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La muerta apareció en un pequeño descampado en la colonia Las Flores. Vestía camiseta blanca de manga larga y falda de color amarillo hasta las rodillas, de una talla superior. Unos niños que jugaban en el descampado la encontraron y dieron aviso a sus padres. La madre de uno de ellos telefoneó a la policía, que se presentó al cabo de media hora. El descampado daba a la calle Peláez y a la calle Hermanos Chacón y luego se perdía en una acequia tras la cual se levantaban los muros de una lechería abandonada y ya en ruinas. No había nadie en la calle por lo que los policías pensaron en un primer momento que se trataba de una broma. Pese a todo, detuvieron el coche patrulla en la calle Peláez y uno de ellos se internó en el descampado. Al poco rato descubrió a dos mujeres con la cabeza cubierta, arrodilladas entre la maleza, rezando. Las mujeres, vistas de lejos, parecían viejas, pero no lo eran. Delante de ellas yacía el cadáver.
Sin interrumpirlas, el policía volvió tras sus pasos y con gestos llamó a su compañero que lo esperaba fumando en el interior del coche. Luego ambos regresaron (uno de ellos, el que no había bajado, con la pistola desenfundada) hacia donde estaban las mujeres y se quedaron de pie junto a éstas observando el cadáver. El que tenía la pistola desenfundada les preguntó si la conocían. No, señor, dijo una de las mujeres. Nunca la habíamos visto. Esta criatura no es de aquí.
Esto ocurrió en 1993. En enero de 1993. A partir de esta muerta comenzaron a contarse los asesinatos de mujeres. Pero es probable que antes hubiera otras. La primera muerta se llamaba Esperanza Gómez Saldaña y tenía trece años. Pero es probable que no fuera la primera muerta. Tal vez por comodidad, por ser la primera asesinada en el año 1993, ella encabeza la lista. Aunque seguramente en 1992 murieron otras. Otras que quedaron fuera de la lista o que jamás nadie las encontró, enterradas en fosas comunes en el desierto o esparcidas sus cenizas en medio de la noche, cuando ni el que siembra sabe en dónde, en qué lugar se encuentra.
La identificación de Esperanza Gómez Saldaña fue relativamente fácil. El cuerpo primero fue trasladado a una de las tres comisarías de Santa Teresa, en donde la vio un juez y la examinaron otros policías y le tomaron fotos. Al cabo de un rato, mientras fuera de la comisaría esperaba una ambulancia, llegó Pedro Negrete, el jefe de policía, seguido de un par de ayudantes, y procedió otra vez a examinarla. Cuando hubo terminado se reunió con el juez y con otros tres policías que lo esperaban en una oficina y les preguntó a qué conclusión habían llegado.
La estrangularon, dijo el juez, está más claro que el agua. Los policías se limitaron a asentir. ¿Se sabe quién es?, preguntó el jefe de policía. Todos dijeron que no. Bueno, ya lo averiguaremos, dijo Pedro Negrete, y se marchó con el juez. Su ayudante se quedó en la comisaría y pidió que le trajeran a los policías que habían encontrado a la muerta. Han vuelto a patrullar, le dijeron. Pues me los traen de vuelta, pendejos, dijo. Luego el cuerpo fue llevado a la morgue del hospital de la ciudad, en donde el médico forense le realizó la autopsia. Según ésta Esperanza Gómez Saldaña había muerto estrangulada. Presentaba hematomas en el mentón y en el ojo izquierdo. Fuertes hematomas en las piernas y en las costillas. Había sido violada vaginal y analmente, probablemente más de una vez, pues ambos conductos presentaban desgarros y escoriaciones por los que había sangrado profusamente. A las dos de la mañana el forense dio por terminada la autopsia y se marchó. Un enfermero negro, que hacía años había emigrado al norte desde Veracruz, cogió el cadáver y lo metió en un congelador.
Cinco días después, antes de que acabara el mes de enero, fue estrangulada Luisa Celina Vázquez. Tenía dieciséis años, de complexión robusta, piel blanca, y estaba embarazada de cinco meses. El hombre con el que vivía y el amigo de éste se dedicaban a pequeños hurtos en tiendas y almacenes de electrodomésticos.
La policía acudió alertada por un aviso de los vecinos del edificio, sito en la avenida Rubén Darío, en la colonia Mancera. Tras forzar la puerta encontraron a Luisa Celina estrangulada con un cable de televisión. Esa noche se procedió al arresto de su amante, Marcos Sepúlveda, y de su socio, Ezequiel Romero. Ambos fueron encerrados en las dependencias de la comisaría n.o 2 y sometidos a un interrogatorio que duró toda la noche, conducido por el ayudante del jefe de policía de Santa Teresa, el agente Epifanio Galindo, con resultados óptimos pues antes de que amaneciera el detenido Romero confesó haber mantenido, a espaldas de su amigo y socio, relaciones íntimas con la muerta. Al enterarse de que estaba embarazada, Luisa Celina decidió romper estas relaciones, lo que Romero no aceptó, pues pensaba que el padre de la criatura que estaba por nacer era él y no su socio. Al cabo de unos meses, cuando la decisión de Luisa Celina era irreversible, decidió, en un arranque de locura, matarla, lo que finalmente hizo aprovechando una ausencia de Sepúlveda. Dos días después éste fue puesto en libertad y Romero, en lugar de ingresar en la prisión, siguió en los calabozos de la comisaría n.o 2, pero esta vez los interrogatorios no estaban dirigidos a aclarar los detalles que faltaban del asesinato de Luisa Celina sino a intentar incriminar a Romero en el asesinato de Esperanza Gómez Saldaña, cuyo cadáver ya había sido identificado. Contra lo que pensaba la policía, llevada a error por la rapidez con la que habían conseguido la primera confesión, Romero era mucho más duro de lo que aparentaba y no se autoimplicó en el primer crimen.
A mediados de febrero, en un callejón del centro de Santa Teresa, unos basureros encontraron a otra mujer muerta. Tenía alrededor de treinta años y vestía una falda negra y una blusa blanca, escotada. Había sido asesinada a cuchilladas, aunque en el rostro y el abdomen se apreciaron las contusiones de numerosos golpes. En el bolso se halló un billete de autobús para Tucson, que salía esa mañana a las nueve y que la mujer ya no iba a tomar. También se encontró un pintalabios, polvos, rímel, unos pañuelos de papel, una cajetilla de cigarrillos a medias y un paquete de condones. No tenía pasaporte ni agenda ni nada que pudiera identificarla. Tampoco llevaba fuego.
En marzo, la locutora de la radio El Heraldo del Norte, empresa hermana del periódico El Heraldo del Norte, salió a las diez de la noche de los estudios de la emisora en compañía de otro locutor y del técnico de sonido. Se dirigieron al restaurante Piazza Navona, especializado en comida italiana, en donde compartieron tres raciones de pizza y tres botellines de vino californiano.
El locutor fue el primero en despedirse. La locutora, Isabel Urrea, y el técnico de sonido, Francisco Santamaría, decidieron quedarse a platicar un rato más. Hablaron de asuntos de trabajo, horarios y programas, y luego se pusieron a hablar de una compañera que ya no trabajaba allí, que se había casado y se había ido a vivir con su esposo a un pueblo cercano a Hermosillo, cuyo nombre no recordaron, pero que estaba junto al mar y que durante seis meses al año solía ser, según la compañera, lo más parecido al paraíso. Ambos salieron juntos del restaurante.
El técnico de sonido no tenía coche, por lo que Isabel Urrea se ofreció a llevarlo hasta su casa. No era necesario, dijo el técnico, la casa estaba cerca y además prefería irse caminando.
Mientras el técnico se perdía calle abajo Isabel se dirigió hacia donde estaba su coche. Al sacar las llaves para abrirlo una sombra cruzó la acera y le disparó tres veces. Las llaves se le cayeron. Un viandante que estaba a unos cinco metros de distancia se echó al suelo. Isabel intentó levantarse pero sólo pudo apoyar la cabeza sobre el neumático delantero. No sentía dolor. La sombra se acercó hacia ella y le disparó un balazo en la frente.
El asesinato de Isabel Urrea, aireado los primeros tres días por su emisora de radio y por su periódico, se atribuyó a un robo frustrado, obra de un loco o de un drogadicto que seguramente quería apropiarse de su coche. También circuló la teoría de que el autor del crimen podía ser un centroamericano, un guatemalteco o salvadoreño, veterano de las guerras de aquellos países, que recaudaba dinero por cualquier medio antes de desplazarse a los Estados Unidos. No hubo autopsia, en deferencia a su familia, y el examen balístico no se dio a conocer jamás y en alguna ida y venida entre los juzgados de Santa Teresa y Hermosillo se perdió definitivamente.
Un mes después, un afilador de cuchillos que recorría la calle El Arroyo, en los lindes entre la colonia Ciudad Nueva y la colonia Morelos, vio a una mujer que se agarraba a un poste de madera como si estuviera borracha. Junto al afilador pasó un Peregrino negro con las ventanillas ahumadas. Por el otro extremo de la calle, cubierto de moscas, vio venir al vendedor de paletas. Ambos convergieron en el poste de madera, pero la mujer había resbalado o ya no tenía fuerzas para sujetarse. La cara de la mujer, a medias oculta por el antebrazo, era un amasijo de carne roja y morada. El afilador dijo que había que llamar a una ambulancia. El paletero miró a la mujer y dijo que parecía como si hubiera peleado quince rounds con el Torito Ramírez. El afilador se dio cuenta de que el paletero no se iba a mover y le dijo que cuidara su carrito, que ahorita volvía.
Cuando cruzó la calle de tierra se volvió hacia atrás, para cerciorarse de que el paletero le obedecía, y vio a todas las moscas que antes rodeaban a éste alrededor de la cabeza herida de la mujer. En las ventanas de la acera de enfrente unas mujeres los observaban desde las ventanas. Hay que llamar a una ambulancia, dijo el afilador. Esta mujer se está muriendo. Al cabo de un rato llegó una ambulancia del hospital y los enfermeros quisieron saber quién se hacía responsable del traslado. El afilador explicó que él y el paletero la habían encontrado tirada en el suelo.
Ya lo sé, dijo el enfermero, pero lo que interesa saber ahora es quién se responsabiliza de ella. ¿Cómo me voy a responsabilizar de esta mujer si ni siquiera sé cómo se llama?, dijo el afilador.
Pues alguien tiene que responsabilizarse, dijo el enfermero.
¿Es que te has vuelto sordo, buey?, dijo el afilador mientras sacaba de un cajón de su carrito un enorme cuchillo de trinchar.
Bueno, bueno, bueno, dijo el enfermero. Órale, métanmela dentro de la ambulancia, dijo el afilador. El otro enfermero, que se había agachado a examinar a la mujer caída espantando las moscas a manotazos, dijo que era inútil que se madrearan, que la mujer ya estaba muerta. Los ojos del afilador se achicaron hasta parecer dos rayas dibujadas con carbón. Pinche cabrón ojete, es por tu culpa, dijo, y se lanzó a perseguir al enfermero.
El otro enfermero quiso intervenir pero después de ver el cuchillo en manos del afilador decidió encerrarse dentro de la ambulancia, desde donde dio parte a la policía. Durante un rato el afilador estuvo persiguiendo al enfermero hasta que la rabia, la saña o el rencor amenguaron, o hasta que se cansó.
Y cuando esto ocurrió se detuvo, agarró su carrito y se alejó por la calle El Arroyo hasta que los curiosos que se habían congregado alrededor de la ambulancia lo perdieron de vista.
La mujer se llamaba Isabel Cansino, más conocida por Elizabeth, y se dedicaba a la prostitución. Los golpes recibidos le habían destrozado el bazo. La policía achacó el crimen a uno o varios clientes descontentos. Vivía en la colonia San Damián, bastante más al sur de donde fue encontrada, y no se le conocía un compañero fijo, aunque una vecina habló de un tal Iván que iba mucho por allí, y al que en diligencias posteriores no se pudo localizar. También se intentó dar con el paradero del afilador de cuchillos, llamado Nicanor, según testimonios de vecinos de las colonias Ciudad Nueva y Morelos, por donde solía pasar aproximadamente una vez a la semana o una vez cada quince días, pero los esfuerzos fueron en vano. O cambió de oficio o se desplazó del oeste de Santa Teresa a las zonas sur y este o emigró de ciudad. Lo cierto es que no se le volvió a ver.
Al mes siguiente, en mayo, se encontró a una mujer muerta en un basurero situado entre la colonia Las Flores y el parque industrial General Sepúlveda. En el polígono se levantaban los edificios de cuatro maquiladoras dedicadas al ensamblaje de piezas de electrodomésticos. Las torres de electricidad que servían a las maquiladoras eran nuevas y estaban pintadas de color plateado. Junto a éstas, entre unas lomas bajas, sobresalían los techos de las casuchas que se habían instalado allí poco antes de la llegada de las maquiladoras y que se extendían hasta atravesar la vía del tren, en los lindes de la colonia La Preciada. En la plaza había seis árboles, uno en cada extremo y dos en el centro, tan cubiertos de polvo que parecían amarillos. En una punta de la plaza estaba la parada de los autobuses que traían a los trabajadores desde distintos barrios en Santa Teresa. Luego había que caminar un buen rato por calles de tierra hasta los portones en donde los vigilantes comprobaban los pases de los trabajadores, tras lo cual uno podía acceder a su respectivo trabajo.
Sólo una de las maquiladoras tenía cantina para los trabajadores.
En las otras los obreros comían junto a sus máquinas o formando corrillos en cualquier rincón. Allí hablaban y se reían hasta que sonaba la sirena que marcaba el fin de la comida. La mayoría eran mujeres. En el basurero donde se encontró a la muerta no sólo se acumulaban los restos de los habitantes de las casuchas sino también los desperdicios de cada maquiladora.
El aviso sobre el hallazgo de la muerta lo dio el capataz de una de las plantas, la Multizone-West, que trabajaba asociada con una transnacional que fabricaba televisores. Los policías que vinieron a buscarla encontraron a tres ejecutivos de la maquiladora esperándolos junto al basurero. Dos eran mexicanos y el otro era norteamericano. Uno de los mexicanos dijo que preferían que recogieran el cadáver lo antes posible. El policía preguntó dónde estaba el cuerpo, mientras su compañero llamaba a la ambulancia. Los tres ejecutivos acompañaron al policía hacia el interior del basurero. Los cuatro se taparon la nariz, pero cuando el norteamericano se la destapó los mexicanos siguieron su ejemplo. La muerta era una mujer de piel oscura y pelo negro y lacio hasta más abajo de los hombros. Llevaba una sudadera negra y pantalones cortos. Los cuatro hombres se la quedaron mirando. El norteamericano se agachó y con un bolígrafo le apartó el pelo del cuello. Mejor que el gringo no la toque, dijo el policía. No la toco, dijo el norteamericano en español, sólo quiero verle el cuello. Los dos ejecutivos mexicanos se agacharon y observaron las marcas que la muerta tenía en el cuello. Luego se levantaron y miraron la hora. La ambulancia está tardando, dijo uno de ellos. Ya mero llega, dijo el policía.
Bueno, dijo uno de los ejecutivos, usted se encarga de todo, ¿verdad? El policía dijo sí, cómo no, y se guardó el par de billetes que le tendió el otro en el bolsillo de su pantalón reglamentario.
Esa noche la muerta la pasó en un nicho refrigerado del hospital de Santa Teresa y al día siguiente uno de los ayudantes del forense le realizó la autopsia. Había sido estrangulada. Había sido violada. Por ambos conductos, anotó el ayudante del forense. Y estaba embarazada de cinco meses.
La primera muerta de mayo no fue jamás identificada, por lo que se supuso que era una emigrante de algún estado del centro o del sur que paró en Santa Teresa antes de seguir viaje rumbo a los Estados Unidos. Nadie la acompañaba, nadie la echó en falta. Tenía, aproximadamente, treintaicinco años, y estaba embarazada. Tal vez se dirigía a los Estados Unidos a reunirse con su marido o su amante, el padre del hijo que esperaba, algún desgraciado que residía allí ilegalmente y que nunca supo, tal vez, que había preñado a aquella mujer ni que ésta, al enterarse, iba a salir en su búsqueda. Pero la primera muerta no fue la única muerta. Tres días después murió Guadalupe Rojas (a quien se identificó desde el primer momento), de veintiséis años, residente en la calle Jazmín, una de las paralelas de la avenida Carranza, en la colonia Carranza, y que trabajaba de obrera en la maquiladora File-Sis, instalada no hacía mucho en la carretera a Nogales, a unos diez kilómetros de Santa Teresa.
Guadalupe Rojas, por otra parte, no murió mientras se dirigía a su trabajo, algo que se hubiera podido entender, pues aquella zona era solitaria y peligrosa, apta para ser transitada en coche y no en autobús y luego a pie, al menos un kilómetro y medio desde la última parada del autobús, sino en las puertas de su casa en la calle Jazmín. La causa de la muerte fueron tres heridas de arma de fuego, dos de ellas de pronóstico mortal. El asesino resultó ser el novio, que intentó huir aquella misma noche y que fue atrapado junto a la vía del tren, no lejos de un local nocturno llamado Los Zancudos donde previamente se había emborrachado. El aviso a la policía lo dio el dueño del bar, un ex agente de la policía municipal. Al finalizar el interrogatorio quedó aclarado que el móvil del crimen fueron los celos, no se sabe si fundados o infundados, del agresor, que tras comparecer ante el juez y ante la conformidad de todas las partes fue enviado sin más dilación a la cárcel de Santa Teresa en espera de traslado o juicio. La última muerta de mayo fue encontrada en las faldas del cerro Estrella, que da nombre a la colonia que lo rodea de forma irregular, como si allí nada pudiera crecer o expandirse sin aristas. Sólo la cara este del cerro da a un paisaje más o menos no edificado. Allí la encontraron. Según el forense, había muerto acuchillada. Presentaba signos inequívocos de violación. Debía de tener unos veinticinco o veintiséis años. La piel era blanca y el pelo claro. Llevaba puestos unos bluejeans, una camisa azul y zapatillas deportivas marca Nike. No tenía ningún papel que sirviera para identificarla. Quien la mató se tomó luego la molestia de vestirla, pues ni el pantalón ni la camisa presentaban desgarraduras. No había indicios de violación anal. En el rostro sólo era apreciable un hematoma ligero en la parte superior de la mandíbula, cerca de la oreja derecha. En los días posteriores al hallazgo tanto el Heraldo del Norte como La Tribuna de Santa Teresa y La Voz de Sonora, los tres periódicos de la ciudad, publicaron fotos de la desconocida del cerro Estrella, pero nadie acudió a identificarla. Al cuarto día de su muerte el jefe de la policía de Santa Teresa, Pedro Negrete, se desplazó personalmente al cerro Estrella, sin que ningún policía lo acompañara, ni siquiera Epifanio Galindo, y recorrió el lugar en donde encontraron a la muerta. Después dejó la falda y empezó a subir hasta lo más alto del cerro. Entre las piedras volcánicas había bolsas de mercado llenas de basura. Recordó que su hijo, que estudiaba en Phoenix, una vez le había contado que las bolsas de plástico tardaban cientos, tal vez miles de años en consumirse. Estas de aquí no, pensó al ver el grado de descomposición a lo que todo estaba abocado. En lo alto unos niños salieron corriendo y se perdieron cerro abajo, rumbo a la colonia Estrella. Empezaba a oscurecer. Por el lado oeste vio los techos de cartón o de zinc de algunas casas. Las calles que caracoleaban en medio de un trazado anárquico. Por el este vio la carretera que llevaba a la sierra y el desierto, las luces de los camiones, las primeras estrellas, estrellas de verdad, que venían con la noche desde el otro lado de las montañas. Por el norte no vio nada, sólo una gran planicie monótona, como si la vida se acabara más allá de Santa Teresa, pese a sus deseos y convicciones.
Luego oyó a unos perros, cada vez más cerca, hasta que los vio. Probablemente eran perros hambrientos y bravos, como los niños que divisó fugazmente al llegar. Sacó la pistola de la sobaquera. Contó cinco perros. Quitó el seguro y disparó.
El perro no saltó en el aire, se derrumbó y el impulso inicial lo hizo arrastrarse por el polvo hecho un ovillo. Los otros cuatro echaron a correr. Pedro Negrete los observó mientras se alejaban.
Dos llevaban la cola entre las piernas y corrían agachados.
De los otros dos, uno corría con la cola tiesa y el cuarto, vaya uno a saber por qué, movía la cola, como si le hubieran dado un premio. Se acercó al perro muerto y lo tocó con el pie. La bala le había entrado por la cabeza. Sin mirar hacia atrás se fue caminando cerro abajo, otra vez, hasta donde habían hallado el cadáver de la desconocida. Allí se detuvo y encendió un cigarrillo.
Delicados sin filtro. Luego siguió bajando hasta llegar a su coche. Desde allí, pensó, todo se veía diferente.
En mayo ya no murió ninguna otra mujer, descontando a las que murieron de muerte natural, es decir de enfermedad, de vejez o de parto. Pero a finales de mes empezó el caso del profanador de iglesias. Un día un tipo desconocido entró en la iglesia de San Rafael, en la calle Patriotas Mexicanos, en el centro de Santa Teresa, a la hora de la primera misa. La iglesia estaba casi vacía, sólo unas cuantas beatas se apiñaban en las primeras bancas, y el cura aún estaba encerrado en el confesionario.
La iglesia olía a incienso y a productos baratos de limpieza.
El desconocido se sentó en uno de los últimos bancos y se puso de rodillas de inmediato, la cabeza hundida entre las manos como si le pesara o estuviera enfermo. Algunas beatas se volvieron a mirarlo y cuchichearon entre sí. Una viejita salió del confesionario y se quedó inmóvil contemplando al desconocido, mientras una mujer joven de rasgos indígenas entraba a confesarse. Cuando el cura absolviera los pecados de la india empezaría la misa. Pero la viejita que había salido del confesionario se quedó mirando al desconocido, quieta, aunque a veces apoyaba el cuerpo en una pierna y luego en la otra y esto la hacía dar como unos pasos de baile. De inmediato supo que algo no estaba bien en aquel hombre y quiso acercarse a las otras viejas para advertírselo. Mientras caminaba por el pasillo central vio una mancha líquida que se extendía por el suelo desde el banco que ocupaba el desconocido y percibió el olor de la orina. Entonces, en vez de seguir caminando hacia donde se apiñaban las beatas, rehízo el camino y volvió al confesionario.
Con la mano tocó varias veces en la ventanilla del cura. Estoy ocupado, hija, le dijo éste. Padre, dijo la viejita, hay un hombre que está mancillando la casa del Señor. Sí, hija mía, ahora te atiendo, dijo el cura. Padre, no me gusta nada lo que está pasando, haga algo, por el amor de Dios. Mientras hablaba la viejita parecía bailar. Ahora, hija, un poco de paciencia, estoy ocupado, dijo el cura. Padre, hay un hombre que está haciendo sus necesidades en la iglesia, dijo la viejita. El cura asomó la cabeza por entre las cortinas raídas y buscó en la penumbra amarillenta al desconocido, y luego salió del confesionario y la mujer de rasgos indígenas también salió del confesionario y los tres se quedaron inmóviles mirando al desconocido que gemía débilmente y no paraba de orinar, mojándose los pantalones y provocando un río de orina que corría hacia el atrio, confirmando que el pasillo, tal como temía el cura, tenía un desnivel preocupante.
Después fue a llamar al sacristán, que estaba tomando café sentado a la mesa y parecía cansado, y ambos se acercaron al desconocido para afearle su conducta y proceder a echarlo de la iglesia. El desconocido vio sus sombras y los miró con los ojos llenos de lágrimas y les pidió que lo dejaran en paz. Casi en el acto una navaja apareció en su mano y mientras las beatas de los primeros bancos gritaban acuchilló al sacristán.
El caso le fue confiado al judicial Juan de Dios Martínez, que tenía fama de eficiente y discreto, algo que algunos policías asociaban con la religiosidad. Juan de Dios Martínez habló con el cura, que describió al desconocido como un tipo de unos treinta años, de estatura mediana, de piel morena y complexión fuerte, un mexicano como cualquiera. Luego habló con las beatas.
Para éstas, el desconocido ciertamente no era un mexicano como cualquiera sino que parecía el demonio. ¿Y qué hacía el demonio en la primera misa?, preguntó el judicial. Estaba allí para matarnos a todas, dijeron las beatas. A las dos de la tarde, acompañado de un dibujante, fue al hospital a tomarle declaración al sacristán. La descripción de éste coincidía con la del cura. El desconocido olía a alcohol. Un olor muy fuerte, como si antes de levantarse aquella mañana hubiera lavado la camisa en un barreño de alcohol de noventa grados. No se había afeitado desde hacía días, aunque esto se notaba poco porque era lampiño. ¿Cómo sabía el sacristán que era lampiño?, quiso saber Juan de Dios Martínez. Por la forma en que le salían los pelos en la jeta, pocos y mal avenidos, como pegoteados a ciegas por su chingada madre y por el culero mamavergas de su padre, dijo el sacristán. También: tenía las manos grandes y fuertes.
Unas manos tal vez demasiado grandes para su cuerpo. Y estaba llorando, de eso no le cabía duda, pero también parecía que se estuviera riendo, llorando y riéndose al mismo tiempo. ¿Me entiende?, dijo el sacristán. ¿Como si estuviera drogado?, peguntó el judicial. Exacto. Positivo. Más tarde Juan de Dios Martínez llamó al manicomio de Santa Teresa y preguntó si tenían o habían tenido a un interno que respondiera a las características físicas que había recabado. Le dijeron que tenían un par, pero que no eran violentos. Preguntó si los dejaban salir. A uno sí y a otro no, le respondieron. Voy a ir a verlos, dijo el judicial.
A las cinco de la tarde, después de comer en una cafetería adonde nunca iban policías, Juan de Dios Martínez estacionó su Cougar gris metalizado en el párking del manicomio. Lo atendió la directora, una mujer de unos cincuenta años, con el pelo teñido de rubio, que hizo que le trajeran un café. La oficina de la directora era bonita y le pareció decorada con gusto. En las paredes había una reproducción de Picasso y una de Diego Rivera.
Juan de Dios Martínez se estuvo largo rato mirando la de Diego Rivera mientras esperaba a la directora. En la mesa había dos fotografías: en una se veía a la directora, cuando era más joven, abrazando a una niña que miraba directamente a la cámara.
La niña tenía una expresión dulce y ausente. En la otra foto la directora era aún más joven. Estaba sentada al lado de una mujer mayor, a la que miraba con expresión divertida. La mujer mayor, por el contrario, tenía un semblante serio y miraba a la cámara como si le pareciera una frivolidad tomarse una foto. Cuando por fin llegó la directora el judicial se dio cuenta de inmediato de que habían pasado muchos años desde que se había hecho las fotos. También se dio cuenta de que la directora seguía siendo muy guapa. Durante un rato hablaron de los locos. Los peligrosos no salían, le informó la directora. Pero locos peligrosos no había muchos. El judicial le enseñó el retrato robot que había hecho el dibujante y la directora lo miró con atención durante unos segundos. Juan de Dios Martínez se fijó en sus manos. Tenía las uñas pintadas y los dedos eran largos y parecían suaves al tacto. En el dorso de la mano pudo contar unas cuantas pecas. La directora le dijo que el retrato no era bueno y que podía tratarse de cualquiera. Después fueron a ver a los dos locos. Estaban en el patio, un patio enorme, sin árboles, de tierra, como una cancha de fútbol de un barrio pobre.
Un vigilante vestido con camiseta y pantalones blancos le trajo al primero. Juan de Dios Martínez oyó cómo la directora le preguntaba por su salud. Luego hablaron de comida. El loco dijo que ya casi no podía comer carne, pero lo dijo de forma tan enrevesada que el judicial no supo si se estaba quejando por el menú o si le comunicaba una aversión por la carne probablemente reciente. La doctora habló de proteínas. La brisa que soplaba por el patio a veces despeinaba a los pacientes. Hay que construir una muralla, le oyó decir a la doctora. Cuando sopla el viento se ponen nerviosos, dijo el vigilante vestido de blanco.
Después trajeron al otro. Juan de Dios Martínez creyó al principio que eran hermanos, aunque cuando los dos estuvieron uno al lado del otro se dio cuenta de que el parecido sólo era aparente. De lejos, pensó, igual todos los locos se parecen.
Cuando volvió al despacho de la directora le preguntó cuánto tiempo hacía que dirigía el manicomio. Un titipuchal de años, dijo ella riéndose. Ya ni me acuerdo. Mientras tomaban otro café, a los que la directora era muy aficionada, le preguntó si era de Santa Teresa. No, dijo la directora. Nací en Guadalajara y estudié en el DF y luego en San Francisco, en Berkeley.
A Juan de Dios Martínez le hubiera gustado seguir hablando con ella, y tomando café, y tal vez preguntarle si estaba casada o divorciada, pero no tenía tiempo. ¿Me los puedo llevar?, dijo.
La directora lo miró sin comprender. ¿Me puedo llevar a los locos?, preguntó. La directora se rió en su cara y le preguntó si se sentía bien. ¿Adónde se los quiere llevar? A una especie de rueda de reconocimiento, dijo el judicial. Tengo a la víctima en el hospital y no puede moverse. Usted me presta a sus pacientes un par de horas, me los llevo de paseo al hospital y antes de que anochezca se los traigo de vuelta. ¿Y me lo pide a mí?, dijo la directora. Usted es la jefa, dijo el judicial. Tráigame una orden del juez, dijo la directora. Se la puedo traer, pero eso es puro papeleo. Además, si le traigo una orden, a sus pacientes los van a llevar a comisaría, puede que los retengan una o dos noches, no lo van a pasar bien. En cambio, si me los llevo yo ahora, pues no pasa nada. Los meto en el carro, el único policía soy yo, si la víctima hace un reconocimiento positivo, igual le devuelvo a sus locos, a los dos. ¿No le parece más fácil? No, no me lo parece, dijo la directora, tráigame una orden del juez y ya veremos. No he querido ofenderla, dijo el judicial. Estoy escandalizada, dijo la directora. Juan de Dios Martínez se rió. Pues no me los llevo y ya está, dijo. Eso sí, procure que ninguno de los dos salga del manicomio, ¿me lo promete? La directora se levantó y por un momento él creyó que lo iba a echar. Luego llamó por teléfono a su secretaria y le pidió otra taza de café.
¿Usted quiere otra? Juan de Dios Martínez movió la cabeza afirmativamente. Esta noche no voy a poder dormir, pensó.
Esa noche el desconocido de la iglesia de San Rafael entró en la iglesia de San Tadeo, en la colonia Kino, un barrio que crecía entre los matorrales y las colinas de suaves pendientes del suroeste de Santa Teresa. Al judicial Juan de Dios Martínez lo llamaron a las doce de la noche. Estaba viendo la tele y después de colgar el teléfono recogió los platos sucios de la mesa y los puso en el fregadero. Del cajón de la mesita de noche sacó su pistola y el retrato robot, que tenía doblado en cuatro partes, y bajó caminando por las escaleras hasta el garaje en donde estaba su Chevy Astra de color rojo. Cuando llegó a la iglesia de San Tadeo unas mujeres estaban sentadas en la escalinata de adobe. No eran muchas. En el interior de la iglesia vio al judicial José Márquez que interrogaba al cura. Le preguntó a un policía si había venido ya la ambulancia. El policía lo miró con una sonrisa y le dijo que no había heridos. ¿Qué chingados es todo esto? Los dos tipos de la policía científica trataban de encontrar huellas en una imagen de Cristo que estaba junto al altar, en el suelo. Esta vez el loco no le ha hecho daño a nadie, le dijo José Márquez cuando se desocupó del cura. Quiso saber qué había pasado. Un pendejo drogado apareció a eso de las diez de la noche, dijo Márquez. Llevaba una navaja o un cuchillo.
Se sentó en los últimos bancos. Allí. En los más oscuros.
Una vieja lo oyó llorar. El tipo no sé si lloraba de tristeza o de placer. Se estaba meando. Entonces la vieja fue a llamar al cura y el tipo saltó y se puso a destrozar las figuras. Un Cristo, una Guadalupana y un par de santos más. Después se marchó. ¿Y eso es todo?, dijo el judicial Juan de Dios Martínez. No hay nada más, dijo Márquez. Durante un rato ambos estuvieron hablando con los testigos. La descripción del agresor coincidía con el de la iglesia de San Rafael. Le mostró al cura el retrato robot. El cura era muy joven y parecía muy cansado, pero no por lo sucedido aquella noche sino por algo que se arrastraba desde hacía años. Se parece, dijo el cura sin darle importancia.
La iglesia olía a incienso y a orina. Los pedazos de yeso esparcidos por el suelo le recordaron una película, pero no supo cuál.
Con la punta del pie movió uno de los fragmentos, parecía el trozo de una mano y estaba empapado. ¿Te has dado cuenta?, le dijo Márquez. ¿Qué?, dijo Juan de Dios Martínez. Ese cabrón debe de tener una vejiga monstruosa. O se aguanta todo lo que puede y espera hasta estar dentro de una iglesia para soltarlo.
Cuando salió vio a algunos periodistas del Heraldo del Norte y La Tribuna de Santa Teresa que hablaban con los curiosos.
Echó a caminar por las calles aledañas a la iglesia de San Tadeo. Allí no olía a incienso aunque el aire, en ocasiones, parecía salir directamente de una poza séptica. El alumbrado público apenas cubría algunas calles. Nunca antes he estado aquí, se dijo Juan de Dios Martínez. Al final de una calle divisó la sombra de un gran árbol. Era un simulacro de plaza y el árbol era lo único que en aquel semicírculo baldío guardaba cierta semejanza con un espacio público. Alrededor de él los vecinos habían construido, aprisa y sin maña, unos bancos para tomar el fresco. Aquí hubo un poblado de indios, recordó el judicial.
Un policía que había vivido en la colonia se lo había dicho. Se dejó caer sobre un banco y observó la imponente sombra del árbol que se recortaba amenazante sobre el cielo estrellado.
¿Dónde están los indios ahora? Pensó en la directora del manicomio.
Le hubiera gustado hablar con ella en ese mismo instante, pero sabía que no se atrevería a llamarla.
El ataque a las iglesias de San Rafael y de San Tadeo tuvo mayor eco en la prensa local que las mujeres asesinadas en los meses precedentes. Al día siguiente, Juan de Dios Martínez, junto con dos policías, recorrió la colonia Kino y la colonia La Preciada, mostrándole a la gente el retrato robot del agresor.
Nadie lo reconoció. A la hora de comer los policías se marcharon al centro y Juan de Dios Martínez llamó por teléfono a la directora del manicomio. La directora no había leído los periódicos y no sabía nada de lo que había pasado la noche anterior.
Juan de Dios la invitó a comer. La directora, contra lo que él esperaba, aceptó la invitación y se citaron en un restaurante vegetariano en la calle Río Usumacinta, en la colonia Podestá. Él no conocía el restaurante y cuando llegó pidió una mesa para dos y un whisky mientras la esperaba, pero allí no servían bebidas alcohólicas. El mesero que lo atendió llevaba una camisa ajedrezada y sandalias y lo miró como si estuviera enfermo o se hubiera equivocado de local. El sitio le pareció agradable. La gente que ocupaba las otras mesas hablaba en voz baja y se oía música como de agua, el ruido del agua al caer por unas lajas.
La directora lo vio nada más entrar, pero no lo saludó y se puso a hablar con el mesero que preparaba unos jugos naturales detrás de la barra. Tras intercambiar unas palabras con él se acercó a la mesa. Iba vestida con pantalones grises y con un jersey escotado de color perla. Juan de Dios Martínez se levantó cuando ella llegó junto a él y le dio las gracias por haber aceptado su invitación. La directora sonrió: tenía dientes pequeños y regulares, muy blancos y afilados, lo que daba a su sonrisa un aire carnívoro que desentonaba con la especialidad del restaurante.
El mesero les preguntó qué iban a comer. Juan de Dios Martínez miró el menú y luego le pidió a ella que eligiera por él.
Mientras esperaban la comida le contó lo de la iglesia de San Tadeo. La directora lo escuchó con atención y al final le preguntó si se lo había contado todo. Es todo lo que hay, dijo el judicial. Mis dos enfermos pasaron la noche en el centro, dijo ella. Ya lo sé, dijo él. ¿Cómo? Después de estar en la iglesia fui al manicomio. Le pedí al vigilante y a una enfermera de guardia que me llevaran a la habitación de sus pacientes. Los dos dormían. No había ropa manchada de orina. Nadie los dejó salir.
Esto que usted me cuenta es ilegal, dijo la directora. Pero ellos ya no son sospechosos, dijo el judicial. Y además no los desperté. No se dieron cuenta de nada. Durante un rato la directora se dedicó a comer en silencio. A Juan de Dios Martínez le empezó a gustar cada vez más la música con ruido de agua.
Se lo dijo. Me gustaría comprarme el disco, dijo. Se lo dijo sinceramente.
La directora no pareció escucharlo. De postre les sirvieron higos. Juan de Dios Martínez dijo que hacía años que no comía higos. La directora pidió un café y quiso pagar ella la cuenta, pero él no la dejó. No fue fácil. Tuvo que insistir mucho y la directora parecía haberse vuelto de piedra. Al salir del restaurante se dieron la mano como si nunca más se fueran a ver.
Dos días después el desconocido entró en la iglesia de Santa Catalina, en la colonia Lomas del Toro, a una hora en que el recinto estaba cerrado, y se orinó y defecó en el altar, además de decapitar casi todas las imágenes que encontró a su paso. La noticia esta vez salió en la prensa nacional y un periodista de La Voz de Sonora bautizó al agresor como el Penitente Endemoniado.
Por lo que Juan de Dios Martínez sabía, el acto pudo cometerlo cualquier otro, pero en la policía decidieron que había sido el Penitente y él prefirió seguir el curso de los acontecimientos.
No le extrañó que ninguno de los vecinos de la iglesia oyera nada, pese a que para romper tantas imágenes sagradas se requería tiempo, además de causar un ruido considerable. En la iglesia de Santa Catalina no vivía nadie. El cura que oficiaba allí iba una vez al día, de las nueve de la mañana hasta la una de la tarde, y luego se iba a trabajar en una escuela parroquial de la colonia Ciudad Nueva. No había sacristán y los monaguillos que ayudaban en misa a veces iban y a veces no iban.
En realidad, la iglesia de Santa Catalina era una iglesia casi sin feligreses y los objetos que había en su interior eran baratos, comprados por el obispado en una tienda del centro de la ciudad que se dedicaba a la venta de ropa talar y de santos al por mayor y al menudeo. El cura era un tipo abierto y de talante liberal, según le pareció a Juan de Dios Martínez. Estuvieron hablando durante un rato. En la iglesia no faltaba nada. El cura no parecía escandalizado ni afectado por el ultraje. Hizo un cálculo rápido de los estropicios y dijo que eso para el obispado era una bicoca. La caca en el altar no le alteró el semblante. En un par de horas, cuando ustedes se vayan, esto estará limpio otra vez, dijo. En cambio, la cantidad de orina lo alarmó.
Hombro con hombro, como dos hermanos siameses, el judicial y el cura recorrieron todos los rincones por donde el Penitente se había orinado y el cura, al final, dijo que el tipo aquel debía de tener la vejiga del tamaño de un pulmón. Esa noche Juan de Dios Martínez pensó que el Penitente cada vez le caía mejor.
La primera agresión fue violenta y casi mató al sacristán, pero a medida que pasaban los días se iba perfeccionando. En la segunda agresión sólo había asustado a unas beatas y en la tercera no lo vio nadie y había podido trabajar en paz.
Tres días después de la profanación de la iglesia de Santa Catalina, el Penitente se introdujo a altas horas de la noche en la iglesia de Nuestro Señor Jesucristo, en la colonia Reforma, la iglesia más antigua de la ciudad, construida a mediados del siglo XVIII, y que durante un tiempo sirvió como sede del obispado de Santa Teresa. En el edificio adyacente, sito en la esquina de las calles Soler y Ortiz Rubio, dormían tres curas y dos jóvenes seminaristas indios de la etnia pápago que cursaban estudios de Antropología e Historia en la Universidad de Santa Teresa. Los seminaristas, además de dedicar su tiempo al estudio, se encargaban de algunas labores menores de limpieza, como fregar los platos cada noche o recoger la ropa sucia de los curas y entregársela a la mujer que luego la llevaba a la lavandería.
Esa noche, uno de los seminaristas no dormía. Había intentado estudiar encerrado en su cuarto y luego se levantó a buscar un libro a la biblioteca, en donde, sin que hubiera motivo alguno, se quedó leyendo sentado en un sillón hasta que lo sorprendió el sueño. El edificio estaba comunicado con la iglesia a través de un pasillo que llevaba directamente a la rectoría.
