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La parte de Archimboldi

Su madre era tuerta. Tenía el pelo muy rubio y era tuerta.

Su ojo bueno era celeste y apacible, como si no fuera muy inteligente, pero en cambio buena, un montón. Su padre era cojo.

Había perdido la pierna en la guerra y había pasado un mes en un hospital militar cercano a Düren, pensando que de ésa no salía y viendo cómo los heridos que se podían mover (¡él no!) les robaban los cigarrillos a los heridos que no se podían mover.

Cuando quisieron robarle sus cigarrillos, sin embargo, él cogió del cuello al ladrón, un tipo pecoso y de pómulos anchos, espaldas anchas, caderas anchas, y le dijo: ¡alto!, ¡con el tabaco de un soldado no se juega! Entonces el pecoso se alejó y cayó la noche y el padre tuvo la impresión de que alguien lo miraba.

En la cama de al lado había una momia. Tenía los ojos negros como dos pozos profundos.

– ¿Quieres fumar? -dijo él.

La momia no contestó.

– Fumar es bueno -dijo él, y encendió un cigarrillo y buscó la boca de la momia entre las vendas.

La momia se estremeció. Tal vez no fuma, pensó él, y le retiró el cigarrillo. La luna iluminó la punta del cigarrillo, que estaba manchada por una especie de moho blanco. Entonces volvió a introducírselo entre los labios, al tiempo que le decía:

fuma, fuma, olvídate de todo. Los ojos de la momia no lo soltaban, tal vez, pensó, es un camarada de batallón que me ha reconocido. ¿Pero por qué no me dice nada? Tal vez no puede hablar, pensó. El humo, de improviso empezó a salir por entre las vendas. Hierve, pensó, hierve, hierve.

El humo le salía a la momia por las orejas, por la garganta, por la frente, por los ojos, que ni aun así dejaban de mirarlo, hasta que él sopló y le retiró el cigarrillo de los labios y siguió soplando un rato más sobre la cabeza vendada hasta que el humo desapareció del todo. Después apagó el cigarrillo en el suelo y se quedó dormido.

Al despertar la momia ya no estaba a su lado. ¿Dónde está la momia?, dijo. Murió esta mañana, dijo alguien desde su cama. Entonces él encendió un cigarrillo y se puso a esperar el desayuno. Cuando lo dieron de alta se marchó cojeando hasta la ciudad de Düren. Allí tomó un tren que lo dejó en otra ciudad.

En esta ciudad esperó veinticuatro horas en la estación, comiendo sopa del ejército. El que distribuía la sopa era un sargento cojo como él. Hablaron durante un rato, mientras el sargento vaciaba cucharones de sopa en los platos de aluminio de los soldados y él comía, sentado en un banco de madera, un banco como de carpintero, que había a su lado. Según el sargento todo estaba a punto de cambiar. La guerra tocaba a su fin e iba a empezar una nueva época. Él le contestó, mientras comía, que nada iba a cambiar nunca. Ni siquiera ellos, que habían perdido cada uno una pierna, habían cambiado.

Cada vez que le contestaba, el sargento se reía. Si el sargento decía blanco, él decía negro. Si el sargento decía día, él decía noche. Y cuando oía sus respuestas el sargento se reía y le preguntaba si a la sopa le hacía falta sal, si estaba muy desabrida.

Después se aburrió de esperar un tren que, a su parecer, no iba a llegar nunca y reemprendió la marcha a pie.

Vagó durante tres semanas por el campo, comiendo pan duro y robando frutas y gallinas en las granjas. Durante el viaje Alemania se rindió. Cuando se lo dijeron, él dijo: mejor. Una tarde llegó a su pueblo y llamó a la puerta de su casa. Abrió su madre y al verlo tan desastrado no lo reconoció. Después lo abrazaron y le dieron de comer. Él preguntó si la tuerta se había casado. Le dijeron que no. Esa noche fue a verla, sin cambiarse de ropa ni bañarse, pese a los ruegos de su madre para que al menos se afeitara. Cuando la tuerta lo vio de pie delante de la puerta de su casa lo reconoció enseguida. El cojo también la vio, asomada a la ventana, y levantó una mano y la saludó formalmente, incluso con algo de rigidez, pero ese saludo también se hubiera podido interpretar como un gesto que equivalía a decir que así era la vida. A partir de ese momento afirmó a quien quisiera escucharlo que en su pueblo todos estaban ciegos y que la tuerta era una reina.

En 1920 nació Hans Reiter. No parecía un niño sino un alga. Canetti y creo que también Borges, dos hombres tan distintos, dijeron que así como el mar era el símbolo o el espejo de los ingleses, el bosque era la metáfora en donde vivían los alemanes. De esta regla quedó fuera Hans Reiter desde el momento de nacer. No le gustaba la tierra y menos aún los bosques.

Tampoco le gustaba el mar o lo que el común de los mortales llama mar y que en realidad sólo es la superficie del mar, las olas erizadas por el viento que poco a poco se han ido convirtiendo en la metáfora de la derrota y la locura. Lo que le gustaba era el fondo del mar, esa otra tierra, llena de planicies que no eran planicies y valles que no eran valles y precipicios que no eran precipicios.

Cuando la tuerta lo bañaba en un barreño, el niño Hans Reiter siempre se deslizaba de sus manos jabonosas y bajaba hasta el fondo, con los ojos abiertos, y si las manos de su madre no lo hubieran vuelto a subir a la superficie él se habría quedado allí, contemplando la madera negra y el agua negra en donde flotaban partículas de su propia mugre, trozos mínimos de piel que navegaban como submarinos hacia alguna parte, una rada del tamaño de un ojo, un abra oscura y serena, aunque la serenidad no existía, sólo existía el movimiento que es la máscara de muchas cosas, incluida la serenidad.

Una vez el cojo, que a veces miraba cómo la tuerta lo bañaba, le dijo que no lo subiera, a ver qué hacía. Desde el fondo del barreño los ojos grises de Hans Reiter contemplaron el ojo celeste de su madre y luego se puso de lado y se dedicó a contemplar, muy quieto, los fragmentos de su cuerpo que se alejaban en todas las direcciones, como naves sonda lanzadas a ciegas a través del universo. Cuando el aire se le acabó dejó de contemplar esas partículas mínimas que se perdían y comenzó a seguirlas. Se puso rojo y se dio cuenta de que estaba atravesando una zona muy parecida al infierno. Pero no abrió la boca ni hizo el menor gesto de subir, aunque su cabeza sólo estaba a diez centímetros de la superficie y de los mares de oxígeno. Finalmente los brazos de su madre lo izaron en el aire y se puso a llorar. El cojo, arrebujado en su viejo capote militar, miró el suelo y lanzó un escupitajo en medio de la chimenea.

A los tres años Hans Reiter era más alto que todos los niños de tres años de su pueblo y también más alto que cualquier niño de cuatro años y no todos los niños de cinco años eran más altos que él. Al principio caminaba con pasos inseguros y el médico del pueblo dijo que eso era debido a su altura y aconsejó darle más leche para fortalecer el calcio de los huesos.

Pero el médico se equivocaba. Hans Reiter caminaba con pasos inseguros debido a que se movía por la superficie de la tierra como un buzo primerizo por el fondo del mar. En realidad, él vivía y comía y dormía y jugaba en el fondo del mar. Con la leche no hubo problemas, su madre tenía tres vacas y gallinas y el niño estaba bien alimentado.

El cojo a veces lo miraba caminar por el campo y se ponía a pensar si en su familia había habido alguna vez un tipo tan alto. El hermano de un tatarabuelo o bisabuelo, se decía, había servido a las órdenes de Federico el Grande, en un regimiento compuesto sólo de hombres que pasaban el metro ochenta o el metro ochentaicinco. Ese regimiento o batallón de lujo había tenido muchas bajas, pues resultaba sumamente fácil apuntarles y hacer blanco en ellos.

En cierta ocasión, pensaba el cojo mientras veía a su hijo moverse con torpeza por los bordes de los huertos vecinos, el regimiento prusiano había quedado frente a frente a un regimiento ruso de similares características, campesinos de un metro ochenta o de un metro ochentaicinco vestidos con casacas verdes de la Guardia Imperial Rusa, y se habían enfrentado y la mortandad fue terrible, incluso cuando los regimientos de ambos ejércitos habían retrocedido, estos dos regimientos de gigantes siguieron enzarzados en una lucha cuerpo a cuerpo que sólo cesó cuando los generales en jefe enviaron órdenes irrestrictas de retirada hacia las nuevas posiciones.

Antes de irse a la guerra el padre de Hans Reiter medía un metro sesentaiocho. Cuando volvió, tal vez porque le faltaba una pierna, medía tan sólo un metro sesentaicinco. Un regimiento de gigantes es cosa de locos, pensaba. La tuerta medía un metro sesenta y pensaba que los hombres, a más altos, mejores.

A los seis años Hans Reiter era más alto que todos los niños de seis, más alto que todos los niños de siete, más alto que todos los niños de ocho, más alto que todos los niños de nueve y que la mitad de los niños de diez. Y, además, a los seis años había robado un libro por primera vez. El libro se llamaba Algunos animales y plantas del litoral europeo. Lo escondió debajo de su cama aunque en la escuela nunca nadie echó de menos el libro. Por aquella misma época empezó a bucear. En el año 1926. Nadaba desde los cuatro años y metía la cabeza en el agua y abría los ojos y luego su madre lo reñía porque todo el día andaba con los ojos rojos y temía que la gente, al verlo, pensara que el niño se pasaba el día llorando. Pero bucear no supo hasta que cumplió los seis años. Metía la cabeza, se sumergía un metro y abría los ojos y miraba. Eso sí. Pero bucear no. A los seis decidió que un metro era muy poco y se lanzó en picado hacia el fondo del mar.

El libro Algunos animales y plantas del litoral europeo lo tenía dentro de la cabeza, como suele decirse, y mientras buceaba iba pasando páginas lentamente. Así descubrió a la Laminaria digitata, que es un alga de gran tamaño, compuesta por un tallo robusto y una hoja ancha, tal como decía el libro, en forma de abanico de donde salían numerosas secciones en tiras que parecían, en realidad, dedos. La Laminaria digitata es un alga de mares fríos como el Báltico, el Mar del Norte y el Atlántico.

Se la encuentra en grandes grupos, en el nivel más bajo de la marea y bajo las costas rocosas. La marea baja suele dejar al descubierto bosques de estas algas. Cuando Hans Reiter vio por primera vez un bosque de algas se emocionó tanto que se puso a llorar debajo del agua. Esto parece difícil, que un ser humano llore mientras bucea con los ojos abiertos, pero no olvidemos que Hans tenía entonces sólo seis años y que en cierta forma era un niño singular.

La Laminaria digitata es de color marrón claro y se parece a la Laminaria hyperborea, que posee un tallo más áspero, y a la Saccorhiza polyschides, que tiene un tallo con protuberancias bulbosas. Estas dos algas, sin embargo, viven en las aguas profundas y aunque a veces, algunos mediodías de verano, Hans Reiter nadaba hasta alejarse de la playa o del roquerío en donde dejaba su ropa y luego se sumergía, no pudo verlas nunca, sólo alucinarlas, allá en el fondo, un bosque quieto y silencioso.

Por esa época comenzó a dibujar en un cuaderno todo tipo de algas. Dibujó la Chorda filum, que es un alga compuesta por largos cordones delgados que pueden, sin embargo, llegar a alcanzar los ocho metros de longitud. Carecen de ramas y su apariencia es delicada, pero en realidad son muy fuertes. Crecen por debajo de la marca de la marea baja. Dibujó también la Leathesia difformis, que es un alga compuesta por bulbos redondeados de color marrón oliváceo, que crece en las rocas y sobre otras algas. Su aspecto es extraño. Nunca vio ninguna, pero soñó muchas veces con ellas. Dibujó la Ascophyllum nodosum, que es un alga parda de patrón desordenado que presenta unas ampollas ovoides a lo largo de sus ramas. Existen, entre las Ascophyllum nodosum, algas diferenciadas macho y hembra que producen unas estructuras frutales similares a pasas. En el macho son amarillas. En la hembra de un color verdusco. Dibujó la Laminaria saccharina, que es un alga compuesta por una única fronda larga y con forma de cinturón. Cuando está seca se pueden apreciar en su superficie cristales de una sustancia dulce que es el manitol. Crece en las costas rocosas sujeta a múltiples objetos sólidos, aunque a menudo es arrastrada por el mar. Dibujó la Padina pavonia, que es un alga poco frecuente, de pequeño tamaño, con forma de abanico. Es una especie de aguas calientes que se puede encontrar desde las costas meridionales de la Gran Bretaña hasta el Mediterráneo. No existen especies afines. Dibujó la Sargassum vulgare, que es un alga que vive en las playas rocosas y pedregosas del Mediterráneo y que, entre las frondas, posee pequeños órganos reproductores pedunculados.

Se la puede encontrar tanto en niveles bajos de agua como en las grandes profundidades. Dibujó la Porphyra umbilicalis, que es un alga particularmente hermosa, de hasta veinte centímetros de longitud y de color rojizo purpúreo. Crece en el Mediterráneo, en el Atlántico, en el Canal de la Mancha y en el Mar del Norte. Existen varias especies de Porphyra y todas ellas son comestibles. Los galeses, sobre todo, son quienes más las comen.

– Los galeses son unos cerdos -dijo el cojo a una pregunta de su hijo-. Unos cerdos absolutos. Los ingleses también son unos cerdos, pero un poco menos que los galeses. Aunque la verdad es que son igual de cerdos, pero intentan parecer un poco menos cerdos, y como saben fingir bien al final lo parecen.

Los escoceses son más cerdos que los ingleses y sólo un poco menos cerdos que los galeses. Los franceses son tan cerdos como los escoceses. Los italianos son lechones. Lechones dispuestos a comerse a su propia madre cerda. De los austriacos se puede decir lo mismo: cerdos y cerdos y cerdos. Nunca te fíes de un húngaro. Nunca te fíes de un bohemio. Te lamen la mano mientras te devoran el dedo meñique. Nunca te fíes de un judío: ése te come el pulgar y encima te deja la mano cubierta de babas. Los bávaros también son unos cerdos. Cuando hables con un bávaro, hijo mío, procura tener el cinturón bien abrochado. Con los renanos más vale ni siquiera hablar: en menos de lo que canta un gallo te querrán cortar una pierna. Los polacos parecen gallinas, pero si les arrancas cuatro plumas verás que tienen piel de cerdo. Lo mismo pasa con los rusos. Parecen perros famélicos pero en realidad son cerdos famélicos, cerdos dispuestos a comerse a quien sea, sin preguntárselo dos veces, sin el más mínimo remordimiento. Los serbios son igual que los rusos, pero en pequeño. Son como cerdos disfrazados de perros chihuahuas. Los perros chihuahuas son unos perros enanos, del tamaño de un gorrión, que viven en el norte de México y que aparecen en algunas películas americanas. Los americanos son unos cerdos, por supuesto. Y los canadienses, grandes cerdos inmisericordes, aunque los peores cerdos del Canadá son los cerdos francocanadienses, así como los peores cerdos de América son los cerdos irlandeses. Los turcos tampoco se salvan. Son cerdos sodomíticos, como los de Sajonia y los de Westfalia. Acerca de los griegos sólo puedo decir que son igual que los turcos: cerdos peludos y sodomíticos. Sólo los prusianos se salvan. Pero Prusia ya no existe. ¿Dónde está Prusia?

¿Tú la ves? Yo no la veo. A veces tengo la impresión de que murieron todos en la guerra. A veces, por el contrario, tengo la impresión de que mientras yo estaba en el hospital, ese inmundo hospital de cerdos, los prusianos emigraron en masa, lejos de aquí. A veces voy a los roqueríos y miro el Báltico y trato de adivinar hacia dónde se fueron las naves de los prusianos. ¿A Suecia?

¿A Noruega? ¿A Finlandia? Imposible: ésas son tierras de cerdos. ¿Adónde, entonces? ¿A Islandia, a Groenlandia? Trato de adivinarlo y no puedo. ¿Dónde están entonces los prusianos?

Me acerco a los roqueríos y los busco en el horizonte gris.

Un gris revuelto como la pus. Y no una vez al año. ¡Una vez al mes! ¡Una vez cada quince días! Pero nunca los veo, nunca adivino hacia qué punto del horizonte se lanzaron. Sólo te veo a ti, tu cabeza entre las olas que aparece y desaparece, y entonces me siento en una roca y me quedo quieto mucho rato, mirándote, convertido yo también en otra roca, y aunque a veces mis ojos te pierden de vista o aparece tu cabeza a mucha distancia de donde te habías sumergido, no temo por ti, pues sé que volverás a salir, que las aguas nada pueden hacerte. A veces, incluso, me quedo dormido, sentado sobre una roca, y cuando me despierto tengo tanto frío que ni siquiera le echo una mirada al mar para comprobar si aún estás allí. ¿Qué hago entonces? Pues me levanto y vuelvo al pueblo dando diente con diente. Y al entrar en las primeras calles me pongo a cantar para que los vecinos se hagan la idea equivocada de que me he ido a emborrachar a la taberna de Krebs.

Al joven Hans Reiter también le gustaba caminar, como un buzo, pero no le gustaba cantar porque los buzos, precisamente, nunca cantan. A veces salía de su pueblo en dirección hacia el este, por un camino de tierra rodeado de bosques, y llegaba a la Aldea de los Hombres Rojos, que se dedicaban a vender turba.

Si seguía hacia el este, estaba la Aldea de las Mujeres Azules, rodeada por un lago que se secaba en verano. Ambas aldeas le parecían aldeas fantasmas, habitadas por muertos. Más allá de la Aldea de las Mujeres Azules estaba el Pueblo de los Gordos.

Allí olía mal, a sangre y carne en descomposición, un olor denso y espeso muy diferente del olor de su propio pueblo que olía a ropa sucia, a sudor pegado a la piel, a tierra meada, que es un olor delgado, un olor parecido al de la Chorda filum.

En el Pueblo de los Gordos, como no podía ser menos, había muchos animales y varias carnicerías. A veces, mientras hacía el camino de vuelta, moviéndose como un buzo, veía a vecinos del Pueblo de los Gordos que deambulaban sin nada que hacer por las calles de la Aldea de las Mujeres Azules o por la Aldea de los Hombres Rojos y pensaba que tal vez la gente de esas dos aldeas, los que ahora eran fantasmas, habían muerto a manos de gente llegada del Pueblo de los Gordos, quienes en las artes de matar debían de ser temibles e implacables, aunque con él nunca se metían, entre otras razones porque era un buzo, es decir porque no pertenecía a ese mundo, al que sólo iba como explorador o de visita.

En otras ocasiones sus pasos lo llevaban hacia el oeste y así podía pasar por la calle principal de la Aldea Huevo, que cada año se iba alejando de los roqueríos, como si las casas se movieran solas y tendieran a buscar un sitio más seguro cerca de las hondonadas y de los bosques. Después de la Aldea Huevo estaba la Aldea Cerdo, una aldea que él suponía que su padre jamás visitaba, en donde había muchas chiquerizas y las piaras de cerdos más alegres de aquella región de Prusia, que parecían saludar al caminante sin importarle su condición social o edad o estado civil con gruñidos amistosos, casi musicales, o sin el casi, musicales del todo, mientras los aldeanos se quedaban inmóviles, con el sombrero en la mano, o cubriéndose con éste la cara, no se sabía si por modestia o por vergüenza.

Y más allá estaba el Pueblo de las Chicas Habladoras, chicas que iban a fiestas y bailes desenfrenados en pueblos aún más grandes cuyos nombres el joven Hans Reiter oía y olvidaba de inmediato, chicas que fumaban en la calle y hablaban de marineros de un gran puerto y que servían en barcos llamados así y asá y cuyos nombres el joven Hans Reiter olvidaba de inmediato, chicas que iban al cine y veían películas emocionantísimas interpretadas por actores que eran los hombres más guapos del planeta y por actrices a quienes, si uno quería estar a la moda, tenía que imitar y cuyos nombres el joven Hans Reiter olvidaba de inmediato. Cuando regresaba a su casa, como un buzo nocturno, su madre le preguntaba dónde había pasado el día y el joven Hans Reiter le decía lo primero que se le ocurría, menos la verdad.

La tuerta entonces lo miraba con su ojo celeste y el niño le sostenía la mirada con sus dos ojos grises y desde un rincón, cerca de la chimenea, el cojo los miraba a ambos con sus dos ojos azules y la isla de Prusia parecía resurgir, durante tres o cuatro segundos, del precipicio.

A los ocho años Hans Reiter dejó de interesarse por la escuela.

Para entonces ya había estado en un tris de ahogarse un par de veces. La primera fue en verano y lo sacó del agua un joven turista de Berlín que se hallaba pasando las vacaciones en el Pueblo de las Chicas Habladoras. El joven turista vio a un niño cuya cabeza aparecía y desaparecía cerca de unas rocas y tras comprobar que efectivamente se trataba de un niño, pues el turista era miope y al primer golpe de vista pensó que era un alga, se quitó la chaqueta en donde llevaba unos papeles importantes y bajó por las rocas hasta que no pudo seguir más y tuvo que tirarse al agua. En cuatro brazadas llegó hasta donde estaba el niño y, tras mirar la costa desde el mar buscando un sitio idóneo para salir, empezó a nadar hasta un lugar a unos veinticinco metros de donde se había tirado.

El turista se llamaba Vogel y era un tipo de un optimismo fuera de cualquier comprensión. Puede que en realidad no fuera optimista sino loco y que aquellas vacaciones que pasaba en el Pueblo de las Chicas Habladoras obedecieran a una orden de su médico, el cual, preocupado por su salud, procuraba sacarlo de Berlín con el más mínimo pretexto. Si uno conocía de forma más o menos íntima a Vogel, pronto su presencia se hacía insoportable. Creía en la bondad intrínseca del género humano, decía que una persona con el corazón limpio podía viajar caminando desde Moscú hasta Madrid sin que nadie lo molestara, ni bestia ni policía ni mucho menos aduanero alguno, pues el viajero tomaría las providencias necesarias, entre ellas apartarse de vez en cuando de los caminos y proseguir su marcha a campo través. Era enamoradizo y torpe, de resultas de lo cual no tenía novia. De vez en cuando hablaba, sin importarle quién lo escuchara, de las propiedades lenitivas de la masturbación (como ejemplo ponía a Kant), que debía practicarse desde la más tierna edad hasta la más provecta, algo que por regla general hacía reír a las muchachas del Pueblo de las Chicas Habladoras que tuvieron oportunidad de oírlo y que aburría y asqueaba sobremanera a sus conocidos de Berlín que ya conocían de sobra esta teoría y que pensaban que Vogel, al explicarla con tanta contumacia, lo que hacía, realmente, era masturbarse delante de ellos o con ellos.

Pero también tenía un alto concepto del valor y cuando vio que un niño, aunque al principio le pareció un alga, se estaba ahogando, no dudó ni un momento en lanzarse al mar, que en aquella parte de los roqueríos no era precisamente calmo, y rescatarlo.

Otra cosa es necesario apuntar y esa cosa es que el equívoco de Vogel (confundir a un niño de piel bronceada y de pelo rubio con un alga) lo atormentó aquella noche, cuando todo ya había pasado. En su cama, a oscuras, Vogel revivió los acontecimientos del día como hacía siempre, es decir, con gran satisfacción, hasta que de pronto volvió a ver al niño que se ahogaba y volvió a verse a sí mismo mirándolo y dudando de si se trataba de un ser humano o de un alga. De inmediato lo abandonó el sueño. ¿Cómo pudo confundir a un niño con un alga?, se preguntó. Y luego: ¿en qué puede parecerse un niño a un alga? Y luego: ¿hay algo que pueda tener en común un niño con un alga?

Antes de formularse una cuarta pregunta Vogel pensó que tal vez su médico de Berlín tenía razón y se estaba volviendo loco, o tal vez loco -lo que se suele entender por loco- no, pero sí que se estaba asomando, por llamarlo de algún modo, a la senda de la locura, pues un niño, pensó, no tiene nada en común con un alga y quien, mirando desde un roquerío, confunde a un niño con un alga es una persona que no tiene muy ajustados los tornillos, no un loco, precisamente, pues a los locos les falta un tornillo, pero sí alguien que no los tiene muy ajustados y que, por lo tanto, debería andar con más cuidado en todo lo que concierne a su salud mental.

Después, puesto que ya no iba a poder dormir durante toda la noche, se puso a pensar en el niño al que había salvado.

Era muy flaco, recordó, y muy alto para su edad, y hablaba endemoniadamente mal. Cuando le preguntó qué le había pasado el niño le contestó:

– Nasao na.

– ¿Qué? -dijo Vogel-. ¿Qué has dicho?

– Nasao na -repitió el niño. Y Vogel comprendió que nasao na significaba: no ha pasado nada.

Y así con el resto de su vocabulario, que a Vogel le pareció muy pintoresco y divertido, por lo que se puso a hacerle preguntas sin ton ni son, sólo por el gusto de escuchar al niño, que a todo contestaba con la mayor naturalidad, por ejemplo, cómo se llama ese bosque, decía Vogel, y el niño respondía elosque destav, que quería decir el bosque de Gustav, y: cómo se llama ese otro bosque de más allá, y el niño respondía elosque dereta, que quería decir el bosque de Greta, y: cómo se llama ese bosque negro que está a la derecha del bosque de Greta, y el niño respondía elosque sinbre, que quería decir el bosque sin nombre, hasta que llegaron a lo alto del roquerío en donde Vogel había dejado su chaqueta con sus papeles importantes en el bolsillo y el niño, a instancias de Vogel, que no le permitió meterse otra vez en el mar, rescató su ropa un poco más abajo, en una cueva como de gaviotas, y luego se despidieron, no sin antes presentarse:

– Yo me llamo Heinz Vogel -le dijo Vogel como si le hablara a un tonto-, ¿cómo te llamas tú?

Y el niño le dijo Hans Reiter, pronunciando su nombre con claridad, y luego se dieron la mano y cada uno se alejó en una dirección distinta. Eso recordaba Vogel dando vueltas en la cama, sin querer encender la luz y sin poderse dormir. ¿En qué podía asemejarse ese niño a un alga?, se preguntaba. ¿En la delgadez, en el pelo quemado por el sol, en la cara alargada y tranquila?

Y también se preguntaba: ¿debo volver a Berlín, debo tomarme más en serio a mi médico, debo empezar a estudiarme a mí mismo? Finalmente se cansó de tantas preguntas, se hizo una paja y el sueño vino a por él.

La segunda vez que estuvo a punto de ahogarse el joven Hans Reiter fue en invierno, cuando acompañó a unos pescadores de bajura a tirar las redes enfrente de la Aldea de las Mujeres Azules. Anochecía y los pescadores se pusieron a hablar de las luces que se mueven por el fondo del mar. Uno dijo que eran los pescadores muertos que buscan el camino a sus aldeas, a sus cementerios en tierra firme. Otro dijo que eran líquenes brillantes, líquenes que sólo brillaban una vez al mes, como si descargaran en una sola noche lo que habían tardado treinta días en acumular. Otro dijo que era un tipo de anémona que sólo existía en aquella costa y que el brillo lo irradiaban las anémonas hembras para atraer a las anémonas machos, aunque en general, es decir en el mundo entero, las anémonas eran hermafroditas, ni machos ni hembras sino machos y hembras en un mismo cuerpo, como si la mente se durmiera y cuando volvía a despertar una parte de la anémona se hubiera follado a la otra parte, como si dentro de uno mismo existiera una mujer y un hombre al mismo tiempo, o un maricón y un hombre en el caso de las anémonas estériles. Otro dijo que eran peces eléctricos, una variedad muy extraña, con los que había que andarse con cuidado, pues si caían en tus redes no se diferenciaban en nada de los demás, pero al comerlos la gente enfermaba, horribles sacudidas eléctricas en el estómago que en ocasiones incluso provocaban la muerte.

Y mientras los pescadores hablaban la curiosidad irreprimible del joven Hans Reiter, o su locura, que a veces lo llevaba a hacer cosas que más valía no hacer, provocó que, sin previo aviso, se dejara caer del bote y se sumergiera en el fondo del mar tras las luces o la luz de aquellos o de aquel pez singular, y al principio los pescadores no se alarmaron ni se pusieron a gritar o a gemir pues todos conocían las peculiaridades del joven Reiter, sin embargo, al cabo de unos segundos sin avistar su cabeza, se preocuparon, pues aunque eran prusianos no instruidos también eran gente de mar y sabían que nadie puede aguantar sin respirar más de dos minutos (o algo así), en cualquier caso no un niño cuyos pulmones, por más alto que sea el niño, no son lo suficientemente fuertes como para ser sometidos a tal esfuerzo.

Y al final dos de ellos se sumergieron en aquel mar oscuro, un mar de manada de lobos, y bucearon alrededor del bote intentando localizar el cuerpo del joven Reiter, infructuosamente, por lo que tuvieron que salir y tragar aire y, antes de sumergirse otra vez, preguntar a los del bote si el mocoso ya había salido.

Y entonces, bajo el peso de la respuesta negativa, volvieron a desaparecer entre las olas oscuras que evocaban animales del bosque y uno que no lo había hecho se les unió, y fue éste quien a unos cinco metros de profundidad vio el cuerpo del joven Reiter que flotaba como un alga desenraizada, hacia arriba, albísimo en el espacio marino, y fue él quien lo cogió de las axilas y lo subió, y también fue él quien hizo que el joven Reiter vomitara toda el agua que se había tragado.

Cuando Hans Reiter cumplió diez años la tuerta y el cojo tuvieron a su segundo hijo. Fue una niña a la que pusieron de nombre Lotte. La niña era muy hermosa y tal vez fue la primera persona que vivía en la superficie de la tierra que interesó (o que conmovió) a Hans Reiter. Muy a menudo sus padres lo dejaron al cuidado de la pequeña. Al poco tiempo aprendió a cambiar pañales, a preparar biberones, a pasear con la niña en brazos hasta que ésta se dormía. Para Hans, su hermana era lo mejor que le había sucedido nunca e intentó, en muchas ocasiones, dibujarla en el mismo cuaderno donde dibujaba algas, pero el resultado siempre fue insatisfactorio, a veces la niña parecía una bolsa de basura abandonada en una playa de guijarros, otras veces parecía un Petrobius maritimus, que es un insecto marino que habita en las grietas y en las rocas y que se alimenta de desperdicios, cuando no una Lipura maritima, que es otro insecto, pequeñísimo, de color pizarra oscuro o gris, cuyo hábitat son las charcas rocosas.

Con el tiempo, forzando su imaginación o forzando su gusto o forzando su propia naturaleza artística, consiguió dibujarla como una sirenita, más pez que niña, más gorda que flaca, pero siempre sonriente, siempre con una disposición envidiable para sonreír y tomarse las cosas por el lado bueno, que reflejaba fidedignamente el carácter de su hermana.

A los trece años Hans Reiter dejó de estudiar. Eso fue en 1933, el año en que Hitler llegó al poder. A los doce había empezado a estudiar en una escuela en el Pueblo de las Chicas Habladoras. Pero la escuela, por varias razones, todas ellas perfectamente justificables, no le gustaba, de tal modo que se entretenía por el camino, que para él no era horizontal o accidentadamente horizontal o zigzagueantemente horizontal, sino vertical, una prolongada caída hacia el fondo del mar en donde todo, los árboles, la hierba, los pantanos, los animales, los cercados, se transformaba en insectos marinos o en crustáceos, en vida suspendida y ajena, en estrellas de mar y en arañas de mar, cuyo cuerpo, lo sabía el joven Reiter, es tan minúsculo que en él no cabe el estómago del animal, por lo que el estómago se extiende por sus patas, las que a su vez son enormes y misteriosas, es decir que encierran (o que al menos para él encerraban) un enigma, pues la araña de mar posee ocho patas, cuatro a cada lado, más otro par de patas, mucho más pequeñas, en realidad infinitamente más pequeñas e inútiles, en el extremo más cercano a la cabeza, y esas patas o patitas diminutas al joven Reiter le parecía que no eran tales patas o patitas sino manos, como si la araña de mar, en un largo proceso evolutivo, hubiera desarrollado finalmente dos brazos y por consiguiente dos manos, pero aún no supiera que los tenía. ¿Cuánto tiempo iba a pasar la araña de mar ignorando aún que tenía manos?

– Probte -se decía en voz alta el joven Reiter-, milaño o domilaño o diemilaño. Chotiempo.

Y así caminaba hacia la escuela en el Pueblo de las Chicas Habladoras y, evidentemente, siempre llegaba tarde. Y además pensando en otras cosas.

En 1933 el director de la escuela llamó a los padres de Hans Reiter. Sólo fue la tuerta. El director la hizo pasar a su despacho y le dijo, en pocas palabras, que el niño no estaba capacitado para estudiar. Luego extendió los brazos, como para desdramatizar lo que acababa de decir, y sugirió que lo pusieran de aprendiz en algún oficio.

Ése fue el año en que ganó Hitler. Ese año, antes de que ganara Hitler, pasó una comitiva de propaganda por la aldea de Hans Reiter. La comitiva llegó primero al Pueblo de las Chicas Habladoras, en donde realizó un mitin en el cine, que fue un éxito, y al día siguiente se desplazó hasta la Aldea Cerdo y la Aldea Huevo y por la tarde llegaron a la aldea de Hans Reiter, en donde bebieron cerveza en la taberna, junto con los labriegos y los pescadores, trayendo y explicando la buena nueva del nacionalsocialismo, un partido que haría que Alemania resurgiera de sus cenizas y que Prusia resurgiera también de sus cenizas, en un ambiente franco y distendido, hasta que alguien, un bocazas seguramente, habló del cojo, que era el único que había regresado vivo del frente, un héroe, un tipo duro, un prusiano de pura cepa, aunque tal vez un poco holgazán, un paisano que contaba historias de la guerra que te ponían la piel de gallina, historias que él había vivido, en esto hacían especial hincapié los de la aldea, las había vivido, eran ciertas, pero no sólo eran ciertas sino que quien las contaba las había vivido, y entonces uno de la comitiva, uno con aires de gran señor (esto es necesario recalcarlo porque sus acompañantes no tenían, precisamente, aire de gran señor, eran tipos comunes y corrientes, tipos dispuestos a beber cerveza y a comer pescado y salchichas y a tirarse pedos y a reírse y ponerse a cantar, estos tipos, hay que señalarlo y repetirlo porque es de justicia hacerlo, no tenían esos aires, al contrario, tenían un aire de pueblo, de vendedores que recorren pueblo tras pueblo y que surgen del pueblo y viven junto al pueblo, y cuando mueren su memoria se desvanece en la memoria del pueblo), dijo que tal vez, sólo tal vez, resultaría interesante conocer al soldado Reiter, y luego preguntó por qué motivo el soldado Reiter no estaba, precisamente, en la taberna, departiendo con los camaradas nacionalsocialistas que sólo querían el bien para Alemania, y uno de los aldeanos, uno que tenía un caballo tuerto al que cuidaba más que el antiguo soldado Reiter a su mujer tuerta, dijo que el susodicho no estaba en la taberna porque no tenía dinero ni para pagarse una jarra de cerveza, lo que llevó a los miembros de la comitiva a decir que no faltaba más, que ellos le pagarían su cerveza al soldado Reiter, y entonces el tipo que se daba aires de gran señor apuntó a un aldeano con el dedo y le dijo que fuera a casa del soldado Reiter y lo trajera a la taberna, cosa que el aldeano hizo de inmediato, pero cuando reapareció, quince minutos después, informó a todos los allí reunidos de que el soldado Reiter no había querido ir y que las razones blandidas por éste eran que no tenía la ropa adecuada para ser presentado a viajeros tan ilustres como los que integraban la comitiva, además de que estaba solo con su hija, puesto que la tuerta aún no había regresado de su trabajo, y que su hija, como era lógico, no podía quedarse sola en casa, un argumento que a los de la comitiva (que eran unos cerdos) conmovió casi hasta las lágrimas, pues no sólo eran unos cerdos sino también unos hombres sentimentales, y la suerte de ese veterano y mutilado de guerra les llegó a lo más profundo de sus corazones, no así al tipo que se daba aires de gran señor, el cual se levantó y tras decir, como prueba de cultura, que si Mahoma no iba a la montaña, la montaña iría a Mahoma, le indicó al aldeano que lo guiara hasta la casa del cojo, adonde no permitió que lo acompañara ninguno de la comitiva, sólo él y el aldeano, y así este miembro del partido nacionalsocialista se manchó las botas con el fango de las calles de la aldea y siguió al aldeano hasta casi llegar al borde del bosque, en donde estaba la casa de la familia Reiter, que contempló con ojo de entendido durante un instante antes de entrar, como si calibrara el carácter del páter familias por la armonía o por la fortaleza de las líneas de la casa, o como si le interesaran sobremanera las construcciones rústicas de esa parte de Prusia, y después entraron en la casa y efectivamente en una cuna de madera dormía una niña de tres años y efectivamente el cojo vestía harapos, pues su capote militar y su único par de pantalones decentes aquel día estaban en el barreño o colgando húmedos en el patio, lo cual no fue óbice para que el recibimiento fuera amable, seguramente el cojo, al principio, se sintió orgulloso, privilegiado, por el hecho de que un miembro de la comitiva lo fuera a saludar expresamente a su casa, aunque después las cosas se torcieron o pareció que se torcían, pues las preguntas del tipo que se daba aires de gran señor paulatinamente empezaron a no gustarle y las afirmaciones, que más que afirmaciones eran profecías, también empezaron a no gustarle, y entonces a cada pregunta el cojo respondía con una afirmación, generalmente peregrina o extravagante, y a cada afirmación del otro el cojo le añadía una pregunta que, en cierta forma, desmontaba la afirmación en sí o la ponía en entredicho o la hacía aparecer como una afirmación pueril, totalmente carente de significado práctico, lo que a su vez empezó a exasperar al tipo que se daba aires de gran señor, el cual le confesó al cojo que él había sido piloto durante la guerra y que había derribado doce aviones franceses y ocho ingleses y que sabía muy bien los sufrimientos que uno experimentaba en el frente, en un vano esfuerzo por hallar un territorio común, a lo que el cojo respondió que sus mayores sufrimientos no habían sido en el frente sino en el maldito hospital militar cercano a Düren, en donde sus compatriotas no sólo robaban cigarrillos sino cualquier cosa que se pudiera robar, hasta las almas robaban para comerciar con ellas, puesto que era muy probable que en los hospitales militares alemanes existiera una cifra elevada de satanistas, algo que por otra parte, dijo el cojo, era comprensible, pues una temporada larga en un hospital militar empujaba a la gente hacia el satanismo, afirmación que exasperó al autorrevelado aviador, el cual también había estado internado tres semanas en un hospital militar, ¿en Düren?, preguntó el cojo, no, en Bélgica, dijo el tipo que se daba aires de gran señor, y el trato que había recibido cumplía y no en raras ocasiones excedía todos los requisitos no sólo del sacrificio sino también de la amabilidad y la comprensión, unos médicos varoniles y maravillosos, unas enfermeras guapas y eficientes, una atmósfera de solidaridad y resistencia y valor, incluso hasta un grupo de monjas belgas había mostrado un alto sentido del deber, en fin, que todos habían contribuido para que la estancia de los heridos fuera óptima, dentro de las circunstancias que cabe esperar, claro, porque un hospital no es ciertamente un cabaret o un burdel, y luego pasaron a otros temas, como la creación de la Gran Alemania, la construcción de un Hinterland, la limpieza de las instituciones del Estado a la que debía seguir la limpieza de toda la nación, la creación de nuevos puestos de trabajo, la lucha por la modernización, y mientras el ex piloto hablaba el padre de Hans Reiter se fue poniendo cada vez más nervioso, como si temiera que la pequeña Lotte se pusiera a llorar de un momento a otro, o como si se diera cuenta de golpe y porrazo de que él no era un interlocutor válido para ese tipo con aires de gran señor, y que acaso lo mejor que podía hacer era arrojarse a los pies de ese soñador, de ese centurión de los aires, y acusarse a sí mismo de lo que ya era obvio, de su ignorancia y de su pobreza y del valor que había perdido, pero no hizo nada de esto sino que a cada palabra del otro movía la cabeza, como si no estuviera convencido (en realidad estaba aterrorizado), como si le costara comprender del todo el alcance de sus sueños (que en realidad no comprendía en absoluto), hasta que de pronto ambos, el ex piloto con aires de gran señor y él, vieron entrar al joven Hans Reiter en la casa, el cual sin dirigirles la palabra sacó de la cuna a su hermana y se la llevó al patio.

– ¿Y ése quién es? -dijo el ex piloto.

– Es mi hijo mayor -dijo el cojo.

– Parece un pez jirafa -dijo el ex piloto, y se echó a reír.

Así pues, en 1933 Hans Reiter abandonó la escuela porque sus profesores lo acusaron de falta de interés y absentismo, lo cual era rigurosamente cierto, y sus padres y parientes le consiguieron un trabajo en un bote de pesca, de donde el patrón lo echó al cabo de tres meses, porque al joven Reiter le interesaba más mirar el fondo del mar que ayudarlo a echar las redes, y luego se puso a trabajar como peón de campo, de donde también lo echaron al poco tiempo por gandul, y de recogedor de turba y de aprendiz en una tienda de ferretería en el Pueblo de los Gordos y de ayudante de un campesino que iba a vender sus verduras hasta Stettin, de donde también lo despidieron, pues resultaba más una carga que una ayuda, hasta que finalmente lo pusieron a trabajar en la casa de campo de un barón prusiano, una casa que quedaba en medio de un bosque, junto a un lago de aguas negras, en donde también trabajaba la tuerta, quitando el polvo de los muebles y de los cuadros y de las enormes cortinas y de los gobelinos y de las diferentes salas, cada una con su nombre misterioso que evocaba etapas de una secta secreta, en donde el polvo se acumulaba irremediablemente, salas que, por otra parte, había que ventilar para que perdieran el olor a humedad y abandono que cada cierto tiempo se adueñaba de ellas, y también sacando el polvo de los libros de la inmensa biblioteca del barón, el cual rara vez leía alguno de sus ejemplares, libros antiguos que había preservado el padre del barón y que a éste le había legado el abuelo del barón, al parecer el único de aquella vasta familia que leía libros y que había inculcado en sus descendientes el amor por los libros, un amor que no se traducía en la lectura de éstos pero sí en la conservación de la biblioteca, que estaba exactamente igual, ni más grande ni más pequeña, a como la había dejado el abuelo del barón.

Y Hans Reiter, que no había visto en su vida tantos libros juntos, les quitaba el polvo, uno por uno, los trataba con cuidado, pero tampoco los leía, en parte porque con su libro de la vida marina ya tenía suficiente y en parte porque temía la aparición repentina del barón, que rara vez visitaba la casa de campo, ocupado como estaba con los asuntos de Berlín y de París, aunque de tanto en tanto aparecía por allí su sobrino, hijo de la hermana menor del barón prematuramente fallecida y de un pintor que se había instalado en el sur de Francia y al que el barón odiaba, un muchacho de unos veinte años que solía pasar una semana en la casa de campo, completamente solo, sin apenas importunar a nadie, y que se encerraba en la biblioteca sin límite de tiempo, leyendo y bebiendo coñac hasta que se quedaba dormido sobre el sillón.

Otras veces la que aparecía era la hija del barón, pero sus visitas eran más cortas, no duraban más de un fin de semana, aunque para la servidumbre ese fin de semana equivalía a un mes pues la hija del barón nunca llegaba sola sino con un séquito de amigos, en ocasiones más de diez, todos despreocupados, todos voraces, todos desordenados, que convertían la casa en algo caótico y ruidoso, pues sus fiestas diarias se prolongaban hasta la madrugada.

En ocasiones la llegada de la hija del barón coincidía con una estancia en la casa del sobrino del barón y entonces el sobrino del barón, pese a los ruegos de su prima, se marchaba casi de inmediato, a veces sin siquiera esperar la carretela tirada por un percherón que en casos así solía acompañarlo hasta la estación de trenes del Pueblo de las Chicas Habladoras.

La llegada de su prima provocaba en el sobrino del barón, de por sí tímido, un estado de envaramiento y de torpeza tal que la servidumbre, cuando comentaba los sucesos del día, no podía sino ser unánime en su juicio: él la amaba o él la quería o él desfallecía por ella o él sufría por ella, opiniones que el joven Hans Reiter escuchaba, comiéndose un pan con mantequilla, con las piernas cruzadas, y sin decir ni añadir una palabra, aunque la verdad era que él conocía mucho mejor al sobrino del barón, que se llamaba Hugo Halder, que el resto de los sirvientes, los cuales parecían ciegos ante la realidad o sólo veían lo que querían ver, es decir a un joven huérfano enamorado y agonizante y a una joven huérfana (aunque la hija del barón tenía padre y madre, como bien sabían todos) descocada y a la espera de una vaga, densa redención.

Una redención que olía a humo de turba, a sopa de col, a viento enredado en la espesura del bosque. Una redención que olía a espejo, pensó el joven Reiter, a punto de atragantarse con el pan.

¿Y por qué el joven Reiter conocía mejor al veinteañero Hugo Halder que el resto de la servidumbre? Pues por una razón muy sencilla. O por dos razones muy sencillas que, entrelazadas o combinadas, daban un retrato más completo y también más complicado del sobrino del barón.

Primera razón: él lo había visto en la biblioteca, mientras pasaba el plumero por los libros, él había visto, desde lo alto de la escalera móvil de la biblioteca, al sobrino del barón dormido, resoplando o roncando, hablando solo, pero no frases enteras como solía hacerlo la dulce Lotte sino monosílabos, jirones de palabras, partículas de insultos, a la defensiva, como si en el sueño estuvieran a punto de matarlo. Él había, también, leído los títulos de los libros que leía el sobrino del barón. La mayoría eran libros de historia, lo que quería decir que el sobrino del barón amaba o se interesaba por la historia, algo que al joven Hans Reiter, a primera vista, le parecía repulsivo. Pasarse toda la noche bebiendo coñac y fumando y leyendo libros de historia.

Repulsivo. Lo que lo llevaba a preguntarse: ¿y para eso tanto silencio? Y también había escuchado sus palabras cuando, por un ruido cualquiera, el ruido de un ratón o el suave raspado que hace un libro de lomo de cuero al ser devuelto a su lugar entre otros dos libros, se despertaba, palabras de desconcierto total, como si el mundo hubiera mudado de eje, palabras de desconcierto total y no de enamorado, palabras de sufriente, palabras que emanaban de una trampa.

La segunda razón tenía más peso aún. El joven Hans Reiter había acompañado, portándole las maletas, a Hugo Halder en una de las tantas ocasiones en que éste había decidido abandonar de prisa la casa de campo ante la repentina irrupción de su prima. Para llegar de la casa de campo a la estación de trenes del Pueblo de las Chicas Habladoras había dos caminos. Uno, el más largo, pasaba por la aldea Cerdo y por la Aldea Huevo y bordeaba en ocasiones los roqueríos y el mar. El otro, mucho más corto, transcurría a través de un sendero que partía en dos un inmenso bosque de robles y hayas y álamos para reaparecer en los alrededores del Pueblo de las Chicas Habladoras, junto a una fábrica abandonada de encurtidos, muy cerca de la estación.

La imagen es la siguiente: Hugo Halder camina por delante de Hans Reiter con el sombrero en la mano y observando con atención el techo del bosque, un vientre oscuro por el que se mueven sigilosos animales y aves que no acierta a reconocer.

Diez metros por detrás camina Hans Reiter con la maleta del sobrino del barón, que pesa demasiado y que por lo tanto se pasa, cada cierto tiempo, de una mano a la otra. De pronto ambos oyen el gruñido de un jabalí o de lo que ellos creen que es un jabalí. Tal vez sólo se trate de un perro. Tal vez lo que han oído sea el motor lejano de un coche a punto de averiarse. Estas dos últimas opciones son altamente improbables pero no imposibles. Lo cierto es que ambos, sin decirse nada, aceleran el paso y de pronto Hans Reiter tropieza y cae y también cae la maleta y ésta se abre y su contenido se desparrama por la senda oscura que atraviesa el bosque oscuro. Y junto con la ropa de Hugo Halder, que no se ha dado cuenta de la caída y que cada vez se aleja más, el joven y exhausto Hans Reiter distingue cubiertos de plata, candelabros, cajitas de madera lacada, medallones olvidados en los muchos aposentos de la casa de campo, que el sobrino del barón seguramente empeñará o malvenderá en Berlín.

Por supuesto, Hugo Halder supo que Hans Reiter lo había descubierto y este hecho contribuyó a aproximarlo al joven sirviente.

La primera señal se produjo la misma tarde en que Hans Reiter le llevó la maleta a la estación de trenes. Al despedirse, Halder le depositó en la mano unas cuantas monedas de propina (era la primera vez que le daba dinero y también era la primera vez que Hans Reiter recibía dinero que no fuera el correspondiente a su exiguo salario). En la siguiente visita que hizo a la casa de campo le regaló un jersey. Dijo que era suyo y que ya no le cabía porque había engordado un poco, lo que a simple vista no era cierto. En una palabra, Hans Reiter dejó de ser invisible y su presencia se hizo acreedora de una que otra atención.

En ocasiones, mientras estaba en la biblioteca leyendo o haciendo como que leía sus libros de historia, Halder mandaba llamar a Reiter, con quien sostenía cada vez más largas conversaciones.

Al principio le preguntaba por el resto del servicio.

Quería saber qué pensaban de él, si su presencia no los importunaba, si lo soportaban bien, si alguien sentía por él algún rencor. Después pasaron a los monólogos. Halder hablaba de su vida, de su madre muerta, de su tío el barón, de su única prima, esa muchacha inalcanzable y descocada, de las tentaciones que ofrecía Berlín, ciudad que amaba pero que le producía al mismo tiempo sufrimientos sin cuento, en ocasiones de una agudeza inaguantable, del estado de sus nervios, siempre a punto de romperse.

Después quiso que el joven Hans Reiter le contara, a su vez, cosas sobre su vida, ¿qué hacía?, ¿qué quería hacer?, ¿cuáles eran sus sueños?, ¿qué pensaba que le deparaba el futuro?

Sobre el futuro, como no podía ser menos, Halder tenía sus propias ideas. Creía que pronto se inventaría y se pondría a la venta una especie de estómago artificial. La idea era tan disparatada que él mismo era el primero en reírse de ella (fue la primera vez que Hans Reiter lo vio reír y la risa de Halder le desagradó profundamente). Sobre su padre, el pintor que vivía en Francia, no hablaba nunca, pero en cambio le gustaba saber cosas acerca de los padres de las demás personas. Le divirtió la respuesta que a este respecto le dio el joven Reiter. Dijo que sobre su padre no sabía nada.

– Es verdad -dijo Halder-, uno nunca sabe nada de su padre.

Un padre, dijo, es una galería sumida en la más profunda oscuridad, en la que caminamos a ciegas buscando la puerta de salida. Sin embargo insistió en que el joven sirviente le dijera al menos el aspecto físico que tenía su padre, a lo que el joven Hans Reiter contestó que sinceramente no lo sabía. En este punto Halder quiso saber si vivía con él o no. Siempre he vivido con él, contestó Hans Reiter.

– ¿Y qué aspecto físico tiene? ¿No eres capaz de describirlo?

– No soy capaz porque no lo sé -respondió Hans Reiter.

Durante unos segundos ambos permanecieron en silencio, uno mirándose las uñas y el otro mirando el alto cielo raso de la biblioteca. Parecía difícil de creer, pero Halder le creyó.

Se podría decir, estirando mucho el término, que Halder fue el primer amigo que tuvo Hans Reiter. Cada vez que iba a la casa de campo se pasaba más tiempo con él, bien encerrados en la biblioteca, bien caminando y charlando por el parque que rodeaba la posesión.

Halder, además, fue el primero que le hizo leer algo que no fuera el libro Algunos animales y plantas del litoral europeo. No le resultó fácil. Primero le preguntó si sabía leer. Hans Reiter dijo que sí. Después le preguntó si había leído algún buen libro.

Recalcó la última parte de la frase. Hans Reiter dijo que sí.

Que tenía un buen libro. Halder le preguntó qué libro era ése.

Hans Reiter dijo que era Algunos animales y plantas del litoral europeo. Halder dijo que ése seguramente era un libro divulgativo y que él se refería a un buen libro literario. Hans Reiter dijo que no sabía cuál era la diferencia entre un buen libro ditivo (divulgativo) y un buen libro liario (literario). Halder le dijo que la diferencia consistía en la belleza, en la belleza de la historia que se contaba y en la belleza de las palabras con que se contaba esa historia. Acto seguido comenzó a ponerle ejemplos.

Le habló de Goethe y de Schiller, le habló de Hölderlin y de Kleist, le habló maravillas de Novalis. Le dijo que él había leído a todos esos autores y que cada vez que los releía volvía a llorar.

– A llorar -dijo-, a llorar, ¿lo comprendes, Hans?

A lo que Hans Reiter dijo que él nunca lo había visto con un libro de esos autores, sino con libros de historia. La respuesta de Halder lo pilló por sorpresa. Halder dijo:

– Es que no estoy bien de historia y debo ponerme al día.

– ¿Para qué? -dijo Hans Reiter.

– Para rellenar una laguna.

– Las lagunas no se rellenan -dijo Hans Reiter.

– Sí se rellenan -dijo Halder-, con un poco de esfuerzo todo se rellena en este mundo. Cuando yo tenía tu edad -dijo Halder, una exageración evidente-, leí a Goethe hasta el hartazgo, aunque Goethe, por supuesto, es infinito, en fin, leí a Goethe, a Eichendorff, a Hoffman, y descuidé mis estudios de historia, que también son necesarios, como quien dice, para afilar el cuchillo por ambos lados.

Luego, mientras atardecía y oían crepitar el fuego en la chimenea, ambos intentaron ponerse de acuerdo en qué libro sería el primero que Hans Reiter leería y no llegaron a ningún acuerdo.

Al anochecer, finalmente, Halder le dijo que cogiera el libro que quisiera y que se lo devolviera al cabo de una semana.

El joven sirviente estuvo de acuerdo en que esa solución era la mejor.

Al cabo de poco tiempo las pequeñas sustracciones que el sobrino del barón realizaba en la casa de campo aumentaron debido, según él, a deudas de juego y a compromisos ineludibles con ciertas damas a las que no podía dejar abandonadas.

La torpeza de Halder en disimular sus hurtos era mayúscula y el joven Hans Reiter se decidió a ayudarle. A fin de que los objetos sustraídos no fueran echados en falta le sugirió a Halder que ordenara al resto de la servidumbre traslados arbitrarios, hacer vaciar habitaciones so pretexto de airearlas, subir de los sótanos viejos baúles y luego volverlos a bajar. En una palabra:

cambiar las cosas de sitio.

También le sugirió, y en esto además colaboró activamente, dedicarse a las rarezas, a la rapiña de las antigüedades verdaderamente antiguas y por lo tanto olvidadas, diademas aparentemente sin ningún valor que habían pertenecido a su bisabuela o tatarabuela, bastones de maderas preciosas con empuñadura de plata, las espadas que sus antepasados habían utilizado en las guerras napoleónicas o contra los daneses o contra los austriacos.

Halder, por lo demás, siempre fue generoso con él. A cada nueva visita le entregaba lo que llamaba su parte del botín, que en realidad no pasaba de ser una propina un poco desmesurada, pero que para Hans Reiter constituía una fortuna. Esa fortuna, por supuesto, no se la enseñó a sus padres, pues éstos no hubieran tardado en acusarlo de ladrón. Tampoco se compró nada para él. Consiguió una lata de galletas, en donde introdujo los pocos billetes y las muchas monedas, escribió en un papel «este dinero pertenece a Lotte Reiter», y la enterró en el bosque.

El azar o el demonio quiso que el libro que Hans Reiter escogió para leer fuera el Parsifal, de Wolfram von Eschenbach.

Cuando Halder lo vio con el libro se sonrió y le dijo que no lo iba a entender, pero también le dijo que no le causaba extrañeza que hubiera escogido aquel libro y no otro, de hecho, le dijo que ese libro, aunque no lo entendiera jamás, era el más indicado para él, de la misma forma que Wolfram von Eschenbach era el autor en el que encontraría una más clara semejanza con él mismo o con su espíritu o con lo que él deseaba ser y, lamentablemente, no sería jamás, aunque sólo le faltara un poquito así, dijo Halder casi pegando las yemas de los dedos pulgar e índice.

Wolfram, descubrió Hans, dijo sobre sí mismo: yo huía de las letras. Wolfram, descubrió Hans, rompe con el arquetipo del caballero cortesano y le es negado (o él se lo niega a sí mismo) el aprendizaje, la escuela de los clérigos. Wolfram, descubrió Hans, al contrario que los trovadores y los minnesinger, rechaza el servicio a la dama. Wolfram, descubrió Hans, declara no poseer artes, pero no para ser tomado como un inculto, sino como una forma de decir que está liberado de la carga de los latines y que él es un caballero laico e independiente. Laico e independiente.

Por supuesto, hubo poetas medievales alemanes más importantes que Wolfram von Eschenbach. Friedrich von Hausen es uno de ellos, Walther von der Vogelweide es otro. Pero la soberbia de Wolfram (yo huía de las letras, yo no poseía artes), una soberbia que da la espalda, una soberbia que dice moríos, yo viviré, le confiere un halo de misterio vertiginoso, de indiferencia atroz, que atrajo al joven Hans como un gigantesco imán atrae a un delgado clavo.

Wolfram no poseía hacienda. Wolfram por lo tanto estaba sometido al servicio de vasallaje. Wolfram tuvo algunos protectores, condes que concedían la visibilidad a sus vasallos o al menos a algunos de sus vasallos. Wolfram dijo: mi estilo es la profesión del escudo. Y mientras Halder le contaba todas estas cosas de Wolfram, como si dijéramos para situarlo en el lugar del crimen, Hans leyó de principio a final el Parsifal, a veces en voz alta, mientras estaba en el campo o mientras recorría el camino que lo llevaba de su casa al trabajo, y no sólo lo entendió, sino que también le gustó. Y lo que más le gustó, lo que lo hizo llorar y retorcerse de risa, tirado sobre la hierba, fue que Parsifal en ocasiones cabalgaba (mi estilo es la profesión del escudo) llevando bajo su armadura su vestimenta de loco.

Los años que pasó en compañía de Hugo Halder fueron provechosos para él. Las rapiñas continuaron, a veces con un ritmo alto, otras veces a un ritmo decreciente, en parte esto último porque ya poco quedaba por robar en la casa de campo sin que lo notara la prima de Hugo o el resto de la servidumbre. Sólo en una ocasión apareció el barón por sus dominios. Llegó en un coche negro, con las cortinas bajadas, y pernoctó una noche.

Hans creyó que lo vería, que tal vez el barón se dirigiría a él, pero nada de esto ocurrió. El barón sólo pasó una noche en la casa de campo, recorriendo las alas de la casa que estaban más abandonadas, en una permanente movilidad (y en un permanente silencio), sin molestar a los sirvientes, como si estuviera soñando y no pudiera comunicarse verbalmente con nadie.

Por la noche cenó pan negro y queso y él mismo bajó a la bodega y eligió la botella de vino que abrió para acompañar su frugal comida. A la mañana siguiente desapareció antes de que clareara el día.

A la hija del barón, por el contrario, la vio muchas veces.

Siempre acompañada por sus amigos. En tres ocasiones, durante el tiempo que Hans trabajó allí, coincidió su llegada con una estancia de Halder, y las tres veces Halder, profundamente cohibido ante la presencia de su prima, hizo de inmediato su maleta y se marchó. La última vez, mientras cruzaban el bosque que había sellado, de alguna manera, su complicidad, Hans le preguntó qué era lo que lo ponía tan nervioso. La respuesta de Halder fue escueta y malhumorada. Le dijo que él no lo entendería y siguió caminando bajo el techo del bosque.

En 1936 el barón cerró la casa de campo y despidió a los sirvientes, dejando allí sólo al guardabosques. Durante un tiempo Hans estuvo sin hacer nada y luego pasó a engrosar las filas de los ejércitos de trabajadores que construían carreteras en el Reich. Cada mes le mandaba a su familia el salario casi completo, pues sus necesidades eran frugales, aunque los días de descanso bajaba con otros compañeros a las tabernas de los pueblos más cercanos en donde bebían cerveza hasta quedar tirados en el suelo. Entre los jóvenes peones sin duda era el que mejor aguantaba la bebida, y en un par de ocasiones participó en concursos organizados espontáneamente para dilucidar quién bebía más en menos tiempo. Pero la bebida no le gustaba, o no le gustaba más que la comida, y el día en que su brigada estaba trabajando cerca de Berlín se dio de baja y se largó.

No le costó encontrar en la gran ciudad la dirección de Halder, en cuya casa se presentó en busca de ayuda. Halder le consiguió trabajo de dependiente en una papelería. Vivía por entonces en un cuarto de una casa de obreros, en donde le alquilaron una cama. La habitación la compartía con un tipo de unos cuarenta años que trabajaba de vigilante nocturno de una fábrica. El tipo se llamaba Füchler y tenía una enfermedad, posiblemente de origen nervioso, como él admitía, que unas noches se manifestaba en forma de reuma y otras noches como enfermedad cardiaca o como imprevistos ataques de asma.

Con Füchler se veían poco, pues uno trabajaba de noche y el otro de día, pero cuando coincidían el trato era excelente.

Según le confesó este tal Füchler, hacía mucho tiempo había estado casado y había tenido un hijo. Cuando su hijo tenía cinco años había enfermado y al poco tiempo había muerto.

Füchler no pudo soportar la muerte del niño y al cabo de tres meses de duelo, encerrado en el sótano de su casa, llenó una mochila con lo que encontró y se largó sin decirle nada a nadie.

Durante un tiempo vagabundeó por los caminos de Alemania viviendo de la caridad o de lo que el azar tuviera a bien ofrecerle.

Al cabo de los años llegó a Berlín, en donde un amigo lo reconoció en la calle y le ofreció trabajo. Este amigo, que ya estaba muerto, trabajaba de supervisor en la fábrica en donde Füchler cumplía actualmente sus labores de vigilante. La fábrica no era demasiado grande y durante mucho tiempo se dedicó a producir armas de caza, pero últimamente se había reconvertido y ahora se dedicaba a producir fusiles.

Una noche, al volver del trabajo, Hans Reiter encontró al vigilante Füchler acostado en la cama. La mujer que les alquilaba la habitación le había subido un plato de sopa. El aprendiz de la tienda de papelería se dio cuenta de inmediato de que su compañero de habitación se iba a morir.

La gente sana rehúye el trato con la gente enferma. Esta regla es aplicable a casi todo el mundo. Hans Reiter era una excepción.

No les temía a los sanos ni tampoco a los enfermos.

No se aburría nunca. Era servicial y tenía en alta estima la noción, esa noción tan vaga, tan maleable, tan desfigurada, de la amistad. Los enfermos, por lo demás, siempre son más interesantes que los sanos. Las palabras de los enfermos, incluso de aquellos que sólo son capaces de balbucear, siempre son más importantes que las palabras de los sanos. Por lo demás, toda persona sana es una futura persona enferma. La noción del tiempo, ah, la noción del tiempo de los enfermos, qué tesoro escondido en una cueva en el desierto. Los enfermos, por lo demás, muerden de verdad, mientras que las personas sanas hacen como que muerden pero en realidad sólo mastican aire. Por lo demás, por lo demás, por lo demás.

Antes de morir Füchler le propuso a Hans que, si quería, podía quedarse con su trabajo. Le preguntó cuánto ganaba en la papelería. Hans se lo dijo. Una miseria. Le escribió una carta de presentación para el nuevo supervisor, en donde se hacía responsable del comportamiento del joven Reiter, a quien, dijo, conocía desde siempre. Hans se lo pensó durante todo el día, mientras descargaba cajas de lápices y cajas de gomas de borrar y cajas de libretas y barría la acera de la papelería. Cuando volvió a casa le dijo a Füchler que le parecía bien, que cambiaría de trabajo. Esa misma noche se presentó en la fábrica de fusiles, que quedaba en las afueras, y tras una breve conversación con el supervisor llegaron a un acuerdo por el cual estaría a prueba durante quince días. Poco después murió Füchler.

Como no tenía a nadie a quien entregarle sus pertenencias, se las quedó él. Un abrigo, dos pares de zapatos, una bufanda de lana, cuatro camisas, varias camisetas, siete pares de calcetines.

La navaja de afeitar de Füchler se la regaló al dueño de la casa.

Debajo de la cama, en una caja de cartón, encontró varias novelas de vaqueros. Se las quedó él.

A partir de entonces el tiempo libre de Hans Reiter se multiplicó.

Por la noche trabajaba recorriendo el patio de adoquines de la fábrica y los pasillos fríos de las salas alargadas con grandes ventanales de vidrio para aprovechar al máximo la luz solar, y por las mañanas, después de desayunar junto a algún puesto ambulante del barrio obrero donde vivía, dormía entre cuatro y seis horas y luego tenía las tardes libres para desplazarse al centro de Berlín en tranvía, en donde se presentaba en casa de Hugo Halder con el cual salía a pasear o a visitar cafeterías y restaurantes en donde el sobrino del barón invariablemente solía encontrar a algunos conocidos a los que les proponía negocios que nunca nadie aceptaba.

Por aquella época Hugo Halder vivía en uno de los callejones que hay junto a la Himmelstrasse, en un piso pequeño abarrotado de muebles antiguos y pinturas polvorientas que colgaban de la pared y su mejor amigo, aparte de Hans, era un japonés que trabajaba de secretario del encargado de asuntos agrícolas en la legación del Japón. El japonés se llamaba Noburo Nisamata pero Halder y también Hans lo llamaban Nisa.

Tenía veintiocho años y era de carácter afable, dado a celebrar los chistes más inocentes y dispuesto a escuchar las ideas más disparatadas. Generalmente se juntaban en el café La Virgen de Piedra, a pocos pasos de la Alexanderplatz, adonde solían llegar Halder y Hans primero y comer cualquier cosa, una salchicha con un poco de chucrut, hasta que llegaba el japonés, una o dos horas más tarde, perfectamente vestido, y ya allí apenas se bebía un vaso de whisky sin agua ni hielo, antes de abandonar a la carrera el local y perderse en la noche berlinesa.

Entonces Halder asumía la dirección. En taxi se desplazaban hasta el cabaret Eclipse, en donde actuaban las peores cabareteras de Berlín, un grupo de mujeres viejas y sin talento que había encontrado el éxito en la exhibición sin tapujos de su fracaso, y en donde, pese a las carcajadas y a los silbidos, si uno tenía la suficiente familiaridad con un camarero como para que éste le consiguiera una mesa apartada, se podía conversar sin mayores problemas. El Eclipse era, además, un sitio barato, aunque durante esas noches de extravío berlinés el dinero no le importaba a Halder, entre otras razones porque siempre pagaba el japonés. Después, ya entonados, solían irse al Café de los Artistas, en donde no había variedades pero en donde se podía ver a algunos pintores del Reich y, cosa que a Nisa le producía un gran placer, uno podía compartir mesa con una de estas celebridades, a muchos de los cuales Halder conocía desde hacía tiempo y a algunos incluso tuteaba.

Del Café de los Artistas generalmente se iban a las tres de la mañana rumbo al Danubio, un cabaret de lujo, en donde las bailarinas eran muy altas y muy hermosas y en donde en más de una ocasión tuvieron problemas con el portero o con el jefe de camareros para que pudiera entrar Hans, puesto que la vestimenta de éste, pobre de solemnidad, no se ajustaba a la etiqueta exigida. En los días de semana, por otra parte, Hans abandonaba a sus amigos a las diez de la noche para dirigirse corriendo a la parada del tranvía y llegar a la hora justa a su trabajo de vigilante nocturno. Durante aquellos días, si hacía buen tiempo, se pasaban las horas sentados en la terraza de un restaurante de moda, hablando de los inventos que se le ocurrían a Halder. Éste juraba que algún día, cuando tuviera tiempo, los patentaría y se haría rico, lo que causaba extraños ataques de hilaridad al japonés. La risa de Nisa tenía algo de histérico: se reía no sólo con los labios y con los ojos y con la garganta sino también con las manos y con el cuello y con los pies, que daban pequeños zapatazos contra el suelo.

En cierta ocasión, después de explicarles la utilidad de una máquina que produciría nubes artificiales, Halder de improviso le preguntó a Nisa si su cometido en Alemania era el que él decía o bien cumplía funciones de agente secreto. La pregunta, de sopetón, pilló a Nisa desprevenido y al principio no la entendió del todo. Después, cuando Halder le explicó seriamente el cometido de un agente secreto, Nisa estalló en un ataque de risa como Hans no había visto en su vida, a tal grado que de repente cayó desmayado sobre la mesa y él y Halder tuvieron que llevarlo en volandas al baño, en donde le echaron agua en la cara y consiguieron reanimarlo.

Nisa, por su parte, no hablaba mucho, ya fuera por discreción o porque no deseaba ofenderlos a ellos con su mala pronunciación del alemán. De vez en cuando, sin embargo, decía cosas interesantes. Decía, por ejemplo, que el zen era una montaña que se muerde la cola. Decía que el idioma que había estudiado era el inglés y que estaba destinado a Berlín por una de las tantas equivocaciones del ministerio. Decía que los samuráis eran como peces en una cascada pero que el mejor samurái de la historia fue una mujer. Decía que su padre había conocido a un monje cristiano que vivió quince años sin salir jamás del islote de Endo, a pocas millas de Okinawa, y que la isla era de roca volcánica y que carecía de agua.

Cuando decía estas cosas solía acompañarlas con una sonrisa.

Halder, a su vez, lo contradecía afirmando que Nisa era sintoísta, que sólo le gustaban las putas alemanas, que además de alemán e inglés sabía hablar y escribir correctamente el finlandés, el sueco, el noruego, el danés, el neerlandés y el ruso. Cuando Halder decía estas cosas, Nisa reía despacito, ji ji ji, y le enseñaba a Hans sus dientes y le brillaban los ojos.

En ocasiones, sin embargo, sentado en las terrazas o alrededor de una oscura mesa de cabaret, el trío se instalaba sin que viniera a cuento en un silencio obstinado. Parecían petrificarse de repente, olvidar el tiempo y volverse del todo hacia dentro, como si dejaran de lado el abismo de la vida diaria, el abismo de la gente, el abismo de la conversación y decidieran asomarse a una región como lacustre, una región romántica tardía, en donde las fronteras se cronometraban de crepúsculo a crepúsculo, diez, quince, veinte minutos que duraban una eternidad, como los minutos de los condenados a muerte, como los minutos de las parturientas condenadas a muerte que comprenden que más tiempo no es más eternidad y que sin embargo desean con toda su alma más tiempo, y esos vagidos eran los pájaros que cruzaban de vez en cuando y con cuánta serenidad el doble paisaje lacustre, como excrecencias lujosas o como latidos del corazón. Después, como es natural, salían acalambrados del silencio y volvían a hablar de inventos, de mujeres, de filología finlandesa, de la construcción de carreteras en la geografía del Reich.

En no pocas ocasiones acababan sus correrías nocturnas en el piso de una tal Grete von Joachimsthaler, vieja amiga de Halder y con quien éste mantenía una relación llena de subterfugios y malentendidos.

A casa de Grete solían acudir músicos, incluso un director de orquesta que afirmaba que la música era la cuarta dimensión y a quien Halder estimaba mucho. El director de orquesta tenía treintaicinco años y era admirado (las mujeres desfallecían por él) como si tuviera veinticinco y respetado como si tuviera ochenta. Por regla general cuando acudía a terminar las veladas al piso de Grete se sentaba junto al piano, que no tocaba ni con la punta del meñique, y de inmediato era rodeado por una corte de amigos y seguidores embobados, hasta que decidía levantarse y emerger como un apicultor de un enjambre de abejas, sólo que este apicultor no iba protegido por un traje de malla ni por un casco y ay de la abeja que se atreviera a picarle, aunque sólo fuera de pensamiento.

La cuarta dimensión, decía, contiene a las tres dimensiones y les adjudica, de paso, su valor real, es decir anula la dictadura de las tres dimensiones, y anula, por lo tanto, el mundo tridimensional que conocemos y en el que vivimos. La cuarta dimensión, decía, es la riqueza absoluta de los sentidos y del Espíritu (con mayúscula), es el ojo (con mayúscula), es decir el Ojo, que se abre y anula los ojos, que comparados con el Ojo son apenas unos pobres orificios de fango, fijos en la contemplación o en la ecuación nacimiento-aprendizaje-trabajo-muerte, mientras el Ojo se remonta por el río de la filosofía, por el río de la existencia, por el río (rápido) del destino.

La cuarta dimensión, decía, sólo era expresable mediante la música. Bach, Mozart, Beethoven.

Era difícil acercarse al director de orquesta. Es decir, no era difícil acercarse físicamente, pero era difícil que él, cegado por los focos, separado de los demás por el foso, consiguiera verte.

Una noche, sin embargo, el trío pintoresco que componían Halder, el japonés y Hans captó su atención y le preguntó a la anfitriona quiénes eran. Ésta le dijo que Halder era un amigo, hijo de un pintor que en otros tiempos prometía, sobrino del barón Von Zumpe, y que el japonés trabajaba en la embajada japonesa y que el joven alto y desgarbado y mal vestido era sin duda un artista, un pintor, posiblemente, al que Halder protegía.

El director de orquesta, entonces, quiso conocerlos y la anfitriona, exquisita, llamó al sorprendido trío con el dedo índice y los condujo a un lugar apartado del piso. Durante un rato, como es natural, no supieron qué decirse. El director les habló, una vez más, pues por entonces ése era su tema favorito, de la música o de la cuarta dimensión, no quedaba muy claro dónde acababa una y empezaba la otra, tal vez el punto de unión entre ambas, a juzgar por ciertas palabras misteriosas del director, fuera el director mismo, en quien confluían de forma espontánea los misterios y las respuestas. Halder y Nisa a todo asentían, no así Hans. Según el director, la vida -tal cual- en la cuarta dimensión era de una riqueza inimaginable, etc., etc., pero lo verdaderamente importante era la distancia con que uno, inmerso en esa armonía, podía contemplar los humanos asuntos, con ecuanimidad, en una palabra, sin losas artificiales que oprimieran el espíritu entregado al trabajo y a la creación, a la única verdad trascendente de la vida, aquella verdad que crea más vida y luego más vida y más vida, un caudal inagotable de vida y alegría y luminosidad.

El director de orquesta hablaba y hablaba, de la cuarta dimensión y de algunas sinfonías que había dirigido o que pensaba dirigir próximamente, sin quitarles la vista de encima. Sus ojos eran como los ojos de un halcón que vuela y al mismo tiempo se complace en su vuelo, pero que también mantiene la mirada vigilante, la mirada capaz de discernir hasta el más mínimo movimiento allá abajo, en el dibujo confuso de la tierra.

Tal vez el director estaba algo borracho. Tal vez el director estaba cansado y pensaba en otras cosas. Tal vez las palabras que el director decía no expresaban en modo alguno su estado de ánimo, su talante, su disposición temblorosa ante el fenómeno artístico.

Esa noche, sin embargo, Hans le preguntó o se preguntó a sí mismo en voz alta (era la primera vez que hablaba) qué pensarían aquellos que vivían o frecuentaban la quinta dimensión.

Al principio el director no le entendió del todo, pese a que el alemán de Hans había mejorado mucho desde que se fue con las brigadas camineras y más aún desde que vivía en Berlín.

Luego captó la idea y dejó de mirar a Halder y a Nisa para concentrar su mirada de halcón o de águila o de buitre carroñero en los ojos grises y tranquilos del joven prusiano, que ya estaba formulando otra pregunta: ¿qué pensarían los que tenían acceso libre a la sexta dimensión de aquellos que se instalaban en la quinta o en la cuarta dimensión? ¿Qué pensarían los que vivían en la décima dimensión, es decir los que percibían diez dimensiones, de la música, por ejemplo? ¿Qué era para ellos Beethoven?

¿Qué era para ellos Mozart? ¿Qué era para ellos Bach?

Probablemente, se contestó a sí mismo el joven Reiter, sólo ruido, ruido como de hojas arrugadas, ruido como de libros quemados.

En ese momento el director de orquesta levantó una mano en el aire y dijo o más bien susurró confidencialmente:

– No hable de libros quemados, querido joven.

A lo que Hans respondió:

– Todo es un libro quemado, querido director. La música, la décima dimensión, la cuarta dimensión, las cunas, la producción de balas y fusiles, las novelas del oeste: todo libros quemados.

– ¿De qué habla? -dijo el director.

– Sólo daba mi opinión -dijo Hans.

– Una opinión como cualquier otra -dijo Halder que intentó, por si acaso, poner un punto final jocoso, que no lo enemistara con el director ni que enemistara a éste con su amigo-, una típica intervención de adolescente.

– No, no, no -dijo el director-, ¿a qué se refiere cuando habla de novelas del oeste?

– A novelas de vaqueros -dijo Hans.

Esta declaración pareció quitarle un peso de encima al director, que tras cruzar unas cuantas palabras amables con ellos no tardó en dejarlos. Más tarde, el director le diría a la anfitriona que Halder y el japonés parecían buenas personas, pero que el adolescente amigo de Halder funcionaba, sin ningún género de dudas, como una bomba de relojería: una mente burda y poderosa, irracional, ilógica, capaz de explotar en el momento menos indicado. Lo que no era cierto.

Por lo demás, las noches en el piso de Grete von Joachimsthaler solían acabar, cuando los músicos ya se habían ido, en la cama o en la bañera, una bañera como había pocas en Berlín, una bañera de dos metros y medio de largo por un metro y medio de ancho, esmaltada en negro y con patas de león, en donde Halder y luego Nisa masajeaban interminablemente a Grete, desde las sienes hasta los dedos de los pies, ambos perfectamente vestidos, incluso en ocasiones con el abrigo puesto (por expreso deseo de Grete), mientras ésta adoptaba aires de sirena, unas veces cara arriba, otras cara abajo, ¡otras sumergida!, su desnudez cubierta únicamente por la espuma.

Durante estas veladas amorosas Hans esperaba en la cocina, en donde se preparaba un tentempié y se bebía una cerveza, y luego caminaba, con el vaso de cerveza en una mano y el tentempié en la otra, por los amplios corredores del piso o se asomaba a las grandes ventanas de la sala desde las que se contemplaba el amanecer que se deslizaba como una ola por la ciudad ahogándolos a todos.

A veces Hans se sentía afiebrado y creía que era la necesidad de sexo lo que hacía arder su piel, pero se equivocaba.

A veces Hans dejaba las ventanas abiertas para que se disipara el olor a humo de la sala y apagaba las luces y se sentaba en un sillón arrebujado en su abrigo. Entonces notaba el frío y sentía sueño y cerraba los ojos. Una hora después, cuando ya había amanecido del todo, sentía las manos de Halder y Nisa que lo removían y le decían que había que marcharse.

La señora Von Joachimsthaler nunca aparecía a aquellas horas. Sólo Halder y Nisa. Y Halder siempre con un envoltorio que trataba de disimular bajo el abrigo. Ya en la calle, aún adormilado, veía que las perneras de los pantalones de sus amigos estaban mojadas y también las mangas de sus trajes, y que las perneras y las mangas despedían un vaho tibio al entrar en contacto con el aire frío de la calle, un vaho sólo un poco menos denso del que salía por las bocas de Nisa y Halder, que a esa hora de la mañana se encaminaban, rechazando los taxis, al café más cercano para desayunar fuerte, y por la suya propia.

En 1939 Hans Reiter fue llamado a filas. Tras unos meses de entrenamiento lo destinaron al regimiento 310 de infantería hipomóvil, cuya base estaba a treinta kilómetros de la frontera polaca. El regimiento 310, más el regimiento 311 y el 312, pertenecía a la división de infantería hipomóvil 79, comandada entonces por el general Kruger, que a su vez pertenecía al décimo cuerpo de infantería, comandado por el general Von Bohle, uno de los principales filatelistas del Reich. El regimiento 310 estaba comandado por el coronel Von Berenberg, y constaba de tres batallones. En el tercer batallón quedó encuadrado el recluta Hans Reiter, destinado primero como ayudante de ametralladorista y después como miembro de una compañía de asalto.

El capitán responsable de este último destino era un esteta llamado Paul Gercke, el cual creyó que la altura de Reiter era la indicada para infundir respeto e incluso temor en, digamos, una carga de ejercicio o un desfile militar de las compañías de asalto, pero que sabía que en caso de combate real y no simulado la misma altura que lo había llevado a ese puesto iba a ser, a la larga, su perdición, pues en la práctica el mejor soldado de asalto es aquel que mide poco y es delgado como un espárrago y se mueve con la velocidad de una ardilla. Por supuesto, antes de convertirse en soldado de infantería del regimiento 310, de la división 79, Hans Reiter, puesto en la disyuntiva de elegir, intentó que lo enviaran al servicio de submarinos. Esta pretensión, avalada por Halder, que movió o dijo que había movido a todas sus amistades militares y funcionariales, la mayoría de las cuales, según sospechaba Hans, eran más imaginarias que reales, sólo provocó ataques de risa en los marinos que controlaban las listas de enganche de la marina alemana, en especial de aquellos que conocían las condiciones de vida de los submarinos y las medidas reales de los submarinos, en donde un tipo que medía un metro noventa terminaría con toda seguridad por convertirse en una maldición para el resto de sus compañeros.

Lo cierto es que, pese a sus influencias, imaginarias o no, Hans fue rechazado de la manera más indigna de la marina alemana (en donde le recomendaron, jocosamente, que se hiciera tanquista) y se tuvo que contentar con su primer destino, la infantería hipomóvil.

Una semana antes de partir al campo de entrenamiento Halder y Nisa le dieron una cena de despedida que acabó en un burdel, en donde le rogaron que perdiera su virginidad de una buena vez por todas, en honor a la amistad que los unía.

La puta que le tocó (elegida por Halder y probablemente amiga de Halder y probablemente, también, socia frustrada en alguno de los múltiples negocios de Halder) era una campesina de Baviera, muy dulce y callada, aunque cuando se ponía a hablar, lo que no hacía a menudo diríase por economía, aparecía una mujer práctica en todos los sentidos, incluido el sexual, e incluso con unos rasgos de avaricia que a Hans repelieron profundamente.

Por supuesto, esa noche no hizo el amor, aunque a sus amigos les dijo que sí, pero al día siguiente volvió a visitar a la puta, que se llamaba Anita. Durante la segunda visita Hans perdió la virginidad, y aún hubo dos visitas más, las suficientes para que Anita se decidiera a explayarse sobre su vida y sobre la filosofía que regía su vida.

Cuando llegó la hora de marcharse lo hizo solo. Notó que resultaba extraño que nadie lo acompañara a la estación de tren. De Anita se había despedido la noche anterior. De Halder y Nisa no sabía nada desde la primera visita al burdel, como si ambos amigos hubieran dado por sentado que a la mañana siguiente él se iría, lo que no era cierto. Desde hace una semana, pensó, Halder vive en Berlín como si yo ya me hubiera ido. De la única persona que se despidió el día de su marcha fue de su casera, quien le dijo que era un honor servir a la patria. En su nuevo petate de soldado sólo llevaba unas cuantas prendas de vestir y el libro Algunos animales y plantas del litoral europeo.

En septiembre empezó la guerra. La división de Reiter avanzó hasta la frontera y la cruzó después de que lo hubieran hecho las divisiones panzer y las divisiones de infantería motorizada que abrían el camino. A marchas forzadas se internaron en el territorio polaco, sin combatir y sin tomar demasiadas precauciones: los tres regimientos se desplazaban casi juntos en una atmósfera general de romería, como si aquellos hombres avanzaran hacia un santuario religioso y no hacia una guerra en la que inevitablemente algunos de ellos encontrarían la muerte.

