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Capítulo 6

El tráfico no era demasiado denso a media mañana. Había oscurecido un poco; desde el oeste se acercaban nubes amenazadoras. Al girar hacia el este por la 494, los familiares aviones rojos y grises de la Nortwest despegaban y se lanzaban al cielo justo sobre mí.

La supervisora de billetes de las oficinas de la Northwest Airlines se llamaba, según su placa de identificación, Marilyn. Me condujo a un despacho no lejos del mostrador principal.

Puse la solicitud sobre su escritorio y ella la examinó rápidamente, desde el cuerpo del texto hasta el membrete.

– ¿Puede mostrarme su identificación? -me preguntó.

Saqué mi placa y la puse ante sus ojos.

– ¿Podría repetirme qué es exactamente lo que quiere? -Se sentó del otro lado del escritorio.

– Estoy siguiendo los pasos de un pasajero que se supone debía de tomar el vuelo 235 a Reagan el domingo. No estoy segura de que lo hiciera.

– ¿El domingo? -Giró un poco la silla de su escritorio y abrió un mueble con archivadores que había junto a éste.

– ¿Nombre? -preguntó mientras colocaba el documento impreso sobre el escritorio.

– Michael Shiloh. Shiloh con una hache al final.

Me identifiqué como Sarah Pribeck, y opté por no mencionar que Michael Shiloh era mi marido. Me pareció más conveniente presentarme como un importante agente de la ley.

– Sí. -Marilyn interrumpió mis pensamientos-. Sí que estaba en lista de embarque del vuelo 235 del domingo, tal como usted pensaba -dijo-. Sólo que no se registró para ese vuelo.

– ¿No viajó en él?

– No.

– ¿Cuál fue el siguiente vuelo?

– ¿Hacia Reagan o hacia Dulles? El próximo en términos absolutos fue el 255 con destino Dulles.

– ¿Puede revisarlo?

– Hay un par de vuelos más para ambos aeropuertos. Puedo revisarlos todos -dijo inclinándose una vez más hacia los archivadores; tenía el cajón abierto y enterraba sus dedos entre la documentación. Tras lamerse el pulgar, comenzó a recorrer varios de ellos.

Yo esperaba recostada contra la pared, mirándola leer. Cada vez que examinaba un documento, acababa meneando la cabeza en un gesto negativo. Cuando acabó su trabajo, volvió a girar la silla y me miró a los ojos.

– No se registró en ningún vuelo.

Asentí con un gesto.

– A veces algunos viajeros van a Baltimore -dijo pensativa, pero yo negué con la cabeza.

– No -dije-. No creo que sea el caso. Gracias, me ha sido usted muy útil.

Me dirigí hacia la escalera mecánica tras haberle dado las gracias una vez más.

Shiloh podía haber volado a Baltimore, podía haber elegido otra compañía aérea, pero no había ningún motivo para ninguna de las dos cosas. Porque él ya tenía un billete. Además si hubiese perdido el vuelo 235, cosa que en él me parecía sumamente extraña, hubiera cogido el siguiente y ahora estaría en Quantico. Kim tendría noticias de él. No sabía cuáles habían sido sus planes de vuelo, pero no podía imaginarme dónde podía estar al cabo de tanto tiempo.

¿Había descartado por completo la posibilidad de que Shiloh estuviera en Virginia? No necesariamente. Era posible que tuviera que encararse con una situación en la que dos factores habían fallado a la vez. Shiloh había perdido el vuelo y había cogido el siguiente en otro embarque, lo cual lo hubiera llevado a Virginia. En ese caso, si yo dirigía toda mi atención a Minnesota, sería un desastre. Era absolutamente necesario estrechar el cerco de los posibles lugares en que Shiloh podía haber desaparecido.

Desaparecido. Hasta entonces no había pensado en esos términos. En ese momento sentí una pequeña sacudida y un estremecimiento.

Me senté un momento en un banco mirando pasar a los pasajeros.

Sobre mi cabeza había una cámara de seguridad discretamente disimulada por una viga transversal. Si las cosas se complicaban, tendría que recurrir a las cintas de seguridad. Quizás acabaran siendo la única forma de comprobar que Shiloh había estado allí.

«Desaparecido» era el término adecuado. Por mucho que me resistiera a admitirlo.

Unos dos años atrás, un padre sobreprotector de Edina, un barrio periférico de Minneapolis, envió a su brillante hija mayor a la Universidad de Tulane, en Louisiana. No quería que condujese pero, en una lotería del campus, la chica ganó una plaza de aparcamiento al lado de su residencia y estaba emocionada por ello. No hubo manera de disuadirla de llevarse su pequeño Honda.