Se decía que existía otro pasillo, subterráneo, que los curas utilizaron durante la revolución y durante la guerra cristera, pero de ese pasillo el estudiante pápago desconocía la existencia. De pronto un ruido a cristales rotos lo despertó. Primero pensó, cosa rara, que estaba lloviendo, pero luego se dio cuenta de que el ruido provenía del interior de la iglesia y no de afuera y se levantó y fue a investigar. Al llegar a la rectoría oyó gemidos y pensó que alguien se había quedado encerrado en uno de los confesionarios, cosa del todo improbable pues las puertas de éstos no se cerraban. El estudiante pápago, contrariamente a lo que se decía sobre la gente de su etnia, era medroso y no se atrevió a entrar solo en la iglesia. Fue primero a despertar al otro seminarista y luego ambos acudieron a golpear, de forma muy discreta, la puerta del padre Juan Carrasco, que a esas horas, como el resto de los habitantes del edificio, dormía. El padre Juan Carrasco escuchó la historia del pápago en el pasillo y como leía la prensa dijo: debe de ser el Penitente. Acto seguido volvió a su habitación, se puso los pantalones y unas zapatillas de gimnasia que usaba para hacer jogging y para jugar al frontón, y de un armario sacó un viejo bate de béisbol. Luego envió a uno de los pápagos a despertar al conserje, que dormía en una pequeña habitación de la primera planta, junto a la escalera, y él, seguido por el pápago que alertó sobre los ruidos, se dirigió a la iglesia. A primera vista ambos tuvieron la impresión de que allí no había nadie. El humo hialino de las velas ascendía con lentitud hacia la bóveda y una nube densa, amarillo oscuro, permanecía inmóvil en el interior del templo. Poco después oyeron el gemido, como si un niño hiciera esfuerzos para no vomitar, al que siguió otro y luego otro, y luego el sonido familiar de la primera arcada. Es el Penitente, susurró el seminarista.
El padre Carrasco arrugó el ceño y se dirigió sin vacilar hacia el lugar del que provenía el ruido con el bate de béisbol sujeto con las dos manos, en actitud, precisamente, de batear.
El pápago no lo siguió. Tal vez dio un pasito o dos en la dirección emprendida por el cura, al cabo de los cuales se quedó quieto, ya sin defensas ante un terror sagrado. La verdad es que hasta le castañeteaban los dientes. No podía avanzar ni retroceder.
Así que, como luego explicó a la policía, se puso a rezar.
¿Qué rezaste?, le preguntó el judicial Juan de Dios Martínez. El pápago no entendió la pregunta. ¿El padrenuestro?, dijo el judicial.
No, no, no, no me acordaba de nada, dijo el pápago, recé por mi alma, recé por mi madrecita, le pedí a mi madrecita que no me abandonara. Desde donde estaba oyó el ruido del bate de béisbol que se estrellaba contra una columna. Bien podía tratarse, pensó o recordó que había pensado, de la columna vertebral del Penitente o de la columna de un metro noventa de altura en donde estaba la talla en madera del arcángel Gabriel.
Luego oyó resoplar a alguien. Oyó gemir al Penitente. Escuchó que el padre Carrasco le mentaba la madre a alguien, una mentada, la verdad sea dicha, extraña, no supo si dirigida al Penitente o a él, que no lo había acompañado, o a una persona desconocida del pasado del padre Carrasco, alguien a quien él no conocería jamás y a quien el cura no volvería a ver jamás.
Después el ruido que hace un bate de béisbol al caer a un suelo de piedras cortadas con exactitud y primor. La madera, el bate, rebota varias veces hasta que finalmente el ruido cesa. Casi al mismo instante oyó un grito que le hizo pensar, otra vez, en el terror sagrado. Pensar sin pensar. O pensar con imágenes temblorosas.
Después creyó ver, como iluminado por una vela pero lo mismo daba que si estuviera iluminado por un rayo, la figura del Penitente que con el bate de béisbol segaba de un golpe las canillas del arcángel y lo hacía caer de su pedestal. De nuevo el ruido de la madera, viejísima ésta, colisionando con la piedra, como si madera y piedra, en aquellas latitudes, fueran términos estrictamente antagónicos. Y más golpes. Y luego los pasos del conserje que llegaba corriendo y se internaba, también él, en lo oscuro, y la voz de su hermano pápago que en lengua pápago le preguntaba qué tenía, qué le dolía. Y luego más gritos y más curas y voces que avisaban a la policía y un revuelo de camisas blancas y un olor ácido, como si alguien hubiera trapeado las piedras de la vieja iglesia con un galón de amoníaco, olor a meados, según le dijo el judicial Juan de Dios Martínez, demasiada orina para un hombre solo, para un hombre con una vejiga normal.
Esta vez el Penitente se desmadró, dijo el judicial José Márquez mientras examinaba de rodillas los cadáveres del padre Carrasco y del conserje. Juan de Dios Martínez examinó la ventana por donde el profanador accedió a la iglesia y luego salió a la calle y estuvo un rato dando vueltas por Soler y luego por Ortiz Rubio y por una plaza que por las noches los vecinos usaban como párking gratuito. Cuando volvió a la iglesia Pedro Negrete y Epifanio estaban allí y nada más entrar el jefe de la policía le hizo un gesto para que se acercara. Durante un rato estuvieron hablando y fumando sentados en los bancos de la última fila. Debajo de la chamarra de cuero Negrete iba vestido con la camisa del pijama. Olía a colonia cara y no tenía cara de cansado. Epifanio llevaba un traje azul claro al que favorecía la luz mortecina de la iglesia. Juan de Dios Martínez le dijo al jefe de policía que el Penitente debía de tener un coche. ¿Y eso cómo lo sabes? No puede desplazarse a pie sin llamar la atención, dijo el judicial. Sus meados apestan. La distancia que hay entre la Kino y la Reforma es muy grande. La distancia entre la Reforma y la Lomas del Toro, también. Supongamos que el Penitente vive en el centro. De la Reforma al centro se puede ir caminando y si es de noche nadie va a darse cuenta de que hueles a meado. Pero del centro a la Lomas del Toro, andando, no sé, por lo menos te puedes tardar una hora. O más, dijo Epifanio.
Y de la Lomas del Toro a la Kino, ¿de cuánto puede ser la caminata? Más de cuarentaicinco minutos, siempre que antes no te pierdas, dijo Epifanio. Y ya no digamos de la Reforma a la Kino, dijo Juan de Dios Martínez. Así que este buey va en coche, dijo el jefe de policía. Es de lo único que podemos estar seguros, dijo Juan de Dios Martínez. Y probablemente lleva ropa limpia en el interior del coche. ¿Y eso?, dijo el jefe de policía. Como medida de precaución. O sea que tú crees que el Penitente no es ningún pendejo, dijo Negrete. Se vuelve tarolas sólo cuando está en el interior de una iglesia, cuando sale es una persona normal y corriente, susurró Juan de Dios Martínez.
Ah, caray, dijo el jefe de policía. ¿Y tú qué piensas, Epifanio?
Puede ser, dijo Epifanio. Si vive solo, puede volver oliendo a mierda, total, del coche a su sede no puede tardar más de un minuto. Si vive con alguna ruca o con los jefes, seguro que se cambia de ropa antes de entrar. Suena lógico, dijo el jefe de policía.
Pero la cuestión es cómo le ponemos fin a todo esto. ¿Se te ocurre algo? Por lo pronto, poner un policía en cada iglesia y esperar a que el Penitente dé el primer paso, dijo Juan de Dios Martínez. Mi hermano es muy católico, dijo el jefe de policía como si pensara en voz alta. Tengo que preguntarle algunas cosas.
¿Y dónde crees tú, Juan de Dios, que vive el Penitente? No lo sé, jefe, dijo el judicial, en cualquier parte, aunque si tiene coche no creo que viva en la Kino.
A las cinco de la mañana, al volver a su casa, el judicial Juan de Dios Martínez encontró un mensaje de la directora del manicomio en su contestador. La persona que usted busca, decía la voz de la directora, padece sacrofobia. Telefonéeme y se lo explicaré.
Pese a la hora que era la llamó de inmediato. Le contestó la voz grabada de la directora. Soy Martínez, el policía judicial, dijo Juan de Dios Martínez, perdone por llamarla a esta hora…
He escuchado su mensaje… Acabo de llegar a mi casa… Esta noche el Penitente… En fin, mañana me pondré en contacto con usted… Es decir, hoy… Buenas noches y gracias por su mensaje.
Después se sacó los zapatos y los pantalones y se tiró en la cama, pero no pudo dormir. A las seis de la mañana se presentó en comisaría.
Un grupo de patrulleros estaba festejando el cumpleaños de un compañero y lo invitaron a beber pero él no aceptó.
Desde el despacho de los judiciales, donde no había nadie, oyó cómo cantaban, en el piso de arriba, una y otra vez, las mañanitas.
Hizo una lista de los policías que quería que trabajaran con él. Redactó un informe para la policia judicial de Hermosillo y luego salió a tomarse un café junto a la máquina automática.
Vio pasar a dos patrulleros abrazados escaleras abajo y los siguió.
En el pasillo vio a varios policías platicando, en grupos de dos, de tres, de cuatro. De vez en cuando un grupo se reía estruendosamente.
Un tipo vestido de blanco, pero con pantalones vaqueros, arrastraba una camilla. Sobre la camilla, completamente cubierta por una funda de plástico gris, iba el cadáver de Emilia Mena Mena. Nadie se fijó en él.
En junio murió Emilia Mena Mena. Su cuerpo se encontró en el basurero clandestino cercano a la calle Yucatecos, en dirección a la fábrica de ladrillos Hermanos Corinto. En el informe forense se indica que fue violada, acuchillada y quemada, sin especificar si la causa de la muerte fueron las cuchilladas o las quemaduras, y sin especificar tampoco si en el momento de las quemaduras Emilia Mena Mena ya estaba muerta. En el basurero donde fue encontrada se declaraban constantes incendios, la mayoría voluntarios, otros fortuitos, por lo que no se podía descartar que las calcinaciones de su cuerpo fueran debidas a un fuego de estas características y no a la voluntad del homicida.
El basurero no tiene nombre oficial, porque es clandestino, pero sí tiene nombre popular: se llama El Chile. Durante el día no se ve un alma por El Chile ni por los baldíos aledaños que el basurero no tardará en engullir. Por la noche aparecen los que no tienen nada o menos que nada. En México DF los llaman teporochos, pero un teporocho es un señorito vividor, un cínico reflexivo y humorista, comparado con los seres humanos que pululan solitarios o en pareja por El Chile. No son muchos. Hablan una jerga difícil de entender. La policía preparó una redada la noche siguiente al hallazgo del cadáver de Emilia Mena Mena y sólo pudo detener a tres niños que rebuscaban cartones en la basura. Los habitantes nocturnos de El Chile son escasos. Su esperanza de vida, breve. Mueren a lo sumo a los siete meses de transitar por el basurero. Sus hábitos alimenticios y su vida sexual son un misterio. Es probable que hayan olvidado comer y coger. O que la comida y el sexo para ellos ya sea otra cosa, inalcanzable, inexpresable, algo que queda fuera de la acción y la verbalización. Todos, sin excepción, están enfermos. Sacarle la ropa a un cadáver de El Chile equivale a despellejarlo. La población permanece estable: nunca son menos de tres, nunca son más de veinte.
El principal sospechoso del asesinato de Emilia Mena Mena era su novio. Cuando fueron a buscarlo a la casa en donde vivía con sus padres y tres hermanos ya se había marchado.
Según la familia tomó un autobús uno o dos días antes del hallazgo del cadáver. El padre y dos de los hermanos se pasaron un par de días en los calabozos, pero no se les pudo arrancar ninguna otra información coherente, salvo la dirección del hermano del padre, en Ciudad Guzmán, adonde supuestamente había viajado el sospechoso. Alertada la policía de Ciudad Guzmán, algunos agentes se personaron en el citado domicilio, provistos de todos los requisitos legales, y no encontraron ni el más mínimo rastro del supuesto novio y asesino. El caso quedó abierto y no tardó en olvidarse. Cinco días después, cuando aún proseguían las diligencias tendentes a aclarar la muerte de Emilia Mena Mena, el conserje de la preparatoria Morelos encontró el cuerpo de otra muerta. Estaba tirada en un terreno que a veces los alumnos utilizaban para jugar partidos de fútbol y béisbol, un descampado desde donde se podía ver Arizona y los caparazones de las maquiladoras del lado mexicano y las carreteras de terracería que conectaban éstas con la red de carreteras pavimentadas. Al lado, separados ambos por una reja de alambre, se hallaban los patios de la preparatoria y más allá los dos bloques, de tres pisos cada uno, en donde se daban las clases en salas amplias y soleadas. La preparatoria había sido inaugurada en el año 1990 y el conserje trabajaba allí desde el primer día. Era el primero en llegar a la preparatoria y uno de los últimos en irse. La mañana en que encontró a la muerta algo le llamó la atención mientras recogía, en la oficina del director, las llaves que le permitían el acceso a toda la escuela. Al principio no supo determinar qué era. Cuando había entrado en la sala de servicios se dio cuenta. Zopilotes. Volaban zopilotes sobre el descampado que estaba junto al patio. Sin embargo tenía mucho que hacer todavía y decidió ir a investigar más tarde.
Poco después llegó la cocinera y su ayudante y se fue a tomar un café junto a ellos en la cocina. Hablaron durante unos diez minutos de lo de siempre, hasta que el conserje les preguntó si al llegar no habían visto unos zopilotes sobrevolando la escuela.
Ambos contestaron que no. Entonces el conserje terminó su café y dijo que iba a darse una vuelta por el descampado. Temía encontrar un perro muerto. Si era así iba a tener que volver a la escuela, al almacén donde guardaba las herramientas, e iba a tener que coger una pala y volver al descampado y cavar un agujero lo suficientemente profundo como para que los alumnos no desenterraran al animal. Pero lo que encontró fue una mujer.
Llevaba una blusa negra y zapatillas negras y tenía la falda arrollada sobre la cintura. No llevaba bragas. Eso fue lo primero que vio. Luego se fijó en su rostro y supo que no había muerto aquella noche. Uno de los zopilotes se posó sobre la reja pero él lo espantó con un gesto. La mujer tenía el pelo negro y largo hasta la mitad de la espalda, por lo menos. Algunos mechones estaban pegoteados por la sangre coagulada. En el estómago y alrededor del sexo también tenía sangre seca. Se persignó dos veces y se levantó con lentitud. Cuando volvió a la escuela le contó a la cocinera lo que había pasado. El muchacho que la ayudaba estaba fregando una olla y el conserje habló en voz baja, para que no lo oyera. Desde la oficina llamó por teléfono al director, pero éste ya se había marchado de casa.
Encontró una manta y fue a tapar a la muerta. Sólo entonces se dio cuenta de que estaba empalada. Se le llenaron los ojos de lágrimas mientras volvía a la escuela. Allí encontró a la cocinera, sentada en el patio, fumando un cigarrillo. Le hizo un gesto como preguntándole qué había pasado. El conserje le respondió con otro gesto, éste ininteligible, y salió a esperar al director a la puerta de entrada. Cuando llegó ambos se dirigieron al descampado. Desde el patio la cocinera vio cómo el director hacía a un lado la manta y contemplaba, desde distintas posiciones, el bulto que apenas se veía. Poco después dos maestros se les unieron, y a unos diez metros de ellos, un grupo de alumnos. A las doce llegaron dos coches de la policía, un tercer coche sin distintivos y una ambulancia y se llevaron a la muerta.
El nombre de ésta jamás se supo. El forense estableció que llevaba muerta varios días, sin precisar cuántos. La causa más probable de la muerte eran las cuchilladas recibidas en el pecho, pero también presentaba el cadáver una fractura de cráneo que el forense no se atrevió a descartar como causa principal. La edad de la muerta podía oscilar entre los veintitrés y los treintaicinco.
Su estatura era de un metro y setentaidós centímetros.
La última muerta de aquel mes de junio de 1993 se llamaba Margarita López Santos y había desaparecido hacía más de cuarenta días. Al segundo día de su desaparición su madre interpuso una denuncia en la comisaría n.o 2. Margarita López trabajaba en la maquiladora K amp;T, en el parque industrial El Progreso, cerca de la carretera a Nogales y las últimas casas de la colonia Guadalupe Victoria. El día de su desaparición realizaba el tercer turno de la maquiladora, de nueve de la noche a cinco de la mañana. Según sus compañeras, había acudido a trabajar con puntualidad, como siempre, pues Margarita era cumplidora y responsable como pocas, por lo que la desaparición debía fecharse a la hora del cambio de turno y de la salida.
A esa hora, sin embargo, nadie vio nada, entre otras razones porque a las cinco o cinco y media de la mañana todo está oscuro, y porque el alumbrado público de las calles es deficitario.
La mayoría de las casas de la parte norte de la colonia Guadalupe Victoria carecen de luz eléctrica. Las salidas del parque industrial, salvo la que conecta éste con la carretera a Nogales, también son deficitarias tanto en el alumbrado como en la pavimentación, así como también en su sistema de alcantarillas:
casi todos los desperdicios del parque van a caer en la colonia Las Rositas, donde forman un lago de fango que el sol blanquea.
Así que Margarita López dejó su trabajo a las cinco y media.
Eso quedó establecido. Y luego salió caminando por las calles oscuras del parque industrial. Tal vez vio una camioneta que cada noche estacionaba en una plaza desierta, junto al aparcamiento de la maquiladora WS-Inc., que vendía cafés con leche y refrescos y tortas de todos los tipos para los obreros que entraban a trabajar o que salían. La mayoría mujeres. Pero ella no tenía hambre o sabía que en su casa la esperaba su comida, y no se detuvo. Dejó atrás el parque y el resplandor cada vez más lejano de las luces de las maquiladoras. Atravesó la carretera a Nogales y se internó por las primeras calles de la colonia Guadalupe Victoria. Cruzarla le iba a llevar no más de media hora. Luego aparecería la colonia San Bartolomé, donde vivía.
En total, unos cincuenta minutos de caminata. Pero en alguna parte del trayecto algo ocurrió o algo se torció para siempe y a su madre después le dijeron que cabía la posibilidad de que se hubiera fugado con un hombre. Sólo tiene dieciséis años, dijo la madre, y es una buena hija. Cuarenta días más tarde unos niños encontraron su cadáver cerca de un chamizo en la colonia Maytorena. Su mano izquierda estaba apoyada contra unas hojas de guaco. Debido al estado del cuerpo el forense no fue capaz de dictaminar la causa de la muerte. Uno de los policías que acudieron al levantamiento del cadáver sí que fue capaz de identificar la planta del guaco. Es buena para las picadas de los mosquitos, dijo agachándose y cogiendo unas hojitas verdes, lanceoladas y duras.
En julio no hubo ninguna muerta. En agosto tampoco.
Por aquellos días el periódico La Razón, del DF, envió a Sergio González a hacer un reportaje sobre el Penitente. Sergio González tenía treintaicinco años, se acababa de divorciar y necesitaba ganar dinero como fuera. Normalmente no hubiera aceptado el encargo, pues él no era un periodista de crónica policial sino de las páginas de cultura. Hacía reseñas de libros de filosofía, que por otra parte nadie leía, ni los libros ni sus reseñas, y de vez en cuando escribía sobre música y sobre exposiciones de pintura. Desde hacía cuatro años era trabajador de plantilla de La Razón y su situación económica no era desahogada, pero sí pasable, hasta que llegó el divorcio y entonces le faltó dinero para todo. Como en su sección (en donde a veces escribía con seudónimo para que los lectores no se dieran cuenta de que todas las páginas las había escrito él) ya no podía hacer nada más, se dedicó a presionar a los jefes de las otras secciones para conseguir trabajos extra que le permitieran equilibrar sus menguados ingresos. Así surgió la propuesta de desplazarse a Santa Teresa, escribir la crónica del Penitente y volver.
El que le ofreció el trabajo era el director de la revista dominical del periódico, que sentía aprecio por González y que pensaba que con el ofrecimiento mataba dos pájaros de un tiro:
por un lado éste ganaba un dinero suplementario y por otra parte se tomaba unas vacaciones de tres o cuatro días por el norte, una zona con buena comida y aire respirable, y se olvidaba de su mujer. Así que en julio de 1993 Sergio González viajó en avión hasta Hermosillo y de allí en autobús a Santa Teresa.
La verdad es que el cambio de aires pareció sentarle de maravilla. El cielo de Hermosillo, de un celeste intenso, casi metálico, iluminado desde abajo, contribuyó a levantarle el ánimo de inmediato. La gente, en el aeropuerto y luego en las calles de la ciudad, le pareció simpática, despreocupada, como si estuviera en un país extranjero y sólo viera la parte buena de sus habitantes. En Santa Teresa, cuya impresión fue la de una ciudad industriosa y con poquísimo desempleo, se alojó en un hotel barato del centro, llamado El Oasis, en una calle que aún exhibía el adoquinado de la época de la Reforma, y poco después visitó las redacciones de El Heraldo del Norte y La Voz de Sonora, y conversó largamente con los periodistas que llevaban el caso del Penitente, quienes le indicaron cómo llegar a las cuatro iglesias profanadas, las que visitó en un solo día, en compañía de un taxista que lo aguardaba en la puerta. Pudo hablar con dos curas, los de las iglesias de San Tadeo y de Santa Catalina, quienes pocos datos aportaron a su investigación, aunque el cura de la iglesia de Santa Catalina le sugirió que abriera bien los ojos, pues el profanador de iglesias y ahora asesino no era, a su juicio, la peor lacra de Santa Teresa. En la policía le facilitaron una copia del retrato robot y consiguió una cita para hablar con Juan de Dios Martínez, el judicial que llevaba el caso. Por la tarde habló con el presidente municipal de la ciudad, quien lo invitó a comer en el restaurante de al lado de la corporación, un restaurante de paredes de piedra que intentaba, sin conseguirlo, cierta semejanza con las edificaciones de la época colonial. La comida, sin embargo, era muy buena, y el presidente municipal y otros dos miembros de la corporación de rangos inferiores se encargaron de hacerla amena contando chismes locales y chistes subidos de tono. Al día siguiente intentó vanamente tener una entrevista con el jefe de la policía, pero a la cita acudió un funcionario, seguramente el encargado de prensa de la policía, un tipo joven salido de la facultad de Derecho hacía poco, que le dio un dossier con todos los datos que un periodista podía necesitar para escribir una crónica sobre el Penitente. El tipo se llamaba Zamudio y no tenía nada mejor que hacer aquella noche que acompañarlo. Cenaron juntos. Luego estuvieron en una discoteca. Sergio González no recordaba haber pisado una desde que tenía diecisiete años. Se lo dijo a Zamudio y éste se rió. Invitaron a beber a unas muchachas. Eran de Sinaloa y por sus ropas uno se daba cuenta enseguida de que eran obreras. Sergio González le preguntó a la que le tocó por pareja si le gustaba bailar y ella respondió que era lo que más le gustaba en la vida. La respuesta le pareció luminosa, sin saber por qué, y también desoladoramente triste. La muchacha a su vez le preguntó qué hacía un chilango como él en Santa Teresa y le dijo que era periodista y que estaba escribiendo un artículo sobre el Penitente. Ella no pareció impresionada con la revelación. Tampoco había leído nunca La Razón, algo que a González le costó creer. En un aparte Zamudio le dijo que podían llevárselas a la cama. El rostro de Zamudio, deformado por la luz estroboscópica, le pareció el de un loco. González se encogió de hombros.
Al día siguiente se despertó solo en su hotel con la sensación de haber visto o escuchado algo prohibido. En todo caso, inadecuado, inconveniente. Trató de entrevistar a Juan de Dios Martínez. En el despacho de los judiciales sólo encontró a dos tipos que jugaban a los dados, mientras un tercero los miraba.
Los tres eran judiciales. Sergio González se presentó y luego se sentó en una silla a esperar, pues le dijeron que Juan de Dios Martínez no tardaría en llegar. Los judiciales iban vestidos con chamarras y ropas deportivas. Cada uno de los jugadores tenía una taza con frijoles y a cada tirada de dados extraían unos cuantos frijoles de sus respectivas tazas y los ponían en el centro de la mesa. A González le pareció extraño que unos tipos hechos y derechos apostaran frijoles, pero más extraño le pareció cuando vio que algunos frijoles del centro saltaban. Miró con atención y, en efecto, de tanto en tanto uno, o a veces dos de los frijoles, daba un salto, no muy alto, de unos cuatro centímetros de altura, o de dos centímetros, pero salto al fin y al cabo. Los jugadores no les prestaban atención a los frijoles. Metían los dados, que eran cinco, en el cubilete, movían éste, y de un golpe seco lo dejaban caer sobre la mesa. A cada tirada, propia o del contrario, pronunciaban palabras que González no entendía. Decían: engarróteseme ahí, o metateado, o peladeaje, o combiliado, o biscornieto, o bola de pinole, o despatolado, o sin desperdicio, como si pronunciaran nombres de dioses o los pasos de un misterio que ni ellos entendían pero que todos debían acatar. El judicial que no jugaba movía la cabeza afirmativamente.
Sergio González le preguntó si los frijoles eran frijoles saltarines. El judicial lo miró y asintió con la cabeza. Nunca en mi vida había visto tantos, dijo. En verdad, nunca había visto uno. Cuando Juan de Dios Martínez llegó los judiciales seguían jugando. Juan de Dios Martínez llevaba un traje gris, un poco arrugado, y una corbata verde oscuro. Se sentaron junto a su mesa, que era la más ordenada del despacho, según pudo comprobar González, y hablaron del Penitente. Según le dijo el judicial, aunque le pidió que esto no lo publicara, el Penitente era un enfermo. ¿Qué enfermedad tiene?, susurró González al darse cuenta en el acto de que Juan de Dios Martínez no quería que sus compañeros los oyeran. Sacrofobia, dijo el judicial. ¿Y eso qué es?, dijo González. Miedo y aversión a los objetos sagrados, dijo el judicial. Según éste, el Penitente no profanaba iglesias con la intención premeditada de matar. Las muertes eran accidentales, el Penitente lo único que quería era descargar su ira sobre las imágenes de los santos.
Las iglesias que el Penitente profanó no tardaron mucho tiempo en maquillar primero y luego restaurar de forma definitiva los destrozos, menos la de Santa Catalina, que durante un tiempo siguió tal y como la había dejado el Penitente. Nos falta dinero para muchas cosas, le dijo el cura de Ciudad Nueva que una vez al día aparecía por la colonia Lomas del Toro a decir misa y a limpiar, dando a entender con esto que existían prioridades que estaban por encima o que eran más urgentes que la reposición de las figuras sacras destrozadas. Fue gracias a él, durante la segunda y última vez que lo vio, en la iglesia, como Sergio González supo que en Santa Teresa, además del famoso Penitente, se cometían crímenes contra mujeres, la mayoría de los cuales quedaba sin aclarar. Durante un rato, mientras barría, el cura habló y habló: de la ciudad, del goteo de emigrantes centroamericanos, de los cientos de mexicanos que cada día llegaban en busca de trabajo en las maquiladoras o intentando pasar al lado norteamericano, del tráfico de los polleros y coyotes, de los sueldos de hambre que se pagaban en las fábricas, de cómo esos sueldos, sin embargo, eran codiciados por los desesperados que llegaban de Querétaro o de Zacatecas o de Oaxaca, cristianos desesperados, dijo el cura, un término extraño para venir, precisamente, de un cura, que viajaban de maneras inverosímiles, a veces solos y a veces con la familia a cuestas, hasta llegar a la línea fronteriza y sólo entonces descansar o llorar o rezar o emborracharse o drogarse o bailar hasta caer extenuados.
La voz del cura tenía el tono de una letanía y por un momento, mientras lo escuchaba, Sergio González cerró los ojos y a punto estuvo de quedarse dormido. Más tarde salieron a la calle y se sentaron en los escalones de ladrillo de la iglesia.
El cura le ofreció un Camel y se pusieron a fumar mirando el horizonte. ¿Y tú, aparte de ser periodista, qué más cosas haces en el DF?, le preguntó. Durante unos segundos, mientras aspiraba el humo de su cigarrillo, Sergio González pensó en la respuesta y no se le ocurrió nada. Estoy recién divorciado, le dijo, y además leo mucho. ¿Qué tipo de libros?, quiso saber el cura.
De filosofía, sobre todo de filosofía, dijo González. ¿A ti también te gusta leer? Un par de niñas pasaron corriendo y sin detenerse saludaron al cura por su nombre. González las vio atravesar un descampado en donde florecían unas flores rojas muy grandes y luego atravesar una avenida. Naturalmente, dijo el cura. ¿Qué tipo de libros?, dijo. De teología de la liberación, sobre todo, dijo el cura. Me gustan Boff y los brasileños. Pero también leo novelas policiales. González se levantó y apagó con la suela la colilla del cigarrillo. Ha sido un placer, dijo. El cura le apretó la mano y asintió.
Al día siguiente, por la mañana, Sergio González tomó el autobús a Hermosillo y allí, tras esperar cuatro horas, tomó el avión hasta el DF. Dos días después le entregó al director de la revista dominical la crónica sobre el Penitente y acto seguido se olvidó de todo el asunto.
¿Qué es eso de la sacrofobia?, le dijo Juan de Dios Martínez a la directora. Instrúyame un poco. La directora dijo que se llamaba Elvira Campos y pidió un vaso de whisky. Juan de Dios Martínez pidió una cerveza y observó el local. En la terraza un acordeonista, seguido de una violinista, intentaban vanamente llamar la atención de un tipo vestido como ranchero.
Un narcotraficante, pensó Juan de Dios Martínez, aunque como el tipo estaba de espaldas no lo supo reconocer. La sacrofobia es el miedo o la aversión a lo sagrado, a los objetos sagrados, particularmente a los de tu propia religión, dijo Elvira Campos. Pensó en poner el ejemplo de Drácula, que huía de los crucifijos, pero supuso que la directora se reiría de él. ¿Y usted cree que el Penitente sufre de sacrofobia? He estado pensando y creo que sí. Hace un par de días destripó a un cura y a otra persona, dijo Juan de Dios Martínez. El tipo del acordeón era muy joven, no más de veinte años, y también era redondo como una manzana. Sus gestos, sin embargo, eran los de un hombre de más de veinticinco, salvo cuando sonreía, algo que hacía a menudo, y entonces uno se daba cuenta de golpe de su juventud y de su inexperiencia. El cuchillo no lo lleva para hacerle daño a nadie, a ningún ser vivo, quiero decir, sino para destrozar las imágenes que encuentra en las iglesias, dijo la directora.
¿Nos tuteamos?, le preguntó Juan de Dios Martínez.
Elvira Campos sonrió y movió la cabeza afirmativamente. Es usted una mujer muy atractiva, dijo Juan de Dios Martínez.
Delgada y atractiva. ¿A usted no le gustan las mujeres delgadas?, dijo la directora. La violinista era más alta que el acordeonista e iba vestida con una blusa negra y unas mallas negras.
Tenía el pelo lacio y largo hasta la cintura y a veces cerraba los ojos, sobre todo en las partes donde el acordeonista, además de tocar, cantaba. Lo más triste de todo, pensó Juan de Dios Martínez, era que el narcotraficante o la espalda trajeada del supuesto narco apenas se fijaba en ellos, ocupado en conversar con un tipo con perfil de mangosta y con una fulana con perfil de gata. ¿No nos tuteábamos?, dijo Juan de Dios Martínez. Así es, dijo la directora. ¿Y usted está segura de que el Penitente padece sacrofobia? La directora le dijo que había estado mirando los archivos del manicomio por si encontraba a algún antiguo paciente con un cuadro similar al del Penitente. El resultado fue cero. Por la edad que usted dice que tiene, yo aseguraría que ha estado antes internado en un centro psiquiátrico. El muchacho del acordeón, de pronto, se puso a zapatear. Desde donde estaban no lo oían, pero hacía visajes con la boca y con las cejas y luego se despeinó con una mano y parecía que se carcajeaba.
La violinista tenía los ojos cerrados. La nuca del narcotraficante se movió. Juan de Dios Martínez pensó que el muchacho por fin había conseguido lo que quería. Probablemente en algún centro psiquiátrico de Hermosillo o Tijuana haya un expediente sobre él. No creo que su cuadro clínico sea muy raro. Tal vez hasta hace poco tomaba tranquilizantes. Tal vez dejó de tomarlos, dijo la directora. ¿Está usted casada, vive con alguien?, preguntó Juan de Dios Martínez con un hilo de voz.
Vivo sola, dijo la directora. Pero usted tiene hijos, vi las fotos de su oficina. Tengo una hija, está casada. Juan de Dios Martínez sintió que algo se liberaba dentro de él y se rió. No me diga que ya la han hecho abuela. Eso no se le dice nunca a una mujer, agente. ¿Qué edad tiene usted?, dijo la directora. Treintaicuatro años, dijo Juan de Dios Martínez. Diecisiete años menos que yo. No parece que tuviera más de cuarenta, dijo el judicial. La directora se rió: hago gimnasia todos los días, no fumo, bebo poco, como sólo cosas sanas, antes salía a correr por las mañanas. ¿Ya no? No, ahora me he comprado una cinta deslizante. Los dos se rieron. Escucho a Bach con auriculares y suelo correr entre cinco y diez kilómetros al día. Sacrofobia. Si les digo a mis compañeros que el Penitente padece sacrofobia me voy a anotar un tanto. El tipo con perfil de mangosta se levantó de la silla y le dijo algo al oído al acordeonista. Luego volvió a sentarse y el acordeonista se quedó con un gesto de disgusto dibujado en los labios. Como un niño a punto de echarse a llorar. La violinista tenía los ojos abiertos y sonreía. El narcotraficante y la tipa con perfil de gata pegaron sus cabezas.
La nariz del narco era grande y huesuda y tenía un aire aristocrático.
¿Pero aristocrático de qué? Salvo los labios, el resto de la cara del acordeonista estaba desencajada. Ondas desconocidas atravesaron el pecho del judicial. Este mundo es extraño y fascinante, pensó.
Hay cosas más raras que la sacrofobia, dijo Elvira Campos, sobre todo si tenemos en cuenta que estamos en México y que aquí la religión siempre ha sido un problema, de hecho, yo diría que todos los mexicanos, en el fondo, padecemos de sacrofobia.
Piensa, por ejemplo, en un miedo clásico, la gefidrofobia.
Es algo que padecen muchas personas. ¿Qué es la gefidrofobia?, dijo Juan de Dios Martínez. Es el miedo a cruzar puentes. Es cierto, yo conocí a un tipo, bueno, en realidad era un niño, que siempre que cruzaba un puente temía que éste se cayera, así que los cruzaba corriendo, lo cual resultaba mucho más peligroso. Es un clásico, dijo Elvira Campos. Otro clásico:
la claustrofobia. Miedo a los espacios cerrados. Y otro más: la agorafobia. Miedo a los espacios abiertos. Ésos los conozco, dijo Juan de Dios Martínez. Otro clásico más: la necrofobia.
Miedo a los muertos, dijo Juan de Dios Martínez, he conocido gente así. Si trabajas como policía resulta un lastre. También está la hematofobia, miedo a la sangre. Muy cierto, dijo Juan de Dios Martínez. Y la pecatofobia, miedo a cometer pecados.
Pero luego hay otros miedos que son más raros. Por ejemplo, la clinofobia. ¿Sabes qué es? Ni idea, dijo Juan de Dios Martínez.
Miedo a las camas. ¿Puede alguien tener miedo o aversión a una cama? Pues sí, hay gente que sí. Pero esto se puede atenuar durmiendo en el suelo y no entrando jamás a un dormitorio.
Y luego está la tricofobia, que es el miedo al pelo. Un poco más complicado, ¿verdad? Complicadísimo. Hay casos de tricofobia que acaban en suicidio. Y también está la verbofobia, que es el miedo a las palabras. En ese caso lo mejor es quedarse callado, dijo Juan de Dios Martínez. Es un poco más complicado que eso, porque las palabras están en todas partes, incluso en el silencio, que nunca es un silencio total, ¿verdad? Y luego tenemos la vestiofobia, que es el miedo a la ropa. Parece raro pero está mucho más extendido de lo que parece. Y uno relativamente común: la iatrofobia, que es el miedo a los médicos.
O la ginefobia, que es el miedo a la mujer y que lo padecen, naturalmente, sólo los hombres. Extendidísimo en México, aunque disfrazado con los ropajes más diversos. ¿No es un poco exagerado?
Ni un ápice: casi todos los mexicanos tienen miedo de las mujeres. No sabría qué decirle, dijo Juan de Dios Martínez.
Luego hay dos miedos que en el fondo son muy románticos: la ombrofobia y la talasofobia, que son, respectivamente, el miedo a la lluvia y el miedo al mar. Y otros dos que también tienen algo de románticos: la antofobia, que es el miedo a las flores, y la dendrofobia, que es el miedo a los árboles. Algunos mexicanos padecen ginefobia, dijo Juan de Dios Martínez, pero no todos, no sea usted alarmista. ¿Qué cree usted que es la optofobia?, dijo la directora. Opto, opto, algo relacionado con los ojos, híjole, ¿miedo a los ojos? Aún peor: miedo a abrir los ojos. En sentido figurado, eso contesta lo que me acaba de decir sobre la ginefobia. En sentido literal, produce trastornos violentos, pérdidas de conocimiento, alucinaciones visuales y auditivas y un comportamiento, por lo general, agresivo. Conozco, no personalmente, claro, dos casos en los que el paciente llegó hasta la automutilación. ¿Se sacó los ojos? Con los dedos, con las uñas, dijo la directora. Sopas, dijo Juan de Dios Martínez. Luego tenemos, por supuesto, la pedifobia, que es el miedo a los niños, y la balistofobia, que es el miedo a las balas.
Esa fobia es la mía, dijo Juan de Dios Martínez. Sí, supongo que es de sentido común, dijo la directora. Y otra fobia, ésta en aumento, es la tropofobia, que es el miedo a cambiar de situación o lugar. Que se puede agravar si la tropofobia deviene agirofobia, que es el miedo a las calles o a cruzar una calle. Sin olvidarnos de la cromofobia, que es el miedo a ciertos colores, o la nictofobia, que es el miedo a la noche, o la ergofobia, que es el miedo al trabajo. Un miedo muy extendido es la decidofobia, que es el miedo a tomar decisiones. Y un miedo que empieza recién a extenderse es la antropofobia, que es el miedo a la gente. Algunos indios padecen de forma muy acentuada la astrofobia, que es el miedo a los fenómenos meteorológicos, como truenos, rayos, relámpagos. Pero las peores fobias, a mi entender, son la pantofobia, que es tenerle miedo a todo, y la fobofobia, que es el miedo a los propios miedos. ¿Si usted tuviera que sufrir una de las dos, cuál elegiría? La fobofobia, dijo Juan de Dios Martínez. Tiene sus inconvenientes, piénselo bien, dijo la directora. Entre tenerle miedo a todo y tenerle miedo a mi propio miedo, elijo este último, no se olvide que soy policía y que si le tuviera miedo a todo no podría trabajar.
Pero si les tiene miedo a sus miedos su vida se puede convertir en una observación constante del miedo, y si éstos se activan, lo que se produce es un sistema que se alimenta a sí mismo, un rizo del que le resultaría difícil escapar, dijo la directora.
Pocos días antes de que apareciera Sergio González por Santa Teresa, Juan de Dios Martínez y Elvira Campos se fueron a la cama. Esto no es nada serio, le advirtió la directora al judicial, no quiero que te hagas una falsa idea de nuestra relación.