Atravesaron varios pueblos, sin saquearlos, en perfecto orden, pero sin ningún tipo de envaramiento, sonriéndoles a los niños y a las mujeres jóvenes, y de vez en cuando se cruzaban con soldados en moto que volaban por la carretera, en ocasiones en dirección este y en ocasiones en dirección oeste, trayendo órdenes para la división o trayendo órdenes para el estado mayor del cuerpo. Dejaron la artillería atrás. A veces, al coronar una loma, miraban hacia el este, hacia donde ellos suponían que estaba el frente, y no veían nada, sólo un paisaje adormilado con los últimos esplendores del verano. Hacia el oeste, por el contrario, podían divisar la polvareda de la artillería regimental y divisionaria que se esforzaba por darles alcance.

Al tercer día de viaje el regimiento de Hans se desvió por otra carretera de tierra. Poco antes del anochecer llegaron a un río. Detrás del río se erguía un bosque de pinos y álamos y detrás del bosque, les dijeron, había una aldea en donde un grupo de polacos se había hecho fuerte. Montaron las ametralladoras y los morteros y lanzaron bengalas, pero nadie contestó. Dos compañías de asalto cruzaron el río después de medianoche. En el bosque Hans y sus compañeros oyeron ulular a un búho.

Cuando salieron al otro lado descubrieron, como un bulto negro incrustado o empotrado en la oscuridad, la aldea. Las dos compañías se dividieron en varios grupos y prosiguieron su avance. A cincuenta metros de la primera casa el capitán dio la orden y todos echaron a correr en dirección a la aldea y alguno incluso pareció sorprendido cuando se dieron cuenta de que estaba vacía. Al día siguiente el regimiento prosiguió el avance hacia el este, por tres caminos distintos, en paralelo a la ruta principal que seguía el grueso de la división.

El batallón de Reiter encontró un destacamento de polacos que ocupaba un puente. Los intimaron a rendirse. Los polacos se negaron y entablaron fuego. Un compañero de Reiter, tras el combate, que apenas duró diez minutos, apareció con la nariz rota de la que manaba abundante sangre. Según contó, al cruzar el puente se dirigió en compañía de unos diez soldados hasta llegar al lindero de un bosque. En ese momento, de la rama de un árbol se descolgó un polaco que la emprendió a puñetazos con él. Por supuesto, el compañero de Reiter no supo qué hacer pues en el peor de los casos o en el mejor de los casos, es decir en el caso más extremo, él se había imaginado siendo víctima de un ataque con cuchillo o de un ataque a la bayoneta, cuando no de un ataque con arma de fuego, pero nunca de un ataque a puñetazos. En el momento en que recibió los golpes del polaco en la cara, por descontado, sintió rabia, pero más fuerte que la rabia fue la sorpresa, la impresión recibida, la cual lo dejó incapacitado para responder, ya fuera a puñetazos, como su agresor, o utilizando su fusil. Simplemente recibió un golpe en el estómago, que no le dolió, y luego un gancho en la nariz, que lo dejó medio atontado, y luego, mientras caía al suelo, vio al polaco, la sombra que era el polaco en ese momento, que en vez de robarle su arma como hubiera hecho alguien más listo, intentaba volver al bosque, y la sombra de uno de sus compañeros que le disparaba, y luego más disparos y la sombra del polaco que caía cosido a balazos. Cuando Hans y el resto del batallón cruzó el puente no había cadáveres enemigos tirados a un lado de la carretera y las únicas bajas del batallón eran dos heridos leves.

Fue durante aquellos días, mientras caminaban bajo el sol o bajo las primeras nubes grises, enormes, interminables nubes grises que anunciaban un otoño memorable, y su batallón dejaba atrás aldea tras aldea, cuando Hans pensó que bajo su uniforme de soldado de la Werhmacht él llevaba puesta una vestimenta de loco o un pijama de loco.

Una tarde su batallón se cruzó con un grupo de oficiales del estado mayor. ¿De qué estado mayor? Lo ignoraba, pero eran oficiales de estado mayor. Mientras ellos caminaban por la carretera, los oficiales se habían reunido sobre una loma muy cerca del camino y miraban el cielo, atravesado en ese momento por una escuadrilla de aviones que se dirigía hacia el este, tal vez Stukas, tal vez cazas, algunos de los oficiales los señalaban con el dedo índice o con toda la mano, como si le dijeran heil Hitler a los aviones, mientras otro oficial observaba, un poco apartado, en actitud de ensimismamiento total, las viandas que en ese momento un ordenanza depositaba cuidadosamente sobre una mesa portátil, viandas que sacaba de una caja de considerables proporciones, de color negro, como si se tratara de una caja especial de alguna industria farmacéutica, esas cajas donde se depositan los medicamentos peligrosos o que aún no están suficientemente probados, o peor aún, como si se tratara de una caja de un centro de investigaciones científicas en donde los científicos alemanes depositaban, provistos de guantes, aquello que podía destruir el mundo y también destruir Alemania.

Cerca del ordenanza y del oficial que miraba la disposición que el ordenanza daba a las viandas sobre la mesa se encontraba, de espaldas a todos, otro oficial, éste con el uniforme de la Luftwaffe, aburrido de ver pasar a los aviones, que sostenía en una mano un largo cigarrillo y en la otra un libro, una operación sencilla pero que a este oficial de la Luftwaffe parecía costarle ímprobos esfuerzos pues la brisa que soplaba sobre la loma en donde estaban todos le levantaba constantemente las hojas del libro, impidiéndole la lectura, lo que llevaba al oficial de la Luftwaffe a utilizar la mano con que sostenía el largo cigarrillo para mantener fijas (o inmóviles o quietas) las hojas del libro levantadas por la brisa, cosa que no conseguía sino empeorar la situación pues el cigarrillo o la brasa del cigarrillo tendía indefectiblemente a quemar las hojas del libro o la brisa desparramaba sobre las hojas la ceniza del cigarrillo, lo que molestaba mucho al oficial, que entonces inclinaba la cabeza y soplaba, con mucho cuidado, pues se encontraba de cara al viento y al soplar la ceniza corría el riesgo de que ésta terminara alojada en sus ojos.

Junto a este oficial de la Luftwaffe, pero sentados en dos sillas plegables, había una pareja de viejos soldados. Uno de ellos parecía general del ejército de tierra. El otro parecía disfrazado de lancero o de húsar. Ambos se miraban y reían, primero el general y luego el lancero, y así sucesivamente, como si no comprendieran nada o como si comprendieran algo que ninguno de los oficiales de estado mayor estacionados en aquella loma supiera. Debajo de la loma estaban estacionados tres coches.

Junto a los coches, de pie y fumando, estaban los choferes y en el interior de uno de los coches había una mujer, muy hermosa y elegantemente vestida, la cual se parecía muchísimo, o eso le pareció a Reiter, a la hija del barón Von Zumpe, el tío de Hugo Halder.

El primer combate propiamente dicho en que participó Reiter fue en las cercanías de Kutno, en donde los polacos eran pocos y estaban mal armados pero no mostraban ningún deseo de rendirse. El encuentro duró poco, pues al final resultó que los polacos sí que tenían deseos de rendirse y lo que pasaba era que no sabían cómo hacerlo. El grupo de asalto de Reiter atacó una granja y un bosque en donde el enemigo había concentrado los restos de su artillería. Cuando los vio partir el capitán Gercke pensó que Reiter probablemente moriría. Para el capitán fue como ver partir a una jirafa en un pelotón de lobos, coyotes y hienas. Reiter era tan alto que cualquier conscripto polaco, el más torpe de todos, sin dudarlo lo elegiría a él como blanco.

En el ataque a la granja murieron dos soldados alemanes y resultaron heridos otros cinco. En el ataque al bosque murió otro soldado alemán y tres más fueron heridos. A Reiter no le sucedió nada. El sargento que comandaba el grupo le dijo esa noche al capitán que Reiter, lejos de servir como blanco fácil, había asustado de alguna manera a los defensores. ¿De qué manera?, preguntó el capitán, ¿dando gritos?, ¿profiriendo insultos?, ¿siendo implacable?, ¿los había asustado, acaso, porque en el combate se transfiguraba en otro?, ¿en un guerrero germánico ajeno al miedo y la compasión?, ¿o tal vez se transfiguraba en un cazador, el cazador esencial, el que todos llevamos en nuestro interior, astuto, rápido, siempre un paso por delante de la presa?

A lo que el sargento, tras pensárselo, respondió que no, que no era precisamente eso. Reiter, dijo, era distinto, pero en realidad era el mismo de siempre, el que todos conocían, lo que ocurría era que había entrado en combate como si no hubiera entrado en combate, como si no estuviera allí o como si la cosa no fuera con él, lo que no significaba que no cumpliera o desobedeciera las órdenes, eso no, por cierto, ni que estuviera en trance, algunos soldados, agarrotados por el miedo, entran en trance, pero no es trance, es sólo miedo, en fin, que él, el sargento, no lo sabía, pero que Reiter tenía algo y eso lo percibían hasta los enemigos, que le dispararon varias veces sin alcanzarlo nunca, lo que los ponía cada vez más nerviosos.

La división 79 siguió combatiendo en los alrededores de Kutno, pero Reiter ya no volvió a participar en ningún otro enfrentamiento.

Antes de que acabara septiembre la división entera fue trasladada, esta vez en tren, hasta el frente occidental, en donde ya estaba el resto del décimo cuerpo de infantería.

Desde octubre de 1939 hasta junio de 1940 no se moverían.

Enfrente estaba la Línea Maginot, aunque ellos, ocultos entre bosques y vergeles, no podían verla. La vida se hizo plácida:

los soldados escuchaban la radio, comían, bebían cerveza, escribían cartas, dormían. Algunos hablaban del día en que tuvieran que dirigirse directos hacia las defensas de hormigón de los franceses. Los que escuchaban reían nerviosos, hacían chistes, se contaban historias familiares.

Una noche alguien les dijo que Dinamarca y Noruega se habían rendido. Esa noche Hans soñó con su padre. Vio al cojo, embutido en su viejo capote militar, contemplando el Báltico y preguntándose en dónde se había ocultado la isla de Prusia.

El capitán Gercke a veces se le acercaba para hablar durante un rato. El capitán le preguntó si tenía miedo a morir. Qué preguntas me hace, capitán, dijo Reiter, claro que tengo miedo.

Cuando le respondía de esta manera el capitán se lo quedaba mirando largo rato y luego decía en voz baja, como si hablara consigo mismo:

– Maldito embustero, a mí no me mientas, a mí no me puedes engañar. ¡Tú no tienes miedo de nada!

Después el capitán se iba a hablar con otros soldados y su actitud cambiaba según el soldado con quien hablaba. Por esas mismas fechas a su sargento le dieron la cruz de hierro de segunda clase por méritos obtenidos durante los combates en Polonia.

Lo celebraron bebiendo cerveza. Por las noches Hans salía del barracón y se tiraba de espaldas sobre la tierra fría del campo a mirar las estrellas. Las bajas temperaturas no parecían afectarlo demasiado. Solía pensar en su familia, en la pequeña Lotte que ya por entonces tenía diez años, en la escuela. A veces, sin pena, lamentaba haber dejado tan pronto los estudios pues vagamente intuía que la vida le hubiera ido mejor de haberlos proseguido.

Por otra parte, no se hallaba a disgusto en la ocupación de soldado y no sentía necesidad, o tal vez era incapaz, de pensar seriamente en el futuro. En ocasiones, cuando estaba solo o con sus compañeros, fingía que era un buzo y que estaba otra vez paseando por el fondo del mar. Nadie, por supuesto, se daba cuenta, aunque si hubieran observado con mayor detenimiento los movimientos de Reiter algo, una ligera variación en su forma de caminar, en su forma de respirar, en su forma de mirar, habrían notado. Una cierta prudencia, una premeditación en cada paso, una economía pulmonar, una vidriosidad en las retinas, como si se le hincharan los ojos por efecto de un bombeo de oxígeno deficiente o como si, sólo en aquellos momentos, toda su sangre fría lo abandonara y se viera de pronto incapaz de controlar el llanto, que por otra parte no acababa nunca de llegar.

Por esas mismas fechas, mientras esperaban, un soldado del batallón de Reiter se volvió loco. Decía que oía todas las transmisiones radiales, las alemanas y también, cosa más sorprendente, las francesas. Este soldado se llamaba Gustav y tenía veinte años, los mismos que Reiter, y nunca había estado destinado en el equipo de transmisiones del batallón. El médico que lo examinó, un muniqués de aire cansado, dijo que Gustav tenía un brote de esquizofrenia auditiva, que consiste en oír voces dentro de la cabeza, y le recetó baños fríos y tranquilizantes.

El caso de Gustav, sin embargo, se diferenciaba en un punto esencial de la mayor parte de los casos de esquizofrenia auditiva:

en ésta las voces que oye el paciente se dirigen a él, le hablan o lo increpan a él, mientras que en el caso de Gustav las voces que oía simplemente se limitaban a cursar órdenes, eran voces de soldados, de exploradores, de tenientes dando el parte diario, de coroneles hablando por teléfono con sus generales, de capitanes de intendencia reclamando cincuenta kilos de harina, de pilotos dando el parte atmosférico. La primera semana de tratamiento pareció mejorar al soldado Gustav. Andaba un poco atontado y se resistía a los baños fríos, pero ya no gritaba ni decía que estaban envenenando su alma. La segunda semana se escapó del hospital de campaña y se colgó de un árbol.

Para la división de infantería 79 la guerra en el frente occidental no estuvo revestida de carácter épico. En junio, casi sin sobresaltos, cruzaron la Línea Maginot, después de la ofensiva del Somme, y participaron en el cerco de algunos miles de soldados franceses en la zona de Nancy. Después la división fue acuartelada en Normandía.

Durante el viaje en tren Hans escuchó una historia curiosa acerca de un soldado de la 79 que se había perdido en los túneles de la Línea Maginot. El sector en que el soldado se perdió, según éste pudo comprobar, se llamaba sector Charles. El soldado, por descontado, tenía los nervios de acero, o eso se decía, y siguió buscando una salida a la superficie. Tras caminar unos quinientos metros bajo tierra llegó al sector Catherine. El sector Catherine, de más está decirlo, no se diferenciaba en nada del sector Charles, salvo en los letreros. Tras caminar mil metros llegó al sector Jules. En ese momento el soldado empezó a ponerse nervioso y a dar rienda suelta a su imaginación. Se imaginó aprisionado para siempre en aquellos pasillos subterráneos, sin que viniera en su auxilio ningún camarada. Deseó gritar y aunque al principio se contuvo, por temor a poner sobreaviso a los franceses que pudieran haberse quedado escondidos, al final cedió al deseo y se puso a chillar a todo lo que daban sus pulmones. Pero nadie le contestó y siguió caminando, con la esperanza de que en algún momento encontraría la salida.

Dejó atrás el sector Jules y entró en el sector Claudine. Después vino el sector Émile, el sector Marie, el sector Jean-Pierre, el sector Berenice, el sector André, el sector Silvia. Llegado a éste, el soldado hizo un descubrimiento (que otro hubiera hecho mucho antes) y que consistía en constatar lo extraño que resultaba el orden casi inmaculado de los pasillos. Después se puso a pensar en la utilidad de éstos, es decir en la utilidad militar, y llegó a la conclusión de que carecían de toda utilidad y de que probablemente allí no había habido soldados nunca.

En este punto el soldado creyó que se había vuelto loco o, aún peor, que había muerto y que aquello era su infierno particular.

Cansado y sin esperanzas, se tiró al suelo y se durmió.

Soñó con Dios en persona. Él estaba dormido bajo un manzano, en la campiña alsaciana, y un caballero rural se le acercó y lo despertó de un suave bastonazo en las piernas. Soy Dios, le dijo, si me vendes tu alma, que por otra parte ya me pertenece, te sacaré de los túneles. Déjame dormir, le dijo el soldado y trató de seguir durmiendo. He dicho que tu alma ya me pertenece, oyó que decía la voz de Dios, así que, por favor, no seas más patán de lo que naturalmente eres y acepta mi oferta.

El soldado entonces se despertó y miró a Dios y le dijo que dónde había que firmar. Aquí, dijo Dios sacando un papel del aire. El soldado intentó leer el contrato, pero éste estaba escrito en otra lengua, ni en alemán ni en inglés ni en francés, de eso estaba seguro. ¿Y con qué firmo?, dijo el soldado. Con tu sangre, como corresponde, le contestó Dios. Acto seguido el soldado sacó su cortaplumas mil usos y se hizo una herida en la palma de la mano izquierda, luego untó la yema del índice en la sangre y firmó.

– Bien, ahora puedes seguir durmiendo -le dijo Dios.

– Quisiera salir pronto de los túneles -le pidió el soldado.

– Todo llegará conforme está planeado -dijo Dios, y le dio la espalda y empezó a descender por el caminito de tierra en dirección a un valle en donde había una aldea cuyas casas estaban pintadas de color verde y blanco y marrón claro.

El soldado creyó conveniente rezar una oración. Juntó las manos y elevó los ojos al cielo. Entonces se dio cuenta de que todas las manzanas del manzano se habían secado. Ahora parecían uvas pasas o, mejor dicho, ciruelas pasas. Al mismo tiempo oyó un ruido que le sonó vagamente metálico.

– ¿Qué pasa? -exclamó.

Del valle surgían largos penachos de humo negro que al llegar a cierta altura quedaban suspendidos. Una mano lo cogió de un hombro y lo remeció. Eran soldados de su compañía que habían descendido al túnel por el sector Berenice. El soldado se puso a llorar de felicidad, no mucho, pero sí lo suficiente como para desfogarse.

Esa noche, mientras comía, le contó el sueño que había tenido dentro de los túneles a su mejor amigo. Éste le dijo que era normal soñar estupideces cuando uno se encuentra en una situación así.

– No era una estupidez -le contestó-, vi a Dios en sueños, me rescataron, una vez más estoy entre los míos, y sin embargo no consigo estar tranquilo del todo.

Luego, con voz más calmada, rectificó:

– No consigo estar seguro del todo.

A lo que su amigo le respondió que en una guerra nadie podía sentirse seguro del todo. Y allí acabó la charla. El soldado se fue a dormir. Su amigo se fue a dormir. Se hizo el silencio en el pueblo. Los centinelas se pusieron a fumar. Cuatro días después, el soldado que le vendió su alma a Dios iba caminando por la calle y un coche alemán lo atropelló y lo mató.

Durante la estancia de su regimiento en Normandía Reiter solía bañarse, hiciera el tiempo que hiciera, en los roqueríos de Portbail, cerca del Ollonde, o en los del norte de Carteret. Su batallón estaba concentrado en el pueblo de Besneville. Por las mañanas salía, con sus armas y un morral en donde llevaba queso, pan y media botella de vino, y caminaba hasta la costa.

Allí elegía una roca, fuera de la vista de cualquiera, y, tras nadar y bucear desnudo durante horas, se extendía en su roca y comía y bebía y releía su libro Algunos animales y plantas del litoral europeo.

A veces encontraba estrellas de mar, que se quedaba mirando todo lo que aguantaban sus pulmones, hasta que finalmente se decidía a tocarlas justo antes de emerger. Una vez vio a una pareja de peces óseos, Gobius paganellus, perdidos en una selva de algas, a quienes siguió durante un rato (la selva de algas era como la cabellera de un gigante muerto), hasta que una angustia extraña, poderosa, se apropió de él y tuvo que salir rápidamente, pues si se hubiera quedado un rato más sumergido la angustia lo habría arrastrado al fondo.

En ocasiones se sentía tan bien, dormitando sobre su laja húmeda, que no se hubiera reincorporado al batallón nunca más. Y en más de una ocasión lo pensó en serio, desertar, vivir como un vagabundo en Normandía, encontrar una cueva, comer de la caridad de los campesinos o de pequeños hurtos que iría realizando y que nadie denunciaría. Tendría ojos de nictálope, pensó. Con el tiempo mis ropas quedarían reducidas a unos cuantos harapos y finalmente viviría desnudo. Nunca más regresaría a Alemania. Un día moriría ahogado y radiante de felicidad.

Por aquellas fechas la compañía de Reiter tuvo visita médica.

El médico que lo atendió lo encontró, dentro de lo que cabía, completamente sano, excepción hecha de sus ojos, que exhibían un enrojecimiento nada natural y cuya causa el mismo Reiter sabía sin posibilidad de error: las largas horas de buceo a cara descubierta en aguas saladas. Pero no se lo dijo al médico por temor a que le cayera un castigo o a que le prohibieran volver al mar. En ese tiempo a Reiter le hubiera parecido un sacrilegio bucear con gafas de buceo. Escafandra sí, gafas de buceo rotundamente no. El médico le recetó unas gotas y le dijo que cursara con su superior un parte para ser atendido por el oftalmólogo.

Al irse el médico pensó que aquel muchacho larguirucho probablemente era un drogadicto y así lo escribió en su diario de vida: ¿cómo es posible encontrar a jóvenes morfinómanos, heroinómanos, tal vez politoxicómanos en las filas de nuestro ejército? ¿Qué representan? ¿Son un síntoma o son una nueva enfermedad social? ¿Son el espejo de nuestro destino o son el martillo que hará añicos nuestro espejo y también nuestro destino?

En lugar de morir ahogado y radiante de felicidad, un día, sin previo aviso, se suspendieron las salidas y el batallón de Reiter, que estaba en el pueblo de Besneville, se unió a los otros dos batallones del regimiento 310 que estaban estacionados en StSauveur-le-Vicomte y Bricquebec y todos montaron en un tren militar que se dirigió hacia el este y que en París se unió con otro tren en donde venía el regimiento 311, y aunque faltaba el tercer regimiento de la división, el cual por lo visto jamás se reintegraría a ésta, empezaron a recorrer Europa en dirección oeste-este, y así pasaron por Alemania y Hungría y finalmente la división 79 llegó a Rumanía, su nuevo destino.

Algunas tropas se instalaron cerca de la frontera con la Unión Soviética, otras cerca de la nueva frontera con Hungría.

El batallón de Hans quedó instalado en los Cárpatos. El cuartel de la división, que ya no pertenecía al décimo cuerpo, sino a uno nuevo, el 49, que acababa de formarse y que por el momento sólo tenía a su mando una división, se situó en Bucarest, aunque de vez en cuando el general Kruger, nuevo jefe del cuerpo, acompañado por el antiguo coronel Von Berenberg, ahora general Von Berenberg, nuevo jefe de la 79, visitaba a las tropas y se interesaba por su grado de preparación.

Ahora Reiter vivía lejos del mar, entre montañas, y abandonó por el momento cualquier idea de deserción. Durante las primeras semanas de su estancia en Rumanía no vio más que a soldados de su propio batallón. Después vio campesinos, los cuales se movían constantemente, como si tuvieran hormigas en las piernas y en la espalda, que iban de un lado a otro con hatillos en donde guardaban sus pertenencias y que sólo hablaban con sus niños que los seguían como ovejas o como cabritos.

Los atardeceres de los Cárpatos eran interminables, pero el cielo daba la impresión de estar demasiado bajo, sólo unos metros por encima de sus cabezas, lo que contribuía a proporcionar una sensación de asfixia en los soldados o de inquietud. La cotidianidad, pese a todo, volvía a ser apacible, imperceptible.

Una noche levantaron a algunos soldados de su batallón antes de que amaneciera y tras montar en dos camiones partieron hacia las montañas.

Los soldados, no bien se instalaron en los bancos de madera de la parte posterior del camión, volvieron a conciliar el sueño.

Reiter no pudo. Sentado justo al lado de la salida, apartó la lona que hacía las veces de techo y se dedicó a contemplar el paisaje. Sus ojos de nictálope, permanentemente enrojecidos pese a las gotas que se ponía cada mañana, vislumbraron una serie de pequeños valles oscuros entre dos cadenas montañosas.

De tanto en tanto los camiones pasaban junto a pinares enormes, que se acercaban al camino de forma amenazante. A lo lejos, en una montaña más baja, descubrió la silueta de un castillo o de una fortaleza. Al amanecer se dio cuenta de que sólo era un bosque. Vio cerros o formaciones rocosas que parecían barcos a punto de hundirse, con la proa levantada, como un caballo enfurecido y casi vertical. Vio sendas oscuras, entre montañas, que no llevaban a ninguna parte, pero que sobrevolaban a gran altura unos pájaros negros que no podían ser sino aves carroñeras.

A mitad de la mañana llegaron a un castillo. En el castillo sólo encontraron a tres rumanos y a un oficial de las SS que hacía las veces de mayordomo y que los puso a trabajar enseguida, después de darles a desayunar un vaso de leche fría y un mendrugo de pan que algunos soldados dejaron de lado con gestos de asco. Las armas, salvo cuatro de ellos que montaron guardia, uno de los cuales fue Reiter, a quien el oficial de las SS juzgó poco apto para las labores de adecentamiento del castillo, las dejaron en la cocina y se pusieron a barrer, a fregar, a quitar el polvo de las lámparas, a poner sábanas limpias en las habitaciones.

A eso de las tres de la tarde llegaron los invitados. Uno de ellos era el general Von Berenberg, el jefe de la división. Junto a él venía el escritor del Reich Herman Hoensch y dos oficiales del estado mayor de la 79. En el otro coche venía el general rumano Eugenio Entrescu, que entonces tenía treintaicinco años y era la estrella ascendente del ejército de su país, acompañado del joven erudito Pablo Popescu, de veintitrés años, y de la baronesa Von Zumpe, a quien los rumanos acababan de conocer la noche anterior en una recepción en la embajada alemana y que en principio debía haber viajado en el coche del general Von Berenberg, pero que ante las galanterías de Entrescu y el carácter divertido y jocoso de Popescu finalmente había terminado por claudicar ante el ofrecimiento de éstos, que se basaba razonablemente en el mayor espacio de que dispondría la baronesa en el coche rumano, con menos pasajeros que el coche alemán.

La sorpresa de Reiter, cuando vio descender a la baronesa Von Zumpe, fue mayúscula. Pero lo más extraño de todo fue que esta vez la joven baronesa se detuvo delante de él y le preguntó, auténticamente interesada, si la conocía, porque el rostro de él, dijo la baronesa, le resultaba familiar. Reiter (sin abandonar la posición de firmes, manteniendo una expresión estólida y mirando hacia el horizonte en actitud marcial o tal vez mirando hacia ninguna parte) le contestó que por supuesto él la conocía pues había servido en casa de su padre, el barón, desde temprana edad, lo mismo que su madre, la señora Reiter, a quien tal vez la baronesa recordara.

– Es verdad -dijo la baronesa, y se echó a reír-, tú eras el niño larguirucho que andaba por todas partes.

– Ése era yo -dijo Reiter.

– El confidente de mi primo -dijo la baronesa.

– Amigo de su primo -dijo Reiter-, el señor Hugo Halder.

– ¿Y qué haces aquí, en el castillo de Drácula? -dijo la baronesa.

– Sirvo al Reich -dijo Reiter, y por primera vez la miró.

Le pareció hermosísima, mucho más que cuando la conoció.

A unos pasos de ellos, esperando, estaban el general Entrescu, que no podía dejar de sonreír, y el joven erudito Popescu, que en varias ocasiones había exclamado: fantástico, fantástico, la espada del destino le corta una vez más la cabeza a la hidra del azar.

Los invitados hicieron una comida ligera y luego salieron a explorar los alrededores del castillo. El general Von Berenberg, inicialmente entusiasta de esta exploración, pronto se sintió cansado y se retiró, por lo que el paseo de allí en adelante fue encabezado por el general Entrescu, que marchaba con la baronesa del brazo y con el joven erudito Popescu a la izquierda, quien se ocupaba en desgranar y pesar un cúmulo de informaciones la mayor parte de las veces contradictorias. Junto a Popescu iba el oficial de las SS, y más rezagados el escritor del Reich Hoensch y los dos oficiales de estado mayor. Cerrando la marcha iba Reiter, a quien la baronesa insistió en tener a su lado alegando que antes de servir al Reich había servido a su familia, petición que Von Berenberg concedió de inmediato.

Pronto llegaron a una cripta excavada en la roca. Una puerta de barrotes de hierro, con un escudo de armas roído por el tiempo, impedía la entrada. El oficial de las SS, que parecía comportarse como si fuera el dueño de la propiedad, extrajo una llave de uno de sus bolsillos y franqueó la entrada. Después encendió una linterna y todos procedieron a introducirse en la cripta, menos Reiter, a quien uno de los oficiales le indicó por señas que permaneciera de guardia en la puerta.

Así que Reiter se quedó allí plantado, contemplando la escalinata de piedra que descendía hacia la oscuridad y el jardín yermo por el que habían llegado y las torres del castillo que desde allí se veían y que se asemejaban a dos velas grises en un altar abandonado. Después extrajo un cigarrillo de su guerrera, lo encendió y se puso a mirar el cielo gris, los valles lejanos, y también se puso a pensar en el rostro de la baronesa Von Zumpe mientras la ceniza del cigarrillo caía al suelo y él, reclinado sobre la piedra, poco a poco se iba durmiendo. Entonces soñó con el interior de la cripta. La escalinata bajaba hacia un anfiteatro que la linterna del oficial de las SS iluminaba sólo en parte. Soñó que los visitantes se reían. Todos, menos uno de los oficiales de estado mayor, que buscaba sin dejar de llorar un sitio donde esconderse. Soñó que Hoensch recitaba un poema de Wolfram von Eschenbach y que luego escupía sangre. Soñó que entre todos se disponían a comerse a la baronesa Von Zumpe.

Despertó sobresaltado y a punto estuvo de echar a correr escalinata abajo para comprobar con sus propios ojos que nada de lo soñado era real.

Cuando los visitantes volvieron a la superficie, cualquiera, hasta el observador más torpe, hubiera podido percibir que estaban divididos en dos grupos, los que emergían con el rostro empalidecido, como si hubieran visto algo trascendental allá abajo, y los que aparecían con una semisonrisa dibujada en la cara, como si acabaran de recibir una lección más sobre la ingenuidad de la raza humana.

Esa noche, durante la cena, hablaron de la cripta, pero también hablaron de otras cosas. Hablaron de la muerte.

Hoensch dijo que la muerte en sí sólo era un espejismo en constante construcción, pero que en la realidad no existía. El oficial de las SS dijo que la muerte era una necesidad: nadie en su sano juicio, dijo, admitiría un mundo lleno de tortugas o lleno de jirafas. La muerte, concluyó, era la reguladora. El joven erudito Popescu dijo que la muerte, según la sabiduría oriental, sólo era un tránsito. Lo que no estaba claro, dijo, o al menos a él no le quedaba claro, era hacia qué lugar, hacia qué realidad conducía ese tránsito.

– La pregunta -dijo- es adónde. La respuesta -se respondió a sí mismo- es hacia donde mis méritos me lleven.

El general Entrescu opinó que eso era lo de menos, que lo importante era moverse, la dinámica del movimiento, lo que equiparaba a los hombres y a todos los seres vivos, incluidas las cucarachas, a las grandes estrellas. La baronesa Von Zumpe dijo, y tal vez fue la única que habló con franqueza, que la muerte era un engorro. El general Von Berenberg prefirió no expresar su opinión, lo mismo que los dos oficiales de estado mayor.

Después hablaron del asesinato. El oficial de las SS dijo que la palabra asesinato era una palabra ambigua, equívoca, imprecisa, vaga, indeterminada, que se prestaba a retruécanos.

Hoensch estuvo de acuerdo. El general Von Berenberg dijo que él prefería dejar las leyes a los jueces y a los tribunales penales y que si un juez decía que tal acto era un asesinato, pues era un asesinato, y que si el juez y el tribunal dictaminaban que no lo era, pues no lo era y no se hable más del asunto. Los dos oficiales de estado mayor opinaron lo mismo que su jefe.

El general Entrescu confesó que sus héroes infantiles eran siempre asesinos y malhechores, por los que sentía, dijo, un gran respeto. El joven erudito Popescu recordó que un asesino y un héroe se asemejan en la soledad y en la, al menos inicial, incomprensión.

La baronesa Von Zumpe, por su parte, dijo que nunca en su vida, como es natural, había conocido a un asesino, pero sí a un malhechor, si es que se le podía llamar así, un ser aborrecible pero nimbado con un aura misteriosa que lo hacía atractivo a las mujeres, de hecho, dijo, una tía suya, la única hermana de su padre, el barón Von Zumpe, se enamoró de él, algo que casi vuelve loco a su padre, quien desafió a batirse en duelo al conquistador del corazón de su hermana, el cual, para sorpresa de todo el mundo, aceptó el desafío, que tuvo lugar en el bosque del Corazón de Otoño, en las afueras de Postdam, un lugar que ella, la baronesa Von Zumpe, había visitado muchos años después para ver con sus propios ojos el bosque de grandes árboles grises y el claro, un desnivel de terreno de una extensión de cincuenta metros, en donde su padre se había batido con aquel hombre inesperado, quien había llegado allí, a las siete de la mañana, con dos mendigos en lugar de padrinos, dos mendigos, por supuesto, completamente borrachos, mientras los padrinos de su padre eran el barón de X y el conde de Y, en fin, una vergüenza tan grande que el mismo barón de X, rojo de ira, estuvo a punto de matar, con su propia arma, a los padrinos del enamorado de la hermana del barón Von Zumpe, el cual se llamaba Conrad Halder, como sin duda el general Von Berenberg recordará (éste asintió con la cabeza aunque no sabía de lo que estaba hablando la baronesa Von Zumpe), el caso fue muy sonado en aquella época, antes de que yo naciera, por supuesto, de hecho el barón Von Zumpe en aquellos años aún era soltero, en fin, en aquel bosquecillo de nombre tan romántico se realizó el duelo, con armas de fuego, naturalmente, y aunque ignoro qué reglas se utilizaron supongo que ambos apuntaron y dispararon al mismo tiempo: la bala del barón, mi padre, pasó a pocos centímetros del hombro izquierdo de Halder, mientras el disparo de éste, que evidentemente tampoco había dado en el blanco, nadie lo oyó, convencidos como estaban de que mi padre tenía mucho mejor puntería que él y de que si alguien tenía que caer éste era Halder y no mi padre, pero entonces, oh sorpresa, todos, incluido mi padre, vieron que Halder, lejos de bajar el brazo, seguía apuntando y entonces comprendieron que éste no había disparado y que el duelo, por lo tanto, no se había acabado, y aquí ocurrió lo más sorprendente de todo, sobre todo si tenemos en cuenta la fama que arrastraba el pretendiente de la hermana de mi padre, quien, lejos de dispararle a éste, escogió una parte de su anatomía, creo que el brazo izquierdo, y se disparó a sí mismo a quemarropa.

Lo que sucedió a continuación lo desconozco. Supongo que llevaron a Halder a un médico. O tal vez el propio Halder se dirigió por su propio pie, en compañía de sus padrinos-mendigos, a que un médico le curara la herida, mientras mi padre se quedaba inmóvil en el bosque del Corazón del Otoño, hirviendo de rabia o tal vez lívido por lo que acababa de presenciar, mientras sus padrinos acudían a consolarlo y le decían que no se preocupara, que de personajes como aquél se podía uno esperar cualquier ridiculez.

Poco después Halder se fugó con la hermana de mi padre.

Durante una época vivieron en París y luego en el sur de Francia, en donde Halder, que era pintor, aunque yo nunca vi un cuadro suyo, solía pasar largas temporadas. Después, según supe, se casaron y pusieron casa en Berlín. La vida no les fue bien y la hermana de mi padre enfermó gravemente. El día de su muerte mi padre recibió un telegrama y aquella noche vio por segunda vez a Halder. Lo encontró borracho y semidesnudo, mientras su hijo, mi primo, que entonces tenía tres años, vagaba por la casa, que al mismo tiempo era el estudio de Halder, desnudo del todo y embadurnado de pintura.

Esa noche hablaron por primera vez y posiblemente llegaron a un acuerdo. Mi padre se hizo cargo de su sobrino y Conrad Halder se marchó de Berlín para siempre. De vez en cuando llegaban noticias de él, todas precedidas por algún pequeño escándalo. Sus cuadros berlineses quedaron en poder de mi padre, quien no tuvo fuerzas para quemarlos. Una vez le pregunté dónde los guardaba. No quiso decírmelo. Le pregunté cómo eran. Mi padre me miró y dijo que sólo eran mujeres muertas.

¿Retratos de mi tía? No, dijo mi padre, otras mujeres, todas muertas.

Nadie en aquella cena, por descontado, había visto nunca un cuadro de Conrad Halder, excepto el oficial de las SS, que definió al pintor como artista degenerado, una desgracia, sin duda, para la familia Von Zumpe. Luego hablaron de arte, de lo heroico en el arte, de naturalezas muertas, de supersticiones y de símbolos.

Hoensch dijo que la cultura era una cadena formada por eslabones de arte heroico y de interpretaciones supersticiosas.

El joven erudito Popescu dijo que la cultura era un símbolo y que ese símbolo tenía la imagen de un salvavidas. La baronesa Von Zumpe dijo que la cultura era, básicamente, el placer, lo que proporcionaba y daba placer, y el resto sólo era charlatanería.

El oficial de las SS dijo que la cultura era la llamada de la sangre, una llamada que se oía mejor de noche que de día, y además, dijo, era un descodificador del destino. El general Von Berenberg dijo que la cultura, para él, era Bach, y que con eso le bastaba. Uno de sus oficiales de estado mayor dijo que para él era Wagner y que a él también con eso le bastaba. El otro oficial de estado mayor dijo que para él la cultura era Goethe y que a él también, en coincidencia con lo expresado por su general, con eso le bastaba y en ocasiones le sobraba. La vida de un hombre sólo es comparable a la vida de otro hombre. La vida de un hombre, dijo, sólo alcanza para disfrutar a conciencia de la obra de otro hombre.

El general Entrescu, a quien le pareció muy divertido lo que acababa de decir el oficial de estado mayor, dijo que para él, por el contrario, la cultura era la vida, no la vida de un solo hombre ni la obra de un solo hombre, sino la vida en general, cualquier manifestación de ésta, hasta la más vulgar, y luego se puso a hablar de los paisajes de fondo de algunos pintores renacentistas y dijo que esos paisajes podía uno verlos en cualquier lugar de Rumanía, y se puso a hablar de madonnas y dijo que en ese preciso momento él estaba viendo el rostro de una madonna más hermosa que las de cualquier pintor renacentista italiano (la baronesa Von Zumpe se sonrojó), y finalmente se puso a hablar de cubismo y de pintura moderna y dijo que cualquier pared abandonada o cualquier pared bombardeada era más interesante que la más famosa obra cubista, por no hablar del surrealismo, dijo, que cae rendido delante del sueño de cualquier campesino analfabeto de Rumanía. Dicho lo cual se produjo un corto silencio, corto pero expectante, como si el general Entrescu hubiera pronunciado una mala palabra o una palabra malsonante o de pésimo gusto o hubiera insultado a sus invitados alemanes, pues de él (de él y de Popescu) había sido la idea de visitar aquel lóbrego castillo. Un silencio que sin embargo rompió la baronesa Von Zumpe al preguntarle, con un tono de voz cuyo diapasón iba desde lo cándido hasta lo mundano, qué era lo que soñaban los campesinos de Rumanía y cómo sabía él lo que soñaban esos campesinos tan peculiares.

A lo que el general Entrescu respondió con una risa franca, una risa abierta y cristalina, una risa que en los círculos elegantes de Bucarest definían, no sin añadirle un matiz ambiguo, como la risa inconfundible de un superhombre, y luego, mirando a la baronesa Von Zumpe a los ojos, dijo que nada de lo que les ocurría a sus hombres (en referencia a sus soldados, la mayoría campesinos) le era extraño.

– Me introduzco en sus sueños -dijo-, me introduzco en sus pensamientos más vergonzosos, estoy en cada temblor, en cada espasmo de sus almas, me meto en sus corazones, escudriño sus ideas más primarias, oteo en sus impulsos irracionales, en sus emociones inexpresables, duermo en sus pulmones durante el verano y en sus músculos durante el invierno, y todo esto lo hago sin el menor esfuerzo, sin pretenderlo, sin pedirlo ni buscarlo, sin coerción ninguna, impelido sólo por la devoción y el amor.

Cuando llegó la hora de dormir o de pasar a otra sala ornada con armaduras y espadas y trofeos de caza, en donde los aguardaban licores y pastelitos y cigarrillos turcos, el general Von Berenberg se excusó y poco después se retiró a su aposento.

Uno de sus oficiales, el seguidor de Wagner, lo imitó mientras el otro, el seguidor de Goethe, prefirió dilatar aún más la velada. La baronesa Von Zumpe, por su parte, dijo que no tenía sueño. El escritor Hoensch y el oficial de las SS encabezaron la marcha hacia la sala. El general Entrescu se sentó junto a la baronesa. El intelectual Popescu permaneció de pie, junto a la chimenea, mientras observaba con curiosidad al oficial de las SS.

Dos soldados, uno de ellos era Reiter, hicieron las veces de camareros. El otro era un tipo grueso, de pelo colorado, llamado Kruse, que parecía a punto de dormirse.

Primero alabaron la batería de pastelitos y luego, sin mediar pausa, se pusieron a hablar del conde Drácula, como si hubieran esperado toda la noche ese instante para hacerlo. No tardaron en formarse dos bandos, los que creían en el conde y los que no creían en él. Entre estos últimos estaban el oficial de estado mayor, el general Entrescu y la baronesa Von Zumpe, entre los primeros estaban el intelectual Popescu, el escritor Hoensch y el oficial de las SS, si bien Popescu afirmaba que Drácula, cuyo nombre verdadero era Vlad Tepes, llamado el Empalador, era rumano, y Hoensch y el oficial de las SS afirmaban que Drácula era un noble germánico, que había abandonado Alemania acusado de una traición o de una deslealtad imaginaria, y que se había instalado con algunos de sus fieles en Transilvania mucho tiempo antes de que naciera Vlad Tepes, a quien no negaban una existencia histórica ni un origen transilvano, pero cuyos métodos, delatados en su alias o sobrenombre, poco o nada tenían que ver con los métodos de Drácula, que más que empalador era estrangulador, en ocasiones degollador, y cuya vida en el, llamémosle así, extranjero había sido un constante vértigo, una constante penitencia abismal.

Para Popescu, en cambio, Drácula sólo era un patriota rumano que había opuesto resistencia a los turcos, hecho por el cual todas las naciones europeas, en cierta medida, debían estar agradecidas. La historia es cruel, dijo Popescu, cruel y paradójica:

el hombre que frena el impulso conquistador de los turcos se transforma, gracias a un escritor inglés de segunda fila, en un monstruo, en un crápula interesado únicamente por la sangre humana, cuando la verdad es que la única sangre que a Tepes le interesaba derramar era la turca.

Llegado a este punto, Entrescu, quien pese a la bebida que había tomado en abundancia durante la cena y que seguía ingiriendo en abundancia en lo que restaba de sobremesa no parecía borracho -de hecho daba la impresión de ser, junto con el remilgado oficial de las SS, que apenas se mojaba los labios en el alcohol, el más sobrio del grupo-, dijo que no era extraño, si uno contemplaba desapasionadamente los grandes hechos de la historia (incluso los hechos en blanco de la historia, aunque esto último, por supuesto, nadie lo entendió), que un héroe se transformara en un monstruo o en un villano de la peor especie o que accediera, sin pretenderlo, a la invisibilidad, de la misma manera que un villano o un ser anodino o un mediocre de alma buena se convirtiera, con el paso de los siglos, en un faro de sabiduría, un faro magnético capaz de hechizar a millones de seres humanos, sin haber hecho nada que justificara tal adoración, vaya, sin siquiera haberlo pretendido o deseado (aunque todo hombre, incluso los rufianes de la peor especie, en algún segundo de su vida se sueña reinando sobre los hombres y sobre el tiempo). ¿Es que Jesucristo -se preguntó- sospechaba que algún día su iglesia se alzaría hasta en los más ignotos rincones del orbe? ¿Es que Jesucristo -se preguntó- tuvo alguna vez lo que hoy llamamos una idea del mundo? ¿Es que Jesucristo, que aparentemente todo lo sabía, supo que la tierra era redonda y que en el este vivían los chinos (esta última frase la escupió, como si le costara gran esfuerzo pronunciarla) y hacia el oeste los pueblos primitivos de América? Y se respondió a sí mismo que no, aunque, claro, tener una idea del mundo, en cierta manera, es cosa fácil, todo el mundo la tiene, generalmente una idea circunscrita a su aldea, ceñida al terruño, a las cosas tangibles y mediocres que cada uno tiene frente a los ojos, y esa idea del mundo, mezquina, limitada, llena de mugre familiar, suele pervivir y adquirir, con el paso del tiempo, autoridad y elocuencia.

Y entonces, dando un giro inesperado, el general Entrescu se puso a hablar de Flavio Josefo, ese hombre inteligente, cobarde, prudente, adulador, jugador de ventaja, cuya idea del mundo era mucho más compleja y sutil, si uno la observaba con atención, que la idea del mundo de Cristo, pero mucho menos sutil que la idea del mundo de aquellos que, según se dice, le ayudaron a traducir su Historia al griego, es decir de los filósofos menores griegos, asalariados por un tiempo del gran asalariado, que dieron forma a sus escritos informes, elegancia a lo vulgar, que convirtieron los balbuceos de pánico y muerte de Flavio Josefo en algo distinguido, gentil y gallardo.

Y después Entrescu se puso a imaginar en voz alta a esos filósofos asalariados, los vio vagabundear por las calles de Roma y por los caminos que conducen al mar, los vio sentados a la orilla de esos caminos, envueltos en sus capas, construyendo mentalmente una idea del mundo, los vio comiendo en tabernas portuarias, locales oscuros y olorosos a mariscos y especias, a vino y a frituras, hasta que por fin se fueron desvaneciendo, de la misma manera que Drácula se desvanecía, con su armadura tinta en sangre y su ropa tinta en sangre, un Drácula estoico, un Drácula que leía a Séneca o que se complacía en oír a los Minnesänger alemanes y cuyas hazañas en el este de Europa sólo tenían parangón con las gestas descritas en La chanson de Roland. Tanto desde el punto de vista histórico, es decir político, suspiró Entrescu, como desde el punto de vista simbólico, es decir poético.

Y llegado a este punto Entrescu pidió disculpas por haberse dejado llevar por el entusiasmo y se calló, instante que aprovechó Popescu para hablar de un matemático rumano nacido en 1865 y muerto en 1936, que durante los últimos veinte años de su vida se había dedicado a buscar «unos números misteriosos», que están ocultos en alguna parte del vasto paisaje visible para el hombre, pero que no son visibles, y que pueden vivir entre las rocas o entre una habitación y otra e incluso entre un número y otro, como quien dice una matemática alternativa camuflada entre el siete y el ocho a la espera de que un hombre sea capaz de verla y descifrarla. El único problema era que para descifrarla había que verla y que para verla había que descifrarla.

Cuando el matemático, explicó Popescu, hablaba de descifrar, en realidad se refería a comprender, y cuando hablaba de ver, explicó Popescu, en realidad se refería a aplicar, o eso creía él. Igual no, dijo tras titubear. Igual sus discípulos, entre los que me cuento, nos equivocamos al escuchar sus palabras. En cualquier caso el matemático, como por otra parte era inevitable, una noche se trastornó y tuvieron que enviarlo a un manicomio.

Popescu y otros dos jóvenes de Bucarest lo visitaron allí.

Al principio no los reconoció, pero al cabo de los días, cuando su semblante ya no era de loco furioso sino tan sólo el de un hombre viejo y derrotado, los recordó o fingió recordarlos y les sonrió. Sin embargo, a instancias de la familia, no abandonó el manicomio. Sus continuas recaídas aconsejaron a los médicos, por otra parte, un internamiento sin límite de tiempo. Un día Popescu lo fue a ver. Los médicos le habían proporcionado una libretita en la que el matemático dibujaba los árboles que rodeaban el hospital, retratos de los otros pacientes y esbozos arquitectónicos de las casas que se veían desde el parque. Durante mucho rato estuvieron en silencio, hasta que Popescu se decidió a hablar con franqueza. Abordó, con la típica imprudencia de un joven, la locura o la supuesta locura de su maestro.

El matemático se rió. La locura no existe, le dijo. Pero usted está aquí, constató Popescu, y esto es una casa de locos. El matemático no pareció escucharle: la única locura que existe, si es que podemos llamarle así, dijo, es una descompensación química, que se puede curar fácilmente administrando productos químicos.

– Pero usted está aquí, querido profesor, está aquí, está aquí -gritó Popescu.

– Por mi propia seguridad -dijo el matemático.

Popescu no le entendió. Pensó que hablaba con un loco de atar, con un loco sin remedio. Se llevó las manos a la cara y permaneció así un rato indeterminado. En un momento creyó que se estaba durmiendo. Entonces abrió los ojos, se los refregó y vio al matemático sentado delante de él, observándolo, la espalda erguida, las piernas cruzadas. Le preguntó si había ocurrido algo.

He visto lo que no debía ver, dijo el matemático. Popescu le pidió que se explicara mejor. Si lo hiciera, respondió el matemático, volvería a enloquecer y posiblemente me moriría. Pero estar aquí, dijo Popescu, para un hombre de su genio, es como estar enterrado en vida. El matemático le sonrió bondadosamente.

Se equivoca, le dijo, aquí tengo, precisamente, todo lo que necesito para no morirme: medicamentos, tiempo, enfermeras y médicos, una libreta para poder dibujar, un parque.

Poco después, sin embargo, el matemático murió. Popescu asistió al entierro. Al finalizar éste, se marchó junto con otros discípulos del fallecido a un restaurante, en donde comieron y alargaron la velada hasta el atardecer. Se contaron anécdotas del matemático, se habló de la posteridad, alguien comparó el destino del hombre con el destino de una puta vieja, uno que apenas debía de haber cumplido los dieciocho años y que acababa de volver de un viaje a la India con sus padres recitó un poema.

Dos años después, por pura casualidad, Popescu coincidió en una fiesta con uno de los médicos que trató al matemático durante su internamiento en el manicomio. Se trataba de un tipo joven y sincero, con un corazón rumano, es decir con un corazón sin dobleces de ninguna clase. Además, estaba un poco borracho, lo que hizo más fácil las confidencias.

Según este médico, el matemático, al ser ingresado, presentaba un cuadro agudo de esquizofrenia, que evolucionó favorablemente a los pocos días de tratamiento. Una noche en que estaba de guardia acudió a su habitación para charlar un poco, pues el matemático, incluso con somníferos, apenas dormía y la dirección del hospital le permitía mantener la luz encendida hasta que él lo considerara conveniente. Su primera sorpresa fue al abrir la puerta. No estaba en la cama. Por un segundo pensó en la posibilidad de una fuga pero al cabo de un rato lo encontró acurrucado en un rincón en penumbra. Se agachó junto a él y tras comprobar que se hallaba en perfecto estado físico le preguntó qué ocurría. Entonces el matemático dijo:

nada, y lo miró a los ojos, y el médico vio una mirada de miedo absoluto como no había visto jamás en su vida, ni siquiera en su trato diario con tantos y tan variados dementes.

– ¿Y cómo es la mirada de miedo absoluto? -le preguntó Popescu.

El médico eructó un par de veces, se revolvió en el sillón y contestó que era una mirada como de piedad, pero piedad vacía, como si a la piedad le quedara, después de un periplo misterioso, tan sólo el pellejo, como si la piedad fuera un pellejo lleno de agua, por ejemplo, en manos de un jinete tártaro que se interna en la estepa al galope y nosotros lo vemos empequeñecerse hasta desaparecer, y luego el jinete regresa, o el fantasma del jinete regresa, o su sombra, o su idea, y trae consigo el pellejo vacío, ya sin agua, pues durante su viaje la ha bebido toda, o él y su caballo la han bebido toda, y el pellejo ahora está vacío, es un pellejo normal, un pellejo vacío, de hecho lo anormal es un pellejo hinchado de agua, pero el pellejo hinchado de agua, el pellejo monstruoso hinchado de agua no concita el miedo, no lo despierta, ni mucho menos lo aísla, en cambio el pellejo vacío sí, y eso es lo que él vio en la cara del matemático, el miedo absoluto.

Pero lo más interesante, le dijo el médico a Popescu, fue que al cabo de un rato el matemático ya se había sobrepuesto y la expresión alienada de su rostro se esfumó sin dejar rastros, y, que él supiera, nunca más retornó. Y ésa era la historia que tenía que contar Popescu, quien, como antes hizo Entrescu, se excusó por haberse excedido y probablemente por haberlos aburrido, lo que los otros se apresuraron a negar, aunque sus voces carecían de convicción. A partir de ese momento la velada comenzó a languidecer y poco tiempo después todos se retiraron a sus habitaciones.

Pero para el soldado Reiter las sorpresas aún no habían acabado.

De madrugada sintió que alguien lo removía. Abrió los ojos. Era Kruse. Sin descifrar sus palabras, las palabras que Kruse le susurraba al oído, lo cogió del cuello y apretó. Otra mano se posó en su hombro. Era el soldado Neitzke.

– No le hagas daño, imbécil -dijo Neitzke.

Reiter soltó el cuello de Kruse y escuchó la propuesta. Después se vistió aprisa y los siguió. Salieron del sótano que hacía las veces de barracón y cruzaron un largo pasillo en donde los esperaba el soldado Wilke. Wilke era un tipo pequeño, de no más de un metro cincuentaiocho, de rostro enjuto y mirada inteligente.

Al llegar junto a él todos lo saludaron con un apretón de manos, pues Wilke era así, ceremonioso, y sus compañeros sabían que con él había que seguir un protocolo. Luego ascendieron una escalera y abrieron una puerta. La habitación a la que llegaron estaba vacía y hacía frío, como si Drácula se acabara de marchar. Sólo había un viejo espejo que Wilke descolgó de la pared de piedra dejando al descubierto un pasadizo secreto.

Neitzke sacó una linterna y se la pasó a Wilke.

Caminaron durante más de diez minutos, subiendo y bajando escaleras de piedra, hasta no tener idea de si estaban en lo más alto del castillo o habían regresado al sótano por una senda alternativa. El pasadizo se bifurcaba cada diez metros y Wilke, que encabezaba la marcha, se perdió varias veces. Mientras caminaban Kruse susurró que en los pasillos había algo extraño.

Le preguntaron qué era lo que le parecía extraño y Kruse contestó que no había ratas. Mejor, dijo Wilke, odio las ratas.

Reiter y Neitzke estuvieron de acuerdo. Tampoco a mí me gustan las ratas, dijo Kruse, pero en los pasillos de un castillo, sobre todo si el castillo es antiguo, siempre hay ratas, y aquí no nos hemos topado con ninguna. Los otros meditaron en silencio la observación de Kruse y al cabo de un rato dijeron que no carecía de perspicacia. Verdaderamente era extraño no haber visto ni una sola rata. Finalmente se detuvieron y enfocaron con la linterna hacia atrás y hacia adelante, el techo del pasadizo y el suelo que se extendía serpenteando como una sombra.

Ni una sola rata. Mejor. Encendieron cuatro cigarrillos y cada uno expresó cómo le haría el amor a la baronesa Von Zumpe.

Después siguieron dando vueltas en silencio hasta que empezaron a sudar y Neitzke dijo que el aire estaba viciado.

Ensayaron entonces el camino de vuelta, con Kruse encabezando la marcha, y no tardaron en llegar a la habitación del espejo, en donde Neitzke y Kruse les dijeron adiós. Después de despedirse de sus amigos, se internaron otra vez en el laberinto, pero ahora sin hablar para que el sonido de sus murmullos no los volviera a confundir. Wilke creyó escuchar pasos, pasos que se deslizaban detrás de él. Reiter caminó durante un rato con los ojos cerrados. Cuando más desesperaban encontraron lo que estaban buscando: un pasillo lateral, estrechísimo, que se deslizaba a través de las aparentemente gruesas paredes de piedra, todas huecas, por lo visto, y en donde había aberturas o diminutas troneras que permitían una visión casi perfecta de las habitaciones espiadas.

Vieron así el aposento del oficial de las SS, iluminado por tres velas, y vieron al oficial de las SS levantado, envuelto en una bata, escribiendo algo en una mesa junto a la chimenea. Su expresión era de abandono. Y aunque eso era todo lo que había que ver, Wilke y Reiter se palmearon mutuamente la espalda, pues sólo entonces se dieron cuenta de que iban por el buen camino. Siguieron avanzando.

Por el tacto descubrieron otras aberturas. Habitaciones iluminadas por la luz de la luna o en penumbra, en donde, si pegaban la oreja a la piedra horadada, podían oír los ronquidos o los suspiros de un durmiente. La siguiente habitación iluminada era la del general Von Berenberg. Sólo una vela, colocada en una palmatoria sobre la mesilla de noche, cuya llama se movía como si alguien hubiera dejado abierta la enorme ventana del aposento, creando sombras y fantasmas que al principio camuflaron el lugar donde se hallaba el general, a los pies de la gran cama con dosel, de rodillas, rezando. El rostro de Von Berenberg estaba contraído, advirtió Reiter, como si sobre sus espaldas tuviera que soportar un peso enorme, no la vida de sus soldados, en modo alguno, ni la vida de su familia, ni siquiera su propia vida, sino el peso de su conciencia, algo que Reiter y Wilke percibieron antes de retirarse de aquella abertura, y que a ambos dejó profundamente admirados u horrorizados.

Finalmente, tras cruzar otros puntos de vigilancia sumidos en la oscuridad y el sueño, llegaron a donde en verdad querían llegar, a la habitación iluminada por nueve velas de la baronesa Von Zumpe, una habitación presidida por el retrato de un soldado monje o un guerrero que tenía la actitud reconcentrada y atormentada de un eremita, en cuyo rostro, que colgaba a un metro del lecho, se podían observar todos los sinsabores de la abstinencia y de la penitencia y de la renuncia.

Cubierta por un hombre desnudo con abundancia de vello en la parte superior de la espalda y en las piernas, descubrieron a la baronesa Von Zumpe, cuyos rizos rubios y parte de la frente albísima sobresalían ocasionalmente por debajo del hombro izquierdo de quien la estaba embistiendo. Los gritos de la baronesa al principio alarmaron a Reiter, que tardó en comprender que eran gritos de placer y no de dolor. Cuando el apareamiento terminó el general Entrescu se levantó de la cama y lo vieron caminar hasta una mesa en donde descansaba una botella de vodka. Su pene, del que colgaba una nada despreciable cantidad de secreción seminal, aún estaba erecto o semierecto y debía de medir unos treinta centímetros, reflexionó después Wilke, sin errar en el cálculo hecho a ojo.

Más que un hombre, les contó Wilke a sus compañeros, parecía un caballo. Y era, asimismo, incansable como un equino, pues tras beber un vaso de vodka volvió al lecho en donde la baronesa Von Zumpe dormitaba y, tras cambiarla de posición, empezó a follársela de nuevo, al principio con movimientos imperceptibles, pero después con violencia tal que la baronesa, de espaldas, para no chillar se mordió la palma de la mano hasta hacerse sangre. A esas alturas Wilke se había desabrochado la bragueta y se masturbaba apoyado en el muro.

Reiter lo oyó gemir a su lado. Primero pensó que era una rata que agonizaba, casualmente, junto a ellos. Un cachorro de rata.

Pero cuando vio el pene de Wilke y la mano de Wilke que se movía para adelante y para atrás sintió asco y le dio un codazo en el pecho. Wilke no le prestó la menor atención y siguió masturbándose. Reiter lo miró a la cara: el perfil de Wilke le pareció curiosísimo. Semejaba el grabado de un obrero o de un artesano, un peatón inocente a quien de pronto deja ciego un rayo de luna. Parecía estar soñando o, mejor dicho, estar rompiendo por un instante los enormes muros negros que separan la vigilia del sueño. Así que lo dejó en paz y al cabo de un rato él también empezó a tocarse, primero con discreción, por encima, después abiertamente, sacándose el pene y acomodándolo al ritmo del general Entrescu y de la baronesa Von Zumpe, que ahora ya no se mordía la mano (una mancha de sangre había crecido en la sábana, junto a sus mejillas sudorosas) sino que lloraba y decía palabras que ni el general ni ellos entendían, palabras que iban más allá de Rumanía, incluso más allá de Alemania y Europa, más allá de una posesión en el campo, más allá de unas amistades borrosas, más allá de lo que ellos, Wilke y Reiter, tal vez no el general Entrescu, entendían por amor, por deseo, por sexualidad.

Después Wilke se corrió sobre el muro y susurró, él también, su oración de soldado, y poco después Reiter se corrió sobre el muro y se mordió los labios sin decir una palabra. Y después Entrescu se levantó, y ellos vieron, o creyeron ver, gotas de sangre en su pene reluciente de semen y flujo vaginal, y después la baronesa Von Zumpe pidió un vaso de vodka, y después vieron a Entrescu y a la baronesa abrazados, de pie, cada uno sosteniendo con aire absorto sus respectivos vasos, y después Entrescu recitó un poema en su lengua, que la baronesa no entendió pero cuya musicalidad alabó, y después Entrescu cerró los ojos y fingió que escuchaba algo, la música de las esferas, y luego abrió los ojos y se sentó junto a la mesa y puso a la baronesa encima de su verga otra vez erecta (la famosa verga de treinta centímetros, orgullo del ejército rumano), y recomenzaron los gritos y los gemidos y los llantos, y mientras la baronesa descendía por la verga de Entrescu o mientras la verga de Entrescu ascendía por el interior de la baronesa Von Zumpe, el general rumano emprendió un nuevo recitado, recitado que acompañaba con el movimiento de ambos brazos (la baronesa agarrada a su cuello), un poema que una vez más ninguno de ellos entendió, a excepción de la palabra Drácula, que se repetía cada cuatro versos, un poema que podía ser marcial o podía ser satírico o podía ser metafísico o podía ser marmóreo o podía ser, incluso, antialemán, pero cuyo ritmo se acomodaba que ni hecho a propósito para tal ocasión, poema que la joven baronesa, sentada a horcajadas sobre las piernas de Entrescu, celebraba cimbrándose hacia atrás y hacia adelante, como una pastorcilla enloquecida en las vastedades de Asia, clavándole las uñas en el cuello a su amante, refregando la sangre que aún manaba de su mano derecha en la cara de su amante, untando de sangre las comisuras de sus labios, sin que por ello Entrescu dejara de recitar ese poema en el que cada cuatro versos resonaba la palabra Drácula, un poema que seguramente era satírico, decidió Reiter (con una alegría infinita) mientras el soldado Wilke volvía a hacerse una paja.

Cuando todo acabó, aunque para el inagotable Entrescu y la inagotable baronesa todo distaba mucho de haber acabado, desanduvieron en silencio los pasadizos secretos, colocaron en silencio el espejo móvil en su lugar, bajaron en silencio hasta el improvisado barracón subterráneo y se acostaron en silencio junto a sus respectivas armas y petates.

A la mañana siguiente el destacamento abandonó el castillo después de que lo hicieran los dos coches con los invitados.

Sólo el oficial de las SS permaneció junto a ellos mientras se dedicaban a barrer, a lavar y a ordenarlo todo. Después el mismo oficial, tras encontrar el trabajo a su entera satisfacción, les ordenó partir y el destacamento subió al camión y comenzaron a bajar hacia la planicie. En el castillo sólo quedó el coche, sin chofer, lo que no dejaba de ser curioso, del oficial de las SS.

Mientras se alejaban de allí Reiter lo vio: se había subido a una almena y contemplaba la marcha del destacamento, estirando cada vez más el cuello, poniéndose de puntillas, hasta que el castillo, por un lado, y el camión, por el otro, desaparecieron del todo.

Durante su servicio en Rumanía Reiter solicitó y obtuvo dos permisos que utilizó para visitar a sus padres. Allí, en su aldea, pasaba el día recostado en los roqueríos mirando el mar, pero sin ganas de nadar y mucho menos de bucear, o bien daba largos paseos por el campo que invariablemente terminaban en la casa solariega del barón Von Zumpe, vacía y empequeñecida, que ahora vigilaba el antiguo guardabosques, con el cual en ocasiones se detenía a conversar, aunque las conversaciones, si es que se las podía llamar así, eran más bien frustrantes. El guardabosques preguntaba cómo iba la guerra y Reiter se encogía de hombros. Reiter, a su vez, preguntaba por la baronesa (en realidad preguntaba por la baronesita, que era como la conocían los del lugar) y el guardabosques se encogía de hombros. Los encogimientos de hombros podían significar que uno no sabía nada o bien que la realidad era cada vez más vaga, más parecida a un sueño, o bien que todo iba mal y que lo mejor era no preguntar nada y armarse de paciencia.

También pasaba mucho rato con su hermana Lotte, que por entonces tenía más de diez años y que adoraba a su hermano.

A Reiter esta devoción le daba risa y al mismo tiempo lo entristecía hasta sumergirlo en pensamientos fatales en los que nada tenía sentido, pero se cuidaba de tomar una determinación pues estaba seguro de que una bala acabaría matándolo.

Nadie se suicida en una guerra, pensaba mientras estaba en la cama oyendo roncar a su madre y a su padre. ¿Por qué? Pues por comodidad, por dilatar el momento, porque el ser humano tiende a dejar en manos de otro su responsabilidad. La verdad es que durante una guerra es cuando más se suicida la gente, pero Reiter entonces era muy joven (aunque ya no se podía decir poco instruido) para saberlo. También, en ambos permisos, visitó Berlín (de paso hacia su aldea) y trató vanamente de encontrar a Hugo Halder.

No lo halló. En su anterior piso vivía una familia de funcionarios con cuatro hijas adolescentes. Cuando les preguntó si el anterior inquilino había dejado sus nuevas señas, el padre de familia, miembro del partido, le contestó secamente que no lo sabía, pero antes de que Reiter se marchara, en la escalera, una de las hijas, la mayor, la más guapa, alcanzó a Reiter y le dijo que ella sabía dónde vivía Halder en ese momento. Después siguió bajando la escalera y Reiter la siguió. La muchacha lo arrastró hasta un parque público. Allí, en un rincón a salvo de miradas indiscretas, se volvió, como si lo viera por primera vez, y saltó sobre él estampándole un beso en la boca. Reiter la apartó y le preguntó a santo de qué lo besaba. La muchacha le dijo que se sentía feliz de verlo. Reiter observó sus ojos, de un azul desvaído, como los ojos de una ciega, y se dio cuenta de que estaba hablando con una loca.

Aun así, quiso saber qué información poseía la muchacha sobre Halder. Ésta le dijo que si no la dejaba besarlo no se lo diría. Volvieron a besarse: la lengua de la muchacha al principio estaba muy seca y Reiter la acarició con su lengua hasta humedecerla del todo. ¿Dónde vive ahora Hugo Halder?, le preguntó.

La muchacha le sonrió como si Reiter fuera un niño un tanto obtuso. ¿No lo adivinas?, dijo. Reiter movió la cabeza negativamente.

La muchacha, que no debía de tener más de dieciséis años, se echó a reír tan fuerte que Reiter pensó que si continuaba riéndose así no tardaría en aparecer la policía, y no se le ocurrió mejor forma de callarla que besándola otra vez en la boca.

– Me llamo Ingeborg -dijo la muchacha cuando Reiter quitó sus labios de los suyos.

– Yo me llamo Hans Reiter -dijo él.

Ella miró entonces el suelo de arena y piedrecillas y empalideció visiblemente, como si estuviera en un tris de desmayarse.

– Mi nombre -repitió- es Ingeborg Bauer, espero que no te olvides de mí.

A partir de ese momento hablaron en susurros cada vez más débiles.

– No lo haré -dijo Reiter.

– Júramelo -dijo la muchacha.

– Te lo juro -dijo Reiter.

– ¿Por quién me lo juras, por tu madre, por tu padre, por Dios? -dijo la muchacha.

– Te lo juro por Dios -dijo Reiter.

– Yo no creo en Dios -dijo la muchacha.

– Entonces te lo juro por mi madre y por mi padre -dijo Reiter.

– Esos juramentos no valen -dijo la muchacha-, los padres no valen, uno siempre está tratando de olvidar que tiene padres.

– Yo no -dijo Reiter.

– Tú también -dijo la muchacha-, y yo, y todo el mundo.

– Entonces te lo juro por lo que tú quieras -dijo Reiter.

– ¿Me lo juras por tu división? -dijo la muchacha.

– Te lo juro por mi división y por mi regimiento y por mi batallón -dijo Reiter, y después agregó que también se lo juraba por su cuerpo y por su ejército.

– La verdad, no se lo digas a nadie -dijo la muchacha-, es que yo no creo en el ejército.

– ¿En qué crees? -dijo Reiter.

– En pocas cosas -dijo la muchacha después de meditar un segundo su respuesta-. A veces incluso me olvido de las cosas en que creo. Son muy pocas, muy pocas, y las cosas en las que no creo son muchas, muchísimas, tantas que consiguen ocultar las cosas en que sí creo. En este momento, por ejemplo, no me acuerdo de ninguna.

– ¿Crees en el amor? -dijo Reiter.

– No, francamente no -dijo la muchacha.

– ¿Y en la honestidad? -dijo Reiter.

– Uf, menos que en el amor -dijo la muchacha.

– ¿Crees en las puestas de sol -dijo Reiter-, en las noches estrelladas, en los amaneceres diáfanos?

– No, no, no -dijo la muchacha con un gesto de evidente asco-, no creo en ninguna cosa ridícula.

– Tienes razón -dijo Reiter-. ¿Y en los libros?

– Menos todavía -dijo la muchacha-, además en mi casa sólo hay libros nazis, política nazi, historia nazi, economía nazi, mitología nazi, poesía nazi, novelas nazis, obras de teatro nazi.

– No tenía idea de que los nazis hubieran escrito tanto -dijo Reiter.

– Tú, por lo que veo, tienes idea de muy pocas cosas, Hans -dijo la muchacha-, salvo de besarme.

– Es verdad -dijo Reiter, que siempre estaba bien dispuesto a admitir su ignorancia.

Para entonces ambos paseaban por el parque tomados de la mano y de vez en cuando Ingeborg se detenía y besaba a Reiter en la boca y quienquiera que los hubiera visto habría pensado que sólo eran un joven soldado y su novia y que no tenían dinero para ir a otro lugar y que estaban muy enamorados y que tenían muchas cosas que contarse. No obstante si ese observador hipotético se hubiera acercado a la pareja y los hubiera mirado a los ojos se habría dado cuenta de que la joven estaba loca y de que el joven soldado lo sabía y sin embargo no le importaba.

En realidad, a Reiter, a esas alturas del encuentro, ya no sólo no le importaba que la joven esuviera loca ni mucho menos la dirección de su amigo Hugo Halder, sino enterarse de una vez por todas de cuáles eran las pocas cosas que a Ingeborg le parecían dignas de un juramento. Así que preguntó y preguntó y nombró tentativamente a las hermanas de la muchacha y la ciudad de Berlín y la paz en el mundo y los niños del mundo y los pájaros del mundo y la ópera y los ríos de Europa y las imágenes, ay, de antiguos novios, y su propia vida (la de Ingeborg), y la amistad y el humor y todo cuanto se le ocurrió, recibiendo una respuesta negativa tras otra, hasta que por fin, después de dar vueltas por todos los recovecos del parque, la muchacha recordó dos cosas por las que ella daba por bueno un juramento.

– ¿Quieres saber cuáles son?

– ¡Naturalmente que quiero saberlo! -dijo Reiter.

– Espero que no te rías cuando te lo diga.

– No me reiré -dijo Reiter.

– ¿Te diga lo que te diga no te reirás?

– No me reiré -dijo Reiter.

– La primera son las tormentas -dijo la muchacha.

– ¿Las tormentas? -dijo Reiter extrañadísimo.

– Sólo las grandes tormentas, cuando el cielo se vuelve negro y el aire se vuelve gris. Truenos, rayos y relámpagos y campesinos muertos al cruzar un potrero -dijo la muchacha.

– Ya te entiendo -dijo Reiter, que francamente no amaba las tormentas-. ¿Y cuál es la segunda cosa?

– Los aztecas -dijo la muchacha.

– ¿Los aztecas? -dijo Reiter, más perplejo que con las tormentas.

– Sí, sí, los aztecas -dijo la muchacha-, los que vivían en México antes de que llegara Cortés, los de las pirámides.

– Así que los aztecas, esos aztecas -dijo Reiter.

– Son los únicos aztecas -dijo la muchacha-, los que vivían en Tenochtitlán y Tlatelolco y hacían sacrificios humanos y habitaban en dos ciudades lacustres.

– Así que vivían en dos ciudades lacustres -dijo Reiter.

– Sí -dijo la muchacha.

Durante un rato pasearon en silencio. Después la muchacha dijo: yo imagino esas ciudades como si fueran Ginebra y Montreaux. Una vez estuve con mi familia de vacaciones en Suiza. Tomamos un barco de Ginebra a Montreaux. El lago Leman es maravilloso en verano, aunque tal vez haya demasiados mosquitos. Pasamos la noche en una posada de Montreaux y al día siguiente volvimos en otro barco a Ginebra. ¿Has estado en el lago Leman?

– No -dijo Reiter.

– Es muy hermoso y no sólo existen esas dos ciudades, hay muchos pueblos a la orilla del lago, como Lausanne, que es más grande que Montreaux, o Vevey, o Evian. En realidad hay más de veinte pueblos, algunos diminutos. ¿Te haces una idea?

– Vagamente -dijo Reiter.

– Mira, éste es el lago -la muchacha con la punta del zapato dibujó el lago en el suelo-, aquí está Ginebra, aquí, en el otro extremo, Montreaux, y el resto son otros pueblos. ¿Te haces una idea, ahora?

– Sí -dijo Reiter.

– Pues así imagino yo -dijo la muchacha mientras borraba con el zapato el mapa- el lago de los aztecas. Sólo que mucho más bonito. Sin mosquitos, con una temperatura agradable todo el año, con multitud de pirámides, tantas y tan grandes que es imposible contarlas, pirámides superpuestas, pirámides que ocultan otras pirámides, todas teñidas de rojo con la sangre de la gente sacrificada cada día. Y luego imagino a los aztecas, pero eso tal vez no te interese -dijo la muchacha.

– Sí, me interesa -dijo Reiter, quien nunca antes había pensado en los aztecas.

– Son gente muy extraña -dijo la muchacha-, si los miras a los ojos, con atención, te das cuenta al cabo de poco tiempo de que están locos. Pero no están encerrados en un manicomio.

O tal vez sí. Pero aparentemente no. Los aztecas visten con suma elegancia, son muy cuidadosos al elegir los vestidos que se ponen cada día, uno diría que se pasan horas en el vestidor, eligiendo la ropa más apropiada, y luego se encasquetan unos sombreros emplumados de gran valor, y joyas en los brazos y en los pies, además de collares y anillos, y tanto los hombres como las mujeres se pintan la cara, y luego salen a pasear por las orillas del lago, sin hablar entre ellos, contemplando absortos los botes que navegan y cuyos tripulantes, si no son aztecas, prefieren bajar la mirada y seguir pescando o alejarse rápidamente de allí, pues algunos aztecas tienen caprichos crueles, y después de pasear como filósofos entran en las pirámides, que son todas huecas, con el interior semejante al de las catedrales, y cuya única iluminación es una luz cenital, una luz filtrada por una gran piedra de obsidiana, es decir una luz oscura y brillante.

A propósito, ¿has visto alguna vez una piedra de obsidiana?

– dijo la muchacha.

– No, nunca -dijo Reiter-, o tal vez sí y no me he dado cuenta.

– Te habrías dado cuenta en el acto -dijo la muchacha-.

Una obsidiana es un feldespato negro o de un verde oscurísimo, cosa de por sí curiosa porque los feldespatos suelen ser de color blanco o amarillento. Los feldespatos más importantes son la ortosa, la albita y la labradorita, para que lo sepas. Pero mi feldespato preferido es la obsidiana. Bueno, sigamos con las pirámides. En lo más alto de éstas está la piedra de los sacrificios.

¿Adivinas de qué material está hecha?

– De obsidiana -dijo Reiter.

– Exacto -dijo la muchacha-, una piedra semejante a la mesa de un quirófano, en donde los sacerdotes o médicos aztecas extendían a sus víctimas antes de arrancarles el corazón.

Pero, ahora viene lo que de verdad te sorprenderá, estas camas de piedra eran ¡transparentes! Estaban pulidas de tal manera o elegidas de tal manera que eran unas piedras de sacrificio transparentes.

Y los aztecas que estaban dentro de la pirámide contemplaban el sacrificio, como si dijéramos, desde el interior, porque, como ya habrás adivinado, la luz cenital que iluminaba las entrañas de las pirámides provenía de una abertura justo por debajo de la piedra de sacrificios. De tal manera que al principio la luz es negra o gris, una luz atenuada que sólo deja ver las siluetas de los aztecas que están, hieráticos, en el interior de las pirámides, pero luego, al extenderse la sangre de la nueva víctima sobre la claraboya de obsidiana transparente, la luz se hace roja y negra, de un rojo muy vivo y de un negro muy vivo, de modo tal que ya no sólo se distinguen las siluetas de los aztecas sino también sus facciones, unas facciones transfiguradas por la luz roja y por la luz negra, como si la luz ejerciera el poder de personalizarlos a cada uno de ellos, y eso, en resumen, es todo, pero eso puede durar mucho tiempo, eso escapa del tiempo o se instala en otro tiempo, regido por otras leyes. Cuando los aztecas abandonan el interior de las pirámides la luz del sol no les hace daño. Se comportan como si hubiera un eclipse de sol.

Y vuelven a sus quehaceres diarios, que consisten básicamente en pasear y bañarse y luego volver a pasear y quedarse mucho tiempo quietos contemplando cosas indiscernibles o estudiando los dibujos que hacen los insectos en la tierra y en comer acompañados de sus amigos, pero todos en silencio, que es casi lo mismo que comer solos, y de vez en cuando en hacer la guerra.

Y sobre el cielo siempre hay un eclipse que los acompaña -dijo la muchacha.

– Vaya, vaya, vaya -dijo Reiter, que estaba impresionado con los conocimientos de su nueva amiga.

Durante un rato, sin proponérselo, ambos pasearon en silencio por aquel parque, como si fueran aztecas, hasta que la muchacha le preguntó por quién iba a jurar, si por los aztecas o por las tormentas.

– No lo sé -dijo Reiter, que ya había olvidado a santo de qué tenía que jurar.

– Escoge -dijo la muchacha-, y piénsatelo bien porque es mucho más importante de lo que crees.

– ¿Qué es importante? -dijo Reiter.

– Tu juramento -dijo la muchacha.

– ¿Y por qué es importante? -dijo Reiter.

– Para ti no lo sé -dijo la muchacha-, pero para mí es importante porque marcará mi destino.

En ese momento Reiter recordó que tenía que jurar que nunca la olvidaría y sintió una enorme pena. Por un momento le costó respirar y luego sintió que las palabras se le atoraban en la garganta. Decidió que juraría por los aztecas, ya que las tormentas no le gustaban.

– Te lo juro por los aztecas -dijo-, nunca te olvidaré.

– Gracias -dijo la muchacha y siguieron paseando.

Al cabo de un rato, aunque ya sin interés, Reiter le preguntó la dirección de Halder.

– Vive en París -dijo la muchacha con un suspiro-, la dirección no la sé.

– Ah -dijo Reiter.

– Es normal que viva en París -dijo la muchacha.

Reiter pensó que tal vez tenía razón y que lo más normal del mundo era que Halder se hubiese mudado a París. Cuando empezó a anochecer Reiter acompañó a la muchacha hasta la puerta de su casa y luego se fue corriendo hacia la estación.

El ataque a la Unión Soviética empezó el día 22 de junio de 1941. La división 79 estaba encuadrada en el 11 Ejército alemán y pocos días después las vanguardias de la división cruzaron el río Prut y entraron en combate, hombro con hombro, con los cuerpos de ejército rumanos, que se mostraron mucho más animosos de lo que los alemanes esperaban. El avance, sin embargo, no fue tan rápido como el que experimentaron las unidades del Grupo de Ejército Sur, compuesto por el 6 Ejército, el 17 Ejército y el entonces así llamado 1.o Grupo pánzer, que con el correr de la guerra cambiaría su denominación, junto con el 2.o Grupo pánzer y el 3.o Grupo pánzer y el 4.o Grupo pánzer, por la más intimidante de Ejército pánzer. Los medios materiales y humanos del 11 Ejército eran, como cabe deducir, infinitamente menores, sin contar con la orografía de la región y la escasez de carreteras. El ataque, además, no contó con el factor sorpresa que había favorecido al Grupo de Ejército Sur, Centro y Norte. Pero la división de Reiter dio de sí lo que de ella esperaban sus mandos y cruzaron el Prut y combatieron y luego siguieron combatiendo por las llanuras y las colinas de Besarabia y luego cruzaron el Dniester y llegaron a los arrabales de Odessa y luego avanzaron, mientras los rumanos se detenían, y combatieron con tropas rusas en retirada y luego cruzaron el río Bug y siguieron avanzando, dejando tras de sí una estela de aldeas ucranianas incendiadas y graneros incendiados y bosques que de pronto echaban a arder, como por efecto de una combustión misteriosa, bosques que parecían islas oscuras en medio de interminables campos de trigo.

¿Quién prende fuego a esos bosques?, le preguntaba a veces Reiter a Wilke y Wilke se encogía de hombros y lo mismo hacían Neitzke y Kruse y el sargento Lemke, agotados de tanto caminar, pues la división 79 era una división hipomóvil, es decir una división que se movía por tracción animal, y allí los únicos animales eran las mulas y los soldados, y las mulas servían para arrastrar el material pesado y los soldados servían para caminar y combatir, como si la guerra relámpago jamás hubiera asomado su ojo blanco en el organigrama de la división, como en los tiempos napoleónicos, decía Wilke, marchas y contramarchas y marchas forzadas, más bien siempre marchas forzadas, decía Wilke, y luego decía, sin levantarse del suelo, como el resto de sus compañeros, no sé quién demonios incendia los bosques, nosotros seguro que no hemos sido, ¿verdad, muchachos?, y Neitzke decía no, nosotros no, y Kruse y Barz decían lo mismo, y hasta el sargento Lemke decía que no, nosotros hemos quemado esa aldea de allá o hemos bombardeado esa aldea de la izquierda o de la derecha, pero el bosque no, y sus hombres asentían y nadie decía una palabra más, sólo se quedaban mirando el fuego del bosque, cómo el fuego iba convirtiendo la isla oscura en isla roja anaranjada, tal vez ha sido el batallón del capitán Ladenthin, decía uno, ellos venían por allí, han debido encontrar resistencia en el bosque, tal vez ha sido la compañía de zapadores, decía otro, pero la verdad es que no habían visto nada, ni soldados alemanes en los alrededores ni soldados soviéticos resistiendo en ese sector, sólo el bosque negro en medio de un mar amarillo y bajo un cielo celeste brillante, y de pronto, sin previo aviso, como si estuvieran en un gran teatro de trigo y el bosque fuera el escenario y el proscenio de ese teatro circular, el fuego que lo devoraba todo y que era hermoso.

Después de cruzar el Bug la división cruzó el Dniéper y penetró en la península de Crimea. Reiter combatió en Perekop y en varias aldeas cercanas a Perekop cuyo nombre nunca supo pero por cuyas calles de tierra anduvo, apartando cadáveres, ordenando a los viejos, a las mujeres y a los niños que entraran en sus casas y no salieran. A veces se sentía mareado. A veces notaba que al levantarse bruscamente la visión se le nublaba, se le volvía negra, llena de puntitos granulados semejantes a una lluvia de meteoritos. Pero los meteoritos se movían de una manera muy extraña. O no se movían. Eran meteoritos inmóviles.

