171025.fb2
La memoria juega malas pasadas, dijo el psicólogo de la policía que entrevistó a Shiloh. La convicción de éste de haber matado a Royce Stewart era producto de la amnesia retrógrada. Como muchas víctimas de accidentes, no recordaba los momentos inmediatos al trauma. En su caso, sin embargo, su propia mente le había suministrado los detalles; unos detalles que habían resultado no ser ciertos. Shiloh se había responsabilizado de ello sin querer.
Para preparar el asesinato de Stewart, había recorrido la escena del crimen una y otra vez, repasándolo mentalmente y dándose ánimos para llevarlo a cabo. De algún modo, debido a la violencia del accidente, la imaginación se había convertido en recuerdos.
– Lo vi en mi cabeza -me contó-. Cuando lo pensaba, lo veía caer. Hasta noté el impacto en la furgoneta al arrollarlo. Era tan real…
Shiloh no recordaba con claridad el lapso entre el accidente y su visita a la comisaría de Iowa. Sabía que tenía una herida en la cabeza y fiebre, pero no se le ocurrió buscar un médico. Estaba paranoico, convencido de que la policía andaba tras él, a lo que contribuía la presencia de un helicóptero que sobrevolaba la zona para hallar al presunto desaparecido Thomas Hall.
Se internó aún más en el bosque, desplazándose sin ninguna lógica hacia el sur, en lugar de encaminarse a las Ciudades Gemelas, donde había gente que podía darle refugio.
Una mañana, después de haber dormido más horas de lo habitual, despertó más lúcido y comprendió que debía entregarse.
Llevó bastante tiempo, sin embargo, que todas las partes involucradas aclararan los detalles.
A las 7.20 de la mañana, el sargento de guardia de Masón City disfrutaba de una taza de café y de sus últimos cuarenta minutos de servicio aquella mañana de domingo cuando Shiloh se presentó a realizar su confesión.
Lo que dijo Shiloh, en realidad, fue que era el tipo que había atropellado a Royce Stewart en Blue Earth, Minnesota. La última parte de su declaración fue: «No me pongan las esposas. No pretendo resistirme y es probable que tenga un brazo roto».
El sargento de guardia lo trató con la cautela debida a un hombre que se declara asesino. Lo metió en una celda del calabozo mientras consultaba con su superior. Para los dos quedó claro que Shiloh probablemente estaba enfermo, además de herido, y destinaron un agente para que lo condujera al hospital, donde le compusieron el brazo y lo trataron de una herida en la cabeza y fiebre alta.
A continuación, la policía de Masón City puso el caso en manos de la oficina del sheriff del condado de Faribault.
La identidad de Shiloh se confirmó sin gran dificultad. En el momento de entregarse no llevaba documentación, pero con el nombre, la oficina del sheriff averiguó que no sólo no tenía antecedentes ni pesaba sobre él ninguna orden de captura, sino que se trataba de una persona desaparecida que, además, resultaba ser policía.
El teléfono sonó en el cuartel de la policía de Minneapolis a las 9.45 de la mañana. Veinte minutos después, mi buzón de voz recogió un mensaje del comandante de guardia del Departamento de Policía de Minneapolis.
De no haber sido fin de semana, de haber estado en supuesto todo el personal de oficinas de las agencias afectadas, el paradero de Royce Stewart no habría llevado de cabeza a tanta gente. Al fin y al cabo, la amiga de Genevieve de los juzgados conocía su dirección. Pero cuando se observó que no había constancia de ningún Royce Stewart en la lista de víctimas de asesinato, ni tan siquiera de las defunciones, los agentes locales tuvieron que llevar a cabo un largo proceso para comprobar si seguía entre los vivos.
Las compañías telefónicas no tenían ningún abonado que se llamara Royce Stewart.
El Departamento de Vehículos a Motor tenía una dirección de cuando había renovado el permiso de conducir por última vez. Resultó ser la casa de su madre, en las afueras de Imogene. Cuando un agente se puso en contacto con ella, la señora Stewart le explicó que Royce, que siempre había sido un manitas, había cerrado un trato con una pareja que conocía. Viviría en un pequeño anexo en la parte trasera de su casa de campo, a cambio de reparar el anexo y convertirlo en una pieza habitable. Era un acuerdo informal, sin papeles de por medio.