Juan de Dios Martínez le aseguró que sería ella la que pusiera los límites y que él se limitaría a respetar sus decisiones. Para la directora el primer encuentro sexual fue satisfactorio. Cuando volvieron a verse, al cabo de quince días, el resultado fue aún mejor. A veces era él quien la llamaba, generalmente por la tarde, cuando ella aún estaba en el centro psiquiátrico, y hablaban durante cinco minutos, a veces diez, sobre lo que les había ocurrido durante el día. Era cuando ella lo llamaba cuando concertaban las citas, siempre en casa de Elvira, un departamento nuevo en la colonia Michoacán, en una calle de casas de clase media alta donde vivían médicos y abogados, varios dentistas y uno o dos profesores universitarios. Los encuentros estaban cortados por un mismo patrón. El judicial dejaba su coche estacionado en la acera, subía en ascensor, en donde aprovechaba para mirarse en el espejo y comprobar que su aspecto era, dentro de sus limitaciones, que él era el primero en enumerar de corrido, intachable y luego daba un timbrazo corto en la puerta de la directora. Ésta le abría, se saludaban con un apretón de manos o sin tocarse, y acto seguido se tomaban una copa sentados en la sala, observando las montañas del este que se iban ensombreciendo a través de las puertas de cristal que comunicaban con la amplia terraza en donde, además de un par de sillas de madera y lona y una sombrilla a esas horas plegada, sólo había una bicicleta estática gris acero. Después, sin preámbulos, se iban al dormitorio y se dedicaban a hacer el amor durante tres horas. Cuando acababan la directora se ponía una bata de seda, de color negro, y se encerraba en la ducha. Al salir Juan de Dios Martínez ya estaba vestido, sentado en la sala, observando no las montañas sino las estrellas que se veían desde la terraza. El silencio era total. A veces, en el jardín de alguna de las casas vecinas, se celebraba una fiesta y ellos contemplaban las luces y la gente que caminaba o se abrazaba junto a la piscina o que entraba y salía, como guiada únicamente por el azar, de los entoldados montados para la ocasión o de las glorietas de madera y hierro. La directora no hablaba y Juan de Dios Martínez se aguantaba las ganas que sentía a veces de largarse a hacer preguntas o de contarle cosas de su vida que no le había contado a nadie. Después ella le recordaba, como si se lo hubiera pedido él, que tenía que marcharse y el judicial decía es cierto o miraba inútilmente la hora en su reloj y acto seguido se iba. Al cabo de quince días volvían a encontrarse y todo transcurría idéntico a la última vez. Por supuesto, no siempre había fiestas en las casas vecinas y en ocasiones la directora no podía o no quería beber, pero las luces tenues siempre eran las mismas, la ducha siempre se repetía, los atardeceres y las montañas no cambiaban, las estrellas eran las mismas.
Por aquellos días Pedro Negrete viajó a Villaviciosa a conseguirle un hombre de confianza a su compadre Pedro Rengifo.
Vio a varios jóvenes. Los estudió, les hizo algunas preguntas.
Les preguntó si sabían disparar. Les preguntó si él podía depositar su confianza en ellos. Les preguntó si querían ganar dinero. Hacía tiempo que no iba a Villaviciosa y el pueblo le pareció igual que la última vez. Casas bajas, de adobe, con pequeños patios delanteros. Sólo dos bares y una tienda de alimentos.
Hacia el este las estribaciones de una sierra que parecía alejarse y acercarse, según el desplazamiento del sol y de las sombras. Cuando hubo elegido a un joven hizo llamar a Epifanio y le preguntó en un aparte qué le parecía. ¿Cuál de ellos es, jefe? El más jovencito, dijo Negrete. Epifanio lo miró como de pasada y luego miró a los otros y antes de volver al coche dijo que no estaba mal, pero que quién sabía. Después Negrete se dejó invitar por un par de viejos de Villaviciosa. Uno era muy delgado, vestía de blanco y usaba un reloj chapado en oro. Por las arrugas de su cara se podía calcular que tenía más de setenta años. El otro era aún más viejo y más delgado y no llevaba camisa.
Era de pequeña estatura y tenía el tórax lleno de cicatrices que los colgajos de pellejo ocultaban en parte. Bebieron pulque y de vez en cuando enormes vasos de agua porque el pulque era salado y daba sed. Hablaron de cabras perdidas en el cerro Azul y de agujeros en la sierra. En un intervalo, sin darle mayor importancia, Negrete llamó al muchacho y le dijo que lo había elegido a él. Ándele, vaya a despedirse de su mamá, dijo el viejo descamisado. El muchacho miró a Negrete y luego miró el suelo, como si pensara en lo que iba a contestarle, pero de pronto cambió de idea, no dijo nada y se marchó. Cuando Negrete salió del bar encontró al muchacho y a Epifanio platicando apoyados en los guardabarros del coche.
El muchacho se sentó a su lado, en la parte de atrás. Epifanio se sentó al volante. Cuando dejaron las calles de tierra de Villaviciosa y el coche rodaba por el desierto el jefe de la policía le preguntó cómo se llamaba. Olegario Cura Expósito, dijo el muchacho. Olegario Cura Expósito, dijo Negrete mirando las estrellas, curioso nombre. Durante un rato estuvieron en silencio.
Epifanio intentó sintonizar una emisora de Santa Teresa pero no lo consiguió y apagó la radio. Desde su ventanilla el jefe de policía divisó, a muchos kilómetros de distancia, el resplandor de un rayo. En ese momento el coche dio un retumbo y Epifanio frenó y se bajó a ver qué había arrollado. El jefe de policía lo vio perderse en la carretera y luego vio la luz de la linterna de Epifanio. Bajó la ventanilla y le preguntó qué pasaba.
Oyeron un balazo. El jefe abrió la puerta y se bajó. Dio unos cuantos pasos para desentumecer las piernas, hasta que la figura de Epifanio apareció sin prisas. Me cargué un lobo, dijo. Vamos a verlo, dijo el jefe de policía y los dos volvieron a internarse en la oscuridad. Por la carretera no se veían los faros de ningún coche. El aire era seco aunque a veces llegaban rachas de viento salado, como si antes de extenderse por el desierto ese aire hubiera limpiado la superficie de una salina. El muchacho miró el tablero encendido del coche y luego se llevó las manos a la cara. A unos metros de allí el jefe de policía le ordenó a Epifanio que le pasara la linterna y enfocó el cuerpo del animal tendido en la carretera. No es un lobo, buey, dijo el jefe de policía. ¿Ah, no? Mírale el pelo, el del lobo es más lustroso, más brillante, aparte de que no son tan pendejos como para dejarse atropellar por un carro en medio de una carretera desierta.
A ver, vamos a medirlo, sostén tú la linterna. Epifanio enfocó al animal mientras el jefe de la policía lo estiraba y procedía a una medición a ojo. El coyote, dijo, mide de setenta a noventa centímetros, contando la cabeza, ¿cuántos dirías tú que mide éste?
¿Unos ochenta?, dijo Epifanio. Correcto, dijo el jefe de policía.
Y añadió: el coyote pesa entre diez y dieciséis kilos. Pásame la linterna y levántalo, no te va a morder. Epifanio cogió entre sus brazos al animal muerto. ¿Cuánto dirías tú que pesa? Pues entre doce y quince kilos, dijo Epifanio, como un coyote. Es que es un coyote, pendejo, dijo el jefe de policía. Le enfocaron los ojos con la luz. Tal vez estaba ciego y por eso no me vio, dijo Epifanio. No, no estaba ciego, dijo el jefe de policía mientras observaba los grandes ojos muertos del coyote. Después dejaron al animal junto a la carretera y volvieron al coche. Epifanio intentó sintonizar otra vez una emisora de Santa Teresa. Sólo escuchó ruido de fondo y la apagó. Pensó que el coyote al que había atropellado era un coyote hembra y que estaba buscando un sitio seguro para parir. Por eso no me vio, pensó, pero la explicación no le pareció satisfactoria. Cuando aparecieron desde El Altillo las primeras luces de Santa Teresa, el jefe de policía rompió el silencio en que se habían sumido los tres. Olegario Cura Expósito, dijo. Sí, señor, dijo el muchacho. ¿Y tus amigos cómo te llaman? Lalo, dijo el muchacho. ¿Lalo? Sí, señor.
¿Lo has oído, Epifanio? Lo he oído, dijo Epifanio, que no podía dejar de pensar en el coyote. ¿Lalo Cura?, dijo el jefe de policía.
Sí, señor, dijo el muchacho. Es una vacilada, ¿verdad? No, señor, así me dicen mis amigos, dijo el muchacho. ¿Lo has oído, Epifanio?, dijo el jefe de policía. Pues sí, lo he oído, dijo Epifanio. Se llama Lalo Cura, dijo el jefe de policía, y se echó a reír. Lalo Cura, Lalo Cura, ¿lo captas? Pues sí, está claro, dijo Epifanio, y también se rió. Al poco rato los tres se pusieron a reír.
Esa noche el jefe de la policía de Santa Teresa durmió bien.
Soñó con su hermano gemelo. Tenían quince años y eran pobres y salían a pasear por unas lomas llenas de matojos donde muchos años después se levantaría la colonia Lindavista. Atravesaron un barranco en donde a veces los niños iban a cazar, en la época de lluvias, sapos bufos, que eran venenosos y a los que había que matar con piedras, aunque ni a él ni a su hermano les interesaban los sapos bufos sino los lagartos. Al atardecer volvían a Santa Teresa y los niños se desperdigaban por el campo, como soldados derrotados. En las afueras siempre había tráfico de camiones, camiones que iban a Hermosillo o hacia el norte o que hacían la ruta a Nogales. Algunos tenían inscripciones curiosas. Uno decía: ¿Tienes prisa? Pasa por abajo. Otro decía: Pásame por la izquierda. No más tócame el pito. Y otro:
¿Qué te pareció el sentón? En el sueño ni su hermano ni él hablaban, pero todos sus gestos eran iguales, la misma forma de caminar, el mismo ritmo, idéntico braceo. Su hermano ya era bastante más alto que él, pero aún se parecían. Después ambos entraban en las calles de Santa Teresa y deambulaban por las aceras y el sueño poco a poco se iba desvaneciendo en una confortable bruma amarilla.
Esa noche Epifanio soñó con el coyote hembra que había quedado tirado en el borde de la carretera. En el sueño él estaba sentado a pocos metros, sobre una piedra de basalto, contemplando la oscuridad, muy atento, y escuchaba los gemidos del coyote que tenía el interior destrozado. Probablemente ya sabe que ha perdido a su cachorro, pensaba Epifanio, pero en lugar de levantarse y descerrajarle un certero tiro en la cabeza se quedaba sentado sin hacer nada. Luego se vio conduciendo el coche de Pedro Negrete por una larga pista que iba a morir en los faldeos erizados de rocas puntiagudas de las montañas. No llevaba ningún pasajero. No sabía si había robado el coche o si el jefe de policía se lo había prestado. La pista era recta y podía alcanzar sin mayor problema los doscientos kilómetros por hora, aunque cada vez que aceleraba oía un ruido irregular, debajo de la carrocería, como si algo saltara. Detrás se levantaba una enorme cola de polvo, como la cola de un coyote alucinógeno.
Las montañas, sin embargo, parecían igual de lejos, por lo que Epifanio frenó y se bajó a examinar el coche. A primera vista todo estaba bien. La suspensión, el motor, la batería, los ejes. De pronto, con el coche detenido, escuchó otra vez los golpes y se dio la vuelta. Abrió el maletero. Allí había un cuerpo.
Estaba atado de pies y de manos. Un trapo negro le cubría toda la cabeza. Qué chingados es esto, gritaba Epifanio en el sueño. Tras comprobar que aún seguía con vida (su pecho subía y bajaba, tal vez con demasiada violencia, pero subía y bajaba) cerró la puerta del maletero sin atreverse a quitarle el trapo negro de la cara y ver quién era. Volvió a subirse al coche, que dio un brinco con el primer acelerón. En el horizonte las montañas parecían estar quemándose o deshaciéndose, pero él siguió avanzando hacia ellas.
Esa noche Lalo Cura durmió bien. La litera era demasiado blanda, pero cerró los ojos y empezó a pensar en su nuevo trabajo y poco después se durmió. Sólo en una ocasión había estado antes en Santa Teresa, acompañando a unas viejas yerbateras que iban al mercado municipal. Ya casi no se acordaba de aquel viaje pues entonces era muy pequeño. Tampoco ahora había visto mucho. Las luces de las carreteras de acceso y después un barrio de calles oscuras y después un barrio de grandes casas protegidas por altas bardas envidriadas. Y más tarde otra carretera, en dirección este, y los ruidos del campo. Durmió en un bungalow junto a la casa del jardinero, en una litera que había en una esquina y que no ocupaba nadie. La manta con la que se tapó olía a sudor rancio. No había almohada. Sobre la litera había un montón de revistas de mujeres desnudas y periódicos viejos que depositó debajo de la cama. A la una de la mañana entraron los dos que ocupaban las literas de al lado. Ambos vestían trajes y llevaban corbatas anchas y botas rancheras de fantasía. Encendieron la luz y lo miraron. Uno de ellos dijo: es un escuincle. Sin abrir los ojos Lalo los olió. Olían a tequila y a chilaquiles y a arroz con leche y a miedo. Después se quedó dormido y no soñó con nada. A la mañana siguiente encontró a los dos tipos sentados a la mesa, en la cocina de la casa del jardinero. Comían huevos y fumaban. Se sentó junto a ellos y se tomó un jugo de naranja y un café solo y no quiso comer nada. El encargado de la seguridad de Pedro Rengifo era un irlandés al que llamaban Pat y fue él quien hizo las presentaciones formales. Los tipos no eran de Santa Teresa ni de los alrededores.
El más corpulento de ellos era del estado de Jalisco. El otro era de Ciudad Juárez, en Chihuahua. Lalo los miró a los ojos y no tuvo la impresión de que fueran pistoleros sino dos cobardes. Cuando terminó de desayunar el encargado de la seguridad lo llevó hasta la parte más retirada del jardín y le entregó una pistola Desert Eagle calibre 50 Magnum. Le preguntó si sabía usarla. Dijo que no. El encargado le puso un cargador de siete tiros a la pistola y luego buscó entre la maleza unas latas que puso sobre el techo de un coche sin ruedas. Durante un rato ambos estuvieron disparando. Después el encargado le explicó cómo se cargaba una pistola, cómo se le ponía el seguro, en dónde uno tenía que llevarla. Le dijo que su trabajo consistía en velar por la seguridad de la señora Rengifo, la mujer del patrón, y que tendría que trabajar con los dos que ya había conocido.
Le preguntó si sabía cuánto iba a cobrar. Le informó de que pagaban cada quince días, que él en persona se encargaba de eso y que por ese lado no iba a tener quejas. Le preguntó su nombre. Lalo Cura, dijo Lalo. El irlandés ni se rió ni lo miró raro ni creyó que se estaba burlando de él, sino que anotó el nombre en una libretita negra que llevaba en el bolsillo trasero de sus bluejeans y dio por terminado el encuentro. Antes de despedirse le dijo que él se llamaba Pat O’Bannion.
En septiembre se encontró a otra muerta. Estaba en el interior de un coche en el fraccionamiento Buenavista, a espaldas de la colonia Lindavista. El lugar era solitario. Sólo había una casa prefabricada que servía de oficina para los vendedores de terrenos. El resto del fraccionamiento estaba a mitad de camino entre el baldío y unos cuantos árboles enfermos, con los troncos pintados de blanco, únicos supervivientes de un antiguo prado y bosque alimentado por las aguas freáticas que allí se acumulaban. Los domingos era el día en que más gente pululaba por el fraccionamiento. Familias enteras u hombres de negocio que iban a ver los terrenos, sin manifestar demasiado entusiasmo, pues los lotes más interesantes ya estaban vendidos aunque aún nadie había empezado a edificar. El resto de la semana las visitas eran concertadas y a las ocho de la noche ya no quedaba nadie en el fraccionamiento, salvo alguna bandada de niños o de perros que bajaban de la colonia Maytorena y que ya no sabían cómo volver a subir. El hallazgo lo realizó uno de los vendedores. Llegó a las nueve de la mañana al fraccionamiento y aparcó en el lugar de costumbre, junto a la casa prefabricada. Cuando ya estaba a punto de entrar distinguió el otro coche estacionado en un lote que aún no estaba vendido, justo debajo de un promontorio, lo que hasta ese momento lo había mantenido oculto. Creyó que se trataba del coche del otro vendedor, pero desechó la idea por absurda, ¿pues quién, pudiendo estacionar al lado de la oficina, iba a dejar su vehículo tan lejos? Por lo que, en lugar de entrar, empezó a caminar en dirección al coche desconocido. Pensó que tal vez se tratara de un borracho que había decidido quedarse a dormir allí o de un viajero perdido, pues el desvío de la carretera del sur no quedaba lejos. Incluso pensó en un comprador impaciente.
El coche, cuando hubo salvado el promontorio (un lote excelente, con buenas vistas y terreno suficiente para construir posteriormente una piscina), le pareció demasiado viejo para ser el de un comprador. En ese momento se inclinó por la idea del borracho y tentado estuvo de dar vuelta atrás, pero entonces vio la cabellera de la mujer reclinada sobre una de las ventanillas traseras y decidió seguir adelante. La mujer llevaba un vestido blanco y no tenía zapatos. Medía cerca de un metro setenta. En la mano izquierda tenía tres anillos de bisutería, en el dedo índice, medio y anular. En la derecha llevaba un par de pulseras de fantasía y dos grandes anillos con piedras falsas. Según el informe forense había sido violada de forma vaginal y anal y luego muerta por estrangulamiento. No portaba consigo ningún documento que acreditara su identidad.
El caso se le encargó al policía judicial Ernesto Ortiz Rebolledo, quien investigó primero entre las putas caras de Santa Teresa a ver si alguien conocía a la muerta, y luego, ante el escaso éxito de sus pesquisas, entre las putas baratas, pero tanto unas como otras dijeron no haberla visto jamás. Ortiz Rebolledo visitó hoteles y pensiones, algunos moteles de las afueras, puso en movimiento a sus soplones sin ningún éxito, y al poco tiempo el caso se cerró.
En el mismo mes de septiembre, dos semanas después del descubrimiento de la muerta del fraccionamiento Buenavista, apareció otro cadáver. Éste era el de Gabriela Morón, de dieciocho años, muerta a balazos por su novio, Feliciano José Sandoval, de veintisiete años, ambos trabajadores en la maquiladora Nip-Mex. Los hechos, según la investigación policial, se circunscribían a una pelea mantenida por la pareja ante la negativa de Gabriela Morón a emigrar a los Estados Unidos. El sospechoso Feliciano José Sandoval ya lo había intentado en dos ocasiones, siendo en ambas devuelto por la policía de fronteras norteamericana, lo que no había menguado su deseo de probar suerte por tercera vez. Según algunos amigos, Sandoval tenía parientes en Chicago. Gabriela Morón, por el contrario, jamás había cruzado la frontera y tras encontrar trabajo en la Nip-Mex, en donde era bien considerada por sus jefes, por lo que no descartaba un pronto ascenso y una mejora salarial, su interés en probar fortuna en el país vecino era prácticamente nulo. Durante algunos días la policía buscó a Feliciano José Sandoval, tanto en Santa Teresa como en Lomas de Poniente, el pueblo tamaulipeco del que era originario, y también se cursó una orden de busca y captura a las autoridades correspondientes norteamericanas, para el caso de que el sospechoso, conseguido su sueño, se encontrara allí, aunque, paradójicamente, no se interrogó a ningún coyote o pollero que hubiera podido franquearle dicho acceso. A todos los efectos, el caso estaba cerrado.
En octubre apareció, en el basurero del parque industrial Arsenio Farrell, la siguiente muerta. Se llamaba Marta Navales Gómez, tenía veinte años, un metro setenta de estatura, el pelo castaño y largo. Desde hacía dos días faltaba de su casa. Vestía una bata y unos leotardos que sus padres no reconocieron como prendas suyas. Había sido violada anal y vaginalmente en numerosas ocasiones. La muerte se produjo por estrangulamiento.
Lo curioso del caso es que Marta Navales Gómez trabajaba en la Aiwo, una maquiladora japonesa instalada en el parque industrial El Progreso, y sin embargo su cuerpo había aparecido en el parque industrial Arsenio Farrell, en el basurero, un sitio complicado para acceder en coche, a menos que el coche fuera un coche de basura. La encontraron unos niños, por la mañana, y pasado el mediodía, cuando fue retirado el cadáver, un numeroso grupo de trabajadoras se acercó a la ambulancia a ver si se trataba de alguna amiga, de alguna compañera o simple conocida.
En octubre, también, se encontró el cadáver de otra mujer, en el desierto, a pocos metros de la carretera que une Santa Teresa con Villaviciosa. El cuerpo, que se hallaba en avanzado estado de descomposición, yacía tumbado boca abajo, vestido con una sudadera y un pantalón de material sintético en uno de cuyos bolsillos se encontró una identificación según la cual la muerta se llamaba Elsa Luz Pintado y trabajaba en el hipermercado Del Norte. El asesino o los asesinos no se molestaron en cavar ninguna tumba. Tampoco se molestaron en adentrarse demasiado en el desierto. Simplemente arrastraron el cadáver unos cuantos metros y allí lo dejaron. Investigaciones posteriores en el hipermercado Del Norte dieron los siguientes resultados:
no se había echado en falta a ninguna de las cajeras o vendedoras recientemente; Elsa Luz Pintado había estado en nómina, en efecto, pero desde hacía un año y medio ya no prestaba sus servicios en esa empresa ni en ninguna otra de la cadena de hipermercados que se extendía por el norte del estado de Sonora; quienes habían conocido a Elsa Luz Pintado la describieron como una mujer alta, de metro setentaidós, y el cadáver hallado en el desierto debía de medir un metro sesenta a lo sumo. Se intentó, sin éxito, dar con el paradero de Elsa Luz Pintado en Santa Teresa. El caso lo llevó el policía de la judicial Ángel Fernández. El informe forense no fue capaz de dictaminar la causa de la muerte, aunque vagamente aludía a la posibilidad de un estrangulamiento, pero sí fue capaz de afirmar que el cadáver no llevaba menos de siete días en el desierto ni más de un mes. Poco después se añadió a la investigación el judicial Juan de Dios Martínez, quien redactó una nota oficial en la que pedía se buscara a la presumiblemente también desaparecida Elsa Luz Pintado, enviándose para ello sendos oficios a las dependencias policiales de todo el estado, pero su petitorio le fue devuelto con la recomendación de que no se apartara del caso concreto a investigar.
A mediados del mes de noviembre Andrea Pacheco Martínez, de trece años, fue raptada al salir de la escuela secundaria técnica 16. Pese a que la calle no estaba desierta en modo alguno, nadie presenció el hecho, a excepción de dos compañeras de Andrea que la vieron dirigirse hacia un coche negro, presumiblemente un Peregrino o un Spirit, en donde la aguardaba un tipo de gafas oscuras. Puede que en el coche hubiera más personas, pero las compañeras de Andrea no las vieron, entre otros motivos por los vidrios climatizados. Esa tarde Andrea no volvió a su casa y sus padres cursaron la denuncia ante la policía unas pocas horas después, tras haber llamado por teléfono a algunas de sus amigas. Del caso se encargó la policía judicial y la municipal. Cuando la encontraron, dos días después, su cuerpo mostraba señales inequívocas de muerte por estrangulamiento, con rotura el hueso hioides. Había sido violada anal y vaginalmente. Las muñecas presentaban tumefacciones típicas de ataduras. Ambos tobillos estaban lacerados, por lo que se dedujo que también había sido atada de pies. Un emigrante salvadoreño encontró el cuerpo detrás de la escuela Francisco I, en Madero, cerca de la colonia Álamos. Estaba completamente vestida y la ropa, salvo la blusa, a la que le faltaban varios botones, no presentaba desgarraduras. El salvadoreño fue acusado del homicidio y permaneció en los calabozos de la comisaría n.o 3 durante dos semanas, al cabo de las cuales lo soltaron. Salió con la salud quebrantada. Poco después un pollero lo hizo cruzar la frontera. En Arizona se perdió en el desierto y tras caminar tres días llegó, totalmente deshidratado, a Patagonia, en donde un ranchero le dio una paliza por vomitar en sus tierras.
Pasó un día en los calabozos del sheriff y luego fue enviado a un hospital, en donde ya sólo podía morir en paz, que es lo que hizo.
El veinte de diciembre se registró el último caso de muerte violenta con víctima femenina de aquel año de 1993. La muerta tenía cincuenta años y como para contradecir a algunas voces que empezaban tímidamente a alzarse, murió en su casa y en su casa encontraron su cadáver, no en un baldío, ni en un basurero, ni entre los matojos amarillos del desierto. Se llamaba Felicidad Jiménez Jiménez y trabajaba en la maquiladora MultizoneWest. Los vecinos la encontraron tirada en el suelo de su dormitorio, desnuda de cintura para abajo, con un trozo de madera incrustado en la vagina. La causa de la muerte fueron los múltiples cuchillazos, más de sesenta contó el forense, que le asestó su hijo, Ernesto Luis Castillo Jiménez, con el que vivía.
El muchacho, según testimoniaron algunos vecinos, padecía ataques de locura, que a veces, según cómo estuviera la economía familiar, trataba con ansiolíticos y calmantes más fuertes.
La policía encontró al parricida esa misma noche, horas después del macabro hallazgo, vagando por las calles en penumbra de la colonia Morelos. En su declaración admitió sin ninguna clase de coerción ser él el asesino de su madre. También admitió ser el Penitente, el profanador de iglesias. Al serle preguntado el motivo que lo llevó a incrustarle en la vagina el trozo de madera, respondió primero que no lo sabía, y después, tras pensárselo más detenidamente, que lo había hecho para que aprendiera. ¿Para que aprendiera qué?, preguntaron los policías, entre los que estaba Pedro Negrete, Epifanio Galindo, Ángel Fernández, Juan de Dios Martínez, José Márquez. Para que aprendiera a que con él no se podía jugar. Después sus palabras se hicieron incoherentes y fue trasladado al hospital de la ciudad.
Felicidad Jiménez Jiménez tenía otro hijo, mayor, que había emigrado hacia los Estados Unidos. La policía intentó ponerse en contacto con él, pero nadie supo dar una dirección fiable adonde escribirle. En el registro posterior de la casa no se encontraron cartas de este hijo, ni objetos personales dejados atrás después de su partida, ni nada que diera fe de su existencia.
Sólo dos fotos: en una aparece Felicidad con dos niños de entre diez y trece años, que miran muy serios hacia la cámara.
En la otra, más antigua, aparece la misma Felicidad con dos niños, uno de unos pocos meses (que es quien años después la mataría y la mira a ella), y el otro de unos tres años, que es quien emigró a los Estados Unidos y que nunca más volvió a Santa Teresa. Tras volver del hospital psiquiátrico, Ernesto Luis Castillo Jiménez fue ingresado en la cárcel de Santa Teresa, en donde se mostró particularmente locuaz. No quería estar solo y solicitaba constantemente la presencia de policías o periodistas.
Los policías intentaron imputarle otros asesinatos no resueltos.
La buena disposición del detenido invitaba a ello. Juan de Dios Martínez aseguró que Castillo Jiménez no era el Penitente y que probablemente a la única persona que había matado era a su madre y que ni siquiera de esto era responsable pues presentaba síntomas claros de un trastorno nervioso. Y éste fue el último asesinato de una mujer en 1993, que fue el año en que comenzaron los asesinatos de mujeres en aquella región de la república mexicana, siendo gobernador del estado de Sonora el licenciado José Andrés Briceño, del Partido de Acción Nacional (PAN), y presidente municipal de Santa Teresa el licenciado José Refugio de las Heras, del Partido Revolucionario Institucional (PRI), hombres rectos y cabales que se echaban los tres de regla, sin miedo a las chicotizas, dispuestos a cualquier descontón.
Antes de que acabara el año 1993, sin embargo, ocurrió otro hecho luctuoso que nada tenía que ver con los asesinatos de mujeres, en el supuesto de que éstos tuvieran entre sí una relación, lo que aún estaba por probarse. Lalo Cura, por ese entonces, y sus dos funestos colegas trabajaban protegiendo cada día a la mujer de Pedro Rengifo, a quien Lalo sólo había visto una vez y de lejos. Por el contrario, ya conocía a varios de los guardaespaldas que éste tenía en nómina. Había algunos que le parecían interesantes. Pat O’Bannion, por ejemplo. O un indio yaqui que casi nunca hablaba. Sus dos compañeros, en cambio, sólo le producían desconfianza. De ellos no se podía aprender nada. Al tipo alto de Tijuana le gustaba hablar de California y de las mujeres que había conocido allí. Mezclaba palabras en español con palabras inglesas. Decía mentiras, cuentos que sólo le celebraba su compañero, el juarense, que era más callado, pero que también era el que menos confianza le inspiraba. Una mañana, como tantas otras, la señora fue a dejar a los niños a la escuela. Salieron en dos coches, el de la señora, un Mercedes de color verde claro, y la furgoneta Grand Cherokee marrón, que permanecía estacionada en una esquina de la escuela durante toda la mañana con otros dos guardaespaldas en su interior.
Esos dos eran llamados los guardaespaldas de los chamacos, de la misma manera que él y sus dos compañeros eran llamados los guardaespaldas de la señora, todos de categoría inferior a los tres que cuidaban a Pedro Rengifo, que eran llamados los guardaespaldas del jefe o los guaruras del jefe, denotando así una jerarquía no sólo de sueldo y funciones sino también de valor personal, de arrojo, de desprecio por la propia vida. Después de dejar a los niños en la escuela la mujer de Pedro Rengifo se había ido de compras. Primero estuvo en una tienda de ropa y luego visitó una perfumería y más tarde se le ocurrió visitar a una amiga que vivía en la calle Astrónomos, en la colonia Madero.
Durante cerca de una hora Lalo Cura y los dos guardaespaldas estuvieron esperándola, el de Tijuana en el interior del coche y Lalo y el juarense apoyados en los guardabarros, sin hablarse.
Cuando la señora salió (la amiga la acompañó hasta la puerta) el de Tijuana se bajó del coche y Lalo y el otro se pusieron derechos. En la calle había alguna gente, no mucha, pero alguna había. Gente que iba caminando hacia el centro, a hacer vaya uno a saber qué diligencias, gente que se preparaba para las fiestas de Navidad, gente que salía a comprar tortillas para la hora de la comida. La acera era gris, pero el sol que atravesaba las ramas de algunos árboles la hacía aparecer azulada, como si fuera un río. La mujer de Pedro Rengifo le dio un beso a su amiga y salió a la acera. El juarense se apresuró a abrirle la puerta de hierro. Por un extremo de la acera no se veía a nadie.
Por el otro caminaban hacia ellos dos empleadas domésticas.
Cuando la señora salió a la calle se volvió y le dijo algo a su amiga, que no se movía de la puerta. Entonces el de Tijuana vio que detrás de las dos empleadas caminaban dos hombres y se puso tenso. Lalo Cura vio la cara del de Tijuana y luego vio a los hombres y supo de inmediato que eran pistoleros y que estaban allí para matar a la mujer de Pedro Rengifo. El de Tijuana se acercó al juarense, que aún sostenía la puerta de hierro, y le dijo algo, aunque no se sabe si se lo dijo con palabras o con un gesto. La mujer de Pedro Rengifo sonrió. Su amiga lanzó una risotada que Lalo escuchó como si viniera desde muy lejos, desde lo alto de un cerro. Después vio cómo el de Juárez miraba al de Tijuana: de abajo arriba, como un puerco mirando el sol cara a cara. Con la mano izquierda le quitó el seguro a su pistola Desert Eagle y luego escuchó el taconeo de la mujer de Pedro Rengifo que se dirigía al coche y las voces de las dos empleadas llenas de interrogantes, como si en lugar de estar platicando no cesaran de interpelarse y de asombrarse, como si lo que ambas se contaban ni ellas mismas se lo pudieran creer.
Ninguna tenía más de veinte años. Iban vestidas con faldas de color ocre y blusas amarillas. La amiga de la señora, que hacía desde la puerta de su casa un gesto de adiós con la mano, iba vestida con pantalones ajustados y un suéter verde. La mujer de Pedro Rengifo vestía un traje blanco y sus zapatos con tacones también eran blancos. Lalo pensó en el vestido de la mujer de su jefe justo en el momento en que los otros dos guardaespaldas echaban a correr calle abajo. Quiso gritar: no le saquen, pinches mamones, pero sólo pudo murmurar mamones. La señora de Pedro Rengifo no se dio cuenta de nada. Los pistoleros apartaron de un manotazo a las empleadas domésticas. Uno de ellos llevaba una metralleta Uzi. Era delgado y con la piel renegrida.
El otro llevaba una pistola y vestía un traje oscuro y una camisa blanca, sin corbata, y parecía un profesional de verdad.
En el momento en que las empleadas fueron apartadas para despejar el objetivo de tiro, la mujer de Pedro Rengifo sintió que la jalaban del traje y la tiraban al suelo. Mientras se derrumbaba vio caer, frente a ella, a las empleadas, y pensó que había un terremoto. También vio, con el rabillo del ojo, a Lalo, arrodillado y con la pistola en la mano, y luego oyó un ruido y vio cómo saltaba un casquillo de la pistola que Lalo empuñaba y luego ya no vio más porque su frente se estrelló contra el cemento de la acera. Su amiga, que seguía detenida en el umbral de la puerta de su casa y que, por lo tanto, gozaba de una perspectiva más general de la escena, se puso a gritar, incapaz de realizar ningún movimiento, aunque en el fondo de su cerebro una vocecita le decía que mejor que gritar era entrar en la casa y cerrar la puerta con llave, o, caso de no poder hacerlo, al menos echarse al suelo y ocultarse tras las matas de geranios. El de Tijuana y el de Juárez, para entonces, ya llevaban varios metros recorridos y aunque sudaban y acezaban, pues estaban desacostumbrados al ejercicio físico, no paraban de correr. Por lo que respecta a las empleadas domésticas, en el mismo momento de caer al suelo, ambas se ovillaron y se pusieron a rezar o a recordar de prisa los rostros de sus seres queridos y ambas cerraron los ojos, que no volvieron a abrir hasta que hubo pasado todo.
Por el contrario, para Lalo Cura el problema residía en decidir ya mismo a cuál de los dos pistoleros le iba a disparar primero, si al de la Uzi o al que tenía más trazas de ser un profesional.
Hubiera debido dispararle a este último, pero le disparó al primero. La bala se incrustó en el pecho del tipo flaco y renegrido y lo derribó en el acto. El otro se movió imperceptiblemente hacia su derecha y también tuvo una duda. ¿Cómo era posible que el muchacho aquel estuviera armado? ¿Cómo era posible que no hubiera salido corriendo junto con los otros dos guardaespaldas? La bala del profesional se alojó en el hombro izquierdo de Lalo Cura, afectando vasos sanguíneos y fracturándole el hueso. Éste sintió un estremecimiento y sin variar de postura volvió a disparar. El profesional cayó de boca al suelo y su segundo disparo se perdió en el aire. Aún estaba vivo. Miró el cemento de la acera, las briznas de hierba que crecían entre las fisuras, el vestido blanco de la mujer de Pedro Rengifo, las zapatillas deportivas del muchacho que se acercaba a él para rematarlo.
Chamaco de mierda, susurró. Después Lalo Cura volvió sobre sus pasos y vio a lo lejos las figuras de sus dos ex compañeros.
Apuntó con cuidado y disparó. El juarense se dio cuenta de que les estaban disparando y aceleró la carrera. En la primera esquina desaparecieron.
Veinte minutos después apareció un coche patrulla. La mujer de Pedro Rengifo tenía la frente partida pero ya no sangraba y fue ella la que dirigió los primeros pasos de la policía.
Primero se interesó por su amiga, que estaba con un shock nervioso.
Después se dio cuenta de que Lalo Cura estaba herido y ordenó que pidieran otra ambulancia para él y que a ambos los llevaran a la clínica Pérez Guterson. Antes de que llegaran las ambulancias aparecieron más policías y más de uno reconoció al profesional, que yacía muerto sobre la acera, como un agente de la judicial del estado. Cuando estaban a punto de introducir a Lalo Cura en una ambulancia un par de policías lo cogieron por los brazos, lo metieron en su coche y se lo llevaron a la comisaría n.o 1. Cuando la mujer de Pedro Rengifo llegó a la clínica, después de dejar a su amiga instalada en una de las mejores habitaciones, fue a interesarse por el estado de su guardaespaldas y le dijeron que éste no había llegado. La señora exigió que le trajeran de inmediato a los enfermeros de la otra ambulancia, quienes confirmaron que Lalo Cura estaba detenido.
La mujer de Pedro Rengifo cogió el teléfono y llamó otra vez a su marido. Una hora después apareció por la comisaría n.o 1 el jefe de la policía de Santa Teresa. A su lado iba Epifanio con cara de no haber dormido en tres días. Ninguno de los dos parecía contento. Encontraron a Lalo en uno de los calabozos subterráneos. El muchacho tenía la cara manchada de sangre.
Los policías que lo interrogaban querían saber por qué había rematado a los dos pistoleros y cuando vieron aparecer a Pedro Negrete se pusieron de pie. El jefe de policía de Santa Teresa se sentó en una de las sillas desocupadas y le hizo un gesto a Epifanio.
Éste agarró del cuello a uno de los policías, sacó una navaja de la americana y le rajó la cara desde los labios hasta la oreja. Lo hizo de tal forma que ni una sola gota de sangre le salpicó. ¿Fue éste el que te desgració la jeta?, dijo Epifanio. El muchacho se encogió de hombros. Quítale las esposas, dijo Pedro Negrete. El otro policía le quitó las esposas sin dejar de farfullar ay, ay, ay. ¿De qué te quejas, buey?, le preguntó Pedro Negrete. De la metida de pata, jefe, dijo el policía. Pónganle una silla a Pepe, que parece que se va a desmayar, dijo Pedro Negrete. Entre Epifanio y el otro policía sentaron al policía herido.
¿Cómo te encuentras? Bien, jefe, no es nada, un mareo, no más, dijo éste mientras buscaba en los bolsillos algo para taponarse la herida. Pedro Negrete le alcanzó un pañuelo de papel.
¿Por qué lo detuvieron?, dijo. Uno de los que se quebró era Patricio López, el judicial, dijo el otro policía. Ah, caray, con que Patricio López, ¿y por qué creen que fue él y no uno de sus compañeros?, dijo Pedro Negrete. Sus compañeros se las pelaron, dijo el otro policía. Ah, caray, vaya compañeros, dijo Pedro Negrete. ¿Y mi muchacho qué hizo? Los policías dijeron que, tal como ellos habían establecido los hechos, al parecer Lalo Cura había procedido a dispararles. ¿A sus propios compañeros?
Pues sí, a sus propios compañeros, pero que antes, herido en el hombro y al parecer sin necesidad ninguna, había rematado a Patricio López y a un tarolas que iba con una Uzi. Lo haría de los puros nervios, dijo Pedro Negrete. Seguramente, dijo el policía de la cara cortada. Además, ¿qué otra cosa podía hacer?, dijo Pedro Negrete. Si llega a tumbarlo Patricio López, él también lo hubiera rematado. Pues la mera verdad es que sí, dijo el otro policía. Luego siguieron hablando y fumando un rato más, con alguna breve interrupción del policía de la cara cortada para cambiarse el pañuelo de papel, y después Epifanio sacó a Lalo Cura del calabozo y lo llevó hasta la puerta de la comisaría, en donde lo aguardaba el coche de Pedro Negrete, el mismo coche que lo había ido a buscar unos meses atrás a Villaviciosa.
Un mes después Pedro Negrete visitó el rancho de Pedro Rengifo, al sureste de Santa Teresa, y le reclamó la devolución de Lalo Cura. Yo te lo di, tocayo, y yo te lo quito, dijo. ¿Y eso por qué, tocayo?, le preguntó Pedro Rengifo. Por la manera en que me lo has tratado, tocayo, dijo Pedro Negrete. En lugar de ponérmelo con un hombre experimentado, como tu irlandés, para que mi muchacho fuera aprendiendo, me lo pusiste con un par de volteados. En eso tienes razón, tocayo, dijo Pedro Rengifo, pero me gustaría recordarte que uno de esos volteados me llegó con una recomendación tuya. Pues es verdad, lo reconozco, y apenas le ponga la mano encima subsanaré mi error, tocayo, dijo Pedro Negrete, pero ahorita estamos aquí para subsanar el tuyo. Pues por mi parte no hay problema, tocayo, si tú quieres que te devuelva a tu muchacho yo te lo devuelvo, y Pedro Rengifo dio órdenes a uno de sus hombres para que fuera a buscar a Lalo Cura a la casa del jardinero. Mientras esperaban Pedro Negrete preguntó por la señora y los niños. Por el ganado. Por los negocios de alimentación que Pedro Rengifo tenía en Santa Teresa y otras ciudades del norte. La mujer se la pasa en Cuernavaca, dijo su tocayo, a los niños los habían cambiado de escuela, ahora estudiaban en los Estados Unidos (se cuidó de nombrar en dónde), el ganado era más una fuente de preocupaciones que un negocio y los hipermercados tenían sus subidas y sus bajadas. Después Pedro Negrete quiso saber qué tal había quedado el hombro de Lalo Cura. Está perfecto, tocayo, le dijo Pedro Rengifo. La chamba es poca. El chamaco se pasa el día durmiendo y leyendo revistas. Es feliz aquí. Ya lo sé, tocayo, dijo Pedro Negrete, pero tal como están las cosas un día de éstos lo pueden matar. No la amueles, tocayo, dijo Pedro Rengifo con una risotada, aunque de inmediato palideció.
Cuando volvían en coche a Santa Teresa Pedro Negrete le preguntó si le gustaría ser del cuerpo de policía. Lalo Cura movió la cabeza afirmativamente. Poco después de salir del rancho pasaron junto a una enorme piedra negra. Sobre la piedra Lalo creyó ver un lagarto gila, inmóvil, contemplando el oeste interminable.