A veces se lanzaba, junto con sus compañeros, a la conquista de una posición enemiga sin tomar la más mínima precaución, lo que le acarreó fama de temerario y valiente, aunque él sólo buscaba una bala que pusiera paz en su corazón. Una noche, sin proponérselo, habló del suicidio con Wilke.

– Los cristianos nos masturbamos pero no nos suicidamos -le dijo Wilke y Reiter, antes de dormirse, se quedó pensando en sus palabras, pues sospechaba que tras la broma de Wilke tal vez se escondía una verdad.

Sin embargo no por ello cambió de parecer. Durante la batalla por la toma de Chornomorske, en donde tuvo un papel destacado el regimiento 310 y en especial el batallón de Reiter, éste expuso su vida al menos en tres ocasiones, la primera al asaltar una casamata hecha con ladrillos en las afueras de Kirovske, en el empalme entre Chernishove, Kirovske y Chornomorske, una casamata que no hubiera resistido ni una sola andanada de artillería, una casamata que a Reiter lo emocionó nada más verla porque revelaba pobreza e inocencia, como si hubiera sido construida por niños y estuviera defendida por otros niños. La compañía carecía de munición de morteros y decidieron tomarla al asalto. Pidieron voluntarios. Reiter fue el primero en dar un paso al frente. Se le unió casi enseguida el soldado Voss, que también era un valiente o un suicida en potencia, y otros tres soldados más. El asalto fue rápido: Reiter y Voss avanzaron por el flanco izquierdo de la casamata, los otros tres por el derecho. Cuando estaban a veinte metros unos disparos de fusilería salieron del interior de la casamata. Los tres que iban por el flanco derecho se echaron a tierra. Voss dudó.

Reiter siguió corriendo. Oyó el zumbido de una bala que le pasó a pocos centímetros de la cabeza pero no se agachó. Por el contrario, su cuerpo pareció empinarse en un vano afán de ver los rostros de los adolescentes que iban a acabar con su vida, pero no pudo ver nada. Otra bala le rozó el brazo derecho. Sintió que alguien lo empujaba por la espalda y lo derribaba. Era Voss, que aunque temerario aún conservaba algo de sentido común.

Durante un rato vio cómo su compañero, tras haberlo arrojado al suelo, se ponía a reptar en dirección a la casamata.

Vio piedras, yerbajos, flores silvestres y las suelas herradas de Voss que lo dejaba atrás, levantando una diminuta nube de polvo, diminuta para él, se dijo, pero no para las caravanas de hormigas que cruzaban la tierra de norte a sur mientras Voss reptaba de este a oeste. Luego se levantó y se puso a disparar hacia la casamata, por encima del cuerpo de Voss, y volvió a oír las balas que silbaban cerca de su cuerpo, mientras él disparaba y caminaba, como si estuviera paseando y tomando fotos, hasta que la casamata explotó alcanzada por una granada y luego por otra y otra, arrojadas por los soldados del flanco derecho.

La segunda ocasión en la que estuvo a punto de morir fue en la toma de Chornomorske. Los dos principales regimientos de la división 79 comenzaron el ataque después de que toda la artillería divisionaria se concentrara en el sector de los muelles, una zona desde la que partía la carretera que unía Chornomorske con Evpatoria, Frunze, Inkerman y Sebastopol, y que carecía de accidentes geográficos de consideración. El primer ataque fue rechazado. El batallón de Reiter, que se mantenía en la reserva, salió con la segunda oleada. Los soldados echaron a correr por encima de las alambradas mientras la artillería corregía el tiro y machacaba los nidos de ametralladora soviéticos que habían sido localizados. Mientras corría, Reiter empezó a sudar como si de pronto, en una fracción de segundo, hubiera enfermado. Pensó que esta vez sí que moriría y la cercanía del mar contribuyó a reafirmar esta idea. Primero atravesaron un descampado y luego salieron por un huerto, con una casita desde una de cuyas ventanas, una ventana diminuta, asimétrica, los miró un viejo de barba blanca. A Reiter le pareció que el viejo estaba comiendo algo porque movía los carrillos.

Al otro lado del huerto había un camino de tierra y poco más allá vieron a cinco soldados soviéticos arrastrando con dificultad un cañón. Los mataron a los cinco y siguieron corriendo.

Unos continuaron por el camino y otros se metieron en un bosquecillo de pinos.

En el bosque Reiter vio una figura entre la hojarasca y se detuvo. Era la estatua de una diosa griega o eso creyó. Tenía el pelo recogido y era alta y la expresión era impasible. Bañado en transpiración Reiter se puso a temblar y alargó el brazo. El mármol o la piedra, fue incapaz de precisarlo, estaba frío. La ubicación de la estatua no carecía de cierto sinsentido, pues aquel lugar oculto por las ramas de los árboles no era el sitio más idóneo para colocar una escultura. Durante un instante, breve y doloroso, Reiter pensó que debía preguntarle algo a la estatua, pero no se le ocurrió ninguna pregunta y su rostro se deformó en una mueca de sufrimiento. Luego echó a correr.

El bosque terminaba en una quebrada desde la que se veía el mar y el puerto y una especie de paseo marítimo bordeado de árboles y bancos para sentarse y casas blancas y edificios de tres pisos que parecían hoteles o clínicas de salud. Los árboles eran grandes y oscuros. Entre las colinas se distinguía alguna casa en llamas y en el puerto, empequeñecidas, un grupo de personas se agolpaban para subir a un barco. El cielo era muy azul y el mar parecía calmo, sin una ola. Por la izquierda, siguiendo un camino que descendía zigzagueante, aparecieron los primeros hombres de su regimiento mientras unos pocos rusos huían y otros levantaban los brazos y salían de unos almacenes de pescado cuyas paredes estaban ennegrecidas. Los hombres que iban con Reiter bajaron por la colina en dirección a una plaza alrededor de la cual se levantaban dos edificios nuevos, de cinco pisos, pintados de blanco. Al llegar a la plaza, desde varias ventanas, les dispararon. Los soldados se pusieron a cubierto detrás de los árboles, menos Reiter, que siguió caminando como si no hubiera oído nada hasta alcanzar la puerta de uno de los edificios. Una de las paredes estaba decorada con un mural en el que se veía a un viejo marinero leyendo una carta.

Algunas líneas de ésta eran perfectamente visibles para el espectador, pero estaban escritas en alfabeto cirílico y Reiter no entendió nada. Las baldosas del suelo eran grandes y de color verde. No había ascensor por lo que Reiter empezó a subir por las escaleras. Al llegar al primer rellano le dispararon. Vio una sombra que se asomaba y luego sintió un aguijón en el brazo derecho. Siguió subiendo. Le volvieron a disparar. Se quedó quieto. La herida casi no sangraba y el dolor era perfectamente soportable. Tal vez ya esté muerto, pensó. Luego pensó que no lo estaba y que no debía desmayarse, no hasta recibir un balazo en la cabeza. Se dirigió a uno de los pisos y abrió la puerta de una patada. Vio una mesa, cuatro sillas, un aparador de cristal lleno de platos y con algunos libros encima. En la habitación encontró a una mujer y a dos niños de corta edad. La mujer era muy joven y lo miró aterrorizada. No te haré nada, le dijo, y trató de sonreír mientras retrocedía. Luego entró en otro piso y dos milicianos con el pelo cortado al rape levantaron las manos y se rindieron. Reiter ni siquiera los miró. De los otros pisos fue saliendo gente con traza de hambrientos o de reclusos de reformatorio. En una habitación, junto a una ventana abierta, encontró dos viejos fusiles que arrojó hacia la calle al tiempo que hacía señas a sus compañeros para que dejaran de disparar.

La tercera ocasión en que estuvo a punto de morir fue semanas después, durante el ataque a Sebastopol. El avance esta vez fue contenido. Cada vez que las tropas alemanas intentaban tomar una línea de defensa la artillería de la ciudad descargaba sobre ellos una lluvia de proyectiles. En las inmediaciones de la ciudad, junto a las trincheras rusas, se hacinaban los cuerpos destrozados de los soldados alemanes y rumanos. En más de una ocasión la lucha fue cuerpo a cuerpo. Los batallones de asalto llegaban a una trinchera en donde encontraban a marineros rusos y combatían durante cinco minutos, al cabo de los cuales uno de los dos bandos retrocedía. Pero luego volvían a aparecer más marineros rusos gritando hurra y la pelea recomenzaba.

Para Reiter la presencia de los marineros en aquellas trincheras polvorientas estaba cargada de presagios funestos y liberadores. Uno de ellos, seguramente, lo mataría y entonces él volvería a sumergirse en las profundidades del Báltico o del Atlántico o del Mar Negro, pues todos los mares, finalmente, eran un único mar y en el fondo del mar lo aguardaba un bosque de algas. O simplemente desaparecería, sin más.

Según Wilke aquello era cosa de locos, ¿de dónde salían los marineros rusos?, ¿qué hacían los marineros rusos allí, a varios kilómetros de su elemento natural, el mar y los barcos? A menos que los Stukas hubieran hundido todos los barcos de la flota rusa, fantaseaba Wilke, y que el Mar Negro se hubiera secado, cosa que él, evidentemente, no creía. Pero esto sólo se lo decía a Reiter, pues los demás aceptaban todo lo que veían o les sucedía como algo normal. En uno de los ataques murió Neitzke y varios más de su compañía. Una noche, en las trincheras, Reiter se irguió en toda su estatura y se puso a contemplar las estrellas pero su atención, inevitablemente, se vio desviada hacia Sebastopol. La ciudad, a lo lejos, era una mole negra con bocas rojas que se abrían y se cerraban. Los soldados la llamaban la trituradora de huesos, pero esa noche a Reiter no le pareció una máquina sino la reencarnación de un ser mitológico, un animal vivo a quien le costaba respirar. El sargento Lemke le ordenó que se agachara. Reiter lo contempló desde lo alto, se sacó el casco, se rascó la cabeza y antes de que pudiera ponerse de nuevo el casco una bala lo tumbó. Mientras caía sintió cómo otra bala penetraba en su tórax. Miró al sargento Lemke con ojos apagados: le pareció similar a una hormiga que paulatinamente se iba haciendo más y más grande. A unos quinientos metros de allí cayeron varios proyectiles de artillería.

Dos semanas después recibió la cruz de hierro. Un coronel se la entregó en el hospital de campaña de Novoselivske, le dio la mano, le dijo que había estupendos informes sobre su actuación en Chornomorske y Mykolaivka y luego se marchó. Reiter no podía hablar pues una bala le había atravesado la garganta.

La herida en el tórax ya no revestía gravedad y poco después fue trasladado de la península de Crimea hacia Krivoi Rog, en Ucrania, en donde había un hospital más grande y en donde volvieron a operarlo de la garganta. Tras la operación volvió a comer con normalidad, a mover el cuello como antes, pero siguió sin poder hablar.

Los médicos que lo trataban no sabían si darle un permiso para que volviera a Alemania o si reenviarlo hacia su división, que por entonces seguía sitiando Sebastopol y Kerch. La llegada del invierno y el contraataque soviético que consiguió desmoronar en parte las líneas alemanas pospuso la decisión y finalmente Reiter ni fue enviado a Alemania ni se reincorporó a su unidad.

Pero como tampoco podía permanecer en el hospital fue enviado, con otros tres heridos de la división 79, a la aldea de Kostekino, a orillas del Dniéper, que algunos llamaban por el nombre de Granja Modelo Budienny y otros por el nombre de Arroyo Dulce, debido a un arroyo, afluente del Dniéper, cuyas aguas eran de una dulzura y pureza inusuales en la comarca.

Kostekino, por lo demás, no llegaba ni siquiera a ser una aldea.

Unas cuantas casas desperdigadas bajo las colinas, cercas de madera que se caían de viejas, dos graneros podridos, una carretera de tierra que en invierno se volvía intransitable por la nieve y el barro que comunicaba la aldea con un pueblo por donde pasaba el tren. En las afueras había un sovjoz abandonado que cinco alemanes intentaban volver a poner en marcha.

La mayor parte de las casas estaban abandonadas, según algunos porque los aldeanos habían huido ante la irrupción del ejército alemán, según otros porque el ejército rojo los había enrolado a la fuerza.

Los primeros días Reiter durmió en lo que debía de haber sido una oficina agrónoma o tal vez la sede del Partido Comunista, el único edificio de ladrillos y cemento del pueblo, pero la convivencia con los pocos alemanes que vivían en Kostekino, los técnicos y los convalecientes, no tardó en resultarle intolerable.

Así que decidió instalarse en una de las muchas isbas vacías.

Todas parecían, a primera vista, iguales. Una noche, mientras tomaba café en la casa de ladrillos, Reiter escuchó una versión distinta: los aldeanos ni habían sido enrolados a la fuerza ni habían huido. El despoblamiento era consecuencia directa del paso por Kostekino de un destacamento del Einsatzgruppe C, los cuales procedieron a eliminar físicamente a todos los judíos de la aldea. Como no podía hablar no hizo ninguna pregunta, pero al día siguiente se dedicó a estudiar con mayor atención todas las casas.

En ninguna de ellas encontró rastro alguno que indicara el origen o la religión de sus antiguos moradores. Finalmente se instaló en una que estaba cerca del Arroyo Dulce. La primera noche que pasó allí tuvo pesadillas que lo despertaron varias veces.

Era incapaz, sin embargo, de recordar con qué estaba soñando.

La cama en la que dormía era una cama estrecha y muy mullida, junto a la chimenea, en el primer piso de la casa. El segundo piso era una especie de buhardilla en donde había otra cama y una ventana redonda y mínima, como el ojo de buey de un barco. En un arcón encontró varios libros, la mayoría en ruso, pero algunos, para su sorpresa, en alemán. Como sabía que muchos de los judíos del este conocían la lengua alemana supuso que la casa, en efecto, había pertenecido a un judío.

A veces, en medio de la noche, tras despertar gritando de una pesadilla y encender la vela que siempre dejaba a un lado de la cama, se quedaba quieto durante mucho rato, sentado con las piernas fuera de las mantas, contemplando los objetos que danzaban con la luz de la vela, sintiendo que nada tenía remedio, mientras el frío lo iba helando paulatinamente. A veces, por la mañana, al despertar, volvía a quedarse quieto mirando el techo de barro y paja y pensaba que aquella casa tenía un no sé qué de femenino.

Cerca de allí vivían unos ucranianos que no eran de Kostekino y que habían llegado hacía poco para trabajar en el antiguo sovjoz. Cuando salía de casa los ucranianos lo saludaban quitándose los gorros e inclinándose levemente. Reiter, los primeros días, ni siquiera contestaba a los saludos. Pero después, tímidamente, levantaba la mano y los saludaba como si les dijera adiós. Cada mañana iba al Arroyo Dulce. Con el cuchillo hacía un agujero y luego metía un cazo y sacaba algo de agua que bebía allí mismo sin importarle lo fría que estuviera.

Con la llegada del invierno todos los alemanes se recluyeron en el edificio de ladrillo y a veces celebraban fiestas que duraban hasta el amanecer. Nadie se acordaba de ellos, como si el colapso del frente los hubiera hecho desaparecer. A veces, los soldados salían en busca de mujeres. Otras veces hacían el amor entre ellos y nadie decía nada. Esto es el paraíso congelado, le dijo a Reiter uno de sus antiguos compañeros de la 79. Reiter lo miró como si no entendiera nada y el compañero le palmeó la espalda y dijo pobre Reiter, pobre Reiter.

En cierta ocasión, después de mucho sin hacerlo, Reiter se miró en un espejo encontrado en un rincón de su isba y le costó reconocerse. Tenía una barba rubia y enmarañada, el pelo largo y sucio, los ojos secos y vacíos. Mierda, pensó. Luego se quitó la venda de la garganta: la herida cicatrizaba aparentemente sin mayores problemas, pero la venda estaba sucia y las costras de sangre le daban un tacto acartonado, por lo que decidió arrojarla a la chimenea. Después se puso a buscar por toda la casa algo que le sirviera para reemplazar la venda y así encontró los papeles de Borís Abramovich Ansky y el escondite detrás de la chimenea.

El escondite era extremadamente simple pero también extremadamente ingenioso. La chimenea, que también servía de cocina, tenía la boca lo suficientemente ancha y el tiro lo suficientemente alargado como para que una persona, agachada, pudiera introducirse en ella. Si la anchura era perceptible a simple vista, la profundidad de la chimenea, vista desde fuera, resultaba indescifrable, pues las paredes tiznadas ejercían aquí la función del más sutil camuflaje. El ojo no podía apreciar la hendidura que se formaba al final de la bocana, hendidura escasa pero suficiente para que una persona, sentada y con las rodillas bien levantadas, permaneciera allí protegida por la oscuridad.

Aunque para que el escondite funcionara a la perfección, meditó Reiter en la soledad de su isba, era necesario que hubiera dos personas: el que se escondía y alguien que se quedaba afuera y ponía una olla con sopa a calentar y luego encendía el fuego de la chimenea y lo atizaba una y otra vez.

Durante muchos días este problema ocupó su mente, pues creía que su resolución lo llevaría a conocer mejor la vida o la forma de pensar o el grado de desesperación que alguna vez aquejó a Borís Ansky o a alguien a quien Borís Ansky conocía muy bien. En varias ocasiones intentó encender el fuego desde dentro. Sólo una vez lo logró. Colgar una olla de agua o poner el samovar junto a los tizones resultaba una tarea imposible, por lo que finalmente decidió que quien había construido el escondrijo lo hizo pensando en que alguien, algún día, se escondería y otra persona lo ayudaría a esconderse. El que se salva, pensó Reiter, y el que lo salva. El que vivirá y el que morirá.

El que huirá cuando caiga la noche y el que se quedará y se convertirá en víctima. A veces, por las tardes, se metía dentro del escondite, armado sólo con los papeles de Borís Ansky y una vela, y se estaba allí hasta bien avanzada la noche, hasta que se le acalambraban los músculos y se le helaba el cuerpo, leyendo, leyendo.

Borís Abramovich Ansky había nacido en el año 1909, en Kostekino, en aquella misma casa que ahora ocupaba el soldado Reiter. Sus padres eran judíos, como casi todos los habitantes de la aldea, y se ganaban la vida con el comercio de blusas, que el padre compraba al por mayor en Dnepropetrovsk y en ocasiones en Odessa y luego revendía por todas las aldeas de la comarca. La madre criaba gallinas y vendía huevos y no necesitaban comprar verduras pues poseían un huerto pequeño pero muy bien aprovechado. Sólo tuvieron un hijo, Borís, ya a avanzada edad, como el Abraham y la Sara bíblicos, algo que los llenó de alegría.

En ocasiones, cuando Abraham Ansky se reunía con sus amigos, solía bromear al respecto y decía, hablando de lo consentido que era su hijo, que a veces pensaba que hubiera debido sacrificarlo cuando aún era pequeño. Los ortodoxos de la aldea se escandalizaban o hacían como que se escandalizaban y los demás se reían abiertamente cuando Abraham Ansky concluía:

¡pero en vez de sacrificarlo a él sacrifiqué una gallina!

¡Una gallina!, ¡una gallina!, ¡no un cordero ni a mi primogénito sino una gallina!, ¡la gallina de los huevos de oro!

A los catorce años Borís Ansky se alistó en el ejército rojo.

La despedida de sus padres fue conmovedora. Primero se puso a llorar desconsoladamente el padre, luego la madre y finalmente Borís se lanzó a sus brazos y también se puso a llorar. El viaje hasta Moscú fue inolvidable. En el camino vio rostros increíbles, oyó conversaciones o monólogos increíbles, leyó en las paredes proclamas increíbles que anunciaban el principio del paraíso, y todo lo que encontró, ya fuera caminando o en tren, lo afectó vivamente pues aquélla era la primera vez que salía de su aldea, si se exceptúan dos viajes en los que acompañó a su padre vendiendo blusas por la comarca. En Moscú se dirigió a una oficina de reclutamiento y al alistarse para combatir a Wrangel le dijeron que Wrangel ya había sido derrotado. Entonces Ansky dijo que quería alistarse para combatir a los polacos y le dijeron que los polacos ya habían sido derrotados. Entonces Ansky gritó que quería alistarse para combatir a Krasnov o a Denikin y le dijeron que Denikin y Krasnov ya habían sido derrotados. Entonces Ansky dijo que, bueno, él se quería alistar para combatir a los cosacos blancos o a los checos o a Koltschak o a Yudenitsch o a las tropas aliadas y le dijeron que todos ellos ya habían sido derrotados. Las noticias llegan tarde a tu pueblo, le dijeron. Y también le dijeron: ¿de dónde eres, muchacho?

Y Ansky dijo de Kostekino, junto al Dniéper. Y entonces un soldado viejo que fumaba en pipa le preguntó su nombre y luego le preguntó si era judío. Y Ansky dijo que sí, que era judío, y miró al viejo soldado a los ojos y sólo entonces se dio cuenta de que era tuerto y además le faltaba un brazo.

– Tuve un camarada judío, en la campaña contra los polacos -dijo el viejo echando una bocanada de humo por la boca.

– Cómo se llama -preguntó Ansky-, tal vez lo conozca.

– ¿Es que conoces a todos los judíos del país de los sóviets, muchacho? -le preguntó el soldado tuerto y manco.

– No, claro que no -dijo Ansky poniéndose colorado.

– Se llamaba Dimitri Verbitsky -dijo el tuerto desde su rincón – y murió a cien kilómetros de Varsovia.

Luego el tuerto se removió, se tapó con una manta hasta el cogote y dijo: nuestro comandante se llamaba Korolenko y también murió aquel mismo día. Entonces, a una velocidad supersónica, Ansky imaginó a Verbitsky y a Korolenko, vio a Korolenko burlándose de Verbitsky, escuchó las palabras que Korolenko decía a espaldas de Verbitsky, entró en los pensamientos nocturnos de Verbitsky, en los deseos de Korolenko, en las vagas y cambiantes esperanzas de ambos, en sus convicciones y en sus cabalgatas, en los bosques que dejaban atrás y en las tierras inundadas que cruzaban, en los ruidos de las noches al raso y en las conversaciones ininteligibles de los soldados por las mañanas, antes de volver a montar. Vio aldeas y tierras de labranza, vio iglesias y humaredas inciertas que se levantaban en el horizonte, hasta llegar al día en que ambos murieron, Verbitsky y Korolenko, un día perfectamente gris, totalmente gris, absolutamente gris, como si una nube de mil kilómetros de largo hubiera pasado por aquellas tierras, sin detenerse, interminable.

En ese momento, que no alcanzó a durar ni un segundo, Ansky decidió que no quería ser soldado, pero también en ese momento el suboficial de la oficina del ejército le extendió un papel y le dijo que firmara. Ya era un soldado.

Los siguientes tres años se los pasó viajando. Estuvo en Siberia y en las minas de plomo de Norilsk y recorrió la cuenca del Tunguska escoltando a técnicos de Omsk que buscaban yacimientos de carbón y estuvo en Yakutsk y ascendió por el Lena hasta el océano Glacial Ártico, más allá del círculo polar, y acompañó a un grupo de ingenieros y a un médico neurólogo hasta las islas de Nueva Siberia en donde dos de los ingenieros se volvieron locos, uno de ellos en la variante de loco pacífico, pero el otro en la variante de loco peligroso, a quien tuvieron que liquidar allí mismo por indicación del neurólogo, que explicó que esa clase de locos no tenía remedio, menos aún en medio de la blancura de aquel paisaje que enceguecía o disturbaba la mente, y luego estuvo en el mar de Ojotsk con un destacamento de intendencia que llevaba suministros a un destacamento de exploradores perdidos, pero el destacamento de intendencia, al cabo de pocos días, también se perdió y terminaron comiéndose ellos las provisiones de los exploradores y luego estuvo en un hospital de Vladivostok y luego en Amur y luego conoció las riberas del lago Baikal, adonde llegaban miles de pájaros, y la ciudad de Irkutsk y finalmente estuvo persiguiendo bandidos en Kazajastán, antes de volver a Moscú y dedicarse a otros asuntos.

Y estos asuntos fueron la lectura y la visita a museos, la lectura y los paseos por el parque, la lectura y la asistencia casi maniática a toda clase de conciertos, veladas teatrales, conferencias literarias y políticas, de las que extrajo muchas y muy buenas enseñanzas, y que supo aplicar al bagaje de cosas vividas que tenía acumuladas. Y también por aquel tiempo conoció a Efraim Ivánov, el escritor de ciencia ficción, lo conoció en un café de literatos, el mejor café de literatos de Moscú, en realidad en la terraza del café, en donde Ivánov bebía vodka en una mesa apartada, bajo las ramas de un roble enorme que llegaba hasta el tercer piso de la casa, y se hicieron amigos, en parte porque a Ivánov le interesaron las ideas peregrinas de Ansky y en parte porque éste demostraba, al menos en aquel tiempo, una admiración sin reservas ni resquicios por la obra del escritor científico, como gustaba llamarse Ivánov en lugar de escritor fantástico, que era la denominación oficial y popular para clasificar el tipo de obras que hacía. Por esos años Ansky pensaba que la revolución no tardaría en extenderse por todo el mundo, pues sólo un imbécil o un nihilista no podía ver en ella o intuir en ella el potencial de progreso y felicidad que traía. La revolución, pensaba Ansky, terminará aboliendo la muerte.

Cuando Ivánov le decía que eso era imposible, que la muerte estaba junto al hombre desde tiempos inmemoriales, contestaba que de eso precisamente se trataba, justo de eso, incluso exclusivamente de eso, abolir la muerte, abolirla para siempre, sumergirnos todos en lo desconocido hasta encontrar otra cosa. La abolición, la abolición, la abolición.

Ivánov era miembro del partido desde 1902. En aquella época había intentado escribir cuentos a la manera de Tolstói, Chéjov, Gorki, es decir había intentado plagiarlos sin demasiado éxito, por lo que, tras una larga reflexión (toda una noche de verano), decidió astutamente escribir a la manera de Odoevski y Lazhéchnikov. Cincuenta por ciento de Odoevski y cincuenta por ciento de Lazhéchnikov. No le fue mal, en parte porque los lectores habían olvidado, con esa falta de memoria característica de los lectores, al pobre Odoevski (nacido en 1803 y muerto en 1869) y al pobre Lazhéchnikov (nacido en 1792 y muerto, como Odoevski, en 1869), y en parte porque la crítica literaria, tan aguda como siempre, ni extrapoló ni ató cabos ni se dio cuenta de nada.

En 1910 Ivánov era lo que se suele llamar un escritor prometedor, del que se esperaban grandes cosas, pero Odoevski y Lazhéchnikov, como moldes a imitar, ya no daban para más y la producción artística de Ivánov sufrió un parón o, depende de la óptica, un hundimiento, del que no lo pudo sacar ni siquiera la nueva mezcla que intentó in extremis: mezclar al hoffmaniano Odoevski y al fan de Walter Scott Lazhéchnikov con la estrella ascendente de Gorki. Sus relatos, tuvo que aceptarlo, ya no interesaban, y su economía, pero más su orgullo, se resintió por ello. Hasta la revolución de octubre Ivánov trabajó esporádicamente en revistas científicas, en revistas agrícolas, como corrector de pruebas, como vendedor de bombillas eléctricas, como ayudante en un bufete de abogados, sin descuidar sus trabajos en el partido, en donde hacía prácticamente todo lo que hiciera falta, desde redactar e imprimir panfletos hasta conseguir papel y servir de enlace con los escritores afines y con algunos compañeros de viaje. Y todo lo hizo sin quejarse ni abandonar sus inveteradas costumbres: la visita diaria a los locales donde se reunía la bohemia moscovita y el vodka.

El triunfo de la revolución no mejoró sus expectativas literarias ni laborales, más bien al contrario, el trabajo se duplicó y en no pocas ocasiones se triplicó y a veces hasta se cuadruplicó, pero Ivánov cumplió con su deber sin quejarse. Un día le pidieron un relato cuyo tema debía versar sobre la vida en Rusia en el año 1940. En tres horas Ivánov escribió su primer cuento de ciencia ficción. Se titulaba El tren de los Urales y un niño, que viajaba en un tren cuya media de velocidad era de doscientos kilómetros, contaba con su propia voz aquello que pasaba ante sus ojos: fábricas relucientes, campos bien trabajados, aldeas nuevas y modélicas constituidas por dos o tres edificios de más de diez pisos, visitadas por alegres delegaciones extranjeras que tomaban buena nota de los progresos logrados para aplicarlos después en sus respectivos países. El niño que viajaba en El tren de los Urales iba a visitar a su abuelo, un excombatiente del ejército rojo que tras haber conseguido un título universitario a una edad impropia para el estudio dirigía un laboratorio dedicado a complicadas investigaciones envueltas en el mayor de los misterios. Mientras salían de la estación tomados de la mano, el abuelo, un tipo enérgico que no aparentaba más de cuarenta años aunque era obvio que tenía muchos más, le contaba al niño algunos de los avances logrados últimamente, pero el nieto, un niño al fin y al cabo, lo obligaba a contarle historias de la revolución y de la guerra contra los blancos y contra la intervención extranjera, algo a lo que el abuelo, un viejo al fin y al cabo, accedía con gusto. Y eso era todo. Su recepción por parte de los lectores fue un acontecimiento.

El primer sorprendido, hay que decirlo, fue el propio escritor.

El segundo sorprendido fue el jefe de redacción, que había leído el cuento con un lápiz, para corregir las erratas, y al que no le pareció gran cosa. A la redacción de la revista llegaron cartas pidiendo más colaboraciones de ese «desconocido Ivánov», de ese «esperanzador Ivánov», «un escritor que cree en el mañana», «un autor que infunde fe en el futuro por el que estamos luchando», y las cartas venían de Moscú y de Petrogrado, pero también llegaron cartas de combatientes y activistas políticos de los rincones más lejanos que se habían sentido identificados con la figura del abuelo, lo que provocó el insomnio del jefe de redacción, un marxista dialéctico y metódico y materialista y nada dogmático, un marxista que como buen marxista no sólo había estudiado a Marx sino también a Hegel y a Feuerbach (e incluso a Kant) y que se reía de buena gana cuando releía a Lichtenberg y que había leído a Montaigne y a Pascal y que conocía bastante bien los escritos de Fourier, que no podía dar crédito a que entre tantas cosas buenas (o, sin exagerar, entre algunas cosas buenas) que había publicado la revista, fuera este cuento, sentimentaloide y sin agarradero científico, el que más hubiera emocionado a los ciudadanos de la tierra de los sóviets.

Algo va mal, pensó. Naturalmente, a la noche de insomnio del jefe de redacción se añadió la noche de gloria y vodka de Ivánov, que decidió celebrar su éxito primero en los peores tugurios de Moscú y luego en la Casa del Escritor, en donde cenó con cuatro amigos que parecían los cuatro jinetes del Apocalipsis.

A partir de este momento a Ivánov sólo le pidieron cuentos de ciencia ficción y éste, fijándose muy bien en el primero, que había escrito como si dijéramos al descuido, repitió la fórmula con variantes que fue extrayendo del hondo caudal de la literatura rusa y de algunas publicaciones de química, biología, medicina, astronomía, que acumulaba en su cuarto como el usurero acumula los impagos, las letras de crédito, los cheques vencidos.

De esta manera su nombre se hizo conocido en todos los rincones de la Unión Soviética y no tardó en establecerse como un escritor profesional, un hombre que vivía únicamente de lo que le proporcionaban sus libros y que acudía a congresos y conferencias en universidades y fábricas y cuyos trabajos se disputaban las revistas y periódicos literarios.

Pero todo envejece y la fórmula del futuro radiante más el héroe que en el pasado había contribuido a crear ese futuro radiante más el niño (o la niña) que en el futuro, que en sus relatos era presente, disfrutaba de toda esa cornucopia y de la inventiva comunista, también envejeció. Para cuando Ansky conoció a Ivánov éste ya no era un éxito de ventas y sus novelas y cuentos, que muchos consideraban cursis o insufribles, ya no despertaban el entusiasmo que despertaron en otra época.

Pero Ivánov seguía escribiendo y lo seguían publicando y seguía cobrando cada mes un sueldo por sus visiones arcádicas.

Era, todavía, miembro del partido. Pertenecía a la Asociación de Escritores Revolucionarios. Su nombre figuraba en las listas oficiales de creadores soviéticos. Exteriormente era un hombre feliz, soltero, que tenía una habitación grande y confortable en una casa de un buen barrio de Moscú, que se acostaba de vez en cuando con prostitutas ya no tan jóvenes con las que terminaba cantando y llorando, que comía al menos cuatro veces a la semana en el restaurante de los escritores y poetas.

En su fuero interno, sin embargo, Ivánov sentía que le faltaba algo. El paso decisivo, el golpe de audacia. El momento en que la larva, con una sonrisa de abandono, se convierte en mariposa.

Entonces apareció el joven judío Ansky y sus ideas disparatadas, sus visiones siberianas, sus incursiones en tierras malditas, el caudal de experiencia salvaje que sólo puede tener un joven de dieciocho años. Pero Ivánov también había tenido dieciocho años y ni por asomo experimentó jamás algo parecido a lo que contaba Ansky. Tal vez, pensó, se deba a que él es judío y yo no. Pronto desechó esta idea. Tal vez se deba a su ignorancia, pensó. A su carácter impulsivo. A su desprecio por las normas que rigen una vida, incluso una vida burguesa, pensó.

Y luego se puso a pensar en lo repulsivos que resultaban, vistos de cerca, los artistas o seudoartistas adolescentes. Pensó en Maiakovski, a quien conocía personalmente, con quien había hablado en una ocasión, tal vez en dos, y en su vanidad enorme, una vanidad que escondía, probablemente, su falta de amor por el prójimo, su desinterés por el prójimo, su ansia desmedida de fama. Y después pensó en Lérmontov y en Pushkin, inflados como estrellas de cine o cantantes de ópera. Nijinski.

Gúrov. Nadson. Blok (a quien conoció personalmente y que era insoportable). Rémoras para el arte, pensó. Se creen soles y todo lo queman, pero no son soles, sólo son meteoritos errantes y nadie, en el fondo, les presta atención. Humillan, pero no queman. Y finalmente siempre son ellos los humillados, pero humillados de verdad, pateados y escupidos, execrados y mutilados, humillados de verdad, para que aprendan, bien humillados.

Para Ivánov un escritor de verdad, un artista y un creador de verdad era básicamente una persona responsable y con cierto grado de madurez. Un escritor de verdad tenía que saber escuchar y saber actuar en el momento justo. Tenía que ser razonablemente oportunista y razonablemente culto. La cultura excesiva despierta recelos y rencores. El oportunismo excesivo despierta sospechas. Un escritor de verdad tenía que ser alguien razonablemente tranquilo, un hombre con sentido común. Ni hablar demasiado alto ni provocar polémicas. Tenía que ser razonablemente simpático y tenía que saber no granjearse enemigos gratuitos. Sobre todo, no alzar la voz, a menos que todos los demás la alzaran. Un escritor de verdad tenía que saber que detrás de él está la Asociación de Escritores, el Sindicato de Artistas, la Confederación de Trabajadores de la Literatura, la Casa del Poeta. ¿Qué es lo primero que hace uno cuando entra en una iglesia?, se preguntaba Efraim Ivánov. Se quita el sombrero. Admitamos que no se santigüe. De acuerdo, que no se santigüe. Somos modernos. ¡Pero lo menos que puede hacer es descubrirse la cabeza! Los escritores adolescentes, por el contrario, entraban en una iglesia y no se quitaban el sombrero ni aunque los molieran a palos, que era, lamentablemente, lo que al final pasaba. Y no sólo no se quitaban el sombrero: se reían, bostezaban, hacían mariconadas, se tiraban flatulencias. Algunos incluso aplaudían.

Lo que tenía que ofrecer Ansky, sin embargo, era demasiado tentador para que Ivánov, pese a sus reservas, no lo aceptara.

El pacto, parece ser, se cerró en la habitación del escritor de ciencia ficción.

Un mes después, Ansky entró a militar en el partido. Su padrino fue Ivánov y una antigua amante de éste, Margarita Afanasievna, que trabajaba como bióloga en un instituto de Moscú. En los papeles de Ansky aquel día es comparado al de una boda. Lo celebraron en el restaurante de los escritores y luego anduvieron vagando por diversos tugurios de Moscú, llevando a rastras a Afanasievna, que bebía como una condenada y que aquella noche estuvo muy cerca del coma etílico. En uno de los tugurios, mientras Ivánov y dos escritores que se les habían unido cantaban canciones de amores perdidos, de miradas que uno ya no volvería a ver, de palabras de terciopelo que uno ya no volvería a escuchar, Afanasievna despertó y agarró con su mano pequeñísima, por encima del pantalón, el pene y los testículos de Ansky.

– Ahora que eres un comunista -le dijo sin mirarlo a los ojos, la vista clavada en un lugar indeterminado entre su ombligo y su cuello-, necesitarás tenerlos de acero.

– ¿De verdad? -dijo Ansky.

– De mí no te burles -dijo la voz estropajosa de Afanasievna -. Te identifiqué. A primera vista me di cuenta de quién eres.

– ¿Y quién soy? -dijo Ansky.

– Un mocoso judío que confunde la realidad con sus deseos.

– La realidad -murmuró Ansky- en ocasiones es el puro deseo.

Afanasievna se rió.

– ¿Y eso cómo se cocina? -dijo.

– Sin quitar la vista del fuego, camarada -murmuró Ansky-.

Fíjate, por ejemplo, en algunas personas.

– ¿En quiénes? -dijo Afanasievna.

– En los enfermos -dijo Ansky-. En los tuberculosos, por ejemplo. Para sus médicos ellos se están muriendo y sobre esto no hay discusión posible. Pero para los tuberculosos, sobre todo algunas noches, algunos atardeceres particularmente largos, el deseo es la realidad y viceversa. O fíjate en los impotentes.

– ¿En qué clase de impotentes? -dijo Afanasievna sin soltar los genitales de Ansky.

– En los impotentes sexuales, por supuesto -murmuró Ansky.

– Ah -exclamó Afanasievna, y soltó una risita sarcástica.

– Los impotentes sufren -murmuró Ansky- más o menos como los tuberculosos, y sienten deseo. Un deseo que con el tiempo no sólo suplanta la realidad sino que se impone sobre ésta.

– ¿Tú crees -preguntó Afanasievna- que los muertos sienten deseo sexual?

– Los muertos no -dijo Ansky-, pero los muertos vivientes sí. Cuando fui soldado en Siberia conocí a un cazador al que le habían arrancado sus órganos sexuales.

– ¡Órganos sexuales! -se burló Afanasievna.

– El pene y los testículos -dijo Ansky-. Meaba mediante una pajita, sentado o arrodillado, como a horcajadas.

– Ha quedado claro -dijo Afanasievna.

– Pues bien, este hombre, que además no era joven, una vez a la semana, hiciera el tiempo que hiciera, se iba al bosque a buscar su pene y sus testículos. Todos pensaban que algún día moriría, atrapado por la nieve, pero el tipo siempre regresaba a la aldea, a veces tras una ausencia de meses, y siempre con la misma noticia: no los había encontrado. Un día decidió no salir más. Pareció envejecer de golpe: debía andar por los cincuenta pero de la noche a la mañana aparentaba unos ochenta años. Mi destacamento se marchó de la aldea. Al cabo de cuatro meses volvimos a pasar por allí y preguntamos qué había sido del hombre sin atributos. Nos dijeron que se había casado y que llevaba una vida feliz. Uno de mis camaradas y yo quisimos verlo: lo encontramos mientras preparaba los avíos para otra larga estancia en el bosque. Ya no aparentaba ochenta años sino cincuenta. O tal vez ni siquiera aparentaba cincuenta sino, en ciertas partes de su rostro, en los ojos, en los labios, en las mandíbulas, cuarenta. Cuando nos marchamos, al cabo de dos días, pensé que el cazador había logrado imponer su deseo a la realidad, que, a su manera, había transformado su entorno, la aldea, a los aldeanos, el bosque, la nieve, el pene y los testículos perdidos. Lo imaginé orinando de rodillas, con las piernas bien abiertas en medio de la taiga helada, caminando hacia el norte, hacia los desiertos blancos y hacia las ventiscas blancas, con la mochila cargada de trampas y con una absoluta inconsciencia de aquello que nosotros llamamos destino.

– Es una bonita historia -dijo Afanasievna mientras retiraba su mano de los genitales de Ansky-. Lástima que yo sea una mujer demasiado vieja y que ha visto demasiadas cosas como para creerla.

– No se trata de creer -dijo Ansky-, se trata de comprender y después de cambiar.

A partir de ese momento, la vida de Ansky y de Ivánov siguió, al menos en apariencia, derroteros distintos.

La actividad del joven judío se volvió frenética. En 1929, por ejemplo, a la edad de veinte años, participó en la creación de revistas, en las que nunca apareció nada suyo, en Moscú, Leningrado, Smolensk, Kiev, Rostov. Fue miembro fundador del Teatro de las Voces Imaginarias. Intentó que alguna editorial publicara unos escritos póstumos de Khlebnikov. Entrevistó, como periodista de un periódico que jamás vio la luz, a los generales Tujachevski y Blucher. Tuvo una amante, la doctora en medicina María Zamiatina, diez años mayor que él y casada con un alto dirigente del partido. Hizo amistad con Grigori Yakovin, gran conocedor de historia contemporánea alemana, con quien mantuvo largas conversaciones callejeras sobre la lengua alemana y sobre yiddish. Conoció a Zinoviev. Escribió en alemán un curioso poema sobre la deportación de Trotski.

También escribió en alemán una serie de aforismos titulados Consideraciones sobre la muerte de Evguenia Bosch, seudónimo de la dirigente bolchevique Evguenia Gotlibovna (1879-1924), de la que Pierre Broue dice: «Se afilia al partido en 1900, bolchevique en 1903. Detenida en 1913, deportada, evadida en 1915, refugiada en los Estados Unidos, milita con Piatakov y Bujarin y se opone a Lenin en lo referente a la cuestión nacional.

A su vuelta, tras la revolución de febrero, desempeña un papel dirigente en el alzamiento de Kiev y en la guerra civil.

Firmante de la declaración de los 46. Se suicida en 1924 en un gesto de protesta.» Y escribió un poema en yiddish, celebratorio, barriobajero, lleno de barbarismos, sobre Ivan Rajia (18871920), uno de los fundadores del partido finlandés, asesinado probablemente por sus propios compañeros en un conflicto entre dirigentes. Leyó a los futuristas, a los del grupo Centrífuga, a los imaginistas. Leyó a Babel, los primeros relatos de Platonov, a Borís Pilniak (que no le gustó nada de nada), a Andréi Biely, cuya novela Petersburgo lo mantuvo insomne durante cuatro días. Escribió un ensayo sobre el futuro de la literatura, cuya primera palabra era «nada» y cuya última palabra era «nada». Al mismo tiempo sufre por su relación con María Zamiatina, que tiene, aparte de él, otro amante, un médico especialista en enfermedades pulmonares, un hombre que sana ¡a tuberculosos! y que vive la mayor parte del tiempo en Crimea y a quien María Zamiatina describe como si se tratara de un Jesucristo reencarnado, sin barba y con bata blanca, una bata blanca que reaparecerá en los sueños de Ansky de 1929. Y no dejó de trabajar duramente en la Biblioteca de Moscú. Y a veces, cuando se acordaba, les escribió cartas a sus padres, que éstos responden con cariño y nostalgia y valor, pues no le hablan del hambre ni de la escasez que campea por las otrora fértiles tierras del Dniéper. Y también tuvo tiempo para escribir una extraña pieza humorística titulada Landauer, basada en los últimos días del escritor alemán Gustav Landauer, que en 1918 escribió el Discurso para escritores y que en 1919 fue ejecutado por su participación en la república de los sóviets de Munich.

Y también en 1929 leyó una novela recién publicada, Berlín Alexanderplatz, de Alfred Döblin, que le pareció notable y memorable y eminente y que lo impelió a buscar más libros de Döblin, encontrando en la Biblioteca de Moscú Los tres saltos de Wang-lun, de 1915, La guerra de Wadzek a la turbina de vapor, de 1918, Wallenstein, de 1920, y Montañas, mares y gigantes, de 1924.

Y mientras Ansky leía a Döblin o entrevistaba a Tujachevski o hacía el amor en su habitación de la calle Petrov de Moscú con María Zamiatina, Efraim Ivánov publicaba su primera gran novela, la que le abriría las puertas del cielo, recuperando, por una parte, la devoción de los lectores y por la otra granjeándose, por primera vez, el respeto de aquellos a los que consideraba sus iguales, los escritores, los escritores de talento, aquellos que guardaban el fuego de Tolstói y Chéjov, aquellos que guardaban el fuego de Pushkin, el fuego de Gógol, que de pronto se fijaron en él, que lo vieron, de hecho, por primera vez, y que lo aceptaron.

Gorki, que por entonces aún no había reestablecido su residencia definitiva en Moscú, le escribió una carta con matasellos italiano en donde se veía el dedo admonitor del padre fundador, pero en donde también se percibía un caudal de simpatía y de gratitud lectora.

Su novela, decía, me ha hecho pasar momentos… muy divertidos.

En sus páginas es discernible… una fe, una esperanza. De su imaginación no se puede decir que esté… anquilosada. No, en modo alguno se puede decir… eso. Ya hay quienes hablan del…

Julio Verne soviético. Tras reflexionar largamente, sin embargo, yo creo que es usted… mejor que Julio Verne. Una pluma más…

madura. Una pluma guiada por intuiciones… revolucionarias.

Una pluma… grande. Como no se podía esperar menos tratándose de un… comunista. Pero hablemos francamente… como soviéticos.

La literatura proletaria habla al hombre… de hoy. Expone problemas que tal vez sólo se solucionarán… mañana. Pero se dirige… al obrero actual, no al obrero… futuro. En sus próximos libros tal vez usted debería tener esto… en cuenta.

Si Stendhal, como se dice, bailó al leer la crítica que Balzac hizo sobre La Cartuja de Parma, Ivánov derramó incontables lágrimas de felicidad al recibir la carta de Gorki.

La novela, tan unánimemente celebrada, se llamaba El ocaso y su argumento era muy simple: un joven de catorce años abandona a su familia para sumarse a las filas de la revolución.

Pronto está luchando contra las tropas de Wrangel. En medio de un combate resulta herido y sus compañeros lo dan por muerto. Pero antes de que las aves carroñeras se ceben con los cadáveres una nave extraterrestre desciende sobre el campo de batalla y se lo lleva, junto a otros heridos de muerte. Luego la nave entra en la estratosfera y se pone a orbitar alrededor de la Tierra. Todos los heridos sanan rápidamente de sus heridas.

Después un ser muy delgado y altísimo, más parecido a un alga que a un ser humano, les realiza una serie de preguntas del tipo: ¿cómo se crearon las estrellas?, ¿dónde termina el universo?, ¿dónde empieza? Por supuesto, nadie sabe responderlas.

Uno dice que Dios creó a las estrellas y que el universo empieza y termina allí donde Dios quiere. A ése lo echan al espacio. Al resto los duermen. Al despertar el adolescente de catorce se encuentra en una habitación pobre, con una cama pobre y un ropero pobre en donde cuelgan sus ropas de pobre. Al asomarse a la ventana contempla extasiado el paisaje urbano de Nueva York. Las aventuras del joven en la gran ciudad, no obstante, son desgraciadas. Conoce a un músico de jazz que le habla de pollos parlantes y probablemente pensantes.

– Lo peor de todo -le dice el músico- es que los gobiernos del planeta lo saben y por eso hay tantos criaderos de pollos.

El joven objeta que los pollos son criados para que ellos mismos se los coman. El músico contesta que eso es lo que quieren los pollos. Y termina diciendo:

– Putos pollos masoquistas, tienen a nuestros dirigentes cogidos por los huevos.

También conoce a una muchacha que trabaja como hipnotizadora en un burlesque y de la que se enamora. La muchacha tiene diez años más que el joven, es decir veinticuatro, y no quiere enamorarse de nadie, aunque tiene varios amantes, entre ellos el joven, pues cree que el amor consumirá sus poderes de hipnotizadora. Un día la muchacha desaparece y el joven, tras buscarla vanamente, decide contratar los servicios de un detective mexicano que ha sido soldado de Pancho Villa. El detective tiene una extraña teoría: cree en la existencia de numerosas Tierras en universos paralelos. Tierras a las que uno puede acceder mediante la hipnosis. El joven cree que el detective le está estafando su dinero y decide acompañarlo en sus pesquisas.

Una noche encuentran a un mendigo ruso que está gritando en un callejón. El mendigo grita en ruso y sólo el joven entiende sus palabras. El mendigo dice: yo fui un soldado de Wrangel, un poco de respeto, por favor, yo combatí en Crimea y me evacuó un barco inglés en Sebastopol. Entonces el joven le pregunta si estuvo en la batalla en donde él cayó malherido. El mendigo lo mira y dice que sí. Yo también, dice el joven. No puede ser, responde el mendigo, eso fue hace veinte años y tú entonces no habías nacido.

Después el joven y el detective mexicano marchan hacia el oeste en busca de la hipnotizadora. La encuentran en Kansas City. El joven le pide que lo hipnotice y lo vuelva a enviar al campo de batalla en donde debía haber muerto o bien que acepte su amor y no huya más. La hipnotizadora le responde que no puede hacer ni una cosa ni otra. El detective mexicano se interesa por el arte de la hipnosis. Mientras el detective comienza a contarle una historia a la hipnotizadora, el joven abandona el bar de carretera y echa a andar bajo la noche. Al cabo de un rato deja de llorar.

Camina durante horas. Cuando ya está lejos de todo ve una silueta a un lado de la carretera. Es el extraterrestre con forma de alga. Se saludan. Conversan. La conversación es, a menudo, ininteligible. Los temas que tratan son diversos: lenguas extranjeras, monumentos nacionales, los últimos días de Karl Marx, la solidaridad obrera, el tiempo del cambio medido en años terrestres y en años estelares, el descubrimiento de América como una puesta en escena teatral, un hueco abisal -como pintado por Doré- de máscaras. Después el muchacho sigue al extraterrestre que abandona la carretera y ambos caminan por un trigal, cruzan un riachuelo, una colina, otro campo sembrado, hasta llegar a un potrero humeante.

El siguiente capítulo muestra al adolescente, que ya no es un adolescente sino un joven de veinticinco años, trabajando en un periódico de Moscú en donde se ha convertido en el reportero estrella. El joven recibe el encargo de entrevistar a un líder comunista en algún lugar de China. El viaje, le advierten, es extremadamente duro y las condiciones, una vez llegue a Pekín, pueden ser peligrosas, ya que hay mucha gente que no quiere que ninguna declaración del líder chino salga al exterior.

El joven, pese a las advertencias, acepta el trabajo. Cuando, tras muchas penurias, por fin accede al sótano en donde se oculta el chino, el joven decide que no sólo lo entrevistará sino que también lo ayudará a escapar del país. El rostro del chino, iluminado por una vela, tiene un notable parecido con el detective mexicano ex soldado de Pancho Villa. El chino y el joven ruso, por otra parte, no tardan en contraer la misma enfermedad, producida por la pestilencia del sótano. Tienen fiebre, sudan, hablan, deliran, el chino dice ver dragones volando a baja altura por las calles de Pekín, el joven dice ver una batalla, tal vez sólo una escaramuza, y grita hurra y llama a sus compañeros para que no detengan la embestida. Después ambos se quedan largo rato inmóviles, como muertos, y aguantan hasta que llega el día de la fuga.

Con 39 grados de fiebre el chino y el ruso cruzan Pekín y escapan. En el campo les aguardan dos caballos y algunas provisiones. El chino nunca ha montado. El joven le enseña cómo hay que hacerlo. Durante el viaje atraviesan un bosque y luego unas montañas enormes. El fulgor de las estrellas en el cielo parece sobrenatural. El chino se pregunta a sí mismo: ¿cómo se crearon las estrellas?, ¿en dónde termina el universo?, ¿en dónde empieza? El joven lo oye y vagamente recuerda una herida en el costado cuya cicatriz aún le duele, la oscuridad, un viaje.

También recuerda los ojos de una hipnotizadora, aunque los rasgos de la mujer permanecen ocultos, cambiantes. Si cierro los ojos, piensa el joven, la volveré a encontrar. Pero no los cierra.

Penetran en un vasto campo nevado. Los caballos hunden sus patas en la nieve. El chino canta. ¿Cómo se crearon las estrellas?

¿Qué somos en medio del insondable universo? ¿Qué memoria nuestra pervivirá?

De pronto el chino se cae del caballo. El joven ruso lo examina.

El chino es como un muñeco de fuego. El joven ruso toca la frente del chino y luego su propia frente y comprueba que la fiebre los está devorando a ambos. No sin esfuerzo ata al chino a su cabalgadura y reemprende la marcha. El silencio en aquel campo nevado es absoluto. La noche y el paso de las estrellas por la bóveda del cielo no tiene trazas de acabar nunca.

A lo lejos una enorme sombra negra parece superponerse a la oscuridad. Es una cadena montañosa. En la mente del ruso toma forma la posibilidad cierta de morir en las próximas horas en el campo nevado o durante el paso por las montañas. Una voz en su interior le suplica que cierre los ojos, que si los cierra verá los ojos y luego el rostro adorado de la hipnotizadora. Le dice que si los cierra volverá a las calles de Nueva York, volverá a caminar hacia la casa de la hipnotizadora, en donde ésta, sentada en un sillón, en penumbra, lo espera. Pero el ruso no cierra los ojos y sigue cabalgando.

No sólo Gorki leyó El ocaso. Otra gente famosa también lo hizo, y aunque éstos no enviaron cartas expresándole su admiración al autor, no olvidaron, sin embargo, su nombre, pues no sólo eran gente famosa sino también memoriosa.

Ansky cita a cuatro, en una especie de ascensión vertiginosa.

El profesor Stanislaw Strumilin la leyó. Le pareció confusa.

El escritor Alexéi Tolstói la leyó. Le pareció caótica. Andréi Zhdanov la leyó. La dejó a la mitad. Y Stalin la leyó. Le pareció sospechosa. Por supuesto, nada de esto llegó a oídos del buen Ivánov, que enmarcó la carta de Gorki y luego la colgó de la pared, bien a la vista de sus cada día más numerosos visitantes.

Su vida, por lo demás, experimentó cambios notables. Le fue concedida una dacha en las afueras de Moscú. Algunas veces le pedían autógrafos en el metro. Tenía una mesa reservada cada noche en el restaurante de los escritores. Pasaba sus vacaciones en Yalta, junto a otros colegas igualmente famosos. Ah, las veladas del Hotel Octubre Rojo de Yalta (antiguo hotel de Inglaterra y Francia), en la enorme terraza junto al Mar Negro, oyendo los acordes lejanos de la orquesta Volga Azul, en noches cálidas con miles de estrellas titilando allá a lo lejos, mientras el dramaturgo de moda lanzaba una frase ingeniosa y el novelista metalúrgico se la retrucaba con una sentencia inapelable, las noches de Yalta, con mujeres extraordinarias que sabían beber vodka sin desmayo hasta las seis de la mañana y con jóvenes sudorosos de la Asociación de Escritores Proletarios de Crimea que acudían a pedir consejos literarios a las cuatro de la tarde.

A veces, cuando estaba a solas, más a menudo cuando estaba solo y delante de un espejo, el pobre Ivánov se pellizcaba para convencerse de que no soñaba, de que todo era real. Y, en efecto, todo era real, al menos en apariencia. Negros nubarrones se cernían sobre él, pero él sólo percibía la brisa largamente anhelada, el vientecillo oloroso que limpiaba su cara de tantas miserias y miedos.

¿A qué tenía miedo Ivánov?, se preguntaba Ansky en sus cuadernos. No al peligro físico, puesto que como antiguo bolchevique muchas veces estuvo próximo a la detención, la cárcel y la deportación, y aunque no se podía decir de él que fuera un tipo valiente, tampoco se podía afirmar, sin faltar a la verdad, que fuera una persona cobarde y sin agallas. El miedo de Ivánov era de índole literaria. Es decir, su miedo era el miedo que sufren la mayor parte de aquellos ciudadanos que un buen (o mal) día deciden convertir el ejercicio de las letras y, sobre todo, el ejercicio de la ficción en parte integrante de sus vidas.

Miedo a ser malos. También, miedo a no ser reconocidos. Pero, sobre todo, miedo a ser malos. Miedo a que sus esfuerzos y afanes caigan en el olvido. Miedo a la pisada que no deja huella.

Miedo a los elementos del azar y de la naturaleza que borran las huellas poco profundas. Miedo a cenar solos y a que nadie repare en tu presencia. Miedo a no ser apreciados. Miedo al fracaso y al ridículo. Pero sobre todo miedo a ser malos. Miedo a habitar, para siempre jamás, en el infierno de los malos escritores.

Miedos irracionales, pensaba Ansky, sobre todo si los miedosos contrarrestaban sus miedos con apariencias. Lo que venía a ser lo mismo que decir que el paraíso de los buenos escritores, según los malos, estaba habitado por apariencias. Y que la bondad (o la excelencia) de una obra giraba alrededor de una apariencia.

Una apariencia que variaba, por supuesto, según la época y los países, pero que siempre se mantenía como tal, apariencia, cosa que parece y no es, superficie y no fondo, puro gesto, e incluso el gesto era confundido con la voluntad, pelos y ojos y labios de Tolstói y verstas recorridas a caballo por Tolstói y mujeres desvirgadas por Tolstói en un tapiz quemado por el fuego de la apariencia.

En cualquier caso los nubarrones se cernían sobre Ivánov, aunque éste no los viera ni en sueños, pues Ivánov, a estas alturas de su vida, sólo veía a Ivánov, llegando incluso al ridículo más espantoso durante una entrevista realizada por dos jóvenes del Periódico Literario de los Komsomoles de la Federación Rusa, quienes le hicieron, entre muchas otras, las siguientes preguntas:

Jóvenes komsomoles: ¿Por qué cree que su primera gran obra, la que logra el favor de las masas obreras y campesinas, la escribe usted ya cerca de los sesenta años? ¿Cuántos años tardó en meditar la trama de El ocaso? ¿Es la obra de su madurez?

Efraim Ivánov: Tengo sólo cincuentainueve años. Aún me queda tiempo antes de cumplir los sesenta. Y me gustaría recordar que El Quijote la escribió el español Cervantes más o menos a mi misma edad.

Jóvenes komsomoles: ¿Cree usted que su obra es como El Quijote de la novela científica soviética?

Efraim Ivánov: Algo de eso hay, sin duda, algo de eso hay.

Así que Ivánov se consideraba el Cervantes de la literatura fantástica. Veía nubes con forma de guillotina, veía nubes con forma de tiro en la nuca, pero en realidad sólo se veía a sí mismo cabalgando junto a un Sancho misterioso y útil por las estepas de la gloria literaria.

Peligro, peligro, decían los mujiks, peligro, peligro, decían los kulaks, peligro, peligro, decían los firmantes de la Declaración de los 46, peligro, peligro, decían los popes muertos, peligro, peligro, decía el fantasma de Inés Armand, pero Ivánov nunca se distinguió por su buen oído ni por discernir con antelación la proximidad de nubarrones ni la cercanía de las tormentas, y tras un periplo más bien mediocre como articulista y conferenciante, resuelto con brillantez pues no se le pedía más que ser mediocre, volvió a encerrarse en su habitación moscovita y acumuló resmas de papel y le cambió la cinta a su máquina de escribir, y luego empezó a buscar a Ansky, pues quería entregar a su editor, a más tardar en cuatro meses, una nueva novela.

Por esas fechas Ansky trabajaba en un proyecto radiofónico que debía cubrir toda Europa y llegar también hasta el último rincón de Siberia. En 1930, decían los cuadernos, Trotski fue expulsado de la Unión Soviética (aunque en realidad fue expulsado en 1929, error atribuible a la transparencia informativa rusa) y el ánimo de Ansky empezaba a flaquear. En 1930 se suicidó Maiakovski. En 1930, por más ingenuo o imbécil que uno fuera, ya se veía que la revolución de octubre había sido derrotada.

Pero Ivánov quería otra novela y buscó a Ansky.

En 1932 publicó su nueva novela, titulada El mediodía.

En 1934 apareció otra, titulada El amanecer. En ambas abundaban los extraterrestres, los vuelos interplanetarios, el tiempo dislocado, la existencia de dos o más civilizaciones avanzadas que visitaban periódicamente la Tierra, las luchas, a menudo trapaceras y violentas, de estas civilizaciones, los personajes errabundos.

En 1935 retiraron las obras de Ivánov de las librerías. Pocos días después, mediante una circular oficial, le comunicaron su expulsión del partido. Según Ansky, Ivánov se pasó tres días sin poder levantarse de la cama. Sobre ésta tenía sus tres novelas y constantemente las releía buscando algo que justificara su expulsión. Gemía y lanzaba ayes lastimeros y procuraba sin éxito refugiarse en los recuerdos de su primera infancia. Acariciaba los lomos de sus libros con una melancolía que rompía el corazón.

A veces se levantaba y se acercaba a la ventana y se pasaba horas mirando la calle.

En 1936, con el inicio de la primera gran purga, fue detenido.

Pasó cuatro meses en un calabozo y firmó todos los papeles que le pusieron delante. Al salir, y ante el trato de apestado que recibió de sus antiguos amigos literatos, intentó escribirle a Gorki para que intercediera por él, pero Gorki, gravemente enfermo, no contestó su carta. Después Gorki murió e Ivánov acudió al entierro. Cuando lo vieron allí, un poeta y un novelista, ambos jóvenes y del círculo de Gorki, se dirigieron a él y le preguntaron si no tenía vergüenza, si se había vuelto loco, si no comprendía que su sola presencia era un insulto para la memoria del maestro.

– Gorki me escribió -contestó Ivánov-. A Gorki le gustó mi novela. Es lo menos que puedo hacer por él.

– Lo menos que puedes hacer por él, camarada -dijo el poeta-, es suicidarte.

– Sí, no es mala idea -dijo el novelista-, arrójate por una ventana de tu casa y asunto solucionado.

– ¿Pero qué decís, camaradas? -sollozó Ivánov.

Una muchacha que vestía una chaqueta de cuero que le llegaba casi hasta las rodillas se acercó a ellos y preguntó qué pasaba.

– Es Efraim Ivánov -contestó el poeta.

– Ah, entonces ni hablar -dijo la muchacha-, haced que se marche.

– No puedo -dijo Ivánov, la cara mojada en llanto.

– ¿Por qué no puedes, camarada? -dijo la muchacha.

– Porque las piernas ya no me responden, soy incapaz de dar un paso.

Durante unos segundos la muchacha lo miró a los ojos.

Ivánov, sostenido de cada brazo por los dos jóvenes escritores, no podía dar una imagen de mayor desamparo, lo que decidió finalmente a la muchacha a acompañarlo fuera del cementerio.

Pero una vez en la calle Ivánov seguía sin poder valerse por sí solo, así que la muchacha lo acompañó hasta la estación del tranvía y luego decidió (Ivánov no paraba de llorar y daba la impresión de que iba a sufrir una lipotimia en cualquier instante) subir al tranvía con él y de esta manera, posponiendo cada cierto trecho la despedida, lo ayudó a subir las escaleras de su casa y lo ayudó a abrir la puerta de su habitación y lo ayudó a tirarse en la cama y mientras Ivánov seguía deshaciéndose en lágrimas y palabras incoherentes la muchacha se puso a examinar su biblioteca, bastante pobre, por otra parte, hasta que la puerta se abrió y entró Ansky.

Se llamaba Nadja Yurenieva y tenía diecinueve años. Esa misma noche hizo el amor con Ansky, después de que Ivánov consiguiera dormirse tras varios vasos de vodka. Lo hicieron en la habitación de Ansky y cualquiera que los hubiera visto habría dicho que follaban como si al cabo de unas horas se fueran a morir. En realidad Nadja Yurenieva follaba como lo hacía una gran parte de las moscovitas durante aquel año de 1936 y Borús Ansky follaba como si de pronto, y perdida ya toda esperanza, hubiera encontrado a su único y verdadero amor. Ninguno de los dos pensaba (o quería pensar) en la muerte, pero ambos se movían, o se trenzaban, o dialogaban, como si estuvieran al borde del abismo.

Al amanecer se durmieron y cuando Ansky despertó, poco después del mediodía, Nadja Yurenieva ya no estaba. Al principio, lo que Ansky sintió fue desesperación y luego miedo, y tras vestirse salió corriendo hacia la casa de Ivánov para que éste le diera alguna pista que le permitiera encontrar a la muchacha.

Encontró a Ivánov ocupado escribiendo cartas. Debo aclarar este asunto, decía, debo deshacer este embrollo y sólo así me salvaré. Ansky le preguntó a qué embrollo se refería. A las malditas novelas de ciencia ficción, gritó Ivánov con todas sus fuerzas.

El grito fue desgarrador, como una zarpa, pero no una zarpa que hiriera a Ansky o a los adversarios reales de Ivánov, sino más bien fue similar a una zarpa que tras ser lanzada quedara colgando en medio de la habitación, como un globo de helio, una zarpa con conciencia de sí misma, un animal-zarpa que se preguntaba qué demonios hacía en esa habitación más bien desordenada, quién era ese viejo sentado a la mesa, quién el joven de pie y con el pelo alborotado, antes de caer al suelo, desinflada, devuelta una vez más a la nada.

– Dios mío, qué grito he pegado -dijo Ivánov.

Luego se pusieron a hablar de la joven Nadja, Nadesha, Nadiushka, Nadiushkina, e Ivánov, antes de soltar prenda, quiso saber si habían hecho el amor. Y luego quiso saber cuántas horas lo habían hecho. Y luego si Nadiushka era experimentada o no. Y luego las posturas. Y como Ansky satisfacía sin reparo todas sus preguntas Ivánov se fue yendo por el lado sentimental.

Jodidos jóvenes, decía. Jodidísimos jóvenes. Ah, puerquita.

Vaya con el par de marranos. Ay, el amor. Y el lado sentimental, ese lado que sólo podía ver pero no tocar, le hizo recordar que estaba desnudo, no allí, sentado a la mesa, al contrario, bien embutido en una bata roja estaba, una bata o batín, para ser más precisos, con las siglas del Partido Comunista de la Federación Rusa bordadas en la solapa, y un pañuelo de seda en el cuello, regalo de un escritor francés medio marica a quien conoció en un congreso y del que nunca leyó nada, sino desnudo en sentido figurado, desnudo en todos los otros frentes, el político, el literario, el económico, y esta certidumbre lo hizo recaer en la melancolía.

– Nadja Yurenieva es, creo, una estudiante o una aprendiz de poeta -dijo-, y me odia profundamente. La conocí en el entierro de Gorki. Ella y otros dos matones me echaron de allí.

No es mala persona. Tampoco los otros. Seguramente son buenos comunistas, de buen corazón, unos soviéticos cabales. Entiéndeme:

yo los comprendo.

Después Ivánov le hizo un gesto a Ansky para que se acercara.

– Si de ellos dependiese -le murmuró al oído-, me hubieran pegado un balazo allí mismo, los hijos de puta, y luego habrían arrastrado mi cuerpo hasta el agujero de la fosa común.

El aliento de Ivánov olía a vodka y a cloaca, era un aliento ácido y espeso, de cosa en descomposición, que recordaba casas vacías junto a pantanos, un anochecer a las cuatro de la tarde, el vaho que subía por la hierba enferma hasta cubrir las ventanas oscuras. Una película de terror, pensó Ansky. En donde todo está detenido, y está detenido porque se sabe perdido.

Pero Ivánov dijo ay, el amor, y Ansky, a su manera, también dijo ay, el amor. Así que durante los días que siguieron se puso a buscar, sin desmayo, a Nadja Yurenieva, y al final la encontró, vestida con su larga chaqueta de cuero, sentada en uno de los paraninfos de la Universidad de Moscú, con pinta de huérfana, de huérfana voluntariosa, escuchando las arengas o los poemas o las naderías rimadas de un cursi (¡o lo que fuera!) que recitaba mirando a su auditorio mientras en la mano izquierda sostenía su manuscrito bobo al que de vez en cuando le echaba una mirada con gesto teatral e innecesario, pues a la vista estaba que poseía una buena memoria.

Y Nadja Yurenieva vio a Ansky y se levantó discretamente y salió del paraninfo en donde el mal poeta soviético (tan inconsciente y necio y remilgado y timorato y melindroso como un poeta lírico mexicano, en realidad como un poeta lírico latinoamericano, esos pobres fenómenos raquíticos e hinchados) desgranaba sus rimas sobre la producción de acero (con la misma supina ignorancia arrogante con que los poetas latinoamericanos hablan de su yo, de su edad, de su otredad), y salió a las calles de Moscú, seguida por Ansky, que no se acercaba a ella sino que permanecía a la zaga, a unos cinco metros, una distancia que se fue acortando a medida que el tiempo pasaba y el paseo se prolongaba. Nunca como entonces Ansky entendió mejor -y con mayor alegría- el suprematismo, creado por Kasimir Malévich, ni el primer punto de aquella declaración de independencia firmada en Vitebsk el 15 de noviembre de 1920, y que dice así: «Queda establecida la quinta dimensión.»

En 1937 detuvieron a Ivánov.

Lo volvieron a interrogar largamente y luego lo metieron en una celda sin luz y se olvidaron de él. Su interrogador no tenía ni la más mínima idea de literatura y su principal interés era saber si Ivánov había mantenido reuniones con miembros de la oposición trotskista.

Durante el tiempo en que permaneció en su celda Ivánov se hizo amigo de una rata a la que puso el nombre de Nikita.

Por las noches, cuando la rata aparecía, Ivánov sostenía largas conversaciones con ella. No hablaban, como pudiera suponerse, de literatura ni mucho menos de política sino de sus respectivas infancias. Ivánov le contaba a la rata cosas de su madre, en la que solía pensar a menudo, y cosas de sus hermanos, pero evitaba hablar de su padre. La rata, en un ruso apenas susurrado, le hablaba a su vez de las alcantarillas de Moscú, del cielo de las alcantarillas en donde, debido al florecimiento de ciertos detritus o a un proceso de fosforescencia inexplicable, siempre hay estrellas. Le hablaba también de la tibieza de su madre, de las travesuras sin sentido de sus hermanas y de la enorme risa que estas travesuras solían provocarle y que aún hoy, en el recuerdo, le dibujaban una sonrisa en su escuálida cara de rata.

A veces Ivánov se dejaba llevar por el abatimiento, apoyaba una mejilla en la palma de la mano y le preguntaba a Nikita qué sería de ellos.

La rata entonces lo miraba con unos ojos tristes y perplejos a partes iguales y esa mirada hacía comprender a Ivánov que la pobre rata era aún más inocente que él. Una semana después de haberlo metido en la celda (aunque para Ivánov más que una semana había pasado un año) lo volvieron a interrogar y sin necesidad de golpearle lo hicieron firmar varios papeles y documentos. No volvió a su celda. Lo sacaron directamente a un patio, alguien le pegó un tiro en la nuca y luego metieron su cadáver en la parte de atrás de un camión.

A partir de la muerte de Ivánov el cuaderno de Ansky se vuelve caótico, aparentemente inconexo, aunque en medio del caos Reiter encontró una estructura y cierto orden. Habla de los escritores. Dice que los únicos escritores viables (aunque no explica a qué se refiere con la palabra viable) son los que provienen del lumpen y de la aristocracia. El escritor proletario y el escritor burgués, dice, son sólo figuras decorativas. Habla sobre el sexo. Recuerda a Sade y a una misteriosa figura rusa, el monje Lapishin, que vivió en el siglo XVII y que dejó varios escritos (acompañados de sus correspondientes dibujos) sobre prácticas sexuales grupales en la región comprendida entre el río Dvina y el Pechora.

¿Sólo el sexo?, ¿sólo el sexo?, se pregunta repetidamente Ansky en notas escritas en los márgenes. Habla sobre sus padres.

Habla sobre Döblin. Habla sobre la homosexualidad y la impotencia. El continente americano del sexo, dice. Bromea sobre la sexualidad de Lenin. Habla sobre los drogadictos de Moscú. Sobre los enfermos. Sobre los asesinos de niños. Habla sobre Flavio Josefo. Sus palabras sobre el historiador están teñidas de melancolía, pero puede que esa melancolía sea fingida.

¿Sin embargo ante quién finge Ansky si él sabe que nadie leerá su cuaderno? (Si es ante Dios, entonces Ansky trata a Dios con cierta condescendencia, tal vez porque Dios no ha estado perdido en la península de Kamchatka, pasando frío y hambre, y él sí.) Habla sobre los jóvenes judíos rusos que hicieron la revolución y que ahora (esto está escrito probablemente en 1939) están cayendo como moscas. Habla sobre Yuri Piatakov, asesinado en 1937, después del segundo proceso de Moscú. Menciona nombres que Reiter lee por primera vez en su vida. Luego, unas páginas más adelante, vuelve a mencionarlos. Como si él mismo temiera olvidarlos. Nombres, nombres, nombres. Los que hicieron la revolución, los que caerían devorados por esa misma revolución, que no era la misma sino otra, no el sueño sino la pesadilla que se esconde tras los párpados del sueño.

Habla de Lev Kamenev. Lo nombra junto a muchos otros nombres que Reiter también ignora. Y habla sobre sus andanzas en diversas casas de Moscú, gente amiga que presumiblemente lo ayuda y a la que Ansky, por precaución, nombra con números, por ejemplo: hoy estuve en casa de 5, tomamos té y hablamos hasta pasada la medianoche, luego me marché caminando, las aceras estaban nevadas. O bien: hoy he estado con 9, me habló de 7 y luego se puso a divagar sobre la enfermedad, la conveniencia o no de encontrar una cura contra el cáncer.

O bien: esta tarde, en el metro, vi a 13, sin que él advirtiera mi presencia, yo dormitaba, sentado, y dejaba que los trenes pasaran, y 13 leía un libro en el banco vecino, un libro sobre hombres invisibles, hasta que apareció su tren y entonces se levantó, se subió, sin cerrar el libro, pese a que el tren venía lleno.

Y también dice: nuestros ojos se encontraron. Follar con una serpiente.

Y no siente ninguna piedad por sí mismo.

En el cuaderno de Ansky aparece, y es la primera vez que Reiter lee algo sobre él, mucho antes de ver una pintura suya, el pintor italiano Arcimboldo, Giuseppe o Joseph o Josepho o Josephus Arcimboldo o Arcimboldi o Arcimboldus, nacido en 1527 y muerto en 1593. Cuando estoy triste o aburrido, dice Ansky en el cuaderno, aunque es difícil imaginar a Ansky aburrido, ocupado en huir las veinticuatro horas del día, pienso en Giuseppe Arcimboldo y la tristeza y el tedio se evaporan como en una mañana de primavera, junto a un pantano, el paso imperceptible de la mañana que va disipando las emanaciones que suben de la ribera, de los cañaverales. También hay anotaciones sobre Courbet, a quien Ansky considera el paradigma del artista revolucionario. Se burla, por ejemplo, de la concepción maniquea que de Courbet tienen algunos pintores soviéticos. Intenta imaginar el cuadro de Courbet Regreso de la Conferencia, en donde aparece un conjunto de curas y dignidades eclesiásticas completamente borrachas y que fue rechazado por el Salón Oficial y por el Salón des Refusés, lo que hunde en la ignominia, a juicio de Ansky, a los rechazados rechazadores. El destino del Regreso de la Conferencia le parece no sólo ejemplar y poético sino también clarividente: un rico católico compra el cuadro y nada más llegar a su casa procede a quemarlo.

Las cenizas del Regreso de la Conferencia sobrevuelan no sólo el cielo de París, lee el joven soldado Reiter con lágrimas en los ojos, lágrimas que le duelen y que lo despiertan, sino también el cielo de Moscú y el cielo de Roma y el cielo de Berlín.

Habla de El taller del artista. Habla de la figura de Baudelaire que aparece en un extremo del cuadro, leyendo, y que representa a la Poesía. Habla de la amistad de Courbet con Baudelaire, con Daumier, con Jules Vallès. Habla de la amistad de Courbet (el Artista) con Proudhon (el Político) y equipara las sensatas opiniones de éste con las de una perdiz. Todo político con poder, en materia de arte es como una perdiz monstruosa, gigantesca, capaz de aplastar montañas con sus saltitos, mientras que todo político sin poder es sólo como un cura de pueblo, una perdiz de tamaño natural.

Imagina a Courbet en la revolución de 1848 y luego lo ve en la Comuna de París, en donde la inmensa mayoría de los artistas y literatos brillaron (literalmente) por su ausencia. Courbet no. Courbet participa activamente y tras la represión es arrestado y encarcelado en Sainte-Pélagie, en donde se dedica a dibujar naturalezas muertas. Uno de los cargos que contra él levanta el Estado es el de haber incitado a la multitud a derruir la columna de la plaza Vendôme, aunque a este respecto Ansky no está muy seguro o la memoria le falla o habla de oídas. El monumento a Napoleón de la plaza Vendôme, el monumento a secas de la plaza Vendôme, la columna Vendôme de la plaza Vendôme.

En cualquier caso el cargo público que ostentaba Courbet tras la caída de Napoleón III lo capacitaba para proteger los monumentos de París, lo que sin duda, y a la vista de los acontecimientos posteriores, hay que tomárselo como una broma monumental. Francia, sin embargo, no está para bromas y le embarga todos sus bienes. Courbet marcha a Suiza. Allí, en 1877, muere a la edad de cincuentaiocho años. Luego vienen unas líneas escritas en yiddish que Reiter apenas entiende. Supone que son de dolor o amargura. Después divaga sobre algunos cuadros de Courbet. El llamado ¡Buenos días, señor Courbet!

le sugiere el principio de una película, una que empezaría de forma bucólica y que poco a poco se iría convirtiendo en una película de horror. Las señoritas a orillas del Sena evoca en Ansky el breve descanso de los espías o de los náufragos, y también dice: espías de otro planeta, y también: cuerpos que se desgastan más rápido que otros cuerpos, y también: enfermedades, transmisión de enfermedades, y también: disposición a resistir, y también: ¿dónde se aprende a resistir?, ¿en qué clase de escuela o de universidad?, y también: fábricas, calles desoladas, burdeles, cárceles, y también: la Universidad Desconocida, y también: mientras el Sena fluye y fluye y fluye, y esos rostros espantosos de rameras contienen más belleza que la más bella dama o aparición surgida del pincel de Ingres o Delacroix.

Después hay anotaciones caóticas, horarios de trenes que salen de Moscú, la luz de un mediodía gris cayendo vertical sobre el Kremlin, las últimas palabras de un cadáver, el envés de una trilogía novelística cuyos títulos apunta: El verdadero amanecer, El verdadero atardecer, El temblor del ocaso, cuya estructura y argumentos hubieran podido adecentar, tal vez dignificar un poco más las últimas tres novelas, el haz de hielo del tapiz, firmadas por Ivánov, pero a las que éste difícilmente se hubiera avenido a concederles la tutoría, o quizás no, a Ivánov tal vez lo juzgué mal, puesto que, por todas las informaciones que poseo, no me delató, cuando lo más fácil hubiera sido delatarme, lo más fácil hubiera sido decir que él no era el autor de estas tres novelas, piensa y escribe Ansky, y sin embargo eso no lo hizo, delató a todos aquellos que sus torturadores querían que delatara, viejos y nuevos amigos, dramaturgos, poetas y novelistas, pero de mí no dijo una palabra. Cómplices en la impostura hasta el final.

Qué buena pareja hubiéramos hecho en Borneo, dice con ironía Ansky. Y luego recuerda un chiste que Ivánov le contó tiempo atrás y que a éste le contaron durante una fiesta en la redacción de la revista en la que por entonces trabajaba. Fue en un homenaje informal a un grupo de antropólogos soviéticos que acababan de regresar a Moscú. El chiste, mitad verdad, mitad leyenda, transcurría en Borneo, en una región selvática y montañosa en donde se internaba un grupo de científicos franceses.

Tras varios días de camino, los franceses llegaban a la fuente de un río y después de cruzar el río encontraban en la zona de mayor espesura del bosque a un grupo de indígenas que vivían prácticamente en la edad de piedra. Lo primero que pensaron los franceses, naturalmente, explicó uno de los antropólogos soviéticos, un tipo gordo y grande y de grandes mostachos meridionales, fue que los indígenas eran o podían ser caníbales, y, por seguridad y para deshacer cualquier tipo de equívoco desde el principio, les preguntaron, utilizando para ello las diversas lenguas de los indígenas costeños y acompañando las preguntas con gestos bastante explícitos, si comían carne humana o no.

Los indígenas los entendieron y respondieron, con rotundidad, que no. Los franceses entonces se interesaron por lo que comían, pues a juicio de éstos una dieta carente de proteínas animales era un desastre. Preguntados al respecto, los indígenas respondieron que cazaban, en efecto, pero poco, pues en los bosques altos no había demasiados animales, pero que en cambio comían, y cocinada de múltiples formas, la pulpa de un árbol que tras ser examinado por los escépticos franceses resultó ser un excelente sucedáneo para paliar el déficit proteínico. El resto de su dieta lo constituía una amplia gama de frutas del bosque, raíces, tubérculos. Los indígenas no plantaban nada.

Lo que el bosque quisiera darles ya se lo daría y lo que no quisiera darles les estaría vedado para siempre. Su simbiosis con el ecosistema en el que vivían era total. Cuando cortaban las cortezas de algunos árboles para utilizarlas de suelo de las cabañitas que construían, en realidad estaban contribuyendo a que los árboles no enfermaran. Su vida era similar a la de los basureros.

Ellos eran los basureros del bosque. Su lenguaje, sin embargo, no era soez como el de los basureros de Moscú o de París, ni ellos eran grandes como aquéllos ni exhibían una musculatura considerable ni tenían la mirada de éstos, una mirada de locatarios de la mierda, sino que eran bajitos y delicados, y hablaban como a media voz, como pájaros, y procuraban no tocar a los extranjeros y su concepción del tiempo no tenía nada que ver con la concepción del tiempo de los franceses. Y debido a esto, probablemente, dijo el antropólogo soviético de grandes mostachos, se fraguó la catástrofe, debido a la concepción del tiempo, pues al cabo de cinco días de estar con ellos los antropólogos franceses pensaron que ya había confianza, que ya eran como compadres, como compis, buenos amigos, y decidieron meterse con el idioma de los indígenas y con las costumbres, y entonces descubrieron que los indígenas, cuando tocaban a alguien, no lo miraban a los ojos, fuese ese alguien un francés o fuese uno de la misma tribu, por ejemplo, si un padre acariciaba a su hijo procuraba siempre mirar hacia otra parte, y si una niña se acurrucaba en el regazo de su madre, la madre miraba hacia los lados o hacia el cielo y la niña, si ya tenía juicio, miraba hacia el suelo, y los amigos que salían juntos a recoger tubérculos se miraban a la cara, es decir a los ojos, pero si tras una jornada afortunada se tocaban con las manos los hombros, ambos desviaban la mirada, y también notaron y apuntaron en sus libretas los antropólogos que cuando daban la mano se ponían de lado y si eran diestros pasaban la mano derecha por debajo de la axila del brazo izquierdo y la dejaban laxa o apretaban sólo un poco, y si eran zurdos, pues pasaban la mano izquierda por debajo de la axila del brazo derecho, y entonces uno de los antropólogos, contaba riéndose a mandíbula batiente el antropólogo soviético, decidió enseñarles cómo saludaban ellos, los que venían de más allá de las zonas bajas, de más allá del mar, de más allá de donde se pone el sol, y mediante gestos o utilizando a otro de los antropólogos franceses como partenaire les indicó la manera de saludar que tenían en París, dos manos que se aprietan y que se mueven o se cimbran mientras los rostros se mantienen impertérritos o expresan afecto o sorpresa y los ojos se enfocan, francos, en los ojos del otro, al tiempo que los labios se abren y dicen bonjour, monsieur Jouffroy o bonjour, monsieur Delhorme o bonjour, monsieur Courbet (aunque era evidente, pensó Reiter leyendo el cuaderno de Ansky, que allí no había, y si lo hubiera habido sería una casualidad perturbadora, ningún monsieur Courbet), pantomima que los indígenas miraban con buena voluntad, algunos con una sonrisa en los labios y otros como sumidos en un pozo de compasión, pacientes y a su manera bien educados y discretos, en todo caso, hasta que el antropólogo intentó probar el saludo con ellos.