El edificio anexo estaba en las primeras fases de renovación y aún no disponía de teléfono. La señora Stewart explicó que llamaba a su hijo al teléfono de la casa principal. De la pareja que vivía allí sólo conocía los nombres, John y Ellen. No sabía la dirección.
A los agentes de Faribault les llevó un buen rato hasta que el personal de fin de semana de la compañía telefónica dio con la dirección correspondiente al número al que llamaba la señora Stewart. Por fin, el agente Jim Brooke se presentó en casa de John y Ellen Brewer. Brooke no tuvo que llegar hasta la puerta para comprender que sucedía algo anómalo.
Le habían dicho que Royce Stewart vivía en un anexo, pero no se veía ninguno. Se detuvo en el camino de acceso a la casa y observó, desconcertado, un montón de rescoldos ennegrecidos, todavía humeantes.
A la misma hora, más o menos, en la que el agente Brooke realizaba este descubrimiento, yo me hallaba en el cuarto de invitados de los Lowe, viendo cómo Genevieve recogía sus pertenencias. Había decidido regresar a la ciudad conmigo. Aunque cada una tenía su coche, la esperé para ir juntas.
Tardó un buen rato en preparar el equipaje. Llevaba casi un mes instalada allí y sus objetos personales habían empezado a diseminarse por distintos rincones de la casa de su hermana.
Me puse a andar de un extremo a otro del pasillo, frente a la habitación, pero no estaba nerviosa. Ahora que Shiloh había muerto -ya había llegado, dolorosamente, a convencerme de ello-no tenía prisa por nada. Me sentía tranquila, al borde del aturdimiento.
Con todo, decidí comprobar si tenía mensajes en la oficina. Se había convertido en una costumbre. En el buzón de voz encontré una llamada de Beth Burke, la comandante de guardia de Minneapolis. Antes, habría sentido curiosidad por saber qué quería la teniente Burke; esta vez, sólo el sentido del deber me impulsó a decirle a Genevieve desde el pasillo:
– Voy a hacer una llamada a la ciudad. Dejaré un par de dólares a cuenta.
No esperé a que contestara y, si lo hizo, no la oí. Ya estaba marcando el número.
Los momentos siguientes tal vez hayan sido los que más confusa me he sentido en toda mi vida. Al principio, sólo pensé en que la teniente Burke me estaba diciendo que Michael Shiloh había aparecido en Iowa y que se había confesado autor del asesinato con incendio de la noche anterior. Ni siquiera lo entendí con la suficiente claridad para decidir qué mentiras contar. Repetí muchos «¿Qué?» y finalmente repliqué:
– No sé qué ha hecho o dejado de hacer; dígame dónde está, nada más.
Cuando colgué, llamé a gritos a Genevieve.
A media mañana, cinco investigadores extrajeron un cuerpo del montón de ceniza, madera y agua que había sido el hogar de Shorty. A la luz de la confesión de Shiloh, el fuego resultaba sospechoso. Dos detectives de Faribault acudieron a Masón City para hablar con Shiloh; llegaron apenas media hora antes de que lo hiciéramos Genevieve y yo.
– Tome asiento -me ofreció la enfermera de recepción del hospital-. Los policías que acaban de entrar han dado orden de que se impida el paso a cualquier visitante hasta que hayan acabado de hablar con él.
– ¿En qué habitación está? -pregunté-. Para saberlo, luego.
– Habitación 306 -me informó.
– Gracias. En lugar de volver a la antesala, dejé atrás el mostrador y avancé por el pasillo.
– ¡Eh! -la oí protestar a mi espalda. Enseñé la placa al agente de uniforme que custodiaba la puerta de la 306 y no hizo ningún ademán de cerrarme el paso.
Los dos detectives levantaron la vista cuando entré. Shiloh fue el único que no pareció sorprenderse de verme.
– Necesitas un abogado -me apresuré a decirle, sin hacer caso de los interrogadores. Mi voz sonó apremiante.
– Usted no debe estar aquí -advirtió uno de los detectives, en tono taxativo. Los dos se parecían; ambos eran de mediana edad, y un poco gruesos. Uno llevaba bigote, el otro iba pulcramente afeitado.
– Este hombre ha sufrido un accidente de coche -protesté-. Sufre una conmoción cerebral. Todo lo que consigan hoy de él no se podrá utilizar.