Dicen que esta piedra en realidad es un meteorito, dijo Pedro Negrete. Sobre una hondonada, más al norte, hacía una curva el río Paredes, y desde el camino se podía ver como una alfombra verdinegra, las copas de los árboles, y sobre ellos la nube de polvo de las reses de Pedro Rengifo que iban a abrevar allí cada tarde. Pero si fuera un meteorito, dijo Pedro Negrete, habría dejado un cráter, ¿y dónde está el cráter? Cuando volvió a mirar la piedra negra por el espejo retrovisor el lagarto gila ya no estaba.
La primera mujer muerta del año 1994 fue encontrada por unos camioneros en un desvío de la carretera a Nogales, en medio del desierto. Los camioneros, ambos mexicanos, trabajaban para la maquiladora Key Corp y esa tarde, pese a llevar los camiones cargados, decidieron ir a comer y beber a un local llamado El Ajo, en donde uno de los camioneros, Antonio Villas Martínez, era conocido. Mientras se dirigían al local en cuestión, el otro camionero, Rigoberto Reséndiz, notó un resplandor en el desierto que lo dejó cegado durante unos instantes.
Pensando que se trataba de una broma se comunicó por radio con su compañero Villas Martínez y los camiones se detuvieron.
La carretera estaba vacía. Villas Martínez intentó convencer a Reséndiz de que probablemente lo había cegado el reflejo del sol sobre una botella o unos trozos de cristales rotos, pero entonces el otro vio un bulto a unos trescientos metros de la carretera y se dirigió hacia él. Al cabo de un rato Villas Martínez vio que Reséndiz lo llamaba con un silbido y también abandonó la carretera, no sin asegurarse de que ambos camiones quedaban perfectamente cerrados. Cuando llegó a donde lo esperaba su compañero vio el cadáver, que pese a tener la cara completamente destrozada no dejaba lugar a dudas de que se trataba de una mujer. Curiosamente, en lo primero que se fijó fue en el calzado, llevaba unas sandalias de cuero labrado, de buena manufactura. Villas Martínez se persignó. ¿Qué hacemos, compadre?, oyó que le decía Reséndiz. Por el tono de voz de su amigo comprendió que la pregunta era solamente retórica.
Avisar a la policía, dijo. Ésa es una buena idea, dijo Reséndiz.
En la cintura de la muerta vio un cinturón con una gran hebilla de metal. Eso fue lo que lo deslumbró, compadre, dijo.
Sí, ya me he dado cuenta, dijo Reséndiz. La muerta iba vestida con hot-pants y una blusa amarilla, de imitación de seda, con una gran flor negra estampada en el pecho y otra, de color rojo, en la espalda. Cuando llegó a las dependencias del forense éste se percató, asombrado, de que debajo de los hot-pants conservaba unas bragas blancas con lacitos en los costados. Por lo demás, había sido violada anal y vaginalmente, y la muerte había sido provocada por politraumatismo craneoencefálico, aunque también había recibido dos cuchilladas, una en el tórax y otra en la espalda, que la habían hecho perder sangre pero que no eran mortales de necesidad. El rostro, tal como habían comprobado los camioneros, era irreconocible. La fecha de la muerte se situó, a modo orientativo, entre el 1 de enero de 1994 y el 6 de enero, aunque sin descartar de modo alguno la posibilidad de que aquel cadáver hubiera sido abandonado en el desierto el 25 o el 26 de diciembre del año que ya había felizmente terminado.
La siguiente muerta fue Leticia Contreras Zamudio. La policía acudió al local nocturno La Riviera, sito entre las calles Lorenzo Sepúlveda y Álvaro Obregón, en el centro de Santa Teresa, tras recibir una llamada anónima. En uno de los reservados de La Riviera encontraron el cadáver, que presentaba múltiples heridas en abdomen y tórax, así como en los antebrazos, por lo que se supone que Leticia Contreras luchó por su vida hasta el último segundo. La muerta tenía veintitrés años y hacía más de cuatro que ejercía el oficio de prostituta, sin que jamás se la hubiera visto envuelta en ningún problema de orden público. Tras ser interrogadas, ninguna de sus compañeras supo decir con quién estaba Leticia Contreras en el reservado.
En el momento del crimen algunas la hacían en el lavabo.
Otras dijeron que se encontraba en los sótanos, en donde había cuatro mesas de pool, juego por el que Leticia sentía debilidad y en el cual demostraba no poco talento. Una incluso llegó a afirmar que estaba sola, ¿pero qué podía hacer una puta sola encerrada en un reservado? A las cuatro de la mañana se llevaron a la comisaría n.o 1 a todo el personal de La Riviera. Por esos días Lalo Cura aprendía el oficio de policía de tráfico. Trabajaba de noche, a pie, y se movía como un fantasma entre la colonia Álamos y la colonia Rubén Darío, de sur a norte, sin prisas, hasta que llegaba al centro y entonces podía volver a la comisaría n.o 1 o hacer lo que le diera la gana. Cuando se estaba quitando el uniforme oyó los gritos. Se metió en la ducha sin prestarles demasiada atención, pero cuando cerró el grifo los volvió a oír. Provenían de los calabozos. Se metió la pistola debajo del cinturón y salió al pasillo. A esa hora la comisaría n.o 1, exceptuando la sala de espera, estaba casi vacía. En la oficina antirrobos encontró a un compañero durmiendo. Lo despertó y le preguntó si sabía qué pasaba. El policía le dijo que había una fiesta en los calabozos y que si quería podía participar.
Cuando Lalo Cura salió el policía se había vuelto a quedar dormido. Desde las escaleras olió el alcohol. En uno de los calabozos habían apiñado a unos veinte detenidos. Los miró sin pestañear. Algunos de los detenidos dormían de pie. Uno que estaba pegado a los barrotes tenía la bragueta desabrochada.
Los del fondo eran una masa informe de oscuridad y pelos.
Olía a vómito. El habitáculo no debía de medir más de cinco metros por cinco. En el pasillo vio a Epifanio que miraba lo que ocurría en las otras celdas con un cigarrillo en los labios. Se le acercó para decirle que esos hombres iban a morir asfixiados o aplastados, pero al dar el primer paso ya no pudo decir nada.
En las otras celdas los policías estaban violando a las putas de La Riviera. Quíhuboles, Lalito, dijo Epifanio, ¿le entras a la pira? No, dijo Lalo Cura, ¿y tú? Yo tampoco, dijo Epifanio.
Cuando se cansaron de mirar ambos salieron a tomar el fresco a la calle. ¿Qué hicieron esas putas?, dijo Lalo. Parece que se madrugaron a una compañera, dijo Epifanio. Lalo Cura se quedó callado. La brisa que soplaba a esas horas por las calles de Santa Teresa era fresca de verdad. La luna, llena de cicatrices, aún resplandecía en el cielo.
Dos de las compañeras de Leticia Contreras Zamudio fueron acusadas formalmente de su asesinato, aunque no había ninguna prueba que las inculpara, salvo su presencia en La Riviera en el momento de los hechos. Nati Gordillo tenía treinta años y conocía a la muerta desde que ésta empezó a trabajar en el local nocturno. En el momento del asesinato se encontraba en el lavabo. Rubí Campos tenía veintiuno y no llevaba más de cinco meses en La Riviera. En el momento del asesinato se encontraba esperando a Nati al otro lado del lavabo, separadas la una de la otra sólo por una puerta. Ambas, quedó establecido, tenían una relación muy estrecha. Y se había comprobado que Rubí había sido agredida verbalmente por Leticia dos días antes del asesinato de ésta. Una compañera le había oído decir que ya se las pagaría. Cosa que la inculpada no negó, aclarando sin embargo que en ningún momento había llegado a pensar en el asesinato, sino más bien en una madriza. Las dos putas fueron trasladadas a Hermosillo, en donde se las encerró en el penal de mujeres Paquita Avendaño, en el cual estuvieron hasta que su caso pasó a otro juez, quien se apresuró a declararlas inocentes. En total pasaron dos años en prisión. Al salir dijeron que se iban a probar suerte al DF o tal vez se fueron a los Estados Unidos, lo único cierto es que por el estado de Sonora nunca más se las vio.
La siguiente muerta se llamaba Penélope Méndez Becerra.
Tenía once años. Su madre trabajaba en la maquiladora InterzoneBerny. Su hermana mayor, de dieciséis años, también prestaba sus servicios en la Interzone-Berny. El hermano que venía después, de quince, hacía de recadero y chico de los mandados de una panadería no muy lejos de la calle Industrial, donde vivían, en la colonia Veracruz. Ella era la menor y la única que estudiaba. Hacía siete años que el padre había abandonado el hogar. Entonces vivían todos en la colonia Morelos, muy cerca del parque industrial Arsenio Farrell, en una casa que el mismo padre construyó con cartones y ladrillos sueltos y trozos de zinc, junto a un zanjón que dos de las empresas maquiladoras abrieron para construir un desagüe que finalmente nunca se hizo. Tanto el padre como la madre eran del estado de Hidalgo, en el centro de la república, y ambos emigraron al norte en 1985, en busca de trabajo. Pero un día el padre decidió que con lo que ganaba en las maquiladoras no iban a mejorar las condiciones de vida de su familia y decidió cruzar la frontera. Partió junto con otros nueve, todos del estado de Oaxaca. Uno de ellos ya había hecho el viaje en tres ocasiones y decía que sabía cómo esquivar a la migra, para los demás aquél era su primer intento. El pollero que los llevó al otro lado les dijo que no se preocuparan y que si por una desgracia los detenían se entregaran sin ofrecer resistencia. El padre de Penélope Méndez gastó todos sus ahorros en aquel viaje. Prometió que escribiría apenas llegara a California. En sus planes estaba el llevarse a su familia en menos de un año.
Nunca más supieron nada de él. La madre pensó que tal vez ahora vivía con otra mujer, una norteamericana o una mexicana, y que llevaba una buena vida. También pensó, sobre todo los primeros meses, que había muerto en el desierto, de noche, solo, escuchando el aullido de los coyotes y pensando en sus hijos, o en una calle norteamericana, atropellado por un coche que luego se había dado a la fuga, pero esta clase de pensamientos la inmovilizaba (eran pensamientos en donde todo el mundo hablaba otro idioma, incluso su marido, un idioma incomprensible) y decidió no tenerlos. Además, si hubiera muerto, reflexionaba, alguien se lo hubiera avisado a ella, ¿no?
En cualquier caso ya tenía suficientes problemas en su propia casa como para dedicarse a especular sobre el destino de su marido.
Y le costó sacar adelante a la familia. Pero como era una mujer servicial y discreta, de talante optimista, y que además sabía escuchar, no le faltaron amistades. Sobre todo mujeres a quienes su historia no les parecía rara ni singular sino algo común y corriente. Una de estas amigas le consiguió el trabajo en Interzone-Berny. Al principio realizaba largas caminatas desde el zanjón donde vivían hasta el trabajo. De los niños se ocupaba la hermana mayor. Ésta se llamaba Livia y una tarde un vecino borracho quiso violarla. Al volver del trabajo Livia le contó lo que había pasado y ella fue a visitar al vecino con un cuchillo en el bolsillo del delantal. Habló con él y habló con su mujer y luego volvió a hablar con él: ruégale a la Virgencita de que nada le pase a mi hija, le dijo, porque cualquier cosa que le pase yo te echaré la culpa a ti y con este cuchillo te mataré.
El vecino le dijo que a partir de ese momento todo iba a cambiar. Pero ella a esas alturas ya no creía en la palabra de los hombres y trabajó duro e hizo horas extra y llegó incluso a vender tortas a sus propias compañeras de trabajo, en la hora de la comida, hasta que tuvo dinero suficiente para alquilar una casita en la colonia Veracruz, que le quedaba más lejos de Interzone que la que tenía en el zanjón, pero que era una casita de verdad, con dos habitaciones, con tabiques bien puestos, con una puerta que se podía cerrar con llave. No le importó tener que caminar veinte minutos más cada mañana. Al contrario, los caminaba casi cantando. No le importó pasarse noches sin dormir, empalmando un turno con otro, o quedarse hasta las dos de la mañana en la cocina, preparando las tortas bien picantes que sus compañeras se comerían al día siguiente, cuando ella partiera a la fábrica a las seis. Al contrario, el esfuerzo físico la llenaba de energía, el agotamiento se convertía en vivacidad y gracia, los días eran largos, lentísimos, y el mundo (percibido como un naufragio interminable) le mostraba su cara más vivaz y la hacía tomar conciencia de que la suya, naturalmente, también lo era. A los quince años su hija mayor empezó a trabajar. Los viajes a la fábrica, que aún hacían a pie, se acortaron entonces entre conversaciones y risas. El hijo dejó la escuela a los catorce. Durante unos meses trabajó en la Interzone-Berny, pero al cabo de varios avisos lo echaron por despistado. Las manos del muchacho eran demasiado grandes y demasiado torpes. La madre entonces le consiguió trabajo en una panadería del barrio. La única que estudiaba era Penélope Méndez Becerra. Su escuela se llamaba Escuela Primaria Aquiles Serdán y estaba en la calle Aquiles Serdán. Allí había niños de la colonia Carranza y de la Veracruz y de la Morelos e incluso también iba algún niño del centro. Penélope Méndez Becerra estaba en quinto de primaria. Era una niña callada, pero que siempre sacaba buenas notas. Tenía el pelo negro, largo y lacio. Un día salió de la escuela y ya no la volvieron a ver.
Esa misma tarde su madre pidió permiso en Interzone para dirigirse a la comisaría n.o 2 a poner una denuncia por desaparición.
La acompañó su hijo. En la comisaría anotaron el nombre y le dijeron que había que dejar pasar algunos días.
Su hermana mayor, Livia, no pudo ir porque en Interzone estimaron que con el permiso a la madre ya había suficiente.
Al día siguiente Penélope Méndez Becerra seguía desaparecida.
La madre y sus dos hijos se presentaron otra vez y quisieron saber qué progresos se habían hecho. El policía que la atendió detrás de una mesa le dijo que no se pusiera insolente. El director de la escuela Aquiles Serdán y tres profesores estaban en la comisaría, interesados por la suerte de Penélope, y fueron ellos quienes se llevaron a la familia de allí antes de que les pusieran una multa por desorden público. Al día siguiente el hermano habló con unas compañeras de curso de Penélope.
Una le dijo que, según creía, Penélope había entrado en un coche con las ventanillas ahumadas y no volvió a salir. Por la descripción parecía un Peregrino o un MasterRoad. El hermano y la profesora de Penélope hablaron largamente con esta alumna, pero lo único claro que sacaron era que se trataba de un coche caro y de color negro. Durante tres días el hermano recorrió Santa Teresa en caminatas agotadoras buscando un coche negro. Encontró muchos, algunos incluso tenían las ventanillas ahumadas y relucían como si acabaran de salir de fábrica, pero quienes se montaban en ellos eran personas que no tenían cara de secuestradores o eran parejas jóvenes (cuya felicidad hacía llorar al hermano de Penélope) o eran mujeres. De todas formas, anotó todas las matrículas. Por las noches la familia se reunía en casa y hablaban de Penélope con palabras que nada significaban o cuyo último significado sólo podían entender ellos. Una semana después apareció su cadáver. Lo encontraron unos funcionarios de Obras Públicas de Santa Teresa en un tubo de desagüe que recorría bajo tierra la ciudad desde la colonia San Damián hasta la barranca El Ojito, cerca de la carretera a Casas Negras, pasado el vertedero clandestino del Chile. El cuerpo fue trasladado de inmediato a las dependencias del forense, en donde éste dictaminó que había sido violada anal y vaginalmente, presentando numerosas desgarraduras en ambos orificios, y luego estrangulada. Tras una segunda autopsia, sin embargo, se dictaminó que Penélope Méndez Becerra había muerto debido a un fallo cardiaco mientras era sometida a los abusos antes expuestos.
Por aquel entonces Lalo Cura había cumplido diecisiete años, seis más de los que tenía Penélope Méndez al ser asesinada, y Epifanio le había conseguido un lugar donde vivir. El sitio estaba en una de las vecindades que todavía quedaban en el centro. La vecindad estaba ubicada en la calle Obispo y después de trasponer un zaguán, de donde partían las escaleras, el visitante accedía a un enorme patio, con una gran fuente en el centro, desde donde se veían los tres pisos de que estaba compuesta la vecindad, y los pasillos desconchados en los que jugaban los niños o hablaban las vecinas, pasillos semicubiertos por tejadillos de madera y sujetos mediante delgadísimas pilastras de hierro, enmohecidas por el paso del tiempo. La habitación de Lalo Cura era grande, con sitio suficiente para una cama, una mesa con tres sillas, un refrigerador (que estaba junto a la mesa) y un armario excesivo para las pocas prendas de vestir que poseía. También tenía una pequeña cocina y un lavadero de cemento, de construcción reciente, para fregar las ollas y los platos sucios o para refrescarse la cara. El lavabo, así como la ducha, era comunal, y en cada piso había dos letrinas y tres más en la azotea. Epifanio primero le mostró su cuarto, que estaba en el primer piso. La ropa colgaba de un cordel que había clavado de una pared a la otra y junto a la cama deshecha vio una pila de periódicos viejos, casi todos de Santa Teresa. Los de abajo ya amarilleaban. La cocina parecía no haber sido utilizada en mucho tiempo. Le dijo que lo mejor para un policía era vivir solo, pero que él hiciera lo que quisiera. Luego lo acompañó hasta su cuarto, que estaba en el tercero, y le dio las llaves.
Ya tienes casa, Lalito, le dijo. Si quieres barrer pídele la escoba a tu vecina. En la pared alguien había escrito un nombre: Ernesto Arancibia. Arancibia estaba escrito con uve. Lalo señaló el nombre y Epifanio se encogió de hombros. Hay que pagar a final de mes, dijo, y se marchó sin darle ninguna otra explicación.
También, por aquellos días, le llegó la orden al judicial Juan de Dios Martínez de dejar de lado el caso del Penitente y dedicarse a una serie de robos con violencia que se produjeron en la colonia Centeno y en la colonia Podestá. A su pregunta de si eso significaba que se daba carpetazo al caso del Penitente, le contestaron que no, pero que, en vista de que éste parecía haberse esfumado y la investigación no experimentaba ningún progreso, y dado que la dotación de judiciales destinados en Santa Teresa no era excesiva, iba a tener que priorizar los casos más urgentes. Por supuesto, eso no significaba que dejaran en el olvido al Penitente ni que Juan de Dios Martínez no siguiera al frente de la investigación, pero sí que los policías que tenía a sus órdenes y que perdían el tiempo vigilando las veinticuatro horas del día las iglesias de la ciudad iban a tener que dedicarse a asuntos más provechosos para la seguridad pública. Juan de Dios Martínez aceptó la orden sin rechistar.
La siguiente muerta fue Lucy Anne Sander. Vivía en Huntville, a unos cincuenta kilómetros de Santa Teresa, en Arizona, y había estado primero en El Adobe, con una amiga, y luego cruzaron la frontera en coche, dispuestas a vivir, aunque sólo fuera parcialmente, la noche inacabable de Santa Teresa. Su amiga se llamaba Erica Delmore y era la propietaria del coche y quien conducía. Ambas trabajaban en un taller artesanal de Huntville en donde se hacían abalorios indios que luego compraban al por mayor las tiendas dedicadas al turismo de Tombstone, Tucson, Phoenix y Apache Junction. En el taller eran las dos únicas blancas, pues las demás trabajadoras eran de origen mexicano o indio. Lucy Anne había nacido en un pueblito de Mississippi. Tenía veintiséis años y su sueño era vivir cerca del mar. A veces hablaba de volver, pero lo hacía generalmente cuando estaba cansada o disgustada, lo que no sucedía muy a menudo. Erica Delmore tenía cuarenta años y había estado casada dos veces. Era de California, pero se sentía feliz en Arizona, en donde había poca gente y la vida era mucho más apacible. Cuando llegaron a Santa Teresa se dirigieron directamente a la zona de las discotecas, en el centro, y primero estuvieron en El Pelícano y luego en Domino’s. En el trayecto se les unió un mexicano de unos veintidós años que dijo llamarse Manuel o Miguel. Era un tipo simpático, según declaró Erica, que intentó ligar con Lucy Anne y luego, ante la negativa de ésta, con ella, y que en modo alguno podía ser tachado de acosador o de machista. En algún momento, mientras estaban en Domino’s, Manuel o Miguel (Erica es incapaz de recordar su nombre con precisión) se marchó y ellas se quedaron solas en la barra. Después, de forma incoherente, se dedicaron a recorrer en coche algunas calles del centro, visitando los monumentos históricos de la ciudad: la catedral, la alcaldía, algunas viejas casas coloniales, la plaza de armas rodeada de edificios porticados.
Según Erica, en ningún momento nadie las molestó ni fueron seguidas por persona alguna. Mientras rodeaban la plaza un turista norteamericano les dijo: chicas, tienen que ver la pérgola, es grandiosa. Después el turista se perdió en la espesura y ellas decidieron que no era una mala idea caminar un rato.
La noche era radiante, fresca, llena de estrellas. Mientras Erica buscaba un sitio para estacionar, Lucy Anne se bajó, se quitó los zapatos que llevaba y se puso a correr por el césped acabado de regar. Después de estacionar Erica fue a buscar a Lucy Anne pero ya no la encontró. Decidió adentrarse en la plaza, rumbo a la famosa pérgola. Algunas sendas eran de tierra, pero las principales conservaban el antiguo empedrado. En los bancos vio parejas que hablaban o se besaban. La pérgola era de metal y en el interior, pese a la hora, jugaban unos niños insomnes.
El alumbrado, comprobó Erica, era débil, sólo el suficiente para no andar a ciegas, pero la presencia de tantas personas desposeía al lugar de cualquier hálito siniestro. No encontró a Lucy Anne, pero sí creyó reconocer al turista norteamericano que les había ponderado a gritos la plaza. Se hallaba junto a otros tres y bebían tequila pasándose la botella de uno a otro.
Se acercó y les preguntó por su amiga. El turista norteamericano la miró como si se hubiera escapado de un manicomio. Todos estaban borrachos, pero Erica sabía cómo tratar a los borrachos y les explicó la situación. Eran muy jóvenes y no tenían nada mejor que hacer, así que decidieron ayudarla. Al cabo de un rato por la plaza resonaron varios gritos llamando a Lucy Anne. Erica volvió a donde había aparcado el coche. No había nadie. Entró, cerró las puertas por dentro y tocó el claxon varias veces. Luego se puso a fumar hasta que el aire en el interior se hizo irrespirable y tuvo que bajar una ventanilla. Cuando amaneció se dirigió a una comisaría de policía y preguntó si había consulado norteamericano en aquella ciudad. El policía que la atendió no lo sabía y tuvo que preguntárselo a un par de compañeros. Uno de ellos dijo que sí había. Erica levantó una denuncia por desaparición y luego se dirigió al consulado con una fotocopia. El consulado estaba en la calle Verdejo, en la colonia Centro-Norte, no lejos de las calles que ella había recorrido la noche anterior, y permanecía cerrado. A pocos pasos Erica vio una cafetería y entró a desayunar. Pidió un sándwich vegetal y un zumo de piña y luego llamó por teléfono desde la misma cafetería a Huntville, a casa de Lucy Anne, pero nadie contestó. Desde su mesa podía ver el movimiento de la calle que iba despertando paulatinamente. Cuando se acabó el zumo volvió a telefonear a Huntville, pero esta vez marcó el número del sheriff. La atendió un muchacho que se llamaba Rory Campuzano, al que ella conocía bien. Éste le dijo que el sheriff aún no había llegado. Erica le dijo que Lucy Anne Sander había desaparecido en Santa Teresa y que ella, tal como veía las cosas, se iba a pasar toda la mañana en el consulado o bien recorriendo los hospitales. Dile que me llame al consulado, dijo.
Eso haré, Erica, mantén la calma, dijo Rory, y luego colgó. Durante una hora, picoteando su sándwich vegetal, permaneció sentada, hasta que vio movimiento en la puerta del consulado.
La atendió un tipo que decía llamarse Kurt A. Banks, que le hizo toda clase de preguntas acerca de su amiga y de ella misma, como si no creyera para nada la versión que Erica le había dado. Sólo al salir de allí Erica comprendió que el tipo sospechaba que tanto Lucy Anne como ella eran putas. Después volvió a la comisaría de policía, en donde tuvo que explicar la misma historia otras dos veces, ante policías que nada sabían de su denuncia, y que finalmente le comunicaron que no había novedad con respecto a la desaparición de su amiga, la cual muy bien podría haber cruzado otra vez la frontera. Uno de los policías le recomendó que hiciera lo mismo, que lo mejor era dejar el asunto en manos del consulado y volver a casa. Erica lo miró a los ojos. Tenía cara de buena persona y el consejo parecía bien intencionado. El resto de la mañana y buena parte de la tarde la ocupó recorriendo hospitales. Hasta ese momento no se había detenido a pensar de qué forma Lucy Anne podía haber llegado a parar a un hospital. Descartó el accidente, pues Lucy Anne había desaparecido en la plaza o en los alrededores de ésta y ella no había oído el más mínimo ruido, ningún grito, ningún frenazo, ninguna derrapada. Tras buscar otras posibilidades que dieran verosimilitud a la presencia de Lucy Anne en un hospital, sólo se le ocurrió el ataque de amnesia. La probabilidad era tan remota que se le llenaron los ojos de lágrimas.
Ninguno de los hospitales que visitó, por otra parte, tenía registrada a una norteamericana. En el último una enfermera le sugirió que fuera a la clínica América, una institución médica privada, pero ella contestó con una exclamación sardónica. Somos trabajadoras, cariño, dijo en inglés. Igual que yo, dijo la enfermera en el mismo idioma. Durante un rato ambas estuvieron hablando y luego la enfermera la invitó a tomar un café en el restaurante del hospital, en donde le informó de que en Santa Teresa desaparecían muchas mujeres. Lo mismo ocurre en mi país, dijo Erica. La enfermera la miró a los ojos y movió la cabeza. Aquí es peor, dijo. Al despedirse se dieron sus números de teléfono y Erica prometió que la tendría al corriente de las novedades que se produjeran. Comió en la terraza de un restaurante del centro y en dos ocasiones creyó ver que Lucy Anne caminaba por la acera, en una acercándose hacia ella y en la otra alejándose de ella, pero en ninguna de las dos se trataba de la Lucy Anne real. Casi no se fijó en lo que pedía y señaló un par de platos no demasiado caros al azar. Ambos estaban condimentados con mucho picante y al cabo de un rato se puso a lagrimear, pero no por ello dejó de comer. Luego condujo su coche hasta la plaza en donde había desaparecido Lucy Anne, aparcó a la sombra de un gran roble y se puso a dormir con ambas manos cogidas al volante. Cuando despertó se dirigió al consulado y el tipo llamado Kurt A. Banks le presentó a otro tipo que dijo llamarse Henderson, el cual le informó de que aún era demasiado pronto para que hubiera progresos en lo relativo a la desaparición de su amiga. Ella preguntó cuándo no sería demasiado pronto. Henderson la miró impávido y dijo:
tres días más. Y agregó: por lo menos. Cuando ya se iba Kurt A. Banks le dijo que había llamado el sheriff de Huntville preguntando por ella e interesándose por la desaparición de Lucy Anne Sander. Le dio las gracias y se marchó. Ya en la calle buscó un teléfono público y llamó a Huntville. Le contestó Rory Campuzano, quien le dijo que el sheriff había intentado ponerse en contacto con ella en tres ocasiones. Ahora ha salido, dijo Rory, pero cuando vuelva le diré que te llame. No, dijo Erica, aún no tengo un sitio fijo, llamaré yo dentro de un rato. Antes de que cayera la noche visitó varios hoteles. Los que parecían buenos eran demasiado caros y al final se alojó en una pensión de la colonia Rubén Darío, en una habitación sin baño ni televisor.
La ducha estaba en el pasillo y tenía un pequeño pestillo para cerrar la puerta por dentro. Se desnudó, pero sin quitarse los zapatos por miedo a contraer hongos, y permaneció largo rato bajo el agua. Al cabo de media hora, sin quitarse la toalla con la que se había secado, se dejó caer en la cama y se olvidó de llamar al sheriff de Huntville y al consulado y se quedó profundamente dormida hasta el día siguiente.
Ese día encontraron a Lucy Anne Sander no muy lejos de la reja fronteriza, a pocos metros de unos depósitos de petróleo que se extienden un trecho paralelos a la carretera a Nogales. El cadáver presentaba heridas de cuchillo, la mayoría muy profundas, en la región del cuello, tórax y abdomen. Fue encontrada por unos trabajadores que dieron parte de inmediato a la policía.
En el examen forense se estableció que había sido violada repetidas veces, encontrándose abundantes pruebas de semen en su vagina. La muerte se la produjo una de las heridas de cuchillo, aunque por lo menos cinco eran de carácter mortal. La noticia le fue comunicada a Erica Delmore cuando ésta telefoneó al consulado norteamericano. Kurt A. Banks le dijo que se presentara de inmediato, que tenía algo triste que comunicarle, pero ante la insistencia de Erica y sus gritos que subían de volumen no le quedó más remedio que decirle sin más preámbulos la pura y triste verdad. Antes de dirigirse al consulado Erica llamó al sheriff de Huntville y esta vez sí que pudo hablar con él. Le dijo que Lucy Anne había sido asesinada en Santa Teresa.
¿Quieres que te vaya a buscar?, dijo el sheriff. Me gustaría, pero si no puedes no lo hagas, tengo mi coche, dijo Erica. Iré a buscarte, dijo el sheriff. Después llamó a la enfermera de la que se había hecho amiga y le contó la última y al parecer definitiva novedad. Seguramente querrán que identifiques el cadáver, dijo la enfermera. La morgue estaba en uno de los hospitales que había visitado el día anterior. Iba con Henderson, que era más amable que Kurt A. Banks, pero en realidad hubiera preferido ir sola. Mientras esperaban en un pasillo del sótano vio aparecer a la enfermera. Se abrazaron y se besaron en las mejillas.
Luego le presentó la enfermera a Henderson, que la saludó distraídamente, pero que quiso saber desde cuándo se conocían.
La enfermera le dijo que desde hacía veinticuatro horas. O menos de veinticuatro horas. Es verdad, pensó Erica, sólo un día pero ya la siento como si la conociera desde hace mucho tiempo.
Cuando apareció el forense se negó a que Henderson la acompañara. No es por gusto, dijo éste con media sonrisa, es mi deber. La enfermera la abrazó y entraron las dos juntas, seguidas por el funcionario norteamericano. En la sala encontraron a dos policías mexicanos que miraban a la muerta. Erica se acercó y dijo que era su amiga. Los policías le pidieron que firmara unos papeles. Erica trató de leerlos, pero estaban escritos en español. No es nada, dijo Henderson, firme. La enfermera leyó los papeles y le dijo que firmara. ¿Es todo?, preguntó Henderson.
Es todo, dijo uno de los policías mexicanos. ¿Quién le hizo esto a Lucy Anne?, preguntó ella. Los policías la miraron sin entender. La enfermera tradujo sus palabras y los policías dijeron que aún no lo sabían. Después del mediodía apareció por el consulado norteamericano el sheriff de Huntville. Erica estaba fumando encerrada en su coche cuando lo vio llegar. El sheriff de Huntville la reconoció de lejos y hablaron, ella sin salir del coche y él inclinado, con una mano apoyada en la puerta abierta y la otra en el cinturón. Después se fue a pedir más información al consulado y Erica permaneció en el coche, con la puerta de nuevo cerrada por dentro y fumando un cigarrillo tras otro. Cuando el sheriff salió le dijo que volvieran a casa.
Erica esperó a que el sheriff pusiera su coche en marcha y luego, como en un sueño, lo siguió a través de las calles mexicanas y a través del paso fronterizo y por el desierto, ya en Arizona, hasta que el sheriff tocó el claxon y luego le hizo una señal con la mano y ambos coches se detuvieron en una vieja gasolinera en donde también se podía comer. Pero Erica no tenía hambre y se limitó a escuchar lo que el sheriff tenía que decirle: que el cuerpo de Lucy Anne sería expedido a Huntville al cabo de tres días, que la policía mexicana se había comprometido a capturar al asesino, que todo aquello olía a mierda. Después el sheriff pidió huevos revueltos con frijoles y una cerveza y ella se levantó de la mesa y fue a comprar más cigarrillos. Cuando volvió el sheriff rebañaba el plato con un pedazo de pan de molde.
Su pelo era abundante y negro y lo hacía parecer más joven de lo que era. ¿Tú crees que te han contado la verdad, Harry?, dijo. En absoluto, dijo el sheriff, pero yo me ocuparé personalmente de averiguarla. Sé que lo harás, Harry, dijo, y se echó a llorar.
La siguiente muerta fue encontrada cerca de la carretera a Hermosillo, a diez kilómetros de Santa Teresa, dos días después de haberse localizado el cadáver de Lucy Anne Sander. El hallazgo correspondió a cuatro peones y al sobrino del dueño del rancho. Buscaban, desde hacía más de veinte horas, reses huidas.
Los cinco huelleros iban a caballo y, tras comprobar que se trataba de una muerta, el sobrino envió a uno de los peones de vuelta al rancho, con órdenes de avisar al patrón, mientras ellos permanecían allí, perplejos ante la postura del todo anormal del cadáver. Éste tenía la cabeza enterrada en un agujero.
Como si el asesino, un loco, sin duda, hubiera pensado que con enterrarle la cabeza bastaba. O como si creyera que al cubrir de tierra la cabeza el resto del cuerpo se haría invisible a cualquier mirada. El cadáver estaba boca abajo, con las manos pegadas al cuerpo. Le faltaban los dedos índice y meñique de ambas manos. En la parte del pecho se adivinaban manchas de sangre coagulada. Llevaba un vestido de tela ligera, de color morado, de los que se abrochan por delante. No llevaba medias ni zapatos. En el posterior examen forense se dictaminó que, pese a las abundantes cuchilladas recibidas en el pecho y en los brazos, la causa de la muerte fue estrangulamiento, con rotura del hueso hioides. No se apreciaron señales de violación. El caso lo llevó el policía de la judicial José Márquez, quien no tardó mucho en identificar a la muerta como América García Cifuentes, de veintitrés años, que trabajaba como mesera en el bar Serafino’s, propiedad de Luis Chantre, quien tenía un largo prontuario como proxeneta y de quien se decía que era soplón de la policía. América García Cifuentes compartía casa con dos compañeras, ambas meseras, quienes no aportaron datos sustanciales a la investigación. Lo único que quedó establecido sin lugar a dudas fue que América García Cifuentes había salido de casa a las cinco de la tarde rumbo al bar Serafino’s en donde trabajó hasta las cuatro de la mañana, hora en la que el bar había cerrado. Jamás volvió a casa, declararon sus compañeras. El judicial José Márquez detuvo durante un par de días a Luis Chantre, pero la coartada de éste era impecable. América García Cifuentes era natural del estado de Guerrero y llevaba cinco años avecindada en Santa Teresa, adonde había llegado con un hermano, quien vivía ahora en los Estados Unidos, según atestiguaron sus compañeras, y con el cual no se escribía. Durante unos días el judicial José Márquez investigó a algunos clientes del Serafino’s, sin resultado alguno.
Dos semanas después, en mayo de 1994, fue secuestrada Mónica Durán Reyes a la salida de la escuela Diego Rivera, en la colonia Lomas del Toro. Tenía doce años y era un poco atolondrada pero muy buena alumna. Aquél era su primer curso en la secundaria. Tanto la madre como el padre trabajaban en la maquiladora Maderas de México, dedicada a la construcción de muebles de tipo colonial y rústico que se exportaban a los Estados Unidos y Canadá. Tenía una hermana más pequeña, que estudiaba, y dos hermanos mayores, una muchacha de dieciséis, que trabajaba en una maquiladora dedicada al cableado, y un muchacho de quince que trabajaba junto a sus padres en Maderas de México. Su cuerpo apareció dos días después del secuestro, a un lado de la carretera Santa Teresa-Pueblo Azul.
Estaba vestida y a un lado tenía la cartera con los libros y cuadernos. Según el examen patológico había sido violada y estrangulada.
En la investigación posterior algunas amigas dijeron haber visto subir a Mónica a un coche negro, con las ventanas ahumadas, tal vez un Peregrino o un MasterRoad o un Silencioso. No daba la impresión de estar siendo forzada. Tuvo tiempo para gritar, pero no gritó. Incluso, al divisar a una de sus amigas, se despidió de ella haciéndole una señal con la mano. No parecía asustada.
En la misma colonia Lomas del Toro, un mes más tarde, encontraron el cadáver de Rebeca Fernández de Hoyos, de treintaitrés años, morena, de pelo largo hasta la cintura, que trabajaba de mesera en el bar El Catrín, sito en la calle Xalapa, en la vecina colonia Rubén Darío, y que antes había sido obrera de las maquiladoras Holmes amp;West y Aiwo, de donde había sido despedida por querer organizar un sindicato. Rebeca Fernández de Hoyos era natural de Oaxaca, aunque ya llevaba más de diez años viviendo en el norte de Sonora. Antes, a los dieciocho, había estado en Tijuana, donde figura en un registro de prostitutas, y también intentó sin éxito la vida en los Estados Unidos, de donde la migra la devolvió a México en cuatro ocasiones.
Su cadáver lo descubrió una amiga que tenía llave de la casa y a quien le extrañó que Rebeca no hubiera ido a trabajar a El Catrín, pues, tal como declaró posteriormente, la occisa era una mujer responsable y sólo faltaba al trabajo si estaba muy enferma. La casa, según su amiga, permanecía igual que siempre, es decir no descubrió al principio ninguna señal que le indicara lo que posteriormente encontraría. Era una casa pequeña, compuesta por una sala, una habitación, una cocina y un baño. Cuando entró en este último descubrió el cadáver de su amiga, que yacía en el suelo, como si se hubiera caído y dado un fuerte golpe en la cabeza, aunque sin que ésta llegara a sangrar.
Sólo al intentar reanimarla, pasándole agua por la cara, se dio cuenta de que Rebeca estaba muerta. Telefoneó a la policía y a la Cruz Roja desde un teléfono público y luego volvió a la casa, trasladó el cadáver de su amiga hasta la cama, se sentó en uno de los dos sillones de la sala y se puso a ver un programa de televisión mientras esperaba. Mucho antes que la policía llegó la Cruz Roja. Eran dos hombres, uno muy joven, de menos de veinte, y el otro de unos cuarentaicinco, que parecía el padre del primero y que fue quien le dijo que no había nada que hacer.
Rebeca estaba muerta. Después le preguntó dónde había encontrado el cadáver y ella le dijo que en el baño. Pues lo volveremos a poner en el baño, no vaya a meterse usted en un lío con la tirana, dijo el hombre, mientras con un gesto le indicaba al muchacho que cogiera a la muerta por los pies mientras él la sujetaba por los hombros y de esta manera la devolvían al escenario natural de su muerte. Después el camillero le preguntó en qué posición la había encontrado, si sentada en la taza del wáter, si apoyada en ésta, si en el suelo, si acurrucada en un rincón.
Ella apagó entonces la tele y se acercó a la puerta del baño y dio instrucciones hasta que los dos hombres dejaron a Rebeca tal cual ella la había hallado. Los tres la miraron desde la puerta.
Rebeca parecía estar hundiéndose en un mar de baldosas blancas. Cuando se cansaron o se marearon de esta visión los tres tomaron asiento, ella en el sillón y los camilleros junto a la mesa, y se pusieron a fumar unos cigarrillos rijosos que el camillero sacó de un bolsillo trasero de su pantalón. Usted debe de estar acostumbrado, dijo ella de forma más o menos incoherente.
Depende, dijo el camillero, que no sabía si ella se refería al tabaco o a levantar muertos y heridos cada día. A la mañana siguiente el forense escribió en su informe que la causa de la muerte había sido estrangulamiento. La fallecida había tenido relaciones sexuales en las horas previas a su asesinato, aunque el forense no se atrevió a certificar si había sido violada o no. Más bien no, dijo al serle exigida una opinión concluyente. La policía intentó detener a su amante, un sujeto llamado Pedro Pérez Ochoa, pero cuando por fin dieron con su casa, una semana después, el sujeto en cuestión ya hacía días que se había marchado.