Según el del mostacho esto sucedió en la pequeña aldea, si es que se puede llamar aldea a un conjunto de chozas camufladas al azar del bosque. El francés se acercó a un indígena e hizo como que le iba a dar la mano. El indígena, mansamente, apartó la mirada, y asomó su mano derecha por debajo de la axila de su brazo izquierdo. Pero entonces el francés lo sorprendió y tiró de su mano y por ende de su cuerpo y le dio un buen apretón y sacudió su brazo y fingió sorpresa y alegría y dijo:

– Bonjour, monsieur le indigène.

Y no le soltó la mano y trató de mirarlo a los ojos y le sonrió y le mostró la blancura de su sonrisa y no le soltó la mano sino que incluso con la izquierda le palmeó el hombro, bonjour, monsieur le indigène, como si de verdad se sintiera muy feliz, hasta que el indígena lanzó un grito aterrador, y tras el grito pronunció una palabra, incomprensible para los franceses y para el guía de los franceses, y tras esta palabra otro indígena se abalanzó sobre el antropólogo pedagogo que aún no soltaba la mano del primer indígena, y con una piedra le abrió el cráneo, y entonces el antropólogo soltó la mano.

Resultado: los indígenas se revolvieron y los franceses apresuradamente tuvieron que retirarse al otro lado del río dejando tras de sí a un compatriota muerto y causando a su vez una baja mortal en el bando de los indígenas en las escaramuzas de la fuga. Durante muchos días, en la montaña y luego en el bar de un pueblo costero de Borneo los antropólogos se devanaron los sesos para dar con el motivo que había transformado súbitamente a una tribu pacífica en otra violenta y aterrada. Tras muchas vueltas creyeron haber encontrado la clave en la palabra que pronunció el indígena «agredido» o «envilecido» con el saludable y por demás inocente apretón de manos. La palabra en cuestión era dayiyi, que significa caníbal o imposibilidad, pero que también tenía otras acepciones, una de ellas «el que me violenta», y que expresada después de un alarido significaba o podía significar «el que me violenta por el culo», es decir «el caníbal que me folla por el culo y después se come mi cuerpo», aunque también podía significar «el que me toca (o me viola) y me mira a los ojos (para comerse mi alma)». Lo cierto es que los antropólogos franceses subieron nuevamente a la montaña después de un descanso en la costa, pero no volvieron a ver a los indígenas.

Cuando ya no podía más, Ansky volvía a Arcimboldo. Le gustaba recordar las pinturas de Arcimboldo, de cuya vida ignoraba o fingía que lo ignoraba casi todo, y que ciertamente no era una vida inmersa en el temblor permanente de Courbet, pero en cuyos lienzos encontraba algo que a falta de una palabra mejor Ansky definía como sencillez, un calificativo que a muchos eruditos y exégetas de la obra arcimboldiana no les hubiera gustado.

La técnica del milanés le parecía la alegría personificada. El fin de las apariencias. Arcadia antes del hombre. No todas, ciertamente, pues por ejemplo El asado, un cuadro invertido que colgado de una manera es, efectivamente, un gran plato metálico de piezas asadas, entre las que se distingue un lechoncillo y un conejo, y unas manos, probablemente de mujer o de adolescente, que intentan tapar la carne para que no se enfríe, y que colgado al revés nos muestra el busto de un soldado, con casco y armadura, y una sonrisa satisfecha y temeraria a la que le faltan algunos dientes, la sonrisa atroz de un viejo mercenario que te mira, y su mirada es aún más atroz que su sonrisa, como si supiera cosas de ti, escribe Ansky, que tú ni siquiera sospechas, le parecía un cuadro de terror. El jurista (un juez o un alto funcionario con la cabeza hecha de piezas de caza menor y el cuerpo de libros) también le parecía un cuadro de terror.

Pero los cuadros de las cuatro estaciones eran alegría pura.

Todo dentro de todo, escribe Ansky. Como si Arcimboldo hubiera aprendido una sola lección, pero ésta hubiera sido de la mayor importancia.

Y aquí Ansky desmiente su falta de interés por la vida del pintor y escribe que cuando Leonardo da Vinci deja Milán en 1516 lega a su discípulo Bernardino Luini sus libros de notas y algunos dibujos, los cuales, pasado el tiempo, el joven Arcimboldo, amigo del hijo de Luini, habría tal vez consultado y estudiado.

Cuando estoy triste o abatido, escribe Ansky, cierro los ojos y revivo los cuadros de Arcimboldo y la tristeza y el abatimiento se deshacen, como si un viento superior a ellos, un viento mentolado, soplara de pronto por las calles de Moscú.

Después vienen los apuntes, desordenados, sobre su huida.

Hay unos amigos que conversan durante toda una noche sobre las ventajas y las inconveniencias del suicidio. Dos hombres y una mujer que, en los intervalos o en los tiempos muertos que les deja su conversación sobre el suicidio, también conversan sobre la vida sexual de un conocido poeta desaparecido (en realidad ya asesinado) y sobre su mujer. Un poeta acmeísta y su mujer reducidos a la miseria y a la indignidad sin reposo. Una pareja que desde la pobreza y la marginación construye un juego muy simple. El juego del sexo. La mujer del poeta folla con otros. No con otros poetas, pues el poeta y por ende su mujer están en la lista negra y los demás poetas huyen de ellos como si fueran leprosos. La mujer es muy hermosa. Los tres amigos que conversan en los cuadernos de Ansky durante toda la noche, asienten. Los tres la conocen o en alguna ocasión consiguieron verla. Hermosísima. Una mujer imponente. Profundamente enamorada. El poeta también folla con otras mujeres.

No con poetisas ni con las mujeres o las hermanas de otros poetas, pues el acmeísta en cuestión es veneno ambulante y todas lo rehúyen. Además, no puede decirse que sea hermoso.

No, no. Más bien feo. El poeta, sin embargo, folla con obreras a las que conoce en el metro o haciendo cola en alguna tienda.

Feo, feo, pero de trato dulce y una lengua de terciopelo.

Los amigos se ríen. En efecto, el poeta puede recitar, pues su memoria es buena, las poesías más tristes, y las jóvenes y no tan jóvenes obreras derraman lágrimas cuando lo escuchan.

Después se van a la cama. La mujer del poeta, cuya belleza la exime de tener buena memoria, pero cuya memoria es aún más prodigiosa que la del poeta, infinitamente más prodigiosa, se va a la cama con obreros o con marineros de permiso o con inmensos capataces viudos que ya no saben qué hacer con su vida y con su fuerza y a quienes la irrupción de esta mujer maravillosa les parece un milagro. También hacen el amor en grupo.

El poeta, su mujer y otra mujer. El poeta, su mujer y otro hombre.

Generalmente son tríos, pero en ocasiones son cuartetos y quintetos. A veces, guiados por un presentimiento, presentan con pompa y gran protocolo a sus respectivos amantes, quienes al cabo de una semana se enamoran entre sí y nunca más vuelven a verlos, nunca más vuelven a participar en esas pequeñas orgías proletarias, o tal vez sí, eso nunca se sabe. En cualquier caso todo esto acaba cuando el poeta cae preso y ya nadie sabe nada de él, porque lo asesinan.

Después, los amigos vuelven a hablar sobre el suicidio, sobre sus inconvenientes y sus ventajas, hasta que amanece y entonces uno de ellos, Ansky, abandona la casa y abandona Moscú, sin papeles, a merced de cualquier delator. Entonces hay paisajes, paisajes vistos a través del cristal y cristales de paisajes, y caminos de tierra y apeaderos sin nombre en donde se juntan los jóvenes vagabundos escapados de un libro de Makarenko, y hay adolescentes jorobados y adolescentes resfriados a los que les baja un hilo de agua por la nariz, y arroyos y pan duro y un intento de robo que Ansky evita, pero no dice cómo lo evita.

Finalmente aparece la aldea de Kostekino. Y la noche. Y el rumor del viento que lo reconoce. Y la madre de Ansky que abre la puerta y no lo reconoce.

Las últimas anotaciones del cuaderno son escuetas. A los pocos meses de llegar a la aldea murió su padre, como si sólo lo hubiera estado esperando a él para lanzarse de cabeza hacia el otro mundo. Su madre se ocupó del funeral y por la noche, cuando todos dormían, Ansky se deslizó hasta el cementerio y estuvo mucho rato junto a la tumba, pensando en vaguedades.

Por el día solía dormir en la buhardilla, tapado hasta la cabeza, en una oscuridad total. Por la noche bajaba al primer piso y leía a la luz de la chimenea, junto a la cama donde su madre dormía. En una de sus últimas anotaciones menciona el desorden del universo y dice que sólo en ese desorden somos concebibles.

En otra, se pregunta qué quedará cuando el universo muera y el tiempo y el espacio mueran con él. Cero, nada. Esta idea, sin embargo, le da risa. Detrás de toda respuesta se esconde una pregunta, recuerda Ansky que dicen los campesinos de Kostekino. Detrás de toda respuesta inapelable se esconde una pregunta aún más compleja. La complejidad, no obstante, le da risa, y a veces su madre lo oye reírse en la buhardilla, como cuando tenía diez años. Ansky piensa en universos paralelos.

Por aquellos días Hitler invade Polonia y empieza la Segunda Guerra Mundial. Caída de Varsovia, caída de París, ataque a la Unión Soviética. Sólo en el desorden somos concebibles. Una noche Ansky sueña que el cielo es un gran océano de sangre.

En la última página del cuaderno traza una ruta para unirse a los guerrilleros.

Quedaba por dilucidar el escondite para una sola persona en el interior de la chimenea. ¿Quién lo hizo? ¿Quién se escondió allí?

Tras mucho cavilar, Reiter decidió que el constructor había sido el padre de Ansky. Probablemente el escondite fue hecho antes de que Ansky volviera a la aldea. También cabía la posibilidad de que el padre lo construyera tras el regreso del hijo, lo que ciertamente era más lógico, pues sólo entonces los padres supieron que Ansky era un enemigo del Estado. Pero Reiter intuyó que el escondite, cuya obra imaginó lenta, artesanal, sin prisas, había sido concebido mucho antes de que Ansky volviera, lo que confería al padre una aureola de adivino o de demente.

También llegó a la conclusión de que nadie había usado el escondite.

No descartó, por supuesto, la obligada visita de los funcionarios del partido, que habrían husmeado en el interior de la isba buscando algún rastro de Ansky, y que durante esas visitas éste se metiera en el interior de la chimenea le pareció probable, casi seguro. Pero a la hora de la verdad nadie se había escondido allí, ni siquiera la madre de Ansky cuando llegó el destacamento del Einsatzgruppe C. Imaginó, eso sí, a la madre de Ansky poniendo a salvo el cuaderno de su hijo y luego, en sueños, la vio salir y dirigirse junto con los otros judíos de Kostekino hacia donde la aguardaba la disciplina alemana, nosotros, la muerte.

También vio a Ansky en sueños. Lo vio caminar por el campo, de noche, convertido en una persona sin nombre, que dirigía sus pasos hacia el oeste, y también lo vio morir a balazos.

Durante varios días Reiter pensó que había sido él quien le había disparado a Ansky. Por las noches tenía pesadillas horribles que lo despertaban y lo hacían llorar. A veces se quedaba quieto, ovillado en la cama, escuchando cómo caía la nieve sobre la aldea. Ya no pensaba en el suicidio, porque se creía muerto. Por las mañanas lo primero que hacía era leer el cuaderno de Ansky, que abría por cualquier página. Otras veces daba largos paseos por el bosque nevado, hasta llegar al viejo sovjoz en donde los ucranianos trabajaban a las órdenes de dos desganados alemanes.

Cuando iba al edificio principal de la aldea a buscar su comida se sentía como si estuviera en otro planeta. Allí siempre estaba encendida la chimenea y dos enormes ollas de campaña llenas de sopa inundaban de vapor el primer piso. Olía a col y a tabaco y sus compañeros iban en mangas de camisa o desnudos.

Prefería, con mucho, el bosque en donde se sentaba sobre la nieve hasta que el culo empezaba a helársele. Prefería la isba en donde encendía fuego y se instalaba delante de la chimenea a releer el cuaderno de Ansky. De tanto en tanto levantaba la vista y contemplaba el interior de la chimenea, como si desde allí una sombra que irradiaba timidez y simpatía lo estuviera mirando. Un escalofrío de placer recorría entonces su cuerpo.

A veces se imaginaba que vivía con la familia Ansky. Veía a la madre y al padre y al joven Ansky recorriendo los caminos de Siberia y terminaba tapándose los ojos. Cuando el fuego de la chimenea quedaba reducido a pequeñas ascuas brillantes en la oscuridad, con sumo cuidado, se introducía en el escondite, que estaba cálido, y se quedaba allí largo rato, hasta que el frío del amanecer lo despertaba.

Una noche soñó que volvía a estar en Crimea. No recordaba en qué parte, pero era Crimea. Disparaba su fusil en medio de múltiples humaredas que brotaban aquí y allá como géiyseres.

Después se ponía a caminar y encontraba a un soldado del ejército rojo muerto, boca abajo, con un arma todavía en la mano. Al inclinarse para darle la vuelta y verle el rostro temía, como tantas otras veces había temido, que aquel cadáver tuviera el rostro de Ansky. Al coger el cadáver por la guerrera, pensaba:

no, no, no, no quiero cargar con este peso, quiero que Ansky viva, no quiero que muera, no quiero ser yo el asesino, aunque haya sido sin querer, aunque haya sido accidentalmente, aunque haya sido sin darme cuenta. Entonces, sin sorpresa, más bien con alivio, descubría que el cadáver tenía su propio rostro, el rostro de Reiter. Al despertar de ese sueño, por la mañana, recuperó la voz. Lo primero que dijo fue:

– No he sido yo, qué alegría.

Recién en el verano de 1942 se acordaron de los soldados de Kostekino y Reiter fue devuelto a su división. Estuvo en Crimea. Estuvo en Kerch. Estuvo en las riberas del Kuban y en las calles de Krasnodar. Recorrió el Cáucaso hasta Budenovsk y viajó junto a su batallón por la estepa Kalmuka, siempre con el cuaderno de Ansky bajo la guerrera, entre su ropa de loco y su uniforme de soldado. Tragó polvo y no vio soldados enemigos, pero vio a Wilke y a Kruse y al sargento Lemke, aunque no fue fácil reconocerlos pues habían cambiado, no sólo su fisonomía sino también sus voces, ahora Wilke, por ejemplo, hablaba sólo en dialecto y casi nadie le entendía excepto Reiter, y a Kruse la voz le había cambiado, hablaba como si le hubieran extirpado los testículos hacía mucho tiempo, y el sargento Lemke ya no gritaba sino en muy raras ocasiones, la mayor parte de las veces se dirigía a sus hombres con una especie de murmullo, como si estuviera cansado o como si las largas distancias recorridas lo hubieran adormecido. En cualquier caso el sargento Lemke fue herido de gravedad mientras intentaban vanamente abrirse camino en dirección a Tuapse y en su lugar pusieron al sargento Bublitz. Luego llegó el otoño, el barro, el viento, y después del otoño los rusos contraatacaron.

La división de Reiter, que ya no pertenecía al 11 Ejército sino al 17, se retiró de Elista a Proletarskaya y después subieron bordeando el río Manych hasta Rostov. Y luego siguieron retrocediendo hacia el oeste, hasta el río Mius, en donde se restableció el frente. Llegó el verano de 1943 y los rusos volvieron a atacar y la división de Reiter volvió a retroceder. Y cada vez que retrocedían eran menos los que quedaban vivos. Kruse murió.

El sargento Bublitz murió. A Voss, que era valiente, primero lo ascendieron a sargento y luego a teniente, y con Voss el número de bajas se duplicó en menos de una semana.

Reiter adquirió la costumbre de contemplar a los muertos como quien contempla una parcela en venta o una finca o una casa de campo y luego registrar sus bolsillos por si tenían algo de comida guardada. Wilke hacía lo mismo, pero en lugar de hacerlo en silencio canturreaba: los soldados de Prusia se masturban, pero no se suicidan. En el batallón algunos compañeros los bautizaron como los vampiros. A Reiter le daba igual.

En los ratos de descanso sacaba un pedazo de pan y el cuaderno de Ansky de debajo de la guerrera y se ponía a leer. A veces Wilke se sentaba junto a él y al poco rato se dormía. Una vez le preguntó si el cuaderno lo había escrito él. Reiter lo miró como si la pregunta fuera tan estúpida que no hiciera falta contestarla.

Wilke volvió a preguntarle si lo había escrito él. A Reiter le pareció que Wilke estaba dormido y hablando en sueños. Tenía los ojos semicerrados y la barba sin afeitar y los pómulos y la mandíbula parecían querer salírsele de la cara.

– Lo escribió un amigo -dijo.

– Un amigo muerto -dijo la voz dormida de Wilke.

– Más o menos -dijo Reiter, y siguió leyendo.

A Reiter le gustaba quedarse dormido escuchando el ruido de la artillería. Wilke tampoco podía soportar un silencio demasiado prolongado y antes de cerrar los ojos canturreaba. El teniente Voss, por el contrario, solía taponarse los oídos al dormir y le costaba despertar o readaptarse a la vigilia y a la guerra.

A veces había que sacudirlo y entonces él decía qué demonios ocurre y lanzaba puñetazos en la oscuridad. Pero ganaba medallas y una vez Reiter y Wilke lo acompañaron hasta el cuartel divisionario para que el general Von Berenberg en persona le colgara en el pecho la más alta distinción que podía obtener un soldado de la Wehrmacht. Ése fue un día feliz para Voss pero no para la división 79, que para entonces tenía menos efectivos que un regimiento, pues por la tarde, mientras Reiter y Wilke comían salchichas junto a un camión, los rusos se lanzaron sobre sus posiciones, por lo que Voss y ellos dos tuvieron que volver de inmediato a la primera línea. La resistencia fue breve y volvieron a retroceder. En la retirada la división quedó reducida al tamaño de un batallón y buena parte de los soldados parecían locos huidos de un manicomio.

Durante varios días marcharon hacia el oeste como pudieron, manteniendo el orden de las compañías o en grupos que el azar iba juntando o disgregando.

Reiter se fue solo. A veces veía pasar escuadrones de aviones soviéticos y a veces el cielo, un minuto antes de un azul cegador, se nublaba y se desataba de improviso una tormenta que duraba horas. Desde una colina vio pasar una columna de tanques alemanes hacia el este. Parecían ataúdes de una civilización exraterrestre.

Caminaba de noche. Por el día se refugiaba como mejor podía y se dedicaba a leer el cuaderno de Ansky y a dormir y a mirar lo que crecía o se quemaba a su alrededor. A veces recordaba las algas del Báltico y sonreía. A veces se ponía a pensar en su hermanita y también sonreía. Hacía tiempo que no tenía noticias de ellos. Su padre nunca le había escrito y Reiter sospechaba que era porque no sabía escribir muy bien. Su madre sí le había escrito. ¿Qué le decía en sus cartas? Reiter lo había olvidado, no eran cartas muy largas pero las había olvidado por completo, sólo recordaba su caligrafía, una letra grande y temblorosa, sus faltas gramaticales, su desnudez. Las madres no deberían escribir nunca cartas, pensaba. Las de su hermana, por el contrario, las recordaba a la perfección y eso lo hacía sonreír, boca abajo, oculto por la hierba, mientras el sueño lo iba ganando.

Eran cartas en las que su hermana le hablaba de sus cosas y de la aldea, de la escuela, de los vestidos que usaba, de él.

Tú eres un gigante, decía la pequeña Lotte. Al principio a Reiter lo desconcertó esta afirmación. Pero luego pensó que para una niña, una niña, además, tan dulce e impresionable como Lotte, su estatura era lo más parecido que había visto a la de un gigante. Tus pasos resuenan en el bosque, decía Lotte en sus cartas. Los pájaros del bosque oyen el sonido de tus pisadas y dejan de cantar. Los que están trabajando en el campo te oyen. Los que están ocultos en habitaciones oscuras te oyen.

Los jóvenes de las Juventudes Hitlerianas te oyen y acuden a esperarte a la entrada del pueblo. Todo es alegría. Estás vivo.

Alemania está viva. Etcétera.

Un día, sin saber cómo, Reiter volvió a Kostekino. En la aldea ya no quedaban alemanes. El sovjoz estaba vacío y sólo de unas pocas isbas se asomaron las cabezas de viejos desnutridos y temblorosos que le informaron, mediante señas, de que los alemanes habían evacuado a los técnicos y a todos los ucranianos jóvenes que tenían trabajando en la aldea. Reiter durmió aquel día en la isba de Ansky y se sintió más cómodo que si hubiera vuelto a su casa. Encendió fuego en la chimenea y se tiró vestido encima de la cama. Pero no pudo dormirse enseguida. Se puso a pensar en las apariencias de las que hablaba Ansky en su cuaderno y se puso a pensar en sí mismo. Se sentía libre, como nunca antes lo había sido en su vida, y aunque mal alimentado y por ende débil, también se sentía con fuerzas para prolongar ese impulso de libertad, de soberanía, hasta donde fuera posible.

La posibilidad, no obstante, de que todo aquello no fuera otra cosa que apariencia lo preocupaba. La apariencia era una fuerza de ocupación de la realidad, se dijo, incluso de la realidad más extrema y limítrofe. Vivía en las almas de la gente y también en sus gestos, en la voluntad y en el dolor, en la forma en que uno ordena los recuerdos y en la forma en que uno ordena las prioridades. La apariencia proliferaba en los salones de los industriales y en el hampa. Dictaba normas, se revolvía contra sus propias normas (en revueltas que podían ser sangrientas, pero que no por eso dejaban de ser aparentes), dictaba nuevas normas.

El nacionalsocialismo era el reino absoluto de la apariencia.

Amar, reflexionó, por regla general es otra apariencia. Mi amor por Lotte no es apariencia. Lotte es mi hermana y es pequeña y cree que soy un gigante. Pero el amor, el amor común y corriente, el amor de pareja, con desayunos y cenas, con celos y dinero y tristeza, es teatro, es decir es apariencia. La juventud es la apariencia de la fuerza, el amor es la apariencia de la paz.

Ni juventud ni fuerza ni amor ni paz pueden serme otorgadas, se dijo con un suspiro, ni yo puedo aceptar un regalo semejante.

Sólo el vagabundeo de Ansky no es apariencia, pensó, sólo los catorce años de Ansky no son apariencia. Ansky vivió toda su vida en una inmadurez rabiosa porque la revolución, la verdadera y única, también es inmadura. Después se durmió y no tuvo sueños y al día siguiente fue al bosque a buscar ramas para la chimenea y cuando volvía a la aldea entró, por curiosidad, en el edificio en donde habían vivido los alemanes durante el invierno del 42, y encontró el interior abandonado y ruinoso, sin ollas ni sacos de arroz, sin mantas ni fuego en las salamandras, los vidrios rotos y las contraventanas desclavadas, el suelo sucio y con grandes manchas de barro o de mierda que se pegaban a la suela de las botas si uno cometía el desliz de pisarlas. En una pared un soldado había escrito con carbón Viva Hitler, en otra había una especie de carta de amor. En el piso de arriba alguien se había entretenido dibujando en las paredes y ¡en el techo! escenas cotidianas de los alemanes que habían vivido en Kostekino.

Así, en una esquina estaba dibujado el bosque y cinco alemanes, reconocibles por sus gorras, acarreaban madera o cazaban pájaros. En otra esquina dos alemanes hacían el amor mientras un tercero, con ambos brazos vendados, los observaba escondido tras un árbol. En otra cuatro alemanes yacían dormidos después de cenar y junto a ellos se adivinaba el esqueleto de un perro. En la última esquina aparecía el propio Reiter, con una larga barba rubia, asomado a la ventana de la isba de los Ansky, mientras fuera de la casa desfilaba un elefante, una jirafa, un rinoceronte y un pato. En el centro del fresco, por llamarlo de alguna manera, se erguía una plaza adoquinada, una plaza imaginaria que Kostekino jamás tuvo, llena de mujeres o de fantasmas de mujeres con los pelos erizados, que iban de un lado a otro dando alaridos, mientras dos soldados alemanes vigilaban el trabajo de una cuadrilla de jóvenes ucranianos que levantaban un monumento de piedra cuya forma resultaba todavía indiscernible.

Los dibujos eran toscos e infantiloides y la perspectiva era prerrenacentista, pero la disposición de cada elemento dejaba adivinar una ironía y por lo tanto una maestría secreta mucho mayor que la que al primer golpe de vista se ofrecía. Al volver a su isba Reiter pensó que el pintor tenía talento, pero que se había vuelto loco como el resto de los alemanes que pasaron el invierno del 42 en Kostekino. También pensó en su sorpresiva aparición en el mural. El pintor seguramente creía que era él quien se había vuelto loco, concluyó. La figura del pato, cerrando la marcha que encabezaba el elefante, así lo dejaba suponer.

Recordó que por aquellos días aún no recuperaba la voz.

También recordó que por aquellos días leía y releía sin tregua el cuaderno de Ansky, memorizando cada palabra, y sintiendo algo muy extraño y que a veces se parecía a la felicidad y otras veces a una culpa vasta como el cielo. Y que él aceptaba la culpa y la felicidad y que incluso, algunas noches, las sumaba, y que el resultado de esa suma sui géneris era felicidad, pero una felicidad distinta que lo desgarraba sin miramientos y que para Reiter no era la felicidad sino que era Reiter.

Una noche, tres días después de llegar a Kostekino, soñó que irrumpían los rusos en la aldea y que para escapar de ellos se arrojaba al arroyo, al Arroyo Dulce, y que tras nadar por el Arroyo Dulce llegaba al Dniéper, y que el Dniéper, las riberas del Dniéper, estaban llenas de rusos, tanto en la orilla izquierda como en la orilla derecha, y que unos y otros se reían al verlo aparecer en medio del río y le disparaban, y soñó que ante los disparos se sumergía en el río y que se dejaba arrastrar por la corriente, saliendo a la superficie sólo para tomar un poco de aire y volver a sumergirse, y que de esta guisa recorría kilómetros y kilómetros de río, a veces aguantando la respiración tres minutos o cuatro o cinco, el récord mundial, hasta que la corriente lo alejaba de donde estaban los rusos, pero incluso entonces Reiter no dejaba de sumergirse, salía, respiraba y se sumergía, y el fondo del río era como una calzada de piedras, de vez en cuando veía cardúmenes de peces pequeños y blancos y de vez en cuando se topaba con un cadáver ya sin carne, sólo los huesos mondos, y esos esqueletos que jalonaban el paso del río podían ser alemanes o soviéticos, no se sabía, pues las ropas se habían podrido y la corriente las había arrastrado río abajo, y en el sueño de Reiter a él también la corriente lo arrastraba río abajo, y a veces, sobre todo por las noches, salía a la superficie y se hacía el muerto, para poder descansar o tal vez dormir cinco minutos mientras el río se desplazaba incesante hacia el sur con él en los brazos, y cuando salía el sol Reiter volvía a sumergirse y a bucear, volvía al fondo gelatinoso del Dniéper, y así transcurrían los días, a veces pasaba cerca de una ciudad y veía sus luces o, si no había luces, oía un rumor vago, como de ajetreo de muebles, como si unas personas enfermas estuvieran cambiando muebles de sitio, y a veces pasaba debajo de pontones militares y veía las sombras ateridas de los soldados en la noche, sombras que se proyectaban sobre la superficie erizada de las aguas, y una mañana, por fin, el Dniéper desembocó en el Mar Negro, donde moría o se transformaba, y Reiter se acercó a la orilla del río o del mar, con pasos temblorosos, como si fuera un estudiante, el estudiante que nunca fue, que regresa a tumbarse en la arena después de nadar hasta el agotamiento, atontado, en el cenit de las vacaciones, sólo para descubrir con horror, mientras se sentaba en la playa mirando la inmensidad del Mar Negro, que el cuaderno de Ansky, que llevaba bajo la guerrera, había quedado reducido a una especie de pulpa de papel, la tinta borrada para siempre, la mitad del cuaderno pegado a su ropa o a su pellejo y la otra mitad reducida a partículas que flotaban por debajo de las suaves olas.

En ese momento Reiter despertó y decidió que debía abandonar Kostekino lo más aprisa posible. Se vistió en silencio y preparó sus escasas pertenencias. No encendió ninguna luz ni atizó el fuego. Pensó en todo lo que iba a tener que andar ese día. Antes de salir de la isba volvió a colocar cuidadosamente el cuaderno de Ansky en el escondrijo de la chimenea. Que ahora lo encuentre otro, pensó. Luego abrió la puerta, la cerró con mucho cuidado y se alejó de la aldea con grandes zancadas.

Varios días después encontró una columna de su división y volvió a la monotonía de aguantar y retirarse, hasta que los soviéticos los destrozaron en el Bug, al oeste de Pervomaysk, y los restos de la 79 pasaron a formar parte de la división 303. En 1944, mientras se dirigían a Jassy con una brigada motorizada rusa pisándoles los talones, Reiter y otros soldados de su batallón vieron una polvareda azul que subía hacia el cielo del mediodía.

Luego escucharon gritos y cantos muy apagados y al poco rato Reiter vio a través de sus prismáticos a un grupo de soldados rumanos que cruzaba un huerto a toda carrera, como poseídos por un demonio o por el miedo, y se internaba en un camino de tierra que corría paralelo a la carretera por donde se retiraba su división.

No tenían mucho tiempo, pues los rusos iban a llegar de un momento a otro, sin embargo Reiter y algunos de sus compañeros decidieron ir a ver qué había ocurrido. Bajaron de la colina que usaban de observatorio y atravesaron, a bordo de un vehículo armado con una ametralladora, los breñales que separaban ambos caminos. Vieron una especie de castillo rural rumano, desierto, con las ventanas cerradas y un patio adoquinado que se prolongaba hasta los establos. Luego salieron a una explanada en donde aún había soldados rumanos rezagados que jugaban a los dados o que cargaban en carretas (que luego tiraban ellos mismos) cuadros y muebles del castillo. Al final de la explanada había una gran cruz hecha con grandes trozos de madera barnizada en tonos oscuros probablemente arrancados del gran salón de la propiedad rural. En la cruz, enterrada sobre tierra amarilla, había un hombre desnudo. Los rumanos que sabían algo de alemán les preguntaron qué hacían allí. Los alemanes respondieron que huían de los rusos. No tardarán en llegar, dijeron algunos rumanos.

– ¿Y eso qué significa? -dijo un alemán indicando al hombre crucificado.

– El general de nuestro cuerpo de ejército -dijeron los rumanos mientras se daban prisa en colocar sobre las carretas su botín.

– ¿Es que vais a desertar? -les preguntó un alemán.

– Así es -respondió un rumano-, ayer por la noche el tercer cuerpo de ejército decidió desertar.

Los alemanes se miraron entre sí, como si no supieran si ponerse a disparar contra los rumanos o desertar con ellos.

– ¿Y adónde vais a ir ahora? -les preguntaron.

– Hacia el oeste, hacia nuestras casas -dijeron algunos rumanos.

– ¿Lo habéis pensado bien?

– Mataremos a quien nos lo impida -dijeron los rumanos.

La mayoría, como para reafirmar sus palabras, cogió sus fusiles y hubo alguno que incluso se puso a apuntarles sin el más mínimo recato. Por un instante pareció que ambos grupos se iban a poner a disparar. Justo en ese momento Reiter se bajó del vehículo y haciendo caso omiso de la actitud de los rumanos y de los alemanes se puso a caminar en dirección a la cruz y al crucificado. Éste tenía sangre seca sobre el rostro, como si le hubieran roto la nariz a culatazos la noche anterior, y sus ojos estaban amoratados y los labios hinchados, pero aun así lo reconoció en el acto. Era el general Entrescu, el hombre que se había acostado con la baronesita Von Zumpe en el castillo de los Cárpatos y a quien él y Wilke espiaron desde el pasillo secreto.

Le habían arrancado la ropa a jirones, probablemente cuando aún estaba vivo, dejándolo completamente desnudo a excepción de sus botas de montar. El pene de Entrescu, una verga soberbia que en erección medía, según los cálculos que Wilke y él hicieron en su momento, unos treinta centímetros, era mecido cansinamente por el viento del atardecer. A los pies de la cruz había una caja de fuegos artificiales, con los que el general Entrescu entretenía a sus invitados. La pólvora debía de estar mojada o los artefactos caducados puesto que lo único que hacían al estallar era provocar una nubecilla de humo azul que no tardaba en subir al cielo y desaparecer. Uno de los alemanes, detrás de Reiter, hizo un comentario sobre el miembro viril del general Entrescu. Algunos rumanos se rieron y todos, unos más rápido que otros, se acercaron a la cruz como si de improviso ésta se hubiera vuelto a imantar.

Los rifles ya no apuntaban a nadie y los soldados los sostenían como si se tratara de herramientas del campo y ellos campesinos cansados desfilando siempre al borde del abismo. Sabían que los rusos estaban por llegar y les temían, pero ninguno se resistió a acercarse por última vez a la cruz del general Entrescu.

– ¿Qué tal tipo era? -dijo un alemán, a sabiendas de que daba lo mismo la respuesta.

– No era una mala persona -dijo un rumano.

Luego todos permanecieron en recogimiento, algunos con las cabezas gachas y otros mirando al general con ojos de alucinados.

A nadie se le ocurrió preguntar cómo lo habían matado.

Probablemente le dieron una paliza, luego lo tiraron al suelo y le siguieron pegando. El palo de la cruz estaba oscurecido por la sangre y la costra llegaba, oscura como una araña, hasta la tierra amarilla. A nadie se le ocurrió decir que lo descolgaran.

– Tardaréis en encontrar otro ejemplar como éste -dijo un alemán.

Los rumanos no le entendieron. Reiter contempló el rostro de Entrescu: tenía los ojos cerrados pero la impresión que daba era la de tener los ojos muy abiertos. Las manos estaban fijadas a la madera con grandes clavos de color plata. Tres por cada mano. Los pies estaban remachados con gruesos clavos de herrero.

A la izquierda de Reiter un rumano jovencito, de no más de quince años, a quien el uniforme le venía demasiado grande, rezaba. Preguntó si había alguien más en la propiedad. Le contestaron que sólo ellos, que el tercer cuerpo o lo que quedaba del tercer cuerpo había llegado hacía tres días a la estación de Litacz y que el general, en lugar de buscar un lugar más seguro al oeste, decidió ir a visitar su castillo, que encontraron vacío.

No había servidumbre ni ningún animal vivo que pudieran comerse.

Durante dos días el general se encerró en su habitación y no quiso salir. Los soldados se dedicaron a vagar por la casa, hasta que hallaron la bodega, cuya puerta echaron abajo. Pese a las reservas de algunos oficiales, todos empezaron a emborracharse.

Esa noche desertó la mitad del tercer cuerpo. Los que se quedaron lo hicieron por propia voluntad, no coaccionados por nadie, lo hicieron porque querían al general Entrescu.

O algo parecido. Algunos salieron a robar en las poblaciones vecinas y no regresaron. Otros le gritaron al general, desde el patio, que volviera a asumir el mando y decidiera qué hacer.

Pero el general seguía encerrado en la habitación y no le abría la puerta a nadie. Una noche de borrachera los soldados echaron la puerta abajo. El general Entrescu estaba sentado en un sillón, rodeado de candelabros y cirios, contemplando un álbum de fotos. Entonces pasó lo que pasó. Al principio Entrescu se defendió propinándoles fuetazos con su vara de montar.

Pero los soldados estaban locos de hambre y de miedo y lo mataron y luego lo clavaron a la cruz.

– Os costaría mucho hacer esta cruz tan grande -dijo Reiter.

– La hicimos antes de matar al general -dijo un rumano-.

No sé por qué la hicimos, pero la hicimos antes incluso de emborracharnos.

Después los rumanos volvieron a cargar su botín y algunos alemanes les ayudaron y otros decidieron ir a dar una vuelta hasta la casa, a ver si quedaba algo de alcohol en las bodegas, y el crucificado una vez más se quedó solo. Antes de irse, Reiter les preguntó si conocían a un tal Popescu, uno que siempre iba con el general y que probablemente trabajaba como secretario suyo.

– Ah, el capitán Popescu -dijo un rumano moviendo la cabeza afirmativamente y con el mismo tono de voz que hubiera empleado en decir el capitán Ornitorrinco-. Ése ya debe estar en Bucarest.

Mientras se alejaban, en dirección a los breñales, levantando una nubecilla de polvo por el camino, Reiter creyó distinguir unos pájaros negros sobrevolando la explanada desde donde vigilaba el curso de la guerra el general Entrescu. Uno de los alemanes, el que iba junto a la ametralladora, comentó, riéndose, qué iban a pensar los rusos cuando vieran a aquel crucificado.

Nadie le contestó.

De derrota en derrota, Reiter volvió finalmente a Alemania.

En mayo de 1945, a la edad de veinticinco años, después de pasar dos meses oculto en un bosque, se rindió a unos soldados norteamericanos y fue internado en un campo de prisioneros en las afueras de Ansbach. Allí se duchó por primera vez en muchos días y la comida era buena.

La mitad de los prisioneros de guerra dormían en barracones que habían construido unos soldados negros norteamericanos y la otra mitad dormía en grandes tiendas de campaña.

Cada dos días aparecían por el campo visitantes que revisaban, siguiendo un estricto orden alfabético, los papeles de los prisioneros.

Al principio ponían una mesa al aire libre y los prisioneros iban pasando y respondiendo de uno en uno a sus preguntas.

Después los soldados negros, ayudados por unos cuantos alemanes, instalaron un barracón especial, de tres habitaciones, y las colas ahora se hacían delante de este barracón. Reiter no conocía a nadie en el campo. Sus compañeros de la 79 y luego de la 303 habían muerto o caído prisioneros de los rusos o desertado, como él mismo había hecho. Lo que quedaba de la división se dirigía a Pilsen, en el Protectorado, cuando Reiter, en medio de la confusión, se marchó por su cuenta. En el campo de prisioneros de Ansbach procuraba no relacionarse con nadie.

Había soldados que por las tardes cantaban. Desde sus puestos de vigilancia los negros los miraban y se reían, pero como nadie, aparentemente, entendía la letra de las canciones, los dejaban cantar hasta que llegaba la hora de dormir. Otros solían dar paseos de un extremo a otro del campo, cogidos del brazo y conversando sobre los temas más peregrinos. Se decía que pronto comenzarían las hostilidades entre soviéticos y aliados.

Se especulaba sobre las condiciones de la muerte de Hitler.

Se hablaba del hambre y de cómo la cosecha de patatas, una vez más, salvaría a Alemania del desastre.

Al lado del catre de campaña de Reiter dormía un tipo de unos cincuenta años, un combatiente de la Volkssturm. El tipo se había dejado crecer la barba y su alemán era dulce y bajito, como si nada de lo que sucedía a su alrededor le pudiera afectar.

Por el día solía hablar con otros dos excombatientes de la Volkssturm, que lo acompañaban durante los paseos y las comidas.

A veces, sin embago, Reiter lo veía solo, escribiendo con un lápiz de mina sobre papeles de todo tipo que sacaba de sus bolsillos y que luego guardaba con extremo cuidado. Una vez, antes de dormirse, le preguntó qué escribía y el tipo le dijo que intentaba poner por escrito sus pensamientos. Algo que, añadió, no resultaba nada fácil. Reiter no le preguntó nada más, pero a partir de ese momento el excombatiente de la Volkssturm, siempre por la noche, siempre antes de dormirse, encontraba un pretexto para cruzar unas palabras con él. Según le contó, su mujer había muerto cuando los rusos entraron en Küstrin, de donde eran, pero él no guardaba rencor a nadie, la guerra era la guerra, decía, y cuando la guerra terminaba lo mejor era perdonarse los unos a los otros y empezar de nuevo.

¿Empezar cómo?, quiso saber Reiter. Empezar desde cero, susurró con su alemán pausado, con alegría y también con imaginación. El tipo se llamaba Zeller y era flaco y retraído. Al verlo pasear por el campo, siempre en compañía de los otros dos excombatientes de la Volkssturm, su figura, tal vez por contraste con la de sus acompañantes, irradiaba una gran dignidad.

Una noche Reiter le preguntó si tenía familia.

– Mi mujer -le respondió Zeller.

– Pero su mujer está muerta -dijo Reiter.

– También tuve un hijo y una hija -lo oyó susurrar-, pero ellos también murieron. Mi hijo en la batalla del saliente de Kursk y mi hija durante un bombardeo en la ciudad de Hamburgo.

– ¿Y no hay más parientes? -dijo Reiter.

– Dos nietecitos, gemelos, una niña y un niño, pero ellos también murieron en el bombardeo en que murió mi hija.

– Vaya por Dios -dijo Reiter.

– También murió mi yerno, pero no en el bombardeo, sino días después, de pena por la muerte de sus hijos y de su mujer.

– Es terrible -dijo Reiter.

– Se suicidó tomando veneno para ratas -susurró Zeller en la oscuridad-. Agonizó durante tres días en medio de los más horribles suplicios.

Reiter ya no supo qué decir, en parte porque el sueño lo iba ganando, y lo último que oyó fue la voz de Zeller que decía que la guerra era la guerra y que más valía olvidarlo todo, todo, todo. La verdad es que Zeller tenía una serenidad envidiable.

Esta serenidad, por otra parte, se veía perturbada únicamente cuando aparecían más prisioneros o cuando volvían los visitantes que los interrogaban uno por uno en el interior de los barracones.

Al cabo de tres meses les tocó el turno a aquellos cuyos apellidos empezaban por la Q, la R y la S, y Reiter pudo hablar con los soldados y con algunos tipos vestidos de civil que le pidieron cortésmente que se pusiera de frente y de perfil y que luego rebuscaron un par de fichas en un dossier que probablemente estaba lleno de fotografías. Luego uno de los civiles le preguntó qué había hecho durante la guerra y Reiter tuvo que contarles que había estado en Rumanía con la 79 y después en Rusia, en donde había sido herido varias veces.

Los soldados y los civiles quisieron ver sus heridas y se tuvo que desnudar y enseñárselas. Uno de los civiles, uno que hablaba un alemán con acento berlinés, le preguntó si comía bien en el campo de prisioneros. Reiter dijo que comía como un rey y cuando el que había hecho la pregunta la tradujo para los demás todos se rieron.

– ¿Te gusta la comida americana? -dijo uno de los soldados.

El civil tradujo la pregunta y Reiter dijo:

– La carne americana es la mejor carne del mundo.

Todos volvieron a reírse.

– Tienes razón -dijo el soldado-, pero eso que comes no es carne americana sino comida para perros.

Esta vez la risa hizo que el traductor (que prefirió no traducir la respuesta) y algunos de los soldados se cayeran al suelo.

Un soldado negro apareció en la puerta con el semblante preocupado y les preguntó si tenían problemas con el prisionero. Le ordenaron que cerrara la puerta y se marchara, que no había problemas, que estaban contándose chistes. Luego uno de ellos sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció uno a Reiter. Me lo fumaré más tarde, dijo Reiter, y se lo guardó detrás de la oreja.

Después los soldados se pusieron serios de repente y comenzaron a anotar los datos que Reiter les fue proporcionando: año y lugar de nacimiento, nombres de los padres, dirección de los padres y de al menos dos familiares o amigos, etcétera.

Esa noche Zeller le preguntó qué le había pasado durante el interrogatorio y Reiter se lo contó todo. ¿Te preguntaron en qué año y mes entraste en el ejército? Sí. ¿Te preguntaron dónde estaba tu oficina de reclutamiento? Sí. ¿Te preguntaron en qué división habías servido? Sí. ¿Había fotos? Sí. ¿Las viste?

No. Cuando terminó su interrogatorio particular Zeller se tapó la cara con la manta y pareció dormirse pero al cabo de poco rato Reiter lo oyó mascullar en la oscuridad.

En la siguiente visita, que ocurrió una semana después, sólo vinieron al campo dos interrogadores y no hubo colas ni interrogatorios. Hicieron formar a los prisioneros y los soldados negros fueron repasando las filas y separando de éstas a un total de diez hombres, aproximadamente, a los que condujeron a dos furgones, en donde fueron introducidos después de esposarlos.

El comandante del campo les dijo que esos prisioneros eran sospechosos de ser criminales de guerra y luego ordenó deshacer las filas y que la vida siguiera su curso normal. Cuando los visitantes regresaron, pasada una semana, se dedicaron a las letras T, U y V y Zeller esta vez se puso nervioso de verdad.

Su acento dulce no sufrió mengua alguna, pero su discurso y su forma de hablar cambió: las palabras le salían a borbotones de los labios, su murmullo nocturno se volvió incontenible. Hablaba de prisa y como impelido por una razón que escapaba de su control y que él apenas comprendía. Alargaba el cuello en dirección a Reiter y se apoyaba en un codo y empezaba a susurrar y a lamentarse y a imaginar escenas de esplendor que formaban, todo junto, un cuadro caótico de cubos oscuros que se sobreponían unos sobre otros.

Por el día las cosas cambiaban, la figura de Zeller volvía a irradiar dignidad y decoro, y aunque no se relacionaba con nadie excepto con sus antiguos camaradas de la Volkssturm, casi todo el mundo lo respetaba y lo consideraba una persona decente.

Para Reiter, sin embargo, que tenía que soportar sus disquisiciones nocturnas, el semblante de Zeller mostraba un deterioro progresivo, como si en su interior se desarrollara una lucha sin cuartel entre fuerzas diametralmente opuestas.

¿Qué fuerzas eran éstas? Reiter lo ignoraba, sólo intuía que ambas fuerzas provenían de una única fuente, que era la locura.

Una noche Zeller le dijo que él no se llamaba Zeller sino Sammer y que en buena lógica no tenía obligación de presentarse a los interrogadores alfabéticos en su próxima visita.

Aquella noche Reiter no tenía sueño y la luna llena se filtraba por la tela de la tienda de campaña como el café hirviente por un colador hecho con un calcetín.

– Me llamo Leo Sammer y algunas de las cosas que te he dicho son ciertas y otras no -dijo el falso Zeller moviéndose en el catre como si le picara todo el cuerpo-. ¿Te suena mi nombre?

– No -dijo Reiter.

– No te tiene por qué sonar, hijo mío, no soy ni he sido un hombre famoso, aunque durante el tiempo que tú has estado lejos de casa mi nombre ha crecido como un tumor canceroso y ahora aparece escrito en los papeles más insospechados -dijo Sammer con su alemán dulce y cada vez más veloz-. Por supuesto, nunca estuve en la Volkssturm. Combatí, no quiero que creas que no combatí, lo hice, como cualquier alemán bien nacido, pero yo serví en otros teatros, no en el campo de batalla militar sino en el campo de batalla económico y político. Mi mujer, gracias a Dios, no ha muerto -añadió después de un largo silencio en el cual Reiter y él se dedicaron a contemplar la luz que envolvía la tienda de campaña como el ala de un pájaro o una garra-. Mi hijo murió, eso es cierto. Mi pobre hijo. Un joven inteligente al que le gustaba el deporte y la lectura. Qué más se puede pedir de un hijo. Serio, un atleta, un buen lector.

Murió en Kursk. Yo por entonces era subdirector de un organismo encargado de proporcionar trabajadores al Reich, cuyas oficinas principales estaban instaladas en un pueblo polaco a escasos kilómetros del Gobierno General.

Cuando me dieron la noticia dejé de creer en la guerra. Mi mujer, para colmo, dio señales de insanidad mental. No le deseo a nadie mi situación. ¡Ni a mi peor enemigo! Un hijo muerto en la flor de la edad, una mujer con jaquecas constantes y un trabajo agotador que requería el máximo esfuerzo y concentración por mi parte. Pero salí adelante gracias a mi talante metódico y a mi tenacidad. En realidad, trabajaba para olvidar mis desgracias. El resultado, en cualquier caso, fue que me hicieron director del organismo estatal en el que prestaba mis servicios. De un día para otro, el trabajo se triplicó. Ya no sólo tenía que enviar mano de obra a las fábricas alemanas sino que también tenía que ocuparme de mantener en funcionamiento la burocracia de aquella región polaca en la que siempre llovía, un triste territorio provinciano que intentábamos germanizar, en donde todos los días eran grises y la tierra parecía cubierta por una mancha gigantesca de hollín y nadie se divertía de manera civilizada, con el resultado de que hasta los niños de diez años eran alcohólicos, figúrese usted, pobres niños, unos niños salvajes, por otra parte, a los que sólo les gustaba el alcohol, como ya le he dicho, y el fútbol.

A veces los veía desde la ventana de mi despacho: jugaban en la calle con una pelota de trapo y sus carreras y saltos eran verdaderamente lamentables, pues el alcohol ingerido los hacía caerse a cada rato o fallar goles cantados. En fin, no quiero abrumarlo, eran partidos de fútbol que solían acabar a puñetazo limpio. O a patadas. O rompiendo botellas de cerveza vacías en la crisma de los rivales. Y yo lo miraba todo desde la ventana y no sabía qué hacer, Dios mío, cómo acabar con esa epidemia, cómo mejorar la situación de esos inocentes.

Lo confieso: me sentía solo, muy solo, muy solo. Con mi mujer no podía contar, la pobre no salía de su habitación a oscuras como no fuera para pedirme de rodillas que le permitiera regresar a Alemania, a Baviera, en donde se reuniría con su hermana.

Mi hijo había muerto. Mi hija vivía en Munich felizmente casada y ajena a mis problemas. El trabajo se acumulaba y mis colaboradores perdían los nervios cada vez con mayor asiduidad. La guerra no iba bien y además había dejado de interesarme.

¿Cómo le puede interesar la guerra a quien ha perdido un hijo? Mi vida, en una palabra, se desarrollaba bajo permanentes nubarrones negros.

Entonces me llegó una nueva orden: tenía que hacerme cargo de un grupo de judíos que venían de Grecia. Creo que venían de Grecia. Puede que fueran judíos húngaros o judíos croatas. No lo creo, los croatas mataban ellos mismos a sus propios judíos. Tal vez fueran judíos serbios. Supongamos que eran griegos. Me enviaban un tren lleno de judíos griegos. ¡A mí! Y yo no tenía nada preparado para acogerlos. Fue una orden que me llegó de pronto, sin previo aviso. Mi organismo era civil, no militar ni de las SS. Yo no tenía expertos en la materia, yo sólo enviaba trabajadores extranjeros a las fábricas del Reich, ¿pero qué iba a hacer con estos judíos? En fin, resignación, me dije, y una mañana fui a la estación a esperarlos. Me llevé conmigo al jefe de la policía local y a todos los policías que pude conseguir en el último minuto. El tren que venía de Grecia se detuvo en una vía muerta. Un oficial me hizo firmar unos papeles conforme me hacía entrega de quinientos judíos, entre hombres, mujeres y niños. Firmé. Luego me acerqué a los vagones y el olor era insoportable. Prohibí que los abrieran todos.

Aquello podía convertirse en un foco de infección, me dije.

Luego telefoneé a un amigo, que me puso en contacto con un tipo que dirigía un campo de judíos cerca de Chelmno. Le expliqué mi problema, le pregunté qué podía hacer con mis judíos.

Debo decirle que en aquel pueblo polaco ya no había judíos, sólo niños borrachos y mujeres borrachas y viejos que se dedicaban todo el día a perseguir los escuálidos rayos de sol. El tipo de Chelmno me dijo que lo llamara al cabo de dos días, que él también, aunque yo no me lo creyera, tenía problemas diarios que resolver.

Le di las gracias y colgué. Volví a la vía muerta. El oficial y el maquinista del tren me esperaban. Los invité a desayunar.

Café y salchichas y huevos fritos y pan caliente. Comieron como cerdos. Yo no. Yo tenía la cabeza en otra parte. Me dijeron que tenía que desocupar el tren, que sus órdenes eran regresar al sur de Europa esa misma noche. Los miré a la cara y dije que eso haría. El oficial dijo que podía contar con él y con su escolta para vaciar los vagones a cambio de que los empleados de la estación le dieran luego una mano en la limpieza.

Dije que estaba de acuerdo.

Procedimos. El olor que exhalaron los vagones al ser abiertos hizo fruncir la nariz hasta a la mujer encargada de los lavabos de la estación. En el viaje murieron ocho judíos. El oficial hizo formar a los sobrevivientes. No tenían buen aspecto. Ordené que los llevaran a una curtiduría abandonada. Dije a uno de mis empleados que se dirigiera a la panadería y que comprara todo el pan disponible para repartirlo entre los judíos. Que lo pongan a mi cuenta, dije, pero hágalo rápido. Luego me fui a la oficina a despachar otros asuntos urgentes. A mediodía me avisaron que el tren de Grecia se marchaba del pueblo. Desde la ventana de mi oficina veía jugar al fútbol a esos niños borrachos y por un instante me pareció que yo también había bebido en exceso.

Dediqué el resto de la mañana a buscarles un acomodo menos provisional a los judíos. Uno de mis secretarios me sugirió que los pusiera a trabajar. ¿En Alemania?, dije. Aquí, dijo él.

No era una mala idea. Ordené que les dieran escobas a unos cincuenta judíos, divididos en brigadas de diez, y que barrieran mi pueblo fantasma. Luego volví a los asuntos principales: de varias fábricas del Reich me pedían, al menos, dos mil trabajadores, del Gobierno General también tenía misivas solicitándome mano de obra disponible. Hice varias llamadas telefónicas:

dije que tenía quinientos judíos disponibles, pero ellos querían polacos o prisioneros de guerra italianos.

¿Prisioneros de guerra italianos? ¡En mi vida había visto un prisionero de guerra italiano! Y todos los hombres polacos disponibles ya los había mandado. Sólo me había quedado con lo estrictamente necesario. Así que volví a llamar a Chelmno y les pregunté otra vez si les interesaban o no mis judíos griegos.

– Si se los enviaron a usted, por algo será -me contestó una voz metálica-. Hágase usted cargo de ellos.

– Pero yo no gestiono un campo de judíos -dije-, ni tengo la experiencia debida.

– Usted es el responsable de ellos -me contestó la voz-, si tiene alguna duda pregunte a quien se los haya enviado.

– Muy señor mío -respondí-, quien me los ha enviado está, supongo, en Grecia.

– Pues pregunte a Asuntos Griegos, en Berlín -dijo la voz.

Sabia respuesta. Le di las gracias y colgué. Durante unos segundos estuve pensando en la conveniencia o no de llamar a Berlín. En la calle, de pronto, apareció una brigada de barrenderos judíos. Los niños borrachos dejaron de jugar al fútbol y se subieron a la acera, desde donde los miraron como si se tratara de animales. Los judíos, al principio, miraban el suelo y barrían a conciencia, vigilados por un policía del pueblo, pero luego uno de ellos levantó la cabeza, no era más que un adolescente, y miró a los niños y a la pelota que permanecía quieta bajo la bota de uno de esos pillastres. Durante unos segundos pensé que se pondrían a jugar. Barrenderos contra borrachines.

Pero el policía hacía bien su trabajo y al cabo de un rato la brigada de judíos había desaparecido y los niños volvieron a ocupar la calle con su remedo de fútbol.

Volví a sumergirme en mis papeles. Trabajé sobre una partida de patatas que se había perdido en alguna parte entre la región que yo controlaba y la ciudad de Leipzig, que era su destino final. Ordené que se investigara el asunto. Nunca me he fiado de los camioneros. Trabajé también en un asunto de remolachas.

En un asunto de zanahorias. En un asunto de símil café. Mandé llamar al alcalde. Uno de mis secretarios llegó con un papel en el que se aseguraba que las patatas habían salido de mi región en transporte ferroviario, no en camiones. Las patatas llegaron a la estación en carros tirados por bueyes o caballos o burros, que de todo hay, pero no en camiones. Había una copia del albarán de carga, pero se había perdido. Encuentre esa copia, le ordené. Otro de mis secretarios llegó con la noticia de que el alcalde estaba enfermo, guardando cama.

– ¿Es grave? -pregunté.

– Un resfriado -dijo mi secretario.

– Pues que se levante y venga -le dije.

Cuando me quedé solo me puse a pensar en mi pobre mujer, postrada en cama, con las cortinas corridas, y ese pensamiento me puso tan nervioso que empecé a recorrer mi oficina de lado a lado, pues si me quedaba quieto corría el peligro de sufrir una embolia cerebral. Entonces volví a ver a la brigada de barrenderos aparecer por la calle razonablemente limpia y la sensación de que el tiempo se repetía me dejó paralizado de golpe.

Pero, gracias a Dios, no eran los mismos barrenderos sino otros. El problema era que se parecían demasiado. El policía que los vigilaba, sin embargo, era distinto. El primer policía era flaco y alto y caminaba muy erguido. El segundo policía era gordo y de baja estatura y además tenía unos sesenta años, pero aparentaba diez más. Los niños polacos que jugaban al fútbol sin duda sintieron lo mismo que yo y volvieron a subirse a la acera para dejar paso a los judíos. Uno de los niños les dijo algo. Supuse, pegado al cristal de la ventana, que estaba insultando a los judíos. Abrí la ventana y llamé al policía.

– Señor Mehnert -lo llamé desde arriba-, señor Mehnert.

El policía, al principio, no sabía quién lo llamaba y giraba su cabeza a un lado y otro, desorientado, lo que provocó la risa de los niños borrachos.

– Aquí arriba, señor Mehnert, aquí arriba.

Finalmente me vio y se cuadró. Los judíos dejaron de trabajar y esperaron. Todos los niños borrachos miraban mi ventana.

– Si alguno de esos arrapiezos insulta a mis trabajadores, dispáreles, señor Mehnert -le dije bien alto para que todo el mundo me oyera.

– No hay ningún problema, excelencia -dijo el señor Mehnert.

– ¿Me ha oído usted bien? -le pregunté a gritos.

– Perfectamente, excelencia.

– Dispare a discreción, a discreción, ¿está claro, señor Mehnert?

– Claro como el agua, excelencia.

Después cerré la ventana y volví a mis asuntos. No llevaba ni cinco minutos estudiando una circular del Ministerio de Propaganda, cuando me interrumpió uno de mis secretarios para decirme que el pan había sido entregado a los judíos, pero que no había alcanzado para todos. Por otra parte, al supervisar la entrega, descubrió que dos de ellos habían muerto. ¿Dos judíos muertos?, repetí alelado. ¡Pero si todos los que bajaron del tren lo hicieron por su propio pie! Mi secretario se encogió de hombros. Murieron, dijo.

– Bueno, bueno, bueno, vivimos en tiempos extraños, ¿no le parece? -dije.

– Eran dos viejos -dijo mi secretario-. Para ser más exactos, un viejo y una vieja.

– ¿Y el pan? -dije.

– No alcanzó para todos -dijo mi secretario.

– Habrá que remediarlo -dije yo.

– Lo intentaremos -dijo mi secretario-, pero hoy ya es imposible, tendrá que ser mañana.

El tono de su voz me desagradó profundamente. Con un gesto le indiqué que se retirara. Intenté volver a concentrarme en el trabajo, pero no pude. Me acerqué a la ventana. Los niños borrachos se habían marchado. Decidí salir a dar una vuelta, el aire frío calma los nervios y fortalece la salud, aunque de buena gana me hubiera marchado a mi casa, en donde me esperaba la chimenea encendida y un buen libro para dejar pasar las horas.

Antes de salir le dije a mi secretaria que si había algo urgente se me podía localizar en el bar de la estación. Ya en la calle, al doblar una esquina, me encontré con el alcalde, el señor Tippelkirsch, que se dirigía a visitarme. Iba vestido con abrigo, bufanda que le tapaba hasta la nariz y varios suéters que ensanchaban sobremanera su figura. Me explicó que no había podido venir antes porque estaba con cuarenta grados de fiebre.

No exageremos, le dije sin dejar de caminar. Pregúntele al doctor, dijo él detrás de mí. Al llegar a la estación encontré a varios campesinos que esperaban la llegada de un tren regional procedente del este, de la zona del Gobierno General. El tren, me informaron, llevaba una hora de retraso. Todo eran malas noticias. Me tomé un café con el señor Tippelkirsch y estuvimos hablando de los judíos. Estoy enterado, dijo el señor Tippelkirsch cogiendo con ambas manos su taza de café. Tenía las manos muy blancas y finas, cruzadas de venas.

Por un momento pensé en las manos de Cristo. Unas manos dignas de ser pintadas. Luego le pregunté qué podíamos hacer. Devolverlos, dijo el señor Tippelkirsch. De la nariz le corría un hilillo de agua. Se lo indiqué con el dedo. No pareció entenderme. Suénese los mocos, le dije. Ah, perdón, dijo, y tras buscar en los bolsillos de su abrigo extrajo un pañuelo blanco, muy grande y no muy limpio.

– ¿Cómo vamos a devolverlos? -dije-. ¿Tengo acaso un tren a mi disposición? ¿Y en caso de tenerlo: no debería ocuparlo en algo más productivo?

El alcalde sufrió una especie de espasmo y se encogió de hombros.

– Póngalos a trabajar -dijo.

– ¿Y quién los alimenta? ¿La administración? No, señor Tippelkirsch, he repasado todas las posibilidades y sólo hay una viable: delegarlos a otro organismo.

– ¿Y si, de forma provisional, le prestáramos a cada campesino de nuestra región un par de judíos, no sería una buena idea? -dijo el señor Tippelkirsch-. Al menos hasta que se nos ocurriera qué hacer con ellos.

Lo miré a los ojos y bajé la voz:

– Eso va contra la ley y usted lo sabe -le dije.

– Bien -dijo él-, yo lo sé, usted también lo sabe, sin embargo nuestra situación no es buena y no nos vendría mal un poco de ayuda, no creo que los campesinos protestaran -dijo.

– No, ni pensarlo -dije yo.

Pero lo pensé y estos pensamientos me sumergieron en un pozo muy hondo y oscuro donde sólo veía, iluminado por chispas que venían de no sé dónde, el rostro ora vivo, ora muerto de mi hijo.

Me despertó el castañeteo de dientes del señor Tippelkirsch.

¿Se encuentra mal?, le dije. Hizo el ademán de responderme pero no pudo y poco después se desmayó. Desde el bar llamé a mi oficina y dije que mandaran un coche. Uno de mis secretarios me dijo que había logrado ponerse en contacto con Asuntos Griegos, de Berlín, y que éstos declinaban toda responsabilidad.

Cuando apareció el coche, entre el dueño del bar, un campesino y yo logramos introducir en él al señor Tippelkirsch.

Le dije al chofer que lo dejara en su casa y que luego volviera a la estación. Mientras tanto me dediqué a jugar una partida de dados junto a la chimenea. Un campesino que había emigrado de Estonia ganó todas las partidas. Tenía a sus tres hijos en el frente y cada vez que ganaba pronunciaba una frase que a mí me parecía si no misteriosa, sí muy extraña. La suerte está aliada con la muerte, decía. Y ponía ojos de carnero degollado, como si los demás nos tuviéramos que compadecer de él.

Creo que era un tipo muy popular en el pueblo, sobre todo entre las polacas, que nada tenían que temer de un viudo con tres hijos ya mayores y ausentes, un viejo, por lo que sé, bastante vulgar, pero no tan avaro como suelen ser los campesinos, que de vez en cuando les regalaba algo de comida o una prenda de vestir a cambio de que ellas fueran a pasar alguna noche a su granja. Todo un donjuán. Al cabo de un rato, cuando acabó la partida, me despedí de los allí presentes y volví a mis oficinas.

Volví a llamar a Chelmno, pero esta vez no obtuve comunicación.

Uno de mis secretarios me dijo que el funcionario de Asuntos Griegos de Berlín le había sugerido que llamara al cuartel de las SS en el Gobierno General. Un consejo bastante torpe, pues aunque nuestro pueblo y nuestra región, con aldeas y granjas incluidas, se hallaba a pocos kilómetros del Gobierno General, en realidad administrativamente pertenecíamos a un Gau alemán. ¿Qué hacer, entonces? Decidí que por ese día ya había tenido bastante y me concentré en otros asuntos.

Antes de marcharme a casa me llamaron desde la estación.

El tren aún no había llegado. Paciencia, dije. En mi fuero interno yo sabía que no iba a llegar nunca. Camino de casa empezó a nevar.

Al día siguiente me levanté temprano y fui a desayunar al casino del pueblo. Todas las mesas estaban vacías. Al cabo de un rato, perfectamente vestidos, peinados y afeitados, se presentaron dos de mis secretarios con la nueva de que aquella noche otros dos judíos habían muerto. ¿De qué?, les pregunté. Lo ignoraban. Simplemente estaban muertos. Y esta vez no se trataba de dos viejos sino de una mujer joven y su hijo de ocho meses, aproximadamente.

Abatido, agaché la cabeza y me contemplé durante unos segundos en la superficie oscura y mansa de mi café. Tal vez han muerto de frío, dije. Esta noche ha nevado. Es una posibilidad, dijeron mis secretarios. Sentí que todo giraba alrededor de mí.

– Vamos a ver ese alojamiento -dije.

– ¿Qué alojamiento? -se sobresaltaron mis secretarios.

– El de los judíos -dije ya de pie y encaminándome hacia la salida.

Tal como me imaginaba, el estado de la antigua curtiduría no podía ser peor. Hasta los propios policías que estaban de vigilancia se quejaban. Uno de mis secretarios me dijo que por las noches pasaban frío y que los turnos no eran respetados escrupulosamente.

Le dije que arreglara con el jefe de la policía el asunto de los turnos y que les llevaran mantas. Incluidos los judíos, naturalmente. El secretario me susurró que iba a ser difícil encontrar mantas para todos. Le dije que lo intentara, que por lo menos quería ver a la mitad de los judíos con una manta.

– ¿Y la otra mitad? -dijo el secretario.

– Si son solidarios, cada judío compartirá su manta con otro, si no, es asunto suyo, yo más no puedo hacer -dije.

Cuando volví a mi oficina noté que las calles del pueblo lucían más limpias que nunca. El resto del día transcurrió de manera normal, hasta que por la noche recibí una llamada de Varsovia, de la Oficina de Asuntos Judíos, un organismo cuya existencia, hasta ese momento, desconocía. Una voz que tenía un marcado tono adolescente me preguntó si era verdad que yo tenía a los quinientos judíos griegos. Le dije que sí y añadí que no sabía qué hacer con ellos, pues nadie me había avisado de su llegada.

– Parece que ha habido un error -dijo la voz.

– Eso parece -dije yo, y me quedé en silencio.

El silencio se prolongó un buen rato.

– Ese tren tenía que descargar en Auschwitz -dijo la voz de adolescente-, o eso creo, no lo sé muy bien. Espere un momento.

Durante diez minutos me mantuve con el aparato pegado a la oreja. En ese intervalo de tiempo apareció mi secretaria con unos papeles para que yo los firmara y uno de mis secretarios con un memorándum sobre la pobre producción de leche de nuestra región y el otro secretario, que quiso decirme algo pero yo lo mandé a callar y que escribió en un papel lo que tenía que decirme: patatas robadas a Leipzig por sus propios cultivadores.

Lo que me sorprendió mucho, pues esas patatas habían sido cultivadas en granjas alemanas, por gente que se acababa de establecer en la región y que procuraba mantener un comportamiento ejemplar.

¿Cómo?, escribí en el mismo papel. No lo sé, escribió el secretario debajo de mi pregunta, posiblemente falsificando hojas de embarque.

Sí, no sería la primera vez, pensé, pero no mis campesinos.

E incluso si fueran ellos los culpables, ¿qué podía hacer? ¿Meterlos a todos en la prisión? ¿Y qué iba a ganar con ello? ¿Dejar que las tierras quedaran abandonadas? ¿Ponerles una multa y empobrecerlos aún más de lo que ya estaban? Decidí que no podía hacer eso. Investigue más, escribí bajo su mensaje. Y luego escribí: buen trabajo.

El secretario me sonrió, levantó la mano, movió los labios como si dijera Heil Hitler y se marchó de puntillas. En ese momento la voz adolescente me preguntó:

– ¿Sigue usted ahí?

– Aquí estoy -dije.

– Mire, tal como está la situación no disponemos de transporte para ir a buscar a los judíos. Administrativamente pertenecen a la Alta Silesia. He hablado con mis superiores y estamos de acuerdo en que lo mejor y más conveniente es que usted mismo se deshaga de ellos.

No respondí.

– ¿Me ha entendido? -dijo la voz desde Varsovia.

– Sí, le he entendido -dije.

– Pues entonces todo está aclarado, ¿no es así?

– Así es -dije yo-. Pero me gustaría recibir esta orden por escrito -añadí. Escuché una risa cantarina al otro lado del teléfono.

Podía ser la risa de mi hijo, pensé, una risa que evocaba tardes de campo, ríos azules llenos de truchas y olor a flores y pasto arrancado con las manos.

– No sea usted ingenuo -dijo la voz sin la más mínima arrogancia-, estas órdenes nunca se dan por escrito.

Esa noche no pude dormir. Comprendí que lo que me pedían era que eliminara a los judíos griegos por mi cuenta y riesgo.

A la mañana siguiente, desde mi oficina, llamé al alcalde, al jefe de bomberos, al jefe de policía y al presidente de la Asociación de Veteranos de Guerra, y los cité en el casino del pueblo.

El jefe de bomberos me dijo que no podía ir porque tenía una yegua a punto de parir, pero le dije que no se trataba de una partida de dados sino de algo mucho más urgente. Quiso saber de qué iba el asunto. Lo sabrás cuando nos veamos, le dije.

Cuando llegué al casino todos estaban allí, alrededor de una mesa, escuchando los chistes de un viejo camarero. Sobre la mesa había pan caliente recién salido del horno y mantequilla y mermelada. Al verme, el camarero se calló. Era un hombre viejo, de corta estatura y extremadamente delgado. Tomé asiento en una silla vacía y le dije que me sirviera una taza de café.

Cuando lo hubo hecho le pedí que se marchara. Después, en pocas palabras, les expliqué a los demás la situación en que nos encontrábamos.

El jefe de bomberos dijo que había que llamar de inmediato a las autoridades de algún campo de prisioneros donde aceptaran a los judíos. Dije que ya había hablado con un tipo de Chelmno, pero él me interrumpió y dijo que debíamos ponernos en contacto con un campo de Alta Silesia. La discusión se fue por esos derroteros. Todos tenían amigos que conocían a alguien que a su vez era amigo de, etcétera. Los dejé hablar, tomé mi café tranquilamente, partí un pan por la mitad y lo unté con mantequilla y me lo comí. Después le puse mermelada a la otra mitad y me la comí. El café era bueno. No era como el café de antes de la guerra, pero era bueno. Cuando terminé les dije que todas las posibilidades habían sido tenidas en cuenta y que la orden de deshacerse de los judíos griegos era tajante. El problema es cómo, les dije. ¿Se les ocurre a ustedes alguna manera?

Mis comensales se miraron los unos a los otros y nadie dijo una palabra. Más que nada para romper el incómodo silencio le pregunté al alcalde qué tal seguía de su resfriado. No creo que sobreviva a este invierno, dijo. Todos nos reímos, pensando que el alcalde bromeaba, pero en realidad lo había dicho en serio.

Después estuvimos hablando sobre cosas del campo, unos problemas de lindes que tenían dos granjeros a causa de un riachuelo que, sin que nadie pudiera dar una explicación convincente acerca del fenómeno, de la noche a la mañana había cambiado de cauce, unos diez metros inexplicables y caprichosos, que incidían en los títulos de propiedad de dos granjas vecinas cuya frontera la marcaba el dichoso riachuelo. También fui preguntado por la investigación sobre el cargamento de patatas desaparecidas.

Le quité importancia al asunto. Ya aparecerán, dije.

A media mañana volví a mi oficina y los niños polacos ya estaban borrachos y jugando al fútbol.

Dejé pasar dos días más sin tomar ninguna determinación.

No se me murió ningún judío y uno de mis secretarios organizó con éstos tres brigadas de jardinería, además de las cinco brigadas de barrenderos. Cada brigada estaba compuesta por diez judíos y, aparte de adecentar las plazas del pueblo, se dedicaron a desbrozar algunos terrenos aledaños a la carretera, terrenos que los polacos jamás habían cultivado y que nosotros, por falta de tiempo y mano de obra, tampoco. Poco más hice, que yo recuerde.

Una enorme sensación de aburrimiento se fue apoderando de mí. Por las noches, al llegar a casa, cenaba solo en la cocina, helado de frío, con la vista fija en algún punto impreciso de las paredes blancas. Ya ni siquiera pensaba en mi hijo muerto en Kursk, ni ponía la radio para escuchar las noticias o para oír música ligera. Por las mañanas jugaba a los dados en el bar de la estación y oía, sin comprenderlos del todo, los chistes procaces de los campesinos que se reunían allí para matar el tiempo.

Así pasaron dos días de inactividad que fueron como un sueño y que decidí prolongar otros dos días más.

El trabajo, sin embargo, se acumulaba y una mañana comprendí que ya no podía seguir sustrayéndome de los problemas.

Llamé a mis secretarios. Llamé al jefe de policía. Le pregunté de cuántos hombres armados podía disponer para solucionar el problema. Me dijo que eso dependía, pero que llegado el momento podía disponer de ocho.

– ¿Y qué hacemos luego con ellos? -dijo uno de mis secretarios.

– Eso lo vamos a solucionar ahora mismo -dije yo.

Le ordené al jefe de policía que se marchara pero que procurara mantenerse en contacto permanente con mi oficina.

Después, seguido por mis secretarios, alcancé la calle y todos nos metimos en mi coche. El chofer nos condujo hacia las afueras del pueblo. Durante una hora estuvimos dando vueltas por carreteras comarcales y antiguos senderos de carromatos.

En algunas partes aún había algo de nieve. Me detuve en un par de granjas que me parecieron idóneas y hablé con los granjeros, pero todos inventaban excusas y ponían objeciones.

He sido demasiado bueno con esta gente, me decía mentalmente a mí mismo, ya va siendo hora de mostrarme duro. La dureza, sin embargo, va reñida con mi carácter. A unos quince kilómetros del pueblo había una hondonada que conocía uno de mis secretarios. La fuimos a ver. No estaba mal. Era un sitio apartado, lleno de pinos, de tierra oscura. La parte baja de la hondonada estaba cubierta de matojos de hojas carnosas. Según mi secretario, en primavera había gente que iba allí a cazar conejos. El sitio no estaba alejado de la carretera. Cuando volvimos a la ciudad ya había decidido lo que se tenía que hacer.

A la mañana siguiente fui personalmente a buscar al jefe de policía a su casa. En la acera, frente a mi oficina, se concentraron ocho policías, a los que se añadieron cuatro de mis hombres (uno de mis secretarios, mi chofer y dos administrativos) y dos granjeros voluntarios que estaban allí porque simplemente deseaban participar. Les dije que actuaran con eficiencia y que regresaran a mi oficina para informarme de lo acontecido. Aún no había salido el sol cuando se marcharon.

A las cinco de la tarde volvió el jefe de policía y mi secretario.

Parecían cansados. Dijeron que todo había salido según lo planeado. Fueron a la antigua curtiduría y salieron del pueblo con dos brigadas de barrenderos. Caminaron quince kilómetros.

Salieron de la carretera y se dirigieron con paso cansino a la hondonada. Y allí había sucedido lo que tenía que suceder.

¿Hubo caos? ¿Reinó el caos? ¿Imperó el caos?, les pregunté. Un poco, contestaron ambos con actitud mohína, y preferí no profundizar en ese asunto.

A la mañana siguiente se repitió la misma operación, sólo que con algunos cambios: en vez de dos voluntarios contamos con cinco, y tres policías fueron sustituidos por otros tres que no habían participado en las tareas del día anterior. Entre mis hombres también hubo cambios: envié al otro secretario y no mandé a ningún administrativo, aunque siguió en la comitiva el chofer.

A media tarde desaparecieron otras dos brigadas de barrenderos y por la noche envié al secretario que no había estado en la hondonada y al jefe de bomberos a organizar cuatro nuevas brigadas de barrenderos entre los judíos griegos. Antes de que anocheciera fui a dar una vuelta por la hondonada. Tuvimos un accidente o un cuasiaccidente y nos salimos de la carretera. Mi chofer, lo noté rápidamente, estaba más nervioso de lo usual.

Le pregunté qué le ocurría. Puedes hablarme con franqueza, le dije.

– No lo sé, excelencia -respondió-. Me siento raro, debe ser por la falta de sueño.

– ¿Es que no duermes? -le dije.

– Me cuesta, excelencia, me cuesta, sabe Dios que lo intento, pero me cuesta.

Le aseguré que no tenía nada de que preocuparse. Después volvió a meter el coche en la carretera y seguimos el viaje.

Cuando llegamos cogí una linterna y me interné por aquel camino fantasmal. Los animales parecían haberse retirado de pronto del área que circundaba la hondonada. Pensé que a partir de ese momento aquél era el reino de los insectos. Mi chofer, un poco renuente, iba detrás de mí. Lo oí silbar y le dije que se callara. La hondonada a simple vista estaba igual que como la vi por primera vez.

– ¿Y el agujero? -pregunté.

– Hacia allá -dijo el chofer indicando con un dedo uno de los extremos del terreno.

No quise realizar una inspección más minuciosa y volví a casa. Al día siguiente mi pelotón de voluntarios, con las variantes de rigor que yo, por cuestión de higiene mental, había impuesto, volvió al trabajo. Al final de la semana habían desaparecido ocho brigadas de barrenderos, lo que hacía un total de ochenta judíos griegos, pero tras el descanso dominical surgió un nuevo problema. Los hombres empezaron a resentir la dureza del trabajo. Los voluntarios de las granjas, que en algún momento alcanzaron la cifra de seis hombres, se redujeron a uno.

Los policías del pueblo alegaron problemas nerviosos y cuando traté de arengarlos efectivamente me di cuenta de que el estado de sus nervios ya no daba para mucho más. La gente de mi oficina se mostró renuente a seguir siendo parte activa de las operaciones o cayeron de improviso enfermos. Mi propia salud, lo descubrí una mañana mientras me afeitaba, colgaba de un hilo.

Les pedí, no obstante, un último esfuerzo, y aquella mañana, con notable retraso, sacaron a otras dos brigadas de barrenderos rumbo a la hondonada. Mientras los esperaba me fue imposible trabajar. Lo intenté, pero no pude. A las seis de la tarde, cuando ya estaba oscuro, regresaron. Los oí cantar por las calles, los oí despedirse, comprendí que la mayoría estaban borrachos.

No los culpé.

El jefe de policía, uno de mis secretarios y mi chofer subieron a la oficina donde los aguardaba envuelto en los más oscuros presagios. Recuerdo que se sentaron (el chofer permaneció de pie, junto a la puerta) y que no fue necesario que dijeran nada para que yo comprendiera cuánto y en qué medida los erosionaba la tarea encomendada. Habrá que hacer algo, dije.

Esa noche no dormí en casa. Di un paseo por el pueblo, en silencio, mientras mi chofer conducía fumando un cigarrillo que yo mismo le había obsequiado. En algún momento me quedé dormido en el asiento trasero de mi coche, envuelto en una manta, y soñé que mi hijo gritaba adelante, ¡adelante!, ¡siempre hacia adelante!

Me desperté entumecido. Eran las tres de la mañana cuando me presenté en la casa del alcalde. Al principio nadie me abrió y casi eché la puerta abajo a patadas. Luego oí unos pasitos vacilantes. Era el alcalde. ¿Quién es?, dijo con voz que yo figuré era la de una comadreja. Esa noche hablamos hasta que amaneció. El lunes siguiente, en vez de salir con las brigadas de barrenderos fuera del pueblo, los policías se dedicaron a esperar la aparición de los niños futbolistas. En total, me trajeron quince niños.

Hice que los introdujeran en la sala de actos de la alcaldía y hacia allá me dirigí acompañado de mis secretarios y de mi chofer. Cuando los vi, tan sumamente pálidos, tan sumamente flacos, tan sumamente necesitados de fútbol y de alcohol, sentí piedad por ellos. Más que niños parecían, allí, inmóviles, esqueletos de niños, esbozos abandonados, voluntad y huesos.

Les dije que habría vino para todos ellos y también pan y salchichas. No reaccionaron. Les repetí lo del vino y la comida y añadí que probablemente algo habría también para que pudieran llevar a sus familias. Interpreté su silencio como una respuesta afirmativa y los envié a la hondonada a bordo de un camión, acompañados por cinco policías y un cargamento de diez fusiles y una ametralladora que, según me habían informado, se encasquillaba a las primeras de cambio. Luego ordené que el resto de la policía, acompañada por cuatro campesinos armados a quienes obligué a participar so pena de denunciar sus estafas continuadas al Estado, trasladara a la hondonada a tres brigadas completas de barrenderos. También di órdenes de que aquel día no saliera de la antigua curtiduría ningún judío, bajo ningún pretexto.

A las dos de la tarde regresaron los policías que habían conducido a los judíos a la hondonada. Comieron todos en el bar de la estación y a las tres ya iban otra vez camino a la hondonada escoltando a otros treinta judíos. A las diez de la noche volvieron todos, los escoltas y los niños borrachos y los policías que a su vez habían escoltado e instruido en el manejo de armas a los niños.

Todo había ido bien, me contó uno de mis secretarios, los niños trabajaban a destajo, y los que querían mirar miraban y los que no querían mirar se apartaban y volvían cuando ya todo había terminado. Al día siguiente, hice correr la voz entre los judíos de que estaba trasladándolos a todos, en pequeños grupos debido a nuestra falta de medios, a un campo de trabajo habilitado para su estancia. Luego hablé con un grupo de madres polacas, a quienes no me costó mucho tranquilizar, y supervisé desde mi oficina dos nuevos envíos de judíos rumbo a la hondonada, cada grupo compuesto por veinte personas.

Pero los problemas resurgieron cuando volvió a nevar. Según uno de mis secretarios resultaba imposible cavar nuevas fosas en la hondonada. Le dije que eso me parecía imposible.

Al final, el quid de la cuestión radicaba en la manera en que habían sido cavadas las fosas, horizontales y no verticales, a lo ancho de la hondonada y no en profundidad. Organicé un grupo y decidí remediar el asunto aquel mismo día. La nieve había borrado el más mínimo rastro de los judíos. Empezamos a cavar. Al cabo de poco rato, oí que un viejo granjero llamado Barz gritaba que allí había algo. Fui a verlo. Sí, allí había algo.

– ¿Sigo cavando? -dijo Barz.

– No sea estúpido -le contesté-, vuelva a taparlo todo, déjelo tal como estaba.

Cada vez que uno encontraba algo le repetía lo mismo.

Déjelo. Tápelo. Váyase a cavar a otro lugar. Recuerde que no se trata de encontrar sino de no encontrar. Pero todos mis hombres, uno detrás de otro, iban encontrando algo y efectivamente, tal como había dicho mi secretario, parecía que en el fondo de la hondonada ya no había sitio para nada más.