No obstante, el padre estaba siempre preocupado porque su hija viajara sola por esas carreteras. Insistió en que ella llamase cada noche desde la habitación de un motel, cosa a la que la chica accedió. Por la tranquilidad de su padre.

Lo que ella no recordó era que, poco menos de un año atrás, los prefijos de su localidad habían cambiado. La chica ni se había enterado. En tres años no había pasado una sola noche fuera de la ciudad y, por lo tanto, nunca había puesto una conferencia.

Cuando trató de llamar a casa, su primera noche en la carretera, se escuchó una grabación en la que se decía que ese número no figuraba en el registro. Desconcertada, volvió a intentarlo. Después, una vez más. No tenía ni idea de lo que pasaba. Envió un mensaje al buzón de voz de su padre, en el trabajo, a pesar de que era sábado por la noche y sabía que no lo recibiría a tiempo. Después, con mucha sensatez de su parte, fue a por algo de comida.

Cuando el padre no tuvo noticias de ella, nos llamó. Genevieve y yo éramos escépticas. La chica se había ido hacía sólo doce horas. Tenía 18 años, estudiaba lejos de su casa, saboreaba por primera vez la libertad. Ambas estábamos seguras de lo que había sucedido: la hija se había olvidado de llamar.

– No, eso es imposible -insistió el padre-. Prometió que me llamaría. Ella siempre cumple sus promesas.

– Sé que no querrá creerlo -le había dicho Genevieve-, pero existe una explicación perfectamente lógica, aunque aún no la conozcamos.

– No -dijo-, eso es imposible.

La hija llamó el domingo por la tarde. Apenas estuvo fuera del estado de Louisiana recordó el nuevo prefijo e intentó llamar una vez más. Esta vez habló directamente, desconcertada y risueña. A continuación nos llamó el padre, también desconcertado.

«Hay una explicación perfectamente lógica.»

«No, imposible.»

Estas aseveraciones suelen ser el yin y el yang de muchos casos de personas desaparecidas. Yo solía utilizar la primera un día sí y otro también, mientras que los denunciantes respondían con la segunda. A veces les contaba la historia del cambio de prefijo como ejemplo de las tonterías que hacen a veces desaparecer a las personas o hacer que reaparezcan. Pocos parientes se conformaban con ello. Meneaban la cabeza, nada convencidos. Era una buena historia, pensaban, pero nada tenía que ver con su situación.

Por primera vez entendí lo que sentían. Conduciendo hacia el norte por la 35W me decía a mí misma que tenía que haber una explicación lógica para la ausencia de Shiloh de Quantico o a la falta de llamadas de su parte. Sin embargo, en el fondo de mi mente escuché una voz que me decía: «No, no hay explicación posible».

Alrededor de mediodía, Vang encontró en el fax dos contestaciones a mi demanda de información dirigida a los hospitales de los alrededores de Quantico. Me recibió con mucha delicadeza.

– ¿Dónde has estado? -preguntó-. Creía que estarías fuera poco más de una hora.

– Estaba en el aeropuerto. Después, en los hospitales.

No se lo dije todo. También había telefoneado y enviado faxes a las compañías de taxis para que revisaran sus registros, a ver si algún pasajero había cogido el viaje en nuestra zona. En el banco pedí un estado de cuenta con las últimas operaciones. Investigué las posibles llamadas telefónicas a Quantico.

– Estoy pasando por una especie de emergencia personal, Vang. Estoy buscando a mi marido.

– Pensaba que se hallaba trabajando para el FBI. ¿Acaso ha cambiado de opinión?

– No -respondí, mientras miraba los documentos que habían salido por la máquina-. Pero es que no ha ido allí.

– ¿Ah, no? -Vang frunció el ceño-. ¿Quieres decir que no fue a la Academia o que no fue a Virginia? -Vang hablaba en tono mesurado y tranquilo, pero no era difícil adivinar una docena de ideas que se revolvían en el interior de su cabeza. Era natural. No es cosa de todos los días que una compañera de trabajo te confiese que su cónyuge ha desaparecido.

– No estoy segura -agregué-. No subió al avión, pero sus cosas no están en casa.

Yo estimaba que Shiloh había desaparecido hacia las 2:35 del domingo, que era más o menos la hora en que debería de haber estado en el avión.