La casa de Pedro Pérez Ochoa estaba al final de la calle Sayuca, en la colonia Las Flores, y consistía en una casucha hecha, no sin cierta maña, de adobes y elementos de desechos, con sitio para un colchón y una mesa, a pocos metros de donde pasaba el desagüe de la maquiladora EastWest, en la que había trabajado. Los vecinos lo describieron como un hombre formal y en general bien aseado, de lo que se deduce que se duchaba en casa de Rebeca al menos en los últimos meses. Nadie supo decir de dónde era, por lo que no se envió orden de detención preventiva a ningún lugar. En la EastWest su ficha de trabajador se había perdido, lo que no era algo inusual en las maquiladoras, en donde el trasiego de trabajadores era incesante. En el interior de la casucha encontraron varias revistas deportivas, una biografía de Flores Magón, algunas sudaderas, un par de sandalias, dos pares de pantalones cortos y tres fotografías de boxeadores mexicanos, recortadas de una revista y pegadas a la pared donde se arrimaba el colchón, como si Pérez Ochoa, antes de quedarse dormido, hubiera querido grabarse en la retina los rostros y las poses combativas de aquellos campeones.
En julio de 1994 no murió ninguna mujer pero apareció un hombre haciendo preguntas. Llegaba los sábados a mediodía y se marchaba los domingos por la noche o durante la madrugada del lunes. El tipo era de mediana estatura y tenía el pelo negro y los ojos marrones y vestía como vaquero. Empezó dando vueltas, como si tomara medidas, por la plaza principal, pero luego se hizo asiduo de algunas discotecas, en especial de El Pelícano y también del Domino’s. Nunca preguntaba nada directamente. Parecía mexicano, pero hablaba un español con acento gringo, sin demasiado vocabulario, y no entendía los albures aunque al verle los ojos la gente se cuidaba mucho de alburearle.
Decía llamarse Harry Magaña, al menos así escribía su nombre, pero él lo pronunciaba Magana, de tal forma que al oírlo uno entendía Macgana, como si el pinche culero mamón de su propia verga fuera hijo de escoceses. La segunda vez que apareció por el Domino’s preguntó por un tal Miguel o Manuel, un tipo joven, de unos veintipocos años, de una estatura como ésta, de una complexión física como aquélla, un tipo simpático y con cara de buena persona ese tal Miguel o Manuel, pero nadie le supo o le quiso dar una información. Una noche se hizo amigo de uno de los barman de la discoteca y cuando éste salió de trabajar Harry Magaña lo estaba esperando afuera, sentado en su coche. Al día siguiente el barman no pudo ir a trabajar, dizque porque había tenido un accidente.
Cuando al cabo de cuatro días volvió al Domino’s con la cara llena de morados y cicatrices fue el asombro de todos, le faltaban tres dientes, y si se levantaba la camisa para que lo vieran uno podía apreciar un sinfín de cardenales de los colores más vivos tanto en la espalda como en el pecho. Los testículos no los enseñó, pero en el izquierdo aún le quedaba la marca de un cigarrillo.
Por supuesto, le preguntaron qué clase de accidente había tenido y su respuesta fue que la noche de autos había bebido hasta tarde, en compañía de Harry Magaña, precisamente, y que al separarse del gringo y dirigirse rumbo a su domicilio en la calle Tres Vírgenes un grupo de unos cinco gandallas lo había asaltado y propinado tan descomunal madriza. El fin de semana siguiente a Harry Magaña no se le vio por el Domino’s ni por El Pelícano, sino que visitó un local de putas llamado Asuntos Internos, en la avenida Madero Norte, en donde se estuvo un rato bebiendo jaiboles y luego se aposentó en una mesa de billar en donde estuvo jugando con un tipo llamado Demetrio Águila, un grandote de un metro noventa y más de ciento diez kilos de peso, del que se hizo amigo, pues el grandote había vivido en Arizona y en Nuevo México, dedicado siempre a labores de campo, es decir a cuidar ganado, y luego había vuelto a México porque no quería morir lejos de su familia, dijo, aunque después admitió que familia, lo que se dice familia, la mera verdad es que no tenía o tenía muy poca, una hermana que ya debía de andar por los sesenta años y una sobrina que no se había casado nunca y que vivían en Cananea, de donde él también era, pero Cananea se le hacía pequeña, asfixiante, retechica, y a veces necesitaba venir a la gran ciudad que no dormía nunca, y cuando eso pasaba se montaba en su camioneta, sin decirle nada a nadie, o diciéndole a su hermana ahí nos vemos, y se internaba, a la hora que fuera, por la carretera CananeaSanta Teresa, que era una de las carreteras más bonitas que él había visto en su vida, sobre todo de noche, y conducía sin parar hasta Santa Teresa, en donde tenía una casita de lo más cómoda en la calle Luciérnaga, en la colonia Rubén Darío, que pongo a su disposición, amigo Harry, una de las pocas casas viejas que quedaban después de tanto cambio y de tantos programas de reurbanización como se habían llevado a cabo, la mayor parte de las veces mal. Demetrio Águila debía de tener unos sesentaicinco años y a Harry Magaña le pareció una buena persona. A veces se iba a un cuarto con una puta, pero la mayor parte del tiempo prefería beber y mirar. Le preguntó si conocía a una muchacha llamada Elsa Fuentes. Demetrio Águila quiso saber cómo era. Alta como así, dijo Harry Magaña poniendo la mano vertical a un metro sesenta. Pelo rubio teñido.
Bonita. Buenas tetas. La conozco, dijo Demetrio Águila, Elsita, sí, una muchachita muy simpática. ¿Está aquí?, quiso saber Harry Magaña. Demetrio Águila contestó que hacía un rato la había visto en el bailadero. Quiero que me la señale, señor Demetrio, dijo Harry, ¿lo podrá hacer? Faltaría más, amigo. Mientras subían las escaleras hacia la discoteca, Demetrio Águila quiso saber si tenía alguna cuenta pendiente con ella. Harry Magaña negó con la cabeza. Sentada a una mesa, junto a otras dos putas y tres clientes, Elsa Fuentes se reía de algo que una de sus compañeras le había dicho al oído. Harry Magaña apoyó una de sus manos en la mesa y la otra en el cinturón, por la espalda.
Le dijo que se levantara. La puta dejó de reír y levantó la cara para mirarlo bien. Los clientes iban a decir algo pero cuando vieron que detrás de Harry estaba Demetrio Águila optaron por encogerse de hombros. ¿Dónde podemos hablar? Vamos a una habitación, le dijo Elsa en el oído. Cuando subían las escaleras Harry Magaña se detuvo y le dijo a Demetrio Águila que no era necesario que lo acompañara. Pues ni modo, dijo éste y volvió a bajar. En la habitación de Elsa Fuentes todo era rojo, las paredes, el cobertor, las sábanas, la almohada, la lámpara, las bombillas, incluso la mitad de las baldosas. Por la ventana se observaba el bullicio de la Madero-Norte a aquellas horas, llena de coches que circulaban a vuelta de rueda y de gente que desbordaba las aceras, entre los puestos ambulantes de comida y de zumos y los restaurantes baratos que rivalizaban en los precios de los menús exhibidos en grandes pizarras negras que constantemente eran reactualizadas. Cuando Harry Magaña volvió a mirar a Elsa ésta se había quitado la blusa y el sostén.
Pensó que, en efecto, tenía las tetas grandes, pero que aquella noche no le haría el amor. No te desnudes, dijo. La muchacha se sentó en la cama y cruzó las piernas. ¿Tienes cigarrillos?, dijo. Sacó un paquete de Marlboro y le ofreció uno. Fuego, dijo la muchacha en inglés. Encendió una cerilla y se la acercó.
Los ojos de Elsa Fuentes eran de un marrón tan clarito que parecían amarillos como el desierto. Escuincla estúpida, pensó.
Luego le preguntó por Miguel Montes, dónde estaba, qué hacía, la última vez que lo había visto. ¿Así que buscas a Miguel?, dijo la puta. ¿Se puede saber por qué? Harry Magaña no contestó:
se desabrochó el cinturón y luego se lo arrolló en la mano derecha, dejando la hebilla como cascabel. No tengo tiempo, dijo. La última vez que lo vi fue como hace un mes o tal vez dos meses, dijo. ¿En donde trabajaba? En ninguna parte y en todas. Quería estudiar, me parece que iba a una escuela nocturna.
¿De dónde sacaba el dinero? Pues de chambitas esporádicas, dijo la muchacha. A mí no me mientas, dijo Harry Magaña. La muchacha negó con la cabeza y lanzó una voluta de humo al techo. ¿En dónde vivía? No lo sé, siempre se estaba cambiando de casa. El cinturón silbó en el aire y dejó una marca roja en el brazo de la puta. Antes de que ésta pudiera gritar Harry Magaña le tapó la boca con una mano y la tumbó en la cama. Si gritas te mato, dijo. Cuando la puta volvió a incorporarse la marca en el brazo le sangraba. La próxima va a la cara, dijo Harry Magaña. ¿En dónde vivía?
La siguiente muerta apareció en agosto de 1994, en el callejón de Las Ánimas, casi al final, en donde hay cuatro casas abandonadas, cinco si contamos la casa de la víctima. Ésta no era una desconocida, pero, cosa curiosa, nadie supo decir cómo se llamaba. En su casa, donde vivía sola desde hacía tres años, no se encontraron papeles personales ni nada que pudiera llevar a un rápido esclarecimiento de su identidad. Algunas personas, no muchas, sabían que se llamaba Isabel, pero casi todo el mundo la conocía como la Vaca. Era una mujer de complexión fuerte, de un metro sesentaicinco de altura, morena y con el pelo corto y rizado. Su edad debía de rondar los treinta años.
Según algunos de sus vecinos ejercía como puta en un local del centro o de la Madero-Norte. Según otros, la Vaca jamás había trabajado. Sin embargo no se podía decir que careciera de dinero.
En el registro efectuado en su domicilio se encontró la alacena repleta de latas de comida. Tenía, además, un refrigerador (la electricidad, como casi todos los vecinos del callejón, la robaba del tendido eléctrico del municipio) bien surtido de carne, leche, huevos y verduras. En el vestir era descuidada, pero nadie podía afirmar que se pusiera gallitos. Poseía una tele moderna y un aparato de vídeo y se contaron más de sesenta cintas, la mayoría de películas sentimentales o melodramáticas, que había ido comprando en los últimos años de su vida. En la parte de atrás de la casa tenía un pequeño patio lleno de plantas y en un rincón un gallinero de rejilla en donde, aparte del gallo, había diez gallinas. El caso fue llevado a medias por Epifanio Galindo y por el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo, a quienes se añadió como refuerzo Juan de Dios Martínez, sin demasiado entusiasmo por ninguna de las dos partes. La vida de la Vaca, a poco que uno intentara asomar la cabeza en ella, resultaba contradictoria e imprevisible. Según una vieja que vivía al principio del callejón Isabel fue una mujer como ya no quedan muchas. Una mujer de los pies a la cabeza. En cierta ocasión un vecino borracho le estaba pegando a su mujer. Todos los que vivían en el callejón de Las Ánimas oían los gritos, que conforme pasaba el tiempo subían o bajaban de intensidad, como si la mujer apaleada estuviera pariendo, un parto difícil, de esos que suelen acabar con la vida de la madre y la del angelito. Pero la mujer no estaba pariendo, sólo la estaban golpeando. Entonces la vieja sintió unos pasos y se asomó a la ventana.
En la oscuridad del callejón vio la silueta inconfundible de Isabelita. Cualquier otro hubiera seguido caminando hasta su casa, pero ella vio cómo la Vaca se detuvo y se quedaba quieta.
Escuchaba. En ese momento los gritos no eran muy fuertes, pero al cabo de unos minutos el diapasón de éstos volvió a subir, y durante todo ese tiempo, le sonrió la vieja arrugada al policía, la Vaca había permanecido inmóvil, a la espera, como quien va caminando por una calle cualquiera y de pronto oye su canción favorita, la canción más triste del mundo que sale de una ventana. Y la ventana ya está identificada. Lo que sucedió entonces es difícil de creer. La Vaca entró en la casa y cuando volvió a salir traía al hombre cogido de los pelos. Lo vi yo, dijo la vieja, pero posiblemente lo vieron todos, sólo que nadie dijo nada, por vergüenza, supongo. Pegaba como un hombre y si la mujer del borracho no sale de la casa y le pide por el amor de Dios que no lo siguiera golpeando, la Vaca sin duda lo habría matado. Otra vecina atestiguó que era una mujer violenta, que volvía tarde a casa, la mayor parte de las veces bebida, y que luego no se le veía la nariz hasta pasadas las cinco de la tarde.
Epifanio no tardó en establecer una conexión entre la Vaca y dos tipos que últimamente la visitaban, uno de ellos apodado el Mariachi y el otro apodado el Cuervo, quienes muchas veces se quedaban a dormir o iban a buscarla cada día, y otras veces desaparecían como si nunca hubieran existido. Los amigos de la Vaca probablemente eran músicos, no sólo por el alias del primero, sino porque en alguna ocasión los vieron pasar por el callejón con sendas guitarras. Mientras Epifanio empezó a moverse por el centro de Santa Teresa y por la Madero-Norte, en los locales donde se ofrecía música en directo, el judicial Juan de Dios Martínez siguió investigando en el callejón de Las Ánimas.
Las conclusiones que sacó fueron éstas. 1: la Vaca era una buena persona, según la opinión mayoritaria de las mujeres.
2: la Vaca no trabajaba, pero nunca le faltó el dinero. 3: la Vaca podía ser extremadamente violenta y tenía una idea formada, rudimentaria pero idea al fin y al cabo, de lo que estaba bien hecho y de lo que no. 4: alguien le pasaba dinero a la Vaca a cambio de algo. Cuatro días después detuvieron al Mariachi y al Cuervo, que resultaron ser los músicos Gustavo Domínguez y Renato Hernández Saldaña, respectivamente, y tras ser interrogados en la comisaría n.o 3 los dos se declararon autores del asesinato del callejón de Las Ánimas. El detonante del crimen fue, de hecho, una película que la Vaca quería ver y que sus amigos, con sus risotadas, pues ya los tres estaban bastante borrachos, no le dejaban. La Vaca había empezado todo, golpeando con la mano cerrada al Mariachi. El Cuervo, al principio, no quiso inmiscuirse en la pelea, pero cuando vio que la Vaca la emprendía contra él se tuvo que defender. La pelea fue larga y limpia, dijo el Mariachi. La Vaca les había pedido que salieran a la calle para no perjudicar los muebles de la casa y ellos la obedecieron. Ya en la calle la Vaca les advirtió que la pelea iba a ser limpia, sólo con los puños, y ellos accedieron a que así fuera, aunque sabían de la fuerza de su amiga, que no por nada pesaba casi ochenta kilos. Pero no de gordura sino de músculos, dijo el Cuervo. En la calle, en la oscuridad, empezaron a darse en la madre. Estuvieron así cerca de media hora, dando y recibiendo, sin descansar ni un minuto. Cuando la pelea terminó el Mariachi tenía la nariz rota y sangraba de las dos cejas y el Cuervo se dolía de una costilla dizque rota. La Vaca estaba tirada en el suelo. Sólo al intentar jalarla se dieron cuenta de que estaba muerta. El caso se cerró.
Poco después, sin embargo, el judicial Juan de Dios Martínez fue a visitar a los músicos a la penitenciaría de Santa Teresa.
Les llevó cigarrillos y un par de revistas y les preguntó cómo les iba. No nos podemos quejar, jefe, dijo el Mariachi. El judicial les dijo que él tenía algunas amistades en el tambo y que si ellos querían él podía ayudarlos. ¿Y nosotros qué le tenemos que dar a cambio?, dijo el Mariachi. Sólo una información, dijo el judicial.
¿Y qué información es ésa? Muy sencilla. Ustedes eran amigos de la Vaca, amigos íntimos. Yo les hago unas preguntas, ustedes me contestan y eso es todo. Empiece con las preguntitas, dijo el Mariachi. ¿Se acostaban con la Vaca? No, dijo el Mariachi. ¿Y tú? Yo menos, dijo el Cuervo. Ah, caray, dijo el judicial. ¿Y cómo es eso? A la Vaca no le gustaban los machos, ya bastante macha era ella, dijo el Mariachi. ¿Saben su nombre completo?, dijo el judicial. Ni idea, dijo el Mariachi, nosotros le decíamos Vaca y ya está. Ah, caray, qué amigos más íntimos, dijo el judicial. Ésa es la mera verdad, jefe, dijo el Mariachi.
¿Y saben de dónde sacaba el dinero?, dijo el judicial. Eso mero le preguntamos nosotros, jefe, dijo el Cuervo, a ver si por ahí nos sacábamos unos pesos extra, pero la Vaca de eso no habló nunca.
¿Y no tenía ninguna amistad, quiero decir aparte de ustedes y de las rucas del callejón?, dijo el judicial. Pues sí, una vez que íbamos en mi carro me señaló a una amiga, dijo el Mariachi, una chamaquita que trabajaba en una cafetería del centro, nada del otro mundo, más bien flaquita, pero la Vaca me la mostró y me preguntó si había visto alguna vez una mujer tan bonita. Yo le dije que no, para que no le entraran las cóleras, pero en realidad no era nada del otro mundo. ¿Cómo se llama?, dijo el judicial.
No me dijo su nombre, dijo el Mariachi, tampoco me la presentó.
Durante los días en que la policía trabajaba en esclarecer el asesinato de la Vaca Harry Magaña encontró la casa donde vivía Miguel Montes. Un sábado por la tarde se puso a vigilar la casa y al cabo de dos horas, cansado de esperar, forzó la cerradura y entró. La casa sólo tenía una habitación y una cocina y un baño. En las paredes vio fotos de actores y actrices de Hollywood. En un estante, enmarcadas, había dos fotos del propio Miguel, sin duda un muchacho con cara de buena persona, agraciado, de esos que gustan a las mujeres. Revisó todos los cajones. En uno encontró un talonario de cheques y una navaja. Al levantar el colchón de la cama encontró unas revistas y unas cartas. Hojeó todas las revistas. En la cocina, debajo de una alacena, halló un sobre con cuatro fotos tomadas con una cámara Polaroid. En una se veía una casa en medio del desierto, una casa de adobes de apariencia humilde, con un pequeño porche y dos ventanas diminutas. Junto a la casa estaba estacionada una furgoneta con tracción en las cuatro ruedas. En la otra se veía a dos chicas abrazadas por los hombros, con las cabezas ladeadas a la izquierda, que miraban a la cámara con un gesto similar de pasmosa seguridad, como si acabaran de llegar a este planeta o como si ya tuvieran las maletas hechas para irse. Esta foto estaba tomada en una calle con mucha gente, que bien podía ser una de las del centro de Santa Teresa. En la tercera foto se veía una avioneta a un lado de una pista de aterrizaje de tierra, en el desierto. Detrás de la avioneta aparecía un cerro. El resto era plano, sólo arena y matojos. En la última se veía a dos tipos que no miraban a la cámara y que probablemente estaban borrachos o drogados, vestidos con camisas blancas, uno de ellos con un sombrero, que se daban la mano como si fueran grandes amigos. Buscó la cámara Polaroid por todas partes, pero no la halló. Se guardó las fotos, las cartas y la navaja en un bolsillo y tras registrar una vez más la casa se sentó en una silla y se dispuso a esperar. Miguel Montes no volvió esa noche ni la noche siguiente. Pensó que tal vez había tenido que largarse apresuradamente o que tal vez ya estuviera muerto.
Se sintió abatido. Por suerte para él, desde que conociera a Demetrio Águila no se alojaba en una pensión ni en un hotel ni se pasaba las noches insomne recorriendo garitos y bebiendo, sino que se retiraba a dormir a la casa de la calle Luciérnaga, en la colonia Rubén Darío, propiedad de su amigo, quien le había dado una llave. La casita, contra lo que uno podía esperarse, siempre estaba limpia, pero su limpieza, su decoro, carecía de cualquier marca femenina: era una limpieza estoica, carente de gracia, como la limpieza que exhiben las celdas de una cárcel o las de un monasterio, una limpieza que caminaba hacia la carencia, no hacia la abundancia. A veces, al volver, encontraba a Demetrio Águila preparándose un café de olla en la cocina y ambos se sentaban en la sala y se ponían a hablar. Conversar con el mexicano lo calmaba. El mexicano hablaba de la época en que había sido vaquero en el rancho Triple T y de las diez maneras que existían de embridar un potro salvaje. En ocasiones Harry le preguntaba por qué no se iba con él a Arizona y el mexicano le contestaba que era lo mismo, Arizona, Sonora, Nuevo México, Chihuahua, todo es lo mismo, y Harry se quedaba pensando y al final no podía aceptar que fuera igual, pero le daba tristeza contradecir a Demetrio Águila, y no lo hacía.
Otras veces salían juntos y el mexicano podía ver de cerca los métodos que empleaba el gringo, cuya dureza en principio no le gustaba, pero que encontraba justificada. Aquella noche, al volver a la casa de la calle Luciérnaga, Harry lo encontró levantado y mientras preparaba café le dijo que creía que su última pista se había esfumado. Demetrio Águila no le contestó nada.
Sirvió el café e hizo huevos revueltos con tocino. Los dos se pusieron a comer en silencio. Yo creo que nada se esfuma, dijo el mexicano. Hay gente y también hay animales e incluso cosas que, por una u otra causa, a veces dan la impresión de querer esfumarse, de querer desaparecer. Aunque tú no lo creas, Harry, a veces una piedra quiere desaparecer, yo lo he visto.
Pero Dios no lo permite. No lo permite porque no puede permitirlo.
¿Tú crees en Dios, Harry? Sí, señor Demetrio, dijo Harry Magaña. Pues entonces confía en Dios, él no permite que nada se esfume.
Por aquellos días Juan de Dios Martínez aún seguía acostándose cada quince días con la doctora Elvira Campos. A veces al judicial le parecía un milagro que la relación todavía se mantuviera. Con dificultades, con malentendidos, pero seguían juntos. En la cama, eso creía, la atracción era mutua. Nunca había deseado tanto a una mujer como la deseaba a ella. Si de él hubiera dependido se habría casado con la directora sin pensarlo dos veces. En ocasiones, cuando llevaba muchos días sin verla, se ponía a darle vueltas a la diferencia cultural que los separaba y que él veía como el principal obstáculo entre ambos.
A la directora le gustaba el arte y era capaz de ver una pintura y saber cuál era el pintor, por ejemplo. Los libros que leía a él ni le sonaban. La música que escuchaba a él sólo le provocaba un sopor agradable y al poco rato sólo tenía ganas de dormir y descansar, algo que, por otra parte, se cuidaba de hacer en casa de ella. Incluso la comida que le gustaba a la directora era diferente de la comida que le gustaba a él. Trató de adaptarse a la nueva situación y a veces iba a una tienda de discos y compraba música de Beethoven y Mozart, que luego escuchaba a solas en su casa. Generalmente se dormía. Sus sueños, sin embargo, eran plácidos y felices. Soñaba que Elvira Campos y él vivían juntos en una cabaña de la sierra. En la cabaña no había electricidad ni agua corriente ni nada que recordara a la civilización.
Dormían sobre la piel de un oso y cubiertos por la piel de un lobo. Y Elvira Campos a veces se reía, muy fuerte, cuando salía a correr por el bosque y él no la podía ver.
Vamos a leer las cartas, Harry, dijo Demetrio Águila. Yo te las leo todas las veces que haga falta. La primera carta era de un antiguo amigo de Miguel que vivía en Tijuana, aunque el sobre carecía de remitente, y era un compendio de recuerdos acerca de los días felices que ambos habían vivido juntos. Hablaba de béisbol, de fulanas, de coches robados, de peleas, de alcohol, y se mencionaban de pasada por lo menos cinco delitos por los que Miguel Montes y su amigo se hubieran hecho acreedores a penas de cárcel. La segunda carta era de una mujer. El matasellos era de la propia Santa Teresa. La mujer le reclamaba dinero y le urgía a un rápido pago. De lo contrario atente a las consecuencias, decía. La tercera carta, a juzgar por la letra, ya que tampoco estaba firmada, era de la misma mujer, a quien Miguel aún no había satisfecho su deuda, que le decía que ya sólo tenía tres días para aparecer, por donde tú sabes, con el dinero en la mano, o de lo contrario, y aquí según Demetrio Águila y también según Harry Magaña se advertía un punto de simpatía, el punto de simpatía femenina de la que Miguel siempre anduvo, incluso en los peores momentos, sobrado, la mujer le recomendaba que se largara de la ciudad lo antes posible y sin decirle nada a nadie. La cuarta carta era de otro amigo y posiblemente, pues el matasellos era ilegible, venía de Ciudad de México. El amigo, un norteño recién llegado a la capital, le comentaba sus impresiones de la gran ciudad: hablaba del metro, que comparaba a la fosa común, de la frialdad de los chilangos, que vivían de espaldas a todo, de la dificultad de movimientos, pues en el DF de nada valía tener un carro chido puesto que los embotellamientos eran permanentes, de la contaminación y de lo feas que eran las mujeres. Sobre esto hacía algunas bromas de mal gusto. La última carta era de una muchacha de Chucarit, cerca de Navojoa, en el sur de Sonora, y se trataba, como era predecible, de una carta de amor. Decía que por supuesto lo esperaría, que tenía paciencia, que aunque se moría de ganas de verlo el primer paso tenía que darlo él y que ella no tenía ninguna prisa. Parece la carta de una novia de pueblo, dijo Demetrio Águila. Chucarit, dijo Harry Magaña. Tengo la corazonada de que nuestro hombre nació allí, señor Demetrio.
Pues mire usted por dónde, yo diría lo mismo, dijo Demetrio Águila.
A veces Juan de Dios Martínez se ponía a pensar en lo mucho que le gustaría saber más cosas de la vida de la directora.
Por ejemplo, sus amistades. ¿Quiénes eran sus amigos? Él no conocía a ninguno, sólo a algunos empleados del centro psiquiátrico, a quienes la directora trataba con amabilidad pero también guardando las distancias. ¿Tenía amigos? Él suponía que sí, aunque ella nunca hablaba de eso. Una noche, después de hacer el amor, le dijo que quería saber más cosas de su vida.
La directora le dijo que ya sabía más que suficiente. Juan de Dios Martínez no insistió.
La Vaca murió en agosto de 1994. En octubre encontraron a la siguiente muerta en el nuevo basurero municipal, un vertedero infecto de tres kilómetros de largo por uno y medio de ancho situado en una hondonada al sur de la barranca El Ojito, en un desvío de la carretera a Casas Negras, a la que diariamente acudía una flota de más de cien camiones a dejar su carga.
Pese a su tamaño, el basurero se estaba haciendo pequeño y ya se hablaba, ante la proliferación de basureros clandestinos, de hacer otro nuevo en los alrededores de Casas Negras o al oeste de aquella población. La muerta tenía entre quince y diecisiete años, según el forense, aunque el juicio final prefirieron dejárselo al patólogo, que la examinó tres días después, y que coincidió con su colega. Había sido violada por vía anal y vaginal y posteriormente estrangulada. Medía un metro y cuarentaidós centímetros. Los rebuscadores que la encontraron dijeron que iba vestida con un sostén, una falda de mezclilla azul y zapatillas de deporte marca Reebok. Al llegar la policía el sostén y la falda de mezclilla azul ya no estaban por ninguna parte.
En el dedo anular de su mano derecha llevaba un anillo dorado con una piedra negra y con el nombre de una academia de inglés del centro de la ciudad. Se la fotografió y luego la policía visitó la academia de lenguas, pero nadie reconoció a la muerta. La foto apareció publicada en El Heraldo del Norte y en La Voz de Sonora, con el mismo resultado. Los judiciales José Márquez y Juan de Dios Martínez interrogaron durante tres horas al director de la escuela y al parecer se les fue la mano en el interrogatorio, por lo que el abogado del director interpuso una demanda por malos tratos. La demanda no prosperó pero ambos se hicieron merecedores de una amonestación del delegado y del jefe de policía. Se cursó también un informe sobre su conducta al jefe de la policía judicial en Hermosillo. Dos semanas después el cuerpo de la desconocida pasó a engrosar la reserva de cadáveres de los estudiantes de Medicina de la Universidad de Santa Teresa.
A veces el judicial Juan de Dios Martínez se sorprendía de lo bien que sabía coger Elvira Campos y de lo inagotable que era en la cama. Coge como si se fuera a morir, pensaba. En más de una ocasión le hubiera gustado decirle que no era necesario, que no se esforzara, que él, con tal de sentirla cerca, sólo rozándola, ya se daba por satisfecho, pero la directora, cuando se trataba de sexo, era práctica y efectiva. Mi reina, le decía a veces Juan de Dios Martínez, mi tesoro, mi amor, y ella, en la oscuridad, le decía que se callara y le sorbía hasta la última gota ¿de su semen?, ¿de su alma?, ¿de la poca vida que entonces él creía que le quedaba? Hacían el amor, por expreso deseo de ella, en una semipenumbra. Tentado estaba a veces de encender la luz y contemplarla, pero el deseo de no contrariarla lo refrenaba.
No enciendas la luz, le dijo ella en una ocasión, y él pensó que Elvira Campos le podía leer el pensamiento.
En noviembre, en el segundo piso de un edificio en construcción, unos albañiles encontraron el cuerpo de una mujer de aproximadamente treinta años, de un metro cincuenta, morena, con el pelo teñido de rubio, con dos coronas de oro en la dentadura, vestida únicamente con un suéter y un hot-pant o short o pantalón corto. Había sido violada y estrangulada. No tenía papeles. El edificio en construcción estaba en la calle Alondra, en la colonia Podestá, un lugar de la zona alta de Santa Teresa. Por esa razón los obreros no se quedaban a dormir allí, como era usual en otras construcciones. Por las noches el edificio era vigilado por un guardia jurado. Al ser interrogado éste confesó que, contra lo que establecía su contrato, por las noches solía dormir, ya que durante el día trabajaba en una maquiladora, y que algunas noches permanecía en la obra hasta las dos de la mañana y luego se iba a su casa, sita en la avenida Cuauhtémoc, a la altura de la colonia San Damián. El interrogatorio fue duro, lo llevó el ayudante del jefe, Epifanio Galindo, pero ya desde el primer momento se veía que el vigilante decía la verdad. Se supuso, no sin cierta lógica, que la desconocida era una recién llegada, y que en alguna parte debía de existir una maleta con su ropa. A tal fin se investigó en algunas pensiones y hoteles del centro, pero ninguno había echado en falta a ningún cliente. Su foto salió publicada en los periódicos de la ciudad, con nulo resultado: o bien nadie la conocía o bien la foto no era buena o bien nadie quería verse envuelto en problemas con la policía. Se cotejaron las denuncias de desaparición llegadas desde otros estados de la república, pero ninguna coincidía con la muerta aparecida en el edificio de la calle Alondra. Sólo una cosa quedó clara o al menos le quedó clara a Epifanio: la muerta no era del barrio, la muerta no había sido estrangulada y violada en el barrio, ¿por qué entonces deshacerse de su cadáver en la zona alta de la ciudad, en calles que la policía o los agentes de seguridad privados patrullaban con esmero durante las noches?, ¿por qué ir a arrojar el cadáver allí, al segundo piso de un edificio en construcción, con el riesgo que ello implicaba, incluido el de caerse por las escaleras aún sin pasamanos, cuando lo más lógico era tirarla en el desierto o por los alrededores de un basurero? Durante dos días lo pensó.
Mientras comía, mientras oía a sus compañeros hablar de deportes o de mujeres, mientras conducía el coche de Pedro Negrete, mientras dormía. Hasta que decidió que por más que lo pensara no iba a hallar una solución satisfactoria, y entonces dejó de pensar en ello.
A veces el judicial Juan de Dios Martínez tenía ganas, sobre todo en sus días libres, de salir a pasear con la directora. Es decir:
tenía ganas de mostrarse públicamente con ella, de ir a comer a un restaurante del centro, ni barato ni muy caro, un restaurante normal adonde iban las parejas normales y en donde seguro que encontraría a algún conocido, al cual le presentaría a la directora de forma natural, casual, sin aspavientos, ésta es mi novia, Elvira Campos, médico psiquiatra. Después de comer probablemente irían a casa de ella a hacer el amor y luego la siesta. Y por la noche volverían a salir, en el BMW de ella o en el Cougar de él, al cine o a tomar un refresco en algún restaurante al aire libre o a bailar en alguno de los muchos locales que había en Santa Teresa. Chingados, la felicidad perfecta, pensaba Juan de Dios Martínez. Elvira Campos, por el contrario, no quería ni oír hablar de una relación pública. Llamadas telefónicas al centro psiquiátrico sí, a condición de que fueran breves.
Encuentros personales cada quince días. Un vaso de whisky o de vodka Absolut y paisajes nocturnos. Despedidas esterilizadas.
En el mismo mes de noviembre de 1994 se encontró en un lote baldío el cadáver medio quemado de Silvana Pérez Arjona.
Tenía quince años y era delgada, morena, de un metro sesenta de altura. El pelo de color negro le caía por debajo de los hombros, aunque cuando su cadáver fue encontrado tenía la mitad del cabello chamuscado. Su cuerpo fue hallado por unas mujeres de la colonia Las Flores que habían instalado sus tendederos de ropa en el borde del baldío, y que fueron quienes dieron aviso a la Cruz Roja. La ambulancia la conducía un tipo de unos cuarentaicinco años y lo acompañaba un camillero no mayor de veinte que parecía su hijo. Cuando llegó la ambulancia el tipo de más edad preguntó a las mujeres y a los curiosos que se arremolinaban alrededor del cadáver si alguien conocía a la muerta. Algunos desfilaron delante de ésta y le miraron el rostro y negaron con la cabeza. Nadie la conocía. Entonces si yo fuera ustedes me iría, amigos, dijo el camillero de más edad, porque la tirana querrá interrogarlos a todos. Lo dijo sin alzar el tono, pero la voz se corrió y todos se retiraron. A simple vista en el lote baldío ya no había nadie pero los dos camilleros se sonrieron porque sabían que la gente los miraba desde sus escondites.
Mientras uno de ellos, el joven, daba desde la radio de la ambulancia el parte a la policía, el que tenía más edad se internó a pie por las calles de tierra de la colonia Las Flores hasta un sitio en donde vendían tacos y cuya propietaria lo conocía.
Pidió seis de carnita, tres con crema y tres sin crema, los seis bien picantes, y dos latas de Coca-Cola. Luego pagó y volvió caminando sin prisas hasta la ambulancia, en donde el que parecía su hijo estaba leyendo, apoyado en el guardabarros, un cómic. Cuando llegó la policía ambos habían terminado de comer y fumaban. Durante tres horas el cadáver permaneció en el lote baldío. Según el forense había sido violada. Dos certeras cuchilladas en el corazón causaron su muerte. Después el asesino intentó quemarla para borrar sus huellas, pero por lo visto el asesino era un chapucero o le habían vendido agua por gasolina o le había dado un pasmón. Al día siguiente se supo que la muerta se llamaba Silvana Pérez Arjona, operaria en una maquiladora del parque industrial General Sepúlveda, no muy lejos de donde su cuerpo había sido hallado. Hasta hacía un año Silvana vivía con su madre y cuatro hermanos, todos trabajadores en diversas maquiladoras de la ciudad. Ella era la única que estudiaba, en la escuela secundaria Profesor Emilio Cervantes, en la colonia Lomas del Toro. Por motivos económicos, sin embargo, tuvo que dejar de estudiar y una de sus hermanas le consiguió trabajo en la maquiladora HorizonW amp;E, en donde conoció al trabajador Carlos Llanos, de treintaicinco años, del que se hizo novia y con el que finalmente se fue a vivir a la casa de éste, en la calle Prometeo. Según sus amigos, Llanos era un hombre afable, un poco bebedor, pero sin exagerar, y que en sus ratos de ocio leía libros, algo muy poco usual y que contribuía a dotarlo con un aura extraordinaria. Según la madre de Silvana, fue esta característica de Llanos la que sedujo a su hija, que hasta entonces ni siquiera había tenido novio a excepción de algún que otro escarceo inocente en la escuela. La relación duró siete meses. Llanos leía, sí, y a veces ambos se sentaban en la salita de su casa y comentaban sus lecturas, pero más que leer bebía y era un hombre extremadamente celoso e inseguro. Durante las visitas a su madre Silvana en alguna ocasión le contó que Llanos le pegaba. A veces se pasaban horas abrazadas, madre e hija, llorando y sin encender la luz del cuarto. La detención de Llanos no ofreció la más mínima dificultad y en ella participó Lalo Cura por primera vez. Aparecieron dos coches de la policía de Santa Teresa, llamaron a la puerta, Llanos abrió, lo redujeron a patadas sin decir una palabra, le pusieron las esposas y se lo llevaron a comisaría, en donde intentaron enjaretarle el asesinato de la desconocida de la calle Alondra o, al menos, el de la desconocida encontrada en el nuevo basurero municipal, pero no hubo manera, la propia Silvana Pérez era su coartada, pues con ella había sido visto en tales fechas, paseándose muy orondo por el raquítico parque de la colonia Carranza, en donde había habido feria y él y Silvana fueron vistos incluso por la parentela de ésta. En lo que respecta a las noches, hasta hacía apenas una semana las había malgastado en turnos nocturnos en la maquiladora y sus compañeras y compañeros podían dar fe de ello. Del asesinato de Silvana se declaró culpable y sólo sentía el haber intentado quemarla. Era retechula mi Silvana, dijo, y no se merecía esa salvajada.
También por aquellos días apareció en la televisión de Sonora una vidente llamada Florita Almada, a la que sus seguidores, que no eran muchos, apodaban la Santa. Florita Almada tenía setenta años y desde hacía relativamente poco, diez años, había recibido la iluminación. Veía cosas que nadie más veía.
Oía cosas que nadie más oía. Y sabía buscar una interpretación coherente para todo lo que le sucedía. Antes que vidente fue yerbatera, que era su verdadero oficio, según decía, pues vidente significaba alguien que veía y ella a veces no veía nada, las imágenes eran borrosas, el sonido defectuoso, como si la antena que le había crecido en el cerebro estuviera mal puesta o la hubieran agujereado en una balacera o fuera de papel aluminio y el viento hiciera con ella lo que le venía en gana. Así que, aunque se reconocía vidente o dejaba que sus seguidores la reconocieran como tal, ella les tenía más fe a las hierbas y a las flores, a la comida sana y a la oración. A las personas con presión arterial alta les recomendaba que dejaran de comer huevos y queso y pan blanco, por ejemplo, porque eran alimentos con mucho sodio y el sodio atrae el agua, lo que hace que aumente el volumen de sangre y por consiguiente que aumente la presión arterial. Más claro que el agua, decía Florita Almada. Por mucho que a uno le guste desayunar huevos rancheros o huevos a la mexicana, si sufre hipertensión arterial lo mejor es que deje de comer huevos. Y si uno ha dejado de comer huevos, también puede dejar de comer carne y pescados, y puede dedicarse a comer sólo arroz y fruta. Eso es buenísimo para la salud, el arroz y la fruta, sobre todo cuando uno ya ha pasado los cuarenta años. También hablaba contra el consumo excesivo de grasas. La ingesta total de grasas, decía, no debe pasar jamás del veinticinco por ciento del total del aporte energético de la alimentación.
Lo ideal es que el consumo de grasas se estabilice entre el quince por ciento y el veinte por ciento. Pero la gente que tiene trabajo puede consumir hasta un ochenta o un noventa por ciento de grasas, y si el trabajo es más o menos estable el consumo de grasas sube hasta un ciento por ciento, lo que resulta abominable, decía. Por el contrario, el consumo de grasas entre los que carecían de trabajo estaba entre el treinta por ciento y el cincuenta por ciento, lo que bien mirado también era una desgracia, pues esa pobre gente no sólo estaba subalimentada sino que encima estaba mal subalimentada, si se me entiende lo que quiero decir, decía Florita Almada, en realidad estar subalimentado ya es una desgracia en sí, y estar mal subalimentado poco añade y poco quita a esa desgracia, tal vez me he expresado mal, lo que quiero decir es que es más sana una tortilla con chile que unos chicharrones de perro o de gato o puede que de rata, decía como pidiendo perdón. Por otra parte, estaba en contra de las sectas y de los curanderos y de los seres viles que estafaban al pueblo. La botanomancia o el arte de adivinar el futuro por medio de los vegetales le parecía una tomadura de pelo. No obstante sabía de lo que hablaba y una vez le explicó a un curandero de tres al cuarto las diversas ramas en las que se dividía este arte adivinatorio, a saber, la botanoscopia, que se basa en las formas, movimientos y reacciones de las plantas, subdividida a su vez en la cromiomancia y la licnomancia, cuyo principio es la cebolla o los capullos de flores que germinarán o florecerán, la dendromancia, vinculada a la interpretación de los árboles, la filomancia, o estudio de las hojas, y la xilomancia, que también es parte de la botanoscopia, y que es la adivinación sobre la madera y ramas de los árboles, lo cual, decía, es bonito, es poético, pero no para adivinar el futuro sino para poner paz en algunos episodios del pasado y para alimentar y serenar el presente. Luego venía la botanomancia cleromántica, subdividida entre la quiamobolía, que se practica con varias habas blancas y una negra, y donde también están encuadradas las disciplinas de la rabdomancia y la palomancia, para las que se emplean varillas de madera y contra las que ella nada tenía y de las que nada, por lo tanto, podía decir. Luego venía la farmacología vegetal, es decir, el empleo de plantas alucinógenas y alcaloides, y contra los cuales ella tampoco tenía nada que decir. Allá cada cual con su cabeza. Hay gente a la que le va bien y hay gente, sobre todo jóvenes holgazanes y más bien viciosos, a la que no le va bien. Ella prefería no decir ni que sí ni que no. Luego venía la botanomancia meteorológica, que ésa sí que era interesante pero que muy poca gente, contados con los dedos de una mano, dominaba, que se basaba en la observación de las reacciones de las plantas. Por ejemplo: si la adormidera levanta las hojas hará buen tiempo. Por ejemplo: si un álamo se echa a temblar algo inesperado va a ocurrir. Por ejemplo: si esa flor chiquita, de hojitas blancas y corola amarilla diminuta, llamada el pijulí, inclina la cabeza, es que hará calor.