Sin embargo al final mi tenacidad obtuvo la victoria. Encontramos un lugar vacío y allí puse a trabajar a todos mis hombres. Les dije que cavaran hondo, siempre hacia abajo, más abajo todavía, como si quisiéramos llegar al infierno, y también me ocupé de que la fosa fuera ancha como una piscina. De noche, iluminados por linternas, pudimos dar por terminado el trabajo y nos marchamos. Al día siguiente, debido al mal tiempo, sólo pudimos llevar a la hondonada a veinte judíos. Los niños se emborracharon como nunca. Algunos no podían mantenerse en pie, otros vomitaron en el viaje de vuelta. El camión que los traía los dejó en la plaza principal del pueblo, no lejos de mis oficinas, y muchos se quedaron allí, bajo la marquesina de la glorieta, abrazados unos con otros mientras la nieve no dejaba de caer y ellos soñaban con partidos de fútbol etílicos.

A la mañana siguiente cinco de los niños presentaban un cuadro típico de pulmonía y el resto, quien más, quien menos, se hallaba en un estado lamentable que les impedía ir a trabajar.

Cuando le ordené al jefe de policía que sustituyera a los niños con hombres nuestros, al principio se mostró renuente, pero luego acabó por acatar. Aquella tarde se deshizo de ocho judíos.

Me pareció una cifra insignificante y así se lo hice saber. Fueron ocho, me contestó, pero parecía que fueran ochocientos.

Lo miré a los ojos y comprendí.

Le dije que íbamos a esperar a que los niños polacos se recuperaran.

La mala racha que nos perseguía, sin embargo, no parecía dispuesta a dejarnos, por más esfuerzos que pusiéramos en conjurarla. Dos niños polacos murieron de pulmonía, debatiéndose en una fiebre que, según el médico del pueblo, estaba poblada por partidos de fútbol bajo la nieve y por agujeros blancos en donde desaparecían las pelotas y los jugadores. En señal de duelo envié a sus madres algo de tocino ahumado y una cesta con patatas y zanahorias. Luego esperé. Dejé que cayera la nieve. Dejé que mi cuerpo se helara. Una mañana fui a la hondonada. Allí la nieve era blanda, incluso excesivamente blanda. Durante unos segundos me pareció que caminaba sobre un gran plato de nata. Cuando llegué al borde y miré hacia abajo me di cuenta de que la naturaleza había hecho su trabajo.

Magnífico. No vi rastros de nada, sólo nieve. Después, cuando el tiempo mejoró, la brigada de los niños borrachos volvió a trabajar.

Los arengué. Les dije que estaban haciéndolo bien y que sus familias ahora tenían más comida, más posibilidades. Ellos me miraron y no dijeron nada. En sus gestos, sin embargo, se percibía la flojera y el desgano que todo aquello les producía.

Bien sé que hubieran preferido estar en la calle bebiendo y jugando al fútbol. Por otra parte, en el bar de la estación sólo se hablaba de la cercanía de los rusos. Algunos decían que Varsovia caería en cualquier momento. Lo susurraban. Pero yo oía los susurros y también, a mi vez, susurraba. Malos presagios.

Una tarde me dijeron que los niños borrachos habían bebido tanto que se derrumbaron uno detrás de otro sobre la nieve.

Los regañé. Ellos no parecieron entender mis palabras. Daba igual. Un día pregunté cuántos judíos griegos nos quedaban. Al cabo de media hora uno de mis secretarios me entregó un papel con un cuadro en el que se detallaba todo, los quinientos judíos llegados en tren del sur, los que murieron durante el viaje, los que murieron durante su estancia en la antigua curtiduría, aquellos de los que nos encargamos nosotros, aquellos de los que se encargaron los niños borrachos, etcétera. Aún me quedaban más de cien judíos y todos estábamos exhaustos, mis policías, mis voluntarios y los niños polacos.

¿Qué hacer? El trabajo nos había excedido. El hombre, me dije contemplando el horizonte mitad rosa y mitad cloaca desde la ventana de mi oficina, no soporta demasiado tiempo algunos quehaceres. Yo, al menos, no lo soportaba. Trataba, pero no podía. Y mis policías tampoco. Quince, está bien. Treinta, también. Pero cuando uno llega a los cincuenta el estómago se revuelve y la cabeza se pone boca abajo y empiezan los insomnios y las pesadillas.

Suspendí los trabajos. Los niños volvieron a jugar al fútbol en la calle. Los policías volvieron a sus labores. Los campesinos se reintegraron a sus granjas. Nadie del exterior se interesaba por los judíos, por lo que los puse a trabajar en las brigadas de barrenderos y dejé que unos cuantos, no más de veinte, hicieran trabajos en el campo, responsabilizando a los granjeros de su seguridad.

Una noche me sacaron de la cama y me dijeron que había una llamada urgente. Era un funcionario de la Alta Galitzia, con quien nunca antes había hablado. Me dijo que preparara la evacuación de los alemanes de mi región.

– No hay trenes -le dije-, ¿cómo puedo evacuarlos a todos?

– Ése es su problema -dijo el funcionario.

Antes de que colgara le dije que tenía a un grupo de judíos en mi poder, ¿qué hago con ellos? No me respondió. Las líneas se habían cortado o tenía que llamar a otros como yo o el caso de los judíos no le interesaba. Eran las cuatro de la mañana. Ya no pude volver a la cama. Le dije a mi mujer que nos marchábamos y luego mandé a buscar al alcalde y al jefe de policía.

Cuando llegué a mi oficina los encontré con caras de haber dormido poco y mal. Ambos tenían miedo.

Los tranquilicé, les dije que si actuábamos con rapidez nadie correría peligro. Pusimos a nuestra gente a trabajar. Antes de que clareara el alba los primeros evacuados ya habían emprendido el camino hacia el oeste. Yo me quedé hasta el final.

Pasé un día más y una noche más en la aldea. A lo lejos se oía el ruido de los cañones. Fui a ver a los judíos, el jefe de policía es testigo, y les dije que se marcharan. Después me llevé a los dos policías que tenía de guardia y dejé a los judíos abandonados a su suerte en la antigua curtiduría. Supongo que eso es la libertad.

Mi chofer me dijo que había visto pasar a algunos soldados de la Wehrmacht sin detenerse. Subí a mi oficina sin saber muy bien qué buscaba allí. La noche anterior había dormido en el sofá unas pocas horas y ya había quemado todo lo que se tenía que quemar. Las calles del pueblo estaban vacías, aunque detrás de algunas ventanas se adivinaban las cabezas de las polacas.

Después bajé, me subí al coche y partimos, dijo Sammer a Reiter.

Fui un administrador justo. Hice cosas buenas, guiado por mi carácter, y cosas malas, obligado por el azar de la guerra.

Ahora, sin embargo, los niños borrachos polacos abren la boca y dicen que yo les arruiné su infancia, le dijo Sammer a Reiter.

¿Yo? ¿Yo les arruiné su infancia? ¡El alcohol les arruinó su infancia!

¡El fútbol les arruinó su infancia! ¡Esas madres holgazanas y descriteriadas les arruinaron su infancia! No yo.

– Otro en mi lugar -le dijo Sammer a Reiter- hubiera matado con sus propias manos a todos los judíos. Yo no lo hice.

No está en mi carácter.

Uno de los hombres con los que Sammer solía dar largas caminatas por el campo de prisioneros era el jefe de policía.

El otro era el jefe de bomberos. El alcalde, le dijo Sammer una noche, había muerto de pulmonía poco después de acabar la guerra. El chofer había desaparecido en un cruce de caminos, después de que el coche dejara definitivamente de funcionar.

A veces, por las tardes, Reiter contemplaba desde lejos a Sammer y se daba cuenta de que éste a su vez también lo observaba a él, una mirada de reojo en la que se traslucían la desesperación, los nervios, y también el miedo y la desconfianza.

– Hacemos cosas, decimos cosas, de las que luego nos arrepentimos con toda el alma -le dijo Sammer un día, mientras hacían cola para el desayuno.

Y otro día le dijo:

– Cuando vuelvan los policías americanos y me interroguen, estoy seguro de que me detendrán y seré sometido al escarnio público.

Cuando Sammer hablaba con Reiter el jefe de policía y el jefe de bomberos se quedaban a un lado, a unos metros de ellos, como si no quisieran inmiscuirse en las cuitas que tenía su antiguo jefe. Una mañana encontraron el cadáver de Sammer a medio camino entre la tienda de campaña y las letrinas.

Alguien lo había estrangulado. Los norteamericanos interrogaron a unos diez prisioneros, entre ellos Reiter, que dijo no haber oído nada fuera de lo común aquella noche, y luego se llevaron el cuerpo y lo enterraron en la fosa común del cementerio de Ansbach.

Cuando Reiter pudo abandonar el campo de prisioneros se marchó a Colonia. Allí vivió en unos barracones cercanos a la estación y luego en un sótano que compartía con un veterano de una división blindada, un tipo silencioso que tenía la mitad del rostro quemado y que podía pasarse días enteros sin comer nada, y otro tipo que decía haber trabajado en un periódico y que, al contrario que su compañero, era amable y locuaz.

El veterano tanquista debía de tener unos treinta años o treintaicinco, el antiguo periodista rondaba los sesenta, aunque ambos, a veces, parecían niños. Durante la guerra el periodista había escrito una serie de artículos en los que se describía la vida heroica en algunas divisiones panzer tanto en el este como en el oeste, cuyos recortes conservaba y que el ensimismado tanquista había tenido ocasión de leer con aprobación. A veces abría la boca y le decía:

– Otto, tú has captado la esencia de lo que es la vida de un tanquista.

El periodista, haciendo un gesto de modestia, le contestaba:

– Gustav, mi mayor premio es que seas precisamente tú, un tanquista veterano, el que me asegure que no me he equivocado del todo.

– No te has equivocado en nada, Otto -replicaba el tanquista.

– Te agradezco tus palabras, Gustav -decía el periodista.

Los dos trabajaban ocasionalmente haciendo faenas de desescombro para el municipio o vendiendo lo que a veces encontraban debajo de los cascotes. Cuando hacía buen tiempo se iban al campo y Reiter tenía durante una o dos semanas el sótano para él solo. Los primeros días en Colonia los dedicó a conseguir un billete de tren para volver a su aldea. Después encontró trabajo como portero en un bar que atendía a una clientela de soldados norteamericanos e ingleses que daban buenas propinas y para quienes en ocasiones realizaba trabajillos extra, como buscarles un piso en un barrio determinado o presentarles chicas o ponerlos en contacto con gente que se dedicaba al mercado negro. Así que se quedó en Colonia.

Durante el día escribía y leía. Escribir era fácil, pues sólo necesitaba un cuaderno y un lápiz. Leer era un poco más difícil, pues las bibliotecas públicas aún estaban cerradas y las pocas librerías (la mayoría ambulantes) que uno podía encontrar tenían los precios de los libros por las nubes. Aun así, Reiter leía y no sólo era él quien leía: a veces levantaba la mirada de su libro y toda la gente a su alrededor estaba a su vez leyendo.

Como si los alemanes sólo se preocuparan de la lectura y de la comida, lo cual era falso pero a veces, sobre todo en Colonia, parecía verdadero.

Por contra, el interés por el sexo, notaba Reiter, había descendido notablemente, como si la guerra hubiera acabado con las reservas de testosterona en los hombres, de feromonas, de deseo, y ya nadie quisiera hacer el amor. Sólo follaban, a juicio de Reiter, las putas, pues ése era su oficio, y algunas mujeres que salían con las fuerzas de ocupación, pero incluso en estas últimas el deseo en realidad encubría otra cosa: un teatro de inocencia, un matadero congelado, una calle solitaria y un cine. Las mujeres que veía parecían niñas recién despertadas de una pesadilla horrible.

Una noche, mientras vigilaba la puerta del bar en la Spenglerstrasse, una voz femenina que surgió de la oscuridad pronunció su nombre. Reiter miró, no vio a nadie y pensó que se trataba de una de las putas, quienes hacían gala de un humor extraño, en ocasiones incomprensible. Cuando lo volvieron a llamar, sin embargo, reconoció que aquella voz no pertenecía a ninguna de las mujeres que frecuentaban el bar y le preguntó a la voz qué quería.

– Sólo quería saludarte -dijo la voz.

Luego vio una sombra y en dos zancadas se plantó en la acera de enfrente y alcanzó a cogerla del brazo y arrastrarla hacia la luz. La chica que lo había llamado por su nombre era muy joven. Cuando le preguntó qué quería de él, la chica contestó que era su novia y que resultaba francamente triste el hecho de que no la reconociera.

– Debo de estar muy fea -dijo-, pero si aún fueras un soldado alemán, procurarías dismularlo.

Reiter la miró con atención y por más esfuerzos que hizo no pudo recordarla.

– La guerra tiene mucho que ver con la amnesia -dijo la chica.

Después dijo:

– Amnesia es cuando uno pierde la memoria y no recuerda nada, ni su nombre ni el nombre de su novia.

Y añadió:

– También existe una amnesia selectiva, que es cuando uno recuerda todo o cree que recuerda todo y sólo ha olvidado una cosa, la única cosa importante de su vida.

Yo a esta tipa la conozco, pensó Reiter al oírla hablar, pero le fue imposible recordar en dónde y bajo qué circunstancias la había conocido. Así que decidió proceder con calma y le preguntó si quería tomar algo. La chica miró la puerta del bar y tras reflexionar un momento aceptó. Se tomaron un té sentados a una mesa cercana al pasillo de entrada. La mujer que les sirvió le preguntó a Reiter quién era esa pollita.

– Mi novia -dijo Reiter.

La desconocida le sonrió a la mujer y movió la cabeza afirmativamente.

– Es una chica muy simpática -dijo la mujer.

– Y muy trabajadora, además -dijo la desconocida.

La mujer hizo un gesto con la boca, torciendo las comisuras de los labios hacia abajo, como si dijera: una chica con iniciativa.

Después dijo: ya veremos, y se marchó. Al cabo de un rato Reiter se levantó el cuello de su chaqueta de cuero negro y volvió a la puerta, pues ya empezaba a llegar gente, y la desconocida permaneció sentada a la mesa, leyendo de tanto en tanto las páginas de un libro y mirando la mayor parte de las veces a las mujeres y a los hombres que iban llenando el local. Al cabo de un rato la mujer que le había servido la taza de té la cogió de un brazo y con la excusa de que esa mesa hacía falta para los clientes la llevó a la calle. La desconocida se despidió amablemente de la mujer, pero ésta no le contestó. Reiter hablaba con dos soldados norteamericanos y la chica prefirió no acercársele. En vez de eso cruzó la calle, se acomodó en el zaguán de la casa vecina y desde allí estuvo un rato observando el movimiento constante en la puerta del bar.

Mientras trabajaba, de reojo, Reiter miraba el umbral de la casa vecina y a veces creía ver un par de ojos de gato, brillantes, que lo contemplaban desde la oscuridad. Cuando el trabajo amainó penetró en el zaguán y quiso llamarla, pero se dio cuenta de que no sabía su nombre. Ayudado por una cerilla la encontró durmiendo en un rincón. De rodillas, mientras la cerilla se consumía entre sus dedos, estuvo unos segundos observando su rostro dormido. Entonces la recordó.

Cuando ella despertó Reiter aún estaba a su lado, pero el zaguán se había transformado en una habitación con un ligero aire femenino, con fotos de artistas pegadas en las paredes y una colección de muñecas y osos de peluche sobre una cómoda.

En el suelo, por el contrario, se apilaban cajas de whisky y botellas de vino. Una colcha de color verde la cubría hasta el cuello. Alguien la había descalzado. Se sintió tan bien que volvió a cerrar los ojos. Pero entonces escuchó la voz de Reiter que le decía: tú eres la chica que vivía en el antiguo piso de Hugo Halder. Sin abrir los ojos, asintió.

– No recuerdo tu nombre -dijo Reiter.

Se puso de lado, dándole la espalda, y dijo:

– Tu memoria es lamentable, me llamo Ingeborg Bauer.

– Ingeborg Bauer -repitió Reiter, como si en esas dos palabras se cifrara el destino.

Luego se durmió otra vez y cuando despertó estaba sola.

Aquella mañana, mientras paseaba con Reiter por la ciudad destruida, Ingeborg Bauer le dijo que vivía, junto a unos desconocidos, en un edificio cercano a la estación de tren. Su padre había muerto durante un bombardeo. Su madre y sus hermanas huyeron de Berlín antes de que la ciudad quedara cercada por los rusos. Primero estuvieron en el campo, en casa de un hermano de su madre, pero en el campo, contra lo que ellas creían, no había nada que comer y las niñas solían ser violadas por sus tíos y sus primos. Según Ingeborg Bauer los bosques estaban llenos de fosas en donde los lugareños enterraban a los que venían de la ciudad, después de robarles, violarlos y matarlos.

– ¿A ti también te violaron? -le preguntó Reiter.

No, a ella no la violaron, pero a una de sus hermanas pequeñas la violó uno de sus primos, un chico de trece años que quería entrar en las Juventudes Hitlerianas y morir como un héroe. Así que su madre decidió seguir huyendo y se marcharon hacia una ciudad pequeña del Westerwald, en Hesse, de donde su madre era originaria. Allí la vida era aburrida y al mismo tiempo muy extraña, le dijo Ingeborg Bauer a Reiter, pues los habitantes de esa ciudad vivían como si no existiera la guerra, aunque muchos hombres habían marchado al frente con el ejército y la ciudad misma había sufrido tres bombardeos aéreos, ninguno devastador, pero bombardeos al fin y al cabo. Su madre se puso a trabajar en una cervecería y las hijas hicieron trabajos esporádicos, ayudando en oficinas o cubriendo bajas en un taller o haciendo de recaderas, y de vez en cuando incluso tenían tiempo, las más pequeñas, de acudir a la escuela.

Pese al trasiego constante, la vida era aburrida y cuando llegó la paz Ingeborg no lo soportó más y una mañana, mientras su madre y sus hermanas estaban fuera, se marchó a Colonia.

– Estaba segura -le dijo a Reiter- de que aquí te encontraría o encontraría a alguien muy parecido a ti.

Y eso era todo lo que había pasado, a grandes rasgos, desde que se besaron en el parque, cuando Reiter buscaba a Hugo Halder y ella a cambio le contó la historia de los aztecas. Por supuesto, Reiter no tardó en darse cuenta de que Ingeborg se había vuelto loca, si no lo estaba ya cuando la conoció, y también se dio cuenta de que estaba enferma o tal vez sólo fuera hambre lo que tenía.

Se la llevó a vivir con él al sótano, pero como Ingeborg tosía mucho y no parecía estar bien de los pulmones, buscó un nuevo alojamiento. Lo encontró en una buhardilla de un edificio semiderruido. No había ascensor y algunos tramos de la escalera eran inseguros, con escalones que cedían gradualmente al peso de los usuarios, cuando no con agujeros que se abrían al vacío, un vacío hecho de materiales de construcción donde aún era dable ver o adivinar las esquirlas de las bombas. Pero ellos no tuvieron problemas en vivir allí: Ingeborg apenas pesaba cuarentainueve kilos y Reiter, aunque muy alto, era delgado y huesudo y los escalones soportaron perfectamente bien su peso.

No sucedió lo mismo con otros inquilinos. Un brandenburgués pequeño y simpático que trabajaba para las tropas de ocupación se cayó por el agujero que había entre el segundo y el tercer piso y se desnucó. El brandenburgués, cada vez que veía a Ingeborg, la saludaba con interés y afecto e indefectiblemente le regalaba en cada ocasión la flor que llevaba prendida en el ojal.

Por las noches, antes de irse a trabajar, Reiter se cercioraba de que a Ingeborg no le faltara nada para que no tuviera que bajar a la calle iluminando las escaleras tan sólo con una vela, aunque en el fondo Reiter sabía que a Ingeborg (y a él también) le faltaban tantas cosas que hacía que sus precauciones se tornaran, en el mismo momento de tomarlas, completamente inútiles. Al principio su relación excluyó el sexo. Ingeborg estaba muy débil y lo único que tenía ganas de hacer era hablar y, cuando estaba sola y las velas no escaseaban, leer. Reiter, en ocasiones, solía follar con las chicas que trabajaban en el bar.

No eran sesiones excesivamente apasionadas sino más bien todo lo contrario. Hacían el amor como si hablaran de fútbol, a veces incluso sin dejar de fumar o sin dejar de mascar chicle americano, que empezaba a estar de moda y era bueno para los nervios, el chicle y el follar de esta manera, impersonalmente, aunque el acto estaba lejos de ser impersonal sino más bien objetivo, como si alcanzada la desnudez del matadero lo demás fuera de una teatralidad inaceptable.

Antes de entrar a trabajar en el bar Reiter se había acostado con otras chicas, en la estación de Colonia o en Solingen o en Remscheid o en Wuppertal, obreras y campesinas a quienes les gustaba que los hombres (siempre que tuvieran un aspecto sano) se corrieran en sus bocas. Algunas tardes Ingeborg le pedía a Reiter que le contara esas aventuras, así las llamaba, y Reiter, encendiendo un cigarrillo, se las contaba.

– Esas chicas de Solingen creían que el semen contiene vitaminas -decía Ingeborg-, igual que las chicas que te follaste en la estación de Colonia. Las entiendo perfectamente -decía Ingeborg -, yo también durante un tiempo estuve vagando por la estación de Colonia y hablé con ellas y me comporté como ellas.

– ¿Tú también se la mamaste a desconocidos creyendo que el semen te iba a alimentar? -preguntó Reiter.

– Yo también -dijo Ingeborg-. Siempre que tuvieran un aspecto sano, siempre que no dieran la impresión de estar corroídos por el cáncer o por la sífilis -dijo Ingeborg-. Las campesinas que vagaban por la estación, las obreras, las locas que se habían perdido o huido de sus casas, todas creíamos que el semen era un alimento precioso, un extracto de todo tipo de vitaminas, el mejor método para no coger la gripe -dijo Ingeborg -. Algunas noches, antes de dormirme, encogida en un rincón de la estación de Colonia, pensaba en la primera chica campesina que tuvo esta idea, una idea absurda, aunque ciertos médicos prestigiosos dicen que la anemia se puede curar bebiendo semen a diario -dijo Ingeborg-. Pero yo pensaba en la chica campesina, en la chica desesperada que llegó por deducción empírica a esta misma idea. La imaginaba deslumbrada en la ciudad silenciosa contemplando las ruinas de todo y diciéndose a sí misma que ésa era la imagen que siempre había tenido de la ciudad. La imaginaba laboriosa, con una sonrisa en la cara, ayudando a todo aquel que se lo pidiera, y curiosa, también, recorriendo las calles y las plazas y reconstruyendo el perfil de la ciudad en la que siempre, en el fondo, había querido vivir. También, durante aquellas noches, la imaginaba muerta, de cualquier enfermedad, una enfermedad que no le proporcionara una agonía excesivamente lenta ni excesivamente rápida.

Una agonía razonable, el tiempo suficiente para dejar de chupar vergas y envolverse en su propia crisálida, en sus propias penas.

– ¿Y por qué crees que esa idea se le ocurrió a una chica y no a muchas al mismo tiempo? -le preguntó Reiter-. ¿Por qué crees que esa idea se le ocurrió a una chica, a una campesina, precisamente, y no a un listillo que de esa forma consiguió una mamada gratis?

Una mañana Reiter e Ingeborg hicieron el amor. La muchacha estaba afiebrada y sus piernas, debajo del camisón, le parecieron a Reiter las piernas más hermosas que había visto en su vida. Ingeborg acababa de cumplir veinte años y Reiter tenía veintiséis. A partir de entonces empezaron a follar a diario.

A Reiter le gustaba hacerlo sentado junto a la ventana y que Ingeborg se sentara encima de él y hacer el amor mirándose a los ojos o mirando las ruinas de Colonia. A Ingeborg le gustaba hacerlo en la cama, en donde lloraba y se revolvía y se corría seis o siete veces, con las piernas encima de los hombros huesudos de Reiter, a quien llamaba cariño, mi amante, mi hombre, dulzura mía, palabras que a Reiter lo sonrojaban, pues esas expresiones le parecían más bien cursis y por aquella época le había declarado la guerra a la cursilería y al sentimentalismo y a la blandenguería y a lo afectado y a lo recargado y a lo artificioso y a lo ñoño, pero no decía nada, ya que el desconsuelo que adivinaba en los ojos de Ingeborg, y que el placer no podía borrar del todo, lo inmovilizaba como si él, Reiter, fuera un ratón y acabara de caer en una trampa.

Por supuesto, solían reírse, aunque no siempre de lo mismo.

A Reiter, por ejemplo, le hacía mucha gracia el vecino brandenburgués cayendo por el hueco de la escalera. Ingeborg decía que el brandenburgués era una buena persona, siempre con una palabra amable en los labios, y además no podía olvidar las flores que le regalaba. Reiter entonces le advertía que no había que fiarse de las buenas personas. La mayoría de ellos, decía, son criminales de guerra que merecían ser colgados en la vía pública, una imagen que a Ingeborg le causaba escalofríos.

¿Cómo podía una persona que cada día conseguía una flor para ponerse en el ojal ser un criminal de guerra?

Lo que suscitaba la hilaridad de Ingeborg, por el contrario, eran cosas o situaciones de apariencia más abstracta. A veces Ingeborg se reía de los dibujos que la humedad trazaba en las paredes de la buhardilla. Sobre el yeso o el revoque veía largas hileras de camiones salir de una especie de túnel, al que ella llamaba, sin ningún motivo, el túnel del tiempo. Otras veces se reía de las cucarachas que cada cierto tiempo entraban en la casa. O de los pájaros que observaban Colonia posados en los artesonados ennegrecidos de los edificios más altos. A veces incluso se reía de su propia enfermedad, una enfermedad sin nombre (eso le causaba mucha risa), que los dos médicos a los que había ido, uno de ellos cliente del bar donde trabajaba Reiter y el otro un viejo de pelo blanco y barba blanca y voz enérgica y teatral, al que Reiter pagaba las visitas con botellas de whisky, una por visita, y que probablemente, según Reiter, era criminal de guerra, diagnosticaron de forma vaga, a medio camino entre una enfermedad nerviosa y una pulmonar.

Por lo demás, pasaban muchas horas juntos, a veces hablando de los temas más peregrinos, a veces Reiter sentado a la mesa escribiendo en un cuaderno de tapas de color caña su primera novela e Ingeborg estirada en la cama, leyendo. El aseo de la casa lo solía hacer Reiter, así como también las compras, e Ingeborg se ocupaba de cocinar, algo que se le daba bastante bien. Las conversaciones de sobremesa eran extrañas y en ocasiones se convertían en largos monólogos o en soliloquios o en confesiones.

Hablaban de libros, de poesía (Ingeborg le preguntaba a Reiter por qué no escribía poesía y Reiter le contestaba que toda la poesía, en cualquiera de sus múltiples disciplinas, estaba contenida o podía estar contenida, en una novela), de sexo (habían hecho el amor de todas las maneras posibles, o eso creían, y teorizaban sobre nuevas maneras pero sólo hallaban la muerte), y de la muerte. Cuando la vieja dama hacía su aparición, generalmente ya habían acabado de comer y la conversación languidecía, mientras Reiter, con aires de gran señor prusiano, había encendido un cigarrillo e Ingeborg pelaba, con un cuchillo de hoja corta y mango de madera, una manzana.

También: el diapasón de sus voces bajaba entonces hasta convertirse en un murmullo. En cierta ocasión Ingeborg le preguntó si él había matado a alguien. Tras pensárselo un momento, Reiter contestó afirmativamente. Durante unos segundos, que se prolongaron más de lo debido, Ingeborg lo miró fijamente:

los labios descarnados, el humo que subía por el saliente de sus pómulos, los ojos azules, el pelo rubio y no muy limpio y tal vez necesitado de un corte, las orejas de adolescente campesino, la nariz que, en contraposición a las orejas, era prominente y noble, la frente de Reiter por la que parecía desplazarse una araña. Unos segundos antes ella hubiera podido creer que Reiter había matado a alguien, a cualquiera, durante la guerra, pero tras mirarlo tuvo la certeza de que él se refería a otra cosa. Le preguntó a quién había matado.

– A un alemán -dijo Reiter.

En la mente fantasiosa y siempre presta al desvarío de Ingeborg la víctima no podía ser otra que aquel Hugo Halder, el antiguo inquilino de su casa berlinesa. Al preguntárselo, Reiter se rió. No, no, Hugo Halder era su amigo. Luego se quedaron callados largo rato y los restos de comida parecieron congelarse sobre la mesa. Finalmente Ingeborg le preguntó si estaba arrepentido y Reiter hizo una señal con la mano que podía significar cualquier cosa. Después dijo:

– No.

Y añadió tras un largo intervalo: a veces sí y a veces no.

– ¿Lo conocías? -susurró Ingeborg.

– ¿A quién? -dijo Reiter como si lo despertaran.

– A la persona que mataste.

– Sí -dijo Reiter-, vaya si lo conocía, dormía a mi lado, muchas noches, y no paraba de hablar.

– ¿Era una mujer? -susurró Ingeborg.

– No, no era una mujer -dijo Reiter, y se rió-, era un hombre.

Ingeborg también se rió. Después se puso a hablar sobre la atracción que sienten algunas mujeres por los asesinos de mujeres.

El prestigio de los asesinos de mujeres entre las putas, por ejemplo, o entre las mujeres dispuestas a amar hasta los límites.

Para Reiter esas mujeres eran unas histéricas. Para Ingeborg, por el contrario, esas mujeres, que decía conocer, sólo eran jugadoras, más o menos como los jugadores de cartas que acaban suicidándose de madrugada o como los asiduos a los hipódromos que acaban suicidándose en cuartos de pensiones baratas u hoteles perdidos en callejones frecuentados únicamente por gángsters o por chinos.

– En ocasiones -dijo Ingeborg-, cuando estamos haciendo el amor y tú me coges del cuello, he llegado a pensar que eras un asesino de mujeres.

– Nunca he matado a una mujer -dijo Reiter-. Ni se me ha pasado por la cabeza.

No volvieron a hablar del asunto hasta una semana después.

Reiter le dijo que era posible que la policía norteamericana y también la policía alemana lo estuvieran buscando o que su nombre figurara en una lista de sospechosos. El tipo al que había matado, le dijo, se llamaba Sammer y era un asesino de judíos.

Entonces tú no has cometido ningún crimen, quiso decirle ella, pero Reiter no la dejó.

– Todo esto ocurrió en un campo de prisioneros -dijo Reiter -. No sé quién se pensó Sammer que yo era, pero no paraba de contarme cosas. Estaba nervioso porque la policía norteamericana lo iba a interrogar. Por precaución, se había cambiado el nombre. Se hacía llamar Zeller. Pero yo no creo que la policía norteamericana buscara a Sammer. Tampoco buscaba a Zeller.

Para los norteamericanos Zeller y Sammer eran dos ciudadanos alemanes fuera de toda sospecha. Los norteamericanos buscaban criminales de guerra con un cierto prestigio, gente de los campos de exterminio, oficiales de las SS, peces gordos del partido.

Y Sammer sólo era un funcionario sin mayor importancia.

A mí me interrogaron. Me preguntaron qué sabía de él, si él me había hablado de enemigos entre los otros prisioneros. Yo dije que no sabía nada, que Sammer sólo hablaba de su hijo muerto en Kursk y de las jaquecas que padecía su mujer. Me miraron las manos. Eran policías jóvenes y no tenían demasiado tiempo que perder en un campo de prisioneros. Pero no quedaron muy convencidos. Anotaron mi nombre en sus cuadernos y volvieron a interrogarme. Me preguntaron si había sido miembro del Partido Nacionalsocialista, si conocía a muchos nazis, a qué se dedicaba mi familia y dónde vivían. Intenté ser sincero y di respuestas claras. Les pedí que me ayudaran a encontrar a mis padres. Después el campo de prisioneros empezó a vaciarse a medida que llegaban nuevos huéspedes. Pero yo seguía adentro. Un compañero me dijo que la vigilancia era sólo nominal. Los soldados negros tenían otras cosas en la cabeza y no se preocupaban mayormente de nosotros. Una mañana, durante un trasvase de prisioneros, me colé y salí sin ningún problema.

Durante un tiempo estuve vagando por diversas ciudades.

Estuve en Coblenza. Trabajé en las minas que comenzaban a reabrir. Pasé hambre. Tenía la impresión de que el fantasma de Sammer estaba pegado a mi sombra. Pensé en cambiar yo también de nombre. Finalmente llegué a Colonia y pensé que cualquier cosa que a partir de entonces me pudiera pasar ya me había pasado antes y que era inútil seguir arrastrando la sombra infecta de Sammer. Una vez me detuvieron. Fue después de una trifulca en el bar. Llegaron los PM y nos llevaron a unos cuantos a la comisaría. Buscaron mi nombre en un dossier, pero no encontraron nada y me dejaron ir.

Por aquellos días conocí a una vieja que vendía cigarrillos y flores en el bar. Yo a veces le compraba uno o dos cigarrillos y nunca le puse problemas para que entrara. La vieja me dijo que durante la guerra había sido adivina. Una noche me pidió que la acompañara a su casa. Vivía en la Reginastrasse, en un piso grande pero tan lleno de objetos que apenas se podía caminar. Una de las habitaciones parecía el almacén de una tienda de ropa.

Ahora te diré por qué. Cuando llegamos sirvió dos vasos de aguardiente y se sentó a la mesa y sacó unas cartas. Te voy a echar las cartas, me dijo. En unas cajas encontré muchos libros. Recuerdo que cogí las obras completas de Novalis y la Judith de Friedrich Hebbel, y mientras hojeaba estos libros la vieja me dijo que yo había matado a un hombre, etcétera. La misma historia.

– Fui soldado -le dije.

– En la guerra estuvieron a punto de matarte varias veces, aquí está escrito, pero tú no mataste a nadie, lo cual tiene mérito -dijo la vieja.

¿Tanto se me nota?, pensé. ¿Tanto se me nota que soy un asesino? Por supuesto, yo no me sentía un asesino.

– Te recomiendo que te cambies de nombre -dijo la vieja-.

Hazme caso. Yo fui la adivina de muchos jefazos de las SS y sé lo que digo. No cometas la estupidez típica de las novelas policiacas inglesas.

– ¿A qué te refieres? -le dije.

– A las novelas policiacas inglesas -dijo la vieja-, al imán de las novelas policiacas inglesas que primero infectó a las novelas policiacas norteamericanas y luego a las novelas policiacas francesas y alemanas y suizas.

– ¿Y cuál es esa estupidez? -le pregunté.

– Un dogma -dijo la vieja-, un dogma que se puede resumir con estas palabras: el asesino siempre vuelve al lugar del crimen.

Me reí.

– No te rías -dijo la vieja-, hazme caso a mí, que soy de las pocas personas de Colonia que verdaderamente te aprecian.

Dejé de reírme. Le dije que me vendiera la Judith y las obras de Novalis.

– Te los puedes quedar, cada vez que vengas a verme te puedes quedar con dos libros -dijo-, pero ahora presta atención a algo mucho más importante que la literatura. Es necesario que te cambies de nombre. Es necesario que no vuelvas nunca más al lugar del crimen. Es necesario que rompas la cadena. ¿Me entiendes?

– Algo entiendo -le dije, aunque en realidad sólo había entendido, y muy gozosamente, la oferta de los libros.

Después la vieja me dijo que mi madre vivía y que cada noche pensaba en mí y que mi hermana vivía y que cada mañana y cada tarde y cada noche soñaba conmigo y que mis zancadas, como las zancadas de un gigante, resonaban en la bóveda craneal de mi hermana. De mi padre no dijo nada.

Y luego empezó a amanecer y la vieja dijo:

– He oído cantar a un ruiseñor.

Y luego me pidió que la siguiera hasta una habitación, la que estaba llena de ropa, como la habitación de un ropavejero, y hurgó entre los montones de ropa hasta volver a aparecer, victoriosa, con una chaqueta de cuero negro, y me dijo:

– Esta chaqueta es para ti, te ha estado esperando todo este tiempo, desde que murió su anterior dueño.

Y yo cogí la chaqueta y me la probé y efectivamente parecía hecha expresamente para mí.

Posteriormente Reiter le preguntó a la vieja quién había sido el anterior propietario de la chaqueta, pero sobre este punto las respuestas de la vieja eran contradictorias y vagas.

Una vez le dijo que había pertenecido a un esbirro de la Gestapo y otra vez le dijo que había sido de un novio suyo, un comunista muerto en un campo de concentración, e incluso en cierta ocasión le dijo que el anterior dueño de la chaqueta fue un espía inglés, el primero (y el único) espía inglés que había saltado en paracaídas en las cercanías de Colonia durante el año de 1941, para hacer una exploración sobre el terreno para una futura sublevación de los ciudadanos de Colonia, algo que a los propios ciudadanos de Colonia que tuvieron la oportunidad de escucharlo les pareció una barbaridad, pues Inglaterra por entonces estaba perdida, a juicio de los ciudadanos de Colonia y de los ciudadanos de toda Europa, y aunque este espía, según la vieja, no era inglés sino escocés, nadie se lo tomó en serio, más aún cuando los pocos que tuvieron oportunidad de conocerlo lo vieron beber (lo hacía como un cosaco aunque su aguante ante el alcohol era admirable, se le ponían los ojos turbios y miraba de reojo las piernas de las mujeres, pero mantenía cierta coherencia verbal y una especie de elegancia fría que a los honrados y antifascistas ciudadanos de Colonia que lo trataron les parecía un rasgo propio de un carácter temerario y audaz, sin por ello resultar menos encantador), en fin, que en 1941 no estaba el horno para bollos.

A este espía inglés la vieja adivina lo vio, según le contó a Reiter, en sólo dos ocasiones. En la primera le dio alojamiento en su casa y le tiró las cartas. Tenía la suerte de su lado. En la segunda y última le proporcionó ropa y documentos, pues el inglés (o escocés) volvía a Inglaterra. Fue entonces cuando el espía se deshizo de su chaqueta de cuero. Otras veces, sin embargo, la vieja no quería ni oír hablar del espía. Sueños, decía, ensoñaciones, representaciones carentes de sustancia, espejismos de vieja razonablemente desesperada. Y entonces volvía a decir que la chaqueta de cuero había sido de un esbirro de la Gestapo, uno de los que se encargaron de localizar y reprimir a los desertores que a finales del 44 y principios del 45 se hicieron fuertes (fuertes es un decir) en la noble ciudad de Colonia.

Después la salud de Ingeborg empeoró y un médico inglés le dijo a Reiter que la muchacha, esa muchacha guapa y encantadora, probablemente no iba a vivir más de dos o tres meses y luego se quedó mirando a Reiter, que se puso a llorar sin decir palabra, aunque en realidad más que mirar a Reiter el médico inglés se quedó mirando y apreciando con ojos de peletero o de marroquinero su preciosa chaqueta de cuero negro, y finalmente, mientras Reiter seguía llorando, le preguntó dónde la había comprado, ¿dónde he comprado qué?, la chaqueta, ah, en Berlín, mintió Reiter, antes de la guerra, en un establecimiento llamado Hahn amp; Förster, dijo, y entonces el médico le dijo que los peleteros Hahn y Förster o sus herederos probablemente se habían inspirado en las chaquetas de cuero de Mason amp; Cooper, los fabricantes de chaquetas de cuero de Manchester, que también tenían sucursal en Londres, y que en 1938 sacaron una chaqueta exactamente igual a la que llevaba Reiter, con las mangas idénticas y el cuello idéntico y el mismo número de botones, a lo que Reiter respondió encogiéndose de hombros y secándose con la manga de la chaqueta las lágrimas que corrían por sus mejillas, y entonces el médico, conmovido, avanzó un paso y le puso una mano en el hombro y dijo que él también tenía una chaqueta de cuero así, como la de Reiter, sólo que la de él era de Mason amp; Cooper y la de Reiter de Hahn amp; Förster, aunque al tacto, y Reiter podía creer en su palabra pues él era un entendido, un aficionado a las chaquetas de cuero negro, ambas eran iguales, ambas parecían provenir de la misma partida de cuero que Mason amp; Cooper utilizaron en 1938 para hacer esas chaquetas que eran auténticas obras de arte, obras de arte, por otra parte, irrepetibles, pues aunque la casa Mason amp;Cooper seguía en pie, durante la guerra, según sabía, el señor Mason había muerto durante un bombardeo, no por culpa de las bombas, se apresuró a aclarar, sino por culpa de su delicado corazón que no pudo soportar una carrera hacia el refugio o que no pudo soportar el silbido del ataque, el ruido de los destrozos y de las detonaciones o que tal vez no pudo soportar el ulular de las sirenas, vaya uno a saber, lo cierto es que al señor Mason le sobrevino un ataque al corazón y desde ese momento la casa Mason amp; Cooper experimentó una ligera caída no en la producción sino en la calidad, aunque tal vez decir calidad sea un poco exagerado, sea un poco purista, dijo el médico, pues la calidad de la casa Mason amp; Cooper era y seguiría siendo incuestionable, si no en el detalle, en la disposición mental, si esta expresión era lícita o permisible, de los nuevos modelos de chaquetas de cuero, en aquello intangible que hacía que una chaqueta de cuero fuera una pieza de artesanía, una prenda artística que caminaba con la historia pero que también caminaba contra la historia, no sé si me explico, dijo el médico, y Reiter entonces se sacó la chaqueta y la puso en sus manos, obsérvela cuanto quiera, dijo al tiempo que se sentaba en una de las dos sillas que había en la consulta y seguía llorando, y el médico se quedó con la chaqueta colgando de las manos y sólo entonces pareció despertar del sueño de las chaquetas de cuero y pudo decir unas palabras de aliento o unas palabras que intentaron componer una frase de aliento, aun a sabiendas de que nada podía mitigar el dolor de Reiter, y luego procedió a ponerle la chaqueta por encima de los hombros, y volvió a pensar que esa chaqueta, la chaqueta de un portero de un bar de putas de Colonia, era exactamente igual que la suya, e incluso por un momento pensó que era la suya, sólo que un poco más gastada, como si su propia chaqueta hubiera salido de su armario en una calle de Londres y hubiera cruzado el Canal y el norte de Francia con el solo propósito de volverlo a ver, a él, a su propietario, un médico militar inglés de vida licenciosa, un médico que atendía gratis a los indigentes, siempre y cuando los indigentes fueran sus amigos o, a lo sumo, amigos de sus amigos, e incluso por un momento pensó que el joven alemán que lloraba le había mentido, que no había comprado la chaqueta en Hahn amp; Förster, sino que aquella chaqueta de cuero negro era una Mason amp; Cooper auténtica, adquirida en Londres, en la casa Mason amp; Cooper, pero, en fin, se dijo el médico mientras ayudaba al lloroso Reiter a ponerse la chaqueta (tan peculiar al tacto, tan placentera, tan familiar), la vida es básicamente un misterio.

Durante los tres meses que siguieron Reiter se las arregló para pasar la mayor parte de su tiempo junto a Ingeborg. Consiguió frutas y verduras en el mercado negro. Consiguió libros para que ella leyera. Cocinó e hizo el aseo de la buhardilla que compartían. Leyó libros de medicina y buscó remedios de todo tipo. Una mañana aparecieron por la casa las dos hermanas y la madre de Ingeborg. La madre hablaba poco y tenía un trato correcto, pero las hermanas, una de dieciocho años y la otra de dieciséis, sólo pensaban en salir y en conocer los lugares más interesantes de la ciudad. Un día Reiter les dijo que el lugar más interesante de Colonia, precisamente, era su buhardilla y las hermanas de Ingeborg se rieron. Reiter, que sólo reía cuando estaba con Ingeborg, también se rió. Una noche se las llevó al trabajo. Hilde, la de dieciocho, miraba a las putas que recalaban en el bar con un aire de superioridad, pero aquella noche se marchó con dos jóvenes tenientes americanos y no volvió hasta bien entrado el día siguiente, ante la alarma de su madre que acusó a Reiter de trabajar de alcahuete.

La enfermedad, por otra parte, había agudizado la apetencia sexual de Ingeborg pero la buhardilla era pequeña y todos dormían en la misma habitación, lo que cohibía a Reiter cuando volvía de su trabajo a las cinco o las seis de la mañana e Ingeborg le exigía que le hiciera el amor. Cuando trataba de explicarle que con casi total seguridad su madre los oiría, pues no estaba sorda, Ingeborg se enfadaba y decía que ya no la deseaba.

Una tarde la hermana menor, Grete, la de dieciséis, se llevó a Reiter a dar un paseo por las manzanas destruidas del barrio y le dijo que su hermana había sido visitada por varios psiquiatras y neurólogos en Berlín y que todos terminaron dando un diagnóstico de locura.

Reiter la miró: se parecía a Ingeborg pero estaba más rellenita y era más alta. De hecho, era tan alta y tenía una pinta tan atlética que parecía una lanzadora de jabalina.

– Nuestro padre fue nazi -le dijo la hermana-, e Ingeborg también, durante aquel tiempo, era nazi. Pregúntaselo. Estuvo con las Juventudes Hitlerianas.

– ¿Así que, según tú, está loca? -dijo Reiter.

– Loca de atar -dijo la hermana.

Poco después, Hilde le dijo a Reiter que Grete estaba empezando a enamorarse de él.

– ¿Así que, según tú, Grete está enamorada de mí?

– Enamorada hasta el delirio -dijo Hilde poniendo los ojos en blanco.

– Qué interesante -dijo Reiter.

Un amanecer, después de llegar silenciosamente a casa procurando no despertar a ninguna de las cuatro mujeres que dormían, Reiter se metió en la cama y se pegó al cuerpo caliente de Ingeborg y se dio cuenta en el acto de que Ingeborg tenía fiebre y los ojos se le llenaron de lágrimas y sintió que se mareaba, pero tan paulatinamente que la sensación no era del todo desagradable.

Luego notó que la mano de Ingeborg cogía su verga y lo masturbaba y con su mano levantó el camisón de Ingeborg hasta la cintura y buscó su clítoris y comenzó a su vez a masturbarla, pensando en otras cosas, en su novela, que avanzaba, en los mares de Prusia y en los ríos de Rusia y en los monstruos benéficos que moraban en las profundidades de la costa de Crimea, hasta que junto a su mano sintió la mano de Ingeborg que se introducía dos dedos en la vagina y luego untaba con esos dedos la entrada de su culo y le pedía, no, le ordenaba, que la penetrara, que la sodomizara, pero ya, en el acto, sin mayor dilación, cosa que Reiter hizo sin pensárselo dos veces ni medir las consecuencias de lo que hacía, pues bien sabía él cómo reaccionaba Ingeborg cuando la enculaba, pero aquella noche su voluntad funcionaba como la voluntad de un hombre dormido, incapaz de prever nada y sólo atento al instante, y así, mientras follaban e Ingeborg gemía, vio levantarse de un rincón no una sombra sino un par de ojos de gato, y los ojos se alzaron y quedaron flotando en la oscuridad, y luego otro par de ojos se alzó y se instaló en la penumbra, y escuchó que Ingeborg les ordenaba a los ojos, con la voz enronquecida, que se acostaran, y entonces Reiter notó que el cuerpo de su mujer se ponía a sudar y él también se puso a sudar y pensó que eso era bueno para la fiebre, y cerró los ojos y siguió acariciando con la mano izquierda el sexo de Ingeborg y cuando abrió los ojos vio cinco pares de ojos de gato flotando en la oscuridad, y aquello sí que le pareció una señal inequívoca de que estaba soñando, pues tres pares de ojos, los de las hermanas y los de la madre de Ingeborg, tenían cierta lógica, pero cinco pares de ojos escapaban de cualquier coherencia espacio temporal, a no ser que cada una de las hermanas hubiera invitado aquella noche a un respectivo amante, lo que tampoco entraba dentro de sus previsiones ni era factible o creíble.

Al día siguiente Ingeborg estaba malhumorada y todo lo que hacían o decían sus hermanas y su madre le parecía hecho o dicho contra ella. La situación, a partir de entonces, se volvió tan tensa que ni ella podía leer ni él podía escribir. A veces Reiter tenía la impresión de que Ingeborg estaba celosa de Hilde, cuando en buena lid de quien debía estar celosa era de Grete.

A veces, antes de marcharse a trabajar, Reiter veía desde la ventana de la buhardilla a los dos oficiales con los que salía Hilde, que se ponían a gritar su nombre y a silbar desde la acera de enfrente.

En más de una ocasión bajó con ella las escaleras y le aconsejó que tuviera cuidado. Despreocupada, Hilde le contestaba:

– ¿Qué me pueden hacer?, ¿bombardearme?

Y luego se reía y Reiter también se reía con sus respuestas.

– A lo sumo me harán lo que tú le haces a Ingeborg -le dijo una vez, y Reiter estuvo durante mucho rato repitiéndose esa contestación.

Lo que yo le hago a Ingeborg. ¿Pero qué le hacía él a Ingeborg sino amarla?

Por fin, un día la madre y las hermanas decidieron volver al pueblo del Westerwald, en donde se había establecido la familia, y Reiter e Ingeborg volvieron a quedarse solos. Ahora podemos amarnos con tranquilidad, le dijo Ingeborg. Reiter la miró: Ingeborg se había levantado y estaba poniendo un poco de orden en la casa. El camisón era de color marfil y los pies de ella eran huesudos y alargados y casi del mismo color. A partir de ese día la salud de ella mejoró notablemente y cuando llegó la fecha fatídica anunciada por el médico inglés se encontraba mejor que nunca.

Poco después se puso a trabajar en un taller de costura que transformaba los vestidos antiguos en vestidos nuevos, los vestidos pasados de moda en vestidos a la moda. En el taller tenían tres máquinas de coser, pero gracias a la iniciativa de la dueña, una mujer emprendedora y pesimista que no tenía la menor duda de que la Tercera Guerra Mundial empezaría a más tardar en 1950, el negocio prosperó. Al principio el trabajo de Ingeborg estribaba en coser trozos de tela conforme a los patrones que preparaba la señora Raab, pero al poco tiempo y debido al trabajo ingente del pequeño negocio, su labor consistió en visitar tiendas de moda femenina y tomar pedidos que luego ella misma se encargaba de entregar.

Por aquellas fechas Reiter terminó de escribir su primera novela. La tituló Lüdicke y tuvo que recorrer callejones perdidos de Colonia en busca de alguien que alquilara una máquina de escribir, pues decidió que no se la iba a pedir prestada ni a alquilar a ningún conocido, es decir a nadie que supiera que él se llamaba Hans Reiter. Finalmente encontró a un viejo que poseía una vieja máquina francesa y que, aunque no se dedicaba a alquilarla, hacía una excepción con los escritores.

La cifra que le pidió el viejo era alta y al principio Reiter pensó que lo mejor era seguir buscando, pero cuando vio la máquina, perfectamente conservada, sin una mota de polvo, con todas las letras dispuestas a dejar su impronta en el papel, decidió que bien podía darse el lujo de pagarle. El viejo pedía el dinero por adelantado y aquella misma noche, en el bar, Reiter pidió y obtuvo varios préstamos de las chicas. Al día siguiente volvió y le mostró el dinero, pero entonces el viejo sacó una libreta de un escritorio y quiso saber su nombre. Reiter dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.

– Me llamo Benno von Archimboldi.

El viejo entonces lo miró a los ojos y le dijo que no se pasara de listo, que cuál era su nombre verdadero.

– Mi nombre es Benno von Archimboldi, señor -dijo Reiter -, y si usted cree que estoy bromeando lo mejor será que me vaya.

Durante unos instantes ambos permanecieron en silencio.

Los ojos del viejo eran de color marrón oscuro, aunque bajo la débil luz de su estudio semejaban ser de color negro. Los ojos de Archimboldi eran azules y al viejo le parecieron los ojos de un joven poeta, unos ojos cansados, maltratados, enrojecidos, pero jóvenes y en cierto sentido puros, aunque el viejo hacía mucho que había dejado de creer en la pureza.

– Este país -le dijo a Reiter, que aquella tarde se convirtió, tal vez, en Archimboldi- ha intentado arrojar al abismo a varios países en nombre de la pureza y de la voluntad. Para mí, como usted comprenderá, la pureza y la voluntad son puro mariconeo.

Gracias a la pureza y a la voluntad nos hemos convertido todos, entiéndalo bien, todos, todos, en un país de cobardes y de matones, que al fin y al cabo son lo mismo. Ahora lloramos y nos afligimos y decimos ¡no lo sabíamos!, ¡lo ignorábamos!, ¡fueron los nazis!, ¡nosotros hubiéramos actuado de otra manera! Sabemos gemir. Sabemos provocar lástima y pena.

No nos importa que se burlen de nosotros, mientras nos compadezcan y nos perdonen. Ya habrá tiempo para que inauguremos un largo puente de amnesia. ¿Comprende usted lo que quiero decir?

– Lo comprendo -dijo Archimboldi.

– Yo fui escritor -dijo el viejo.

– Pero lo dejé. Esta máquina de escribir me la regaló mi padre.

Un padre cariñoso y culto que llegó a vivir hasta los noventaitrés años de edad. Un hombre básicamente bueno. Un hombre que creía, de más está decirlo, en el progreso. Pobre mi padre. Creía en el progreso y por supuesto creía en la bondad intrínseca del ser humano. Yo también creo en la bondad intrínseca del ser humano, pero eso no significa nada. Un asesino, en el fondo, es bueno. Los alemanes eso lo sabemos bien.

¿Y qué? Puedo pasar una noche bebiendo con un asesino y tal vez, al contemplar ambos la aurora, nos pongamos a cantar o a tararear una pieza de Beethoven. ¿Y qué? Puede el asesino llorar en mi hombro. Normal. Ser asesino no es fácil. Eso lo sabemos bien usted y yo. No es nada fácil. Exige pureza y voluntad, voluntad y pureza. La pureza del cristal y una voluntad de hierro.

E incluso puedo yo ponerme a llorar en el hombro del asesino y susurrarle palabras dulces como «hermano», «camarada», «compañero de infortunios». En ese momento el asesino es bueno, puesto que es intrínsecamente bueno, y yo soy un idiota, puesto que soy intrínsecamente un idiota, y ambos somos sentimentales, puesto que nuestra cultura tiende irrefrenablemente a la sentimentalidad. Pero cuando la obra se acaba y yo estoy solo, el asesino abrirá la ventana de mi cuarto y entrará con sus pasitos de enfermero y me degollará hasta que no quede una gota de mi sangre.

Pobre mi padre mío. Fui escritor, fui escritor, pero mi indolente cerebro voraz me comía las entrañas. Buitre de mi propio Prometeo o Prometeo de mi propio buitre, un día me di cuenta de que podía llegar a publicar excelentes artículos en las revistas y en los periódicos, e incluso libros que no desmerecían el papel en que estaban impresos. Pero también supe que jamás lograría acercarme o internarme en aquello que llamamos una obra maestra. Me dirá usted que la literatura no consiste únicamente en obras maestras sino que está poblada de obras, así llamadas, menores. Yo también creía eso. La literatura es un vasto bosque y las obras maestras son los lagos, los árboles inmensos o extrañísimos, las elocuentes flores preciosas o las escondidas grutas, pero un bosque también está compuesto por árboles comunes y corrientes, por yerbazales, por charcos, por plantas parásitas, por hongos y por florecillas silvestres. Me equivocaba.

Las obras menores, en realidad, no existen. Quiero decir: el autor de una obra menor no se llama fulanito o zutanito. Fulanito y zutanito existen, de eso no cabe duda, y sufren y trabajan y publican en periódicos y revistas y de vez en cuando incluso publican un libro que no desmerece el papel en el que está impreso, pero esos libros o esos artículos, si usted se fija con atención, no están escritos por ellos.

Toda obra menor tiene un autor secreto y todo autor secreto es, por definición, un escritor de obras maestras. ¿Quién ha escrito tal obra menor? Aparentemente un escritor menor. La mujer de este pobre escritor lo puede atestiguar, ella lo ha visto sentado a la mesa, inclinado sobre las páginas en blanco, retorciéndose y deslizando su pluma sobre el papel. Parece un testigo irrebatible. Pero lo que ha visto es sólo la parte exterior. El cascarón de la literatura. Una apariencia -le dijo el viejo ex escritor a Archimboldi y Archimboldi recordó a Ansky-. Quien en verdad está escribiendo esa obra menor es un escritor secreto que sólo acepta los dictados de una obra maestra.

Nuestro buen artesano escribe. Está ensimismado en aquello que va plasmando bien o mal en el papel. Su mujer, sin que él lo sepa, lo observa. Efectivamente, es él quien escribe. Pero si su mujer tuviera una vista de rayos X se daría cuenta de que no asiste propiamente a un ejercicio de creación literaria sino más bien a una sesión de hipnotismo. En el interior del hombre que está sentado escribiendo no hay nada. Nada que sea él, quiero decir. Cuánto mejor haría ese pobre hombre dedicándose a la lectura. La lectura es placer y alegría de estar vivo o tristeza de estar vivo y sobre todo es conocimiento y preguntas. La escritura, en cambio, suele ser vacío. En las entrañas del hombre que escribe no hay nada. Nada, quiero decir, que su mujer, en un momento dado, pueda reconocer. Escribe al dictado. Su novela o poemario, decentes, decentitos, salen no por un ejercicio de estilo o voluntad, como el pobre desgraciado cree, sino gracias a un ejercicio de ocultamiento. ¡Es necesario que haya muchos libros, muchos pinos encantadores, para que velen de miradas aviesas el libro que realmente importa, la jodida gruta de nuestra desgracia, la flor mágica del invierno!

Disculpe las metáforas. A veces me excito y me pongo romántico.

Pero escuche. Toda obra que no sea una obra maestra es, cómo se lo diría, una pieza de un vasto camuflaje. Usted ha sido soldado, me imagino, y ya sabe a lo que me refiero. Todo libro que no sea una obra maestra es carne de cañón, esforzada infantería, pieza sacrificable dado que reproduce, de múltiples maneras, el esquema de la obra maestra. Cuando comprendí esta verdad dejé de escribir. Mi mente, sin embargo, no dejó de funcionar. Al contrario, al no escribir funcionaba mejor. Me pregunté: ¿por qué una obra maestra necesita estar oculta?, ¿qué extrañas fuerzas la arrastran hacia el secreto y el misterio?

Ya sabía que escribir era inútil. O que sólo merecía la pena si uno está dispuesto a escribir una obra maestra. La mayor parte de los escritores se equivocan o juegan. Tal vez equivocarse y jugar sea lo mismo, las dos caras de la misma moneda. En realidad nunca dejamos de ser niños, niños monstruosos llenos de pupas y de varices y de tumores y de manchas en la piel, pero niños al fin y al cabo, es decir nunca dejamos de aferrarnos a la vida puesto que somos vida. También se podría decir:

somos teatro, somos música. De igual manera, pocos son los escritores que renuncian. Jugamos a creernos inmortales. Nos equivocamos en el juicio de nuestras propias obras y en el juicio siempre impreciso de las obras de los demás. Nos vemos en el Nobel, dicen los escritores, como quien dice: nos vemos en el infierno.

Una vez vi una película de gángsters norteamericana. En una escena un detective mata a un malhechor y antes de disparar el balazo mortal le dice: nos vemos en el infierno. Está jugando.

El detective está jugando y equivocándose. El malhechor, que lo mira y lo insulta poco antes de morir, también está jugando y equivocándose, aunque su campo de juegos y su campo de equívocos se ha reducido casi hasta el cero absoluto, puesto que en el siguiente plano va a morir. El director de la película también juega. El guionista, lo mismo. Nos vemos en el Nobel. Hemos hecho historia. El pueblo alemán nos lo agradece.

Una batalla heroica que será recordada por las generaciones venideras. Un amor inmortal. Un nombre escrito en el mármol. La hora de las musas. Incluso una frase aparentemente tan inocente como decir: ecos de una prosa griega no contiene más que juego y equivocación.

El juego y la equivocación son la venda y son el impulso de los escritores menores. También: son la promesa de su felicidad futura. Un bosque que crece a una velocidad vertiginosa, un bosque al que nadie le pone freno, ni siquiera las Academias, al contrario, las Academias se encargan de que crezca sin problemas, y los empresarios y las universidades (criaderos de atorrantes), y las oficinas estatales y los mecenas y las asociaciones culturales y las declamadoras de poesía, todos contribuyen a que el bosque crezca y oculte lo que tiene que ocultar, todos contribuyen a que el bosque reproduzca lo que tiene que reproducir, puesto que es inevitable que así lo haga, pero sin revelar nunca qué es aquello que reproduce, aquello que mansamente refleja.

¿Un plagio, se dirá usted? Sí, un plagio, en el sentido en que toda obra menor, toda obra salida de la pluma de un escritor menor, no puede ser sino un plagio de cualquier obra maestra.

La pequeña diferencia es que aquí hablamos de un plagio consentido. Un plagio que es un camuflaje que es una pieza en un escenario abigarrado que es una charada que probablemente nos conduzca al vacío.

En una palabra: lo mejor es la experiencia. No le diré que la experiencia no se obtenga en el trato constante con una biblioteca, pero por encima de la biblioteca prevalece la experiencia.

La experiencia es la madre de la ciencia, se suele decir.

Cuando yo era joven y aún pensaba que haría carrera en el mundo de las letras, conocí a un gran escritor. Un gran escritor que probablemente había escrito una obra maestra, si bien a juicio mío toda su producción era una obra maestra.

No le voy a decir su nombre. Ni a usted le conviene que yo se lo diga ni a efectos de la historia es indispensable saberlo.

Confórmese con saber que era alemán y que un día vino a Colonia a dar unas conferencias. Por supuesto, yo no me perdí ni una sola de las tres charlas que dio en la universidad de nuestra ciudad. En la última conseguí un asiento en primera fila y me dediqué, más que a escucharlo (en realidad repetía cosas que ya había dicho en la primera y la segunda conferencia), a observarlo en detalle, sus manos, por ejemplo, unas manos enérgicas y huesudas, su cuello de hombre viejo similar al cuello de un pavo o de un gallo sin plumas, sus pómulos ligeramente eslavos, sus labios exangües, unos labios que uno podía tajear con una navaja y de los cuales podía tener la seguridad de que no saldría ni una gota de sangre, sus sienes grises como un mar revuelto, y sobre todo sus ojos, unos ojos profundos y que, dependiendo de ligeros movimientos de su cabeza, en ocasiones semejaban dos túneles sin fondo, dos túneles abandonados y a punto de derrumbarse.

Por supuesto, terminada la conferencia su persona fue acaparada por los notables de la ciudad y yo no pude ni siquiera estrechar su mano y decirle cuánto lo admiraba. Pasó el tiempo.

Este escritor murió y yo seguí, como es lógico, leyéndolo y releyéndolo. Llegó el día en que decidí dejar la literatura. La dejé. No hay trauma en este paso sino liberación. Entre nosotros le confesaré que es como dejar de ser virgen. ¡Un alivio, dejar la literatura, es decir dejar de escribir y limitarse a leer!

Pero ése es otro tema. Ya hablaremos de eso cuando me devuelva mi máquina. El recuerdo de la visita de este gran escritor a mi ciudad, sin embargo, no me abandonaba. Entretanto comencé a trabajar en una fábrica de instrumental óptico. Me ganaba bien la vida. Era soltero, tenía dinero, acudía semanalmente al cine, al teatro, a exposiciones, y además estudiaba inglés y francés, y visitaba librerías donde compraba los libros que se me antojaban.

Una vida muelle. Pero el recuerdo de la visita del gran escritor no me abandonaba y, lo que es peor, de repente caí en la cuenta de que sólo recordaba la tercera conferencia, y que mis recuerdos se circunscribían a su rostro, como si ese rostro hubiera pretendido decirme algo que finalmente no me dijo.

¿Pero qué? Un día, por motivos que no vienen al caso, acompañé a un amigo médico al depósito de cadáveres de la universidad.

No creo que usted haya estado allí. El depósito está en los sótanos y es una larga galería con paredes de baldosas blancas y techo de madera. En medio hay un anfiteatro en donde se realizan autopsias, disecciones y demás monstruosidades científicas.

Después hay dos pequeñas oficinas, la del decano de los estudios forenses y la de otro profesor. En los extremos se encuentran las salas refrigeradas en donde se hallan los cadáveres, cuerpos de indigentes o de personas sin papeles a quienes la muerte visitó en hoteles de paso.

En aquella época demostré un interés sin duda morboso por estas instalaciones y mi amigo médico se encargó amablemente de enseñármelas con todo lujo de explicaciones e incluso asistimos a la última autopsia del día. Luego mi amigo se encerró con el decano en su despacho y yo me quedé solo en el pasillo, aguardándolo, mientras los estudiantes se marchaban y una especie de letargo crepuscular se filtraba por debajo de las puertas como gas venenoso. A los diez minutos de estar esperando oí un ruido que me sobresaltó proveniente de uno de los depósitos. Le aseguro que en aquella época eso bastaba para asustar a cualquiera, pero yo nunca he sido excesivamente cobarde y me dirigí hacia allí.

Al abrir la puerta un soplo de aire frío me dio de lleno en el rostro. En el fondo del depósito, junto a una camilla, un hombre intentaba abrir uno de los nichos para depositar en él un cadáver, pero por más que forcejeaba el nicho o la celdilla en cuestión no cedía. Sin moverme de al lado de la puerta le pregunté si necesitaba ayuda. El hombre se irguió, era muy alto, y me miró de una forma que a mí, entonces, me pareció desconsolada. Tal vez esa impresión de desconsuelo en su mirada me animó a acercarme a él. Mientras lo hacía, franqueado por cadáveres, encendí un cigarrillo para templar mis nervios y, al llegar junto a él, lo primero que hice fue ofrecerle otro cigarrillo, tal vez forzando una camaradería que no existía.

El empleado de la morgue sólo entonces me miró y a mí me pareció haber retrocedido en el tiempo. Sus ojos eran exactamente iguales que los ojos del gran escritor a cuyas conferencias en Colonia yo había asistido como un peregrino. Le confieso que incluso por unos segundos pensé que me estaba, en ese preciso momento, volviendo loco. Me sacó del apuro la voz del empleado de la morgue, en nada parecida a la voz entrañable del gran escritor. Dijo: aquí no se permite fumar.

No supe qué contestarle. Añadió: el humo perjudica a los muertos. Me reí. Dio una nota explicativa: el humo perjudica su conservación. Hice un gesto que en nada me comprometía.

Él lo intentó por última vez: habló de unos filtros, habló de la humedad, pronunció la palabra pureza. Volví a ofrecerle un cigarrillo y resignadamente anunció que no fumaba. Le pregunté si llevaba mucho tiempo trabajando allí. Con un tono impersonal y una voz levemente chillona, dijo que trabajaba en la universidad desde mucho antes de la guerra del catorce.

– ¿Siempre en la morgue? -le pregunté.

– No he conocido otro lugar -me contestó.

– Es curioso -le dije-, pero su rostro, sobre todo sus ojos, me recuerdan los ojos de un gran escritor alemán. -Aquí dije el nombre del escritor.

– No he oído hablar de él -fue su respuesta.

En otra época esta respuesta me habría soliviantado, pero a Dios gracias yo vivía una nueva vida. Le comenté que trabajar en la morgue sin duda lo llevaría a reflexiones atinadas o por lo menos originales acerca del destino humano. Me miró como si me estuviera burlando de él o hablando en francés.

Insistí. Aquel marco, dije extendiendo los brazos y abarcando todo el depósito, era en cierta manera el lugar ideal para pensar en la brevedad de la vida, en lo insondable que resulta el destino de los hombres, en la futilidad de los empeños mundanos.

Con un sobrecogimiento de horror, de golpe me di cuenta de que estaba hablándole como si él fuera el gran escritor alemán y aquélla nuestra charla que jamás se produjo. No tengo mucho tiempo, me dijo. Volví a mirar sus ojos. No me cupo la menor duda: eran los ojos de mi ídolo. Y su respuesta: no tengo mucho tiempo. ¡Cuántas puertas abría esa respuesta! ¡Cuántos caminos quedaban de pronto despejados, visibles, tras esa respuesta!

No tengo mucho tiempo, he de acarrear cadáveres de arriba abajo. No tengo mucho tiempo, he de respirar, comer, beber, dormir. No tengo mucho tiempo, he de moverme al compás del engranaje. No tengo mucho tiempo, estoy viviendo. No tengo mucho tiempo, me estoy muriendo. Como usted comprenderá, ya no hubo más preguntas. Lo ayudé a abrir el nicho.

Quise ayudarlo a meter el cadáver pero mi torpeza en tales lides hizo que la sábana que lo cubría se corriera y entonces vi el rostro del cadáver y cerré los ojos y agaché la cabeza y lo dejé trabajar en paz.

Cuando salí mi amigo me observaba en silencio desde la puerta del depósito. ¿Todo bien?, me preguntó. No pude o no supe responderle. Tal vez dije: todo mal. Pero no era eso lo que quería decir.

Antes de que Archimboldi se despidiera de él, después de beber una taza de té, el hombre que le alquiló la máquina de escribir le dijo:

– Jesús es la obra maestra. Los ladrones son las obras menores.

¿Por qué están allí? No para realzar la crucifixión, como algunas almas cándidas creen, sino para ocultarla.

En una de las tantas travesías que Archimboldi hizo por la ciudad en busca de alguien que le alquilara una máquina de escribir volvió a encontrar a los dos vagabundos con los que había compartido sótano antes de trasladarse a la buhardilla.

Aparentemente pocas cosas habían cambiado en sus antiguos compañeros de infortunio. El viejo periodista había intentado conseguir trabajo en el nuevo periódico de Colonia, en donde no lo aceptaron por su pasado nazi. Su carácter jovial y bonachón fue desapareciendo conforme se prolongaba el período de adversidades y comenzaban a manifestarse los achaques propios de la edad. El veterano tanquista, por el contrario, trabajaba ahora en un taller de reparación de motores y había ingresado en el Partido Comunista.

Cuando ambos estaban juntos en el sótano, no paraban de pelearse. El tanquista le reprochaba al viejo periodista su militancia nazi y su cobardía. El viejo periodista se ponía de rodillas y juraba a voz en cuello que sí, que era un cobarde, pero que nazi, lo que se dice nazi, no lo había sido nunca. Escribíamos al dictado. Si no queríamos ser despedidos, teníamos que escribir al dictado, gemía ante la indiferencia del tanquista, que añadía a sus reproches el hecho irrefutable de que mientras él y otros como él combatían dentro de tanques que se averiaban y se quemaban, el periodista y otros como él se resignaban a escribir mentiras propagandísticas, pasando por encima de los sentimientos de los tanquistas y de las madres de los tanquistas e incluso de las novias de los tanquistas.

– Esto -le decía- no te lo perdonaré nunca, Otto.

– Pero si no es mi culpa -gemía el periodista.

– Llora, llora -le decía el tanquista.

– Intentábamos hacer poesía -decía el periodista-, intentábamos dejar que pasara el tiempo y mantenernos vivos para ver qué vendría después.

– Pues ya has visto, cerdo asqueroso, lo que vino después -replicaba el tanquista.

A veces, el periodista hablaba del suicidio.

– No veo otra solución -le dijo a Archimboldi cuando los fue a visitar-. Como periodista estoy liquidado. Como obrero no tengo ni la más mínima posibilidad. Como empleado de alguna administración local, siempre estaré marcado por mi pasado.

Como trabajador independiente, no sé hacer nada a derechas.

¿Para qué prolongar, entonces, mi sufrimiento?

– Para pagar tu deuda con la sociedad, para expiar tus mentiras -le gritó el tanquista, que permanecía sentado a la mesa, fingiendo estar enfrascado en la lectura de un periódico, pero en realidad escuchándolo.

– No sabes lo que dices, Gustav -le respondió el periodista -. Mi único pecado, te lo he dicho cien mil veces, ha sido el de la cobardía, y lo estoy pagando caro.

– Aún más caro lo tienes que pagar, Otto, aún más caro.

Durante esa visita Archimboldi le sugirió al periodista que tal vez su suerte cambiara si se iba a otra ciudad, una ciudad menos castigada que Colonia, una ciudad más pequeña en donde no lo conociera nadie, una posibilidad que al periodista no se le había pasado por la cabeza y que a partir de ese momento comenzó a sopesar seriamente.

Veinte días tardó Archimboldi en pasar a máquina su novela.

Hizo una copia con papel carbón y luego buscó, en la biblioteca pública que acababa de reabrir sus puertas, los nombres de dos editoriales a las que enviar el manuscrito. Al cabo de un largo escrutinio se dio cuenta de que las editoriales de muchos de sus libros favoritos hacía tiempo que habían dejado de existir, algunas por problemas económicos o por desidia o desinterés de sus propietarios, otras porque los nazis las habían cerrado o habían encarcelado a sus editores y algunas porque habían sido borradas por los bombardeos aliados.

Una de las bibliotecarias, que lo conocía y sabía que escribía, le preguntó si tenía un problema y Archimboldi le contó que buscaba editoriales literarias que aún permanecieran en activo.

La bibliotecaria le dijo que ella lo podía ayudar. Durante un rato estuvo mirando unos papeles y luego hizo una llamada telefónica. Cuando volvió le entregó a Archimboldi una lista de veinte editoriales, el mismo número de días que había invertido en mecanografiar su novela, lo que sin duda constituía un buen presagio. Pero el problema era que sólo tenía el original y una copia y que por lo tanto debía escoger únicamente dos. Esa noche, de pie en la puerta del bar, de tanto en tanto sacaba el papel y lo estudiaba. Nunca como entonces los nombres de las editoriales le parecieron tan hermosos, tan distinguidos, tan llenos de promesas y de sueños. Decidió, empero, ser prudente y no dejarse llevar por el entusiasmo. El original lo fue a dejar personalmente a una editorial de Colonia. Ésta tenía la ventaja de que si se lo rechazaban el mismo Archimboldi podía ir a recuperar el manuscrito para enviarlo, acto seguido, a otra editorial.

La copia en papel carbón la envió a una casa de Hamburgo que había publicado libros de la izquierda alemana hasta 1933, cuando el gobierno nazi no sólo cerró la empresa sino que también pretendió enviar a un campo de prisioneros a su editor, el señor Jacob Bubis, cosa que hubiera hecho si el señor Bubis no se les hubiera adelantado tomando el camino del exilio.

Al cabo de un mes de hacer ambos envíos la editorial de Colonia le respondió que su novela Lüdicke, pese a los innegables méritos que poseía, no entraba, lamentablemente, en sus planes de edición, pero que no dejara de enviarle su próxima novela. No quiso decirle a Ingeborg lo que había pasado y ese mismo día Archimboldi fue a recuperar su manuscrito, lo que le llevó algunas horas, pues en la editorial nadie parecía saber dónde se hallaba y Archimboldi no se mostró en modo alguno dispuesto a marcharse sin él. Al día siguiente lo llevó personalmente a otra editorial de Colonia, quienes lo rechazaron al cabo de un mes y medio más o menos con las mismas palabras que la primera editorial, tal vez añadiendo más adjetivos, tal vez deseándole una mejor fortuna en su próximo intento.

Ya sólo quedaba una editorial en Colonia, una editorial que de vez en cuando publicaba alguna novela o algún libro de poesía o algún libro de historia, pero el grueso de cuyo catálogo estaba compuesto por manuales prácticos de uso cotidiano que lo mismo instruían a mantener adecuadamente un jardín como a la correcta administración de los primeros auxilios o a la reutilización de los cascotes de las casas destruidas. La editorial se llamaba El Consejero y, al contrario que en las dos tentativas anteriores, esta vez salió a recibir el manuscrito el editor en persona.

Y no fue por falta de empleados, como le hizo notar a Archimboldi, pues en la editorial trabajaban por lo menos cinco personas, sino porque al editor le gustaba ver la cara que tenían los escritores que pretendían publicar en su casa. La conversación que tuvieron fue, tal como la recordaba Archimboldi, extraña.

El editor tenía cara de gángster. Era un tipo joven, sólo un poco mayor que él, vestido con un traje de excelente corte que le quedaba, sin embargo, un poco estrecho, como si subrepticiamente, de la noche a la mañana, hubiera engordado diez kilos.

Durante la guerra había servido en una unidad de paracaidistas, aunque nunca, se apresuró a aclarar, saltó en paracaídas, pese a que ganas no le faltaron. En su historial militar se contaba la participación en varias batallas, en diferentes teatros de operaciones, sobre todo en Italia y en Normandía. Aseguraba haber experimentado un bombardeo en alfombra de la aviación norteamericana. Y decía conocer la fórmula para soportarlo.

Como Archimboldi había hecho toda la guerra en el este no tenía idea de qué significaba un bombardeo en alfombra y así lo expresó. El editor, que se llamaba Michael Bittner pero al que le gustaba o le complacía que sus amigos lo llamaran Mickey, como el ratoncito, le explicó que un bombardeo en alfombra era cuando un montón de aviones enemigos, pero un montón grande, enorme, superlativo, dejaba caer sus bombas sobre un terreno limitado del frente, un trozo de campo previamente acotado, hasta que de él no quedaba ni una brizna de hierba.

– No sé si me he explicado con claridad, Benno -dijo mirando a Archimboldi fijamente a los ojos.

– Se ha explicado usted con claridad meridiana, Mickey -dijo Archimboldi al tiempo que pensaba que el tipo en cuestión no sólo era pesado sino también ridículo, con esa ridiculez que sólo tienen los histriones y los pobres diablos convencidos de haber participado en un momento determinante de la historia, cuando es bien sabido, pensó Archimboldi, que la historia, que es una puta sencilla, no tiene momentos determinantes sino que es una proliferación de instantes, de brevedades que compiten entre sí en monstruosidad.

Pero Mickey Bittner lo que quería, el pobre infeliz embutido en su estrecho traje de tan buen corte, era explicarle el efecto que causaba en los soldados el bombardeo en alfombra y el sistema que él ideó para combatirlo. El ruido. Lo primero es el ruido. El soldado está en su trinchera o en su posición mal fortificada y de pronto oye el ruido. Ruido de aviones. Pero no ruido de cazas o de cazabombarderos, que es un ruido rápido, si se me permite hablar así, un ruido de vuelo bajo, sino un ruido que llega de lo más alto del cielo, un ruido ronco y bronco que no presagia nada bueno, como si se acercara una tormenta y las nubes chocaran entre sí, pero el problema es que no hay nubes ni tormenta. Por supuesto, el soldado alza la vista.

Al principio no ve nada. El artillero alza la vista. No ve nada. El ametralladorista, el servidor de una pieza de mortero, el explorador de avanzada alzan la vista y no ven nada. El conductor de un vehículo blindado o de un cañón de asalto alza la vista. Tampoco ve nada. Por precaución, sin embargo, el conductor saca su vehículo de la carretera. Lo estaciona debajo de un árbol o lo cubre con una malla de camuflaje. Justo después aparecen los primeros aviones.

Los soldados los miran. Son muchos, pero los soldados creen que se dirigen a bombardear alguna ciudad en la retaguardia.

Ciudad o puentes o líneas férreas. Son muchos, tantos que ennegrecen el cielo, pero sus objetivos seguramente están en alguna zona industrial de Alemania. Para sorpresa general los aviones sueltan sus bombas y las bombas caen en un área limitada.

Y después de la primera oleada llega una segunda oleada.

El ruido entonces se hace ensordecedor. Las bombas caen y abren cráteres en la tierra. Los bosquecillos se incendian. El boscaje, la principal trinchera de Normandía, empieza a desaparecer.

Todos los setos saltan. Las terrazas se desmoronan.

Muchos soldados se quedan sordos momentáneamente. Unos pocos no pueden soportarlo y echan a correr. En ese momento ya está sobre el campo acotado la tercera oleada de aviones descargando sus bombas. El ruido, algo que parecía imposible, se hace mayor. Más vale decirle ruido. Se le podría llamar estruendo, rugido, fragor, martilleo, suma estridencia, mugido de los dioses, pero ruido es una palabra sencilla que designa igual de mal aquello que no tiene nombre. El ametralladorista muere.

Sobre su cuerpo muerto cae de lleno otra bomba. Sus huesos y los jirones de carne se esparcen por lugares que treinta segundos después serán batidos por otras bombas. El servidor de la pieza de morteros es volatilizado. El conductor del vehículo blindado pone en marcha su vehículo e intenta buscar un refugio mejor pero en el camino recibe el impacto de una bomba y luego otras dos bombas convierten el vehículo y al conductor en una sola cosa informe a mitad de camino entre la chatarra y la lava. Después viene la cuarta y la quinta oleada. Todo arde.

Eso no parece Normandía sino la luna. Cuando los bombarderos han terminado de descargar sobre el terreno previamente acotado no se oye ni un solo pájaro. De hecho, en las áreas vecinas, tanto a la izquierda como a la derecha de las divisiones que han sido castigadas, donde no ha caído ni una sola bomba, tampoco se oye ni un solo pájaro.

Entonces aparecen las tropas enemigas. Para ellos, adentrarse en ese territorio gris acero, humeante, lleno de cráteres, es una experiencia que no carece de cierto horror. De entre la tierra ferozmente removida se alza de tanto en tanto un soldado alemán con ojos de loco. Algunos se rinden llorando. Otros, los paracaidistas, los veteranos de la Wehrmacht, algunos batallones de infantería SS, abren fuego, intentan restablecer la línea de mando, retrasar el avance enemigo. Unos pocos de esos soldados, los más indómitos, muestran claros signos de haber bebido. Entre éstos sin duda está el paracaidista Mickey Bittner, pues su receta para aguantar cualquier tipo de bombardeo es precisamente ésta: beber schnaps, beber coñac, beber aguardiente, beber grappa, beber whisky, beber cualquier bebida fuerte, incluso vino si no hay más remedio, para de esta manera evadirse de los ruidos, o para confundir los ruidos con las pulsaciones y circunvoluciones del cerebro.

Después Mickey Bittner quiso saber de qué iba la novela de Archimboldi y si se trataba de su primera novela o ya tenía una obra literaria a sus espaldas. Archimboldi le dijo que era su primera novela y le contó a grandes trazos su argumento. Le veo posibilidades, dijo Bittner. Acto seguido añadió: pero este año no se la podremos publicar. Y luego dijo: por supuesto, ni hablar de anticipo. Y más tarde aclaró: le daremos el cinco por ciento del precio de venta, un trato más que justo. Y luego confesó:

en Alemania ya no se lee como antes, ahora hay cosas más prácticas en las que pensar. Y entonces Archimboldi tuvo la certeza de que ese tipo hablaba por hablar y que probablemente todos los mierdas de paracaidistas, los perros de Student, hablaban por hablar, sólo para escuchar su voz y comprobar que nadie, todavía, los había colgado.

Durante unos días Archimboldi estuvo pensando que lo que Alemania realmente necesitaba era una guerra civil.

No tenía ninguna fe en que Bittner, que seguramente no sabía nada de literatura, le fuera a publicar la novela. Se sentía nervioso y se le fueron las ganas de comer. Casi no leía y lo poco que leía lo turbaba tanto que nada más empezar un libro tenía que cerrar las páginas, pues se ponía a temblar y experimentaba unos deseos irrefrenables de salir a la calle y caminar.

Hacer el amor sí que lo hacía, aunque en ocasiones, en mitad del acto, se iba a otro planeta, un planeta nevado en donde él memorizaba el cuaderno de Ansky.

– ¿Dónde estás? -le decía Ingeborg cuando esto sucedía.

Hasta la voz de la mujer que amaba le llegaba como desde muy lejos. Al cabo de dos meses de no recibir respuesta, ni negativa ni afirmativa, Archimboldi se presentó en la editorial y pidió hablar con Mickey Bittner. La secretaria le dijo que el señor Bittner ahora se dedicaba al negocio de importación-exportación de bienes de primera necesidad y que muy raramente se le podía hallar en la editorial, que seguía siendo suya, naturalmente, aunque él casi no apareciera por allí. Tras insistir, Archimboldi obtuvo la dirección de la nueva oficina de Bittner, instalada en el extrarradio de Colonia. En un barrio de viejas fábricas del siglo XIX, encima de un almacén en donde se acumulaban grandes embalajes, estaba la oficina del nuevo negocio de Bittner, aunque a éste tampoco lo encontró allí.