– Redactaré un informe. Quiero que la cosa se haga oficial -acabé.

– Según las reglas del Departamento -comenzó John Vang-, no estoy seguro de que puedas involucrarte en la investigación. -Parecía que ya estaba hablando de los puntos del procedimiento. Las preguntas silenciadas seguirían, al parecer, en silencio.

– Lo sé -dije-. Pero no estando Genevieve, yo soy la única de por aquí cuya principal tarea consiste en la búsqueda de personas desaparecidas. No estoy diciendo que éste sea el caso -intenté corregirme-, pero te aseguro que no podré volver al trabajo antes de que tenga noticias de él.

– Lo comprendo -asintió Vang-. ¿Puedo hacer algo por ti?

– Espero algunos faxes en respuesta a mis peticiones -le respondí-. Llámame y dime lo que contienen. Me serás de mucha ayuda.

– ¿Dónde estarás?

– En casa. Si se tratase de cualquier otro caso habría empezado por la exploración de la casa.

«…dicen los analistas de Piper Jaffray. Noticiero de la WMNN. Son las doce y treinta y ocho. Más noticias a las…»

Bajé el volumen de la radio del Nova y enfilé por la rampa del garaje en dirección a la calle.

Lo que había dicho a Vang no era exactamente cierto. No empezaba las búsquedas por ahí; lo primero era ponerme en contacto con las personas más próximas al desaparecido.

Por ejemplo, la esposa. ¡Eso es! Me incorporé al tráfico.

Aparte de mí, ¿quién era la persona más cercana a Shiloh? Su familia estaba en Utah. Hacía años que Shiloh no se hablaba con ellos.

Se llevaba bien con el teniente Radich, que tenía a su cargo el Departamento de Narcóticos en el que Shiloh había trabajado. Por supuesto, también conocía a Genevieve, y más que yo, pero bien sabía que recientemente no se habían visto.

No tenía compañeros, trabajaba solo. Antes también había trabajado, prácticamente solo, colaborando esporádicamente con los muchachos de la policía Minneapolis o con los oficiales del condado de Hennepin. Como yo, jugaba al baloncesto con un grupo heterogéneo formado por policías y delegados del condado, pero en ese medio jamás hizo una relación importante. Shiloh, por otra parte, no bebía, de modo que no tenía compañeros de juergas a quienes preguntar.

A veces me olvidaba de que compartía la cama con un hombre tan reservado.

Cuando dejé el Nova donde Shiloh solía aparcar su Pontiac, pensé que era una mala suerte que Shiloh hubiese vendido el coche la semana anterior. Hasta el día en que todos llevemos el número de identificación tatuado en un lugar bien visible -y a veces pienso que ese día no está muy lejos-, las matrículas de nuestros vehículos seguirían sirviendo para identificarnos. Los informes acerca de personas desaparecidas incluían siempre ese número, y las patrullas siempre estaban atentas a alguna clase de coche o a su número de matrícula. Es mucho más difícil encontrar a un adulto que no tenga coche.

A pesar de que el final del camino estaba más cerca de la puerta trasera de la casa, la que daba acceso a la lavadora y de allí a la cocina, esta vez preferí entrar por la puerta principal. Quería detenerme en el camino de entrada en el que las llaves de Shiloh habían desaparecido de su gancho.

Llaves, chaqueta y botas. Eso era lo que el domingo me había hecho creer que Shiloh había partido hacia el aeropuerto. Y así había sido. ¿O no?

Ahí estaba. Una pista obvia que yo aún no había explorado.

Como oficial de patrulla, alguna vez había tenido que capturar a algunas personas por delitos menores y luego dejarlas en libertad, en caso de que presentaran suficientes garantías. Cuando lo hacía, siempre les decía lo mismo: «La próxima vez que te vea (merodeando en esta esquina /con un spray en la mano/etc.), deberás llevar contigo el cepillo de dientes».

Ellos sabían a qué me refería: la próxima vez, pasarían una noche entre rejas. Más adelante, siendo ya detective, usaba el cepillo de dientes como una prueba para saber si alguna persona había desaparecido voluntariamente o contra su voluntad. Era una prueba que sobrepasaba todos los límites de edad, sexo y etnia. Ninguna persona sale de su casa sin el cepillo de dientes si sabe que no ha de volver en un plazo mayor de veinticuatro horas. Aunque no haya tenido tiempo de hacer el equipaje, seguro que eso se lo llevan.