Por ejemplo: si esa otra flor, esa que tiene hojas amarillentas y a veces rosadas y que en Sonora la llaman, no sé por qué, el alcanfor, y que en Sinaloa la llaman pico de cuervo porque parece, vista de lejos, un pájaro zumbón, cierra los pétalos, la muy viva, es que va a llover. Luego, finalmente, viene la radiestesia, en la cual antes se empleaba un bastón de avellano que ha sido sustituido por un péndulo, disciplina de la cual Florita Almada no tenía nada que decir. Cuando uno sabe, sabe, y cuando no sabe lo mejor es aprender. Y, mientras tanto, no decir nada, a menos que lo que uno diga esté encaminado a hacer más claro el aprendizaje. Su vida misma, según explicaba, había sido un aprendizaje constante. No aprendió a leer ni a escribir hasta los veinte años, por poner un número redondo. Había nacido en Nácori Grande y no pudo ir a la escuela como una niña normal porque su madre era ciega y a ella le tocó cuidarla. De sus hermanos, de los que guardaba un recuerdo vago y cariñoso, no sabía nada. El vendaval de la vida se los fue llevando a las cuatro esquinas de México y posiblemente ya estaban bajo tierra.
Su infancia, pese a las estrecheces y a las desventuras propias de una familia campesina, fue feliz. Me encantaba el campo, decía, aunque ahora me molesta un poco porque me he desacostumbrado de los bichos. La vida en Nácori Grande, aunque a muchos les cueste creerlo, podía ser en ocasiones muy intensa. Cuidar a la madre ciega podía ser divertido. Cuidar a las gallinas podía ser divertido. Lavar la ropa podía ser divertido. Hacer la comida podía ser divertido. Lo único que lamentaba era no haber ido a la escuela. Después se mudaron, por causas que no venía al caso ventilar, a Villa Pesqueira, en donde murió su madre y en donde ella, al cabo de ocho meses del deceso, se casó con un hombre al que casi no conocía, una persona trabajadora y honrada y respetuosa con todo el mundo, un hombre bastante mayor que ella, dicho sea de paso, que en el momento de ir a la iglesia tenía treintaiocho años y ella sólo diecisiete, es decir un hombre ¡veintiún años mayor!, dedicado a la compraventa de animales, mayormente cabras y ovejas aunque de vez en cuando también vendía o compraba ganado vacuno e incluso porcino, y que por tales circunstancias laborales debía viajar constantemente por los pueblos de la zona, como San José de Batuc, San Pedro de la Cueva, Huépari, Tepache, Lampazos, Divisaderos, Nácori Chico, El Chorro y Napopa, por caminos de terracería o por sendas de animales y por atajos que bordeaban aquellas montañas intrincadas. El negocio no le iba mal. A veces ella lo acompañaba en alguno de sus viajes, no muchos, porque estaba mal visto que un comerciante de ganado viajara con una mujer, sobre todo si era su propia mujer, pero en alguno sí que lo acompañó. Era una oportunidad única para ver mundo. Para fijarse en otros paisajes, que aunque parecían el mismo, si uno los miraba bien, con los ojos bien abiertos, resultaban a la postre muy distintos de los paisajes de Villa Pesqueira. Cada cien metros el mundo cambia, decía Florita Almada. Eso de que hay lugares que son iguales a otros es mentira. El mundo es como un temblor. Por supuesto, a ella le hubiera gustado tener hijos, pero la naturaleza (la naturaleza en general o la naturaleza de su marido, decía riéndose) le privó de tal responsabilidad. El tiempo que le hubiera dedicado a su bebé lo empleó en estudiar. ¿Quién le enseñó a leer?
Me enseñaron los niños, afirmaba Florita Almada, no hay mejores maestros que ellos. Los niños, con sus silabarios, que iban a su casa a que les diera pinole. Así es la vida, justo cuando ella creía que se desvanecían para siempre las posibilidades de estudiar o de retomar los estudios (vana esperanza, en Villa Pesqueira creían que Escuela Nocturna era el nombre de un burdel en las afueras de San José de Pimas), aprendió, sin grandes esfuerzos, a leer y a escribir. A partir de ese momento leyó todo lo que caía en sus manos. En un cuaderno anotó las impresiones y pensamientos que le produjeron sus lecturas. Leyó revistas y periódicos viejos, leyó programas políticos que cada cierto tiempo iban a tirar al pueblo jóvenes de bigotes montados en camionetas y periódicos nuevos, leyó los pocos libros que pudo encontrar y su marido, después de cada ausencia traficando con animales en los pueblos vecinos, se acostumbró a traerle libros que en ocasiones compraba no por unidad sino por peso. Cinco kilos de libros. Diez kilos. Una vez llegó con veinte kilos.
Y ella no dejó ni uno sin leer y de todos, sin excepción, extrajo alguna enseñanza. A veces leía revistas que llegaban de Ciudad de México, a veces leía libros de historia, a veces leía libros de religión, a veces leía libros léperos que la hacían enrojecer, sola, sentada a la mesa, iluminadas las páginas por un quinqué cuya luz parecía bailar o adoptar formas demoniacas, a veces leía libros técnicos sobre el cultivo de viñedos o sobre construcción de casas prefabricadas, a veces leía novelas de terror y de aparecidos, cualquier tipo de lectura que la divina providencia pusiera al alcance de su mano, y de todos ellos aprendió algo, a veces muy poco, pero algo quedaba, como una pepita de oro en una montaña de basura, o para afinar la metáfora, decía Florita, como una muñeca perdida y reencontrada en una montaña de basura desconocida. En fin, ella no era una persona instruida, al menos no tenía lo que se dice una educación clásica, por lo que pedía perdón, pero tampoco se avergonzaba de ser lo que era, pues lo que Dios quita por un lado la Virgen lo repone por el otro, y cuando eso pasa uno tiene que estar en paz con el mundo. Así pasaron los años. Su marido, por esas cosas misteriosas que algunos llaman simetría, un día se quedó ciego. Por suerte ella ya tenía experiencia en el cuidado de invidentes y los últimos años del comerciante de animales fueron plácidos, pues su mujer lo cuidó con eficiencia y cariño. Después se quedó sola y ya para entonces había cumplido cuarentaicuatro años.
No se volvió a casar, no porque le faltaran pretendientes, sino porque le halló el gusto a la soledad. Lo que hizo fue comprarse un revólver calibre 38, porque la escopeta que su marido le dejó en herencia se le antojó poco manejable, y seguir, de momento, los negocios de compra y venta de animales. Pero el problema, explicaba, es que para comprar y sobre todo para vender animales era necesaria una cierta sensibilidad, una cierta educación, una cierta propensión a la ceguera que ella de ningún modo poseía. Viajar con los animales por las trochas del monte era muy bonito, subastarlos en el mercado o en el matadero era un horror. Así que al poco tiempo abandonó el negocio y siguió viajando, en compañía del perro de su difunto marido y de su revólver y a veces de sus animales, que empezaron a envejecer con ella, pero esta vez lo hacía como curandera trashumante, de las tantas que hay en el bendito estado de Sonora, y durante los viajes buscaba hierbas o escribía pensamientos mientras los animales pastaban, como hacía Benito Juárez cuando era un niño pastor, ay, Benito Juárez, qué gran hombre, qué recto, qué cabal, pero también qué niño más encantador, de esa parte de su vida se hablaba poco, en parte porque poco se sabía, en parte porque los mexicanos saben que cuando hablan de niños suelen decir tonterías o cursiladas. Ella, por si no lo sabían, tenía algunas cosas que decir al respecto. De los miles de libros que había leído, entre ellos libros sobre historia de México, sobre historia de España, sobre historia de Colombia, sobre historia de las religiones, sobre historia de los papas de Roma, sobre los progresos de la NASA, sólo había encontrado unas pocas páginas que retrataban con total fidelidad, con absoluta fidelidad, lo que debió de sentir, más que pensar, el niño Benito Juárez cuando salía, a veces, como es normal, por varios días con sus noches, a buscar zonas de pastura para el rebaño.
En esas páginas de un libro con tapas amarillas se decía todo con tanta claridad que a veces Florita Almada pensaba que el autor había sido amigo de Benito Juárez y que éste le había confidenciado al oído las experiencias de su niñez. Si es que eso es posible. Si es que es posible transmitir lo que se siente cuando cae la noche y salen las estrellas y uno está solo en la inmensidad, y las verdades de la vida (de la vida nocturna) empiezan a desfilar una a una, como desvanecidas o como si el que está a la intemperie se fuera a desvanecer o como si una enfermedad desconocida circulara por la sangre y nosotros no nos diéramos cuenta. ¿Qué haces, luna, en el cielo?, se pregunta el pastorcillo en el poema. ¿Qué haces, silenciosa luna? ¿Aún no estás cansada de recorrer los caminos del cielo? Se parece tu vida a la del pastor, que sale con la primera luz y conduce el rebaño por el campo. Después, cansado, reposa de noche. Otra cosa no espera.
¿De qué le sirve la vida al pastor, y a ti la tuya? Dime, se dice el pastor, decía Florita Almada con la voz transportada, ¿adónde tiende este vagar mío, tan breve, y tu curso inmortal?
Al dolor nace el hombre y ya hay riesgo de muerte en el nacer, decía el poema. Y también: Pero ¿por qué alumbrar, por qué mantener vivo a quien, por nacer, es necesario consolar? Y también:
Si la vida es desventura, ¿por qué continuamos soportándola?
Y también: Intacta luna, tal es el estado mortal. Pero tú no eres mortal y acaso cuanto digo no comprendas. Y también, y contradictoriamente: Tú, solitaria, eterna peregrina, tan pensativa, acaso bien comprendas este vivir terreno, nuestra agonía y nuestros sufrimientos; acaso sabrás bien de este morir, de esta suprema palidez del semblante, y faltar de la tierra y alejarse de la habitual y amorosa compañía. Y también: ¿Qué hace el aire infinito y la profunda serenidad sin fin? ¿Qué significa esta inmensa soledad? ¿Y yo qué soy? Y también: Yo sólo sé y comprendo que de los eternos giros y de mi frágil ser otros hallarán bienes y provechos. Y también: Mi vida es mal tan sólo. Y también:
Viejo, canoso, enfermo, descalzo y casi sin vestido, con la pesada carga a las espaldas, por calles y montañas, por rocas y por playas y por brañas, al viento, con tormenta, cuando se enciende el día y cuando hiela, corre, corre anhelante, cruza estanques, corrientes, cae, se levanta y se apresura siempre, sin reposo ni paz, herido, ensangrentado, hasta que al fin se llega allá donde el camino y donde tanto afán al fin se acaba: horrible, inmenso abismo donde al precipitarse todo olvida. Y también:
Oh, virgen luna, así es la vida mortal. Y también: Oh, rebaño mío que reposas acaso ignorando tu miseria, ¡cuánta envidia te tengo! No sólo porque de afanes te encuentras libre y todo sufrimiento, todo daño, cada temor extremo pronto olvidas, acaso porque nunca sientes tedio. Y también: Cuando a la sombra y en la hierba tú descansas estás dichoso y sosegado y la mayoría del año vives en tal estado sin hastío. Y también: Yo a la sombra me siento, sobre el césped, y de hastío se llena mi mente, como si sintiese un aguijón. Y también: Y ya nada deseo y razón de llorar nunca he tenido. Y llegada a este punto, y después de suspirar profundamente, Florita Almada decía que se podían sacar varias conclusiones. 1: que los pensamientos que atenazan a un pastor pueden fácilmente desbocarse pues eso es parte de la naturaleza humana. 2: que mirar cara a cara al aburrimiento era una acción que requería valor y que Benito Juárez lo había hecho y que ella también lo había hecho y que ambos habían visto en el rostro del aburrimiento cosas horribles que prefería no decir. 3: que el poema, ahora se acordaba, no hablaba de un pastor mexicano, sino de un pastor asiático, pero que para el caso era lo mismo, pues los pastores son iguales en todas partes. 4: que si bien era cierto que al final de todos los afanes se abría un abismo inmenso, ella recomendaba, para empezar, dos cosas, la primera no engañar a la gente, y la segunda tratarla con corrección. A partir de ahí, se podía seguir hablando.
Y eso era lo que ella hacía, escuchar y hablar, hasta el día en que Reinaldo fue a verla a su casa para hacerle una consulta sobre un amor que lo había abandonado, y se fue de allí con una dieta para adelgazar y con unas hierbas para infusiones que le calmaron los nervios y con otras hierbas aromáticas que ocultó en los rincones de su departamento y que le dieron a éste un olor como de iglesia y de nave espacial al mismo tiempo, tal como decía Reinaldo a los amigos que lo iban a visitar, un olor divino, un olor que relaja y alegra el alma, si hasta daban ganas de oír música clásica, ¿no les parece?, y los amigos de Reinaldo empezaron a insistirle en que les presentara a Florita, ay, Reinaldo, necesito a Florita Almada, primero uno y después otro y otro, como una sucesión de penitentes con sus capuchas moradas o bermellón chingón o ajedrezadas, y Reinaldo cavilaba en los beneficios y perjuicios que eso podía representarle, bueno, muchachos, me convencieron, les voy a presentar a Florita, y cuando Florita los vio, un sábado por la noche, en el departamento de Reinaldo engalanado para la ocasión hasta con una piñata que no venía a cuento en la terraza, no hizo ningún gesto feo o de desagrado, más bien dijo cómo es que se han molestado tanto por mí, los canapés excelentes, ¿quién los preparó para felicitarlo?, el pastel delicioso, no había comido uno así en mi vida, ¿era de piña, verdad?, los refrescos naturales y recién hechos, la disposición de la mesa irreprochable, qué muchachos más encantadores, qué muchachos más delicados, si hasta me han traído regalos, ni que fuera mi cumpleaños, y luego se fue a la habitación de Reinaldo y los muchachos fueron pasando uno por uno, a contarle sus cuitas, y los que entraron cuitados salieron esperanzados, esta mujer es un tesoro, Reinaldo, esta mujer es una santa, yo me puse a llorar y ella lloró conmigo, yo no encontraba palabras y ella adivinó mis penas, a mí me recomendó la ingesta de glicósidos azufrados, dizque porque estimulan el epitelio renal y son diuréticos, a mí me recomendó seguir un tratamiento de hidroterapia de colon, yo la vi sudar sangre, yo vi su frente llena de rubíes, a mí me arrulló en su seno y me cantó una canción de cuna y cuando desperté estaba como si acabara de salir de una sesión de sauna, la Santa comprende mejor que nadie a los desventurados de Hermosillo, la Santa tiene feeling con los heridos, con los niños sensibles y maltratados, con los que han sido violados y humillados, con los que son objeto de chistes y risas, para todos tiene una palabra amable, un consejo práctico, los risiones se sienten como divas cuando ella les habla, los zafarinfas se sienten sensatos, los gordos adelgazan, los enfermos de sida sonríen. Así que Florita Almada, tan querida, no tardó muchos años en aparecer en un programa de televisión. La primera vez que Reinaldo la invitó, sin embargo, dijo que no, que no le interesaba, que no tenía tiempo, que a la de peor a alguien se le ocurría preguntarle de dónde sacaba su dinero, ¡que ella no estaba dispuesta a pagar impuestos ni loca!, que mejor lo dejaran para otro día, que ella no era nadie. Pero meses después, cuando Reinaldo ya no insistía en el asunto, fue ella quien lo llamó por teléfono y le dijo que quería aparecer en su programa porque quería hacer público un mensaje. Reinaldo quiso saber qué clase de mensaje y ella dijo algo sobre visiones, sobre la luna, sobre dibujos en la arena, sobre las lecturas que hacía en su casa, en la cocina, sentada a la mesa de la cocina, cuando ya se habían ido las visitas, el periódico, los periódicos, las cosas que leía, las sombras que la observaban al otro lado de la ventana, que no son sombras, ni por lo tanto observan, sino que es la noche, la noche que a veces parece zafada, de tal manera que Reinaldo no entendió nada, pero como la quería de verdad, le improvisó un hueco en su próximo programa. Los estudios de televisión estaban en Hermosillo y la señal a veces llegaba con nitidez a Santa Teresa, pero otras veces llegaba llena de fantasmas y neblina y ruido de fondo. La vez que apareció por primera vez Florita Almada llegó muy mal y casi nadie en la ciudad la vio, aunque el programa al que ella estaba invitada, Una hora con Reinaldo, era uno de los más populares de la televisión sonorense. Le tocó hablar después de un ventrílocuo de Guaymas, un tipo autodidacto que había triunfado en el DF, Acapulco, Tijuana y San Diego, y que creía que su muñeco era un ser vivo. Tal como lo sentía lo decía. Mi pinche muñeco está vivo. A veces ha intentado fugarse.
A veces me ha intentado matar. Pero sus manitos son muy débiles para sostener una pistola o un cuchillo. Y ya no digamos para estrangularme. Cuando Reinaldo le dijo, mientras miraba directamente a la cámara y sonreía con esa picardía tan de Reinaldo, que en muchas películas de ventrílocuos ocurría lo mismo, es decir que el muñeco se rebelaba contra el artista, el ventrílocuo de Guaymas, con la voz rota del ser infinitamente incomprendido, contestó que ya lo sabía, que había visto esas películas, y probablemente muchas más que ni Reinaldo ni el público que acudía a ver el programa en directo habían visto, y que a la única conclusión a la que había llegado era que si había tantas películas se debía a que la rebelión de los muñecos de los ventrílocuos estaba mucho más generalizada, a estas alturas extendida por el mundo entero, de lo que él al principio creía.
En el fondo todos los ventrílocuos, de una u otra manera, sabemos que nuestros pinches muñecos, alcanzado cierto punto de ebullición, cobran vida. La extraen de las actuaciones. La extraen de los vasos capilares de los ventrílocuos. La extraen de los aplausos. ¡Y sobre todo de la credulidad del público! ¿Verdad, Andresito? Así es. ¿Y tú eres bueno o a veces te comportas como un escuincle malvado, Andresito? Bueno, retebueno, buenísimo. ¿Y nunca me has intentado matar, Andresito? Nunca, nunca, nuuunca. La verdad es que Florita Almada quedó muy impresionada por la expresión de inocencia del muñeco de madera y por el testimonio del ventrílocuo, por el cual sintió de inmediato una gran simpatía, y cuando le llegó su turno lo primero que hizo fue dirigirle al ventrílocuo unas cuantas palabras de ánimo, pese a las veladas advertencias de Reinaldo, quien le sonrió y le guiñó un ojo como dándole a entender que el ventrílocuo estaba medio loco y no le hiciera caso. Pero Florita sí le hizo caso y le preguntó por su salud, le preguntó cuántas horas dormía, cuántas comidas hacía al día y en dónde, y aunque las respuestas del ventrílocuo fueron más bien irónicas, hechas de cara al público, en busca del aplauso o de la fugaz simpatía, con ellas la Santa tuvo más que suficiente para recomendarle (con cierta vehemencia, además) una visita a algún acupunturista que supiera algo de craneopuntura, técnica buenísima para tratar neuropatías con origen en el sistema nervioso central. Después miró a Reinaldo, que se movía inquieto en la silla, y se puso a hablar de su última visión. Dijo que había visto mujeres muertas y niñas muertas. Un desierto. Un oasis.
Como en las películas donde aparece la Legión extranjera francesa y árabes. Una ciudad. Dijo que en la ciudad mataban niñas.
Mientras hablaba intentando recordar con la mayor exactitud posible su visión, se dio cuenta de que estaba a punto de entrar en trance y le dio mucha vergüenza, pues a veces, no muchas, los trances solían ser exagerados y terminar con la médium arrastrándose por el suelo, algo que ella no quería que sucediera pues era la primera vez que iba a la televisión. Pero el trance, la posesión, avanzaba, lo sentía en el pecho y en las pulsaciones, y no había manera de pararlo por más que se resistiera y sudara y sonriera a las preguntas de Reinaldo, que le preguntaba si se sentía bien, Florita, si quería que las azafatas le trajeran un vaso de agua, si la luz y los focos y el calor la molestaban.
Ella tenía miedo de hablar, pues la posesión, a veces, de lo primero que se agarraba era de la lengua. Y aunque quería, pues habría significado un gran descanso, tenía miedo de cerrar los ojos, ya que cuando los ojos se cerraban, precisamente, uno veía justo lo que la posesión veía, por lo que Florita mantuvo los ojos abiertos y la boca cerrada (aunque curvada en una sonrisa muy agradable y enigmática), contemplando al ventrílocuo que ora la miraba a ella, ora a su muñeco, como si no entendiera nada pero, en cambio, oliera el peligro, el momento de la revelación no solicitada y posteriormente tampoco entendida, esa clase de revelación que pasa frente a nosotros dejándonos sólo la certidumbre de un vacío, un vacío que muy pronto escapa hasta de la palabra que lo contiene. Y el ventrílocuo sabía que eso era muy peligroso. Sobre todo peligroso para las personas como él, hipersensibles, de espíritu artístico y con heridas aún no cicatrizadas del todo. Y también Florita miraba a Reinaldo cuando se cansaba de mirar al ventrílocuo, quien le decía: Florita, no se me achicopale, no se me ponga tímida, considere este programa como si fuera su casa. Y también miraba, aunque menos, al público, en donde estaban sentadas varias amigas suyas, esperando sus palabras. Pobrecitas, pensó, qué pena deben de estar pasando. Y entonces ya no pudo más y entró en trance. Cerró los ojos. Abrió la boca. Su lengua empezó a trabajar.
Repitió lo que ya había dicho: un desierto muy grande, una ciudad muy grande, en el norte del estado, niñas asesinadas, mujeres asesinadas. ¿Qué ciudad es ésa?, se preguntó.
A ver, ¿qué ciudad es ésa? Yo quiero saber cómo se llama esa ciudad del demonio. Meditó durante unos segundos. Lo tengo en la punta de la lengua. Yo no me censuro, señoras, menos tratándose de un caso así. ¡Es Santa Teresa! ¡Es Santa Teresa! Lo estoy viendo clarito. Allí matan a las mujeres. Matan a mis hijas.
¡Mis hijas! ¡Mis hijas!, gritó al tiempo que se echaba sobre la cabeza un rebozo imaginario y Reinaldo sentía que un escalofrío le bajaba como un ascensor por la columna vertebral, o le subía, o ambas cosas a la vez. La policía no hace nada, dijo tras unos segundos, con otro tono de voz, mucho más grave y varonil, los putos policías no hacen nada, sólo miran, ¿pero qué miran?, ¿qué miran? En ese momento Reinaldo intentó llevarla al orden y que dejara de hablar, pero no pudo. Sáquese, so sobón, dijo Florita. Hay que avisar al gobernador del estado, dijo con la voz bronca. Esto no es ninguna broma. El licenciado José Andrés Briceño tiene que saber esto, tiene que enterarse de lo que le hacen a las mujeres y a las niñas en esa bella ciudad de Santa Teresa. Una ciudad que no sólo es bella sino también industriosa y trabajadora. Hay que romper el silencio, amigas. El licenciado José Andrés Briceño es un hombre bueno y cabal y no dejará en la impunidad tantos asesinatos. Tanta desidia y tanta oscuridad. Luego puso voz de niña y dijo: algunas se van en un carro negro, pero las matan en cualquier lugar. Después dijo, con la voz bien timbrada: por lo menos podrían respetar a las vírgenes. Acto seguido dio un salto, perfectamente captado por las cámaras del estudio 1 de televisión de Sonora, y cayó al suelo como impulsada por una bala. Reinaldo y el ventrílocuo acudieron prestos a socorrerla pero cuando la intentaban levantar, cada uno por un brazo, Florita rugió (Reinaldo jamás en su vida la había visto así, propiamente una erinia): ¡no me toquen, putos insensibles! ¡No se preocupen por mí! ¿Es que no entienden de qué hablo? Luego se levantó, miró hacia el público, se acercó a Reinaldo y le preguntó qué había pasado, y acto seguido pidió disculpas mirando directamente hacia su cámara.
Por aquellos días Lalo Cura encontró unos libros en la comisaría, que nadie leía y que parecían destinados a ser alimento de las ratas en lo alto de las estanterías llenas a rebosar de informes y archivos que todo el mundo había olvidado. Se los llevó a su casa. Eran ocho libros y al principio, para no abusar, se llevó tres: Técnicas para el instructor policíaco, de John C. Klotter, El informador en la investigación policíaca, de Malachi L. Harney y John C. Cross, y Métodos modernos de investigación policíaca, de Harry Söderman y John J. O’Connell. Una tarde le comentó a Epifanio lo que había hecho y éste le dijo que eran libros que enviaban desde el DF o desde Hermosillo y que nadie leía. Así que terminó llevándose a su casa los cinco que había dejado. El que más le gustaba (y el primero que leyó) fue Métodos modernos de investigación policíaca. Contra lo que anunciaba su título, el libro había sido escrito hacía mucho tiempo. La primera edición mexicana databa de 1965. La edición que él tenía era la décima reimpresión, de 1992. De hecho, en el prólogo a la cuarta edición, que aquí se reproducía, Harry Söderman se quejaba de que la muerte de su querido amigo, el finado inspector general John O’Connell, había echado sobre sus hombros la carga de la revisión. Y más adelante decía: en esta labor de modificación (del libro) he echado mucho de menos la inspiración, la rica experiencia y la valiosa colaboración del finado inspector O’Connell. Probablemente, pensó Lalo Cura mientras leía el libro alumbrado por una exigua bombilla durante las noches de la vecindad o iluminado por los primeros rayos del sol que se colaban por su ventana abierta, el mismo Söderman ya estuviera muerto hacía tiempo y él nunca lo sabría. Pero eso no importaba, al contrario, esa falta de certeza se convertía en un acicate más para leer. Y leía y a veces se reía de lo que decían el sueco y el gringo y otras veces se quedaba maravillado, como si le hubieran dado un balazo en la cabeza. Por aquellos días, asimismo, la rápida resolución del asesinato de Silvana Pérez ocultó en parte los anteriores fracasos policiales y la noticia salió en la televisión de Santa Teresa y en los dos periódicos de la ciudad. Algunos policías parecían más contentos de lo usual. En una cafetería Lalo Cura se encontró con unos policías jóvenes, de entre diecinueve y veinte años, que comentaban el caso. ¿Cómo es posible, dijo uno de ellos, que Llanos la violara si era su marido? Los demás se rieron, pero Lalo Cura se tomó la pregunta en serio. La violó porque la forzó, porque la obligó a hacer algo que ella no quería, dijo. De lo contrario, no sería violación. Uno de los policías jóvenes le preguntó si pensaba estudiar Derecho. ¿Quieres convertirte en licenciado, buey? No, dijo Lalo Cura. Los otros lo miraron como si se estuviera haciendo el pendejo. Por otra parte, en diciembre de 1994 no hubo más asesinatos de mujeres, al menos que se supiera, y el año terminó en paz.
Antes de que acabara el año 1994, Harry Magaña viajó a Chucarit y localizó a la muchacha que le escribía cartas de amor a Miguel Montes. Se llamaba María del Mar Enciso Montes y era prima de Miguel. Tenía diecisiete años y estaba enamorada desde los doce. Era muy delgada y tenía el pelo castaño, quemado por el sol. Le preguntó a Harry Magaña para qué quería ver a su primo y Harry le dijo que era su amigo y habló de un dinero que una noche Miguel le había prestado.
Después la muchacha le presentó a sus padres, que tenían una pequeña tienda de comida en donde también vendían pescados en salazón que ellos mismos iban a comprar a los pescadores, recorriendo la costa desde Huatabampo hasta Los Médanos y a veces más al norte, hasta Isla Lobos, en donde casi todos los pescadores eran indios y tenían cáncer de piel, lo que no parecía importarles, y cuando habían llenado de pescado la camioneta volvían a Chucarit y luego ellos mismos se ocupaban de salarlos. A Harry Magaña le cayeron bien los padres de María del Mar. Esa noche se quedó allí a cenar. Pero antes salió y recorrió Chucarit en compañía de la muchacha buscando un sitio en donde comprar algo, un detalle para los padres que le habían abierto las puertas de su casa con tanta hospitalidad. No encontró nada, salvo un bar abierto en donde quiso comprar una botella de vino. La muchacha lo esperó afuera. Cuando salió ella le preguntó si quería conocer la casa de Miguel. Harry dijo que sí. El coche enfiló entonces hacia las afueras de Chucarit.
Bajo la protección de unos árboles se mantenía en pie una vieja casa de adobes. Ya no vive nadie, dijo María del Mar.
Harry Magaña bajó del coche y vio un chiquero, un corral con la reja destrozada y las maderas podridas, un gallinero en donde se movió algo, tal vez una rata o una culebra. Luego empujó la puerta y un aliento a bestia muerta le dio en la cara. Tuvo un presentimiento. Regresó al coche, buscó su linterna y volvió a la casa. Esta vez María del Mar iba detrás de él. En el cuarto descubrió varios pájaros muertos. Enfocó con la linterna la parte de arriba, entre las vigas hechas de rama se podía ver parte del entretecho en donde se amontonaban objetos o excrecencias naturales inidentificables. El primero en marcharse fue Miguel, dijo María del Mar en la oscuridad. Luego murió su madre y el padre aguantó durante un año viviendo aquí solo. Un día ya no lo vimos más. Según mi madre se mató. Según mi padre se fue al norte a buscar a Miguel. ¿No tenían más hijos?
Tenían, dijo María del Mar, pero murieron cuando todavía eran bebés. ¿Tú también eres hija única?, dijo Harry Magaña.
No, lo mismo le pasó a mi familia. Todos mis hermanos mayores enfermaron y murieron cuando todavía ninguno había pasado los seis. Lo siento, dijo Harry Magaña. La otra habitación era aún más oscura. Pero no olía a muerto. Qué cosa más extraña, pensó Harry. Olía a vida. Tal vez a vida suspendida, a visitas fugaces, a risas de gente mala, pero a vida. Cuando salieron la muchacha le mostró el cielo de Chucarit lleno de estrellas.
¿Esperas que Miguel vuelva algún día?, le preguntó Harry Magaña.
Espero que vuelva, pero no sé si volverá. ¿En dónde crees que está ahora? No lo sé, dijo María del Mar. ¿En Santa Teresa?
No, dijo, si estuviera allí tú no habrías venido a Chucarit, ¿verdad?
Verdad, dijo Harry Magaña. Antes de irse, le tomó la mano y le dijo que Miguel Montes no se la merecía. La muchacha sonrió. Tenía los dientes pequeños. Pero yo sí que me lo merezco a él, dijo. No, dijo Harry Magaña, tú te mereces algo mucho mejor. Esa noche, después de cenar en casa de la muchacha, se dirigió de nuevo al norte. De madrugada llegó a Tijuana.
Lo único que sabía del amigo de Miguel Montes en Tijuana era que se llamaba Chucho. Pensó en buscar en los bares y discotecas de Tijuana un mesero o un barman con ese nombre, pero no tenía tanto tiempo. Tampoco conocía a nadie en la ciudad que lo pudiera ayudar. A mediodía telefoneó a un antiguo conocido que vivía en California. Soy yo, Harry Magaña, dijo. El tipo le respondió que no recordaba a ningún Harry Magaña. Hace unos cinco años hicimos un curso juntos en Santa Bárbara, dijo Harry Magaña, ¿lo recuerdas? Joder, dijo el tipo, claro que sí, el sheriff de Huntville, Arizona. ¿Sigues siendo sheriff? Sí, dijo Harry Magaña. Después se preguntaron por la salud de sus respectivas mujeres. El policía de East Los Angeles dijo que la suya estaba bien, cada día más gorda. Harry dijo que la suya había muerto hacía cuatro años. Unos meses después de haber realizado el curso en Santa Bárbara. Lo siento, dijo el otro. Está bien, dijo Harry Magaña, y ambos guardaron un silencio incómodo durante un rato, hasta que el policía le preguntó cómo había muerto. Cáncer, dijo Harry, fue rápido.
¿Estás en Los Ángeles, Harry?, quiso saber el otro. No, no, estoy cerca, estoy en Tijuana. ¿Y qué has ido a hacer a Tijuana?
¿De vacaciones? No, no, dijo Harry Magaña. Estoy buscando a un tipo. Lo busco por mi cuenta, ¿entiendes? Pero sólo tengo un nombre. ¿Quieres que te ayude? dijo el policía. No me vendría mal, dijo Harry. ¿Desde dónde me llamas? Desde una cabina.
Mete monedas y espera unos minutos, dijo el policía.
Mientras esperaba Harry pensó no en su mujer sino en Lucy Anne Sander y luego dejó de pensar en Lucy Anne y se dedicó a contemplar a la gente que pasaba por la calle, algunos con sombreros de mariachi hechos de cartón y pintados de negro o morado o naranja, todos con grandes bolsas y sonrisas, y por su cabeza pasó la idea (pero de forma tan fugaz que él ni siquiera lo notó) de volver a Huntville y olvidarse de todo este asunto.
Luego escuchó la voz del policía de East Los Angeles que le daba un nombre: Raúl Ramírez Cerezo, y una dirección: calle Oro n.o 401. ¿Sabes hablar español, Harry?, dijo la voz desde California. Cada día menos, contestó Harry Magaña. A las tres de la tarde, bajo un sol inclemente, llamó al 401 de la calle Oro. Le abrió una niña de unos diez años que vestía uniforme escolar. Busco al señor Raúl Ramírez Cerezo, dijo Harry. La niña le sonrió, dejó la puerta abierta y desapareció en la oscuridad.
Al principio Harry no supo si entrar o esperar afuera. Tal vez fue el sol el que lo empujó hacia dentro. Olió a agua y a plantas recién regadas y a vasijas calientes después de ser mojadas.
De la habitación salían dos pasillos. Al final de uno de ellos se veía un patio de baldosas grises y una pared cubierta de enredadera. El otro pasillo estaba más oscuro aún que el recibidor o lo que fuera en donde estaba. ¿Qué quiere?, dijo una voz de hombre. Busco al señor Ramírez, dijo Harry Magaña. ¿Y quién es usted?, dijo la voz. Un amigo de Don Richardson, de la policía de Los Ángeles. Ah, vaya, dijo la voz, qué interesante.
¿Y para qué es bueno el señor Ramírez? Estoy buscando a un hombre, dijo Harry. Como todos, dijo la voz con un dejo entre melancólico y cansado. Esa tarde acompañó a Raúl Ramírez Cerezo a una comisaría en el centro de Tijuana, en donde el mexicano lo dejó solo con más de mil expedientes. Revíselos, le dijo. Al cabo de dos horas encontró uno que podía aplicarse perfectamente bien al Chucho que él buscaba. Es un delincuente de poca monta, le dijo Ramírez cuando volvió y examinó el expediente. Ocasionalmente ejerce de proxeneta. Lo podemos encontrar esta noche en la discoteca Wow, suele ir allí, pero primero nos vamos a cenar juntos, dijo Ramírez. Mientras comían en una terraza al aire libre, el policía mexicano le contó su vida. Mi extracción social es humilde, dijo, y los primeros veinticinco años fueron una sucesión sin fin de obstáculos.
Harry Magaña no tenía muchas ganas de escucharlo a él sino a Chucho, pero hizo como que lo escuchaba. Las palabras en español podían resbalarle por la piel, cuando así se lo proponía, y no dejarle la más mínima huella, algo que no sucedía, aunque también lo había intentado, con las palabras inglesas. Vagamente entendió que la vida de Ramírez, efectivamente, no había sido fácil. Operaciones, cirujanos, una pobre madre acostumbrada a las desgracias. La mala fama de la policía, a veces cierta, a veces falsa, la cruz que todos debemos cargar. Una cruz, pensó Harry Magaña. Después Ramírez habló de mujeres.
Mujeres con las piernas abiertas. Muy abiertas. ¿Qué es lo que se ve? ¿Qué es lo que se ve? Dios mío, de estas cosas no se habla cuando uno está comiendo. Un puto agujero. Un puto ojo. Una puta rajadura, como la falla en la corteza terrestre que tienen en California, la falla de San Bernardino, creo que así se llama. ¿Eso tienen en California? Primera noticia. Bueno, dijo Harry, yo vivo en Arizona. Muy lejos, sí, señor, dijo Ramírez.
No, aquí al lado, mañana regreso a casa, dijo Harry. Después escuchó una larga historia sobre hijos. ¿Has oído alguna vez con atención el llanto de un niño, Harry? No, dijo, no tengo hijos. Es cierto, dijo Ramírez, perdón, perdón. ¿Por qué me pide perdón?, pensó Harry. Una mujer decente y buena. Una mujer a la que tú, sin querer, tratas mal. Por costumbre. Nos volvemos ciegos (o, por lo menos, tuertos) por costumbre, Harry, hasta que de pronto, cuando ya nada tiene remedio, esa mujer enferma en nuestros brazos. Esa mujer preocupada por todos, excepto por ella misma, empieza a quedarse mustia en nuestros brazos. Y ni siquiera entonces nos damos cuenta, dijo Ramírez. ¿Le he contado mi historia?, pensó Harry Magaña.
¿He llegado hasta ese grado de infamia? Las cosas no son como uno las ve, susurró Ramírez. ¿Tú crees que las cosas son como las ves, tal cual, sin mayores problemas, sin preguntas? No, dijo Harry Magaña, siempre hay que hacer preguntas. Correcto, dijo el policía de Tijuana. Siempre hay que hacer preguntas, y siempre hay que preguntarse el porqué de nuestras propias preguntas.
¿Y sabes por qué? Porque nuestras preguntas, al primer descuido, nos dirigen hacia lugares adonde no queremos ir.
¿Puedes ver el meollo del asunto, Harry? Nuestras preguntas son, por definición, sospechosas. Pero necesitamos hacerlas.
Y eso es lo más jodido de todo. Así es la vida, dijo Harry Magaña.
Después el policía mexicano se quedó en silencio y ambos contemplaron a la gente que caminaba por la avenida, sintiendo en las mejillas acaloradas la brisa que soplaba sobre Tijuana.
Una brisa que olía a aceite de automóvil, a plantas secas, a naranjas, a cementerio de proporciones ciclópeas. ¿Nos tomamos otro par de cervezas o vamos ahorita a buscar al tal Chucho?
Nos tomamos otra cerveza, dijo Harry Magaña. Cuando entraron en la discoteca dejó que Ramírez llevara la iniciativa. Éste llamó a uno de los matones, un tipo con musculatura de culturista y una sudadera que se le pegaba al tórax como una malla, y le dijo algo al oído. El matón lo escuchó con la vista baja, luego lo miró a la cara y parecía que iba a decir algo, pero Ramírez dijo ándele y el matón desapareció entre las luces del local.
Siguió a Ramírez hasta el pasillo posterior. Entraron en el lavabo de hombres. Había dos tipos, pero nada más ver al policía se largaron. Durante un rato Ramírez se estuvo mirando en un espejo. Se lavó las manos y la cara y luego sacó un peine de la americana y procedió a peinarse cuidadosamente. Harry Magaña no hizo nada. Se quedó quieto, apoyado contra la pared de cemento sin revestir, hasta que Chucho apareció en la puerta y preguntó qué querían. Acércate, Chucho, dijo Ramírez.
Harry Magaña cerró la puerta de los lavabos. Las preguntas las hizo Ramírez y Chucho las respondió todas. Conocía a Miguel Montes. Era amigo de Miguel Montes. Que él supiera, Miguel Montes aún residía en Santa Teresa, en donde vivía con una puta. No sabía el nombre de la puta, pero sí sabía que era joven y que había trabajado durante un tiempo en un local llamado Asuntos Internos. ¿Elsa Fuentes?, dijo Harry Magaña, y el tipo se dio la vuelta, lo miró y asintió. Tenía la mirada torva de los pobres diablos que siempre pierden. Creo que así se llama, dijo. ¿Y cómo sé yo, Chuchito, que no me mientes?, dijo Ramírez. Porque yo a usted nunca le miento, boss, dijo el proxeneta.