En su lugar había tres veteranos paracaidistas y una secretaria con el pelo teñido de color plateado. Los paracaidistas le informaron de que Mickey Bittner se hallaba en aquel momento en Amberes cerrando un trato de una partida de plátanos.

Luego todos se pusieron a reír y Archimboldi tardó en darse cuenta de que se reían de los plátanos y no de él. Después los paracaidistas se pusieron a hablar de cine, al que eran muy aficionados, al igual que la secretaria, y le preguntaron a Archimboldi en qué frente había estado y en qué arma servido, a lo que Archimboldi contestó que en el este, siempre en el este, y en la infantería hipomóvil, aunque en los últimos años no había visto un mulo o un caballo ni por casualidad.

Los paracaidistas, por el contrario, habían combatido siempre en el oeste, en Italia, Francia y alguno en Creta, y tenían ese aire cosmopolita de los veteranos del frente del oeste, un aire de jugadores de ruleta, de trasnochadores, de catadores de buenos vinos, de gente que entraba en los burdeles y saludaba a las putas por su nombre, un aire que se contraponía al que solían exhibir los veteranos del frente del este, que más bien parecían muertos vivientes, zombis, habitantes de cementerios, soldados sin ojos y sin bocas, pero con penes, pensó Archimboldi, porque el pene, el deseo sexual, lamentablemente es lo último que el hombre pierde, cuando debería ser lo primero, pero no, el ser humano sigue follando, follando o follándose, que viene a ser lo mismo, hasta el último suspiro, como el soldado que quedó atrapado bajo un montón de cadáveres y allí, bajo los cadáveres y la nieve, se construyó con su pala reglamentaria una cuevita, y para pasar el tiempo se metía mano a sí mismo, cada vez con mayor atrevimiento, pues una vez desaparecidos el susto y la sorpresa de los primeros instantes, ya sólo quedaban el miedo a la muerte y el aburrimiento, y para matar el aburrimiento empezó a masturbarse, primero con timidez, como si estuviera en el proceso de seducción de una jardinerita o de una pastorcita, luego cada vez con mayor decisión, hasta que consiguió forzarse a su entera satisfacción, y así estuvo quince días, encerrado en su cuevita de cadáveres y nieve, racionando la comida y dando rienda suelta a sus deseos, los cuales no lo debilitaban, al contrario, parecían retroalimentarse, como si el soldado en cuestión se bebiera su propio semen o como si tras volverse loco hubiera encontrado la salida olvidada hacia una nueva cordura, hasta que las tropas alemanas contraatacaron y lo encontraron, y aquí había un dato curioso, pensó Archimboldi, pues uno de los soldados que lo libró del montón de cadáveres malolientes y de la nieve que se había ido acumulando, dijo que el tipo en cuestión olía a algo extraño es decir no olía a suciedad ni a mierda ni a orines, tampoco olía a podredumbre ni a gusanera, vaya, el sobreviviente olía bien, un olor fuerte, si acaso, pero bueno, como a perfume barato, perfume húngaro o perfume de gitanos, con un ligero aroma a yogur, tal vez, con un ligero aroma a raíces, tal vez, pero lo que predominaba no era, ciertamente, el olor a yogur o a raíces sino otra cosa, una cosa que sorprendió a todos los que estaban allí, sacando a paladas los cadáveres para enviarlos tras las líneas o darles cristiana sepultura, un olor que apartaba las aguas, como hizo Moisés en el Mar Rojo, para que el soldado en cuestión, que apenas podía tenerse de pie, pudiera pasar, ¿pero pasar adónde?, cualquiera lo sabía, a retaguardia, a un manicomio en la patria, seguramente.

Los paracaidistas, que no eran malas personas, invitaron a Archimboldi a tomar parte en un negocio que tenían que solventar aquella misma noche. Archimboldi les preguntó a qué hora acabaría el negocio, pues no deseaba perder su trabajo en el bar, y los paracaidistas le aseguraron que a las once de la noche todo habría concluido. Quedaron en reunirse a las ocho en un bar cercano a la estación y antes de despedirse la secretaria le guiñó un ojo.

El bar se llamaba El Ruiseñor Amarillo y lo primero que le llamó la atención a Archimboldi cuando aparecieron los paracaidistas fue que todos iban vestidos con chaquetas de cuero negro, muy parecidas a la de él. El trabajo consistía en vaciar parte de un vagón de tren de una carga de cocinillas portátiles del ejército norteamericano. Junto al vagón, en una vía apartada, encontraron a un norteamericano que primero les exigió una cantidad de dinero, que contó hasta el último billete, y luego les advirtió, como quien repite una prohibición ya sabida a unos niños cortos de entendederas, que sólo podían vaciar aquel vagón y no otro, y que de aquel vagón sólo podían vaciar las cajas que llevaban la marca PK.

Hablaba en inglés y uno de los paracaidistas le contestó en inglés diciéndole que no se preocupara. Después el norteamericano desapareció en la oscuridad y otro de los paracaidistas apareció con un camioncito de carga, con las luces apagadas, y tras descerrajar el candado del vagón empezaron a trabajar. Al cabo de una hora ya habían concluido y dos paracaidistas se metieron en la cabina y Archimboldi y el otro paracaidista se acomodaron detrás, en el reducido espacio que dejaban las cajas.

Condujeron por calles apartadas, algunas carentes de alumbrado público, hasta la oficina que Mickey Bittner tenía en el extrarradio. Allí los esperaba la secretaria, con un termo de café caliente y una botella de whisky. Cuando hubieron descargado todo subieron a la oficina y se pusieron a hablar del general Udet. Los paracaidistas, mientras mezclaban whisky con el café, dieron cabida a los recuerdos históricos, que en este caso también eran recuerdos varoniles pespunteados por risas de desencanto, como si dijeran yo ya estoy de vuelta de todo, a mí no me la dan con queso, yo conozco la naturaleza humana, el choque incesante de las voluntades, mis recuerdos históricos están escritos con letras de fuego y son mi único capital, y así se pusieron a evocar la figura de Udet, el general Udet, el as de la aviación que se había suicidado por las calumnias vertidas por Goering.

Archimboldi no sabía muy bien quién era Udet y tampoco lo preguntó. Su nombre le sonaba, como le sonaban otros nombres, pero nada más. Dos de los paracaidistas habían visto a Udet en cierta ocasión y hablaban de él en los mejores términos.

– Uno de los mejores hombres de la Luftwaffe.

El tercer paracaidista los escuchaba y movía la cabeza, no muy seguro de lo que afirmaban sus compañeros, pero en modo alguno dispuesto a llevarles la contraria, y Archimboldi escuchaba espantado, pues si de algo estaba seguro era de que durante la Segunda Guerra Mundial había motivos más que sobrados para suicidarse, pero evidentemente no por los dimes y diretes de un tipejo como Goering.

– ¿Así que ese Udet se suicidó por las intrigas de salón de Goering? -dijo-. ¿Así que ese Udet no se suicidó por los campos de exterminio ni por las carnicerías en el frente ni por las ciudades en llamas, sino porque Goering afirmó que era un inepto?

Los tres paracaidistas lo miraron como si lo vieran por primera vez, aunque no demostraron demasiada sorpresa.

– Tal vez Goering tenía razón -dijo Archimboldi sirviéndose un poco más de whisky y tapando la taza con el dorso de la mano cuando la secretaria pretendió llenársela de café-. Tal vez ese Udet en el fondo era inepto -dijo-. Tal vez ese Udet, realmente, era un manojo de nervios torpes y deshilachados -dijo-. Tal vez ese Udet era un maricón, como casi todos los alemanes que se dejaron sodomizar por Hitler -dijo.

– ¿Es que tú eres austriaco? -preguntó uno de los paracaidistas.

– No, soy alemán, yo también -dijo Archimboldi.

Durante un rato los tres paracaidistas se quedaron en silencio, como preguntándose a sí mismos si lo mataban o si se contentaban con molerlo a palos. La seguridad de Archimboldi, que de tanto en tanto les lanzaba miradas de rabia en las que se podían leer muchas cosas menos miedo, los disuadió de una respuesta agresiva.

– Págale -dijo uno de ellos a la secretaria.

Ésta se levantó y abrió un armario metálico en cuya parte baja había una pequeña caja fuerte. El dinero que puso en las manos de Archimboldi equivalía a la mitad de su sueldo mensual en el bar de la Spenglerstrasse. Archimboldi se guardó el dinero en un bolsillo interior de la chaqueta ante la mirada nerviosa de los paracaidistas (que estaban seguros de que guardaba allí una pistola o por lo menos una navaja) y luego buscó la botella de whisky y no la halló. Preguntó por ella. La he guardado, dijo la secretaria, ya has bebido bastante, pequeñín. La palabra pequeñín le gustó a Archimboldi, pero aun así pidió más.

– Tómate un último trago y luego lárgate que tenemos cosas que hacer -dijo uno de los paracaidistas.

Archimboldi asintió con la cabeza. La secretaria le sirvió dos dedos de whisky. Archimboldi bebió con lentitud, saboreando la bebida, que supuso también era de contrabando.

Luego se levantó y dos de los paracaidistas lo acompañaron hasta la puerta de calle. Afuera estaba a oscuras y aunque él sabía perfectamente hacia dónde tenía que ir, no pudo evitar meter los pies en los agujeros y baches que jalonaban aquel barrio.

Dos días después Archimboldi volvió a presentarse en la editorial de Mickey Bittner y la misma secretaria de la vez anterior, que lo reconoció, le dijo que habían encontrado su manuscrito.

El señor Bittner estaba en su oficina. La secretaria le preguntó si deseaba verlo.

– ¿Él desea verme a mí? -preguntó Archimboldi.

– Creo que sí -dijo la secretaria.

Durante unos segundos se le pasó por la cabeza que tal vez Bittner ahora deseara publicarle su novela. También podía querer verlo para ofrecerle otro trabajo en su negocio de importaciónexportación. Pensó, sin embargo, que si lo veía probablemente le rompería la nariz y dijo que no.

– Buena suerte, entonces -dijo la secretaria.

– Gracias -dijo Archimboldi.

El manuscrito recuperado lo envió a una editorial de Munich.

Después de ponerlo en el correo, al volver a casa, de golpe se dio cuenta de que durante todo ese tiempo apenas había escrito nada. Lo comentó con Ingeborg tras hacer el amor.

– Qué pérdida de tiempo -dijo ella.

– No sé cómo me ha podido pasar -dijo él.

Esa noche, mientras trabajaba en la puerta del bar, se entretuvo en pensar en un tiempo de dos velocidades, uno era muy lento y las personas y los objetos se movían en este tiempo de forma casi imperceptible, el otro era muy rápido y todo, hasta las cosas inertes, centellaban de velocidad. El primero se llamaba Paraíso, el segundo Infierno, y lo único que deseaba Archimboldi era no vivir jamás en ninguno de los dos.

Una mañana recibió una carta de Hamburgo. La carta estaba firmada por el señor Bubis, el gran editor, y en ella decía palabras halagadoras, aunque sin exagerar, digamos cosas halagadoras entre líneas, sobre Lüdicke, una obra que estaría interesado en editar, si es que el señor Benno von Archimboldi, por supuesto, no tenía ya editor, en cuyo caso lo sentiría mucho, pues su novela no carecía de méritos y era, en cierta manera, novedosa, en fin, un libro que él, el señor Bubis, había leído con sumo interés y por cuya impresión, sin duda, apostaría, aunque tal como estaba el negocio de la edición en Alemania lo más que podía ofrecer de anticipo era tanto y tanto, una cifra ridícula, bien lo sabía él, una cifra que hace quince años no la habría mencionado jamás, pero que en cambio le garantizaba una edición cuidadosa y la distribución del libro en todas las buenas librerías, no sólo de Alemania sino también de Austria y Suiza en donde el sello Bubis era recordado y respetado por los libreros democráticos, un símbolo de la edición independiente y rigurosa.

Después el señor Bubis se despedía amablemente, rogándole que si algún día pasaba por Hamburgo no dudara en visitarle, y adjuntaba a la carta un pequeño boletín de la editorial, impreso en papel barato pero con hermosos caracteres, en donde se anunciaba la próxima salida al mercado de dos libros «magníficos», una de las primeras obras de Döblin y un volumen de ensayos de Heinrich Mann.

Cuando Archimboldi le enseñó la carta a Ingeborg ésta se mostró sorprendida porque ignoraba quién era ese tal Benno von Archimboldi.

– Soy yo, por supuesto -le dijo Archimboldi.

– ¿Y por qué te has cambiado de nombre? -quiso saber.

Tras pensárselo un momento Archimboldi respondió que por seguridad.

– Tal vez los americanos me están buscando -dijo-. Tal vez los policías americanos y alemanes hayan atado cabos sueltos.

– ¿Cabos sueltos por un criminal de guerra? -dijo Ingeborg.

– La justicia es ciega -le recordó Archimboldi.

– Ciega cuando le conviene -dijo Ingeborg-, ¿y a quién le conviene que salgan a relucir los trapos sucios de Sammer? ¡A nadie!

– Nunca se sabe -dijo Archimboldi-. En cualquier caso lo más seguro para mí es que se olviden de Reiter.

Ingeborg lo miró sorprendida:

– Estás mintiendo -dijo.

– No, no miento -dijo Archimboldi e Ingeborg le creyó, pero más tarde, antes de que él se marchara a trabajar, le dijo con una enorme sonrisa:

– ¡Tú estás seguro de que vas a ser famoso!

Hasta ese momento Archimboldi nunca había pensado en la fama. Hitler era famoso. Goering era famoso. La gente que él amaba o que recordaba con nostalgia no era famosa, sino que cubría ciertas necesidades. Döblin era su consuelo. Ansky era su fuerza. Ingeborg era su alegría. El desaparecido Hugo Halder era la levedad de su vida. Su hermana, de la que no sabía nada, era su propia inocencia. Por supuesto, también eran otras cosas. Incluso, a veces, eran todas las cosas juntas, pero no la fama, que cuando no se cimentaba en el arribismo, lo hacía en el equívoco y en la mentira. Además, la fama era reductora.

Todo lo que iba a parar en la fama y todo lo que procedía de la fama inevitablemente se reducía. Los mensajes de la fama eran primarios. La fama y la literatura eran enemigas irreconciliables.

Durante todo aquel día estuvo pensando en por qué se había cambiado el nombre. En el bar todos sabían que se llamaba Hans Reiter. La gente que conocía en Colonia sabía que se llamaba Hans Reiter. Si la policía finalmente decidía perseguirlo por el asesinato de Sammer, pistas a nombre de Reiter no le iban a faltar. ¿Por qué entonces adoptar un nom de plume? Tal vez Ingeborg tiene razón, pensó Archimboldi, tal vez en el fondo estoy seguro de que me voy a hacer famoso y con el cambio de nombre tomo las primeras disposiciones de cara a mi seguridad futura. Pero tal vez todo esto significa otra cosa. Tal vez, tal vez, tal vez…

Al día siguiente de recibir la carta del señor Bubis, Archimboldi le escribió asegurándole que su novela no estaba comprometida con ninguna otra editorial y que el anticipo que el señor Bubis había prometido darle le parecía satisfactorio.

Poco después le llegó una carta del señor Bubis en donde lo invitaba a Hamburgo, para conocerlo personalmente y de paso proceder a la firma del contrato. En los tiempos que corren, decía el señor Bubis, no me fío del correo alemán ni de su proverbial puntualidad e infalibilidad. Y últimamente, sobre todo desde que volví de Inglaterra, he adquirido la manía de conocer personalmente a todos mis autores.

Antes del 33 publiqué, le explicaba, a muchas promesas de la literatura alemana y en 1940, en la soledad de un hotel londinense, comencé a matar el aburrimiento haciendo un cálculo de cuántos escritores de los que yo había publicado por primera vez se habían convertido en miembros del partido nazi, en cuántos se habían hecho SS, en cuántos habían publicado en periódicos violentamente antisemitas, en cuántos habían hecho carrera en la burocracia nazi. El resultado casi me llevó al suicidio, escribía el señor Bubis.

En vez de suicidarme me limité a abofetearme. De pronto se apagaron las luces del hotel. Yo seguí renegando y abofeteándome.

Cualquiera que me hubiera visto habría creído que estaba loco. De pronto me faltó el aire y abrí la ventana. Entonces se desplegó ante mí el gran teatro nocturno de la guerra: contemplé cómo bombardeaban Londres. Las bombas estaban cayendo cerca del río, pero en la noche parecían caer a pocos metros del hotel. El haz de luz de los reflectores cruzaba el cielo.

El ruido de las bombas era cada vez mayor. De vez en cuando una pequeña explosión, un fogonazo por encima de los globos protectores daba a entender, aunque tal vez no fuera así, que un avión de la Luftwaffe había sido alcanzado. Pese al horror que me rodeaba yo seguí abofeteándome e insultándome. Cabrón, cretino, mequetrefe, imbécil, patán, estúpido, ya ve, insultos más bien pueriles o seniles.

Después alguien llamó a mi puerta. Era un jovencísimo camarero irlandés. En un acceso de locura creí ver en sus facciones las facciones de James Joyce. Qué risa.

– Tié que cerrar los postigones, abue -me dijo.

– ¿Los qué? -dije yo rojo como la grana.

– La contrapuerta, viejo, y bajar volando al subsuelo.

Entendí que me ordenaba que bajara al sótano.

– Espere un momento, joven -le dije, y le alcancé un billete de propina.

– Su excelencia es un manirroto -me dijo antes de largarse -, pero ahora volando a las catacumbas.

– Vaya usted primero -le contesté-, ahora lo alcanzo.

Cuando se marchó volví a abrir la ventana y me puse a contemplar los incendios en los docks del río y luego me puse a llorar por lo que entonces creí una vida perdida y en un minuto salvada por los pelos.

Así que Archimboldi pidió permiso en el trabajo y viajó en tren a Hamburgo.

La editorial del señor Bubis estaba en el mismo edificio en que había estado hasta 1933. Los dos edificios vecinos se habían venido abajo por los bombardeos, así como varios edificios de la acera de enfrente. Algunos de los empleados de la editorial decían, a espaldas del señor Bubis, por supuesto, que éste había dirigido personalmente los raids aéreos sobre la ciudad.

O al menos sobre ese barrio en concreto. Cuando Archimboldi lo conoció el señor Bubis tenía setentaicuatro años y a veces daba la impresión de ser un hombre achacoso, de mal genio, avaro, desconfiado, un comerciante al que poco o nada le importaba la literatura, aunque por regla general su talante era muy distinto: el señor Bubis gozaba o hacía como que gozaba de una salud envidiable, nunca enfermaba, siempre estaba dispuesto a sonreír con cualquier cosa, solía mostrarse confiado como un niño y no era avaro aunque tampoco podía afirmarse que pagara a sus empleados con largueza.

En la editorial, además del señor Bubis, que hacía de todo, trabajaba una correctora, una administrativa, que llevaba asimismo las relaciones con la prensa, una secretaria, que solía ayudar a la correctora y a la administrativa, y un encargado de almacén, que raras veces estaba en el almacén, en el sótano del edificio, un sótano en el que el señor Bubis tenía que hacer constantes reformas pues el agua de la lluvia, en ocasiones, lo inundaba, y a veces hasta el agua de la capa freática, como explicaba el encargado del almacén, subía y se instalaba en el sótano en forma de grandes manchas de humedad, muy perjudiciales para los libros y para la salud de quien trabajara allí.

Además de estos cuatro empleados en la editorial solía encontrarse una señora de aspecto respetable, más o menos de la edad del señor Bubis, si no algo mayor, que había trabajado para éste hasta 1933, la señora Marianne Gottlieb, la empleada más fiel de la editorial, tanto que, según se decía, ella había sido la conductora del coche que había llevado a Bubis y a su mujer hasta la frontera holandesa, en donde tras ser registrado el vehículo por los policías de frontera, sin encontrar nada, habían seguido camino hasta Amsterdam.

¿Cómo habían logrado burlar Bubis y su mujer el control?

No se sabía, pero el mérito, en todas las versiones de la historia, siempre era achacado a la señora Gottlieb.

Cuando Bubis volvió a Hamburgo, en septiembre de 1945, la señora Gottlieb vivía en la pobreza más absoluta y Bubis, que para entonces ya había enviudado, se la llevó a vivir con él a su casa. Poco a poco la señora Gottlieb se fue recuperando.

Primero recobró la razón. Una mañana vio a Bubis y lo reconoció como su antiguo patrón, pero no dijo nada. Por la noche, cuando Bubis volvió del ayuntamiento, pues entonces trabajaba en asuntos políticos, se encontró con la cena hecha y con la señora Gottlieb, de pie junto a la mesa, esperándolo.

Aquélla fue una noche feliz para el señor Bubis y para la señora Gottlieb, aunque la cena terminase con la evocación del exilio y la muerte de la señora Bubis, y con un río de lágrimas por su tumba solitaria en el cementerio judío de Londres.

Después la señora Gottlieb recuperó algo de salud, que aprovechó para trasladarse a un pequeño departamento desde donde podía ver un parque destruido pero que en primavera reverdecía con la fuerza de la naturaleza, la mayor parte de las veces indiferente a los actos humanos, o no, según decía escéptico el señor Bubis, que acataba pero no compartía ese afán de independencia de la señora Gottlieb. Poco después ella le pidió ayuda para encontrar un trabajo, pues la señora Gottlieb era incapaz de estar sin hacer nada. Entonces Bubis la convirtió en su secretaria. Pero la señora Gottlieb, que nunca hablaba de ello, había recibido también su dosis de pesadilla e infierno y a veces, sin causa aparente, se le quebraba la salud y se ponía enferma con la misma velocidad con que luego se recuperaba.

Otras veces lo que se resentía era su equilibrio mental. En ocasiones Bubis tenía que entrevistarse con las autoridades inglesas en un sitio determinado y la señora Gottlieb lo enviaba hasta la otra punta de la ciudad. O le concertaba citas con nazis hipócritas e irredentos que pretendían ofrecer sus servicios al ayuntamiento de Hamburgo. O se ponía a dormir, como picada por la mosca del sueño, sentada en su oficina, con la sien apoyada sobre el secante de la mesa.

Motivos por los cuales el señor Bubis la sacó de allí y la puso a trabajar en el archivo de Hamburgo, en donde la señora Gottlieb tendría que lidiar con libros y legajos, en suma, papeles, algo a lo que ella, según supuso el señor Bubis, estaba más acostumbrada. De todas maneras, y aunque en el archivo eran más permisivos con las conductas extravagantes, la señora Gottlieb siguió manteniendo su actitud a veces errática y a veces de un ejemplar sentido común. Y también siguió visitando al señor Bubis, en horas que robaba al descanso, por si su presencia pudiera ser de alguna utilidad. Hasta que el señor Bubis se aburrió de la política y de los intereses municipales y decidió enfocar su actividad hacia lo que en el fondo lo había traído de regreso a Alemania: reabrir la editorial.

A menudo, cuando le preguntaban por qué había vuelto, citaba a Tácito: Aparte del peligro de un mar temible y desconocido, ¿quién va a dejar Asia, África o Italia para marchar a Germania, con un terreno difícil, un clima duro, triste de habitar y contemplar si no es su patria? Quienes lo escuchaban asentían o sonreían y luego comentaban entre ellos: Bubis es de los nuestros.

Bubis no nos ha olvidado. Bubis no nos guarda rencor.

Algunos le palmeaban la espalda y no comprendían nada.

Otros ponían caras compungidas y decían cuánta verdad encierra esa frase. Grande era Tácito y grande también, ¡a otra escala, ciertamente!, nuestro buen Bubis.

Lo cierto es que Bubis, cuando citaba al latino, se ceñía literalmente a lo escrito. La travesía por el Canal era algo que siempre lo había horrorizado. Bubis se mareaba en los barcos y vomitaba y generalmente se mostraba incapaz de salir del camarote, así que cuando Tácito hablaba de un mar terrible y desconocido, aunque se refiriera a otro mar, al Báltico o al Mar del Norte, Bubis siempre pensaba en la travesía del Canal y en lo funesto que tal travesía resultaba para su estómago revuelto y, en general, para su salud. Del mismo modo, cuando Tácito hablaba de dejar Italia Bubis pensaba en los Estados Unidos, en Nueva York concretamente, de donde había recibido varias ofertas nada desdeñables para trabajar en la industria editorial de la gran manzana, y cuando Tácito mencionaba Asia y África por la cabeza de Bubis pasaba el inminente estado de Israel, en donde estaba seguro de que él podía hacer muchas cosas, en el campo editorial, claro está, aparte de que era un sitio donde vivían muchos de sus viejos amigos, a los cuales le hubiera gustado volver a ver.

Sin embargo había escogido Germania, triste de habitar y contemplar. ¿Por qué? No ciertamente porque fuera su patria, pues el señor Bubis, aunque se sentía alemán, abominaba de las patrias, una de las causas por las que, según él, habían muerto más de cincuenta millones de personas, sino porque en Alemania estaba su editorial o el concepto que él tenía de editorial, una editorial alemana, una editorial con sede en Hamburgo y cuyas redes, en forma de pedidos de libros, se extendían por las viejas librerías de toda Alemania, algunos de cuyos libreros él conocía personalmente y con quienes, cuando hacía una gira de negocios, tomaba té o café, sentados en un rincón de la librería, quejándose permanentemente de los malos tiempos, gimoteando por el desdén del público hacia los libros, doliéndose de los intermediarios y de los vendedores de papel, plañendo por el futuro de un país que no leía, en una palabra pasándoselo superbién mientras mordisqueaban unas galletitas o unos trocitos de Kuchen hasta que finalmente el señor Bubis se levantaba y le daba un apretón de manos al viejo librero de, por ejemplo, Iserlohn, y luego se marchaba a Bochum, a visitar al viejo librero de Bochum que conservaba como reliquias, reliquias en venta, eso sí, libros con el sello de Bubis publicados en 1930 o en 1927 y que, según la ley, la ley de la Selva Negra, claro está, hubiera debido quemar a más tardar en 1935, pero que el viejo librero había preferido ocultar, por puro amor, cosa que Bubis entendía (y poca gente más, incluido el autor del libro, hubiera podido entenderlo) y agradecía con un gesto que estaba más allá o más acá de la literatura, un gesto, por llamarlo así, de comerciantes honrados, de comerciantes en posesión de un secreto que acaso se remontaba hasta los orígenes de Europa, un gesto que era una mitología o que abría la puerta a una mitología cuyas dos columnas principales eran el librero y el editor, no el escritor, de derrotero caprichoso o sujeto a imponderables fantasmales, sino el librero, el editor y un largo camino zigzagueante dibujado por un pintor de la escuela flamenca.

Por lo que no resultó demasiado extraño que el señor Bubis se aburriera rápidamente de la política y decidiera reabrir su editorial, pues en el fondo lo único que le interesaba de verdad era la aventura de imprimir libros y venderlos.

Por aquellas fechas, sin embargo, poco antes de volver a abrir el edificio que la justicia le había devuelto, el señor Bubis conoció en Mannheim, en la zona americana, a una joven refugiada de poco más de treinta años, de buena familia y notable belleza, y, sin que se sepa cómo, pues el señor Bubis no tenía fama de donjuán, se hicieron amantes. El cambio que experimentó a raíz de esta relación fue notorio. Su energía, ya de por sí portentosa teniendo en cuenta su edad, se triplicó. Sus ganas de vivir se hicieron arrolladoras. Su convencimiento en el éxito de su nueva empresa editorial (aunque Bubis solía corregir a quien le hablaba de «nueva empresa», ya que para él era la misma vieja empresa editora de siempre que volvía a la superficie tras una pausa prolongada y no deseada) se hizo contagioso.

En la inauguración de la editorial, con todas las autoridades y artistas y políticos de Hamburgo invitados, además de una delegación de oficiales ingleses aficionados a la novela (aunque lamentablemente más bien a la novela policiaca, o a la variante georgiana de la novela de caballos, o a la novela filatélica), y prensa no sólo alemana sino también francesa, inglesa, holandesa, suiza y hasta norteamericana, su novia, como la llamaba con cariño, fue presentada públicamente y las muestras de respeto corrieron parejas a la perplejidad que despertó semejante hallazgo, pues todos esperaban a una mujer de cuarenta o cincuenta años, más bien de tipo intelectual, algunos creían que se trataba, como era tradición en la familia Bubis, de una judía, y otros pensaron, guiados por la experiencia, que sólo iba a ser una broma más del señor Bubis, gran aficionado a estas chanzas. Pero la cosa iba en serio, como quedó claro durante la fiesta. La mujer no era judía sino ciento por ciento aria, tampoco tenía cuarenta años sino treinta y pocos, aunque aparentaba veintisiete a lo sumo, y dos meses después la chanza o la bromita de Bubis se convirtió en un hecho consumado al casarse, con todos los honores y flanqueado por el who is who de la ciudad, en el vetusto y en proceso de reconstrucción ayuntamiento, en una ceremonia civil inolvidable oficiada para la ocasión por el mismísimo alcalde de Hamburgo, quien aprovechando la ocasión y en el colmo de la zalamería lo declaró hijo pródigo y ciudadano ejemplar.

Cuando Archimboldi llegó a Hamburgo la editorial, aunque aún no había alcanzado la altura que el señor Bubis se había fijado como segunda meta (la primera era no tener escasez de papel y mantener una distribución por toda Alemania, las ocho restantes sólo el señor Bubis las conocía), marchaba a un ritmo aceptable y su dueño y señor se sentía satisfecho y estaba cansado.

Empezaban a aparecer escritores en Alemania que al señor Bubis le interesaban, no mucho, la verdad, es decir no tanto, ni de lejos tanto como le interesaban los escritores en lengua alemana de su primera etapa y hacia quienes mantenía una lealtad encomiable, pero algunos de los nuevos no estaban mal, si bien entre éstos no se vislumbraba (o el señor Bubis era incapaz de vislumbrar, como él mismo reconocía) un nuevo Döblin, un nuevo Musil, un nuevo Kafka (aunque si apareciera un nuevo Kafka, decía el señor Bubis riéndose pero con los ojos profundamente entristecidos, yo me echaría a temblar), un nuevo Thomas Mann. El grueso del catálogo seguía siendo, por llamarlo así, el fondo inagotable de la editorial, pero también empezaban a asomar sus narices los escritores nuevos, la cantera inagotable de la literatura alemana, además de las traducciones de literatura francesa y literatura anglosajona, que por aquellos tiempos y tras la prolongada sequía nazi consiguieron hacerse con unos lectores fieles que garantizaban el éxito o al menos el que no hubiera pérdidas en la edición.

El ritmo de trabajo, en cualquier caso, era si no frenético sí sostenido, y cuando Archimboldi apareció en la editorial lo primero que pensó fue que el señor Bubis, atareado como aparentaba estar, no lo recibiría. Pero el señor Bubis, tras hacerlo esperar diez minutos, lo hizo pasar a su oficina, una oficina que Archimboldi no iba a olvidar jamás, pues los libros y los manuscritos, agotados los espacios de las estanterías, se acumulaban en el suelo formando pilas y torres, algunas de forma tan inestable que a su vez formaban arcadas, un caos que reflejaba el mundo, rico y portentoso pese a las guerras y a las injusticias, una biblioteca de libros magníficos que Archimboldi hubiera deseado con toda su alma leer, primeras ediciones de grandes autores dedicadas de su puño y letra al señor Bubis, libros de arte degenerado que otras editoriales volvían a hacer circular por Alemania, libros publicados en Francia y libros publicados en Inglaterra, ediciones rústicas aparecidas en Nueva York y en Boston y en San Francisco, además de revistas norteamericanas de nombres míticos que para un escritor joven y pobre constituían un tesoro, el máximo alarde de la riqueza, y que convertían la oficina de Bubis en algo similar a la cueva de Alí-Babá.

Tampoco olvidaría Archimboldi la primera pregunta que le hizo Bubis tras las presentaciones de rigor:

– ¿Cuál es su verdadero nombre, porque usted, por supuesto, no se llama así?

– Ése es mi nombre -contestó Archimboldi.

A lo que Bubis respondió:

– ¿Cree usted que los años en Inglaterra o los años en general me han convertido en un estúpido? Nadie se llama así. Benno von Archimboldi. Llamarse Benno, en principio, resulta sospechoso.

– ¿Por qué? -quiso saber Archimboldi.

– ¿No lo sabe? ¿De verdad?

– Le prometo que no lo sé -aseguró Archimboldi.

– ¡Pues por Benito Mussolini, hombre de Dios! ¿Dónde tiene usted la cabeza?

En ese momento Archimboldi pensó que había perdido tiempo y dinero viajando a Hamburgo y se vio a sí mismo viajando esa misma noche en el nocturno Hamburgo-Colonia.

Con suerte, a la mañana siguiente estaría en su casa.

– Me pusieron Benno por Benito Juárez -dijo Archimboldi -, supongo que usted sabe quién era Benito Juárez.

Bubis sonrió.

– Benito Juárez -masculló, y siguió sonriendo-. Conque Benito Juárez, ¿eh? -dijo con un tono de voz algo más alto.

Archimboldi asintió con la cabeza.

– Pensé que me diría que en homenaje a San Benito.

– No conozco a ese santo -dijo Archimboldi.

– Yo, por el contrario, conozco a tres -dijo Bubis-. San Benito de Aniano, que reorganizó la orden de los benedictinos en el siglo nueve. San Benito de Nursia, que fundó la orden que lleva su nombre en el siglo sexto y a quien se le conoce como «Padre de Europa», un título peligrosísimo, ¿no le parece? Y San Benito el Moro, que era negro, de raza negra, quiero decir, nacido y muerto en Sicilia en el siglo dieciséis y perteneciente a la orden franciscana. ¿Cuál de los tres prefiere?

– Benito Juárez -dijo Archimboldi.

– ¿Y el apellido, Archimboldi, no querrá que me crea que en su familia todos se llaman así?

– Yo me llamo así -dijo Archimboldi a punto de dejar con la palabra en los labios a ese hombre pequeñito y malhumorado y salir sin despedirse.

– Nadie se llama así -le respondió Bubis con desgana-. Supongo que en este caso se trata de un homenaje a Giuseppe Archimboldo.

¿Y a santo de qué ese von? ¿Benno no se conforma con ser Benno Archimboldi? ¿Benno quiere dejar patente su pertenencia germánica? ¿De qué lugar de Alemania es usted?

– Soy prusiano -dijo Archimboldi mientras se levantaba dispuesto a irse.

– Espere un momento -refunfuñó Bubis-, antes de que se marche a su hotel quiero que vaya a ver a mi mujer.

– No me marcho a ningún hotel -dijo Archimboldi-, me vuelvo a Colonia. Le ruego que me entregue mi manuscrito.

Bubis volvió a sonreír.

– Ya habrá tiempo para eso -dijo.

Luego tocó un timbre y antes de que la puerta se abriera le preguntó por última vez:

– ¿De verdad no prefiere decirme su verdadero nombre?

– Benno von Archimboldi -dijo Archimboldi mirándolo a los ojos.

Bubis abrió las manos y las juntó, como si aplaudiera, pero sin ningún sonido, y luego la cabeza de su secretaria asomó en la puerta.

– Lleve al señor a la oficina de la señora Bubis -dijo.

Archimboldi miró a la secretaria, una chica rubia y con tirabuzones en el pelo, y cuando volvió a mirar a Bubis éste ya estaba enfrascado en la lectura de un manuscrito. Siguió a la secretaria. La oficina de la señora Bubis estaba al final de un largo pasillo. La secretaria llamó con los nudillos y luego, sin esperar respuesta, abrió la puerta y dijo: Anna, el señor Archimboldi está aquí. Una voz le ordenó que pasara. La secretaria lo cogió de un brazo y lo empujó hacia dentro. Después, tras dedicarle una sonrisa, se marchó. La señora Anna Bubis estaba sentada tras un escritorio virtualmente vacío (sobre todo en comparación con el escritorio del señor Bubis) en donde sólo había un cenicero, un paquete de cigarrillos ingleses, un encendedor de oro y un libro escrito en francés. Archimboldi, pese a los años transcurridos, la reconoció de inmediato. Era la baronesa Von Zumpe. Se quedó, sin embargo, quieto y decidido a no decir, al menos de momento, nada. La baronesa se quitó las gafas, antes, según recordaba Archimboldi, no usaba, y lo contempló con una mirada suavísima, como si le costara salir de aquello que estaba leyendo o pensando, o tal vez ésa era su mirada de siempre.

– ¿Benno von Archimboldi? -dijo.

Archimboldi asintió con la cabeza. Durante unos segundos la baronesa no dijo nada y se limitó a estudiar sus facciones.

– Estoy cansada -dijo-. ¿Le parece bien si salimos a pasear un rato, tal vez a tomarnos una taza de café?

– Me parece bien -dijo Archimboldi.

Mientras bajaban por las oscuras escaleras del edificio la baronesa le dijo, tuteándolo, que lo había reconocido y que estaba segura de que él también la había reconocido a ella.

– De inmediato, baronesa -dijo Archimboldi.

– Pero ha pasado mucho tiempo -dijo la baronesa Von Zumpe- y yo he cambiado.

– No en el aspecto físico, baronesa -dijo detrás de ella Archimboldi.

– Tu nombre, sin embargo, no lo recuerdo -dijo la baronesa-, eras el hijo de una de nuestras empleadas, eso sí lo recuerdo, tu madre trabajaba en la casa del bosque, pero tu nombre no lo recuerdo.

A Archimboldi le pareció divertida la manera que tenía la baronesa de nombrar a su antigua mansión solariega. La casa del bosque evocaba una casa de juguete, una cabaña, un refugio, algo que estaba lejos del correr del tiempo y que permanecía empotrado en una infancia voluntariosa y ficticia, pero seguramente amable e indemne.

– Ahora me llamo Benno von Archimboldi, baronesa -dijo Archimboldi.

– Bueno -dijo la baronesa-, has elegido un nombre muy elegante. Un poco disonante, pero con una cierta elegancia, sin duda.

Algunas calles de Hamburgo, como pudo apreciar Archimboldi mientras paseaban, estaban en peor estado que algunas de las calles más castigadas de Colonia, aunque en Hamburgo tuvo la impresión de que se esforzaban un poco más en los trabajos de reconstrucción. Mientras caminaban, la baronesa ligera como una colegiala que ha hecho novillos y Archimboldi llevando al hombro su bolsa de viaje, se contaron algunas de las cosas que a ambos les había sucedido después de su último encuentro en los Cárpatos. Archimboldi le habló de la guerra, aunque sin entrar en detalles, le habló de Crimea, del Kubán y de los grandes ríos de la Unión Soviética, le habló del invierno y de los meses que estuvo sin poder hablar, y de alguna forma, oblicuamente, evocó a Ansky, aunque sin mencionar su nombre.

La baronesa, por su parte, y como para contrapesar los viajes obligados de Archimboldi, le habló de sus propios viajes, todos voluntarios y buscados y por lo tanto felices, viajes exóticos a Bulgaria y Turquía y Montenegro y recepciones en las embajadas alemanas de Italia, España y Portugal, y le confesó que a veces intentaba arrepentirse del goce que había experimentado durante aquellos años, pero que por más que intelectualmente, o tal vez sería más apropiado decir moralmente, rechazaba esa actitud hedonista, la verdad era que su memoria, al evocarlos, aún se estremecía de placer.

– ¿Tú lo entiendes? ¿Tú puedes entenderme? -le preguntó mientras tomaban capuchinos y bizcochos en una cafetería que parecía salida de un cuento de hadas, al lado de un gran ventanal con vistas al río y a las suaves colinas verdes.

Entonces Archimboldi, en vez de decirle que la entendía o que no la entendía, le preguntó si sabía qué había ocurrido con el general rumano Entrescu. No tengo ni idea, dijo la baronesa.

– Yo sí -dijo Archimboldi-, si usted quiere se lo puedo contar.

– Adivino que nada bueno me dirás de él -dijo la baronesa -. ¿Me equivoco?

– No lo sé -admitió Archimboldi-, según cómo se mire es muy malo y según cómo no es tan malo.

– ¿Lo viste, tú lo viste? -susurró la baronesa mirando el río, donde en aquel momento se cruzaban dos embarcaciones, una rumbo al mar, la otra hacia el interior.

– Sí, lo vi -dijo Archimboldi.

– Entonces todavía no me lo cuentes -dijo la baronesa-, ya habrá tiempo para eso.

Uno de los camareros de la cafetería le pidió un taxi. La baronesa mencionó el nombre de un hotel. En la recepción tenían una reserva a nombre de Benno von Archimboldi. Ambos siguieron al botones hasta una habitación individual. Con sorpresa, Archimboldi descubrió sobre uno de los muebles un aparato de radio.

– Deshaz tu maleta -dijo la baronesa- y arréglate un poco, esta noche cenamos con mi marido.

Mientras Archimboldi procedía a depositar en el interior de una cómoda un par de calcetines, una camisa y un calzoncillo, la baronesa se encargó de sintonizar una emisora de música de jazz. Archimboldi entró en el baño y se afeitó y se echó agua en el pelo y luego se peinó. Cuando salió las luces de la habitación, salvo la lámpara de la mesita de noche, estaban apagadas y la baronesa le ordenó que se desnudara y metiera en la cama.

Desde allí, tapado con las mantas hasta el cuello y con una agradable sensación de cansancio, observó a la baronesa, de pie, vestida tan sólo con unas bragas negras, cambiar de emisora hasta encontrar una de música clásica.

En total permaneció tres días en Hamburgo. En dos ocasiones cenó con el señor Bubis. En una habló de sí mismo y en la otra conoció a algunos de los amigos del famoso editor y casi no abrió la boca, por miedo a cometer alguna imprudencia. En el círculo íntimo del señor Bubis, al menos en Hamburgo, no había escritores. Un banquero, un noble arruinado, un pintor que ya sólo escribía monografías sobre pintores del siglo XVII y una traductora de francés, todos muy preocupados por la cultura, todos inteligentes, pero ninguno escritor.

Aun así, apenas abrió la boca.

La actitud del señor Bubis hacia él había experimentado una transformación notable, que Archimboldi achacaba a los buenos oficios de la baronesa, a quien había terminado por decirle su verdadero nombre. Se lo dijo en la cama, mientras hacían el amor, y la baronesa no necesitó preguntárselo dos veces.

La actitud de ésta, por otra parte, cuando le exigió que le dijera qué había ocurrido con el general Entrescu, fue extraña y en cierta manera iluminadora. Tras contarle que el rumano había muerto a manos de sus propios soldados en desbandada, que lo apalearon y después lo crucificaron, a la baronesa lo único que se le ocurrió preguntarle a Archimboldi, como si morir crucificado durante la Segunda Guerra Mundial fuera algo que se veía cada día, fue si el cuerpo en la cruz que él había contemplado estaba desnudo o vestido con su uniforme. La respuesta de Archimboldi fue que, a todos los efectos prácticos, estaba desnudo, pero que en realidad conservaba jirones de uniforme, los suficientes como para que los rusos que venían pisándoles los talones, al llegar a aquel lugar, se dieran cuenta de que el regalo que los soldados rumanos les dejaban tras de sí era un general.

Pero que también estaba lo suficientemente desnudo como para que los rusos pudieran verificar con sus propios ojos el tamaño descomunal de los miembros viriles rumanos, que en este caso, dijo Archimboldi, sin duda constituía un ejemplo tramposo, pues él había visto a algunos soldados rumanos desnudos y sus atributos en nada se diferenciaban, digamos, de la media alemana, mientras que el pene del general Entrescu, fláccido y amoratado como corresponde a un apaleado posteriormente crucificado, medía el doble y el triple de una verga común, ya fuera ésta rumana o alemana o, por poner un ejemplo cualquiera, francesa.

Dicho lo cual Archimboldi se quedó callado y la baronesa dijo que esa muerte no le hubiera desagradado al bravo general.

Y añadió que Entrescu, pese a los éxitos que se le atribuían en el campo militar, como táctico y como estratega siempre fue un desastre. Pero que como amante, por el contrario, era el mejor que había tenido jamás.

– No por el tamaño de su verga -aclaró la baronesa para despejar cualquier equívoco que Archimboldi, a su lado en la cama, pudiera hacerse-, sino por una especie de virtud zoomórfica:

charlando era más divertido que un cuervo y en la cama se convertía en una mantarraya.

A lo que Archimboldi opinó que, por lo poco que había podido observar durante la corta visita que Entrescu y su séquito realizaron al castillo de los Cárpatos, él creía que el cuervo era, precisamente, su secretario, el tal Popescu, opinión que fue desechada de inmediato por la baronesa, para quien Popescu sólo era una cacatúa, una cacatúa que volaba detrás de un león.

Sólo que el león no tenía garras o si las tenía no estaba dispuesto a usarlas, ni colmillos para desgarrar a nadie, únicamente un sentido un tanto ridículo de su propio destino, un destino y una noción de destino que en cierta manera era el eco del destino y la noción de destino de Byron, poeta al que Archimboldi, por esas casualidades que se dan en las bibliotecas públicas, había leído y que en modo alguno le parecía posible equiparar, ni siquiera disfrazado de eco, con el execrable general Entrescu, añadiendo de paso que la noción de destino no era algo que se pudiera separar del destino de un individuo (de un pobre individuo), sino que eran la misma cosa en sí: el destino, materia inasible hasta hacerse irremediable, era la noción de destino que cada uno tenía de sí mismo.

A lo que la baronesa respondió diciendo con una sonrisa que cómo se notaba que Archimboldi no había follado nunca con Entrescu. Lo que propició que Archimboldi le confesara a la baronesa que era cierto, que él nunca se metió en la cama con Entrescu, pero que en cambio fue testigo ocular de una de las famosas encamadas del general.

– La mía, supongo -dijo la baronesa.

– Supones bien -dijo Archimboldi, tuteándola por primera vez.

– ¿Y tú dónde estabas? -dijo la baronesa.

– En una cámara secreta -dijo Archimboldi.

Entonces a la baronesa le entró una risa incontenible y entre hipidos dijo que no le extrañaba que se hubiera puesto como seudónimo el nombre de Benno von Archimboldi. Observación que Archimboldi no entendió pero que aceptó de buena gana, poniéndose acto seguido a reír con ella.

Así que Archimboldi, al cabo de tres días muy instructivos, regresó a Colonia en un tren nocturno en donde la gente dormía hasta en los pasillos, y pronto estuvo otra vez en su buhardilla comunicándole a Ingeborg las excelentes noticias que traía de Hambugo, noticias que, al compartir, los embargaron de alegría, tanta que de repente se pusieron a cantar y luego a bailar, sin temer que el suelo cediera bajo sus saltos. Después hicieron el amor y Archimboldi le contó cómo era la editorial, el señor Bubis, la señora Bubis, la correctora que se llamaba Uta y que era capaz de enmendarle las faltas gramaticales a Lessing, a quien despreciaba con un fervor hanseático, pero no a Lichtenberg, a quien amaba, la administrativa o jefa de prensa que se llamaba Anita y que prácticamente conocía a todos los escritores de Alemania pero a quien sólo le gustaba la literatura francesa, la secretaria que se llamaba Martha y que era filóloga y que le había regalado algunos libros de la editorial que a él le interesaban, el almacenero que se llamaba Rainer Maria y que, pese a su juventud, había sido ya poeta expresionista, simbolista y decadente.

También le habló de los amigos del señor Bubis y del catálogo del señor Bubis. Y cada vez que Archimboldi concluía una oración Ingeborg y él se reían, como si se estuvieran contando una historia irresistiblemente cómica. Después Archimboldi se puso a trabajar en serio en su segundo libro y en menos de tres meses lo terminó.

Aún no había salido de la imprenta Lüdicke cuando el señor Bubis recibió el manuscrito de La rosa ilimitada, que leyó en dos noches, al cabo de las cuales, profundamente alterado, despertó a su mujer y le dijo que iban a tener que publicar el nuevo libro de ese Archimboldi.

– ¿Es bueno? -le preguntó la baronesa, medio dormida y sin levantarse.

– Es mejor que bueno -dijo Bubis dando vueltas por la habitación.

Luego se puso a hablar, sin dejar de moverse, sobre Europa, sobre mitología griega y sobre algo que vagamente se asemejaba a una investigación policial, pero la baronesa se durmió otra vez y no lo escuchó.

Durante el resto de la noche Bubis, quien solía sufrir insomnios a los cuales sabía sacarles el máximo provecho, intentó leer otros manuscritos, intentó repasar las cuentas de su contable, intentó escribir cartas a sus distribuidores, todo en vano.

Con las primeras luces del día volvió a despertar a su mujer y le hizo prometer que cuando él ya no estuviera al frente de la editorial, eufemismo con que designaba su muerte, ella no abandonaría a ese Archimboldi.

– ¿Abandonarlo en qué sentido? -le preguntó la baronesa, aún medio dormida.

Bubis tardó en contestar.

– Protégelo -dijo.

Tras unos segundos, añadió:

– Protégelo en la medida de nuestras posibilidades como editores.

Estas últimas palabras la baronesa Von Zumpe no las oyó, pues había vuelto a quedarse dormida. Durante un rato Bubis estuvo contemplando su rostro, similar al de una pintura prerrafaelita. Después se levantó de los pies de la cama y se dirigió en bata hacia la cocina, en donde se preparó un sándwich de queso con picles, una receta que le había enseñado en Inglaterra un escritor austriaco exiliado.

– Qué sencillo es preparar una cosa así y qué reparador es -le había dicho el austriaco.

Sencillo, sin duda. Y apetitoso, de un sabor extraño. Pero reparador en modo alguno, pensó el señor Bubis, para soportar una dieta de esta naturaleza hay que tener un estómago de acero.

Más tarde se dirigió a la sala y abrió las cortinas para que entrara la luz grisácea de la mañana. Reparador, reparador, reparador, pensaba el señor Bubis mientras mordisqueaba distraídamente su sándwich. Necesitamos algo más reparador que un bocadillo de queso con cebollitas en vinagre. ¿Pero dónde buscarlo, dónde encontrarlo y qué hacer con él cuando lo hayamos encontrado? En ese momento oyó que la puerta de servicio se abría y escuchó, con los ojos cerrados, los pasitos menudos de la criada que venía cada mañana. Se hubiera quedado así durante muchas horas. Una estatua. En lugar de eso dejó el sándwich en la mesa y se dirigió hacia su habitación, en donde procedió a vestirse para empezar otro día de trabajo.

Lüdicke se hizo acreedor de dos recensiones favorables y una desfavorable y en total se vendieron trescientos cincuenta ejemplares de la primera edición. La rosa ilimitada, que salió al cabo de cinco meses, obtuvo una reseña favorable y tres reseñas desfavorables y se vendieron doscientos cinco ejemplares. Ningún otro editor se hubiera atrevido a publicarle un tercer libro a Archimboldi, pero Bubis no sólo estaba dispuesto a publicarle el tercer libro sino también el cuarto, el quinto y todos los que hiciera falta publicar y Archimboldi tuviera a bien confiarle a él.

Durante ese tiempo, por lo que respecta a la cuestión económica, las entradas de dinero de Archimboldi se hicieron un poco, sólo un poco, mayores. La Casa de la Cultura de Colonia le pagó por dos lecturas públicas en sendas librerías de la ciudad, cuyos libreros, no está de más decirlo, conocían personalmente al señor Bubis, lecturas que por otra parte no suscitaron un interés demasiado notorio. A la primera de ellas, en donde el autor leyó páginas escogidas de su novela Lüdicke, asistieron quince personas, contando a Ingeborg, y sólo tres, al finalizar, se atrevieron a comprar el libro. A la segunda de las lecturas, páginas escogidas de La rosa ilimitada, asistieron nueve, contando otra vez a Ingeborg, y al finalizar ésta quedaban en la sala, cuyas pequeñas dimensiones mitigaron en parte la ofensa, sólo tres personas, entre las que se hallaba, por supuesto, Ingeborg, quien horas después le confesaría a Archimboldi que ella también, en determinado momento, había pensado en abandonar la sala.

También la Casa de Cultura de Colonia, en colaboración con las recién constituidas y algo despistadas autoridades culturales de Baja Sajonia, le organizó una serie de conferencias y lecturas que empezaron en Oldenburgo con algo de pompa y boato, para proseguir de inmediato en una serie de pueblos y aldeas, cada vez más pequeños, cada vez más dejados de la mano de Dios, adonde ningún escritor había aceptado acudir, gira que terminó en villorrios pesqueros de Frisia en los cuales Archimboldi, imprevisiblemente, encontró los auditorios más nutridos y en donde muy poca gente se fue antes de que terminara la función.

La escritura de Archimboldi, el proceso de creación o la cotidianidad en que se desarrollaba apaciblemente este proceso, adquirió robustez y algo que, a falta de una palabra mejor, llamaremos confianza. Esta «confianza» no significaba, ciertamente, la abolición de la duda, ni mucho menos que el escritor creyera que su obra tuviera algún valor, pues Archimboldi tenía una visión de la literatura (y la palabra visión también es demasiado rimbombante) en tres compartimientos que sólo de una manera muy sutil se comunicaban entre sí: en el primero estaban los libros que él leía y releía y que consideraba portentosos y a veces monstruosos, como las obras de Döblin, que seguía siendo uno de sus autores favoritos, o como la obra completa de Kafka. En el segundo compartimiento estaban los libros de los autores epigonales y de aquellos a quienes llamaba la Horda, a quienes veía básicamente como sus enemigos. En el tercer compartimiento estaban sus propios libros y sus proyectos de libros futuros, que veía como un juego y que también veía como un negocio, un juego en la medida del placer que experimentaba al escribir, un placer semejante al del detective antes de descubrir al asesino, y un negocio en la medida en que la publicación de sus obras contribuía a engordar, aunque fuese modestamente, su salario como portero de bar.

Un trabajo, el de portero de bar, que, por supuesto, no abandonó, en parte porque se había acostumbrado a él y en parte porque la mecánica del trabajo se había acoplado perfectamente a la mecánica de la escritura. Cuando terminó su tercera novela, La máscara de cuero, el viejo que le alquilaba la máquina de escribir y a quien Archimboldi le había regalado un ejemplar de La rosa ilimitada le ofreció venderle la máquina a un precio razonable. El precio, sin duda, era razonable para el antiguo escritor, sobre todo si uno tenía en cuenta que ya casi nadie le alquilaba la máquina, pero para Archimboldi todavía constituía, además de una tentación, un lujo. Así que, tras pensárselo durante algunos días y hacer cuentas, le escribió a Bubis pidiéndole, por primera vez, un adelanto sobre un libro que aún no había empezado. Naturalmente, le explicaba en la carta para qué necesitaba el dinero y le prometía solemnemente que le entregaría su próximo libro en un lapso no menor de seis meses.

La respuesta de Bubis no se hizo esperar. Una mañana unos repartidores de la sucursal de Olivetti en Colonia le hicieron entrega de una espléndida maquina de escribir nueva y Archimboldi sólo tuvo que firmar unos papeles de conformidad.

Dos días después le llegó una carta de la secretaria de la editorial en donde le comunicaba que, por orden del jefe, había sido cursada una orden de compra de una máquina de escribir a su nombre. La máquina, decía la secretaria, es un obsequio de la editorial. Durante algunos días Archimboldi anduvo como mareado de felicidad. En la editorial creen en mí, se repetía en voz alta, mientras la gente pasaba a su lado, en silencio o, como él, hablando sola, una imagen usual en Colonia durante aquel invierno.

De La máscara de cuero se vendieron noventa y seis ejemplares, lo que no era mucho, se dijo con resignación Bubis al revisar las cuentas, pero no por ello el apoyo que la editorial le brindaba a Archimboldi decayó. Al contrario, por aquellos días Bubis tuvo que viajar a Frankfurt y aprovechando su estancia se desplazó por el día a Maguncia a visitar al crítico literario Lothar Junge, que vivía en una casita en las afueras, junto a un bosque y una colina, una casita en la que se oía cantar a los pájaros, algo que a Bubis le pareció increíble, mira, si se oye hasta el canto de los pájaros, le dijo a la baronesa Von Zumpe, con los ojos muy abiertos y una sonrisa de oreja a oreja, como si lo último que hubiera esperado encontrar en aquella parte de Maguncia fuera un bosque y una población de pájaros cantores y una casita de dos pisos, con los muros encalados y de dimensiones de cuento de hadas, es decir, una casita pequeña, una casita de chocolate blanco con travesaños de madera a la vista como trozos de chocolate negro, y rodeada por un jardincito en donde las flores parecían recortes de papel, y un césped cuidado con manía matemática, y un senderito de grava que hacía ruido, un ruido que ponía los nervios o los nerviecitos de punta cuando uno caminaba por él, todo trazado con tiralíneas, con escuadra y compás, como le hizo notar a media voz Bubis a la baronesa poco antes de golpear con la aldaba (que tenía la forma de la cabeza de un cerdo) en la puerta de madera maciza.

El crítico literario Lothar Junge en persona les franqueó el paso. Por supuesto, la visita era aguardada y sobre la mesa el señor Bubis y la baronesa encontraron galletitas con carne ahumada, típicas de la zona, y dos botellas de licor. El crítico medía por lo menos un metro noventa y caminaba por su casa como si temiera darse un golpe en la cabeza. No era gordo, pero tampoco era delgado, y vestía a la usanza de los profesores de Heidelberg, que no se quitaban la corbata salvo en situaciones de verdadera intimidad. Durante un rato, mientras daban cuenta de los aperitivos, hablaron del panorama actual de la literatura alemana, territorio en el que Lothar Junge se movía con la cautela de un desactivador de bombas o de minas no explotadas.

Después llegó un joven escritor de Maguncia acompañado por su mujer y otro crítico literario del mismo periódico de Frankfurt en donde publicaba sus reseñas Junge.

Comieron estofado de conejo. La mujer del escritor de Maguncia sólo abrió la boca una vez durante la comida y fue para preguntarle a la baronesa dónde había comprado el vestido que llevaba. En París, contestó la baronesa, y la mujer del escritor ya no dijo nada más. Su rostro, sin embargo, se convirtió a partir de entonces en un discurso o memorándum de agravios sufridos por la ciudad de Maguncia desde su fundación hasta aquel día. La suma de sus visajes o morisquetas, que recorrían a la velocidad de la luz la distancia que media entre el resentimiento puro y el odio larvado hacia su marido, en el que veía representadas a todas las personas, a su juicio innobles, que estaban sentadas a la mesa, no pasó desapercibida a nadie, exceptuando al otro crítico literario, de nombre Willy, cuya especialidad era la filosofía y por ende escribía sobre libros de filosofía y cuya esperanza era publicar algún día un libro de filosofía, tres ocupaciones, por llamarlo así, que lo hacían particularmente insensible a la hora de darse cuenta de lo que pasaba en el rostro (o en el alma) de una comensal.

Terminada la comida volvieron a la sala a tomar café o té, y Bubis, con la plena aquiescencia de Junge, aprovechó ese momento, pues tampoco estaba en sus planes quedarse más tiempo en aquella casita de juguete que lo enervaba, para arrastrar al crítico al jardín trasero, tan cuidado como la parte delantera, pero con la ventaja de ser más amplio y desde el cual se tenía una visión más ajustada, si cabe, del bosque que abrazaba aquella barriada de extramuros. Hablaron, antes que nada, de los escritos del crítico, el cual se moría de ganas de publicar con Bubis.

Éste mencionó, de forma vaga, la posibilidad, que le rondaba desde hacía meses por la cabeza, de crear una colección nueva, guardándose, eso sí, de mencionar de qué naturaleza iba a ser esta colección. Luego pasaron a hablar, una vez más, de la nueva literatura, la que publicaba Bubis y la que publicaban los colegas de Bubis en Munich y en Colonia y en Frankfurt y en Berlín, sin olvidar a las editoriales firmemente establecidas en Zurich o Berna y a las que resurgían en Viena.

Acto seguido, Bubis le preguntó, procurando ser casual, qué le parecía, por ejemplo, Archimboldi. Lothar Junge, que en el jardín caminaba con la misma precaución que mostraba bajo su propio techo, al principio sólo se encogió de hombros.

– ¿Lo ha leído? -preguntó Bubis.

Junge no contestó. Rumiaba su respuesta con la cabeza baja, absorto en la contemplación o en la admiración del césped que, a medida que se acercaban al linde del bosque, se hacía más descuidado, menos despojado de hojas caídas y palitos e incluso, diríase, de insectos.

– Si no lo ha leído, dígamelo, que haré que le envíen ejemplares de todos sus libros -dijo Bubis.

– Lo he leído -admitió Junge.

– ¿Y qué le parece? -preguntó el viejo editor deteniéndose junto a una encina cuya sola presencia parecía anunciar con voz amenazante: aquí se acaba el reino de Junge y empieza la república hiperbórea. Junge también se detuvo, aunque unos pasos más allá, con la cabeza semiinclinada, como si temiera que una rama le fuera a alborotar el escaso pelo.

– No sé, no sé -murmuró.

Luego, incomprensiblemente, se puso a hacer visajes que de alguna manera lo hermanaban con la mujer del escritor de Maguncia, a tal grado que Bubis pensó que en efecto debían de ser hermanos y que sólo así se comprendía cabalmente la presencia del escritor y su mujer durante la comida. También cabía la posibilidad, pensó Bubis, de que fueran amantes, pues es bien sabido que a menudo los amantes adoptaban los gestos del otro, generalmente las sonrisas, las opiniones, los puntos de vista, en fin, la parafernalia superficial que todo ser humano está obligado a cargar hasta su muerte, como la piedra de Sísifo, considerado el más listo de los hombres, Sísifo, sí, Sísifo, el hijo de Éolo y Enáreta, el fundador de la ciudad de Éfira, que es el nombre antiguo de Corinto, una ciudad que el buen Sísifo convirtió en guarida de sus alegres fechorías, pues con esa soltura de cuerpo que lo caracterizaba y con esa disposición intelectual que en todo giro del destino ve un problema de ajedrez o una trama policiaca a clarificar y con esa querencia por la risa y la broma y la chanza y la chacota y la chunga y el ludibrio y el pitorreo y la chuscada y la chirigota y el choteo y la pulla y el remedo y la ingeniosidad y la burla y la cuchufleta, se dedicó a robar, es decir a despojar de sus bienes a cuantos viajeros pasaban por allí, llegando incluso a robar a su vecino Autólico, que también robaba, tal vez con la improbable esperanza de que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón, y de cuya hija, Anticlea, se sintió prendado, pues Anticlea era muy hermosa, un bombón, pero la tal Anticlea tenía novio formal, es decir estaba comprometida con un tal Laertes, posteriormente famoso, lo que no hizo retroceder a Sísifo, el cual contaba además con la complicidad del padre de la muchacha, el ladrón Autólico, cuya admiración por Sísifo había crecido como crece la estima que un artista objetivo y honrado siente por otro artista de dotes superiores, así que digamos que Autólico se mantuvo fiel, pues era hombre de honor, a la palabra dada a Laertes, pero tampoco veía con malos ojos o como burla y escarnio hacia su futuro yerno los escarceos amorosos que Sísifo prodigaba a su hija, la cual finalmente, según se dice, se casó con Laertes pero después de entregarse a Sísifo una o dos veces, cinco o siete veces, es posible que diez o quince veces, siempre con la connivencia de Autólico que deseaba que su vecino fecundara a su hija para así tener un nieto tan astuto como aquél, y en una de ésas Anticlea quedó preñada y nueve meses después, ya siendo la mujer de Laertes, nacería su hijo, el hijo de Sísifo, que fue llamado Odiseo o Ulises y que en efecto demostró ser tan astuto como su padre, el cual jamás se preocupó por él y siguió haciendo su vida, una vida de excesos y de fiestas y de placer, durante la cual se casó con Mérope, la estrella que menos brilla en la constelación de las Pléyades, precisamente por haberse casado con un mortal, un jodido mortal, un jodido ladrón, un jodido gángster dedicado a los excesos, cegado por los excesos, entre los cuales, y aunque no era el menor, se contaba la seducción de Tiro, la hija de su hermano Salmoneo, no porque Tiro le gustara, no porque Tiro fuera particularmente sexy, sino porque Sísifo odiaba a su propio hermano y deseaba causarle daño, y por este hecho, tras su muerte, fue condenado a empujar en los Infiernos una roca hasta lo alto de una colina, desde donde caía nuevamente hasta la base, desde donde Sísifo volvía a empujarla nuevamente hasta lo alto de la colina, desde donde caía nuevamente hasta la base, y así eternamente, un castigo feroz que no se correspondía con los crímenes o pecados de Sísifo y que más bien era una venganza de Zeus, pues en cierta ocasión, según se cuenta, pasó Zeus por Corinto con una ninfa a la que había raptado y Sísifo, que era más inteligente que el hambre, se quedó con la jugada, y luego pasó por allí Asopo, el padre de la muchacha, buscando a su hija como un desesperado, y viéndolo Sísifo se ofreció a darle el nombre del raptor de su hija, eso sí, a cambio de que Asopo hiciera brotar una fuente en la ciudad de Corinto, lo que demuestra que Sísifo no era un mal ciudadano o bien que tenía sed, a lo cual Asopo accedió y brotó la fuente de aguas cristalinas y Sísifo delató a Zeus, el cual, enfadadísimo, le envió ipso facto a Tánato, la muerte, que sin embargo no pudo con Sísifo, pues éste, con una jugada de maestro que no se contradecía con su humor ni con su inteligencia especulativa, capturó y encadenó a Tánato, hazaña al alcance de muy pocos, verdaderamente al alcance de muy pocos, y durante mucho tiempo tuvo a Tánato encadenado y durante todo ese tiempo no murió ser humano sobre la faz de la tierra, una época dorada en la que los hombres, sin dejar de ser hombres, vivían sin el agobio de la muerte, es decir, sin el agobio del tiempo, pues tiempo era lo que sobraba, que es acaso lo que distingue a una democracia, el tiempo sobrante, la plusvalía de tiempo, tiempo para leer y tiempo para pensar, hasta que Zeus tuvo que intervenir personalmente y Tánato fue liberado, y entonces Sísifo murió.

Pero los visajes que hacía Junge no tenían nada que ver con Sísifo, pensó Bubis, sino más bien con un tic facial desagradable, bueno, no muy desagradable, pero tampoco, evidentemente, agradable, y que él, Bubis, ya había visto en otros intelectuales alemanes, como si tras la guerra algunos de estos intelectuales hubieran sufrido un shock nervioso que se manifestaba de esta manera, o como si durante la guerra hubieran estado sometidos a una tensión insoportable que, una vez acabada la contienda, dejaba esta curiosa e inofensiva secuela.

– ¿Qué le parece Archimboldi? -repitió Bubis.

El rostro de Junge se puso rojo como el atardecer que crecía detrás de la colina y luego verde como las hojas perennes de los árboles del bosque.

– Hum -dijo-, hum. -Y luego sus ojos se dirigieron hacia la casita, como si de allí esperara la llegada de la inspiración o de la elocuencia o alguna ayuda de cualquier tipo-. Para serle franco -dijo. Y luego-: Sinceramente, mi opinión no es… -Y finalmente-: ¿Qué le puedo decir?

– Cualquier cosa -dijo Bubis-, su opinión como lector, su opinión como crítico.

– Bien -dijo Junge-. Lo he leído, eso es un hecho.

Ambos sonrieron.

– Pero no me parece -añadió- un autor… Es decir, es alemán, eso es innegable, su prosodia es alemana, vulgar, pero alemana, lo que quiero decir es que no me parece un autor europeo.

– ¿Americano, tal vez? -dijo Bubis, que por aquellos días acariciaba la idea de comprar los derechos de tres novelas de Faulkner.

– No, tampoco americano, más bien africano -dijo Junge, y volvió a hacer visajes bajo las ramas de los árboles-. Más propiamente:

asiático -murmuró el crítico.

– ¿De qué parte de Asia? -quiso saber Bubis.

– Yo qué sé -dijo Junge-, indochino, malayo, en sus mejores momentos parece persa.

– Ah, la literatura persa -dijo Bubis, que en realidad no conocía ni sabía nada de la literatura persa.

– Malayo, malayo -dijo Junge.

Después pasaron a hablar de otros autores de la editorial, por quienes el crítico mostraba más aprecio o interés, y regresaron al jardín desde donde se contemplaba el cielo arrebolado. Poco más tarde Bubis y la baronesa se despidieron con risas y palabras amables de los allí presentes, que no sólo los acompañaron hasta el coche sino que se quedaron en la calle haciendo adiós con la mano hasta que el vehículo de Bubis desapareció en la primera curva.

Esa noche, después de comentar con fingida sorpresa la desproporción que había entre Junge y su casita, poco antes de meterse en la cama de su hotel de Frankfurt, Bubis le comunicó a la baronesa que al crítico no le gustaban los libros de Archimboldi.

– ¿Eso tiene importancia? -preguntó la baronesa que, a su manera y conservando toda su independencia, quería al editor y tenía en alta estima sus opiniones.

– Depende -dijo Bubis en calzoncillos, junto a la ventana, mientras miraba la oscuridad exterior por un espacio mínimo de la cortina-. Para nosotros, en realidad, no tiene ninguna importancia.

Para Archimboldi, en cambio, tiene mucha.

Algo respondió la baronesa. Algo que el señor Bubis ya no escuchó. Afuera todo era oscuro, pensó, y descorrió ligeramente, sólo un poco más, la cortina. No vio nada. Sólo su rostro, el rostro del señor Bubis cada vez más arrugado y pronunciado y más y más oscuridad.

El cuarto libro de Archimboldi no tardó en llegar a la editorial.

Se llamaba Ríos de Europa, aunque en él básicamente se hablaba de un solo río, el Dniéper. Digamos que el Dniéper era el protagonista del libro y los demás ríos nombrados formaban parte del coro. El señor Bubis lo leyó de un tirón, en su oficina, y las risas que le provocó la lectura se oyeron por toda la editorial.

Esta vez el anticipo que le envió a Archimboldi fue mayor que todos los anticipos anteriores, a tal grado que Martha, la secretaria, antes de cursar el cheque a Colonia, entró en la oficina del señor Bubis y mostrándole el cheque le preguntó (no una sino dos veces) si era la cifra correcta, a lo que el señor Bubis respondió que sí, que era la cifra correcta, o incorrecta, qué más daba, una cifra, pensó cuando volvió a quedarse solo, siempre es aproximativa, no existe la cifra correcta, sólo los nazis creían en la cifra correcta y los profesores de matemática elemental, sólo los sectarios, los locos de las pirámides, los recaudadores de impuestos (Dios acabe con ellos), los numerólogos que leían el destino por cuatro perras creían en la cifra correcta.

Los científicos, por el contrario, sabían que toda cifra es sólo aproximativa. Los grandes físicos, los grandes matemáticos, los grandes químicos y los editores sabían que uno siempre transita por la oscuridad.

Por aquellas mismas fechas y durante un examen médico rutinario a Ingeborg se le detectó una afección pulmonar. Al principio Ingeborg no le dijo nada a Archimboldi limitándose a tomar de forma irregular las pastillas que le recetó un médico no demasiado avispado. Cuando empezó a toser sangre Archimboldi la arrastró a la consulta del médico inglés, el cual la envió de inmediato a un especialista alemán en pulmones. Éste le dijo que tenía tuberculosis, una enfermedad bastante común en la Alemania de posguerra.

Con el dinero obtenido por Ríos de Europa Archimboldi, por indicación del especialista, se trasladó a Kempten, una localidad de los Alpes Bávaros, cuyo clima frío y seco contribuiría a mejorar la salud de su mujer. Ingeborg obtuvo una baja laboral a causa de su salud y Archimboldi dejó su trabajo de portero en el bar. La salud de Ingeborg, sin embargo, no experimentó cambios sustanciales, aunque los días que pasaron juntos en Kempten fueron felices.

Ingeborg no le temía a la tuberculosis pues tenía la seguridad de que no iba a morir a causa de esta enfermedad. Archimboldi se llevó su máquina de escribir y en un mes, escribiendo ocho páginas diarias, terminó su quinto libro, que tituló Bifurcaria bifurcata, cuyo argumento, como su nombre claramente indicaba, iba de algas. De este libro, al que Archimboldi dedicaba no más de tres horas diarias, a veces cuatro, lo que más sorprendió a Ingeborg fue la velocidad con que fue escrito, o mejor dicho la destreza que Archimboldi mostraba en el manejo de la máquina de escribir, una familiaridad de mecanógrafa veterana, como si Archimboldi fuera la reencarnación de la señora Dorothea, una secretaria que Ingeborg había conocido siendo aún una niña, una vez que acompañó a su padre, por razones que ya no recordaba, a las oficinas berlinesas donde éste trabajaba.

En dichas oficinas, le dijo Ingeborg a Archimboldi, había hileras interminables de secretarias que no paraban de escribir a máquina en una galería algo estrecha pero muy larga, recorrida permanentemente por una brigada de chicos auxiliares, vestidos con camisas verdes y pantalones cortos de color marrón, que constantemente iban de aquí para allá llevando papeles o retirando documentos ya previamente pasados en limpio de las bandejas de metal plateado que cada secretaria tenía junto a sí.

Y aunque cada secretaria escribía un documento distinto, le dijo Ingeborg a Archimboldi, el sonido que producían todas esas máquinas de escribir era más bien uniforme, como si todas estuvieran escribiendo lo mismo, o todas fueran igual de rápidas.

Salvo una.

Entonces Ingeborg le explicó que había cuatro filas de mesas con sus respectivas secretarias. Y que presidiendo las cuatro filas, enfrente de éstas, había una mesa solitaria, como si dijéramos la mesa de la directora, aunque la secretaria que se sentaba en esa mesa no era directora de nada, simplemente era la más vieja, la que llevaba más tiempo en aquellas oficinas o en aquel ministerio público adonde la había llevado su padre y donde éste probablemente prestaba sus servicios.

Y cuando ella y su padre llegaron a la galería, atraída ella por el ruido y su padre por el deseo de complacer su curiosidad o tal vez por el deseo de sorprenderla, la mesa principal, la mesa soberana (aunque no era una mesa soberana, que eso quede claro, puntualizó Ingeborg) estaba vacía y en la galería sólo estaban las secretarias tecleando a buena velocidad y esos adolescentes de pantalones cortos y calcetines hasta la rodilla trotando por los pasillos entre fila y fila, y también un gran cuadro que colgaba del alto techo, en el otro extremo, a espaldas de las secretarias, y que representaba a Hitler contemplando un paisaje bucólico, un Hitler que tenía algo de futurista, el mentón, la oreja, el mechón de pelo, pero que por encima de todo era un Hitler prerrafaelita, y las luces que colgaban del techo y que, según su padre, permanecían las veinticuatro horas encendidas, y los cristales sucios de los tragaluces que recorrían la galería de una punta a la otra y cuya luz no sólo no servía para escribir a máquina sino que tampoco servía para otras cosas, en realidad no servía para nada, sólo para estar allí y para indicar que fuera de esa galería y de ese edificio había un cielo y probablemente gente y casas, y precisamente en ese momento, tras recorrer Ingeborg y su padre una fila hasta el fondo y cuando ya habían dado la vuelta y se volvían, por la puerta principal, entró la señora Dorothea, una viejita minúscula, vestida de negro y con zapatos planos de rendija no muy adecuados para el frío que hacía afuera, una viejita de pelo blanco recogido en un moño, una viejita que se sentó a su mesa e inclinó la cabeza, como si nada existiera salvo ella y las mecanógrafas, las cuales, justo en ese momento y todas a una, dijeron buenos días, señora Dorothea, todas al mismo tiempo, pero sin mirarla a la señora Dorothea y sin dejar de teclear en ningún momento, algo que a Ingeborg le pareció increíble, no sabía si increíblemente bello o increíblemente atroz, lo cierto es que tras el saludo coral ella, la niña Ingeborg, se quedó quieta, como fulminada por un rayo o como si estuviera, por fin, en una iglesia de verdad en donde la liturgia y los sacramentos y la pompa eran reales, y dolían y latían como el corazón arrancado de una víctima de los aztecas, a tal grado que ella, la niña Ingeborg, no sólo se quedó quieta sino que también se llevó una mano al corazón, como si se lo hubieran arrancado, y entonces, precisamente entonces, la señora Dorothea se despojó de sus guantes de tela, tensó, sin mirárselas, sus manos translúcidas, y con la vista clavada en un documento o en un manuscrito que tenía a un lado se puso a escribir.

En ese instante, le dijo Ingeborg a Archimboldi, comprendí que la música podía estar en cualquier cosa. El teclear de la señora Dorothea era tan rápido, tan particular, había tanto de la señora Dorothea en su mecanografía, que pese al ruido o al sonido o a las notas acompasadas de más de sesenta mecanógrafas trabajando a la vez, la música que salía de la máquina de la secretaria más vieja se elevaba muy por encima de la composición colectiva de sus colegas, sin imponerse a éstas, sino acoplándose, ordenándolas, jugando con ellas. A veces parecía llegar hasta los tragaluces, otras veces zigzagueaba a ras del suelo, acariciando los tobillos de los muchachos de pantalón corto y de los visitantes. En ocasiones incluso se daba el lujo de aminorar la marcha y entonces la máquina de escribir de la señora Dorothea parecía un corazón, un enorme corazón latiendo en medio de la niebla y del caos. Pero estos momentos no abundaban.

A la señora Dorothea le gustaba la velocidad y su tecleo usualmente iba por delante de todos los demás tecleos, como si abriera camino en medio de una selva muy oscura, dijo Ingeborg, muy oscura, muy oscura…

Bifurcaria bifurcata no le gustó al señor Bubis, tanto que de hecho ni siquiera la terminó de leer, aunque por supuesto decidió publicar la novela pensando que tal vez a ese imbécil de Lothar Junge sí le gustaría.

Antes de llevarla a imprenta, sin embargo, se la pasó a la baronesa y le pidió que le diera su más sincera opinión. Dos días después la baronesa le dijo que se había quedado dormida y que no había podido pasar de la página cuatro, lo que no arredró al señor Bubis, que por lo demás no confiaba demasiado en los juicios literarios de su bella mujer. Poco después de enviarle el contrato por Bifurcaria bifurcata recibió una carta de Archimboldi en la que éste no se mostraba en absoluto de acuerdo con el anticipo que el señor Bubis pretendía pagarle.

Durante una hora, mientras comía solo en un restaurante con vistas al estuario, estuvo pensando en cómo contestar a la carta de Archimboldi. Su primera reacción al leerla fue de indignación.

Después la carta le produjo risa. Finalmente se entristeció, a lo que contribuyó el río, que a esa hora adquiría una tonalidad de dorado viejo, de pan de oro, y todo parecía desmigajarse, el río, los botes, las colinas, los bosquecillos, y partir cada cosa por su lado, hacia diferentes tiempos y diferentes espacios.

Nada permanece, murmuró Bubis. Nada está mucho tiempo con uno. En la carta Archimboldi le decía que esperaba recibir un anticipo al menos de la misma cuantía que el que había recibido por Ríos de Europa. Bien mirado, tiene razón, pensó el señor Bubis: el que yo me aburra con una novela no significa que esa novela sea mala, sólo significa que no la voy a poder vender y que por tanto ocupará un sitio precioso en mi almacén.

Al día siguiente le envió a Archimboldi una cantidad un poco mayor que la que éste había recibido por Ríos de Europa.

Ocho meses después de haber estado en Kempten Ingeborg y Archimboldi volvieron, pero esta vez el pueblo no les pareció tan hermoso como la primera vez, por lo que al cabo de dos días, y encontrándose ambos muy nerviosos, lo abandonaron a bordo de una carreta que se dirigía a una aldea en el interior de la montaña.

La aldea tenía menos de veinte habitantes y estaba muy cerca de la frontera austriaca. Allí alquilaron una habitación a un campesino que tenía una lechería y que vivía solo, pues durante la guerra había perdido a sus dos hijos, uno en Rusia y el otro en Hungría, y su mujer había muerto, según decía, de pena, aunque los aldeanos afirmaban que el campesino en cuestión la había arrojado desde un barranco.

El campesino se llamaba Fritz Leube y parecía contento de tener huéspedes aunque cuando se dio cuenta de que Ingeborg tosía sangre se preocupó mucho, pues pensaba que la tuberculosis era una enfermedad de fácil contagio. De todas maneras, no se veían demasiado. Por la noche, cuando volvía con las vacas, Leube preparaba una enorme olla con sopa, que duraba un par de días y de la que comían él y sus dos huéspedes. Si tenían hambre, tanto en la bodega de la casa como en la cocina había una gran variedad de quesos y encurtidos de los que se podía disponer a discreción. El pan, grandes hogazas redondas de dos y tres kilos, se lo compraba a una de las aldeanas o lo traía él personalmente si pasaba por alguna otra aldea o bajaba a Kempten.

A veces el campesino destapaba una botella de aguardiente y se quedaba hasta tarde hablando con Ingeborg y Archimboldi, haciendo preguntas sobre la gran ciudad (para él cualquier ciudad que tuviera más de treinta mil habitantes) y frunciendo el ceño ante las respuestas, a menudo malintencionadas, que solía darle Ingeborg. Al final de estas veladas Leube introducía el corcho en la botella, recogía la mesa y antes de marcharse a dormir decía que nada era comparable a la vida en el campo.

Por aquellos días Ingeborg y Archimboldi, como si presintieran algo, no paraban de hacer el amor. Lo hacían en la habitación oscura que le alquilaban a Leube y lo hacían en la sala, delante de la chimenea, cuando Leube se había ido a trabajar. Los pocos días que estuvieron en Kempten los emplearon básicamente en follar. En la aldea, una noche, lo hicieron en el establo, entre las vacas, mientras Leube y los aldeanos dormían. Por las mañanas, al levantarse, parecían recién llegados de un combate.

Ambos tenían moretones en diferentes partes del cuerpo y ambos exhibían unas ojeras enormes que Leube decía que eran las ojeras de la gente que malvivía en las ciudades.

Para reponerse comían pan negro con mantequilla y bebían grandes tazones de leche caliente. Una noche Ingeborg, tras toser durante mucho rato, le preguntó al campesino de qué había muerto su mujer. De pena, contestó Leube, tal como lo hacía siempre.

– Es extraño -dijo Ingeborg-, en el pueblo he oído decir que usted la mató.

Leube no pareció sorprendido, puesto que estaba al tanto de las habladurías.

– Si yo la hubiera matado ahora estaría preso -dijo-. Todos los asesinos, incluso los que matan por un buen motivo, van tarde o temprano a la cárcel.

– No lo creo -dijo Ingeborg-, hay mucha gente que mata, sobre todo que mata a sus mujeres, y que nunca va a parar a la cárcel.

Leube se rió.

– Eso sólo se ve en las novelas -dijo.

– No sabía que usted leyera novelas -contestó Ingeborg.

– Cuando era joven las leí -dijo Leube-, entonces podía perder el tiempo sin ningún problema, mis padres estaban vivos. ¿Y cómo se supone que maté a mi mujer? -preguntó Leube tras un largo silencio en el que sólo se oía el crepitar del fuego.

– Dicen que la arrojó a un barranco -dijo Ingeborg.

– ¿A qué barranco? -preguntó Leube, a quien la conversación divertía cada vez más.

– No lo sé -dijo Ingeborg.

– Aquí hay muchos barrancos, señora -dijo Leube-, está el barranco de la Oveja Perdida y el barranco de las Flores, el barranco de la Sombra (que se llama así porque siempre está envuelto en sombras) y el barranco de los Niños de Kreuze, está el barranco del Diablo y el barranco de la Virgen, el barranco de San Bernardo y el barranco de las Lajas, desde aquí hasta el puesto fronterizo hay más de cien barrancos.