Pensando en lo sucedido por la mañana, vi con los ojos de la mente mi cepillo colgando solitario de un gancho de la parte interior del botiquín. Bastó un breve viaje al cuarto de baño para confirmarlo. No estaba allí. Volví al dormitorio yme dirigí a la puerta del armario, la abrí y miré el estante superior. La maleta también faltaba.

Todo apuntaba a que se había marchado al aeropuerto.

¿Me habría dejado una nota y yo simplemente no la había encontrado?

Shiloh me hacía notar constantemente que la mesa de la cocina parecía un archivador esperando a que alguien pusiera orden. En efecto, siempre estaba cubierto de facturas, papeles, cartas, periódicos, boletines, notas y todo lo demás. Tendría que rebuscar entre ese caos.

Los periódicos eran locales: el Star Tribune y el Pioneer Press de Saint Paul. Por debajo estaba un boletín de novedades de la unión de policías. También había una petición de fondos por parte de la Sociedad Protectora de Animales, a la que en su momento Shiloh había dado algo de dinero. Allí estaba la factura del teléfono, con las llamadas locales y a larga distancia detalladas. Un rápido vistazo me hizo ver que todos los números eran familiares, ninguno de ellos despertó mis sospechas. También vi propaganda de la que recibe la policía: «…muy apreciado, usado por la policía israelí…». Un papel blanco arrugado: lo recordaba, databa de tres meses atrás, una vez que traje la comida de fuera. Tras casi agotar la búsqueda, hallé una tira de papel en la que se hallaba escrito un número telefónico, pero esta vez lo reconocí al primer golpe de vista: correspondía a la oficina del equipo local del FBI.

Lo último en aparecer, lo que correspondía a la capa arqueológica más profunda, fueron dos servilletas de papel con manchas de la cera roja que había goteado sobre ellas. Pertenecían a la cena de nuestra boda, dos meses atrás. Shiloh había desenterrado una vieja vela usada y la había encendido, en un irónico gesto de celebración, mientras le colocaba dos servilletas debajo para que la cera derretida no cayera sobre la mesa.

No había ninguna nota.

Retrocedí hasta la entrada. Era mejor empezar por el principio. La verdad, no pensaba que Shiloh hubiera sido herido o asesinado en casa. No obstante, eché un vistazo.

No había marca de palancas en la puerta principal. El cerrojo no había sido forzado y no noté nada extraño cuando lo abrí.

Recorrí cada habitación, mirando las ventanas en busca de posibles roturas. No las había. Los espacios que quedaban detrás de los muebles no contenían nada sino motas de polvo. Nada de valor había desaparecido. Tampoco nada de bajo precio. Los estantes permanecían cargados con los libros de Shiloh. Sus intereses eran extremadamente variados: ficción y ensayos, Shakespeare, textos de investigación, una Biblia, algunos ligeros volúmenes de poesía de autores absolutamente desconocidos para mí: Saunders Lewis, Sinclair Goldman.

Nada parecido a sangre seca o a manchas de sangre.

El dormitorio estaba ordenado, aunque no tanto como cuando Shiloh se había ido, ya que yo no había hecho la cama tras la llamada matinal de Vang.

Cuando desaparece un niño, suelo mirar debajo de su cama antes que nada. Los pequeños tienden a pensar que es un sitio para esconderse que denota gran astucia por su parte. A menudo, allí está el diario íntimo de la chica. Los adultos tenemos más cuidado a la hora de ocultar nuestros objetos de valor.

Aun así, me puse en cuclillas y retiré la manta para repasar con las manos la superficie del colchón.

– ¡Oh, no! -exclamé.

No estaba escondida, sino sólo empujada un poco hacia adentro por razones de comodidad. Si hubiera mirado la noche anterior, hubiera apreciado el brillo apagado del cuero negro justo debajo de la cama.

Tiré hacia afuera de la vieja maleta de Shiloh. Pesaba: era evidente que estaba llena. La abrí. Los instrumentos para afeitarse estaban allí, y el cepillo de dientes con ellos. Shiloh había sido eficiente. Había hecho el equipaje con antelación y luego había colocado la maleta donde no le molestara el paso, en cualquier rincón de nuestro estrecho dormitorio.

Sobre los pliegues de las ropas había un ejemplar en rústica de un texto sobre investigación, y dentro de éste, a modo de punto de lectura, un billete para el vuelo de las 2:35 hacia Washington D.C., de la compañía Northwest Airlines.

No había salido para el aeropuerto. De algún modo, eso lo hizo real.