El segundo detective se puso en pie para obligarme a salir.
– Tiene que marcharse, guapa -dijo.
– Soy su esposa.
– No importa.
– Y soy policía.
– No importa. -repitió el detective al tiempo que me agarraba por el brazo.
– Un momento. -Shiloh abrió la boca por primera vez. Habló con suficiente energía como para que los dos hombres se volvieran a mirarlo; el que estaba más cerca de mí se detuvo, con la mano cerrada todavía en torno a mi antebrazo-. Ya hemos terminado.
– Tenemos más preguntas que…
– Hemos terminado -repitió Shiloh.
Los detectives se miraron.
– ¿Quiere nombrar un abogado? -preguntó el primero.
No era lo que había querido decir, pero la pregunta ponía las cosas en unos términos que los dos hombres alcanzaban a entender.
– Sí, quiero un abogado.
El detective que seguía sentado intercambió otra mirada con su compañero; los dos recogieron sus blocs de notas y salieron de la habitación. La puerta se cerró, se hizo el silencio y Shiloh y yo nos observamos sin hablar, separados por un par de metros. Estaba delgado, sin afeitar, y se parecía mucho al agente de Narcóticos que había conocido en el bar del aeropuerto años atrás. Durante un momento que se hizo larguísimo, no supe qué decirle. Él rompió el silencio:
– Lo siento -me dijo.
Y sólo entonces lo asumí realmente: allí estaba Shiloh, no había muerto, volvía a tenerlo ante mí. Corrí a la cama, lo abracé, hundí el rostro entre su cuello y su hombro, y me eché a llorar.
Shiloh me estrechó entre sus brazos con tal fuerza que en circunstancias normales me habría hecho daño.
– Lo siento, nena, lo siento -repitió una y otra vez. Me revolvió el pelo, me susurró palabras cariñosas y tranquilizadoras, y me abrazó como si él fuera el fuerte y yo la débil.
Shiloh permaneció dos días en el hospital mientras evaluaban la gravedad de la herida de la cabeza y decidían que no precisaba seguir recibiendo atención médica. A continuación, lo devolvieron a Minnesota y lo encerraron en la cárcel del condado de Faribault.
Aunque nadie pudo confirmar dónde se hallaba la noche de la muerte de Shorty, el relato de Shiloh y las pruebas tangibles que lo acompañaban -sus heridas- eran demostración suficiente para descartar la posibilidad de que hubiera regresado a Blue Earth a matar a Shorty. En cambio, la denuncia por hurto de vehículo se presentaría.
En la audiencia previa, la abogada pidió que se fijara una fianza, con el argumento de que era su primer delito y de que se trataba de un agente de la ley con una reputación profesional excelente. El juez, sin embargo, señaló que Shiloh ya no era miembro de los Cuerpos de Seguridad, que era altamente improbable que volviese a trabajar en ellos, y que ya se había demostrado capaz de evadirse a la acción de la justicia incluso en difíciles circunstancias. Se denegó la libertad bajo fianza.
Ya no podía hacer nada más en Faribault. Volví a las Ciudades Gemelas para no volverme loca, pero pronto descubrí que un cambio de localidad no era ningún antídoto para la agitación nerviosa que se negaba a calmarse con el ejercicio o a distraerse con la televisión. El mismo día de mi regreso, llamé a Naomi y le dejé un mensaje en el que explicaba que Shiloh había aparecido con vida y en un estado de salud aceptable. Después escribí una nota corta a Sinclair y la eché al correo.
Naomi llamó la tarde siguiente para conocer más detalles e intenté explicarle lo de mi marido y sus andanzas. No fue una conversación corta y, tras la ventana, el cielo perdió su luz y adquirió un color cada vez más oscuro. Cuando colgué, me senté en el sofá y pensé en el futuro sin llegar a ninguna conclusión; no tuve ánimos para encender las lámparas e, igual que fuera, se hizo el crepúsculo en el salón. Empezaba otra noche de soledad.
Diez minutos después, estaba en casa de Genevieve. Quería ver si se sentía a gusto, de nuevo en Saint Paul. Y lo más importante: deseaba saber cuándo estaría preparada para volver al trabajo. En cuanto a mí, estaba impaciente por retomar las distracciones del trabajo. Pero cuando llegué a su casa, no fue Genevieve quien me abrió la puerta.
– Vincent -dije.