– No lo sé -dijo Ingeborg-, en cualquiera de ellos.

– No, en cualquiera no, tiene que ser en uno, uno en concreto, porque si yo maté a mi mujer arrojándola a cualquier barranco es lo mismo que si no la hubiera matado. Tiene que ser uno, no cualquiera -repitió Leube-. Sobre todo -dijo después de otro largo silencio-, porque hay barrancos que se convierten en cauces de río durante el deshielo de primavera y arrastran hacia el valle todo cuanto uno ha tirado allí o se ha caído o todo cuanto uno ha intentado ocultar. Perros despeñados, terneros perdidos, trozos de madera -dijo Leube con la voz casi apagada-. ¿Y qué más dicen mis vecinos? -preguntó Leube al cabo de un rato.

– Nada más -dijo Ingeborg mirándole a los ojos.

– Mienten -dijo Leube-, callan y mienten, podrían decir muchas cosas más, pero callan y mienten. Son como los animales, ¿no le parece?

– No, a mí no me ha dado esa impresión -dijo Ingeborg, que en realidad apenas había conversado con unos pocos aldeanos, todos demasiado ocupados en sus trabajos como para perder el tiempo con una extraña.

– Pero, sin embargo -dijo Leube-, sí que han tenido tiempo para informarle acerca de mi vida.

– Muy superficialmente -dijo Ingeborg, y luego soltó una sonora y amarga carcajada que la hizo toser una vez más.

Mientras la oía toser Leube cerró los ojos.

Cuando retiró el pañuelo de su boca la mancha de sangre era como una enorme rosa con los pétalos totalmente abiertos.

Esa noche, después de hacer el amor, Ingeborg salió de la aldea y tomó el camino de la montaña. La nieve parecía refractar la luz de la luna llena. No había viento y el frío era soportable, aunque Ingeborg llevaba su jersey más grueso y una chaqueta y botas y un gorro de lana. A la primera curva la aldea desapareció de la vista y sólo quedó una hilera de pinos y las montañas que se duplicaban en la noche, todas blancas, como monjas que nada esperan del mundo.

Diez minutos después Archimboldi se despertó con un sobresalto y se dio cuenta de que Ingeborg no estaba en la cama.

Se vistió, la buscó en el baño, en la cocina y en la sala y luego fue a despertar a Leube. Éste dormía como un tronco y Archimboldi lo tuvo que remecer varias veces, hasta que el campesino abrió un ojo y lo miró muerto de miedo.

– Soy yo -dijo Archimboldi-, mi mujer ha desaparecido.

– Salga a buscarla -dijo Leube.

El tirón que le dio casi rompió el camisón del campesino.

– No sé por dónde empezar -dijo Archimboldi.

Después volvió a subir a su habitación, se puso las botas y la chaqueta y cuando bajó encontró a Leube despeinado pero vestido para salir. Al llegar al centro de la aldea Leube le dio una linterna y le dijo que era mejor que se separaran. Archimboldi tomó el camino de la montaña y Leube empezó a descender hacia el valle.

Al llegar al recodo del camino Archimboldi creyó oír un grito. Se detuvo. El grito volvió a repetirse, parecía proceder del fondo de las quebradas, pero Archimboldi comprendió que era Leube, que mientras caminaba hacia el valle se había puesto a gritar el nombre de Ingeborg. No la volveré a ver nunca más, pensó Archimboldi temblando de frío. Con las prisas se había olvidado de ponerse guantes y bufanda y a medida que ascendía rumbo al puesto fronterizo las manos y la cara se le helaron tanto que ya no las sentía, por lo que de vez cuando se detenía y se echaba el aliento en las manos o se las frotaba, y se pellizcaba la cara sin ningún resultado.

Los gritos de Leube se fueron espaciando cada vez más hasta desaparecer del todo. Por momentos se confundía y creía ver a Ingeborg sentada a la orilla del camino, mirando los precipicios que se abrían a los lados, pero cuando se acercaba descubría que sólo se trataba de una roca o de un pequeño pino derribado por la ventisca. A medio camino la linterna se le estropeó y la guardó en uno de los bolsillos de la chaqueta, aunque de buena gana la hubiera arrojado sobre las laderas nevadas.

Por otra parte la luna iluminaba el camino de forma tal que hacía innecesario el uso de la linterna. Por su cabeza pasó la idea del suicidio y del accidente. Se salió del camino y comprobó la solidez de la nieve. En algunas partes se hundió hasta las rodillas. En otras, las más cercanas a los desfiladeros, se hundió hasta la cintura. Imaginó a Ingeborg caminando sin fijarse en nada. La vio acercarse a uno de los barrancos. Dar un traspié. Caer. Hizo lo mismo. La luz lunar, sin embargo, sólo iluminaba el camino: el fondo de las quebradas seguía siendo negro, de un negro informe, en donde se podían adivinar volúmenes y siluetas indiscernibles.

Volvió al camino y siguió ascendiendo. En determinado momento se dio cuenta de que estaba sudando. Una transpiración que salía caliente de sus poros y que de golpe se convertía en una película fría que a su vez era eliminada por más transpiración caliente… En cualquier caso dejó de tener frío. Cuando ya faltaba poco para llegar al puesto fronterizo vio a Ingeborg, de pie junto a un árbol, con la mirada fija en el cielo. El cuello de Ingeborg, su barbilla, los pómulos, relucían como tocados por una locura blanca. Se acercó corriendo y la abrazó.

– ¿Qué haces aquí? -le preguntó Ingeborg.

– Tenía miedo -dijo Archimboldi.

El rostro de Ingeborg estaba frío como un pedazo de hielo.

La besó en las mejillas hasta que ella se deshizo del abrazo.

– Mira las estrellas, Hans -le dijo.

Archimboldi obedeció. El cielo estaba lleno de estrellas, muchas más de las que se veían en las noches de Kempten y muchísimas más de las que era posible ver en la noche más despejada de Colonia. Es un cielo muy bonito, querida, dijo Archimboldi y luego trató de tomarla de una mano y arrastrarla hacia la aldea, pero Ingeborg se agarró de una rama del árbol, como si estuvieran jugando, y no quiso irse.

– ¿Te das cuenta de dónde estamos, Hans? -dijo riéndose con una risa que a Archimboldi le pareció una cascada de hielo.

– En la montaña, querida -dijo sin soltarle la mano e intentando vanamente abrazarla otra vez.

– Estamos en la montaña -dijo Ingeborg-, pero también estamos en un lugar rodeado de pasado. Todas esas estrellas -dijo-, ¿es posible que no lo comprendas, tú que eres tan listo?

– ¿Qué hay que comprender? -dijo Archimboldi.

– Mira las estrellas -dijo Ingeborg.

Levantó la vista: en efecto, había muchas estrellas, luego volvió a mirar a Ingeborg y se encogió de hombros.

– No soy tan listo -dijo-, tú lo sabes.

– Toda esa luz está muerta -dijo Ingeborg-. Toda esa luz fue emitida hace miles y millones de años. Es el pasado, ¿lo entiendes?

Cuando la luz de esas estrellas fue emitida nosotros no existíamos, ni existía vida en la tierra, ni siquiera la tierra existía.

Esa luz fue emitida hace mucho tiempo, ¿lo entiendes?, es el pasado, estamos rodeados por el pasado, lo que ya no existe o sólo existe en el recuerdo o en las conjeturas ahora está allí, encima de nosotros, iluminando las montañas y la nieve y no podemos hacer nada para evitarlo.

– Un libro viejo también es el pasado -dijo Archimboldi-, un libro escrito y publicado en 1789 es el pasado, su autor ya no existe, tampoco existe su impresor ni sus primeros lectores ni la época en la que el libro fue escrito, pero el libro, la primera edición de ese libro, aún está aquí. Como las pirámides de los aztecas -dijo Archimboldi.

– Odio las primeras ediciones y las pirámides y también odio a esos aztecas sanguinarios -dijo Ingeborg-. Pero la luz de las estrellas me marea. Me dan ganas de llorar -dijo Ingeborg con los ojos húmedos de locura.

Después, haciendo un gesto para que Archimboldi no le pusiera una mano encima, echó a caminar hacia el puesto fronterizo, que consistía en una pequeña cabaña de madera de dos pisos, de cuya chimenea surgía una delgada voluta de humo negro que se deshacía en el cielo nocturno, con un cartel que colgaba de un asta en donde se anunciaba que aquélla era la frontera.

Junto a la cabaña había un galpón sin paredes en donde estaba estacionado un pequeño vehículo de carga. No había ninguna luz, salvo el débil resplandor de una vela que se filtraba por la mampara mal cerrada de una ventana en el segundo piso.

– Vamos a ver si tienen algo caliente para darnos -dijo Archimboldi, y golpeó la puerta.

Nadie les contestó. Volvió a golpear, esta vez con más fuerza.

El puesto fronterizo parecía vacío. Ingeborg, que lo esperaba fuera del porche, había cruzado las manos sobre el pecho y su rostro había empalidecido hasta adquirir la misma tonalidad de la nieve. Archimboldi dio la vuelta a la cabaña. En la parte de atrás, junto a la leñera, encontró una caseta de perro de dimensiones considerables pero no vio a ningún perro. Cuando regresó al porche delantero Ingeborg seguía de pie, mirando las estrellas.

– Creo que los guardas fronterizos se han marchado -dijo Archimboldi.

– Hay luz -contestó Ingeborg sin mirarlo, y Archimboldi no supo si se refería a la luz de las estrellas o a la que se veía en el segundo piso.

– Voy a romper una ventana -dijo.

Buscó en el suelo algo sólido y no halló nada, por lo que, tras apartar la contraventana de madera, rompió uno de los cristales dándole un golpe con el codo. Luego, utilizando las manos con cuidado, terminó de apartar los trozos de vidrio y abrió la ventana.

Un olor denso, pesado, le golpeó la cara mientras se deslizaba hacia dentro. En el interior de la cabaña todo estaba a oscuras, salvo un resplandor apagado que salía de la chimenea.

Junto a ésta, en un sillón, vio a un guardafrontera con la chaqueta desabrochada y los ojos cerrados, como si estuviera durmiendo, aunque no estaba durmiendo sino muerto. En una habitación del primer piso, acostado en una litera, encontró a otro, un tipo con el pelo blanco y vestido con una camiseta blanca y calzoncillos largos del mismo color.

En el segundo piso, en la habitación donde se consumía la vela cuya luz vieron desde el camino, no había nadie. Sólo era una habitación, con una cama, una mesa, una silla y con una pequeña estantería en la que se alineaban varios libros, la mayoría de aventuras del oeste. Con algo de prisa pero midiendo sus pasos, Archimboldi buscó una escoba y un periódico y luego barrió los cristales que previamente había roto, los puso sobre el periódico y acto seguido los dejó caer por el hueco de la ventana hacia afuera, como si alguno de los dos muertos -desde el interior de la cabaña y no desde afuera- hubiera sido el causante del estropicio. Después salió sin tocar nada y abrazó a Ingeborg y así, abrazados, volvieron a la aldea mientras todo el pasado del universo caía sobre sus cabezas.

Al día siguiente Ingeborg no pudo levantarse de la cama.

Tenía cuarenta grados de fiebre y por la tarde se puso a delirar.

A mediodía, mientras ella dormía, Archimboldi vio desde la ventana de su cuarto pasar una ambulancia en dirección al puesto fronterizo. Poco después pasó un coche de la policía y unas tres horas después la ambulancia bajó en dirección a Kempten con su cargamento de cadáveres, pero el coche no volvió hasta las seis, cuando ya era de noche, y al entrar en la aldea se detuvo y los policías hablaron con algunos de los habitantes.

A ellos, posiblemente gracias a la intercesión de Leube, no los molestaron. Por la tarde Ingeborg empezó a delirar y esa misma noche se la llevaron al hospital de Kempten. Leube no los acompañó pero a la mañana siguiente, mientras fumaba en el pasillo junto a la puerta de entrada del hospital, Archimboldi lo vio aparecer, vestido con una chaqueta de paño muy vieja y usada aunque no carente de cierto empaque, con corbata y unos botines rústicos que parecían hechos a mano.

Hablaron durante algunos minutos. Leube le dijo que nadie en la aldea sabía lo de la fuga nocturna de Ingeborg y que era mejor que Archimboldi, si alguien se lo preguntaba, no dijera nada. Luego preguntó si el trato que recibía la paciente (lo dijo así: la paciente) era bueno, aunque por el tono con que hizo la pregunta daba por sentado que no podía ser de otra manera, por la comida del hospital, por las medicinas que le administraban, y luego abruptamente se marchó. Antes de irse, sin decir una palabra, dejó entre las manos de Archimboldi un paquete envuelto en papel barato, que contenía un buen trozo de queso, pan, y dos clases de embutido, del mismo tipo que comían cada noche en su casa.

Archimboldi no tenía hambre y cuando vio el queso y los embutidos sintió un irresistible deseo de vomitar. Pero no quiso tirar la comida y terminó guardándola en el cajón del velador de Ingeborg. Por la noche ésta volvió a delirar y no reconoció a Archimboldi. Al amanecer vomitó sangre y cuando se la llevaron a hacerle unas radiografías le gritó que no la dejara sola, que no permitiera que muriera en un hospital miserable como aquél. No lo haré, le prometió Archimboldi en el pasillo, mientras las enfermeras se alejaban con la camilla donde se debatía Ingeborg. Tres días después la fiebre empezó a remitir, aunque los cambios de humor de Ingeborg se hicieron más pronunciados.

Casi no le hablaba a Archimboldi y cuando lo hacía era para exigirle que la sacara de allí. En la misma habitación había otras dos enfermas del pulmón que pronto se hicieron enemigas irreconciliables de Ingeborg. Según ésta, la envidiaban por ser berlinesa. Al cabo de cuatro días las enfermeras estaban hartas de Ingeborg y algún médico la miraba como si, sentada muy quieta en su cama, con el pelo lacio cayéndole por debajo de los hombros, se hubiera convertido en una encarnación de la Némesis. Un día antes de que le dieran el alta, Leube apareció otra vez por el hospital.

Entró en la habitación, le hizo un par de preguntas a Ingeborg y luego le entregó un paquetito idéntico al que días antes le había dado a Archimboldi. El resto del tiempo permaneció callado, sentado muy tieso en una silla y echando de tanto en tanto miradas curiosas a las otras enfermas y a las visitas que éstas recibían. Al marcharse le dijo a Archimboldi que quería hablar con él a solas, pero Archimboldi no tenía ganas de hablar con Leube, así que en lugar de dirigirse al restaurante del hospital se quedó con él en el pasillo, ante el azoro de Leube, que esperaba poder charlar en un sitio más privado.

– Sólo quería decirle -dijo el campesino- que la señora tenía razón. Yo maté a mi mujer. La arrojé a un barranco. Al barranco de la Virgen. En realidad ya no lo recuerdo. Tal vez fuera el barranco de las Flores. Pero yo la arrojé al barranco y vi caer su cuerpo, destrozado por los salientes y por las piedras.

Luego abrí los ojos y la busqué. Allá abajo estaba. Una mancha de color entre las lajas. Durante mucho rato estuve mirándola. Luego bajé y me la eché a los hombros y subí con ella encima, pero ya no pesaba nada, era como subir con un hato de ramas. Entré en mi casa por la parte de atrás. Nadie me vio. La lavé con cuidado, le puse ropa nueva, la acosté.

¿Cómo no se dieron cuenta de que tenía todos los huesos rotos?

Dije que había muerto. ¿De qué murió?, me preguntaron.

De pena, dije yo. Cuando uno muere de pena es como si tuviera los huesos rotos y magulladuras en todas partes y el cráneo reventado. Eso es la pena. Yo mismo hice el ataúd durante una noche de trabajo y al día siguiente la enterré. Luego arreglé los papeles en Kempten. No le voy a decir que a los funcionarios les pareció normal. Algo se extrañaron. Yo vi sus caras de extrañeza. Pero no dijeron nada y me inscribieron a la muerta. Luego volví a la aldea y seguí viviendo. Solo para siempre -murmuró tras una larga pausa-. Tal como debe ser.

– ¿Por qué me cuenta esto? -dijo Archimboldi.

– Para que se lo cuente a la señora Ingeborg. Quiero que la señora lo sepa. Es por ella que yo se lo cuento a usted, para que ella lo sepa. ¿Estamos?

– De acuerdo -dijo Archimboldi-, se lo contaré.

Cuando salieron del hospital volvieron en tren a Colonia, pero apenas pudieron estar allí tres días. Archimboldi le preguntó a Ingeborg si quería ir a visitar a su madre. Ingeborg contestó que entre sus planes ya no estaba volver a ver nunca más a su madre ni a sus hermanas. Deseo viajar, dijo. Al día siguiente Ingeborg tramitó su pasaporte y Archimboldi consiguió dinero entre sus amigos. Primero estuvieron en Austria y luego en Suiza y de Suiza pasaron a Italia. Visitaron, como dos vagabundos, Venecia y Milán, y entre ambas ciudades se detuvieron en Verona y durmieron en la pensión donde durmió Shakespeare y comieron en la trattoria donde comió Shakespeare, y que ahora se llamaba Trattoria Shakespeare, y también fueron a la iglesia adonde solía ir Shakespeare a meditar o a jugar al ajedrez con el cura párroco, puesto que Shakespeare, al igual que ellos, no hablaba italiano, aunque para jugar al ajedrez no era necesario hablar italiano ni inglés ni alemán ni siquiera ruso.

Y como en Verona poco más es lo que había que ver recorrieron Brescia y Padua y Vicenza y otras ciudades a lo largo de la línea ferroviaria que une Milán con Venecia, y luego estuvieron en Mantua y en Bolonia y vivieron tres días en Pisa haciendo el amor como desesperados, y se bañaron en Cecina y en Piombino, enfrente de la isla de Elba, y luego visitaron Florencia y entraron en Roma.

¿De qué vivieron? Probablemente Archimboldi, que había aprendido mucho de su trabajo de portero en el bar de la Spenglerstrasse, se dedicó a los pequeños hurtos. Robar a los turistas americanos era fácil. Robar a los italianos sólo era un poco más difícil. Tal vez Archimboldi pidió otro anticipo a la editorial y se lo enviaron o quizás fue la propia baronesa Von Zumpe a entregárselo en mano, picada por la curiosidad de conocer a la mujer de su antiguo empleado.

El encuentro, en cualquier caso, fue en un sitio público y sólo apareció Archimboldi, que se tomó una cerveza, cogió el dinero, dio las gracias y se marchó. O así se lo explicó la baronesa a su marido en una larga carta escrita desde un castillo de Senigallia en donde pasó quince días tostando su piel al sol y tomando largos baños de mar. Baños de mar que Ingeborg y Archimboldi no tomaron o que pospusieron para otra reencarnación, pues la salud de Ingeborg, con el paso del verano, se hizo cada vez más débil y la posibilidad de volver a la montaña o de internarse en un hospital quedaba descartada sin discusión posible. El comienzo de septiembre los encontró en Roma, vestidos ambos con pantalones cortos de color amarillo arena del desierto o amarillo duna, como si fueran fantasmas del Afrika Korps perdidos en las catacumbas de los primeros cristianos, catacumbas desoladas en donde sólo se oía el goteo impreciso de alguna cloaca vecina y la tos de Ingeborg.

Pronto, sin embargo, emigraron hacia Florencia y desde allí, caminando o haciendo autoestop, se dirigieron al Adriático.

Para entonces la baronesa Von Zumpe se hallaba en Milán, como huésped de unos editores milaneses, y desde una cafetería semejante en todo a una catedral románica le escribió una carta a Bubis en la que le informaba sobre la salud de sus anfitriones, que hubieran deseado que Bubis estuviera allí, y sobre unos editores de Turín que acababa de conocer, uno viejo y muy alegre que siempre que se refería a Bubis lo llamaba mi hermano, y el otro joven, izquierdista, muy guapo, que decía que los editores también, por qué no, debían contribuir a cambiar el mundo. También, por aquellos días, entre fiesta y fiesta la baronesa conoció a algunos escritores italianos, algunos de los cuales tenían libros que tal vez resultaran interesantes de traducir. Por supuesto, la baronesa podía leer en italiano aunque sus actividades diarias le vedaban, de alguna manera, la lectura.

Todas las noches había una fiesta a la que asistir. Y cuando no había fiesta sus anfitriones se la inventaban. A veces abandonaban Milán en una caravana de cuatro o cinco coches y se iban a un pueblo a orillas del lago de Garda llamado Bardolino, en donde alguno tenía una villa, y a menudo el amanecer los encontraba a todos, exhaustos y alegres, bailando en una trattoria cualquiera de Desenzano, ante la mirada curiosa de los lugareños que habían trasnochado (o que se acababan de levantar) atraídos por la algarabía.

Una mañana, sin embargo, recibió un telegrama de Bubis en el que le comunicaba que la mujer de Archimboldi había muerto en un pueblo perdido del Adriático. Sin saber a ciencia cierta por qué, la baronesa se echó a llorar como si se le hubiera muerto una hermana y ese mismo día comunicó a sus anfitriones que se iba de Milán rumbo a este pueblo perdido, sin saber muy bien si tenía que tomar un tren o un autobús o un taxi, puesto que el pueblo en cuestión no aparecía en su guía del viajero en Italia. El joven editor turinés de izquierdas se ofreció a llevarla en su coche y la baronesa, que había tenido algunos escarceos con él, se lo agradeció con palabras tan sentidas que el turinés, de golpe, no supo a qué atenerse.

El viaje fue un treno o un epicedio, dependiendo del paisaje que cruzaran, recitado en un italiano cada vez más macarrónico y contagioso. Al final, llegaron al pueblo misterioso agotados después de haber repasado una lista interminable de familiares muertos (tanto de la baronesa como del turinés) y amigos desaparecidos, algunos de los cuales estaban muertos sin que ellos lo supieran. Pero aún tuvieron fuerzas para preguntar por un alemán al que se le había muerto la mujer. Los aldeanos, hoscos y atareados en la reparación de redes y en el calafateado de los botes, les dijeron que en efecto, hacía unos días, había llegado una pareja de alemanes y que hacía unos pocos días el hombre se había marchado solo, puesto que la mujer había muerto ahogada.

¿Adónde había ido el hombre? No lo sabían. La baronesa y el editor le preguntaron al cura, pero éste tampoco sabía nada.

También le preguntaron al sepulturero y éste les repitió lo que ya habían oído como una letanía: que el alemán se había marchado hacía poco tiempo y que la alemana no estaba enterrada en aquel cementerio, puesto que había muerto ahogada y su cadáver no se encontró jamás.

Por la tarde, antes de abandonar el pueblo, la baronesa insistió en subir a una montaña desde la que se dominaba toda la región. Vio senderos zigzagueantes, de tonalidades amarillo oscuro, que se perdían en medio de pequeños bosques de color plomizo, como si los bosques fueran globos hinchados de lluvia, vio colinas cubiertas de olivos y manchas que se desplazaban con una lentitud y extrañeza que aunque le parecieron de este mundo no le parecieron soportables.

Durante mucho tiempo de Archimboldi no se supo nada.

Ríos de Europa, sin que nadie lo esperara, siguió vendiéndose y se hizo una segunda edición. Poco después ocurrió lo mismo con La máscara de cuero. Su nombre apareció en dos ensayos sobre nueva narrativa alemana, si bien siempre en una posición discreta, como si el autor del ensayo nunca estuviera del todo seguro de que no era víctima de una broma. Algunos jóvenes lo leían. Una lectura marginal, un capricho de universitarios.

Cuando habían transcurrido cuatro años de su desaparición, Bubis recibió en Hamburgo el voluminoso manuscrito de Herencia, una novela de más de quinientas páginas, llena de tachaduras y añadidos y prolijas y a menudo ilegibles anotaciones a pie de página.

El envío procedía de Venecia, en donde Archimboldi, según decía en una breve carta adjunta al manuscrito, había estado trabajando de jardinero, algo que a Bubis le pareció una broma, porque de jardinero, según pensaba, uno puede, con cierta dificultad, encontrar trabajo en cualquier ciudad italiana menos en Venecia. La respuesta del editor, de todas formas, fue rapidísima. Ese mismo día le escribió preguntándole qué anticipo quería y solicitándole una dirección más o menos segura para hacerle el envío del dinero, de su dinero, que durante aquellos cuatro años se había ido, muy poquito a poco, acumulando.

La respuesta de Archimboldi fue aún más escueta. Daba una dirección en el Cannaregio y se despedía con las palabras de rigor deseándole un buen año, pues se acercaba el final de diciembre, a Bubis y a su señora esposa.

Durante aquellos días, días muy fríos en toda Europa, Bubis leyó el manuscrito de Herencia y pese a que el texto era caótico su impresión final fue de una gran satisfacción, pues Archimboldi respondía a todas las expectativas que en él tenía depositadas. ¿Qué expectativas eran éstas? Bubis no lo sabía, ni le importaba saberlo. Ciertamente no eran expectativas sobre su buen quehacer literario, algo que puede aprender a hacer cualquier escritorzuelo, ni sobre su capacidad de fabulación, de la que no tenía dudas desde que apareciera La rosa ilimitada, ni sobre su capacidad de inyectar sangre nueva en la aterida lengua alemana, algo que, a juicio de Bubis, estaban haciendo dos poetas y tres o cuatro narradores, entre los que él contaba a Archimboldi.

Pero no era eso. ¿Qué era, entonces? Bubis no lo sabía aunque lo presentía, y el no saberlo no le producía el más mínimo problema, entre otras cosas porque tal vez los problemas empezaban al saberlo, y él era editor y los caminos de Dios de cierto sólo eran inextricables.

Puesto que la baronesa se encontraba por aquellos días en Italia, donde tenía un amante, Bubis le telefoneó y le pidió que fuera a visitar a Archimboldi.

De buena gana hubiera ido él personalmente, pero los años no pasaban en balde y Bubis ya no era capaz de viajar como lo había hecho durante tanto tiempo. Así pues, fue la baronesa la que apareció una mañana por Venecia acompañada por un ingeniero romano algo menor que ella, un tipo guapo y delgado y de piel bronceada al que en ocasiones la gente llamaba arquitecto y en ocasiones doctor, aunque sólo era ingeniero, ingeniero de caminos y lector apasionado de Moravia, cuya casa había visitado en compañía de la baronesa, para que ésta tuviera la oportunidad de conocer al novelista durante una velada que Moravia daba en su amplio departamento desde donde se contemplaba, al caer la noche llena de reflectores, las ruinas de un circo, o tal vez fuera un templo, túmulos funerarios y piedras iluminadas que la misma luz contribuía a confundir y a velar y que los invitados de Moravia contemplaban riéndose o al borde de las lágrimas desde la amplia terraza del novelista. Un novelista que no impresionó a la baronesa o que al menos no la impresionó tanto como esperaba su amante, para quien Moravia escribía con letras de oro, pero en quien la baronesa no dejaría de pensar durante los días siguientes, sobre todo después de haber recibido la carta de su marido y de viajar, acompañada por el ingeniero moraviano, a la invernal Venecia, en donde tomaron habitación en el Danieli, de donde poco después, tras ducharse y cambiarse de ropa, pero sin desayunar, la baronesa saldría sola, con su hermosa cabellera despeinada y una premura inexplicable.

La dirección de Archimboldi estaba en la calle Turlona, en el Cannaregio, y la baronesa supuso, con buen sentido, que esa calle no podía quedar demasiado lejos de la estación de ferrocarriles o, si no fuera así, demasiado lejos de la iglesia de la Madonna del Orto, en la que había trabajado toda su vida el Tintoretto.

Así que tomó un vaporetto en San Zaccaria y se dejó llevar, ensimismada, por el Gran Canal y luego se bajó enfrente de la estación y empezó a caminar y a preguntar, y mientras tanto iba pensando en los ojos de Moravia, que eran atractivos, y en los ojos de Archimboldi, que de golpe descubrió que ya no recordaba, y también pensó en lo disímiles que eran ambas vidas, la de Moravia y la de Archimboldi, uno burgués y sensato y que marchaba con su tiempo y que no se privaba, sin embargo, de propiciar (pero no para él sino para sus espectadores) ciertas bromas delicadas e intemporales, el otro, sobre todo comparado con el primero, esencialmente un lumpen, un bárbaro germánico, un artista en permanente incandescencia, como decía Bubis, alguien que no vería jamás las ruinas envueltas en estolas de luz que se apreciaban desde la terraza de Moravia ni oiría los discos de Moravia ni saldría de noche a pasear por Roma con sus amigos, poetas y cineastas, traductores y estudiantes, aristócratas y marxistas, como hacía Moravia con sus amigos, siempre una palabra amable, una observación inteligente, un comentario oportuno, mientras Archimboldi mantenía largos soliloquios con él mismo, pensó la baronesa al tiempo que recorría Lista de Spagna hasta el Campo San Geremia y luego atravesaba el puente Guglie y bajaba unos escalones hasta la Fondamenta Pescaria, ininteligibles soliloquios de niño de servicio o de soldado descalzo vagabundo en tierras rusas, un infierno poblado de súcubos, pensó la baronesa, y recordó entonces, sin que viniera a cuento, que a los pederastas, en el Berlín de su adolescencia, algunas personas, sobre todo las criadas que venían del campo, los llamaban súcubos, las criadas, las doncellas que abrían los ojos muy grandes y con falsa expresión de susto, las doncellitas que dejaban a la familia para ir a las enormes casas de los barrios de los ricos y que mantenían largos soliloquios que les permitían asegurar un día más su supervivencia.

¿Pero Archimboldi mantenía en realidad soliloquios con él mismo?, pensó la baronesa mientras se internaba por la calle del Ghetto Vecchio, ¿o monologaba en presencia de otra persona?

¿Y si era así, quién era esa otra persona? ¿Un muerto? ¿Un demonio alemán? ¿Un monstruo que él había descubierto cuando trabajaba en su casa solariega de Prusia? ¿Un monstruo que se encontraba en los sótanos de su casa cuando el niño Archimboldi iba a trabajar acompañado de su madre? ¿Un monstruo que se escondía en el bosque propiedad de los barones Von Zumpe? ¿El fantasma de los campos de turba? ¿El espíritu de los roqueríos a un lado de la accidentada carretera que unía las aldeas de pescadores?

Pura palabrería, pensó la baronesa, que nunca había creído en los fantasmas ni en ideologías, sólo en su cuerpo y en los cuerpos de otros, mientras atravesaba la plaza del Ghetto Nuovo y luego cruzaba el puente hasta la Fondamenta degli Ormesini, y giraba a la izquierda y llegaba a la calle Turlona, sólo casas viejas, edificios que se sostenían unos a otros como viejitos enfermos de Alzheimer, un batiburrillo de casas y pasillos laberínticos en donde se oían voces lejanas, voces preocupadas que preguntaban y respondían con gran dignidad, hasta llegar a la puerta de Archimboldi, en una casa que ni desde la calle ni desde el interior se sabía muy bien en qué piso estaba, si en el tercero o en el cuarto, tal vez en el tercero y medio.

Abrió la puerta Archimboldi. Tenía el pelo largo y enmarañado y la barba le cubría todo el cuello. Iba vestido con un suéter de lana y unos pantalones anchos y con manchas de tierra, algo nada usual en Venecia, donde sólo hay agua y piedras.

La reconoció de inmediato y al pasar la baronesa notó que las fosas nasales de su antiguo criado se dilataban, como si intentara olerla. La casa se componía de dos habitaciones pequeñas, separadas por un tabique de yeso, y un baño, también minúsculo, de construcción reciente. En la habitación que servía de comedor y cocina estaba la única ventana de la casa, que daba a un canal que desembocaba en el Rio della Sensa. El color de la casa era de un malva oscuro que, ya en la segunda habitación, en donde estaba la cama y la ropa de Archimboldi, se transmutaba en negro, un negro de provincias, pensó la baronesa.

¿Qué hicieron durante aquel día y el día siguiente? Probablemente hablaron y follaron, más de lo último que de lo primero, lo cierto es que por la noche la baronesa no volvió al Danieli, ante la angustia de su ingeniero, que había leído novelas que hablaban de misteriosas desapariciones en Venecia, sobre todo de turistas del sexo débil, mujeres sojuzgadas carnalmente, mujeres sedadas por la libido de macrós venecianos, mujeres esclavas que convivían, pared con pared, con las esposas legítimas de sus esclavizadores, gordas bigotudas que hablaban en dialecto y que sólo salían de sus cuevas a comprar verduras y pescado, mujeres de Cromagnon casadas con hombres de Neanderthal y siervas educadas en Oxford o en internados de Suiza atadas a una pata de la cama en espera de la Sombra.

Pero lo cierto es que la baronesa no volvió aquella noche y el ingeniero se emborrachó discretamente en el bar del Danieli y no acudió a la policía, en parte por miedo a hacer el ridículo y en parte porque intuía que su amante alemana era de esos espíritus que siempre se salen con la suya, sin pedir ni preguntar nada. Y aquella noche no hubo Sombra alguna, aunque la baronesa hizo preguntas, no muchas, y se mostró dispuesta a contestar las que Archimboldi tuviera a bien hacerle.

Hablaron del trabajo de jardinero, que era cierto, y que se hacía o bien a cuenta del municipio de Venecia en los pocos pero bien conservados jardines públicos o bien a cuenta de particulares (o abogados) que poseían jardines interiores, algunos espléndidos, tras los muros de sus palacios. Luego volvieron a hacer el amor. Luego hablaron del frío que hacía y que Archimboldi conjuraba envolviéndose en mantas. Luego se besaron largamente y la baronesa no quiso preguntarle cuánto tiempo llevaba sin acostarse con una mujer. Luego hablaron de algunos escritores norteamericanos que Bubis publicaba y que visitaban Venecia con asiduidad, aunque Archimboldi no conocía ni había leído a ninguno. Y luego hablaron del desaparecido primo de la baronesa, el malaventurado Hugo Halder, y de la familia de Archimboldi, a quien éste, por fin, había encontrado.

Y cuando la baronesa se disponía a preguntarle dónde había encontrado a su familia y bajo qué circunstancias y cómo, Archimboldi se levantó de la cama y le dijo: escucha. Y la baronesa trató de escuchar, pero no oyó nada, sólo silencio, un silencio completo. Y entonces Archimboldi le dijo: de eso se trata, del silencio, ¿lo oyes? Y la baronesa estuvo a punto de decirle que el silencio no se podía oír, que sólo se oía el sonido, pero le pareció una pedantería y no dijo nada. Y Archimboldi, desnudo, se acercó a la ventana y la abrió y sacó medio cuerpo afuera, como si pretendiera arrojarse al canal, pero no era ésa su intención. Y cuando volvió a meter el torso le dijo a la baronesa que se acercara y mirara. Y la baronesa se levantó, desnuda como él, y se acercó a la ventana y vio cómo nevaba sobre Venecia.

La última visita que realizó Archimboldi a su editorial fue para revisar junto con la correctora las pruebas de imprenta de Herencia y añadir alrededor de cien páginas al manuscrito original.

Aquélla fue la última vez que vio a Bubis, el cual moriría unos años más tarde, no sin haber publicado antes otras cuatro novelas de Archimboldi, y también fue la última vez que vio a la baronesa, al menos en Hamburgo.

Por aquellos días Bubis se hallaba inmerso en las grandes y a menudo ociosas discusiones que mantenían los escritores alemanes de la República Federal y de la República Democrática y por su oficina pasaban intelectuales y llegaban cartas y telegramas y por las noches, para variar, llamadas telefónicas urgentes que generalmente no conducían a nada. La atmósfera que se respiraba en la editorial era de una actividad febril. A veces, sin embargo, todo se paraba, la correctora hacía café para ella y para Archimboldi y té para una chica nueva que se ocupaba del diseño gráfico de los libros, pues la editorial en este tiempo había crecido y la nómina de empleados aumentado, y a veces, en una mesa vecina, había un corrector suizo, un muchacho que nadie sabía muy bien a santo de qué vivía en Hamburgo, y la baronesa abandonaba su oficina y lo mismo hacía la jefa de prensa y en ocasiones la secretaria, y todos se ponían a hablar de cualquier cosa, de la última película que habían visto o del actor Dirk Bogarde, y luego aparecía la administrativa e incluso la señora Marianne Gottlieb se dejaba caer con una sonrisa en la amplia sala donde trabajaban los correctores, y si las risas eran muy sonoras, hasta Bubis en persona aparecía por allí, con su taza de té en la mano, y no sólo hablaban de Dirk Bogarde, también hablaban de política y de las trapacerías que eran capaces de cometer las nuevas autoridades de Hamburgo o hablaban de algunos escritores que desconocían lo que era la ética, plagiarios confesos y sonrientes y con una máscara bonachona que encubría un rostro en donde se mezclaban el miedo y la ofensa, escritores dispuestos a usurpar cualquier reputación, con la certeza de que esto les proporcionaría una posteridad, cualquier posteridad, lo que provocaba la risa de las correctoras y de los demás empleados de la editorial e incluso la sonrisa resignada de Bubis, pues nadie mejor que ellos sabía que la posteridad era un chiste de vodevil que sólo escuchaban los que estaban sentados en primera fila, y luego se ponían a hablar de los lapsus cálami, muchos de ellos recogidos en un libro publicado en París, de esto hacía ya mucho tiempo, titulado acertadamente Museo de errores, y otros seleccionados por Max Sengen, buscador de erratas. Y, del dicho al hecho, no tardaron mucho las correctoras en coger el libro (que no era el Museo de errores francés ni el de Sengen), cuyo título Archimboldi no pudo ver, y se pusieron a leer en voz alta una selección de perlas cultivadas:

– «¡Pobre María! Cada vez que percibe el ruido de un caballo que se acerca, está segura de que soy yo.» El duque de Monbazon, Chateaubriand.

– «La tripulación del buque tragado por las olas estaba formada por veinticinco hombres, que dejaron centenares de viudas condenadas a la miseria.» Dramas marítimos, Gaston Leroux.

– «Con la ayuda de Dios, el sol lucirá de nuevo sobre Polonia.

» El diluvio, Sinkiewicz.

– «¡Vámonos!, dijo Peter buscando su sombrero para enjugarse las lágrimas.» Lourdes, Zola.

– «El duque apareció seguido de su séquito, que iba delante.

» Cartas desde mi molino, Alfonso Daudet.

– «Con las manos cruzadas sobre la espalda paseábase Enrique por el jardín, leyendo la novela de su amigo.» El día fatal, Rosny.

– «Con un ojo leía, con el otro escribía.» A orillas del Rhin, Auback.

– «El cadáver esperaba, silencioso, la autopsia.» El favorito de la suerte, Octavio Feuillet.

– «Guillermo no pensaba que el corazón pudiera servir para algo más que para la respiración.» La muerte, Argibachev.

– «Esta espada de honor es el día más hermoso de mi vida.»

El honor, Octavio Feuillet.

– «Empiezo a ver mal, dijo la pobre ciega.» Beatriz, Balzac.

– «Después de cortarle la cabeza, lo enterraron vivo.» La muerte de Mongomer, Henri Zvedan.

– «Tenía la mano fría como la de una serpiente.» Ponson du Terrail-. Y aquí no se especificaba a qué obra pertenecía el lapsus cálami.

De la colección de Max Sengen destacaban los siguientes, sin especificar obra ni autor:

– «El cadáver miraba con reproche a los que le rodeaban.»

– «¿Qué puede hacer un hombre muerto por una bala mortífera?»

– «En las cercanías de la ciudad hubo rebaños enteros de osos que andaban siempre solos.»

– «Por desgracia, la boda se retrasó quince días, durante los cuales la novia huyó con el capitán y dio a luz ocho hijos.»

– «Excursiones de tres o cuatro días eran para ellos cosa diaria.»

Y después venían los comentarios. El suizo, por ejemplo, declaró que era del todo inesperada la frase de Chateaubriand, sobre todo porque en ella se percibía un trasfondo de carácter sexual.

– Altamente sexual -dijo la baronesa.

– Cosa difícil de creer tratándose de Chateaubriand -acotó la correctora.

– Bueno, la alusión a los caballos es clara -dictaminó el suizo.

– ¡Pobre María! -terminó diciendo la jefa de prensa.

Después hablaron de Enrique, de El día fatal, de Rosny, un texto cubista, según Bubis. O la expresión más ajustada del nerviosismo y del acto de leer, según la diseñadora gráfica, pues Enrique no sólo leía con las manos cruzadas sobre la espalda sino que también lo hacía paseándose por el jardín. Lo cual a veces era muy grato, según el suizo, que resultó ser el único de los presentes que en ocasiones leía caminando.

– También cabía la posibilidad -dijo la correctora- de que este Enrique hubiera inventado un artefacto que le permitiera leer sin sostener el libro con las manos.

– ¿Pero de qué manera -preguntó la baronesa- pasaba las páginas?

– Muy simple -dijo el suizo-, con una pajita o varilla metálica que se maneja con la boca y que, por supuesto, forma parte del artefacto de lectura, el cual seguramente tiene la forma de una bandeja-mochila. También hay que tener en cuenta que Enrique, que es inventor, es decir, que pertenece a la categoría de los hombres objetivos, está leyendo la novela de un amigo, lo cual entraña una enorme responsabilidad, pues ese amigo querrá saber si la novela le gustó o no, y si le gustó querrá saber si le gustó mucho o no, y si le gustó mucho querrá saber si Enrique considera su novela una obra maestra o no, y si Enrique admite que le parece una obra maestra querrá saber si ha escrito una obra cumbre de las letras francesas o no, y así hasta agotar la paciencia del pobre Enrique, quien seguramente tiene otras cosas mejores que hacer, además de colgarse ese aparatito ridículo sobre el pecho y pasear arriba y abajo por el jardín.

– La frase, de todas maneras -dijo la jefa de prensa-, nos indica que a Enrique no le gusta lo que está leyendo. Está preocupado, teme que el libro de su amigo no remonte el vuelo, se resiste a admitir lo obvio: que su amigo ha escrito una porquería.

– ¿Y eso cómo lo deduces? -quiso saber la correctora.

– Por la forma en que nos lo presenta Rosny. Las manos cruzadas a la espalda: preocupación, concentración. Lee de pie y sin dejar de caminar: resistencia ante un hecho consumado, nerviosismo.

– Pero el acto de haber usado la máquina de lectura -dijo la diseñadora gráfica- lo salva.

Después hablaron del texto de Daudet, el cual, según Bubis, no era un ejemplo de lapsus cálami sino del humor del escritor, y de El favorito de la suerte, de Octavio Feuillet (Saint-Lô 1821-París 1890), autor de gran éxito en su época, enemigo de la novela realista y naturalista, cuyas obras han caído en el más espantoso olvido, en el más horroroso olvido, en el más merecido olvido, y cuyo lapsus, «el cadáver esperaba, silencioso, la autopsia», de alguna manera prefigura el destino de sus propio libros, dijo el suizo.

– ¿No tiene nada que ver ese Feuillet con la palabra francesa feuilleton? -preguntó la anciana Marianne Gottlieb-. Creo recordar que ese término indicaba tanto el suplemento literario del periódico en cuestión como la novela por entregas publicada en el mismo.

– Probablemente son la misma cosa -dijo enigmáticamente el suizo.

– La palabra folletín, ciertamente, viene del nombre de Feuillet, el delfín de las novelas por entregas -lanzó un farol Bubis, que no estaba del todo seguro.

– Aunque a mí la frase que me gusta más es la de Auback -opinó la correctora.

– Ése seguro que es alemán -dijo la secretaria.

– Sí, la frase es buena: «con un ojo leía, con el otro escribía»

no desentonaría en una biografía de Goethe -dijo el suizo.

– Con Goethe no te metas -dijo la jefa de prensa.

– Ese Auback también podría ser francés -dijo la correctora, que había vivido una larga temporada en Francia.

– O suizo -dijo la baronesa.

– ¿Y qué os parece «Tenía la mano fría como la de una serpiente»? -preguntó la administrativa.

– Prefiero el de Henri Zvedan: «Después de cortarle la cabeza, lo enterraron vivo» -dijo el suizo.

– Tiene cierta lógica -dijo la correctora-. Primero le cortan la cabeza. Quienes así actúan piensan que la víctima ha muerto, pero es urgente deshacerse del cadáver. Cavan una tumba, tiran el cuerpo dentro de ella, lo cubren de tierra. Pero la víctima no ha muerto. La víctima no ha sido guillotinada. Le han cortado la cabeza, en este caso puede significar que lo han o la han degollado. Supongamos que es un hombre. Lo intentan degollar. Sale mucha sangre. La víctima pierde el sentido. Sus agresores lo dan por muerto. Al cabo de un rato, la víctima despierta.

La tierra ha parado la hemorragia. Está enterrado vivo.

Ya está. Eso es todo -dijo la correctora-. ¿Tiene sentido?

– No, no tiene sentido -dijo la jefa de prensa.

– Es verdad, no tiene sentido -admitió la correctora.

– Algo de sentido sí que tiene, querida -dijo Marianne Gottlieb-, hay casos extraordinarios en la historia.

– Pero éste no tiene sentido -dijo la correctora-. No trate de darme ánimos, señora Marianne.

– Yo creo que algo de sentido sí que tiene -dijo Archimboldi, que no había parado de reírse-, aunque mi favorito no es ése.

– ¿Cuál es tu favorito? -dijo Bubis.

– El de Balzac -dijo Archimboldi.

– Ah, ése es fantástico -dijo la correctora.

Y el suizo recitó:

– «Empiezo a ver mal, dijo la pobre ciega.»

Después de Herencia, el siguiente manuscrito que entregó a Bubis fue el de Santo Tomás, la biografía apócrifa de un biógrafo cuyo biografiado es un gran escritor del régimen nazi, en donde algunos críticos quisieron ver retratado a Ernst Jünger, aunque evidentemente no se trataba de Jünger sino de un personaje de ficción, por llamarlo de alguna manera. En aquel tiempo aún vivía en Venecia, según le constaba a Bubis, y probablemente seguía trabajando de jardinero, aunque los anticipos y los cheques que cada cierto tiempo le enviaba su editor le hubieran permitido dedicarse exclusivamente a la literatura.

El siguiente manuscrito, sin embargo, llegó desde una isla griega, la isla de Icaria, en donde Archimboldi había alquilado una casita en medio de unas colinas rocosas, detrás de las cuales estaba el mar. Como el paisaje final de Sísifo, pensó Bubis, y así se lo hizo saber en una carta en la que le notificaba, como era usual, la llegada del texto, su consiguiente lectura, y en donde le sugería tres formas de pago, para que Archimboldi escogiera la que más le conviniera.

La respuesta de Archimboldi sorprendió a Bubis. En ella le decía que Sísifo, una vez muerto, se había escapado del Infierno mediante una estratagema de orden legal. Antes de que Zeus liberara a Tánato, y sabiendo Sísifo que lo primero que haría la muerte sería ir a por él, le pidió a su mujer que no cumpliera con los requisitos fúnebres establecidos. Así pues, al llegar a los Infiernos Hades se lo reprochó y todas las potestades infernales pusieron, como es normal, el grito en el cielo o en la bóveda del Infierno y se tiraron de los pelos y se sintieron ofendidos. Sísifo, no obstante, dijo que la culpa no era suya sino de su mujer y pidió, digamos, un permiso penal para subir a la tierra y castigarla.

Hades se lo pensó: la propuesta de Sísifo era razonable y le fue concedida la libertad bajo fianza, valedera únicamente para tres jornadas o cuatro, las suficientes para que se tomara justa venganza y pusiera en marcha, aunque fuera un poco tarde, los requisitos fúnebres de rigor. Por descontado, Sísifo no esperó a que se lo repitieran y volvió a la tierra, en donde vivió felizmente hasta que fue muy viejo, no por nada era el hombre más astuto del orbe, y sólo regresó a los Infiernos cuando su cuerpo ya no dio más de sí.

Según algunos, el castigo de la roca sólo tenía una finalidad:

la de mantener a Sísifo ocupado y no permitir que su mente inventara nuevas argucias. Pero el día menos pensado a Sísifo se le va a ocurrir algo y va a volver a subir a la tierra, concluía su carta Archimboldi.

La novela que le envió a Bubis desde Icaria se llamaba La ciega. Tal como cabía esperar, esta novela trataba sobre una ciega que no sabía que era ciega y sobre unos detectives videntes que no sabían que eran videntes. Desde las islas no tardaron en llegar a Hamburgo otros libros. El Mar Negro, una pieza teatral o una novela escrita en parlamentos dramáticos, en la que el Mar Negro dialoga, una hora antes del amanecer, con el océano Atlántico. Letea, su novela más explícitamente sexual, en la que traslada a la Alemania del Tercer Reich la historia de Letea, que se creía más bella que las diosas, y que finalmente fue transformada, junto con Óleno, su marido, en una estatua de piedra (esta novela fue tachada de pornográfica y tras ganar un juicio se convirtió en el primer libro de Archimboldi que agotó cinco ediciones). El vendedor de lotería, la vida de un lisiado alemán que vende lotería en Nueva York. Y El padre, en la que un hijo rememora las actividades de su padre como psicópata asesino, que empiezan en 1938, cuando el hijo tiene veinte años, y terminan, de forma por demás enigmática, en 1948.

En Icaria vivió algún tiempo. Luego vivió en Amargos.

Luego en Santorín. Luego en Sifnos, en Siros y en Miconos. Luego vivió en un islote pequeñísimo, al que llamaba Hecatombe o Superego, cerca de la isla de Naxos, pero en Naxos no vivió nunca. Luego se marchó de las islas y volvió al continente. En aquella época comía uvas y olivas, grandes olivas secas cuyo sabor y consistencia eran similares a los terrones. Comía queso blanco y queso curado de cabra que vendían envuelto en hojas de parra y cuyo olor podía esparcirse en un radio de trescientos metros. Comía pan negro muy duro que había que reblandecer con vino. Comía pescados y tomates. Higos. Agua. El agua la sacaba de un pozo. Tenía un balde y un bidón como los que usan en el ejército, que llenaba de agua. Nadaba, pero el niño alga había muerto. Nadaba bien, no obstante. A veces buceaba.

Otras veces se quedaba solo, sentado en las laderas de las colinas de matojos bajos, hasta que anochecía o hasta que amanecía, él decía que pensando pero en realidad sin pensar en nada.

Cuando ya vivía en el continente se enteró, leyendo un periódico alemán en una terraza de Missolonghi, de la muerte de Bubis.

Tánato había llegado a Hamburgo, ciudad que conocía al dedillo, mientras Bubis estaba en su oficina leyendo un libro de un joven escritor de Dresde, un libro ferozmente humorístico que lo hacía sacudirse de risa. Sus carcajadas, según la jefa de prensa de la editorial, se escuchaban en la sala de espera y en la oficina de los administrativos y también en la oficina de los correctores y en la sala de juntas y en el cuarto de los lectores y en el baño y en la habitación que hacía las veces de cocina y repostero y hasta llegaban a la oficina de la mujer del jefe, que era la más alejada de todas.

De pronto, las carcajadas cesaron. Todo el mundo en la editorial, por una causa o por otra, recordaba la hora, las once veinticinco de la mañana. Al cabo de un rato, la secretaria golpeó la puerta de la oficina de Bubis. Nadie le respondió. Temerosa de molestarlo decidió no insistir. Poco después intentó pasarle una llamada telefónica. Nadie levantó el teléfono en la oficina de Bubis. Esta vez la llamada era urgente y la secretaria, tras golpear varias veces, abrió la puerta. Bubis estaba agachado, entre sus libros artísticamente esparcidos por el suelo, y estaba muerto aunque su cara daba impresión de contento.

Su cuerpo fue quemado y esparcido en las aguas del Alster.

Su viuda, la baronesa, se puso al frente de la editorial y declaró su nula intención de poner ésta en venta. Nada se decía sobre el manuscrito del joven autor de Dresde, el cual, por otra parte, ya había tenido problemas con la censura en la República Democrática.

Cuando terminó de leer, Archimboldi volvió a leer toda la noticia un vez más y luego la volvió a leer por tercera vez y luego se levantó temblando y se fue a caminar por Missolonghi, que estaba lleno de recuerdos de Byron, como si Byron no hubiera hecho otra cosa en Missolonghi que caminar de un lado a otro, de una posada a una taberna, de callejón en plazuela, cuando era bien sabido que la fiebre no le permitía moverse y que el que caminó y vio y reconoció fue Tánato, que además de venir a buscar a Byron hizo turismo, pues Tánato es el más grande turista que hay sobre la tierra.

Y luego Archimboldi pensó si convendría enviar una tarjeta a la editorial con el pésame. E incluso imaginó las palabras que en esa tarjeta escribiría. Pero luego le pareció que nada de aquello tenía sentido, y no escribió nada ni mandó nada.

Más de un año después de la muerte de Bubis, cuando Archimboldi había vuelto a vivir en Italia, llegó a la editorial el manuscrito de su última novela, titulada El regreso. La baronesa Von Zumpe no la quiso leer. Se la dio a la correctora y le dijo que la preparara para publicarla al cabo de tres meses.

Luego envió un telegrama al remitente que venía en el sobre que contenía el manuscrito y al día siguiente tomó un avión con destino a Milán. Del aeropuerto se fue a la estación con el tiempo justo para coger un tren a Venecia. Por la tarde, en una trattoria del Cannaregio, vio a Archimboldi y le entregó un cheque que sumaba el anticipo por su última novela y los derechos de autor generados por sus antiguos libros.

La cantidad era respetable, pero Archimboldi se guardó el cheque en un bolsillo y no dijo nada. Luego se pusieron a hablar.

Comieron sardinas a la veneciana con rodajas de sémola dura y bebieron una botella de vino blanco. Se levantaron y caminaron por una Venecia muy diferente de la Venecia invernal y nevada que habían disfrutado en su último encuentro. La baronesa le confesó que desde entonces no había vuelto.

– Yo llegué no hace mucho -dijo Archimboldi.

Parecían dos viejos amigos a los cuales no les hace falta hablar demasiado. El otoño, benigno, recién empezaba y para conjurar el frío sólo era necesario un suéter ligero. La baronesa quiso saber si Archimboldi aún vivía en el Cannaregio. Así era, respondió Archimboldi, pero ya no en la calle Turlona.

Entre sus planes estaba el marcharse al sur.

Durante muchos años la casa de Archimboldi, sus únicas posesiones, fueron su maleta, que contenía ropa y quinientas hojas en blanco y los dos o tres libros que estuviera leyendo en ese momento, y la máquina de escribir que le regalara Bubis.

La maleta la cargaba con la mano derecha. La máquina la cargaba con la mano izquierda. Cuando la ropa se hacía un poco vieja, la tiraba. Cuando terminaba de leer un libro, lo regalaba o lo abandonaba en una mesa cualquiera. Durante mucho tiempo se negó a comprar un ordenador. A veces se acercaba a las tiendas que vendían ordenadores y les preguntaba a los vendedores cómo funcionaban. Pero siempre, en el último minuto, se echaba atrás, como un campesino receloso con sus ahorros.

Hasta que aparecieron los ordenadores portátiles. Entonces sí que compró uno y al cabo de poco tiempo lo manejaba con destreza. Cuando a los ordenadores portátiles se les incorporó un módem, Archimboldi cambió su ordenador viejo por uno nuevo y a veces se pasaba horas conectado a Internet, buscando noticias raras, nombres que ya nadie recordaba, sucesos olvidados.

¿Qué hizo con la máquina de escribir que le regaló Bubis?

¡Se acercó a un desfiladero y la arrojó entre las rocas!

Un día, mientras viajaba por Internet, encontró una noticia referida a un tal Hermes Popescu, a quien no tardó en identificar como el secretario del general Entrescu cuyo cadáver crucificado había tenido ocasión de contemplar en 1944, cuando el ejército alemán se batía en retirada de la frontera rumana. En un buscador norteamericano encontró su biografía.

Popescu había emigrado a Francia tras la guerra. En París frecuentó los círculos de exiliados rumanos, en especial a los intelectuales que por una u otra causa vivían en la orilla izquierda del Sena. Poco a poco, sin embargo, Popescu se dio cuenta de que todo aquello, según sus propias palabras, era un absurdo.

Los rumanos eran visceralmente anticomunistas y escribían en rumano y sus vidas estaban destinadas a un fracaso apenas mitigado por unos débiles rayos de luz de orden religioso o de orden sexual.

No tardó Popescu en encontrar una solución práctica. Mediante movimientos hábiles (movimientos dominados por el absurdo) se introdujo en negocios turbulentos en los que se mezclaba el hampa, el espionaje, la Iglesia y las licencias de obra. Llegó el dinero. Dinero a manos llenas. Pero siguió trabajando.

Manejaba cuadrillas de rumanos en situación irregular.

Luego húngaros y checos. Después magrebíes. A veces, vestido con un abrigo de pieles, como un fantasma, iba a verlos a sus cuchitriles. El olor de los negros lo mareaba, pero le gustaba.

Estos cabrones son hombres de verdad, solía decir. En su fuero interno esperaba que ese olor impregnara su abrigo, su bufanda de satén. Sonreía como un padre. A veces hasta lloraba. En sus tratos con los gángsters era distinto. La sobriedad lo caracterizaba.

Ni un anillo, ni un colgante, nada que refulgiera, ni la más mínima señal de oro.

Hizo dinero y luego hizo más dinero. Los intelectuales rumanos iban a verlo para que les prestara dinero, tenían gastos, la leche de los niños, el alquiler, una operación de cataratas de la señora. Popescu los escuchaba como si estuviera dormido y soñando. Todo lo concedía, pero con una condición, que dejaran de escribir sus odiosidades en rumano y lo hicieran en francés.

Una vez fue a verlo un capitán mutilado del 4.° cuerpo de ejército rumano, que había estado bajo las órdenes de Entrescu.

Al verlo llegar Popescu saltó como un niño de sillón en sillón.

Se subió encima de la mesa y bailó una danza folclórica de la región de los Cárpatos. Hizo como que orinaba en una esquina y se le escaparon unas cuantas gotas. ¡Sólo le faltó retozar en la alfombra! El capitán mutilado trató de imitarlo, pero su minusvalía física (le faltaba una pierna y un brazo) y su debilidad (estaba anémico) se lo impidieron.

– Ay, las noches de Bucarest -decía Popescu-. Ay, las mañanas de Piteshti. Ay, los cielos de Cluj recuperada. Ay, las oficinas vacías de Turnu-Severin. Ay, las ordeñadoras de Bacau. Ay, las viudas de Constantza.

Después se fueron tomados del brazo al apartamento de Popescu, en la rue de Verneuil, muy cerca de la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes, en donde siguieron hablando y bebiendo y el capitán mutilado tuvo ocasión de hacerle un resumen pormenorizado de su vida, heroica, sí, pero repleta de adversidades. Hasta que Popescu, secándose una lágrima, lo interrumpió y le preguntó si él, también, había sido testigo de la crucifixión de Entrescu.

– Estaba allí -dijo el capitán mutilado-, huíamos de los tanques rusos, habíamos perdido toda la artillería, faltaba munición.

– Así que faltaba munición -dijo Popescu-, ¿y estaba allí?

– Allí estaba yo -dijo el capitán mutilado-, luchando en el sagrado suelo de la patria, al mando de unos pocos desharrapados, cuando el cuarto cuerpo de ejército se había reducido al tamaño de una división, y no había intendencia ni exploradores ni médicos ni enfermeras ni nada que evocara una guerra civilizada, sólo hombres cansados y un contingente de locos que cada día iba creciendo más y más.

– Así que un contingente de locos -dijo Popescu-, ¿y estaba allí?

– Allí mismo -dijo el capitán mutilado-, y todos seguíamos a nuestro general Entrescu, todos esperábamos una idea, un sermón, una montaña, una gruta resplandeciente, un relámpago en el cielo azul y sin nubes, un relámpago improvisado, una palabra caritativa.

– Así que una palabra caritativa -dijo Popescu-, ¿y estaba allí esperando esa palabra caritativa?

– Como agua de mayo -dijo el capitán mutilado-, yo esperaba y los coroneles esperaban y los generales que aún seguían con nosotros esperaban y los tenientes imberbes la esperaban y también los locos, los sargentos y los locos, los que iban a desertar al cabo de media hora y los que ya se marchaban arrastrando sus fusiles por la tierra seca, los que se iban sin saber muy bien si se iban rumbo al oeste o al este, rumbo al norte o al sur, y los que se quedaban escribiendo poemas póstumos en buen rumano, cartas a la madrecita, esquelas mojadas en lágrimas para las novias que ya no iban a ver más.

– Así que cartas y esquelas, esquelas y cartas -dijo Popescu -, ¿y también le dio la vena lírica?

– No, yo no tenía papel ni pluma -dijo el capitán mutilado -, yo tenía obligaciones, yo tenía hombres bajo mi mando y tenía que hacer algo aunque no sabía muy bien qué hacer. El cuarto cuerpo de ejército se había detenido alrededor de una propiedad rural. Más que una propiedad, un palacio. Yo tenía que acomodar a los soldados sanos en los establos y a los soldados enfermos en las caballerizas. En el granero acomodé a los locos y tomé las medidas oportunas para prenderle fuego si la locura de los locos sobrepasaba la locura misma. Yo tenía que hablar con mi coronel e informarle de que en aquella gran propiedad rural no había alimento alguno. Y mi coronel tenía que hablar con mi general y mi general, que estaba enfermo, tenía que subir las escaleras hasta el segundo piso del palacio para informar a mi general Entrescu de que la situación no daba para más, que ya se olía a podredumbre, que lo mejor era levantar el campo y dirigirnos hacia el oeste a marchas forzadas. Pero mi general Entrescu a veces abría la puerta y otras veces no contestaba.

– Así que a veces contestaba y a veces no contestaba -dijo Popescu-, ¿y él fue testigo presencial de todo esto?

– Más que presencial, fui testigo auditivo -dijo el capitán mutilado-, yo y el resto de los oficiales de lo que quedaba de las tres divisiones del cuarto cuerpo de ejército, estupefactos, asombrados, perplejos, algunos llorando y otros comiéndose los mocos, algunos lamentándose del cruel destino de Rumanía que por sacrificios y méritos debería ser el faro del mundo y otros comiéndose las uñas, todos desanimados, desanimados, desanimados, hasta que finalmente ocurrió lo que se presagiaba.

Yo no lo vi. Los locos superaron en número a los cuerdos.

Salieron del granero. Algunos suboficiales se pusieron a construir una cruz. Mi general Danilescu ya se había ido, apoyado en su bastón, y acompañado de ocho hombres había emprendido al alba la marcha hacia el norte, sin decir una palabra a nadie.

Yo no estaba en el palacio cuando sucedió todo. Me hallaba en los alrededores junto con algunos soldados preparando unas defensas que nunca se usaron. Recuerdo que cavamos trincheras y encontramos huesos. Son vacas infectadas, dijo uno de los soldados. Son cuerpos humanos, dijo otro. Son terneros sacrificados, dijo el primero. No, son cuerpos humanos.

Sigan cavando, dije yo, olvídenlo, sigan cavando. Pero allá donde cavábamos aparecían huesos. Qué mierdas pasa, bramé.

Qué tierra más extraña es ésta, comenté a gritos. Los soldados dejaron de cavar trincheras en el perímetro del palacio. Oímos una algarabía, pero estábamos sin fuerzas para ir a ver qué pasaba.

Uno de los soldados dijo que tal vez nuestros compañeros habían encontrado comida y lo estaban celebrando. O vino.

Era vino. La bodega había sido vaciada y había suficiente vino para todos. Luego, sentado junto a una de las trincheras, mientras examinaba una calavera, vi la cruz. Una cruz inmensa que un grupo de locos paseaba por el patio del palacio. Cuando volvimos, con la novedad de que no se podían cavar trincheras porque aquello parecía y tal vez era un camposanto, ya estaba todo consumado.

– Así que todo estaba consumado -dijo Popescu-, ¿y vio el cuerpo del general en la cruz?

– Lo vi -dijo el capitán mutilado-, todos lo vimos, y luego todos empezaron a marcharse de allí, como si el general Entrescu fuera a resucitar de un momento a otro y a afearles su actitud.

Antes de que me marchara llegó una patrulla de alemanes que también huían. Nos dijeron que los rusos estaban a sólo dos aldeas de distancia y que no hacían prisioneros. Luego los alemanes se marcharon y poco después nosotros también seguimos nuestro camino.

Popescu esta vez no dijo nada.

Ambos permanecieron en silencio durante un rato y luego Popescu se fue a la cocina y preparó un entrecot para el capitán mutilado, preguntándole, desde la cocina, cómo prefería la carne, ¿poco hecha o muy hecha?

– Término medio -dijo el capitán mutilado que seguía inmerso en sus recuerdos de aquel infausto día.

Después Popescu le sirvió un gran entrecot, con algo de salsa picante, y se ofreció a cortarle la carne en pedacitos, cosa que el capitán mutilado agradeció con un aire ausente. Mientras duró la comida nadie dijo nada. Popescu se retiró unos segundos, pues dijo que tenía que hacer una llamada telefónica, y al volver el capitán masticaba su último trozo de entrecot. Popescu sonrió satisfecho. El capitán se llevó una mano a la frente, como si quisiera recordar o algo le doliera.

– Eructe, eructe si se lo pide el cuerpo, mi buen amigo -dijo Popescu.

El capitán mutilado eructó.

– ¿Cuánto hace que no se comía un entrecot como éste, eh?

– dijo Popescu.

– Años -dijo el capitán mutilado.

– ¿Y le ha sabido a gloria?

– Seguramente -dijo el capitán mutilado-, aunque hablar de mi general Entrescu ha sido como si abriera una puerta que llevaba mucho tiempo atrancada.

– Desahóguese -dijo Popescu-, está entre compatriotas.

El uso del plural hizo que el capitán mutilado se sobresaltara y mirara hacia la puerta, pero era evidente que en la habitación sólo estaban ellos dos.

– Voy a poner un disco -dijo Popescu-, ¿le parece bien algo de Gluck?

– No conozco a ese músico -dijo el capitán mutilado.

– ¿Algo de Bach?

– Sí, Bach me gusta -dijo el capitán mutilado entrecerrando los ojos.

Cuando volvió a su lado Popescu le sirvió una copa de coñac Napoleón.

– ¿Hay algo que lo inquiete, capitán, hay algo que lo moleste, tiene ganas de contarme una historia, lo puedo ayudar en algo?

El capitán entreabrió los labios pero luego los cerró y negó con la cabeza.

– No necesito nada.

– Nada, nada, nada -repitió Popescu arrellanado en su sillón.

– Los huesos, los huesos -murmuró el capitán mutilado-, ¿por qué el general Entrescu nos hizo detenernos en un palacio cuyos alrededores estaban plagados de huesos?

Silencio.

– Tal vez porque sabía que iba a morir y quería hacerlo en su casa -dijo Popescu.

– Dondequiera que caváramos encontrábamos huesos -dijo el capitán mutilado-. Los alrededores del palacio rebosaban huesos humanos. No había manera de cavar una trinchera sin encontrar los huesecillos de una mano, un brazo, una calavera.

¿Qué tierra era ésa? ¿Qué había pasado allí? ¿Y por qué la cruz de los locos, vista desde allí, ondeaba como una bandera?

– Un efecto óptico, seguramente -dijo Popescu.

– No lo sé -dijo el capitán mutilado-. Estoy cansado.

– En efecto, está usted muy cansado, capitán, cierre los ojos -dijo Popescu, pero el capitán ya había cerrado los ojos desde hacía bastante rato.

– Estoy cansado -repitió.

– Está entre amigos -dijo Popescu.

– Ha sido un largo camino.

Popescu asintió en silencio.

La puerta se abrió y aparecieron dos húngaros. Popescu ni los miró. Con tres dedos, el pulgar, el índice y el medio, muy cerca de la boca y de la nariz, seguía los compases de Bach. Los húngaros se quedaron quietos mirando la escena y esperando una señal. El capitán se quedó dormido. Cuando el disco terminó de sonar Popescu se levantó y se acercó de puntillas al capitán.

– Hijo de un turco y de una puta -dijo en rumano, aunque su tono no era violento sino reflexivo.

Con un gesto indicó a los húngaros que se acercaran. Uno a cada lado, éstos levantaron al capitán mutilado y lo arrastraron hasta la puerta. El capitán se puso a roncar con más fuerza y su pierna ortopédica se desprendió sobre la alfombra. Los húngaros lo dejaron caer en el suelo y se afanaron vanamente en atornillársela de nuevo.

– Ay, qué torpes sois -dijo Popescu-, dejadme a mí.

En un minuto, como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa, Popescu le puso la pierna en su sitio y luego, envalentonado, le revisó de paso el brazo ortopédico.

– Procurad que no pierda nada en el camino -dijo.

– Descuide, jefe -dijo uno de los húngaros.

– ¿Lo llevamos al lugar de costumbre?

– No -dijo Popescu-, a éste mejor arrojadlo al Sena. ¡Y aseguraos de que no sale!

– Eso está hecho, jefe -dijo el húngaro que había hablado antes.

En ese momento el capitán mutilado abrió el ojo derecho y dijo con voz enronquecida:

– Los huesos, la cruz, los huesos.

El otro húngaro le cerró el párpado con suavidad.

– No os preocupéis -se rió Popescu-, está dormido.

Muchos años después, cuando su fortuna era más que considerable, Popescu se enamoró de una actriz centroamericana llamada Asunción Reyes, una mujer de una belleza extraordinaria, con la que se casó. La carrera de Asunción Reyes en el cine europeo (tanto en el francés como en el italiano y en el español) fue breve, pero las fiestas que dio y a las que asistió fueron, literalmente, innumerables. Un día Asunción Reyes le pidió que, ya que tenía tanto dinero, hiciera algo por su patria.

Al principio Popescu creyó que Asunción se refería a Rumanía pero luego se dio cuenta de que hablaba de Honduras. Así que aquel año, por navidades, viajó con su mujer a Tegucigalpa, una ciudad que a Popescu, admirador de lo bizarro y de los contrastes, le pareció dividida en tres grupos o clanes bien diferenciados:

los indios y los enfermos, que constituían la mayoría de la población, y los así llamados blancos, en realidad mestizos, que era la minoría que ostentaba el poder.

Todos gente simpática y degenerada, afectados por el calor y por la dieta alimenticia o por la falta de dieta alimenticia, gente abocada a la pesadilla.

Posibilidades de negocio había, de eso se dio cuenta en el acto, pero la naturaleza de los hondureños, incluso de los educados en Harvard, tendía al robo, a ser posible el robo con violencia, por lo que trató de olvidar su idea inicial. Pero Asunción Reyes insistió tanto que en el segundo viaje navideño que realizó se puso en contacto con las autoridades eclesiásticas del país, las únicas en las que confiaba. Una vez hecho el contacto y después de hablar con varios obispos y con el arzobispo de Tegucigalpa, Popescu estuvo meditando en qué ramo de la economía invertir el capital. Allí lo único que funcionaba y daba ganancias ya estaba en manos de los norteamericanos. Una tarde, sin embargo, durante una velada con el presidente y con la mujer del presidente, Asunción Reyes tuvo una idea genial. Se le ocurrió, sencillamente, que sería bonito que Tegucigalpa tuviera un metro como el de París. Popescu, que no se arredraba ante nada y que era capaz de ver los beneficios en la idea más peregrina, miró al presidente de Honduras a los ojos y le dijo que él podía construirlo. Todo el mundo se entusiasmó con el proyecto. Popescu se puso manos a la obra y ganó dinero. También ganó dinero el presidente y algunos ministros y secretarios.

Económicamente tampoco quedó mal parada la Iglesia.

Hubo inauguraciones de fábricas de cemento y contratos con empresas francesas y norteamericanas. Hubo algunos muertos y varios desaparecidos. Los prolegómenos duraron más de quince años. Con Asunción Reyes Popescu encontró la felicidad, pero luego la perdió y se divorciaron. Olvidó el metro de Tegucigalpa.

La muerte lo sorprendió en un hospital de París, durmiendo sobre un lecho de rosas.

Archimboldi casi no tuvo relación con escritores alemanes, entre otras razones porque los hoteles donde se alojaban los escritores alemanes cuando salían al extranjero no eran los hoteles que él frecuentaba. Conoció, eso sí, a un prestigioso escritor francés, un escritor más viejo que él, cuyos ensayos literarios le habían granjeado fama y reconocimiento, que le habló de una casa en donde se refugiaban todos los escritores desaparecidos de Europa. Este escritor francés también era un escritor que había desaparecido, así que sabía de lo que hablaba, por lo que Archimboldi aceptó visitar la casa.

Llegaron de noche, en un destartalado taxi conducido por un taxista que hablaba solo. El taxista se repetía, decía barbaridades, volvía a repetirse, se enfadaba consigo mismo, hasta que Archimboldi perdió la paciencia y le dijo que se concentrara en conducir y se callara. El viejo ensayista, a quien parecía no molestarle el monólogo del taxista, le lanzó a Archimboldi una mirada de ligero reproche, como si éste hubiera ofendido al taxista, el único, por otra parte, que había en el pueblo.

La casa donde vivían los escritores desaparecidos estaba rodeada por un inmenso jardín lleno de árboles y flores, con una piscina flanqueada por mesas de hierro pintadas de blanco y parasoles y tumbonas. En la parte de atrás, a la sombra de unos robles centenarios, había un espacio para jugar a la petanca, y más allá empezaba el bosque. Cuando llegaron, los escritores desaparecidos estaban en el comedor, cenando y mirando la tele, que a esa hora transmitía las noticias. Eran muchos y casi todos eran franceses, algo que sorprendió a Archimboldi, que nunca hubiera imaginado que existieran tantos escritores desaparecidos en Francia. Pero lo que más le llamó la atención fue el número de mujeres. Había muchas, todas de edad avanzada, algunas vestidas con esmero, incluso con elegancia, y otras en evidente estado de abandono, seguramente poetas, pensó Archimboldi, vestidas con batas sucias y pantuflas, calcetines hasta la rodilla, sin maquillar, el pelo cano embutido a veces en gorros de lana que seguramente ellas mismas tejían.

Las mesas eran servidas, al menos teóricamente, por dos criadas vestidas de blanco, aunque en realidad el comedor funcionaba como buffet libre y cada escritor, llevando consigo su bandeja, se servía lo que le apetecía. ¿Qué le parece nuestra pequeña comunidad?, le preguntó el ensayista riéndose por lo bajo pues en ese momento, en el fondo del comedor, uno de los escritores había caído desmayado o fulminado por un ataque de algo y las dos criadas se esforzaban en reanimarlo. Archimboldi respondió que aún era pronto para formarse una idea. Luego buscaron una mesa vacía y llenaron sus platos con algo que parecía puré de patatas y espinaca, que acompañaron con un huevo duro y un bistec de ternera a la plancha. Para beber se sirvieron un vasito de vino de la región, un vino espeso y que sabía a tierra.

En el fondo del comedor, junto al escritor desmayado, había ahora un par de hombres jóvenes, ambos vestidos de blanco, además de las dos criadas y de un corro de cinco escritores desaparecidos que contemplaban la reanimación de su compañero.

Después de comer el ensayista se llevó a Archimboldi a la recepción para formalizar su estancia en la casa, pero como no había nadie que los atendiera se fueron a la sala de la televisión, donde varios escritores desaparecidos dormitaban delante de un locutor que hablaba de moda y de líos sentimentales entre gente famosa del cine y de la televisión francesa, de muchos de los cuales Archimboldi era la primera vez que oía hablar. Luego el ensayista le mostró su dormitorio, una habitación ascética, con una cama pequeña, una mesa, una silla, una tele, un armario, un refrigerador de dimensiones reducidas y un cuarto de baño con ducha.

La ventana daba al jardín, que aún permanecía iluminado.

Un aroma de flores y de pasto mojado entró a la habitación. A lo lejos oyó el ladrido de un perro. El ensayista, que se había mantenido sin pasar del umbral mientras Archimboldi examinaba su habitación, le entregó las llaves de ésta asegurándole que allí, si no la felicidad, en la que no creía, sí que encontraría paz y quietud. Después Archimboldi bajó con él hasta su habitación, que quedaba en el primer piso y que parecía una copia exacta de la habitación que le había sido asignada a él, no tanto por el mobiliario y las dimensiones, sino por la desnudez.

Cualquiera diría, pensó Archimboldi, que él también acaba de llegar. No había libros, no había ropa tirada, no había basura ni objetos personales, no había nada que la diferenciara de la suya, a excepción de una manzana colocada sobre un plato blanco encima de la mesilla de noche.

Como si leyera sus pensamientos, el ensayista lo miró a los ojos. La mirada era de perplejidad. Sabe lo que pienso y ahora él piensa lo mismo y no lo acaba de comprender, de la misma manera que yo no lo comprendo, pensó Archimboldi. En realidad, más que de perplejidad, la mirada de ambos era de tristeza.

Pero está la manzana sobre el plato blanco, pensó Archimboldi.

– Esa manzana huele por las noches -dijo el ensayista-.

Cuando apago la luz. Huele tanto como el poema de las vocales.

Pero todo se hunde, finalmente -dijo el ensayista-. Se hunde en el dolor. Toda la elocuencia es del dolor.

Lo entiendo, dijo Archimboldi, aunque no entendía nada.

Luego ambos se dieron la mano y el ensayista cerró la puerta.

Como no tenía sueño todavía (Archimboldi dormía poco aunque a veces podía dormir dieciséis horas seguidas), se fue a pasear por las diversas dependencias de la casa.

En la sala de la televisión ya sólo quedaban tres escritores desaparecidos, los tres dormidos profundamente, y un hombre en la tele al que al parecer pronto iban a asesinar. Durante un rato Archimboldi estuvo viendo la película, pero luego se aburrió y fue al comedor, desierto, y luego recorrió varios pasillos hasta llegar a una especie de gimnasio o sala de masajes, en donde un tipo joven con una camiseta blanca y pantalón blanco hacía pesas mientras hablaba con un viejo en pijama, los cuales lo miraron de reojo al verlo aparecer y luego siguieron hablando, como si él no estuviera allí. El tipo de las pesas parecía un empleado de la casa y el viejo en pijama tenía pinta de novelista justamente olvidado, más que desaparecido, el típico novelista francés malo y con mala suerte, probablemente nacido a deshora.

Al salir de la casa por la puerta trasera, sentadas juntas en un sofá-mecedora en un extremo de un porche iluminado, encontró a dos viejitas. Una hablaba con voz cantarina y dulce, como agua de arroyo que corre por un cauce de lajas, y la otra permanecía muda mirando la oscuridad del bosque que se extendía más allá de las canchas de petanca. La que hablaba le pareció una poeta lírica, llena de cosas que contar que no había podido contar en sus poemas, y la que permanecía callada le pareció una novelista de fuste, harta de frases sin sentido y de palabras sin significado. La primera vestía con ropa de aire juvenil, cuando no infantil. La segunda llevaba una bata barata, zapatillas de gimnasia y pantalones vaqueros.

Les dio las buenas noches en francés y las viejas lo miraron y le sonrieron, como invitándolo a sentarse junto a ellas, a lo que Archimboldi no se hizo de rogar.

– ¿Es su primera noche en nuestra casa? -le preguntó la viejita adolescente.

Antes de que pudiera contestar, la viejita silenciosa dijo que el tiempo estaba mejorando y que pronto tendrían que ir todos en mangas de camisa. Archimboldi dijo que sí. La viejita adolescente se rió, tal vez pensando en su guardarropa, y luego le preguntó en qué trabajaba.

– Soy novelista -dijo Archimboldi.

– Pero usted no es francés -dijo la viejita silenciosa.

– En efecto, soy alemán.

– ¿De Baviera? -quiso saber la viejita adolescente-. En cierta ocasión estuve en Baviera y me encantó. Es tan romántico todo -dijo la viejita adolescente.

– No, soy del norte -dijo Archimboldi.

La viejita adolescente fingió un escalofrío.

– También he estado en Hannover -dijo-, ¿es usted de allí?

– Más o menos -dijo Archimboldi.

– Tienen una comida imposible -dijo la viejita adolescente.

Más tarde Archimboldi quiso saber qué hacían ellas y la viejita adolescente le dijo que había sido peluquera, en Rodez, hasta que se casó y entonces su marido y los niños no le permitieron seguir trabajando. La otra dijo que era costurera, pero que odiaba hablar de su trabajo. Qué mujeres más extrañas, pensó Archimboldi. Cuando se despidió de ellas se internó en el jardín, alejándose cada vez más de la casa, que seguía parcialmente iluminada como si aún se esperara la llegada de otro visitante.

Sin saber qué hacer, pero disfrutando de la noche y del olor del campo, llegó hasta la puerta de entrada, un portón de madera que no cerraba bien y que cualquiera hubiera podido franquear. A un lado descubrió un cartel que al llegar con el ensayista no había visto. El cartel decía, en letras oscuras y no demasiado grandes: Clínica Mercier. Casa de reposo-Centro neurológico.

Sin sorpresa comprendió de inmediato que el ensayista lo había llevado a un manicomio. Al cabo de un rato volvió a la casa y subió las escaleras hasta su habitación, donde recogió su maleta y su máquina de escribir. Antes de marcharse quiso ver al ensayista. Tras golpear y sin que nadie le contestara, entró en la habitación.

El ensayista dormía profundamente, con todas las luces apagadas, aunque por la ventana con las cortinas descorridas se filtraba la luz del porche delantero. La cama apenas estaba deshecha.

Parecía un cigarrillo cubierto por un pañuelo. Qué viejo está, pensó Archimboldi. Luego se marchó sin hacer ruido y al volver a cruzar el jardín le pareció ver a un tipo vestido de blanco que se desplazaba a toda carrera, ocultándose detrás de los troncos de los árboles, por un costado de la propiedad, en la linde del bosque.

Sólo cuando estuvo fuera de la clínica, en la carretera, aminoró el paso y trató de que su respiración se normalizara. La carretera, de tierra, discurría a través de bosques y colinas de suaves pendientes. De tanto en tanto una ráfaga de viento movía las ramas de los árboles y le alborotaba el pelo. El viento era cálido. En una ocasión atravesó un puente. Cuando llegó a las afueras del pueblo los perros se pusieron a ladrar. Junto a la plaza de la estación descubrió el taxi que lo había llevado a la clínica. El taxista no estaba, pero al pasar junto al coche Archimboldi vio un bulto en el asiento trasero que se movía y de vez en cuando gritaba. Las puertas de la estación estaban abiertas, pero las taquillas aún no abrían al público. Sentados en una banca vio a tres magrebíes que hablaban y bebían vino. Se saludaron con un movimiento de cabeza, y luego Archimboldi salió a las vías. Había dos trenes detenidos junto a unos almacenes.

Cuando volvió a entrar en la sala de espera uno de los magrebíes se había marchado. Se sentó en el extremo opuesto y esperó a que abrieran las taquillas. Luego compró un billete para cualquier lugar y se marchó del pueblo.

La vida sexual de Archimboldi se limitaba a su trato con las putas de las diversas ciudades donde vivía. Algunas putas no le cobraban. Le cobraban al principio, pero luego, cuando la figura de Archimboldi empezaba a formar parte del paisaje, dejaban de cobrarle, o no le cobraban siempre, lo que a menudo llevaba a equívocos que se resolvían de forma violenta.

Durante todos estos años la única persona con la que Archimboldi mantuvo una relación más o menos permanente fue la baronesa Von Zumpe. Generalmente el contacto era epistolar, aunque en ocasiones la baronesa aparecía por las ciudades o pueblos donde paraba Archimboldi y realizaban largas caminatas, cogidos del brazo como dos ex amantes que ya no tienen muchas confidencias que hacerse. Después Archimboldi acompañaba a la baronesa al hotel, el mejor de la ciudad o del pueblo donde estuvieran, y se despedían con un beso en la mejilla o, si el día había sido particularmente melancólico, con un abrazo. A la mañana siguiente la baronesa se marchaba a primera hora, mucho antes de que Archimboldi despertara y fuera al hotel a buscarla.