Pero tengo que asegurarme, Chuchito, dijo el policía mexicano al tiempo que sacaba una navaja de un bolsillo. Era una navaja automática, con mango de nácar y una delgada hoja de acero de quince centímetros. Yo nunca le miento, boss, gimió Chucho. Esto es importante para mi amigo, Chuchito, ¿cómo sé yo que no vas a telefonear a Miguel Montes apenas nos hayamos ido? Yo nunca lo haría, nunca, nunca, tratándose de usted, boss, esa idea ni siquiera se me podría pasar por la cabeza.
¿Qué hacemos, Harry?, dijo el policía mexicano. Yo creo que este pendejo no miente, dijo Harry Magaña. Cuando abrió la puerta del lavabo vio al otro lado a un par de putas de corta estatura y al matón del local. Las putas estaban entradas en carnes y debían de ser unas sentimentales pues cuando vieron a Chucho sano y salvo se abalanzaron a abrazarlo entre risas y lágrimas.
Ramírez fue el último en salir del lavabo. ¿Algún problema?, le preguntó al matón. Ninguno, dijo éste con una voz muy delgada. ¿Todo bien, entonces? Suave, dijo el matón. Al salir a la calle encontraron una cola de gente joven que pretendía entrar en la discoteca. Harry Magaña distinguió, al final de la acera, la figura de Chucho que caminaba abrazado a sus dos putas. Sobre él pendía una luna llena que le trajo recuerdos del mar, un mar que había visitado en no más de tres ocasiones. Se va a la cama, dijo Ramírez cuando estuvo al lado de Harry Magaña.
Demasiado miedo y demasiadas emociones como para no desear de inmediato un buen sillón, un buen jaibol, un buen programa en la tele y una buena comida preparada por sus dos viejas. La mera verdad es que sólo sirven para cocinar, dijo el policía mexicano como si conociera a las putas desde la escuela. En la cola también había algunos turistas norteamericanos que hablaban a gritos. ¿Qué vas a hacer ahora, Harry?, dijo Ramírez. Me voy a Santa Teresa, dijo Harry Magaña mirando el suelo. Esa noche siguió el camino de las estrellas. Al cruzar el río Colorado vio un aerolito en el cielo, o una estrella fugaz, y pidió en silencio un deseo tal como le había enseñado su madre a hacerlo. Recorrió la carretera solitaria de San Luis a Los Vidrios. Allí se detuvo y bebió en un restaurante dos tazas de café sin pensar en nada, sintiendo cómo el líquido caliente bajaba por su esófago y lo quemaba. Después recorrió la carretera de Los Vidrios-Sonoyta y entonces enfiló hacia el sur, hacia Caborca. Mientras buscaba la salida pasó por el centro del pueblo y todo parecía cerrado, salvo la gasolinera. Se dirigió hacia el este y atravesó Altar, Pueblo Nuevo y Santa Ana, hasta enlazar con la carretera de cuatro carriles que iba a Nogales y a Santa Teresa. Llegó a la ciudad a las cuatro de la mañana. En la casa de Demetrio Águila no encontró a nadie, por lo que ni siquiera se echó un rato en la cama. Se lavó la cara y los brazos, se frotó con agua fría el pecho y las axilas y cogió de su maletín una camisa limpia. El Asuntos Internos aún no había cerrado cuando llegó y pidió hablar con la madame. El tipo al que se lo dijo lo miró con sorna. Estaba detrás de un mostrador de madera labrada, un escenario concebido para una sola persona, un animador o un anunciador de números, y parecía más alto de lo que era. Aquí no hay ninguna madame, señor, le dijo.
Entonces me gustaría hablar con el encargado, dijo Harry Magaña.
No hay ningún encargado, señor. ¿Quién manda?, preguntó Harry Magaña. Hay una encargada, señor. Nuestra encargada de relaciones públicas, señor. La señorita Isela. Harry Magaña intentó sonreír y dijo que quería hablar un minuto con la señorita Isela. Suba a la discoteca y pregunte por ella, le dijo el animador. Harry Magaña entró en un salón y vio a un hombre de bigote blanco dormido en un sillón. Las paredes estaban recubiertas de una tela roja, almohadillada, como si el salón fuera la celda de seguridad en un manicomio de putas. En la escalera, con el pasamanos tapizado igualmente de rojo, se cruzó con una puta que acompañaba a un cliente y la sujetó de un brazo. Le preguntó si Elsa Fuentes aún trabajaba allí. Sáquese, dijo la puta, y siguió bajando. En la discoteca había bastante gente, aunque la música que se escuchaba eran boleros o tristes danzones del sur. Las parejas apenas se movían en la oscuridad.
Con dificultad localizó a un camarero y le preguntó dónde podía encontrar a la señorita Isela. El camarero le indicó una puerta en el otro extremo de la discoteca. La señorita Isela estaba acompañada de un hombre de unos cincuenta años, vestido con traje negro y corbata amarilla. Cuando lo invitaron a sentarse el tipo se hizo a un lado y se apoyó contra la ventana que daba a la calle. Harry Magaña le dijo que buscaba a Elsa Fuentes.
¿Se puede saber por qué?, quiso saber la señorita Isela. Por ningún motivo bueno, dijo Harry Magaña con una sonrisa. La señorita Isela se rió. Era delgada y bien proporcionada, tenía tatuada en el hombro izquierdo una mariposa azul y probablemente aún no había cumplido los veintidós años. El tipo de la ventana también intentó reírse pero sólo le salió una mueca que apenas le estremeció el labio superior. Ya no trabaja aquí, dijo la señorita Isela. ¿Cuánto hace de eso?, preguntó Harry Magaña. Un mes o algo así, dijo la señorita Isela. ¿Y sabe usted dónde podría encontrarla? La señorita Isela miró al hombre de la ventana y le preguntó si se lo podían decir. ¿Por qué no?, dijo el hombre. Si no le soltamos la sopa nosotros, de otra manera lo va a conseguir. Este gringo parece obstinado. Es verdad, dijo Harry Magaña, soy obstinado. Pues no la hagas más cardiaca, Iselita, y dile dónde vive Elsa Fuentes, dijo el hombre. La señorita Isela sacó de un cajón un libro de contabilidad de tapa gruesa, muy alargado, y buscó en sus hojas. Elsa Fuentes vive, hasta donde sabemos, en la calle Santa Catarina número 23. ¿Y eso por dónde queda?, dijo Harry Magaña. En la colonia Carranza, dijo la señorita Isela. Usted vaya preguntando por ahí y al final llegará, dijo el hombre. Harry Magaña se levantó y les dio las gracias. Antes de marcharse se dio la vuelta y a punto estuvo de preguntarles si conocían o habían oído hablar de Miguel Montes, pero se arrepintió a tiempo y no les dijo nada.
Le costó llegar a la calle Santa Catarina, pero al final lo consiguió. La casa de Elsa Fuentes tenía las paredes encaladas y la puerta era de hierro. Golpeó dos veces. Las casas vecinas estaban en completo silencio, aunque por la calle se había cruzado con tres mujeres que salían a trabajar. Las tres mujeres se juntaron nada más salir de sus casas y desaparecieron rápidamente después de echarle una mirada a su coche. Sacó su navaja, se agachó y abrió la puerta sin dificultad. Por la parte de adentro la puerta tenía un hierro que hacía las veces de tranca y que no estaba echado, por lo que supuso que no había nadie.
Cerró la puerta, dejó caer el hierro y empezó a buscar. Las habitaciones no ofrecían un aspecto de abandono sino más bien de decoro no exento de coquetería. En las paredes colgaban cántaros, una guitarra, atajos de hierbas medicinales que desprendían buen olor. La habitación de Elsa Fuentes tenía la cama deshecha, pero por lo demás su aspecto era impecable. La ropa en el armario estaba ordenada, sobre una mesilla de noche había varias fotografías (en dos de ellas aparecía junto a Miguel Montes), el polvo no había tenido tiempo para acumularse en el suelo. El refrigerador exhibía suficiente comida. No había nada encendido, ni siquiera una vela junto a la imagen de una santa, todo parecía dispuesto para esperar el regreso de la mujer.
Buscó indicios de la estancia allí de Miguel Montes, pero no encontró nada. Se sentó en un sillón de la sala y se dispuso a esperar. No supo en qué momento se quedó dormido. Cuando se despertó, sin embargo, ya eran las doce del día y nadie había intentado abrir la puerta. Fue a la cocina y buscó algo para desayunar. Bebió un vaso grande de leche después de verificar la fecha de caducidad del cartón. Luego cogió una manzana de un cesto de plástico junto a la ventana y se la comió mientras volvía a registrar todos los rincones de la casa. No quiso prepararse café para no encender el fuego. En la cocina lo único que estaba pasado era el pan, que se había endurecido.
Buscó una libreta de direcciones, una reserva de autobuses, alguna mínima señal de lucha que se le hubiera pasado por alto.
Revisó el lavabo, miró bajo la cama de Elsa Fuentes, escarbó en la bolsa de la basura. Abrió tres cajas de zapatos y sólo halló zapatos.
Miró bajo el colchón. Levantó las tres alfombras pequeñas, todas con motivos árabes, señales de la coquetería de Elsa Fuentes, y no encontró nada. Entonces se le ocurrió mirar el techo. En el dormitorio y en la sala no había nada. En la cocina, sin embargo, distinguió una fisura. Se subió a una silla y escarbó con la navaja hasta que el yeso cayó al suelo. Agrandó el agujero y metió la mano. Encontró una bolsa de plástico con diez mil dólares y una libreta. Se guardó el dinero en el bolsillo y empezó a hojear la libreta. Había números de teléfono sin nombre ni encabezamiento, como dispuestos al azar. Supuso que eran clientes. Unos pocos números tenían un nombre, Mamá, Miguel, Lupe, Juana y otros que aparecían por sus alias, posiblemente compañeras de trabajo. Entre los teléfonos reconoció algunos que no eran de México sino de Arizona. Se guardó la libreta junto con el dinero y decidió que ya era hora de marcharse. Estaba nervioso y el cuerpo le pedía a gritos un par de tazas de café. Al poner en marcha el coche tuvo la impresión de que lo espiaban. Todo, no obstante, estaba tranquilo y sólo unos niños se afanaban jugando un partido de fútbol en medio de la calle. Tocó el claxon y los niños tardaron mucho en apartarse.
Por el espejo retrovisor vio que una Rand Charger aparecía por el otro lado de la calle. Se deslizó suavemente y dejó que la Rand Charger lo alcanzara. El conductor y el tipo que lo acompañaba no demostraron el más mínimo interés en él y en la esquina la Rand Charger lo adelantó y lo dejó atrás. Condujo hasta el centro y se detuvo junto a un restaurante bastante concurrido. Pidió un plato de huevos revueltos con jamón y una taza de café. Mientras esperaba la comida se dirigió a la barra y le preguntó a un muchacho si podía telefonear. El muchacho, que iba vestido con una camisa blanca y una pajarita negra, le preguntó si pensaba telefonear a los Estados Unidos o a México. Aquí, a Sonora, dijo Harry Magaña, y sacó la libreta y le enseñó los números. Okey, dijo el muchacho, usted telefonee a donde quiera y yo luego le paso la cuenta, ¿de acuerdo? Correcto, dijo Harry Magaña. El muchacho le puso el teléfono a un lado y luego se marchó a atender a otros clientes. Llamó primero al teléfono de la madre de Elsa Fuentes. Contestó una mujer. Le preguntó por Elsa. Elsita no está aquí, dijo la mujer.
¿Pero no es usted su madre?, dijo. Yo soy su mamá, sí, pero Elsita vive en Santa Teresa, dijo la mujer. ¿Y adónde estoy telefoneando entonces?, dijo Harry Magaña. ¿Mande?, dijo la mujer.
¿Dónde vive usted, señora? En Toconilco, dijo la mujer. ¿Y eso dónde queda, señora?, dijo Harry Magaña. En México, señor, dijo la mujer. ¿Pero en qué lugar de México? Cerca de Tepehuanes, dijo la mujer. ¿Y Tepehuanes dónde queda?, chilló Harry Magaña. Pues en Durango, señor. ¿En el estado de Durango?, dijo Harry Magaña mientras escribía en una hoja la palabra Toconilco y la palabra Tepehuanes y finalmente la palabra Durango. Antes de colgar le pidió su dirección. La mujer se la dio, enrevesada, pero sin ningún reparo. Le enviaré un dinero de parte de su hija, dijo Harry Magaña. Dios se lo pague, dijo la mujer. No, señora, a mí no, a su hija, dijo Harry Magaña.
Pues que así sea, dijo la mujer, que Dios se lo pague a mi hija, y también a usted. Después le hizo una seña al muchacho de la pajarita dándole a entender que aún no había terminado y volvió a la mesa, en donde le esperaban sus huevos revueltos y su taza de café. Antes de volver a telefonear pidió que le repitieran el café y con la taza en la mano se trasladó una vez más a la barra.
Llamó al número de Miguel Montes (aunque podía tratarse de otro Miguel, pensó) y tal como temía nadie respondió a la llamada. Después llamó al número de la tal Lupe y la conversación fue aún más caótica que la que acababa de sostener con la madre de Elsa Fuentes. En claro sacó que Lupe vivía en Hermosillo, que no quería saber nada ni de Elsa Fuentes ni de Santa Teresa, que en efecto había conocido a Miguel Montes pero que tampoco quería saber nada de él (si es que aún estaba vivo), que su vida en Santa Teresa había sido una equivocación desde el principio hasta el final y que no pensaba equivocarse dos veces. A continuación telefoneó a otras dos mujeres, la que aparecía bajo el epígrafe Juana y una (o uno, pues no quedaba claro que fuera mujer) que aparecía con el mote de Vaca. Ambos teléfonos, le informó una voz pregrabada, estaban dados de baja. El último intento lo hizo casi al azar. Llamó a uno de los teléfonos de Arizona. Una voz de hombre, deformada por el contestador automático, le pidió que dejara un mensaje y que él ya se encargaría de llamarlo. Pidió la cuenta. El muchacho de la pajarita hizo una operación matemática en un papel que extrajo de un bolsillo y le preguntó si había comido bien. Muy bien, dijo Harry Magaña. Durmió la siesta en casa de Demetrio Águila, en la calle Luciérnaga, y soñó con una calle de Huntville, la principal, batida por una tormenta de arena. ¡Hay que ir a buscar a las chicas de la factoría de baratijas!, gritaba alguien a sus espaldas, pero él no le hacía caso y seguía enfrascado en la lectura de un legajo de documentos, papeles fotocopiados, que parecían escritos en una lengua que no era de este mundo. Al despertar se dio una ducha de agua fría y se secó con una toalla blanca, grande, agradable al tacto. Después llamó por teléfono a Información y dio el número de Miguel Montes. Preguntó en qué lugar de la ciudad estaba registrado ese teléfono. La mujer que lo atendió lo hizo esperar un momento y luego recitó el nombre de una calle y un número. Antes de colgar preguntó a nombre de quién estaba registrado el teléfono. A nombre de Francisco Díaz, señor, dijo la telefonista.
Empezaba a anochecer rápidamente en Santa Teresa cuando Harry Magaña llegó a la calle Portal de San Pablo, que corría paralela a la avenida Madero-Centro, en un barrio que aún conservaba las trazas de lo que había sido: casas de uno o dos pisos, hechas de cemento y ladrillos, de clase media, habitado antiguamente por funcionarios o profesionales jóvenes. Por las aceras ahora sólo se veían viejos y grupos de adolescentes que pasaban corriendo o en bicicleta o montados en destartalados coches, siempre aprisa, como si tuvieran algo muy urgente que hacer esa noche. En realidad, el único que tiene algo urgente que hacer soy yo, pensó Harry Magaña, y se quedó dentro de su coche, sin moverse, hasta que todo estuvo oscuro. Cruzó la calle sin que nadie lo viera. La puerta era de madera y no parecía difícil de abrir. Empuñó la navaja y la cerradura no se le resistió.
De la sala salía un pasillo largo que acababa en un pequeño patio iluminado por las luces de un patio vecino. Todo estaba en completo desorden. Oyó los ruidos apagados de una televisión de otra vivienda y un resoplido. Supo de inmediato que no estaba solo. En ese momento Harry Magaña lamentó no tener su arma a mano. Se asomó a la primera habitación.
Un tipo achaparrado pero de espalda ancha estaba sacando un bulto de debajo de una cama. La cama era baja y costaba sacar el bulto. Cuando por fin lo consiguió y empezó a arrastrarlo hacia el pasillo, el tipo se dio vuelta y lo miró sin sorpresa. El bulto estaba envuelto en plástico y Harry Magaña sintió que la náusea y la rabia lo estaban ahogando. Por un instante ambos permanecieron inmóviles. El tipo achaparrado llevaba un buzo negro, probablemente el buzo oficial de una maquiladora, y su expresión era de enfado e incluso de vergüenza. La chamba dura la hago yo, parecía decir. Con un sentimiento de fatalidad Harry Magaña pensó que en realidad no estaba allí, a pocos minutos del centro, en la casa de Francisco Díaz que era lo mismo que estar en la casa de nadie, sino en el campo, entre el polvo y los matojos, en una casucha con corral para los animales y un gallinero y un horno de leña, en el desierto de Santa Teresa o en cualquier desierto. Oyó que alguien cerraba la puerta de entrada y luego pasos en la sala. Una voz que llamaba al tipo achaparrado. Y también oyó que éste respondía: estoy aquí, con nuestro cuate. La rabia se acrecentó. Deseó enterrarle la navaja en el corazón. Se abalanzó sobre él mirando de reojo, desesperado, las dos sombras que ya había visto a bordo de la Rand Charger, que avanzaban por el pasillo.
El año de 1995 se inauguró con el hallazgo, el cinco de enero, de otra muerta. Esta vez se trataba de un esqueleto enterrado a poca profundidad en un potrero que pertenecía al ejido Hijos de Morelos. Los campesinos que lo desenterraron no sabían que se trataba de una mujer. Más bien pensaron que se trataba de un tipo chaparrito. Junto al esqueleto no había ropas ni nada que identificara los restos. Desde el ejido fue avisada la policía, que tardó seis horas en presentarse y que además de tomar declaración a cada uno de los que habían participado en el hallazgo hizo preguntas sobre si faltaba algún campesino, si había habido peleas recientemente, si el comportamiento de algún campesino había variado en los últimos tiempos. Por supuesto, dos jóvenes se habían marchado del ejido, como sucedía cada año, a Santa Teresa o a Nogales o a los Estados Unidos.
Peleas, las había siempre, pero nunca graves. El comportamiento de los campesinos variaba, dependiendo de la estación del año, de la cosecha, del poco ganado que les quedaba, en fin, de la economía, como el de todo el mundo. El forense de Santa Teresa no tardó en dictaminar que el esqueleto pertenecía a una mujer. Si a esto se le añadía que no había ropas o restos de ropas en el agujero donde fue enterrada, la conclusión era más clara que el agua: se trataba de un asesinato. ¿Cómo había sido asesinada? Eso ya no podía decirlo. ¿Cuándo? Probablemente hacía unos tres meses, aunque en este último punto prefería no arriesgar ningún juicio contundente, pues la descomposición de un cadáver es variable, por lo que si alguien pretendía una fecha exacta, lo mejor era que se llevaran los huesos al Instituto Anatómico Forense de Hermosillo o, mejor aún, al del DF. La policía de Santa Teresa hizo un comunicado público en donde, vagamente, lo que hacía a fin de cuentas era rehuir cualquier responsabilidad. El asesino bien podía ser un conductor que viniera desde Baja California y se dirigiera a Chihuahua, y la muerta una autoestopista recogida en Tijuana, asesinada en Saric y enterrada, casualmente, allí.
El quince de enero apareció la siguiente muerta. Se trataba de Claudia Pérez Millán. El cuerpo fue encontrado en la calle Sahuaritos. La occisa vestía un suéter negro y tenía dos anillos de bisutería en cada mano, además de la argolla de compromiso.
No llevaba falda ni bragas, aunque sí estaba calzada con unos zapatos de imitación de cuero, de color rojo y sin tacones.
El cuerpo, que había sido violado y estrangulado, estaba envuelto en una cobija blanca, como si el asesino pensara trasladar el cuerpo a otro lugar y de pronto hubiera decidido, o las circunstancias lo hubieran obligado, abandonarlo detrás de un contenedor de basura de la calle Sahuaritos. Claudia Pérez Millán tenía treintaiún años y vivía con su esposo y sus dos hijos en la calle Marquesas, no lejos de donde fue encontrado el cadáver.
Al presentarse la policía en su domicilio nadie abrió la puerta, aunque eran audibles los llantos y gritos que provenían del interior. Provistos de la pertinente orden judicial, la puerta del domicilio de la occisa fue echada abajo y en una de las habitaciones de la casa, encerrados con llave, fueron encontrados los menores de edad Juan Aparicio Pérez y su hermano Frank Aparicio Pérez. En la habitación había un cubo de agua potable y dos paquetes de pan de molde. Interrogados los menores en presencia de un psicólogo infantil, ambos admitieron que había sido su padre, Juan Aparicio Regla, quien los había encerrado la noche anterior. Luego oyeron ruidos y gritos, pero sin precisar quién gritaba ni qué producía los ruidos, hasta que se durmieron. A la mañana siguiente ya no había nadie en la casa y cuando oyeron a la policía se pusieron a gritar. El sospechoso Juan Aparicio Regla era poseedor de un coche, que tampoco fue encontrado, por lo que se deduce que huyó en él tras cometer el parricidio. Claudia Pérez Millán trabajaba como mesera en una cafetería del centro. Juan Aparicio Regla no tenía oficio conocido, algunos creían que trabajaba en una maquiladora, otros que hacía de pollero en el paso de emigrantes hacia los Estados Unidos. Se cursó una orden inmediata de busca y captura, pero los que sabían estaban seguros de que nunca más se le volvería a ver por la ciudad.
En febrero murió María de la Luz Romero. Tenía catorce años, medía un metro cincuentaiocho, tenía el pelo largo hasta la cintura, aunque se lo pensaba cortar uno de esos días, tal como le había confesado a una de sus hermanas. Desde hacía poco trabajaba en la maquiladora EMSA, una de las más antiguas de Santa Teresa, que no estaba en ningún parque industrial sino en medio de la colonia La Preciada, como una pirámide de color melón, con su altar de los sacrificios oculto detrás de las chimeneas y dos enormes puertas de hangar por donde entraban los obreros y los camiones. María de la Luz Romero salió a las siete de la tarde de su casa, acompañada por unas amigas que la habían ido a buscar. A sus hermanos les dijo que iba a bailar al Sonorita, una discoteca obrera ubicada en los lindes de la colonia San Damián con la colonia Plata, y que ya cenaría algo por ahí. Sus padres no estaban en casa porque aquella semana hacían los turnos de noche. María de la Luz, en efecto, comió junto a sus compañeras, de pie, al lado de una furgoneta que vendía tacos y quesadillas en la acera opuesta a la discoteca, a la que entraron a las ocho de la noche, hallándola repleta de jóvenes a los que conocían, bien porque trabajaban también en EMSA, bien porque los tenían vistos en el barrio.
Según una de sus amigas María de la Luz bailó sola, al contrario que las demás que ya tenían allí a sus novios o conocidos.
En dos ocasiones, sin embargo, fue abordada por dos jóvenes distintos que la quisieron invitar a una bebida o a un refresco, a lo que María de la Luz se negó, la primera vez porque no le gustaba el muchacho y la segunda por timidez. A las once y media de la noche se marchó, en compañía de una amiga. Ambas vivían más o menos cerca y hacer el viaje juntas resultaba mucho más grato que en solitario. Se separaron unas cinco calles antes de la casa de María de la Luz. Allí se pierde el rastro.
Interrogados algunos vecinos que vivían en el trayecto que aún le quedaba por hacer, todos declararon no haber oído grito alguno ni mucho menos una llamada de auxilio. Su cadáver apareció dos días después, junto a la carretera de Casas Negras.
Había sido violada y golpeada en la cara repetidas veces, en ocasiones con especial ensañamiento, presentándose incluso una fractura de palatino, algo muy poco usual en una golpiza y que llevó al forense a suponer (aunque por supuesto con la misma velocidad descartó la idea) que durante el secuestro el coche en que María de la Luz era trasladada había sufrido un accidente de carretera. La muerte se la habían producido las cuchilladas que exhibía en el tórax y en el cuello, y que afectaban los dos pulmones y múltiples arterias. El caso lo llevó el judicial Juan de Dios Martínez, que volvió a interrogar a las amigas que la habían acompañado a la discoteca, al dueño y algunos camareros de la discoteca y a los vecinos cuyas casas flanqueaban las cinco calles que María de la Luz recorrió o intentó recorrer en solitario antes de ser secuestrada. Los resultados fueron decepcionantes.
En marzo no apareció ninguna muerta en la ciudad, pero en abril aparecieron dos, con escasos días de diferencia, y también las primeras críticas a la actuación policial, incapaz no sólo de detener la ola (o el goteo incesante) de crímenes sexuales sino también de apresar a los asesinos y devolver la paz y la tranquilidad a una ciudad de natural laborioso. La primera muerta fue hallada en una habitación del hotel Mi Reposo, en el centro de Santa Teresa. Estaba debajo de la cama, envuelta en una sábana, vestida únicamente con un sostén blanco. Según el administrador de Mi Reposo, la habitación de la muerta correspondía a un cliente, de nombre Alejandro Peñalva Brown, que la había alquilado hacía tres días y del que no se tenía noticias.
Interrogadas las empleadas de la limpieza y los dos recepcionistas, todos coincidieron en declarar que el mencionado Peñalva Brown sólo se había dejado ver durante el primer día de su estancia en el hotel. Las empleadas de la limpieza, por su parte, juraron que durante el segundo y el tercer día no habían hallado nada debajo de la cama, aunque esto último, según la policía, bien podía ser una añagaza para cubrir la falta de esmero con que limpiaban las habitaciones. En el libro de registro del hotel, la dirección que Peñalva Brown había dejado era de Hermosillo. Avisada la policía de Hermosillo, pronto se descubrió que en aquella dirección el tal Peñalva Brown no había vivido jamás. En los brazos de la muerta, una mujer de aproximadamente treintaicinco años, morena y robusta, había numerosas marcas de pinchazos, por lo que la policía investigó en los ambientes de droga de la ciudad, sin encontrar indicios que llevaran a la identidad del cadáver. Según el forense la muerte se había debido a una sobredosis de cocaína en mal estado. No se descartó que la cocaína se la hubiera suministrado el sospechoso Peñalva Brown ni tampoco el que éste supiera que le estaba dando veneno. Dos semanas después, cuando los esfuerzos se habían volcado en el esclarecimiento del crimen de la segunda desconocida, dos mujeres aparecieron en la comisaría, en donde declararon que conocían a la muerta. Ésta se llamaba Sofía Serrano y había trabajado como obrera en tres maquiladoras y como camarera y últimamente hacía de puta en los baldíos de la colonia Ciudad Nueva, a espaldas del cementerio. No tenía familia en Santa Teresa, sólo algunos amigos, todos pobres, por lo que su cuerpo fue entregado a los alumnos de la facultad de Medicina de la Universidad de Santa Teresa.
La segunda muerta apareció cerca de un basurero de la colonia Estrella. Había sido violada y estrangulada. Poco después se la identificó como Olga Paredes Pacheco, de veinticinco años, trabajadora en una tienda de ropa de la avenida Real, cerca del centro, soltera, de un metro sesenta de estatura, domiciliada en la calle Hermanos Redondo, en la colonia Rubén Darío, en donde vivía con su hermana menor, Elisa Paredes Pacheco, ambas bien conocidas en el barrio por su simpatía, don de gentes y seriedad. Los padres habían muerto hacía cinco años, primero el padre, de cáncer, y luego la madre, de un ataque al corazón, con un intervalo de apenas dos meses, y Olga se hizo cargo de las responsabilidades de la casa con eficiencia y naturalidad. No se le conocía ningún novio. Su hermana, de veinte años, sí tenía novio, con el que pensaba casarse. El novio de Elisa, un joven abogado recién egresado de la Universidad de Santa Teresa, trabajaba en el bufete de un abogado mercantil muy reputado en la ciudad, y además poseía una coartada para la noche en que se supone Olga fue secuestrada. Muy conmocionado por la muerte de su futura cuñada, durante el interrogatorio (informal) que se le hizo confesó no tener ni la más remota idea de quién podía malquerer a Olga como para llegar al extremo de matarla y se mostró obsesionado por la mala suerte, el destino trágico que, según él, rondaba a la familia de su novia, primero con la muerte de sus padres y luego con la muerte de su hermana. Las pocas amigas de Olga ratificaron lo dicho por su hermana y el joven abogado. Todo el mundo la quería, era una santateresana como quedan pocas, es decir recta, de una sola palabra, honesta y seria. Y además sabía vestir bien, con elegancia y buen gusto. Sobre el gusto en el vestir el forense estuvo de acuerdo y, además, descubrió algo curioso en el cadáver:
la falda que llevaba la noche de su muerte y con la que fue encontrada estaba puesta al revés.
En mayo el cónsul norteamericano visitó al alcalde de Santa Teresa y luego, en compañía de éste, realizó una visita informal al jefe de la policía. El cónsul se llamaba Abraham Mitchell, pero su mujer y sus amigos lo llamaban Conan. Era un tipo de uno noventa de estatura y ciento cinco kilos de peso, con la cara surcada de arrugas y las orejas tal vez demasiado grandes, a quien le encantaba vivir en México y salir de acampada al desierto y sólo se ocupaba personalmente de los casos graves. Es decir, que casi nunca tenía nada que hacer, salvo acudir a fiestas representando a su país y visitar subrepticiamente alguna noche, una vez cada dos meses, en compañía de compatriotas bragados en los afanes alcohólicos, las dos más reputadas pulquerías de Santa Teresa. El sheriff de Huntville había desaparecido y todos los informes de que disponía decían que se hallaba en Santa Teresa la última vez que fue visto. El jefe de la policía quiso saber si estaba en Santa Teresa en misión oficial o como turista. Como turista, por supuesto, dijo el cónsul. Pues, entonces, ¿qué puedo saber yo?, dijo Pedro Negrete, por aquí pasan cientos de turistas cada día. El cónsul meditó un instante y acabó dándole la razón al jefe de la policía. Mejor no mover la mierda, pensó. Aun así, como una deferencia del alcalde, que era su amigo, se le permitió que revisara él o la persona que él considerara idónea las fotos de los desconocidos muertos en la ciudad desde noviembre del 94 hasta la fecha actual y ninguno de ellos fue identificado por Rory Campuzano, ayudante del sheriff, que se desplazó desde Huntville expresamente por esta razón. Probablemente el sheriff se volvió loco, dijo Kurt A.
Banks y se suicidó en el desierto. O está ahora viviendo con un travesti en Florida, dijo Henderson, el otro empleado del consulado.
Conan Mitchell los miró con gesto grave y les dijo que no era piadoso hablar así de un sheriff de los Estados Unidos.
En mayo, por otra parte, no murió asesinada ninguna mujer en Santa Teresa y lo mismo se repitió durante el mes de junio.
Pero en julio aparecieron dos muertas y las primeras protestas de una asociación feminista, Mujeres de Sonora por la Democracia y la Paz (MSDP), cuya central estaba en Hermosillo, y que en Santa Teresa sólo contaba con tres afiliadas. La primera muerta apareció en el patio de un taller dedicado a la reparación de coches, en la calle Refugio, casi al final, muy cerca de la carretera a Nogales. La mujer tenía diecinueve años y había sido violada y estrangulada. Su cadáver se encontró en el interior de un coche listo para el desguace. Iba vestida con pantalones de mezclilla, blusa blanca algo escotada, y llevaba botas rancheras. Tres días después se supo que se trataba de Paula García Zapatero, vecina de la colonia Lomas del Toro, operaria en la maquiladora TECNOSA, y natural del estado de Querétaro.
Vivía con otras tres queretanas y no se le conocía novio, aunque había tenido una historia sentimental con dos compañeros de la misma maquiladora. Éstos fueron localizados e interrogados durante algunos días y ambos pudieron probar sus coartadas, aunque uno de ellos acabó en el hospital con un shock nervioso y tres costillas rotas. Mientras aún se investigaba el caso de Paula García Zapatero apareció la segunda muerta de julio. Su cuerpo fue hallado detrás de unos depósitos de Pémex, en la carretera a Casas Negras. Tenía diecinueve años, era delgada, de tez morena y pelo negro largo. Había sido violada anal y vaginalmente, repetidas veces, según el forense, y el cuerpo presentaba hematomas múltiples que revelaban que se había ejercido con ella una violencia desmesurada. El cuerpo, sin embargo, fue hallado completamente vestido, pantalones de mezclilla, bragas negras, pantimedias de color marrón claro, sostén blanco, blusa blanca, prendas que no exhibían ni el más mínimo desgarro, de lo que se deducía que el asesino o los asesinos, tras desnudarla y vejarla y matarla, habían procedido luego a vestirla antes de abandonar su cuerpo detrás de los depósitos de Pémex. El caso de Paula García Zapatero lo llevó el policía de la judicial del estado Efraín Bustelo y el caso de Rosaura López Santana le fue encomendado al judicial Ernesto Ortiz Rebolledo y ambos casos entraron rápidamente en un callejón sin salida, pues no había testigos ni nada que ayudara a la policía.
En agosto de 1995 fueron encontrados los cuerpos de siete mujeres y Florita Almada apareció por segunda vez en la televisión de Sonora y dos policías de Tucson estuvieron en Santa Teresa haciendo preguntas. Estos últimos se entrevistaron con los empleados del consulado Kurt A. Banks y Dick Henderson, ya que el cónsul se hallaba pasando una temporada en su rancho de Sage, California, en realidad una cabaña de madera podrida, al otro lado de la Ramona Indian Reservation, mientras su mujer descansaba unos meses en casa de su hermana en Escondido, cerca de San Diego. La cabaña antes había tenido tierras, pero las tierras las vendió el padre de Conan Mitchell y ahora sólo le quedaban mil metros cuadrados de jardín agreste en donde se dedicaba a matar ratones de campo armado con una Remington 870 Wingmaster y a leer novelas de vaqueros y ver vídeos pornográficos. Cuando se cansaba se metía en su coche y bajaba a Sage, al bar, en donde algunos viejos lo conocían desde que era niño. A veces Conan Mitchell se quedaba mirando a los viejos y pensaba que era imposible que tuvieran ese tipo de recuerdos sobre su infancia, pues algunos no parecían mucho mayores que él. Pero los viejos hacían bailar sus dentaduras postizas y recordaban las travesuras del niño Abe Mitchell como si lo estuvieran viendo en ese instante y a Conan no le quedaba más remedio que fingir que él también se reía. La verdad es que no tenía recuerdos precisos de su infancia. Se acordaba de su padre y de su hermano mayor y a veces recordaba temporales de lluvia, pero la lluvia no era de Sage, sino de otro sitio donde había vivido. La superstición de morir calcinado por un rayo lo acompañaba desde su infancia y eso sí lo recordaba, aunque, salvo a su mujer, a poca gente se lo había contado. La verdad es que Conan Mitchell no era muy hablador.
Ésa era una de las razones por las que le gustaba vivir en México, en donde tenía dos pequeñas empresas de transporte.
A los mexicanos les gusta hablar, pero prefieren no hacerlo con las personas altas, más aún si son norteamericanos. Esta idea, que era suya y que vaya Dios a saber cómo se había forjado en su cabeza, le producía una gran tranquilidad cuando estaba al sur de la frontera. De vez en cuando, sin embargo, y siempre por imposición de su mujer, tenía que pasar temporadas en California o en Arizona, que él aceptaba con resignación. Los primeros días el cambio parecía no afectarle. A las dos semanas, incapaz de soportar el ruido (ruido que se dirigía a él y que le exigía respuestas), se marchaba a Sage, a encerrarse en su vieja cabaña. Cuando los policías de Tucson llegaron a Santa Teresa, hacía veinte días que Conan ya no estaba allí, algo que en el fondo los policías agradecieron, pues tenían noticias de su incompetencia. Henderson y Banks hicieron el papel de cicerones.
Los policías recorrieron la ciudad, visitaron bares y discotecas, fueron presentados a Pedro Negrete, con quien mantuvieron una larga conversación sobre narcotráfico, se entrevistaron con los judiciales Ortiz Rebolledo y Juan de Dios Martínez, hablaron con dos forenses de la morgue de la ciudad, examinaron algunos dossieres de muertos sin nombre encontrados en el desierto y visitaron el burdel Asuntos Internos, en donde se acostaron con sendas putas. Después, tal como habían llegado, se marcharon.
Por lo que respecta a Florita Almada, su segunda aparición televisiva fue menos espectacular que la primera. Habló, por expreso deseo de Reinaldo, de los tres libros que había escrito y publicado. No eran buenos libros, dijo, pero para una mujer que había sido analfabeta hasta pasados los veinte años no carecían de mérito. Todas las cosas de este mundo, afirmó, incluso las más grandes, comparadas con el universo en realidad eran chiquititas. ¿Qué quería decir con esto? Pues que el ser humano, si se lo proponía, podía superarse. No quería decir que un campesino, por poner un ejemplo, de la noche a la mañana fuera capaz de dirigir la NASA, ni siquiera de trabajar en la NASA, pero ¿quién podía afirmar que el hijo de ese campesino, guiado por el ejemplo y el cariño de su padre, no llegaría algún día a trabajar allí? A ella, por poner otro ejemplo, le hubiera gustado estudiar y ser maestra de escuela, pues ése era tal vez, a su modesto entender, el mejor trabajo del mundo, enseñar a los niños, abrir con toda la delicadeza los ojos de los niños para que contemplaran, aunque sólo fuera una puntita, los tesoros de la realidad y de la cultura, que al fin y al cabo eran la misma cosa. Pero no pudo ser y ella estaba en paz con el mundo. A veces soñaba que era maestra de escuela y que vivía en el campo.
Su escuela estaba en lo alto de una loma desde donde se veía el pueblo, las casas de color marrón, algunas blancas, los techos amarillos oscuros en donde a veces se acomodaban los viejos mirando las calles terrosas. Desde el patio de la escuela podía ver a las niñas que subían a clase. Cabelleras negras recogidas en colas de caballo o en trenzas o sujetas por cintillos. Rostros morenos y sonrisas blancas. A lo lejos, los campesinos labraban la tierra, sacaban frutos del desierto, pastoreaban rebaños de cabras.
Ella podía entender sus palabras, sus formas de decir buenos días o buenas noches, con qué claridad podía entenderlos, todas sus palabras, las que no cambiaban y las que iban cambiando cada día, cada hora, cada minuto, ella las entendía sin el menor problema. Bueno, así eran los sueños. Había sueños en donde todo encajaba y había sueños en donde nada encajaba y el mundo era un ataúd lleno de chirridos. A pesar de todo ella estaba en paz con el mundo, pues si bien no había estudiado para ser maestra de escuela, tal como era su sueño, ahora era yerbatera y según algunos vidente y muchísima gente le estaba agradecida por algunas cositas que había hecho por ella, nada importante, pequeños consejos, pequeñas indicaciones, como por ejemplo recomendarles que incorporaran a su dieta la fibra vegetal, que no es comida para seres humanos, es decir que nuestro aparato digestivo no puede degradar y absorber, pero que es buena para ir al baño o para hacer del dos o, con perdón de Reinaldo y del distingido público, para defecar. Sólo el aparato digestivo de los animales herbívoros, decía Florita, dispone de sustancias capaces de digerir la celulosa y por lo tanto de absorber sus componentes, las moléculas de glucosa. La celulosa y otras sustancias similares es lo que llamamos fibra vegetal. Su consumo, pese a que no nos propocione elementos energéticos aprovechables, es beneficioso. Al no ser absorbida la fibra hace que el bolo alimenticio, en su recorrido por el tubo digestivo, mantenga su volumen. Y eso hace que genere presión dentro del intestino, lo cual estimula su actividad, haciendo que los restos de la digesión avancen fácilmente a lo largo de todo el tubo digestivo. Tener diarrea no es bueno, salvo en contadas excepciones, pero ir al baño una o dos veces al día proporciona tranquilidad y mesura, una especie de paz interior. No una gran paz interior, no seamos exagerados, pero sí una pequeña y reluciente paz interior. ¡Qué diferencia entre lo que representa la fibra vegetal y lo que representa el hierro! La fibra vegetal es comida de herbívoros y es pequeña y no nos alimenta sino que nos proporciona una paz del tamaño de un frijol saltarín. El hierro, por el contrario, representa la dureza para con los demás y para con uno mismo en su máxima expresión. ¿De qué hierro estoy hablando? Pues del hierro con el que se hacen las espadas. O con el que se hacían las espadas y que también representa la inflexibilidad. En cualquier caso, con el hierro se daba la muerte. El rey Salomón, ese rey tan inteligente, probablemente el más inteligente que haya habido en la historia, hijo a su vez del rey de las mañanitas y protector de la infancia, aunque en cierta ocasión se dijo que quiso partir a un escuincle en dos, cuando mandó construir el templo de Jerusalén prohibió tajantemente que se utilizara hierro como medio de soporte en la construcción, ni siquiera en el menor detalle, y también prohibió que se utilizase hierro en la circuncisión, una práctica, dicho sea de paso y sin ánimo de ofender, que puede que tuviera su razón de ser en aquella época y en aquellos desiertos, pero que ahora, con las medidas higiénicas modernas, me parece una exageración. Yo creo que los hombres deberían circuncidarse a los veintiún años, si quieren, y si no quieren, pues no pasa nada. Volviendo al hierro, decía Florita, hay que añadir que ni los griegos ni los celtas lo emplearon cuando se trataba de recolectar hierbas medicinales o mágicas. Pues el hierro significaba muerte, inflexibilidad, poder. Y eso está reñido con las prácticas curativas. Aunque los romanos vieron luego en el hierro una larga serie de virtudes terapéuticas para aliviar o sanar diversas afecciones, como las mordeduras de los perros rabiosos, las hemorragias, la disentería, las hemorroides. Esta idea pasó a la Edad Media, en la que además se creía que los demonios, las brujas y los brujos huían del hierro. ¡Y cómo no iban a huir si con el hierro se los mataba! ¡Tontos de remate hubieran tenido que ser para no salir corriendo! En aquellos años oscuros con el hierro se practicaba la suerte adivinatoria llamada sideromancia, que consistía en calentar al rojo vivo un trozo de hierro en la fragua y después arrojar sobre él briznas de paja que al arder producían reflejos brillantes, semejantes a las estrellas.