– Sarah -respondió el ex marido de Genevieve. Bajo sus gruesos párpados, la mirada de Vincent imponía; noté que me penetraba hasta la médula.
Genevieve apareció en el quicio iluminado de la puerta. Volví a fijarme en cuánto le había crecido el pelo, que antes llevaba tan corto; lo suficiente para que se le meciera un poco cuando movía la cabeza y brillara bajo la luz. En su oreja derecha se veía un pequeño pendiente que despedía sutiles reflejos plateados.
– Entra, Sarah -me invitó-. Prepararé café.
– Estupendo.
La noche era fría, pero aún no había nevado. Unas ráfagas de viento gélido levantaban las pocas hojas caídas que quedaban por las aceras y las calles.
– Descansa y siéntate un rato con nosotras, Vincent -sugirió Genevieve.
– No, gracias, estoy bien. Voy a seguir con lo mío.
Pasé al interior con ellos y Vincent se encaminó a la escalera. Ya en la cocina, le pregunté a Genevieve qué hacía allí.
– Está despejando la habitación de Kamareia -me informó.
La respuesta no me aclaró nada, pero presentí que sólo era un prólogo y esperé a que llegara el resto.
Genevieve sacó un paquete de café molido de la puerta del frigorífico y puso unas cucharadas en el filtro.
– En realidad, estamos recogiendo toda la casa. Acabo de presentar mi dimisión definitiva.
– ¿Eso has hecho? -dije en un tono más agudo del habitual.
– Cuando Vincent regrese a París, me mudaré con él.
Con un tímido encogimiento de hombros, vertió el agua en la cafetera.
– Estás de broma.
– No. -Se volvió para mirarme a los ojos.
– ¿Por qué?
Genevieve movió la cabeza.
– No puedo seguir viviendo aquí -declaró-. Ni en esta casa, ni en Saint Paul. Puedo aprender a vivir sin Kamareia, pero aquí me resultará imposible.
Mi única compañera en el trabajo de detective. Compañera durante dos años y amiga durante muchos más. Tantas mañanas frías fantaseando con largarnos a algún paraíso lejano, como San Francisco o Nueva Orleans. Ahora, Genevieve iba a hacerlo realidad. Iba a marcharse más lejos de lo que habíamos llegado a imaginar. Para siempre. Sin mí.
«No puedes marcharte», pensé, como una cría.
– ¿Quieres una copa de esto? Vincent los ha traído del vuelo.
Levantó un botellín de Bailey's; en el estante había otro idéntico, junto a una botellita de ginebra del mismo tamaño.
La primera vez que había estado en casa de Genevieve fue una tarde de invierno, después del trabajo, y ella había hecho exactamente lo mismo: preparar un café. En aquella ocasión había dicho: «Ya que no estás de servicio, ¿quieres que te prepare un especial?», y había echado en los cafés sendos chorritos de un caro licor de chocolate blanco. Recordé cuánto había apreciado su generosidad, lo desarmante que había sido estar en casa de alguien que tenía una cocina grande y un mueble bar en lugar de un apartamento diminuto y una cerveza en el frigorífico.
Dudaba de que Gen supiera cuánto había significado para mí, incluso entonces.
– Esto de Vincent… -dije-, ¿no va demasiado deprisa?
– Deprisa… y con mucho retraso. Si nunca me he vuelto a casar, ni siquiera a salir con otro hombre, ha sido por una buena razón. -Se la notaba feliz, una estocada fatal para nuestra relación. Bajó dos gruesas jarras de cristal de la alacena y vertió el café. Añadió el contenido del primer botellín a una de ellas y me la acercó-. Vincent tenía unos asuntos en Chicago y pasó por aquí cuando los terminó, y los dos nos dimos cuenta de que… ya sabes.
Me alegré de su felicidad recién reencontrada, pero su conducta me pareció un tanto imprudente. Tal vez estaba dando reposo, por fin, a la memoria de Kamareia, pero la muerte de Royce Stewart volvía a ser una gran carga. Aquel recuerdo seguía vivo y sangrante, y Genevieve intentaba enterrarlo en una tumba apresurada, sin marcas, que nunca visitaría en su mente. Estaba, simplemente, volviendo la espalda a sus actos, y tal vez era la mejor manera de tomárselo. Acaso había tenido razón desde el principio. Quizás el hecho de concluir las cosas se sobrestimaba.