En las cartas las cosas eran diferentes. La baronesa hablaba de sexo, que practicó hasta muy avanzada edad, de amantes cada vez más patéticos o deleznables, de fiestas en las que solía reírse como cuando tenía dieciocho años, de nombres que Archimboldi no había oído nombrar nunca aunque según la baronesa eran las personalidades del momento en Alemania y Europa.

Por supuesto, Archimboldi no veía la tele, ni oía la radio ni leía la prensa. Se enteró de la caída del Muro gracias a una carta de la baronesa que estuvo aquella noche en Berlín. A veces, cediendo al sentimentalismo, la baronesa le pedía que volviera a Alemania. He vuelto, le respondía Archimboldi. Me gustaría que volvieras definitivamente, le contestaba la baronesa.

Que te quedaras más tiempo. Ahora eres famoso. Una rueda de prensa no estaría mal. Tal vez un poco excesivo para ti. Pero al menos una entrevista en exclusiva con algún periodista cultural de prestigio. Sólo en mis peores pesadillas, le escribía Archimboldi.

A veces hablaban de los santos, pues la baronesa, como algunas mujeres de vida sexual intensa, tenía una veta mística, aunque esta veta, bastante inocente, se resolvía estéticamente o a través de una pulsión de coleccionista de retablos y tallas medievales.

Hablaban de Eduardo el Confesor, muerto en 1066, que da como limosna su anillo regio al mismísimo San Juan Evangelista, el cual, naturalmente, se lo devuelve al cabo de los años a través de un peregrino que viene de Tierra Santa. Hablaban de Pelagia o Pelaya, actriz de teatro de Antioquía, la cual, en su aprendizaje de Cristo, se cambia de nombre varias veces y se hace pasar por hombre y adopta incontables personalidades, como si en un rapto de lucidez o locura hubiera decidido que su teatro era todo el Mediterráneo y su única y laberíntica obra el cristianismo.

Con los años, la letra de la baronesa, que siempre escribía a mano, se hizo cada vez más vacilante. A veces llegaban cartas suyas incomprensibles. Archimboldi sólo podía descifrar algunas palabras. Premios, honores, distinciones, candidaturas.

¿Premios de quién, de él, de la baronesa? Seguramente de él, pues a su manera la baronesa era de una modestia extrema.

También podía descifrar: trabajo, ediciones, la luz de la editorial, que era la luz de Hamburgo, cuando ya todos se han ido y sólo quedaba ella y su secretaria, que la ayudaba a bajar por las escaleras hasta la calle en donde la esperaba un coche parecido a un coche fúnebre. Pero la baronesa siempre se reponía y después de esas cartas agónicas le llegaban postales desde Jamaica o desde Indonesia, en donde la baronesa, con una letra más firme, le preguntaba si alguna vez había estado en América o en Asia, a sabiendas de que Archimboldi jamás se había movido del Mediterráneo.

En ocasiones, las cartas se espaciaban. Si Archimboldi, como hacía a menudo, se cambiaba de domicilio, le enviaba una carta con el nuevo remitente. A veces, por las noches, se despertaba de pronto pensando en la muerte, pero en sus cartas evitaba mencionarla. La baronesa, por el contrario, y tal vez porque tenía más años que él, hablaba de la muerte a menudo, de los muertos que había conocido, de los muertos que había amado y que ya sólo eran un montón de huesos o ceniza, de los niños muertos que no había conocido y que hubiera deseado tanto conocer y acunar y criar. En momentos así uno podía tener la impresión de que se estaba volviendo loca, pero Archimboldi sabía que ella siempre mantenía el equilibrio y que era honesta y sincera. En efecto, rara vez la baronesa dijo alguna mentira. Todo estaba claro desde la época en que ella acudía a la casa solariega de su familia, levantando una nube de polvo por el camino de tierra, en compañía de sus amigos, la juventud dorada berlinesa, ignorante y soberbia, a la que Archimboldi veía desde lejos, desde una de las ventanas de la casa, cuando descendían de sus coches riendo.

En alguna ocasión, recordando aquellos días, le preguntó si alguna vez había sabido algo de su primo Hugo Halder. La baronesa le contestó que no, que después de la guerra nunca más se supo nada de Hugo Halder, y durante un tiempo, tal vez sólo unas horas, Archimboldi fantaseó con la idea de que él era, en realidad, Hugo Halder. En otra ocasión, hablando de sus libros, la baronesa le confesó que nunca se molestó en leer ninguno de ellos, pues rara vez leía novelas «difíciles» u «oscuras», como las que él escribía. Con los años, además, esta costumbre se había acentuado y después de cumplir los setenta años el ámbito de sus lecturas se restringió a las revistas de moda o actualidad.

Cuando Archimboldi quiso saber por qué seguía publicándolo si no lo leía, pregunta más bien retórica cuya respuesta conocía, la baronesa le contestó que a) porque sabía que era bueno, b) porque Bubis así se lo había indicado, c) porque pocos editores leían a los autores que publicaban.

Llegados a este punto hay que decir que muy pocos creyeron que, a la muerte de Bubis, la baronesa fuera a seguir al frente de la editorial. Esperaban que vendiera el negocio y se dedicara a sus amantes y a sus viajes, que eran sus aficiones más conocidas. Sin embargo la baronesa tomó las riendas de la editorial y la calidad de ésta no decayó un ápice, pues se supo rodear de buenos lectores y en el aspecto puramente empresarial mostró un temple que nadie, hasta entonces, había visto en ella. En una palabra: el negocio de Bubis siguió creciendo.

A veces, medio en broma medio en serio, la baronesa le decía a Archimboldi que si él fuera más joven lo nombraría su heredero.

Cuando la baronesa cumplió ochenta años, en los círculos literarios de Hamburgo esta pregunta se la hacían completamente en serio. ¿Quién se haría cargo de la editorial de Bubis a la muerte de ella? ¿Quién sería nombrado oficialmente su heredero?

¿Había hecho testamento la baronesa? ¿A quién legaba la fortuna de Bubis? Parientes no había. La última Von Zumpe era la baronesa. Por parte de Bubis, sin contar a su primera mujer que había muerto en Inglaterra, el resto de su familia había desaparecido en los campos de exterminio. Ninguno de los dos había tenido hijos. No había hermanos ni primos (salvo Hugo Halder que a esas alturas probablemente ya estaba muerto).

No había sobrinos (a menos que Hugo Halder hubiera tenido un hijo). Se decía que la baronesa pensaba legar su fortuna, salvo la editorial, a obras benéficas y que algunos pintorescos representantes de ONG visitaban su despacho como quien visita el Vaticano o el Banco Alemán. Para herederos de la editorial no faltaban candidatos. Del que más se hablaba era de un joven de veinticinco años, de rostro parecido a Tadzio y cuerpo de nadador, poeta y profesor ayudante en Göttingen, a quien la baronesa había puesto al frente de la colección de poesía de la editorial. Pero todo, finalmente, se quedaba en el plano fantasmal de los rumores.

– Yo no me moriré nunca -le dijo en una ocasión la baronesa a Archimboldi-. O me moriré a los noventaicinco años, que es lo mismo que no morirse nunca.

La última vez que se vieron fue en una espectral ciudad italiana.

La baronesa Von Zumpe llevaba un sombrero blanco y usaba bastón. Hablaba del Premio Nobel y también hablaba pestes de los escritores desaparecidos, una costumbre o hábito o broma que juzgaba más americana que europea. Archimboldi llevaba una camisa de manga corta y la escuchaba con atención, porque se estaba quedando sordo, y se reía.

Y llegamos, finalmente, a la hermana de Archimboldi, Lotte Reiter.

Lotte nació en 1930 y era rubia y tenía los ojos azules, como su hermano, pero no creció tanto como él. Cuando Archimboldi se fue a la guerra Lotte tenía nueve años y lo que más deseaba era que le dieran permiso y volviera a casa con el pecho lleno de medallas. A veces lo oía en sueños. Los pasos de un gigante. Pies grandes calzados con las botas más grandes de la Wehrmacht, tan grandes que se las habían tenido que hacer especialmente para él, hollando el campo, sin fijarse en las charcas ni en las ortigas, en línea recta hacia la casa en donde sus padres y ella dormían.

Cuando despertaba experimentaba una tristeza tan grande que tenía que esforzarse para no llorar. Otras veces soñaba que ella también iba a la guerra, sólo para encontrar el cuerpo de su hermano acribillado en el campo de batalla. En ocasiones, les contaba estos sueños a sus padres.

– Sólo son sueños -decía la tuerta-, no sueñes esos sueños, gatita mía.

El cojo, por el contrario, le preguntaba por ciertos detalles, como por ejemplo el rostro de los soldados muertos, ¿cómo eran?, ¿cómo estaban?, ¿como si durmieran?, a lo que Lotte respondía que sí, exactamente como si durmieran, y entonces su padre movía la cabeza negativamente y decía: entonces no estaban muertos, pequeña Lotte, los rostros de los soldados muertos, cómo explicártelo, siempre están sucios, como si hubieran trabajado duramente todo el día y al acabar la jornada no hubieran tenido tiempo de lavarse la cara.

En el sueño, sin embargo, su hermano siempre tenía la cara perfectamente limpia y una expresión triste pero decidida, como si pese a estar muerto aún fuera capaz de hacer muchas cosas. En el fondo, Lotte creía que su hermano era capaz de hacer cualquier cosa. Y siempre estaba atenta a oír sus pisadas, las pisadas de un gigante que un día se acercaría a la aldea, se acercaría a la casa, se acercaría al huerto donde estaría ella esperándolo y le diría que la guerra había terminado y que volvía a casa para siempre y que a partir de ese momento todo iba a cambiar.

¿Pero qué cosas iban a cambiar? No lo sabía.

La guerra, por otra parte, no terminaba nunca y las visitas de su hermano se espaciaron hasta hacerse inexistentes. Una noche su madre y su padre se pusieron a hablar de él, sin saber que ella, en la cama, tapada hasta la nariz con una manta parduzca, estaba despierta y los escuchaba, y hablaban de él como si ya hubiera muerto. Pero Lotte sabía que su hermano no había muerto, pues los gigantes no mueren nunca, pensaba, o mueren sólo cuando ya están muy viejos, tan viejos que ni siquiera uno se da cuenta de que han muerto, simplemente se sientan a la puerta de sus casas o bajo un árbol y se ponen a dormir y entonces están muertos.

Un día tuvieron que irse de su aldea. Según sus padres era eso lo único que podían hacer pues la guerra se acercaba. Lotte pensó que si la guerra se acercaba también se acercaba su hermano, que vivía en el interior de la guerra como un feto vive en el interior de una mujer gorda, y se escondió para que no se la llevaran pues estaba segura de que Hans aparecería por allí.

Durante varias horas la estuvieron buscando y al atardecer el cojo la encontró oculta en el bosque, le dio una bofetada y la arrastró consigo.

Mientras se alejaban hacia el oeste, bordeando el mar, se cruzaron con dos columnas de soldados a los que Lotte preguntó a gritos si conocían a su hermano. La primera columna estaba compuesta por gente de todas las edades, tipos mayores como su padre y chicos de quince años, algunos sólo con la mitad del uniforme, y ninguno parecía muy entusiasmado de ir hacia el lugar adonde iban, aunque todos contestaron educadamente a la pregunta de Lotte diciéndole que no conocían ni habían visto a su hermano.

La segunda columna estaba compuesta por fantasmas, cadáveres salidos recientemente de un camposanto, espectros vestidos con uniformes grises o verdigrises y cascos de acero, invisibles a los ojos de todos salvo a los de Lotte, que volvió a repetir su pregunta, a la que algunos espantajos se dignaron contestar diciéndole que sí, que lo habían visto en tierras soviéticas, huyendo como un cobarde, o que lo habían visto nadando en el Dniéper y luego muriendo ahogado, y que bien merecido se lo tenía, o que lo habían visto en la estepa calmuca, bebiendo agua como si se estuviera muriendo de sed, o que lo habían visto agazapado en un bosque de Hungría, pensando en cómo pegarse un tiro con su propio fusil, o que lo habían visto en las afueras de un cementerio, el muy cabrón, sin atreverse a entrar, dando vueltas y vueltas hasta que caía la noche y el cementerio se vaciaba de deudos y sólo entonces, el muy mariquita, dejaba de caminar en círculos y se asomaba a los muros, clavando sus botas claveteadas en los ladrillos rojos y desconchados y asomando su nariz y sus ojos azules al otro lado, el lado de los muertos, donde yacían los Grote y los Kruse, los Neitzke y los Kunze, los Barz y los Wilke, los Lemke y los Noack, el lado en donde estaba el discreto Ladenthin y el valiente Voss, y luego, envalentonado, trepaba al muro y se quedaba un rato allí, con sus largas piernas colgando, y luego les sacaba la lengua a los muertos, y luego se quitaba el casco y se apretaba con las dos manos las sienes, y luego cerraba los ojos y chillaba, eso le decían los espectros a Lotte, mientras se reían y marchaban detrás de la columna de los vivos.

Después los padres de Lotte se instalaron en Lübeck, junto con otros muchos de su aldea, pero el cojo dijo que los rusos iban a llegar hasta allí y cogió a su familia y siguió caminando hacia el oeste, y entonces Lotte olvidó el paso del tiempo, los días parecían noches y las noches días, y a veces los días y las noches no se parecían a nada, todo era un contínuum de luminosidad cegadora y de fogonazos.

Una noche Lotte vio a unas sombras escuchando la radio.

Una de las sombras era su padre. Otra sombra era su madre.

Otras sombras tenían ojos y narices y bocas que ella no conocía.

Bocas como zanahorias, con los labios pelados, y narices como patatas mojadas. Todos se cubrían la cabeza y las orejas con pañuelos y mantas y en la radio la voz de un hombre decía que Hitler ya no existía, es decir que había muerto. Pero no existir y morir eran cosas distintas, pensó Lotte. Hasta entonces su primera menstruación se había retrasado. Aquel día, sin embargo, por la mañana, había comenzado a sangrar y no se sentía bien. La tuerta le había dicho que era normal, que eso les pasaba tarde o temprano a todas las mujeres. Mi hermano el gigante no existe, pensó Lotte, pero eso no significa que esté muerto. Las sombras no se dieron cuenta de su presencia. Algunos suspiraron. Otros se pusieron a llorar.

– Mi führer, mi führer -clamaban sin alzar la voz, como mujeres que aún no hubieran tenido la menstruación.

Su padre no lloraba. Su madre sí lloraba y las lágrimas le salían únicamente por el ojo bueno.

– Ya no existe -dijeron las sombras-, ya está muerto.

– Ha muerto como un soldado -dijo una de las sombras.

– Ya no existe.

Después marcharon a Paderborn, donde vivía un hermano de la tuerta, pero cuando llegaron la casa estaba ocupada por refugiados y ellos se instalaron allí. Del hermano de la tuerta ni rastro. Un vecino les dijo que, o mucho se equivocaba, o a ése no lo iban a volver a ver nunca más. Durante un tiempo vivieron de la caridad, de lo que los ingleses les regalaban. Después el cojo enfermó y murió. Su último deseo fue que lo enterraran en su aldea con honores militares y la tuerta y Lotte le dijeron que eso harían, sí, sí, eso haremos, aunque sus restos fueron arrojados a la fosa común del cementerio de Paderborn. No había tiempo para delicadezas, aunque Lotte sospechaba que precisamente aquél era el tiempo de las delicadezas, de los detalles, de las atenciones exquisitas.

Los refugiados se marcharon y la tuerta se quedó con la casa de su hermano. Lotte encontró trabajo. Más tarde estudió.

No mucho. Volvió al trabajo. Lo dejó. Estudió un poco más.

Encontró otro trabajo, bastante mejor. Dejó los estudios para siempre. La tuerta encontró un novio, un viejo que había sido funcionario en la época del Kaiser y durante los años del nazismo y que volvía a serlo en la Alemania de posguerra.

– Un funcionario alemán -decía el viejo- es algo que no se encuentra fácilmente, ni siquiera en Alemania.

A eso se reducía todo su ingenio, toda su inteligencia, toda su agudeza de pensamiento. Ciertamente, para él era suficiente.

Para entonces la tuerta ya no quería volver a la aldea, que había quedado en la zona soviética. Ni quería volver a ver el mar. Ni mostraba un interés excesivo por conocer el destino de su hijo perdido en la guerra. Estará enterrado en Rusia, decía con gesto resignado y duro. Lotte empezó a salir de casa.

Primero salió con un soldado inglés. Luego, cuando el soldado fue destinado a otro lugar, salió con un chico de Paderborn, un chico cuya familia, de clase media, no veía con buenos ojos sus escarceos con aquella chica rubia y descocada, pues Lotte, en esos años, sabía bailar todos los bailes de moda del mundo.

A ella le importaba ser feliz y también le importaba el muchacho, no su familia, y siguieron juntos hasta que él se marchó a estudiar a la universidad y a partir de entonces la relación se acabó.

Una noche apareció su hermano. Lotte estaba en la cocina, planchando un vestido, y sintió sus pisadas. Es Hans, pensó.

Cuando llamaron a la puerta corrió a abrir. Él no la reconoció, pues ya era una mujer, según le dijo más tarde, pero ella no tuvo necesidad de preguntarle nada y se abrazó a él durante mucho rato. Esa noche hablaron hasta que amaneció y Lotte no sólo tuvo tiempo de planchar su vestido sino toda la ropa limpia. Al cabo de unas horas Archimboldi se quedó dormido, con la cabeza apoyada sobre la mesa, y sólo se despertó cuando su madre le tocó un hombro.

Dos días después se marchó y todo volvió a la normalidad.

Por entonces la tuerta ya no tenía de novio al funcionario sino a un mecánico, un tipo jovial y con negocio propio, al que le iba muy bien reparando los vehículos de las tropas de ocupación y los camiones de los campesinos y de los industriales de Paderborn. Tal como él decía, hubiera podido encontrar una mujer más joven y más guapa, pero prefería una mujer honrada y trabajadora, que no le chupara la sangre como un vampiro.

El taller del mecánico era grande y a petición de la tuerta encontró allí un trabajo para Lotte, pero ésta no lo aceptó. Poco antes de que su madre se casara con el mecánico conoció en el taller a un empleado, un tal Werner Haas, y como ambos se gustaban y jamás discutían entre sí empezaron a salir juntos, primero al cine, luego a las salas de baile.

Una noche Lotte soñó que aparecía su hermano al otro lado de la ventana de su cuarto y le preguntaba por qué se iba a casar mamá. No lo sé, le contestaba Lotte desde la cama. Tú no te cases nunca, le decía su hermano. Lotte movía la cabeza afirmativamente y luego la cabeza de su hermano desaparecía y sólo quedaba la ventana empañada y un eco de pisadas de gigante.

Pero cuando Archimboldi fue a Paderborn, después del matrimonio de su madre, Lotte le presentó a Werner Haas y ambos parecieron simpatizar.

Cuando su madre se casó las dos se fueron a vivir a casa del mecánico. Según opinaba éste, Archimboldi seguramente era un maleante que vivía del timo o del robo o del contrabando.

– Huelo a los contrabandistas a cien metros de distancia -decía el mecánico.

La tuerta no decía nada. Lotte y Werner Haas hablaron de ello. El contrabandista, según Werner, era el mecánico, que pasaba piezas de recambio por la frontera y que muchas veces decía que un automóvil estaba reparado cuando en realidad no lo estaba. Werner, pensaba Lotte, era una buena persona y siempre tenía una palabra amable para cualquiera. Por aquellos días a Lotte se le ocurrió pensar que tanto Werner como ella y todos los jóvenes nacidos alrededor del año 30 o 31 estaban condenados a no ser felices nunca.

Werner, que era su confidente, la escuchaba sin decir nada, y luego se iban juntos al cine, a ver películas americanas o inglesas, o bien salían a bailar. Algunos fines de semana salían al campo, sobre todo después de que Werner comprara una moto, medio inútil, que él mismo reparó en sus ratos libres.

Para estos picnics Lotte preparaba bocadillos de pan negro y pan blanco, un poco de Kuchen y nunca más de tres botellas de cerveza. Werner por su parte llenaba una cantimplora de agua y en ocasiones llevaba dulces y chocolatinas. A veces, después de caminar y comer en medio de un bosque, extendían una manta en el suelo, se tomaban de la mano y se quedaban dormidos.

Los sueños que Lotte tenía en el campo eran inquietantes.

Soñaba con ardillas muertas y con ciervos muertos y conejos muertos, y a veces, en la espesura, creía ver un jabalí y se acercaba muy lentamente a él, y cuando apartaba las ramas veía un enorme jabalí hembra tumbado en la tierra, agonizando, y a su lado cientos de lechones de jabalí muertos. Cuando esto sucedía se levantaba de un salto y sólo la visión de Werner, a su lado, durmiendo plácidamente, conseguía tranquilizarla. Durante un tiempo estuvo pensando en volverse vegetariana. En lugar de eso, adquirió el hábito de fumar.

Por aquel entonces, en Paderborn, como en el resto de Alemania, era usual que las mujeres fumaran, pero pocas, al menos en Paderborn, lo hacían en la calle, mientras paseaban o se dirigían a sus trabajos. Lotte era una de las que fumaba en la calle, pues el primer cigarrillo lo encendía a primera hora de la mañana y cuando caminaba hasta la parada del autobús ya estaba fumando su segundo cigarrillo del día. Werner, por el contrario, no fumaba, y aunque Lotte insistió en que lo hiciera, a lo más que llegó, por no llevarle la contraria, fue a chupar un par de veces el cigarrillo de ella y a medio ahogarse con el humo.

Cuando Lotte empezó a fumar Werner le pidió que se casaran.

– Lo tengo que pensar -dijo Lotte-, pero no uno ni dos días, sino semanas y meses.

Werner le dijo que se tomara todo el tiempo que necesitara, pues él quería casarse con ella para toda la vida y sabía que la decisión que uno tomara sobre un asunto así era importante.

A partir de ese momento las salidas de Lotte con Werner se espaciaron.

Cuando éste se dio cuenta le preguntó si ya no lo quería y cuando Lotte le contestó que estaba pensando si casarse con él o no, lamentó habérselo pedido. Ya no hacían excursiones con la misma asiduidad de antes, ni iban al cine ni salían a bailar. En esos días Lotte conoció a un hombre que trabajaba en una empresa de fabricación de tubos que se acababa de instalar en la ciudad y empezó a salir con este hombre, que era ingeniero y se llamaba Heinrich y que vivía en una pensión del centro, pues su verdadera casa estaba en Duisburg, que era donde estaba la planta principal de la fábrica.

Poco después de empezar a salir con él, Heinrich le confesó que estaba casado y que tenía un hijo, pero que no amaba a su mujer y que pensaba divorciarse. A Lotte no le importó que estuviera casado, pero sí le importó que tuviera un hijo, pues ella amaba a los niños y la idea de dañar a un niño, aunque fuera indirectamente, le parecía monstruosa. Aun así, estuvieron saliendo juntos cerca de dos meses, y a veces Lotte hablaba con Werner y Werner le preguntaba qué tal le iba con su nuevo novio y Lotte decía que muy bien, normal, como a todo el mundo.

Al final, sin embargo, se dio cuenta de que Heinrich no se iba a divorciar jamás de su mujer y rompió con él, aunque de tanto en tanto iban al cine y luego salían a cenar juntos.

Un día, al salir del trabajo, encontró a Werner en la calle, montado en su moto, esperándola. Esta vez Werner no le habló de matrimonio ni de amor sino que se limitó a invitarla a un café y luego a llevarla a su casa. Paulatinamente volvieron a salir juntos, algo que alegró a la tuerta y al mecánico, que no tenía hijos y que apreciaba a Werner porque era serio y trabajador.

Las pesadillas que Lotte había sufrido desde su infancia disminuyeron considerablemente, hasta que finalmente ya no tuvo más pesadillas ni tampoco sueños.

– Seguramente sueño -decía-, como todas las personas, pero tengo la suerte de no acordarme de nada cuando me despierto.

Cuando le dijo a Werner que ya había pensado bastante en su proposición y que aceptaba casarse con él, éste se puso a llorar y tartamudeando le confesó que nunca se había sentido más feliz que en aquel instante. Dos meses después se casaron y durante la fiesta, que se celebró en el patio de un restaurante, Lotte se acordó de su hermano y no supo en ese momento, tal vez porque había bebido demasiado, si lo habían invitado a la boda o no.

La luna de miel la pasaron en un pequeño balneario a orillas del Rin y luego ambos volvieron a sus respectivos trabajos y la vida siguió exactamente igual que antes. Vivir con Werner, incluso en una casa de una sola habitación, era fácil, pues todo lo que hacía su marido lo hacía para complacerla. Los sábados iban al cine, los domingos solían marchar al campo en la moto o ir a bailar. Durante la semana, y pese a que trabajaba duro, Werner se las arreglaba para ayudarla en todas las cosas de la casa. Lo único que Werner no sabía hacer era cocinar. A final de mes, solía comprarle un regalo o llevarla al centro de Paderborn para que ella eligiera un par de zapatos o una blusa o un pañuelo. Para que no le faltara dinero Werner solía hacer horas extra en el taller o a veces trabajaba por su cuenta, a espaldas del mecánico, arreglando los tractores o las cosechadoras de los campesinos, que no le pagaban mucho pero que a cambio le regalaban embutidos y carne y hasta sacos de harina que hacían que la cocina de Lotte pareciera un almacén o que ambos se estuvieran preparando para otra guerra.

Un día, sin haber dado muestras de enfermedad alguna, murió el mecánico y Werner se puso al frente del taller. Aparecieron algunos familiares, primos lejanos que exigieron su parte de la herencia, pero la tuerta y sus abogados lo arreglaron todo y al final los paletos se marcharon con algo de dinero y poca cosa más. Para entonces Werner había engordado y empezaba a perder pelo, y aunque el trabajo físico disminuyó, las responsabilidades se acrecentaron, lo que lo volvió más silencioso que de costumbre. Los dos se trasladaron a la casa del mecánico, que era grande, pero que estaba justo encima del taller, difuminando así la frontera entre trabajo y casa, lo que producía en Werner el efecto de que siempre estaba trabajando.

En el fondo hubiera preferido que el mecánico no se hubiera muerto o que la tuerta hubiera colocado en la dirección del taller a otro cualquiera. Por supuesto, el cambio de trabajo también tenía sus compensaciones. Aquel verano Lotte y Werner pasaron una semana en París. Y por navidades fueron con la tuerta al lago Constanza, pues a Lotte le encantaba viajar. De vuelta a Paderborn, además, ocurrió algo nuevo: por primera vez hablaron sobre la posibilidad de tener un hijo, algo a lo que ninguno de los dos se mostraba proclive debido a la guerra fría y al peligro de confrontación nuclear, si bien por otra parte nunca su situación económica había sido mejor.

Durante dos meses discutieron, de forma más bien lánguida, sobre la responsabilidad que acarreaba dar semejante paso, hasta que una mañana, mientras desayunaban, Lotte le dijo que estaba embarazada y que ya no había nada más que discutir.

Antes de que naciera el niño se compraron un coche y se tomaron unas vacaciones de más de una semana. Estuvieron en el sur de Francia y en España y en Portugal. De vuelta a casa Lotte quiso pasar por Colonia y buscaron la única dirección que ella tenía de su hermano.

En la buhardilla donde antes viviera Archimboldi con Ingeborg se levantaba un edificio nuevo de apartamentos y nadie de los que vivía allí recordaba a un joven con las características de Archimboldi, alto y rubio, huesudo, ex soldado, un gigante.

Durante la mitad del camino de vuelta a casa Lotte permaneció en silencio, como enfurruñada, pero luego pararon a comer en un restaurante de carretera y se pusieron a hablar de las ciudades que habían conocido y el ánimo le mejoró notablemente.

Tres meses antes de que naciera su hijo Lotte dejó de trabajar. El parto fue normal y rápido, aunque el niño pesó más de cuatro kilos y según los médicos estaba mal puesto. Pero parece ser que en el último minuto el pequeño se puso de cabeza y todo salió bien.

Le pusieron Klaus, por el padre de la tuerta, aunque Lotte en algún momento pensó en llamarlo Hans, como su hermano.

En realidad el nombre, pensó Lotte, no importaba gran cosa, lo que importaba era la persona. Desde el principio Klaus se convirtió en el favorito de su abuela y de su padre, pero el pequeño a quien más quería era a Lotte. Ésta a veces lo miraba y lo encontraba parecido a su hermano, como si fuera la reencarnación de su hermano, pero en miniatura, algo que le resultaba agradable pues hasta entonces la figura de su hermano siempre había estado revestida con los atributos de lo grande y lo desmesurado.

Cuando Klaus tenía dos años Lotte volvió a quedarse embarazada, pero a los cuatro meses abortó y algo fue mal pues ya no pudo tener más hijos. La infancia de Klaus fue como la de cualquier niño de clase media de Paderborn. Le gustaba jugar con otros niños al fútbol, pero en el colegio practicaba el baloncesto.

Una sola vez llegó con un ojo amoratado a casa. Según explicó, un compañero se había burlado del ojo tuerto de su abuela y se habían peleado. En los estudios no era muy brillante, pero tenía una gran afición por las máquinas, fueran éstas de la clase que fueran, y se podía pasar horas en el taller observando trabajar a los mecánicos de su padre. Casi nunca enfermaba, aunque las pocas veces que lo hacía tenía grandes subidas de temperatura que lo hacían delirar y ver cosas que nadie más veía.

Cuando tenía doce años su abuela murió de cáncer en el hospital de Paderborn. Le suministraban constantemente morfina y cuando Klaus la iba a ver lo confundía con Archimboldi y lo llamaba hijo mío o hablaba con él en el dialecto de su aldea natal prusiana. A veces le contaba cosas de su abuelo, del cojo, de los años en que el cojo sirvió fielmente a las órdenes del Kaiser, y de la pena que lo acompañó siempre de ser bajito y no haber pertenecido al regimiento de élite de la guardia de Prusia, en donde sólo admitían a los que medían más de un metro noventa.

– Bajito de estatura, pero alto de valor, ése era tu padre -decía su abuela con una sonrisa de morfinómana satisfecha.

Hasta entonces a Klaus nunca le habían dicho nada de su tío. Después de la muerte de su abuela, le preguntó a Lotte por él. En realidad, no es que tuviera mucho interés, pero se sentía tan triste que pensó que eso lo distraería de su pena. Lotte hacía mucho que no pensaba en su hermano y la pregunta de Klaus, en cierto sentido, fue una sorpresa. Por aquel tiempo Lotte y Werner se habían metido en negocios inmobiliarios, negocios de los que nada sabían, y tenían miedo de perder dinero.

Por lo que la respuesta de Lotte fue imprecisa: le dijo que su tío tenía diez años más que ella, o algo así, y que su manera de ganarse la vida no era precisamente un modelo para los jóvenes, o algo así, y que hacía mucho tiempo que la familia no sabía nada de él, pues había desaparecido de la faz de la tierra, o algo así.

Más adelante le contó a Klaus que cuando ella era pequeña creía que su hermano era un gigante, pero que esas cosas suelen ocurrirles a las niñas.

En otra ocasión Klaus habló de su tío con Werner y éste le dijo que era un tipo simpático, muy observador y más bien silencioso, aunque según Lotte su hermano no había sido siempre así, sino que los cañones, los morteros, las ráfagas de ametralladora de la guerra lo habían vuelto silencioso. Cuando Klaus le preguntó si se parecía a su tío, Lotte le contestó que sí, se parecían, los dos eran altos y delgados, pero Klaus tenía el pelo mucho más rubio que su hermano y posiblemente el azul de los ojos mucho más claro. Después Klaus dejó de hacer preguntas y la vida continuó como antes de la muerte de la tuerta.

Los nuevos negocios de Lotte y Werner no salieron todo lo bien que esperaban, pero tampoco perdieron dinero, al contrario, algo de dinero ganaron, aunque no se hicieron ricos. El taller mecánico seguía funcionando a pleno rendimiento y nadie hubiera podido decir que las cosas les iban mal.

A los diecisiete años Klaus se metió en problemas con la policía. No era un buen estudiante y sus padres se habían resignado a que no fuera a la universidad, pero a los diecisiete se vio envuelto, junto con otros dos amigos, en el robo de un coche y en un posterior incidente de abusos deshonestos cometidos contra una joven de origen italiano que trabajaba como obrera en una pequeña fábrica de servicios sanitarios. Los dos amigos de Klaus se pasaron una temporada en la cárcel, pues eran mayores de edad. Klaus estuvo internado en un correccional durante cuatro meses y luego volvió a casa de sus padres. En el tiempo que estuvo en el correccional trabajó en el taller de reparaciones y aprendió a arreglar todo tipo de electrodomésticos, desde un refrigerador hasta una batidora. Cuando regresó a casa comenzó a trabajar en el taller mecánico de su padre y durante un tiempo estuvo sin meterse en problemas.

Lotte y Werner se intentaron convencer el uno al otro de que su hijo ya estaba encarrilado por la senda correcta. A los dieciocho años Klaus empezó a salir con una muchacha que trabajaba en una panadería, pero la relación apenas duró tres meses, debido a que la chica, en apreciación de Lotte, no era precisamente una belleza. A partir de entonces no volvieron a conocer a ninguna otra novia de Klaus y llegaron a la conclusión de que no las tenía o bien evitaba, por motivos que ellos ignoraban, llevarlas a la casa. Por aquellos días Klaus se aficionó a la bebida y al terminar la jornada de trabajo solía irse a las cervecerías de Paderborn a beber con algunos trabajadores jóvenes del taller mecánico.

En más de una ocasión, un viernes o un sábado por la noche, se metió en problemas, nada del otro mundo, peleas con otros jóvenes y destrozos en locales públicos, y Werner tenía que ir a pagar la multa y a sacarlo de la comisaría. Un día se le ocurrió que Paderborn era demasiado pequeña para él y se marchó a Munich. A veces llamaba a su madre por teléfono, a cobro revertido, y sostenían conversaciones intrascendentes y forzadas que dejaban a Lotte, paradójicamente, más tranquila.

Pasaron algunos meses hasta que Lotte lo volvió a ver. Según Klaus, no había futuro en Alemania ni en Europa y ya sólo le quedaba probar suerte en América, adonde pensaba irse apenas reuniera un poco de dinero. Después de trabajar unos meses en el taller embarcó en Kiel en un barco alemán cuyo destino final era Nueva York. Cuando se marchó de Paderborn Lotte se puso a llorar: su hijo era muy alto y no parecía un hombre débil, pero ella igual se puso a llorar porque presentía que no iba a ser feliz en el nuevo continente, en donde los hombres no eran tan altos ni tenían el pelo tan rubio, pero eran astutos y más bien de mala índole, lo peor de cada casa, gente en la que no se podía confiar.

Werner lo llevó en coche hasta Kiel y cuando regresó a Paderborn le dijo a Lotte que el barco era bueno, firme, que no se hundiría, y que el trabajo de Klaus, camarero y ocasionalmente lavaplatos, no entrañaba peligro alguno. Pero sus palabras no tranquilizaron a Lotte, que había rechazado ir hasta Kiel «para no prolongar la agonía».

Cuando Klaus desembarcó en Nueva York le mandó una postal a su madre en la que aparecía la Estatua de la Libertad.

Esta señora es mi aliada, escribió en el dorso. Luego pasaron meses sin saber nada de él. Y luego más de un año. Hasta que recibieron otra postal en la que les comunicaba que estaba tramitando la nacionalidad estadounidense y que tenía un buen trabajo. El remite era de Macon, en el estado de Georgia, y Lotte y Werner le escribieron sendas cartas llenas de preguntas acerca de su salud, de su economía, de sus planes futuros, que Klaus jamás contestó.

Con el paso del tiempo Lotte y Werner se fueron haciendo a la idea de que Klaus había volado del nido y que estaba bien.

A veces Lotte lo imaginaba casado con una americana, viviendo en una soleada casa americana, y llevando una vida similar a las vidas que uno podía contemplar en las películas americanas que pasaban por la televisión. En los sueños de Lotte, sin embargo, la mujer americana de Klaus no tenía rostro, siempre la veía de espaldas, es decir veía su pelo, sólo un poco menos rubio que el de Klaus, sus hombros bronceados y su talle delgado pero firme. Veía el rostro de Klaus, lo veía serio o expectante, pero el rostro de su mujer no lo veía nunca, y el rostro de sus hijos, cuando lo imaginaba con hijos, tampoco. De hecho, a los niños de Klaus ni siquiera los veía de espaldas. Sabía que estaban allí, en alguna de las habitaciones, pero no los veía nunca, ni tampoco los oía, lo que era aún más raro pues los niños casi nunca permanecen en silencio demasiado rato.

Algunas noches, Lotte, de tanto pensar e imaginar una supuesta vida de Klaus, se quedaba dormida y se ponía a soñar con su hijo. Veía entonces una casa, una casa americana pero que ella no identificaba como casa americana. Al acercarse a la casa sentía un olor penetrante que al principio le desagradaba, pero luego pensaba: la mujer de Klaus debe de estar cocinando una comida india. Y así, a los pocos segundos, el olor se convertía en un olor exótico y, pese a todo, agradable. Después se veía a sí misma sentada a una mesa. En la mesa había un jarrón, un plato vacío, un vaso de plástico y un tenedor, nada más, pero a ella lo que más la preocupaba era saber quién le había abierto la puerta. Por más esfuerzos que hacía no lo recordaba y eso la hacía sufrir.

Su sufrimiento era como el rechinar de la tiza sobre una pizarra.

Como si un niño hiciera rechinar adrede una tiza sobre una pizarra. O tal vez no fuera una tiza sino sus uñas, o tal vez no fueran sus uñas sino sus dientes. Con el tiempo, esta pesadilla, la pesadilla de la casa de Klaus, como la llamaba, se convirtió en una pesadilla recurrente. A veces, por las mañanas, mientras ayudaba a Werner a prepararse el desayuno, le decía:

– He tenido una pesadilla.

– ¿La pesadilla de la casa de Klaus? -preguntaba Werner.

Y Lotte, sin mirarlo, con expresión distraída, movía la cabeza afirmativamente. En el fondo, tanto ella como Werner esperaban que Klaus, en algún momento, recurriera a ellos pidiéndoles dinero, pero los años fueron pasando y Klaus parecía irremediablemente perdido en los Estados Unidos.

– Tal como es Klaus -decía Werner- no me extrañaría que ahora estuviera viviendo en Alaska.

Un día Werner enfermó y los médicos le dijeron que tenía que dejar de trabajar. Como no tenía problemas económicos puso a uno de los mecánicos más veteranos al frente del taller y él y Lotte se dedicaron a hacer turismo. Estuvieron en un crucero por el Nilo, visitaron Jerusalén, viajaron en un coche alquilado por el sur de España, recorrieron Florencia y Roma y Venecia. El primer destino que escogieron, sin embargo, fue Estados Unidos. Visitaron Nueva York y luego estuvieron en Macon, Georgia, y descubrieron con pesadumbre que la casa donde había vivido Klaus era un piso en un viejo edificio junto al gueto negro.

Durante ese viaje, y tal vez debido a las muchas películas americanas que habían visto juntos, se les ocurrió que lo mejor, acaso, sería contratar a un detective. Visitaron a uno en Atlanta y le expusieron su problema. Werner sabía algo de inglés y el detective era un tipo nada remilgado, un ex policía de Atlanta capaz de salir a comprar, dejándolos a ellos sentados en su oficina, un diccionario inglés-alemán, y volver corriendo y seguir la conversación como si nada hubiera pasado. Además, no era un estafador, pues de entrada les advirtió que buscar, después de tanto tiempo, a un alemán nacionalizado americano era como buscar una aguja en un pajar.

– Posiblemente hasta se ha cambiado de nombre -dijo.

Pero ellos querían probar y le pagaron los honorarios de un mes y el detective quedó en enviarles al cabo de este tiempo el resultado de sus pesquisas a Alemania. Pasado el mes les llegó un sobre grande a Paderborn en donde el detective les desglosaba los gastos y daba cuenta de la investigación.

Total: nada.

Había conseguido dar con un tipo que había conocido a Klaus (el casero del edificio donde vivía), a través del cual llegó a otro tipo que le había dado empleo, pero cuando Klaus se fue de Atlanta a ninguno de los dos les dijo adónde pensaba ir. El detective sugería otras líneas de investigación, pero para eso necesitaba más dinero, y Werner y Lotte decidieron contestarle agradeciéndole las molestias y dando por concluido, al menos de momento, el trato.

Unos años después Werner murió de una afección cardíaca y Lotte se quedó sola. Cualquier otra mujer en su situación probablemente hubiera sido incapaz de levantar cabeza, pero Lotte no se dejó arredrar por el destino y en vez de quedarse cruzada de brazos multiplicó y triplicó su actividad diaria. Y no sólo mantuvo productivas las inversiones y en funcionamiento el taller sino que, con un remanente de capital, se metió en otros negocios y le fue bien.

El trabajo, el exceso de trabajo, parecía rejuvenecerla.

Siempre estaba metiendo la nariz en todo, nunca permanecía quieta, algunos de sus empleados llegaron a odiarla, aunque eso la traía sin cuidado. Durante las vacaciones, que nunca excedían los siete o nueve días, buscaba el clima cálido de Italia o España y se dedicaba a tomar el sol en la playa y a leer bestsellers.

Algunas veces iba con amigas ocasionales, pero por regla general salía del hotel sola, atravesaba una calle y ya estaba en la playa, en donde le pagaba a un muchacho para que le instalara una tumbona y un parasol. Allí se quitaba la parte superior del bikini, sin importarle que sus pechos ya no fueran los de antes, o se bajaba el traje de baño por debajo de la barriga y se dormía al sol. Cuando despertaba giraba el parasol para tener sombra y la reemprendía con el libro. De vez en cuando el muchacho que alquilaba las tumbonas y los parasoles se le acercaba y Lotte le daba dinero para que le trajera del hotel un cubalibre o una jarrita de sangría con mucho hielo. A veces, por las noches, iba a la terraza del hotel o a la discoteca, que estaba en el primer piso y en donde la clientela estaba formada por alemanes, ingleses y holandeses más o menos de su misma edad, y se quedaba un ratito mirando a las parejas bailar o escuchando a la orquesta que en ocasiones interpretaba canciones de principios de los años sesenta. Vista desde lejos parecía una señora de bonitas facciones, algo entrada en carnes, distante y con un toque de elegancia y un no sé qué de tristeza. De cerca, cuando un viudo o un divorciado la invitaban a bailar o a dar un paseo a orillas del mar y Lotte sonreía y decía que no, gracias, volvía a ser una niña campesina y la distinción se evaporaba y sólo quedaba la tristeza.

En 1995 recibió un telegrama de México, de un lugar llamado Santa Teresa, en donde le comunicaban que Klaus estaba preso. El telegrama estaba firmado por una tal Victoria Santolaya, la abogada de Klaus. La conmoción que sufrió Lotte fue tan grande que tuvo que dejar su despacho, subir a su casa y meterse en la cama, aunque por supuesto fue incapaz de dormir.

Klaus estaba vivo. Eso era todo lo que le importaba. Contestó el telegrama y adjuntó su número de teléfono y al cabo de cuatro días, en medio de un diálogo entre telefonistas que querían saber si aceptaba la llamada a cobro revertido, escuchó la voz de una mujer que le hablaba en inglés, muy despacio, pronunciando cada sílaba, aunque igual ella no le entendió nada pues desconocía ese idioma. Al final la voz de la mujer dijo, en una especie de alemán: «Klaus bien.» Y: «Traductor.» Y algo más que sonaba a alemán o que a Victoria Santolaya le sonaba a alemán y que ella no entendió. Y un número de teléfono, que se lo dictó en inglés, varias veces, y que ella anotó en un papel, pues saber los números en inglés no era una empresa difícil.

Aquel día Lotte no trabajó. Llamó a una escuela de secretarias y dijo que quería contratar a una chica que supiera perfectamente inglés y español, aunque en el taller trabajaba más de un mecánico que sabía inglés y que hubiera podido ayudarla.

En la escuela de secretarias le dijeron que tenían a la chica que ella buscaba y le preguntaron para cuándo la quería. Lotte les explicó que la necesitaba de inmediato. Al cabo de tres horas apareció por el taller una chica de unos veinticinco años, con el pelo lacio y de color marrón claro, vestida con vaqueros, que estuvo bromeando con los mecánicos antes de subir al despacho de Lotte.

La chica se llamaba Ingrid y Lotte le explicó que su hijo estaba preso en México y que tenía que hablar con su abogada mexicana, pero que ésta sólo hablaba inglés y español. Después de hablar Lotte creyó que iba a tener que explicárselo todo otra vez, pero Ingrid era una chica lista y no fue necesario. Cogió el teléfono y llamó a un número de información pública para informarse de la diferencia horaria con México. Después llamó a la abogada y estuvo cerca de quince minutos hablando con ella en español, aunque de vez en cuando se pasaba al inglés para aclarar ciertos términos, y no dejaba de tomar notas en una libreta.

Al final dijo: la volveremos a llamar, y colgó.

Lotte estaba sentada a la mesa y cuando Ingrid colgó se preparó para lo peor.

– Klaus está preso en Santa Teresa, que es una ciudad del norte de México, en la frontera con los Estados Unidos -dijo-, pero está bien de salud y no ha sufrido daños físicos.

Antes de que Lotte preguntara por qué estaba preso Ingrid sugirió tomar un té o un café. Lotte preparó dos tazas de té y mientras se movía por la cocina observaba a Ingrid que repasaba sus notas.

– Lo acusan de haber matado a varias mujeres -dijo la chica tras beber dos sorbos de té.

– Klaus no haría eso jamás -dijo Lotte.

Ingrid movió la cabeza afirmativamente y luego dijo que la abogada, la tal Victoria Santolaya, necesitaba dinero.

Esa noche Lotte soñó por primera vez después de mucho tiempo con su hermano. Veía a Archimboldi caminando por el desierto, vestido con pantalones cortos y un sombrerito de paja, y alrededor todo era arena, dunas que se sucedían hasta la línea del horizonte. Ella le gritaba algo, le decía deja de moverte, por aquí no se va a ningún sitio, pero Archimboldi se alejaba cada vez más, como si quisiera perderse para siempre en esa tierra incomprensible y hostil.

– Es incomprensible y además es hostil -le decía ella, y sólo en ese momento se daba cuenta de que nuevamente era una niña, una niña que vivía en una aldea prusiana entre el bosque y el mar.

– No -le decía Archimboldi, pero se lo decía como al oído-, esta tierra es sobre todo aburrida, aburrida, aburrida…

Cuando despertó supo que tenía que ir a México sin perder ni un solo minuto más. Al mediodía Ingrid apareció en el taller. Lotte la vio desde los cristales de su despacho. Como siempre, antes de subir, Ingrid estuvo bromeando con un par de mecánicos. Su risa, atenuada por los cristales, le pareció fresca y despreocupada. Cuando estaba delante de ella, sin embargo, Ingrid se comportaba de forma mucho más seria. Antes de llamar a la abogada tomaron té con galletitas. Desde hacía veinticuatro horas Lotte no probaba bocado y las galletitas le sentaron bien. La presencia de Ingrid, además, le resultaba reconfortante:

era una muchacha juiciosa y sencilla, que sabía gastar bromas en su momento y sabía ponerse seria cuando había que ponerse seria.

Cuando llamaron a la abogada Lotte le indicó a Ingrid que le dijera que iría personalmente a Santa Teresa a solucionar todo lo que se tuviera que solucionar. La abogada, que parecía soñolienta, como si la acabaran de sacar de la cama, le dio a Ingrid un par de direcciones y luego cortaron. Esa tarde Lotte visitó a su abogado y le expuso el caso. Su abogado hizo un par de llamadas y luego le dijo que tuviera cuidado, que en los abogados mexicanos no se podía confiar.

– Eso ya lo sé -dijo Lotte con seguridad.

También le aconsejó sobre la mejor manera de hacer transacciones bancarias. Por la noche llamó a Ingrid a su casa y le preguntó si le apetecía acompañarla a México.

– Por supuesto, le pagaré -dijo.

– ¿Como traductora? -preguntó Ingrid.

– Como traductora, como intérprete, como dama de compañía, como lo que sea -dijo Lotte de malhumor.

– Acepto -dijo Ingrid.

Al cabo de cuatro días salieron en un vuelo con destino a Los Ángeles. Allí enlazaron con otro avión que iba a Tucson y desde Tucson se fueron a Santa Teresa en un coche alquilado.

Cuando pudo ver a Klaus lo primero que éste le dijo fue que había envejecido, lo que avergonzó a Lotte.

Los años no pasan en balde, hubiera deseado responderle, pero las lágrimas se lo impidieron. Estaban los cuatro, la abogada, Ingrid, ella y Klaus, en una habitación con suelo y paredes de cemento con manchas de humedad, y una mesa de material plástico que imitaba la madera atornillada al suelo y dos bancos de listones de madera, también atornillados al suelo. Ingrid, la abogada y ella estaban sentadas en un banco y Klaus en el otro.

No lo trajeron esposado ni con señales de malos tratos. Lotte notó que había engordado desde la última vez que lo vio, pero de eso ya hacía muchos años y Klaus entonces sólo era un muchacho.

Cuando la abogada le enumeró todos los asesinatos que le imputaban, Lotte pensó que aquella gente se había vuelto loca. Nadie en su sano juicio es capaz de matar a tantas mujeres, le dijo.

La abogada le sonrió y dijo que en Santa Teresa había alguien, probablemente no en su sano juicio, que lo hacía.

El despacho de la abogada estaba en la zona alta de la ciudad, en el mismo departamento donde estaba su vivienda. Había dos puertas de entrada pero el departamento era el mismo, con tres o cuatro paredes de revoque extra.

– Yo también vivo en un lugar así -dijo Lotte, y la abogada no entendió, de manera que Ingrid tuvo que explicarle por su cuenta lo del taller de mecánica y el piso que había encima del taller.

En Santa Teresa, por recomendación de la abogada, se alojaron en el mejor hotel de la ciudad, el Hotel Las Dunas, aunque en Santa Teresa no había dunas de ninguna especie, según le informó Ingrid, ni en los alrededores ni en cien kilómetros a la redonda. Al principio Lotte estaba dispuesta a tomar dos habitaciones, pero Ingrid la convenció para que sólo tomara una, que era más barato. Hacía mucho tiempo que Lotte no compartía una habitación con nadie y las primeras noches tardaba en dormirse. Para distraerse encendía la televisión, sin sonido, y la miraba desde la cama: gente hablando y gesticulando y tratando de convencer a otra gente de algo probablemente importante.

Por las noches había muchos programas de telepredicadores.

A los telepredicadores mexicanos era fácil distinguirlos:

eran morenos y sudaban mucho y los trajes y corbatas que usaban parecían adquiridos en tiendas de segunda mano, aunque probablemente eran nuevos. También: sus sermones resultaban más dramáticos, más espectaculares, con mayor participación del público, un público, por otra parte, que parecía drogado y profundamente infeliz, al revés de lo que sucedía con el público de los telepredicadores norteamericanos, que iban igual de mal vestidos pero que al menos parecían tener un trabajo fijo.

Tal vez pienso esto, pensaba Lotte en la noche de la frontera mexicana, sólo porque son blancos, algunos tal vez descendientes de alemanes u holandeses, y por lo tanto más cercanos a mí.

Cuando por fin se quedaba dormida, sin apagar la tele, solía soñar con Archimboldi. Lo veía sentado sobre una enorme laja volcánica, vestido con harapos y con un hacha en la mano, mirándola tristemente. Tal vez mi hermano ha muerto, pensaba Lotte en el sueño, pero mi hijo está vivo.

El segundo día que vio a Klaus le contó, procurando no ser brusca, que Werner hacía tiempo que había fallecido. Klaus la escuchó y asintió sin variar la expresión. Fue un buen hombre, dijo, pero lo dijo con la misma distancia que si se refiriera a un compañero de cárcel.

El tercer día, mientras Ingrid discretamente leía un libro en un rincón de la sala, Klaus le preguntó por su tío. No sé qué se habrá hecho de él, dijo Lotte. La pregunta de Klaus, sin embargo, la sorprendió y no pudo evitar contarle que, desde que había llegado a Santa Teresa, soñaba con él. Klaus le pidió que le contara un sueño. Después de que Lotte lo hiciera le confesó que él, durante mucho tiempo, también solía soñar con Archimboldi y que los sueños no eran buenos.

– ¿Qué clase de sueños tenías? -le preguntó Lotte.

– Malos sueños -dijo Klaus.

Luego sonrió y pasaron a hablar de otras cosas.

Cuando las visitas se acababan Lotte e Ingrid daban una vuelta en coche por la ciudad y una vez fueron al mercado y compraron artesanías indias. Según Lotte, las artesanías indias seguramente habían sido fabricadas en China o en Tailandia, pero a Ingrid le gustaban y compró tres figuritas de barro cocido, sin barnizar ni pintar, tres figuritas muy toscas y muy fuertes que representaban a un padre, a una madre y a un hijo, y se las regaló a Lotte diciéndole que esas figuritas le traerían buena suerte. Una mañana fueron a Tijuana, al consulado alemán.

Pensaban hacer el viaje en coche, pero la abogada les aconsejó que tomaran el avión que unía ambas ciudades y que salía una vez al día. En Tijuana se alojaron en un hotel del centro turístico, ruidoso y lleno de gente que no parecían turistas, en opinión de Lotte, y esa misma mañana pudo hablar con el cónsul y explicarle el caso de su hijo. El cónsul, contra lo que Lotte creía, ya estaba al tanto de todo y, según les explicó, un funcionario del consulado había ido a visitar a Klaus, extremo éste que la abogada había negado con rotundidad.

Es posible, dijo el cónsul, que la abogada no se hubiera enterado de la visita o que aún no fuera abogada de Klaus o que Klaus hubiera preferido no decirle nada. Además, Klaus era, a todos los efectos, ciudadano norteamericano y eso planteaba una serie de problemas. En este caso hay que ir con pies de plomo, concluyó el cónsul, y de nada sirvió que Lotte le asegurara que su hijo era inocente. De cualquier manera el consulado había tomado cartas en el asunto y Lotte e Ingrid volvieron a Santa Teresa más tranquilas.

Los dos últimos días no pudieron visitar a Klaus ni llamarlo por teléfono. La abogada dijo que el reglamento interno de la cárcel no lo permitía, aunque Lotte sabía que Klaus tenía un teléfono móvil y que a veces se pasaba el día hablando con el exterior. Sin embargo, no tenía ganas de armar un escándalo ni de ponerse en contra de la abogada y dedicó esos días a dar vueltas por la ciudad, que le pareció más abigarrada que nunca y de escaso interés. Antes de partir a Tucson se encerró en la habitación de su hotel y le escribió una larga carta a su hijo que la abogada le entregaría cuando ella ya se hubiera marchado.

Con Ingrid fue a ver por fuera la casa donde Klaus había vivido en Santa Teresa, como quien visita un monumento, y le pareció aceptable, una casa de estilo californiano, agradable de ver.

Después fue a la tienda de informática y aparatos electrónicos que tenía Klaus en el centro y la encontró cerrada, tal como le advirtió la abogada, pues la tienda era propiedad de Klaus y éste no había querido alquilarla ya que confiaba en ser liberado antes del juicio.

De vuelta en Alemania se dio cuenta de golpe de que el viaje la había cansado mucho más de lo que ella misma suponía.

Estuvo varios días en cama, sin aparecer por su despacho, pero cada vez que el teléfono sonaba se apresuraba a contestar, por si la llamada era de México. En uno de los sueños que tuvo por aquellos días una voz muy cálida y cariñosa le susurraba al oído la posibilidad de que su hijo fuera realmente el asesino de mujeres de Santa Teresa.

– Eso es ridículo -gritaba ella, y acto seguido se despertaba.

A veces quien la llamaba por teléfono era Ingrid. No hablaban demasiado, la joven le preguntaba por su salud y se interesaba por las últimas novedades en el caso de Klaus. El problema del idioma se había solucionado mediante el envío de e-mails, que Lotte se hacía traducir por uno de sus mecánicos.

Una tarde Ingrid apareció por su casa con un regalo: un diccionario alemán-español que Lotte le agradeció efusivamente aunque en el fondo estaba segura de que se trataba de un obsequio absolutamente inútil. Poco después, sin embargo, mientras miraba las fotografías que aparecían en el dossier del caso de Klaus que le había dado la abogada, cogió el diccionario de Ingrid y se puso a buscar algunas palabras. Al cabo de los días, y con no poco asombro, se dio cuenta de que tenía una facilidad innata para los idiomas.

En 1996 volvió a Santa Teresa y le pidió a Ingrid que la acompañara. Ingrid salía entonces con un chico que trabajaba en un estudio de arquitectura, aunque no era arquitecto, y una noche ambos la invitaron a cenar. El chico estaba muy interesado en lo que ocurría en Santa Teresa y por un momento Lotte sospechó que Ingrid quería viajar con su novio, pero Ingrid le dijo que no era, todavía, su novio, y que estaba dispuesta a acompañarla.

El juicio, que debía celebrarse en 1996, finalmente se aplazó y Lotte e Ingrid permanecieron nueve días en Santa Teresa visitando a Klaus cada vez que podían, paseando en coche por la ciudad y encerradas en la habitación del hotel viendo televisión.

A veces, por la noche, Ingrid le avisaba que se iba a tomar una copa al bar del hotel o que se iba a bailar a la discoteca del hotel y Lotte se quedaba sola y entonces cambiaba de canal, pues Ingrid siempre ponía programas en inglés, y ella prefería ver programas mexicanos, que era una manera, pensaba ella, de acercarse a su hijo.

En dos ocasiones Ingrid no regresó a la habitación hasta pasadas las cinco de la mañana y siempre encontró a Lotte despierta, sentada a los pies de la cama o en un sillón y con la tele encendida. Una noche en que Ingrid no estaba la llamó Klaus por teléfono y a Lotte lo primero que se le vino a la cabeza fue que Klaus se había fugado de aquella horrible cárcel a orillas del desierto. Klaus le preguntó, con un tono de voz normal, más bien relajado, qué tal estaba y Lotte le respondió que bien y ya no supo decir nada más. Cuando recuperó el control de sí misma le preguntó desde dónde la llamaba.

– Desde la cárcel -dijo Klaus.

Lotte miró su reloj.

– ¿Cómo es que te permiten hacer una llamada a esta hora?

– dijo.

– Nadie me permite nada -dijo Klaus, y se rió-, te llamo desde mi móvil.

Entonces Lotte recordó que la abogada le había dicho que Klaus tenía un móvil y luego siguieron hablando de otras cosas, hasta que Klaus le dijo que había tenido un sueño y la voz le cambió, ya no era una voz serena, casual, sino una voz de tonos profundos, que le recordó a Lotte la vez que había visto a un actor, en Alemania, recitar un poema. El poema no lo recordaba, un poema clásico, seguramente, pero la voz del actor era como para no olvidarla jamás.

– ¿Qué has soñado? -dijo Lotte.

– ¿No lo sabes? -dijo Klaus.

– No sé -dijo Lotte.

– Entonces es mejor que no te lo diga -dijo Klaus, y cortó la comunicación.

El primer impulso de Lotte fue llamarlo de inmediato y seguir hablando con él, pero no tardó en darse cuenta de que no sabía su número, así que, tras dudar unos minutos, llamó a Victoria Santolaya, la abogada, aun a sabiendas de que llamar a esa hora era de mala educación, y cuando la abogada por fin se puso al teléfono Lotte le explicó, en una mezcla de alemán, español e inglés, que necesitaba saber el número del móvil de Klaus. Tras un largo silencio la abogada le deletreó los números hasta asegurarse de que Lotte los había escrito correctamente y luego colgó.

Ese «largo silencio», por otra parte, a Lotte le pareció cargado de interrogantes, pues la abogada no dejó el teléfono para ir a buscar la agenda en donde tenía anotado el número de Klaus, sino que se mantuvo en silencio, al otro lado del aparato, posiblemente en una actitud pensativa, mientras decidía si se lo daba o no se lo daba. En cualquier caso Lotte la oyó respirar en medio de ese «largo silencio», se podría decir que la oyó debatirse entre dos posibilidades. Luego Lotte llamó al móvil de Klaus, pero la línea daba ocupado. Esperó diez minutos y volvió a llamar y seguía dando ocupado. ¿Con quién hablará Klaus a estas horas de la noche?, pensó.

Cuando al día siguiente lo fue a visitar prefirió no sacar a colación este asunto ni preguntarle nada. La actitud de Klaus, por otra parte, era la misma de siempre, distante, frío, como si no fuera él quien estaba preso.

Durante esta segunda visita a México Lotte, pese a todo, no se sintió tan perdida como la primera vez. En ocasiones, mientras esperaba en la cárcel, hablaba con las mujeres que iban a visitar a los presos. Aprendió a decir: bonito niño o lindo chamaco, cuando las mujeres llevaban un niño o una niña a la rastra, o: buena viejita o simpática viejita, cuando veía a las madres o abuelas de los presos, envueltas en rebozos, que aguardaban en la cola la hora de entrada con gestos impertérritos o resignados. Ella misma, al tercer día de estancia, se compró un rebozo, y a veces, mientras caminaba detrás de Ingrid y de la abogada, no podía evitar las lágrimas y entonces el rebozo le servía para cubrirse la cara y tener un poco de intimidad.

En 1997 volvió a México, pero esta vez lo hizo sola porque Ingrid había conseguido un buen trabajo y no pudo acompañarla.

El español de Lotte, que se había aplicado en su aprendizaje, era mucho mejor y ya podía hablar por teléfono con la abogada. El viaje transcurrió sin ningún incidente, aunque nada más llegar a Santa Teresa, por la cara que puso Victoria Santolaya cuando la vio y luego por el abrazo excesivamente largo en que se fundió con ella, comprendió que pasaba algo raro. El juicio, que transcurrió como en un sueño, duró veinte días y al final declararon a Klaus culpable de cuatro asesinatos.

Esa noche la abogada la acompañó al hotel y como no hacía ningún ademán de marcharse Lotte creyó que quería decirle algo y no sabía cómo, así que la invitó a tomar una copa al bar, pese a que se encontraba cansada y lo que más deseaba era meterse en la cama y dormir. Mientras bebían junto a un ventanal desde el que se observaban los faros de los coches que pasaban por una gran avenida bordeada de árboles, la abogada, que parecía tan cansada como ella, empezó a maldecir en español, o eso creyó Lotte, y luego se puso a llorar sin ningún recato. Esta mujer está enamorada de mi hijo, pensó. Antes de marcharse de Santa Teresa Victoria Santolaya le dijo que el juicio había estado viciado de irregularidades y que probablemente lo declararían nulo. En cualquier caso, aseguró, yo voy a recurrir. Durante el viaje de vuelta en coche, mientras conducía por el desierto, Lotte estuvo pensando en su hijo, al que la sentencia no había afectado en lo más mínimo, y en la abogada, y pensó que ambos, de una manera muy extraña pero también muy natural, hacían una buena pareja.

En 1998 el juicio se declaró nulo y se fijó fecha para un segundo juicio. Una noche, mientras hablaba por teléfono desde Paderborn con Victoria Santolaya, le preguntó a bocajarro si había algo más entre ella y su hijo.

– Sí, hay algo más -dijo la abogada.

– ¿Y no sufre usted demasiado? -dijo Lotte.

– No más que usted -dijo Victoria Santolaya.

– No lo entiendo -dijo Lotte-, yo soy su madre pero usted tenía libertad de elegir.

– En el amor nadie elige -dijo Victoria Santolaya.

– ¿Y Klaus le corresponde? -dijo Lotte.

– Soy yo la que se acuesta con él -dijo con brusquedad Victoria Santolaya.

Lotte no entendió a qué se refería. Pero luego recordó que en México, al igual que en Alemania, todo preso tenía derecho a una visita conyugal o visita de pareja. Ella había visto un programa de televisión sobre eso. Los cuartos donde los presos estaban con sus mujeres eran tristísimos, recordó. Las mujeres se esmeraban en arreglarlos pero sólo conseguían convertir, con flores y pañuelos, los tristes cuartos despersonalizados en tristes cuartos de prostíbulos baratos. Y eso era en buenas cárceles alemanas, pensó Lotte, cárceles sin sobrepoblación, limpias, funcionales, no quería ni pensar cómo sería una visita conyugal en la cárcel de Santa Teresa.

– Me parece admirable lo que usted hace por mi hijo -dijo Lotte.

– No es nada -dijo la abogada-, lo que recibo de Klaus no tiene precio.

Esa noche, antes de dormirse, pensó en Victoria Santolaya y en Klaus y los imaginó a ambos en Alemania o en cualquier lugar de Europa y vio a Victoria Santolaya con la barriga inflada esperando un hijo de Klaus y luego se quedó dormida como un bebé.

En 1998 Lotte viajó dos veces a México y estuvo en total cuarentaicinco días en Santa Teresa. El juicio se postergó hasta 1999. Cuando llegó a Tucson en el vuelo procedente de Los Ángeles tuvo problemas con los de la agencia de alquiler de coches, que se negaban a alquilarle uno debido a su edad.

– Soy vieja pero sé conducir -dijo Lotte en español- y jamás he tenido un pinche accidente.

Tras perder media mañana discutiendo Lotte llamó a un taxi y se marchó en taxi a Santa Teresa. El taxista se llamaba Steve Hernández y hablaba español y mientras atravesaban el desierto le preguntó qué era lo que la llevaba a México.

– Voy a ver a mi hijo -dijo Lotte.

– La próxima vez que venga -dijo el taxista-, dígale a su hijo que la vaya a buscar a Tucson, porque el viaje no le va a salir barato.

– Qué más quisiera yo -dijo Lotte.

En 1999 volvió a México y esta vez la abogada fue a esperarla a Tucson. Aquél no fue un buen año para Lotte. Los negocios en Paderborn no iban bien y estaba pensando seriamente en vender el taller y el edificio, incluida su propia casa. Su salud no era buena. Los médicos que la vieron no le encontraron nada, pero Lotte a veces se sentía incapaz de hacer la tarea más sencilla. Cada vez que hacía mal tiempo se resfriaba y tenía que pasarse varios días en cama, a veces con fiebre alta.

El año 2000 no pudo ir a México pero hablaba cada semana con la abogada y ésta la mantenía informada sobre las últimas novedades referentes a Klaus. Cuando no hablaban por teléfono se comunicaban mediante e-mails e incluso se hizo instalar un fax en su casa para recibir los documentos nuevos que fueran apareciendo en torno al caso de las mujeres asesinadas.

Durante aquel año que no fue a México Lotte se preparó concienzudamente para estar bien de salud y poder viajar al año siguiente. Tomó vitaminas, contrató a un fisioterapeuta, visitó una vez a la semana a un chino que practicaba la acupuntura.

Siguió una dieta especial con mucha fruta fresca y ensaladas.

Dejó de comer carne, que sustituyó por pescado.

Cuando llegó el año 2001 se encontraba dispuesta para emprender otro viaje a México, aunque su salud, pese a todos los cuidados que tomaba, ya no era la de antes. Y sus nervios, como se verá a continuación, tampoco.

Mientras esperaba en el aeropuerto de Frankfurt el vuelo que la llevaría a Los Ángeles entró en una librería y compró un libro y un par de revistas. Lotte no era una buena lectora, signifique eso lo que signifique, y si de tanto en tanto compraba un libro generalmente era de esos que escriben los actores cuando se jubilan o cuando pasan mucho tiempo sin hacer una película, o biografías de gente famosa, o esos libros que escriben los presentadores televisivos y que aparentemente están llenos de anécdotas interesantes pero en donde en realidad ni siquiera hay una sola anécdota.

Esta vez, sin embargo, por un descuido o por las prisas para no perder la conexión, compró un libro titulado El rey de la selva, cuyo autor era un tal Benno von Archimboldi. El libro, que no tenía más de ciento cincuenta páginas, hablaba de un cojo y de una tuerta y de sus dos hijos, un chico al que le gustaba nadar y una niña que seguía a su hermano hasta los acantilados. Mientras el avión cruzaba el océano Atlántico Lotte se dio cuenta, con estupor, de que estaba leyendo una parte de su infancia.

El estilo era extraño, la escritura era clara y en ocasiones incluso transparente pero la manera en que se sucedían las historias no llevaba a ninguna parte: sólo quedaban los niños, sus padres, los animales, algunos vecinos y al final, en realidad, lo único que quedaba era la naturaleza, una naturaleza que poco a poco se iba deshaciendo en un caldero hirviendo hasta desaparecer del todo.

Mientras los pasajeros dormían Lotte empezó a leer por segunda vez la novela, saltándose las partes que no hablaban de su familia o de su casa o de sus vecinos o de su patio, y al final no le cupo ninguna duda de que el autor, ese tal Benno von Archimboldi, era su hermano, aunque también cabía la posibilidad de que el autor hubiera hablado con su hermano, posibilidad que Lotte rechazó en el acto porque a su juicio había cosas en el libro que su hermano jamás le habría contado a nadie, sin parar mientes en que escribiéndolo se lo contaba a todos.

En la solapa no había foto del autor, aunque sí una fecha de nacimiento, 1920, el mismo año en que nació su hermano, y una larga lista de títulos, todos publicados por la misma editorial.

También se informaba de que Benno von Archimboldi había sido traducido a una docena de idiomas y que, desde hacía algunos años, era candidato al Premio Nobel. Mientras esperaba en Los Ángeles la combinación a Tucson se dedicó a buscar más libros de Archimboldi, pero en las librerías del aeropuerto sólo había libros de extraterrestres, gente que había sido abducida, encuentros en la tercera fase y avistamientos de platillos voladores.

En Tucson la esperaba la abogada y durante el trayecto hasta Santa Teresa se dedicaron a hablar del caso, que según la abogada estaba desde hacía mucho tiempo en punto muerto, lo cual era bueno, aunque eso Lotte no lo entendió, pues para ella estar en punto muerto era más bien malo. Sin embargo, prefirió no llevarle la contraria y se dedicó a admirar el paisaje. Las ventanas del coche estaban bajadas y el aire del desierto, un aire dulzón y cálido, era todo cuanto Lotte necesitaba después del viaje en avión.

Ese mismo día fue a la cárcel y se sintió feliz cuando una viejita la reconoció.

– Felices los ojos que la ven, seño -dijo la viejita.

– Ay, Monchita, ¿cómo está usted? -dijo Lotte mientras la abrazaba largamente.

– Pues aquí donde me ve, güerita, en el calvario de siempre -le respondió la viejita.

– Un hijo es un hijo -sentenció Lotte, y se volvieron a abrazar.

A Klaus lo encontró igual que siempre, distante, frío, un poco más delgado, pero igual de fuerte, con el mismo gesto casi imperceptible de desagrado que tenía desde los diecisiete años.

Hablaron de cosas intrascendentes, de Alemania (aunque a Klaus todo lo que tuviera que ver con Alemania no parecía interesarle en lo más mínimo), del viaje, de la situación del taller mecánico, y cuando la abogada se marchó porque tenía que hablar con un funcionario de la prisión Lotte le contó lo del libro de Archimboldi que había leído durante el viaje. Al principio Klaus no pareció interesado, pero cuando Lotte sacó el libro del bolso y empezó a leer las partes que había subrayado el semblante de Klaus cambió.

– Si quieres te dejaré el libro -dijo Lotte.

Klaus asintió y quiso coger el libro de inmediato, pero Lotte no lo soltó.

– Antes déjame anotar algo -dijo mientras sacaba su agenda y escribía las señas de la editorial en ella. Luego le entregó el libro.

Esa noche, mientras Lotte estaba en el hotel bebiendo zumo de naranja y comiendo galletitas y viendo los programas nocturnos de algunos canales de televisión mexicanos, ya de madrugada, realizó una llamada de larga distancia a las oficinas de la editorial de Bubis en Hamburgo. Pidió hablar con el editor.

– Editora -dijo la secretaria-, la señora Bubis, pero aún no ha llegado, llame más tarde, por favor.

– De acuerdo -dijo Lotte-, llamaré más tarde. -Y tras dudar un momento añadió-: Dígale que ha llamado Lotte Haas, la hermana de Benno von Archimboldi.

Luego colgó y llamó a la recepción y pidió que la despertaran al cabo de tres horas. Sin desvestirse se puso a dormir. Oyó ruidos en el pasillo. La tele seguía encendida pero sin sonido.

Soñó con un cementerio en donde estaba la tumba de un gigante.

La losa se partía y el gigante asomaba una mano, luego otra, luego la cabeza, una cabeza ornada con una larga cabellera rubia llena de tierra. Se despertó antes de que la llamaran desde la recepción. Volvió a poner el sonido a la tele y se pasó un rato dando vueltas por la habitación y mirando de reojo un programa de cantantes aficionados.

Cuando sonó el teléfono le dio las gracias al recepcionista y volvió a llamar a Hamburgo. La misma secretaria le contestó y le dijo que la editora ya había llegado. Lotte esperó unos segundos hasta que escuchó la voz bien timbrada de una mujer que había recibido, eso le pareció, una educación superior.

– ¿Es usted la editora? -dijo Lotte-. Yo soy la hermana de Benno von Archimboldi, es decir, de Hans Reiter -declaró, y luego se quedó callada porque no se le ocurrió qué más podía decir.

– ¿Se siente usted bien? ¿Puedo hacer algo por usted? Me ha dicho mi secretaria que llama desde México.

– Sí, llamo desde México -dijo Lotte a punto de ponerse a llorar.

– ¿Vive usted en México? ¿Desde qué lugar de México telefonea?

– Yo vivo en Alemania, señora, en Paderborn, y tengo un taller de mecánica y algunas propiedades.

– Ah, muy bien -dijo la editora.

Sólo entonces Lotte se dio cuenta, sin saber muy bien por qué, tal vez por la forma de exclamar que tenía la editora, o por la forma de preguntar, de que se trataba de una mujer mayor que ella, es decir de una mujer muy vieja.

Entonces se abrió la esclusa y Lotte le dijo que hacía mucho que no veía a su hermano, que su hijo estaba preso en México, que su marido había muerto, que ella no se había vuelto a casar, que la necesidad y la desesperación la habían hecho aprender español, que aún se enredaba con este idioma, que su madre había muerto y que probablemente su hermano aún no lo sabía, que pensaba vender su taller mecánico, que había leído un libro de su hermano en el avión, que casi se muere de sorpresa, que mientras cruzaba el desierto lo único que había hecho era pensar en él.

Después Lotte pidió perdón y en ese momento se dio cuenta de que estaba llorando.

– ¿Cuándo piensa estar de vuelta en Paderborn? -oyó que le preguntaba la editora.

Y luego:

– Déme su dirección.

Y luego:

– Usted era una niña muy rubia y muy pálida y a veces su madre la llevaba cuando iba a trabajar a la casa.

Lotte pensó: ¿a qué casa se refiere?, y: ¿cómo podría yo acordarme de eso? Pero luego pensó en la única casa adonde iban a trabajar algunas personas de la aldea, la casa solariega del barón Von Zumpe, y entonces recordó la casa y los días en que iba con su madre y la ayudaba a quitar el polvo, a barrer, a bruñir los candelabros, a encerar el piso. Pero antes de que pudiera decir nada, la editora dijo:

– Espero que pronto tenga noticias de su hermano. Ha sido un placer hablar con usted. Hasta la vista.

Y colgó. En México Lotte aún permaneció un rato más con el teléfono pegado a su oreja. Los ruidos que oía eran como los ruidos del abismo. Los ruidos que oye una persona cuando se desploma por el abismo.

Una noche, tres meses después de haber vuelto a Alemania, apareció Archimboldi.

Lotte estaba a punto de acostarse, llevaba puesto el camisón de dormir y entonces sonó el timbre. Preguntó por el interfono quién era.

– Soy yo -dijo Archimboldi-, tu hermano.

Esa noche se quedaron hablando hasta que amaneció. Lotte habló de Klaus y de las muertes de mujeres en Santa Teresa.

También habló de los sueños de Klaus, esos sueños en donde aparecía un gigante que lo iba a rescatar de la cárcel, aunque tú, le dijo a Archimboldi, ya no pareces un gigante.

– Nunca lo he sido -dijo Archimboldi mientras daba una vuelta por la sala y el comedor de la casa de Lotte y se detenía junto a una repisa en donde se alineaban más de una docena de libros suyos.

– Ya no sé qué hacer -dijo Lotte después de un largo silencio -. Ya no tengo fuerzas. No entiendo nada y lo poco que entiendo me da miedo. Nada tiene sentido -dijo Lotte.

– Sólo estás cansada -dijo su hermano.

– Vieja y cansada. Me hace falta tener nietos -dijo Lotte-.

Tú sí que estás viejo -dijo Lotte-. ¿Cuántos años tienes?

– Más de ochenta -dijo Archimboldi.

– Tengo miedo de enfermarme -dijo Lotte-. ¿Es verdad que puedes ganar el Premio Nobel? -dijo Lotte-. Tengo miedo de que Klaus muera. Es orgulloso, no sé a quién habrá salido. Werner no era así -dijo Lotte-. Papá y tú tampoco. ¿Por qué cuando hablas de papá lo llamas el cojo? ¿Por qué a mamá la tuerta?

– Porque lo eran -dijo Archimboldi-, ¿lo has olvidado?

– A veces sí -dijo Lotte-. La cárcel es horrible, horrible -dijo Lotte-, aunque poco a poco te acostumbras. Es como contraer una enfermedad -dijo Lotte-. La señora Bubis se mostró muy amable conmigo, hablamos poco pero fue muy amable -dijo Lotte-. ¿La conozco? ¿La he visto alguna vez?

– Sí -dijo Archimboldi-, pero eras pequeña y ya no te acuerdas.

Después tocó con la punta de los dedos sus libros. Los había de todas las clases: de tapa dura, edición rústica, ediciones de bolsillo.

– Hay tantas cosas de las que ya no me acuerdo -dijo Lotte -. Buenas, malas, peores. Pero de la gente amable nunca me olvido. Y la señora editora era muy amable -dijo Lotte-, aunque mi hijo se pudre en una cárcel mexicana. ¿Y quién se va a preocupar por él? ¿Quién lo va a recordar cuando yo me muera?

– dijo Lotte-. Mi hijo no tiene hijos, no tiene amigos, no tiene nada -dijo Lotte-. Mira, ha empezado a amanecer. ¿Quieres un té, un café, un vaso de agua?

Archimboldi se sentó y estiró las piernas. Los huesos le crujieron.

– ¿Tú te ocuparás de todo?

– Una cerveza -dijo.

– No tengo cerveza -dijo Lotte-. ¿Tú te ocuparás de todo?

Fürst Pückler.

Si te quieres tomar un buen helado de chocolate, vainilla y fresa, puedes pedir un fürst Pückler. Te traerán un helado de tres sabores, pero no tres sabores cualquiera sino exactamente de chocolate, vainilla y fresa. Eso es lo que es un fürst Pückler.

Cuando Archimboldi dejó a su hermana se marchó a Hamburgo, donde pensaba coger un vuelo directo a México.

Como el vuelo no salía hasta la mañana del día siguiente se fue a dar una vuelta por un parque que no conocía, un parque muy grande y lleno de árboles y caminitos adoquinados por donde paseaban mujeres con sus hijos y jóvenes patinadores y de vez en cuando estudiantes en bicicleta, y se sentó en la terraza de un bar, una terraza bastante alejada del bar propiamente dicho, como si dijéramos una terraza en medio del bosque, y se puso a leer y luego pidió un sándwich y una cerveza y los pagó, y luego pidió un fürst Pückler y lo pagó porque en la terraza había que pagar de inmediato todas las consumiciones.

En esa misma terraza, por otra parte, sólo estaba él y a tres mesas de distancia (mesas de hierro forjado, macizo, elegantes y diríase difíciles de robar) había un caballero de edad avanzada aunque no tan avanzada como Archimboldi, que leía una revista y se tomaba un capuchino. Cuando Archimboldi estaba a punto de terminar su helado el caballero le preguntó si le había gustado.

– Sí, me ha gustado -dijo Archimboldi y luego sonrió.

El caballero, impelido o animado por esta sonrisa amistosa, se levantó de su silla y se sentó a una mesa de distancia.

– Permítame que me presente -dijo-. Me llamo Alexander fürst Pückler. El, ¿cómo llamarlo?, creador de este helado -dijo- fue un antepasado mío, un fürst Pückler muy brillante, gran viajero, hombre ilustrado, cuyas principales aficiones eran la botánica y la jardinería. Por supuesto, él pensaba, si alguna vez pensó en esto, que pasaría a la, ¿cómo llamarlo?, historia por alguno de los muchos opúsculos que escribió y publicó, crónicas de viaje mayormente, pero no necesariamente crónicas de viaje al uso, sino libritos que aún hoy resultan encantadores, y muy, ¿cómo llamarlo?, lúcidos, en fin, lúcidos dentro de lo que cabe, libritos en donde pareciera que el fin último de cada uno de sus viajes fuera examinar un determinado jardín, en ocasiones jardines olvidados, dejados de la mano de Dios, abandonados a su suerte, y cuya gracia mi ilustre antepasado sabía encontrar en medio de tanta maleza y tanta desidia. Sus libritos, pese a su, ¿cómo llamarlo?, revestimiento botánico, están llenos de observaciones ingeniosas y a través de ellos uno puede hacerse una idea bastante aproximada de la Europa de su tiempo, una Europa a menudo convulsa, cuyas tempestades en ocasiones llegaban hasta las orillas del castillo de la familia, ubicado, como usted sabrá, en las cercanías de Görlitz. Por supuesto, mi antepasado no era ajeno a las tempestades, del mismo modo que no era ajeno a las vicisitudes de la, ¿cómo llamarlo?, condición humana. Y por lo tanto escribía y publicaba y a su manera, humilde pero con buena prosa alemana, alzaba su voz contra la injusticia. Creo que no le interesaba saber adónde va el alma cuando el cuerpo muere, aunque algunas páginas sobre eso también escribió. Le interesaba la dignidad y le interesaban las plantas. Sobre la felicidad no dijo una palabra, supongo que porque la consideraba algo estrictamente privado y acaso, ¿cómo llamarlo?, pantanoso o movedizo. Tenía un gran sentido del humor, aunque algunas de sus páginas podrían contradecirme con facilidad. Y probablemente, puesto que no era un santo y ni siquiera un hombre valiente, sí pensó en la posteridad. En el busto, en la estatua ecuestre, en los infolios guardados para siempre en una biblioteca. Lo que no pensó jamás fue que pasaría a la historia por darle el nombre a una combinación de helados de tres sabores. Eso se lo puedo asegurar.

Y bien, ¿qué le parece?

– No sé qué pensar -dijo Archimboldi.

– Ya nadie recuerda al fürst Pückler botánico, nadie recuerda al jardinero ejemplar, nadie ha leído al escritor. Pero todos, en algún momento de su vida, han saboreado un fürst Pückler, que son especialmente atractivos y buenos en primavera y en otoño.

– ¿Por qué no en verano? -dijo Archimboldi.

– Porque en verano resultan algo empalagosos. Para el verano lo mejor son los helados de agua, no los de leche.

De pronto se encendieron las luces del parque, aunque hubo un segundo de oscuridad total, como si alguien hubiera arrojado una manta negra sobre algunos barrios de Hamburgo.

El caballero suspiró, debía de rondar los setenta años, y luego dijo:

– Vaya legado más misterioso, ¿no cree usted?

– Sí, sí, en efecto, así lo creo -dijo Archimboldi mientras se levantaba y se despedía del descendiente de fürst Pückler.

Poco después salió del parque y a la mañana siguiente se marchó a México.