la chimenea, removiendo en vano cinco trozos de carbón con un atizador cuyo mango tenía forma de cabeza de pato. «Tendrían que haber puesto una vela debajo del carbón hasta que prendiera», pensó Mick. Era lo que siempre había hecho su madre y funcionaba de maravilla.
– ¿Dónde está el cadáver? -preguntó-. También quiero sus datos, señor. -Sacó la libreta.
– La marea está subiendo -dijo el hombre-. El cadáver está en el… No sé si es parte del arrecife, pero el agua… Querrá ver el cuerpo, ¿no?, antes de pasar a lo demás. Las formalidades, quiero decir.
Recibir una sugerencia de este tipo de un civil que sin duda sacaba toda la información sobre el procedimiento policial de las series de la tele le puso enfermo. Igual que la voz del hombre, cuyo tono, timbre y acento no encajaban en absoluto con su aspecto. Parecía un vagabundo, pero no hablaba como si lo fuera. A Mick le recordó la época que sus abuelos denominaban «los viejos tiempos», cuando antes de la llegada de los viajes internacionales la gente conocida siempre como «los acomodados» iban a Cornualles en sus coches elegantes y se hospedaban en grandes hoteles con amplias galerías. «Sabían dejar propina, sí, señor -le decía su abuelo-. Claro que entonces las cosas eran menos caras, ¿sabes?, así que los dos peniques duraban mucho y con un chelín te alcanzaba para llegar a Londres.» Así de exagerado era el abuelo de Mick. Era parte de su encanto, decía su madre.
– Yo quería mover el cuerpo -dijo Daidre Trahair-. Pero él -y señaló al hombre- me ha dicho que no. Es un accidente. Bueno, es obvio que ha sido un accidente, así que no entiendo por qué… Sinceramente, me daba miedo que se lo llevaran las olas.
– ¿Sabe quién es?
– Yo… no -contestó-. No he podido verle del todo bien la cara.
Mick detestaba tener que ceder ante ellos, pero tenían razón. Ladeó la cabeza en dirección a la puerta.
– Vamos a verle.
Salieron a la lluvia. El hombre sacó una gorra de béisbol descolorida y se la puso. La mujer llevaba un chubasquero con capucha que le cubría el pelo rubio.
Mick se detuvo en el coche patrulla y cogió la pequeña cámara que le habían autorizado a llevar. Si tenía que mover el cadáver, al menos dispondrían de un registro visual de cómo era el lugar antes de que la marea subiera a reclamar el cuerpo.
En la orilla, el viento era feroz y las olas rompían a derecha e izquierda. Eran rápidas, un oleaje seductor de tierra a mar.
Pero se formaban deprisa y rompían más deprisa aún: justo el tipo de olas que atraían y destruían a alguien que no sabía qué estaba haciendo.
El cadáver, sin embargo, no era de un surfista. Para Mick fue una sorpresa bastante grande. Había supuesto… Pero suponer era de idiotas. Se alegró de haberse precipitado solamente en sus conclusiones y no haber comentado nada al hombre y la mujer que habían llamado solicitando ayuda.
Daidre Trahair tenía razón. Parecía un accidente de algún tipo. Un escalador joven -muerto casi con total seguridad- yacía sobre una placa de pizarra a los pies del acantilado.
Mick maldijo en silencio cuando se acercó al cuerpo. No era el mejor lugar para escalar un acantilado, ni solo ni acompañado. Si bien había franjas de pizarra que proporcionaban buenos sitios donde agarrarse con las manos y los pies, y grietas donde podían introducirse aparatos de leva y cuñas para la seguridad del escalador, también había paredes verticales de arenisca que se desmenuzaban con muchísima facilidad si se ejercía la presión adecuada sobre ellas.
Al parecer, la víctima había intentado una escalada en solitario: una bajada en rápel desde la cima del acantilado seguida de una ascensión desde abajo. La cuerda estaba entera y el mosquetón seguía atado al nudo ocho en el extremo. El propio escalador seguía unido a la cuerda por un anclaje. El descenso desde arriba tendría que haber ido como la seda.
«Fallo del equipo en la cima del acantilado», concluyó Mick. Tendría que subir por el sendero de la costa y ver cómo estaban las cosas arriba cuando acabara aquí abajo.
Tomó las fotografías. La marea se acercaba al cuerpo. Lo fotografió y también todo lo que lo rodeaba desde todos los ángulos posibles antes de descolgar la radio de su hombro y dar voces. A cambio, recibió interferencias.
– Maldita sea -dijo, y trepó al punto alto de la playa donde le esperaban el hombre y la mujer-. Le necesito ahora mismo -le dijo al hombre. Se alejó cinco pasos y volvió a vocear a la radio-. Llama al juez -comunicó al sargento al frente de la comisaría de Casvelyn-. Tenemos que mover el cadáver. La marea está subiendo muy deprisa y si no lo movemos, lo arrastrará.
Y entonces esperaron, porque no había nada más que hacer. Pasaron los minutos, el agua subió y por fin la radio gimoteó.
«El juez… de acuerdo… por el oleaje… la carretera -crujió la voz incorpórea-. ¿Qué… lugar… necesitas?»
– Ven para acá y coge el equipo de lluvia. Que alguien se encargue de la comisaría mientras no estás.
«¿Sabes… el cuerpo?»
– Un chaval. No sé quién es. Cuando lo saquemos de las rocas, comprobaré si lleva identificación.
Mick se acercó al hombre y a la mujer, que estaban acurrucados lejos el uno del otro para protegerse del viento y la lluvia.
– No sé quién coño es usted -le dijo al hombre-, pero tenemos un trabajo que hacer y no quiero que haga nada más que lo que le diga. Venga conmigo. Y usted también -le dijo a la mujer.
Caminaron con mucho cuidado por la playa rocosa. Abajo, cerca del agua, ya no quedaba arena; la marea la había cubierto. Anduvieron en fila india por la primera placa de pizarra. A medio camino, el hombre se detuvo y alargó la mano hacia atrás a Daidre Trahair para ayudarla. Ella negó con la cabeza. Estaba bien, le dijo.
Cuando llegaron al cadáver, la marea acariciaba la pizarra donde yacía. Diez minutos más y habría desaparecido. Mick dio indicaciones a sus dos compañeros. El hombre lo ayudaría a mover el cuerpo hasta la orilla. La mujer recogería cualquier cosa que quedara atrás. No era la mejor situación, pero tendría que servir. No podían permitirse esperar a los profesionales.