– ¡Oh! Dios mío, lo siento. -Genevieve me miró fijamente y se acercó a mí-. Ni siquiera te he preguntado por Shiloh. ¿Cómo está?
Había interpretado mal mis pensamientos, que no había llegado a articular.
– Cuesta de decir -le expliqué-. Quiere declararse culpable y cumplir sentencia. Su abogada intenta convencerlo de que no lo haga. Opina que, durante el procedimiento, puede sacar partido de cómo se obtuvo la confesión, dar importancia a la herida de la cabeza y al efecto que pudo haberle producido; suficiente partido como para que se desestime el caso.
– ¿Crees que Shiloh accederá?
Me volví y le dediqué una mirada que probablemente resultó desalentada.
– No. No querrá. Lo que pretende es una… -busqué la palabra precisa-…una expiación por lo que hizo.
Qué término más suave, expiación. Para expresarlo más llanamente, Shiloh quería castigarse por diversas causas: por haber cedido a sus impulsos homicidas y, en cambio, no haber sido capaz de vengar a Kamareia; por haber echado a perder su carrera profesional, y por hacerme pasar tantos días de angustia y de incertidumbre.
– Tal vez el juez sea benévolo -apuntó Genevieve-. ¿Habéis hablado del futuro?
Moví la cabeza en gesto de negativa.
– Tú nunca has tenido una conversación a través de las rejas, ¿verdad? -le pregunté-. Me refiero a esa sala donde tienen que hacerlo las mujeres y las novias y parientes. No se presta mucho a hablar del futuro, ¿sabes?
– ¿Y qué va a suceder? -preguntó Genevieve, presionándome.
– ¿Qué va a suceder? Que Shiloh tendrá que cumplir condena -insistí.
– Por hurto de vehículo -señaló Gen-. Una condena bastante leve. Y cuando salga, ¿qué va a suceder entre vosotros?
No había una respuesta clara a su pregunta. Desvié la mirada y miré por la ventana, el gélido reflejo plateado de la luna recién salida entre las ramas de los árboles vecinos.
Como había señalado el juez, Shiloh no volvería a trabajar en los Cuerpos de Seguridad Pública. En su vida adulta, prácticamente no había hecho otra cosa, desde que buscaba chicos perdidos en la agreste Montana hasta que detuvo a un fugitivo famoso en todo el país. Cuando, en una fecha indeterminada, Shiloh saliera por la puerta de alguna prisión, todo aquello por lo que había trabajado se habría echado a perder. Yo seguiría siendo policía y él, un ex convicto. Semejante desigualdad tenía todos los números para emponzoñar una relación. Lentamente. Dolorosamente.
Cada vez que Shiloh y yo habláramos, todo esto pendería sobre nuestras cabezas, imposible de olvidar y demasiado grave para aceptarlo.
– Lo afrontaremos cuando sea el momento -respondí.
Tenía la mano derecha apoyada en la repisa de la cocina y Genevieve posó la suya sobre ella, con suavidad.
– ¿Y tú? -me preguntó-. ¿Cómo te encuentras?
– No estoy segura de saberlo -respondí con franqueza.
Pasé por el trabajo para decirle a Vang que me reincorporaría al día siguiente, y que Genevieve ya no volvería más.
– Lo sé -me dijo-. Aquí, las noticias corren deprisa. Y eso me recuerda… -añadió, con voz más animada-. Han atrapado al tipo que hacía las llamadas a las mujeres y a las novias. ¿Recuerdas?
– Sí. Las llamadas del «muerto en acto de servicio».
– Exacto. El sargento Rowe se lo contó a su mujer. Ella instaló, por si acaso, un aparato de esos que permiten grabar llamadas. Llámala paranoica -se encogió de hombros-, pero dio resultado. El tipo la llamó y le dijo que Rowe había muerto en un tiroteo. Ella fingió que se lo tragaba y lo tuvo un buen rato al teléfono, contándole los detalles que iba inventando. Luego, Rowe nos trajo la cinta y la hicimos escuchar a bastante gente.
– ¿Y era alguien del Departamento?
– No exactamente. De la oficina del forense. Nadie conocía al tipo, siquiera; se llama…
– Frank Rossella -acabé la frase.
Vang me miró, sorprendido.
– ¿Cómo lo sabes?