Bien bruñido producía un brillo cegador que servía para proteger los ojos de la ponzoñosa mirada de las brujas. Ese hierro bien bruñido a mí me hace pensar, disculpen la digresión, decía Florita Almada, en las gafas de cristales negros de algunos dirigentes políticos o de algunos jefes sindicales o de algunos policías. ¿Para qué se tapan los ojos, me pregunto? ¿Han pasado una mala noche estudiando formas para que el país progrese, para que los obreros tengan mayor seguridad en el trabajo o un aumento salarial, para que la delincuencia se bata en retirada? Puede ser. Yo no digo que no. Tal vez sus ojeras se deban a eso. ¿Pero qué pasaría si yo me acercara a uno de ellos y le quitara las gafas y viera que no tiene ojeras? Me da miedo imaginármelo. Me da coraje. Mucho coraje, queridas amigas y amigos. Pero más miedo y coraje le daba, y eso tenía que decirlo allí, delante de las cámaras, en el bonito programa de Reinaldo, llamado tan acertadamente Una hora con Reinaldo, un programa ameno y sano donde todos se podían reír y pasar un buen rato y de paso aprender algo nuevo, pues Reinaldo era un muchacho culto y siempre se preocupaba por llevar invitados interesantes, una cantante, un pintor, un tragafuegos jubilado del DF, un diseñador de interiores, un ventrílocuo y su muñeco, una madre de quince hijos, un compositor de baladas románticas, ella, decía, allí, aprovechando la oportunidad que le daban, tenía el deber de hablar de otras cosas, es decir, no podía hablar de sí misma, no podía caer en esa tentación del ego, en esa frivolidad que acaso no fuera ni frivolidad ni pecado ni nada si se tratara de una chamaca de diecisiete o dieciocho años, pero que en una mujer de setenta resultaba imperdonable, aunque mi vida, dijo, da para varias novelas y al menos para una telenovela, pero que Dios la librara y sobre todo la Virgen santísima de ponerse a hablar de sí misma, Reinaldo me perdonará, él quiere que hable de mí misma, pero hay algo más importante que mi persona y que mis llamados milagros, que no son milagros, no me cansaré de repetirlo, sino el fruto de muchos años de lectura y de trasiego con las plantas, es decir mis milagros son producto del trabajo y de la observación y puede, digo puede, que también de un don natural, dijo Florita.
Y luego dijo: me da mucho coraje, me da miedo y coraje lo que está pasando en este bonito estado de Sonora, que es mi estado natal, el suelo donde nací y probablemente moriré. Y luego dijo: estoy hablando de visiones que le cortarían el aliento al más macho de los machos. En sueños veo los crímenes y es como si un aparato de televisión explotara y siguiera viendo, en los trocitos de pantalla esparcidos por mi dormitorio, escenas horribles, llantos que no acaban nunca. Y dijo: después de estas visiones no puedo dormir. Ya puedo tomar lo que sea para los nervios, que no me da resultado. En casa del herrero, cuchillo de palo. Así que me quedo despierta hasta que amanece e intento leer y hacer algo útil y práctico, pero al final me siento a la mesa de la cocina y me pongo a darle vueltas a este problema.
Y finalmente dijo: estoy hablando de las mujeres bárbaramente asesinadas en Santa Teresa, estoy hablando de las niñas y de las madres de familia y de las trabajadoras de toda condición y ley que cada día aparecen muertas en los barrios y en las afueras de esa industriosa ciudad del norte de nuestro estado. Hablo de Santa Teresa. Hablo de Santa Teresa.
Por lo que respecta a las mujeres muertas de agosto de 1995, la primera se llamaba Aurora Muñoz Álvarez y su cadáver se encontró en el arcén de la carretera Santa Teresa-Cananea.
Había muerto estrangulada. Tenía veintiocho años y vestía unas mallas verdes, una playera blanca y unos tenis de color rosa. Según el forense, había sido golpeada y azotada: en su espalda aún se podían apreciar las marcas de un cinturón de cinta ancha. Trabajaba de mesera en un café del centro de la ciudad.
El primero en caer fue su novio, con el que no se llevaba bien según algunos testigos. Este individuo se llamaba Rogelio Reinosa y trabajaba en la maquiladora Rem amp;Co y no tenía coartada para la tarde en que secuestraron a Aurora Muñoz. Durante una semana se la pasó de interrogatorio en interrogatorio. Al cabo de un mes, cuando ya estaba instalado en la cárcel de Santa Teresa, lo soltaron por falta de pruebas. No hubo ninguna otra detención. Según los testigos presenciales, quienes en ningún momento pensaron que se trataba de un secuestro, Aurora Muñoz se subió a un Peregrino de color negro en compañía de dos tipos a quienes parecía conocer. Dos días después de aparecer el cuerpo de la primera víctima de agosto fue encontrado el cuerpo de Emilia Escalante Sanjuán, de treintaitrés años, con profusión de hematomas en el tórax y el cuello. El cadáver se halló en el cruce entre Michoacán y General Saavedra, en la colonia Trabajadores. El informe del forense dictamina que la causa de la muerte es estrangulamiento, después de haber sido violada innumerables veces. El informe del policía judicial que se encargó del caso, Ángel Fernández, señala, por el contrario, que la causa de la muerte es intoxicación. Emilia Escalante Sanjuán vivía en la colonia Morelos, al oeste de la ciudad, y trabajaba en la maquiladora NewMarkets. Tenía dos hijos de corta edad y vivía con su madre, a quien había mandado traer desde Oaxaca, de donde era originaria. No tenía marido, aunque una vez cada dos meses salía a las discotecas del centro, en compañía de amigas del trabajo, en donde solía beber e irse con algún hombre. Medio puta, dijeron los policías. Una semana después apareció el cuerpo de Estrella Ruiz Sandoval, de diecisiete años, en la carretera a Casas Negras. Había sido violada y estrangulada. Vestía bluejeans y blusa azul oscuro. Tenía los brazos atados a la espalda. Su cuerpo no presentaba huellas de tortura ni de golpes. Había desaparecido de su casa, en donde vivía con sus padres y hermanos, tres días antes. El caso lo llevaron Epifanio Galindo y Noé Velasco, de la policía de Santa Teresa, para aligerar a los judiciales, que se quejaron por exceso de trabajo. Un día después de ser hallado el cadáver de Estrella Ruiz Sandoval se encontró el cuerpo de Mónica Posadas, de veinte años de edad, en el baldío cercano a la calle Amistad, en la colonia La Preciada. Según el forense, Mónica había sido violada anal y vaginalmente, aunque también le encontraron restos de semen en la garganta, lo que contribuyó a que se hablara en los círculos policiales de una violación «por los tres conductos». Hubo un policía, sin embargo, que dijo que una violación completa era la que se hacía por los cinco conductos.
Preguntado sobre cuáles eran los otros dos, contestó que las orejas. Otro policía dijo que él había oído hablar de un tipo de Sinaloa que violaba por los siete conductos. Es decir, por los cinco conocidos, más los ojos. Y otro policía dijo que él había oído hablar de un tipo del DF que violaba por los ocho conductos, que eran los siete ya mencionados, digamos los siete clásicos, más el ombligo, al que el tipo del DF practicaba una incisión no muy grande con su cuchillo y luego metía allí su verga, aunque, claro, para hacer eso había que estar muy taras bulba. Lo cierto es que la violación «por los tres conductos» se extendió, se popularizó en la policía de Santa Teresa, adquirió un prestigio semioficial que en ocasiones se vio reflejado en los informes redactados por los policías, en los interrogatorios, en las charlas off the record con la prensa. En el caso de Mónica Posadas, ésta no sólo había sido violada «por los tres conductos» sino que también había sido estrangulada. El cuerpo, que hallaron semioculto detrás de unas cajas de cartón, estaba desnudo de cintura para abajo. Las piernas estaban manchadas de sangre. Tanta sangre que vista de lejos, o vista desde una cierta altura, un desconocido (o un ángel, puesto que allí no había ningún edificio desde el cual contemplarla) hubiera dicho que llevaba medias rojas. La vagina estaba desgarrada. La vulva y las ingles presentaban señales claras de mordidas y desgarraduras, como si un perro callejero se la hubiera intentado comer. Los judiciales centraron las investigaciones en el círculo familiar y entre los conocidos de Mónica Posadas, quien vivía con su familia en la calle San Hipólito, a unas seis manzanas del baldío en donde fue encontrado su cuerpo. La madre y el padrastro, así como el hermano mayor, trabajaban en la maquiladora Overworld, en donde Mónica había trabajado durante tres años, al cabo de los cuales decidió marcharse y probar suerte en la maquiladora Country amp;SeaTech. La familia de Mónica procedía de un pueblito de Michoacán desde donde había llegado para instalarse en Santa Teresa hacía diez años. Al principio la vida, en vez de mejorar, pareció empeorar y el padre se decidió a cruzar la frontera. Nunca más se supo de él y al cabo de un tiempo lo dieron por muerto. Entonces la madre de Mónica conoció a un hombre trabajador y responsable con el que terminaría casándose. De este nuevo matrimonio nacieron tres hijos, uno de los cuales trabajaba en una pequeña fábrica de botas y los otros dos iban a la escuela. Al ser interrogado, el padrastro no tardó mucho en caer en contradicciones flagrantes y terminó por admitir su culpabilidad en el asesinato. Según su confesión, amaba en secreto a Mónica desde que ésta tenía quince años. Su vida había sido desde entonces un tormento, les dijo a los judiciales Juan de Dios Martínez, Ernesto Ortiz Rebolledo y Efraín Bustelo, pero siempre se contuvo y le mantuvo el respeto, en parte porque era su hijastra y en parte porque su madre era también la madre de sus propios hijos. Su relato sobre el día del crimen era vago y lleno de lagunas y olvidos. En la primera declaración dijo que fue de madrugada.
En la segunda dijo que ya había amanecido y que sólo Mónica y él estaban en casa, pues ambos tenían turno de tarde aquella semana. El cadáver lo escondió en un armario. En mi armario, les dijo a los judiciales, un armario que nadie tocaba porque era mi armario y yo exigía respeto sobre mis cosas. Por la noche, mientras la familia dormía, envolvió el cuerpo en una manta y lo abandonó en el baldío más cercano. Preguntado por las mordidas y por la sangre que cubría las piernas de Mónica, no supo qué responder. Dijo que la estranguló y que sólo se acordaba de eso. Lo demás se había borrado de su memoria. Dos días después de que se descubriera el cadáver de Mónica en el baldío de la calle Amistad apareció el cuerpo de otra muerta en la carretera Santa Teresa-Caborca. Según el forense, la mujer debía de tener entre dieciocho y veintidós años, aunque también podía ser que tuviera entre dieciséis y veintitrés. La causa de la muerte sí que estaba clara. Muerte por disparo de arma de fuego. A veinticinco metros de donde fue hallada se descubrió el esqueleto de otra mujer, semienterrada en posición decúbito ventral, que conservaba una chamarra azul y unos zapatos de cuero, de medio tacón y de buena calidad. El estado del cadáver hacía imposible dictaminar las causas de la muerte. Una semana después, cuando ya agosto llegaba a su fin, fue encontrado en la carretera Santa Teresa-Cananea el cuerpo de Jacqueline Ríos, de veinticinco años, empleada en una tienda de perfumería de la colonia Madero. Iba vestida con pantalones vaqueros y blusa gris perla. Tenis blancos y ropa interior negra. Había muerto por disparos de arma de fuego en el tórax y el abdomen. Compartía casa con una amiga en la calle Bulgaria, en la colonia Madero, y ambas soñaban con irse a vivir algún día a California. En su habitación, que compartía con su amiga, se encontraron recortes de actrices y actores de Hollywood y fotos de distintos lugares del mundo. Primero queríamos irnos a vivir a California, encontrar trabajos decentes y bien pagados, y después, ya establecidas, visitar el mundo en nuestras vacaciones, dijo su amiga.
Ambas estudiaban inglés en una academia privada de la colonia Madero. El caso quedó sin aclarar.
Estos putos judiciales siempre dejan los casos sin aclarar, le dijo Epifanio a Lalo Cura. Después se puso a registrar entre sus papeles hasta que dio con una libretita. ¿Qué crees que es esto?, le dijo. Una libreta de direcciones, dijo Lalo Cura. No, dijo Epifanio, esto es un caso sin aclarar. Ocurrió antes de que tú llegaras a Santa Teresa. No recuerdo el año. Poco antes de que te trajera don Pedro, de eso sí me acuerdo, pero no me acuerdo del año exacto. Tal vez fue en 1993. ¿Tú en qué año llegaste?
En el 93, dijo Lalo Cura. ¿Ah, sí? Pues sí, dijo Lalo Cura. Bueno, pues esto ocurrió meses antes de que tú llegaras, dijo Epifanio.
Por esas fechas mataron a una locutora de radio y periodista.
Se llamaba Isabel Urrea. La mataron a balazos. Nadie supo nunca quién había sido el asesino. Lo buscaron, pero no lo encontraron.
Por supuesto, a nadie se le ocurrió mirar la agenda de Isabel Urrea. Los bueyes pensaron que había sido un intento frustrado de robo. Se habló de un centroamericano. Un pobre diablo desesperado que necesitaba dinero para cruzar la frontera, un ilegal, ¿me entiendes?, un ilegal incluso en México, que ya es mucho decir, porque aquí todos somos ilegales en potencia y a nadie le importa que haya un ilegal más o uno menos.
Yo estuve entre los que registraron su casa a ver si encontraban alguna pista. Por supuesto, no encontraron nada. La agenda de Isabel Urrea estaba en su bolso. Recuerdo que me senté en un sillón, con un vaso de tequila al lado, tequila de Isabel Urrea, y que me puse a echarle un vistazo a la agenda. Un judicial me preguntó de dónde había sacado el tequila. Pero nadie me preguntó de dónde había sacado la agenda ni si había allí algo importante.
Yo la leí, me sonaron algunos de los nombres y luego dejé la agenda entre las pruebas. Un mes después me di una vuelta por el archivo de la comisaría y allí estaba la agenda, junto con algunas otras pertenencias de la locutora. Me la metí en un bolsillo de la chaqueta y me la llevé. Así pude estudiarla con más calma. Encontré los teléfonos de tres narcos. Uno de ellos era Pedro Rengifo. También encontré los números de varios judiciales, entre ellos un jefazo de Hermosillo. ¿Qué hacían esos teléfonos en la agenda de una simple locutora? ¿Los había entrevistado, los había llevado a la radio? ¿Era amiga de ellos? ¿Y si no era amiga quién le había proporcionado esos teléfonos?
Misterio. Hubiera podido hacer algo. Llamar a alguno de los que aparecían allí y pedirle dinero. Pero a mí el dinero no me calienta. Así que conservé la chingada libreta y no hice nada.
En los primeros días de septiembre apareció el cuerpo de una desconocida a la que luego se identificaría como Marisa Hernández Silva, de diecisiete años, desaparecida a principios de julio cuando iba camino a la preparatoria Vasconcelos, en la colonia Reforma. Según el dictamen forense había sido violada y estrangulada. Uno de los pechos estaba casi completamente cercenado y en el otro faltaba el pezón, que había sido arrancado a mordidas. El cuerpo se localizó a la entrada del basurero clandestino llamado El Chile. La llamada que puso sobre aviso a la policía la efectuó una mujer que se había acercado al basurero a tirar un refrigerador, al mediodía, una hora en la que no hay vagabundos en el basurero, sólo alguna partida ocasional de niños y perros. Marisa Hernández Silva estaba tirada entre dos grandes bolsas de plástico gris llenas de retales de fibra sintética.
Vestía la misma ropa que en el momento de su desaparición:
pantalón de mezclilla, blusa amarilla y tenis. El alcalde de Santa Teresa decretó el cierre del basurero, aunque luego cambió la orden de cierre (su secretario le informó sobre la imposibilidad jurídica de cerrar algo que, a todos los efectos, nunca se había abierto) por la orden de demolición, traslado, destrucción de aquel sitio infecto en donde se infringían todas las leyes municipales. Durante una semana se mantuvo una vigilancia policial en las fronteras de El Chile y durante tres días unos pocos camiones de basura, auxiliados por los dos únicos camiones volquete de propiedad municipal, estuvieron trasladando los desechos hacia el basurero de la colonia Kino, pero, ante la magnitud del trabajo y la escasez de fuerzas para acometerlo, pronto cedieron.
Por aquellas fechas Sergio González, el periodista del DF, se había afianzado en la sección de cultura de su periódico y su sueldo era más alto, con lo cual podía pasarle la manutención mensual a su ex mujer y aún le quedaba suficiente dinero para vivir sin apuros, e incluso tenía una amante, una periodista de la sección de política internacional, con la que de vez en cuando se acostaba, pero con la que no podía platicar, tan diferentes eran sus caracteres. No había olvidado -aunque él mismo se preguntaba por la persistencia de este recuerdo- los días que pasó en Santa Teresa ni los asesinatos de mujeres, ni aquel asesino de curas llamado el Penitente que desapareció tan misteriosamente como apareció. A veces, pensaba, ser periodista cultural, en México, era lo mismo que ser periodista de policiales.
Y ser periodista de nota roja era lo mismo que trabajar en la sección de cultura, aunque para los periodistas de policiales todos los periodistas culturales eran putos (periodistas «pulturales», los llamaban), y para los periodistas culturales todos los de la nota roja eran perdedores natos. Algunas noches, después de terminado el trabajo, se iba de copas con algunos viejos periodistas de policiales, que era la sección, por otra parte, en donde se hallaba el porcentaje de periodistas más viejos del periódico, seguidos, aunque a distancia, por los de política nacional y luego por los de deportes. Generalmente acababan en un local de putas de la colonia Guerrero, un enorme salón presidido por una estatua de yeso de Afrodita de más de dos metros, probablemente, pensaba él, un local que había gozado de cierta gloria licenciosa en la época de Tin-Tan, y que desde entonces no había hecho otra cosa sino caer, una de esas caídas interminables y mexicanas, es decir una caída pespunteada de tanto en tanto por una risa en sordina, por un disparo en sordina, por un quejido en sordina. ¿Una caída mexicana? En realidad, una caída latinoamericana. A los periodistas policiales les gustaba beber en aquel lugar, pero rara vez se acostaban con una puta.
Hablaban de viejos casos, rememoraban historias de corrupción, extorsiones y sangre, saludaban o hacían apartes con los policías que también se dejaban caer por el local, intercambio de información, lo llamaban, pero rara vez se iban con una puta. Al principio, Sergio González los imitaba, hasta que dedujo que si no se encamaban con ninguna era, básicamente, porque ya lo habían hecho, y desde hacía muchos años, con todas, y porque no estaban en edad de andar tirando el dinero por ahí. Así que dejó de imitarlos y se buscó una puta joven y bonita, con la que se iba a un hotel cercano. En una ocasión, le preguntó a uno de los periodistas más viejos qué opinión tenía de los asesinatos de mujeres que ocurrían en el norte. El periodista le contestó que aquélla era un zona de narcos y que seguramente nada de lo que pasaba allí era ajeno, en una u otra medida, al fenómeno del tráfico de drogas. Le pareció una respuesta obvia, que le hubiera podido dar cualquiera, y cada cierto tiempo pensaba en ella, como si pese a la obviedad de las palabras del periodista o a su simpleza la respuesta orbitara alrededor de su cabeza enviándole señales. Sus pocos amigos escritores, los que iban a verlo a la redacción de cultura, no tenían ni idea de lo que ocurría en Santa Teresa, aunque las noticias sobre las muertes llegaban al DF como un goteo, y Sergio pensó que probablemente no les importaba gran cosa lo que ocurría en aquel lejano rincón del país. Los compañeros del periódico, incluso los de la sección de nota roja, también se mostraban indiferentes. Una noche, después de hacer el amor con la puta, mientras fumaban tendidos en la cama, le preguntó qué opinaba ella sobre tanto secuestro y tantos cuerpos de mujeres hallados en el desierto, y ésta le dijo que apenas si sabía algo de lo que le estaba hablando. Entonces Sergio le contó todo lo que sabía sobre las muertes y le relató el viaje que había hecho a Santa Teresa y por qué lo hizo, porque le faltaba dinero, porque se acababa de divorciar, y luego le habló de las muertes de las que él, como lector de periódicos, tenía noticias y de los comunicados de prensa de una asociación de mujeres cuyas siglas recordaba, MSDP, aunque había olvidado qué querían decir esas siglas, ¿Mujeres de Sonora Democráticas y Populares?, y mientras él hablaba la puta bostezaba, no porque no le interesara lo que él decía, sino porque tenía sueño, de modo que concitó el enojo de Sergio, quien exasperado le dijo que en Santa Teresa estaban matando putas, que por lo menos demostrara un poco de solidaridad gremial, a lo que la puta le contestó que no, que tal como él le había contado la historia las que estaban muriendo eran obreras, no putas. Obreras, obreras, dijo. Y entonces Sergio le pidió perdón y como tocado por un rayo vio un aspecto de la situación que hasta ese momento había pasado por alto.
El mes de septiembre aún guardaba otras sorpresas a la ciudadanía de Santa Teresa. Tres días después del hallazgo del cadáver mutilado de Marisa Hernández Silva apareció el cuerpo de una desconocida en la carretera Santa Teresa-Cananea. La muerta debía de rondar los veinticinco años y tenía una luxación congénita en la cadera derecha. Nadie, sin embargo, la echó en falta ni nadie, después de aparecer en la prensa los detalles de esta malformación, se presentó en la policía con nuevas informaciones tendentes a aclarar su identidad. El cuerpo fue encontrado atado de manos utilizando para tal fin la correa de una bolsa de mujer. Había sido desnucada y presentaba heridas de navaja en ambos brazos. Pero lo más significativo de todo era que, al igual que la joven Marisa Hernández Silva, uno de sus pechos había sufrido una amputación y el pezón del otro pecho había sido arrancado a mordidas.
El mismo día en que encontraron a la desconocida de la carretera Santa Teresa-Cananea, los empleados municipales que intentaban remover de sitio el basurero El Chile hallaron un cuerpo de mujer en estado de putrefacción. No se pudo determinar la causa de la muerte. Tenía el pelo negro y largo. Vestía una blusa de color claro con figuras oscuras que la descomposición hacía indiscernibles. Llevaba un pantalón de mezclilla de la marca Jokko. Nadie se personó en la policía con información tendente a aclarar su identidad.
A finales de septiembre fue encontrado el cuerpo de una niña de trece años, en la cara oriental del cerro Estrella. Como Marisa Hernández Silva y como la desconocida de la carretera Santa Teresa-Cananea, su pecho derecho había sido amputado y el pezón de su pecho izquierdo arrancado a mordidas. Vestía pantalón de mezclilla de la marca Lee, de buena calidad, una sudadera y un chaleco rojo. Era muy delgada. Había sido violada repetidas veces y acuchillada y la causa de la muerte era rotura del hueso hioides. Pero lo que más sorprendió a los periodistas es que nadie reclamara o reconociera el cadáver. Como si la niña hubiera llegado sola a Santa Teresa y hubiera vivido allí de forma invisible hasta que el asesino o los asesinos se fijaron en ella y la mataron.
Mientras los crímenes se sucedían Epifanio siguió trabajando, solo, en la investigación de la muerte de Estrella Ruiz Sandoval.
Habló con los padres y con los hermanos que aún vivían en la casa. No sabían nada. Habló con una hermana mayor, que estaba casada y que ahora vivía en la calle Esperanza, en la colonia Lomas del Toro. Vio fotografías de Estrella. Era una muchacha bonita, alta, con una hermosa cabellera y facciones agradables. La hermana le dijo quiénes eran sus amigas en la maquiladora donde trabajaba. Las esperó a la salida. Se dio cuenta de que él era la única persona mayor que esperaba, los demás eran niños, algunos incluso con los libros de la escuela.
Junto a los niños había un tipo con un carro verde de paletas.
El carro tenía un toldo blanco. Como si quisiera hacerlos desaparecer llamó a los niños con un silbido y les compró paletas a todos, menos a uno que no tenía aún tres meses y que su hermana, de unos seis años, llevaba en brazos. Las amigas de Estrella se llamaban Rosa Márquez y Rosa María Medina. Preguntó por ellas a las obreras que salían y una de ellas le señaló a Rosa Márquez. Le dijo que era policía y le pidió que buscara a su otra amiga. Después se fueron caminando del parque industrial.
Mientras recordaban a Estrella la que se llamaba Rosa María Medina se puso a llorar. A las tres les gustaba el cine y los domingos, no todos, iban al centro y solían ver el programa doble del cine Rex. Otras veces se dedicaban sólo a mirar tiendas, en especial los escaparates de ropa de mujer, o se iban a un centro comercial que había en la colonia Centeno. Allí los domingos tocaban grupos musicales y no se cobraba entrada. Les preguntó si Estrella tenía planes para el futuro. Por supuesto que tenía planes, quería estudiar, no quedarse toda la vida trabajando en la maquiladora. ¿Y qué quería estudiar? Quería aprender a manejar una computadora, dijo Rosa María Medina.
Después Epifanio les preguntó si ellas también querían aprender un oficio y le contestaron que sí, aunque no resultaba fácil hacerlo. ¿Sólo salía con ustedes o tenía alguna otra amiga?, quiso saber. Nosotras éramos sus mejores amigas, le respondieron.
Novio no tenía. Una vez tuvo uno. Pero de eso hacía mucho tiempo. Ellas no lo conocieron. Cuando les preguntó qué edad tenía Estrella cuando lo del novio, las dos muchachas pensaron un poco y dijeron que por lo menos doce años. ¿Y cómo es que a una muchacha tan chula no la pretendía nadie?, quiso saber. Las amigas se rieron y dijeron que había habido muchos a los que les hubiera gustado ennoviarse con Estrella, pero que ella no quería perder el tiempo. ¿Para qué queremos un hombre si nosotras solas ya trabajamos y nos ganamos nuestro sueldo y somos independientes?, le preguntó Rosa Márquez.
Pues es verdad, dijo Epifanio, eso mismo pienso yo, aunque de vez en cuando, sobre todo si eres joven, no está mal salir y divertirte, a veces es una necesidad. Nosotras ya nos divertíamos solas, le dijeron las muchachas, y no sentimos nunca esa necesidad. Antes de que llegaran a la casa de una de ellas les pidió que, aunque no sirviera para nada, le describieran a los tipos que habían querido hacerse novios o amigos de Estrella. Se detuvieron en la calle y Epifanio anotó cinco nombres sin apellido, todos trabajadores de la misma maquiladora. Después acompañó unas calles más a Rosa María Medina. No creo que haya sido ninguno de ésos, dijo la muchacha. ¿Por qué no lo crees? Porque tienen cara de buenas personas, dijo la muchacha.
Hablaré con ellos, dijo Epifanio, y cuando haya hablado te lo diré. En tres días ubicó a los cinco hombres de la lista. Ninguno tenía cara de mala persona. Uno de ellos estaba casado, pero la noche en que desapareció Estrella había estado en casa con su mujer y sus tres hijos. Los otros cuatro tenían coartadas más o menos seguras y, sobre todo, ninguno de los cinco tenía coche. Volvió a hablar con Rosa María Medina. Esta vez la esperó sentado en la puerta de su casa. Cuando la muchacha llegó le preguntó escandalizada cómo es que no había llamado.
Llamé, dijo Epifanio, me abrió tu mamá y me invitó a una taza de café, pero luego se tuvo que ir a trabajar y yo me quedé esperándote aquí. La muchacha lo invitó a pasar pero Epifanio prefirió seguir sentado afuera, dizque porque hacía menos calor que adentro. Le preguntó si fumaba. La muchacha primero se quedó de pie, a un lado, y luego se sentó sobre una piedra plana y le dijo que no fumaba. Epifanio contempló la piedra: era muy curiosa, tenía forma de silla, aunque sin respaldo, y el hecho de que la madre o alguien de la familia la hubiera puesto allí, en aquel jardincito, indicaba buen gusto y hasta delicadeza.
Le preguntó a la muchacha dónde había sido encontrada esa piedra. La encontró mi papá, dijo Rosa María Medina, en Casas Negras, y se la trajo para acá a puro pulso. Allí encontraron el cuerpo de Estrella, dijo Epifanio. En la carretera, dijo la muchacha cerrando los ojos. Mi papá encontró esta piedra en el mero Casas Negras, en una fiesta, y se enamoró de ella. Así era él. Luego le dijo que su padre había muerto. Epifanio quiso saber cuándo. Hace un montón de años, dijo la muchacha con un gesto de indiferencia. Encendió un cigarrillo y le dijo que le contara otra vez, de la manera que quisiera, las salidas que hacía con Estrella y con la otra, ¿cómo se llama?, Rosa Márquez, los domingos. La muchacha empezó a hablar, con la vista fija en los pocos tiestos con plantas que su madre tenía en el diminuto jardín de la entrada, aunque a veces levantaba la vista y lo miraba como para calibrar si lo que le contaba resultaba de provecho o sólo era una pérdida de tiempo. Cuando terminó a Epifanio sólo le había quedado una cosa clara: que no sólo salían los domingos, a veces se iban al cine los lunes o los jueves, o a bailar, todo dependía de los turnos en la maquiladora, que eran flexibles y obedecían a protocolos de producción que quedaban fuera de la comprensión de los obreros. Entonces cambió las preguntas y quiso saber cómo se divertían los martes, por ejemplo, si aquél resultaba el día libre de la semana. La rutina, según la muchacha, era similar, aunque en según qué cosas un poco mejor pues los establecimientos del centro estaban todos abiertos, lo que no ocurría los días oficialmente festivos.
Epifanio apretó un poco. Quiso saber cuál era el cine favorito, aparte del Rex, a qué otros cines habían ido, si alguien había abordado a Estrella en algún lugar, qué locales comerciales visitaban, aunque no entraran en ellos y sólo se quedaran mirando los escaparates, a qué cafeterías iban, el nombre de éstas, si en alguna ocasión habían visitado alguna discoteca. La muchacha dijo que nunca habían estado en una discoteca, que a Estrella no le gustaban esos sitios. Pero a ti sí, dijo Epifanio. A ti y a tu amiguita Rosa Márquez. La muchacha no lo quiso mirar a la cara y dijo que a veces, cuando salían sin Estrella, iban a las discotecas del centro. ¿Y Estrella no? ¿Estrella nunca las acompañó? Nunca, dijo la muchacha. Estrella quería saber cosas de computadoras, quería aprender, quería progresar, dijo la muchacha.
Tanta computadora, tanta computadora, no me trago una palabra de lo que me dices, tortita, dijo Epifanio. Yo no soy su pinche tortita, dijo la muchacha. Durante un rato permanecieron sin decirse nada. Epifanio se rió un poco y luego encendió otro cigarrillo, allí, sentado en la entrada de la casa, contemplando el ir y venir de la gente. Hay un sitio, dijo la muchacha, pero ya no me acuerdo dónde, está en el centro, es una tienda de computadoras. Fuimos un par de veces. Rosa y yo la esperábamos afuera y sólo ella entraba y se ponía a platicar con un tipo muy alto, pero de verdad muy alto, mucho más que usted, dijo la muchacha. Un tipo muy alto, ¿y qué más?, dijo Epifanio. Alto y güero, dijo la muchacha. ¿Y qué más?
Pues que Estrella al principio parecía entusiasmada, digo, la primera vez que entró y habló con ese hombre. Según me dijo era el dueño de la tienda y sabía mucho de computadoras y además se notaba que tenía dinero. La segunda vez que fuimos a verlo Estrella salió encorajinada. Le pregunté qué le había pasado y no me quiso decir nada. Íbamos las dos solas y luego nos fuimos a la feria de la colonia Veracruz y lo olvidamos todo. ¿Y cuándo fue eso, tortita?, dijo Epifanio. Ya le he dicho que no soy su pinche tortita, lépero, dijo la muchacha. ¿Cuándo fue eso?, dijo Epifanio, que ya empezaba a ver a un tipo muy alto y muy rubio que caminaba en la oscuridad, en un largo pasillo oscuro, arriba y abajo, como si lo estuviera esperando a él. Una semana antes de que la mataran, dijo la muchacha.
La vida es dura, dijo el presidente municipal de Santa Teresa.
Tenemos tres casos que no ofrecen ninguna duda, dijo el judicial Ángel Fernández. Hay que mirar las cosas con lupa, dijo el tipo de la cámara de comercio. Yo todo lo miro con lupa, una y otra vez, hasta que se me cierran los ojos de sueño, dijo Pedro Negrete. De lo que se trata es de no moverle al cucarachero, dijo el presidente municipal. La verdad es una y ni modo, dijo Pedro Negrete. Tenemos un asesino en serie, como en las películas de los gringos, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo.
Hay que fijarse muy bien dónde uno pone los pies, dijo el tipo de la cámara de comercio. ¿En qué se distingue un asesino en serie de uno normal y corriente?, dijo el judicial Ángel Fernández. Pues muy sencillo: el asesino en serie deja su firma, ¿entienden?, no tiene un móvil, pero tiene una firma, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. ¿Cómo que no tiene un móvil? ¿Acaso se mueve por impulsos eléctricos?, dijo el presidente municipal. En esta clase de asuntos hay que examinar muy bien las palabras, no vaya uno a meterse donde no debe, dijo el tipo de la cámara de comercio. Hay tres mujeres muertas, dijo el judicial Ángel Fernández enseñando el pulgar, el índice y el dedo medio a los que estaban en la habitación. Ojalá sólo hubiera tres, dijo Pedro Negrete. Tres mujeres muertas a las que les han cortado el seno derecho y les han arrancado a mordiscos el pezón izquierdo, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo.
¿A qué les suena eso?, dijo el judicial Ángel Fernández.
¿A que hay un asesino en serie?, dijo el presidente municipal.
Pues claro, dijo el judicial Ángel Fernández. Mucha casualidad sería que a tres cabrones se les ocurriera despacharse así a sus víctimas, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. Suena lógico, dijo el presidente municipal. Pero es que la cosa puede no quedar aquí, dijo el judicial Ángel Fernández. Si damos rienda suelta a la imaginación podemos llegar a cualquier parte, dijo el tipo de la cámara de comercio. Ya me imagino adónde quieren llegar, dijo Pedro Negrete. ¿Y a ti te parece bien?, dijo el presidente municipal. Si las tres mujeres que aparecieron con la teta derecha amputada fueron asesinadas por la misma persona, ¿por qué no pensar que esa persona mató a otras mujeres?, dijo el judicial Ángel Fernández. Es científico, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. ¿El asesino es científico?, dijo el tipo de la cámara de comercio. No, el modus operandi, la forma en que ese hijo de la chingada empieza a cogerle gusto a lo que hace, dijo el judicial Ernesto Ortiz Rebolledo. Me explico: el asesino empezó violando y estrangulando, que es una manera normal, digamos, de matar a alguien. Al ver que no lo atrapaban sus asesinatos se fueron personalizando. La bestia salió a la superficie.
Ahora cada crimen lleva su firma personal, dijo el judicial Ángel Fernández. ¿Y usted qué opina, juez?, dijo el presidente municipal. Todo puede ser, dijo el juez. Todo puede ser, pero sin caer en el caos, sin perder la brújula, dijo el tipo de la cámara de comercio. Lo que sí parece claro es que el que mató y mutiló a esas tres pobres mujeres es la misma persona, dijo Pedro Negrete. Pues encuéntrenlo y acabemos con este pinche negocio, dijo el presidente municipal. Pero con discreción, si no es mucho pedir, sin sembrar el pánico, dijo el tipo de la cámara de comercio.
Juan de Dios Martínez no fue invitado a esa reunión. Supo que se iba a hacer, supo que Ortiz Rebolledo y Ángel Fernández acudirían, y que a él lo dejaban fuera. Cuando Juan de Dios Martínez cerraba los ojos, sin embargo, sólo veía el cuerpo de Elvira Campos en la penumbra de su departamento en la colonia Michoacán. A veces la veía en la cama, desnuda, acercándose a él. Otras veces la veía en la terraza, rodeada de objetos metálicos, objetos fálicos, que resultaban ser telescopios de los más variados tipos (aunque en realidad sólo había tres telescopios), con los que contemplaba el cielo estrellado de Santa Teresa y luego anotaba algo con un lápiz en un cuaderno.
Cuando se acercaba, por detrás de ella, y observaba el cuaderno, sólo veía números de teléfono, la mayoría de Santa Teresa.
El lápiz era un lápiz común y corriente. El cuaderno era un cuaderno escolar. Ambos objetos, le parecía, no tenían nada que ver con los objetos que solía utilizar la directora. Esa noche, después de saber lo de la reunión en donde él estaba excluido, la llamó y le dijo que necesitaba verla. Un momento de debilidad. Ella le respondió que no podía y colgó. Juan de Dios Martínez pensó que la directora, en ocasiones, lo trataba como a un paciente. Recordó que una vez ella había hablado de la edad, la de ella y la de él. Tengo cincuentaiún años, le había dicho, y tú tienes treintaicuatro. Dentro de un tiempo, por más que me cuide, yo seré una ruca solitaria y tú todavía serás joven. ¿Qué quieres, acostarte con alguien como tu mamá? Juan de Dios nunca la había escuchado emplear palabras de argot.
¿Una ruca? A él, sinceramente, no se le había pasado por la cabeza considerarla una vieja. Porque me mato haciendo gimnasia, dijo ella. Porque me cuido. Porque me mantengo delgada y me compro las antiarrugas más caras que hay en el mercado.
¿Las antiarrugas? Potingues, cremas suavizantes, cosas de mujeres, dijo ella con una voz neutra que lo asustó. Tú a mí me gustas tal cual eres, dijo él. Su voz no le pareció convincente. Si abría los ojos, sin embargo, y observaba el mundo real y procuraba controlar sus propios temblores, todo seguía más o menos en el mismo sitio.
¿Así que Pedro Rengifo es narcotraficante?, dijo Lalo Cura.
Así es, dijo Epifanio. Si me lo hubieran dicho no lo habría creído, dijo Lalo Cura. Porque tú todavía estás muy tiernecito, dijo Epifanio. Una india vieja y gorda les trajo un plato de pozole a cada uno. Eran las cinco de la mañana. Lalo Cura había trabajado toda la noche en un patrullero dedicado a poner infracciones de tráfico. Cuando estaban detenidos en una esquina alguien les tocó en la ventana. Ni Lalo Cura ni el otro policía lo vieron llegar. Era Epifanio, desvelado y con pinta de borracho, aunque no estaba borracho. Me llevo al escuincle, le dijo al otro patrullero. Éste se encogió de hombros y se quedó solo en la esquina, debajo de unos robles con los troncos pintados de blanco. Epifano andaba sin coche. La noche era fresca y la brisa del desierto permitía ver todas las estrellas. Caminaron hacia el centro, sin hablar, hasta que Epifanio le preguntó si tenía hambre.
Lalo Cura dijo que sí. Pues entonces vamos a comer, dijo Epifanio. Cuando la india vieja y gorda les sirvió el pozole Epifanio se quedó mirando el plato de barro como si hubiera visto reflejada en su superficie una imagen que no era la suya. ¿Sabes de dónde viene el pozole, Lalito?, dijo. No, ni idea, dijo Lalo Cura. No es una comida del norte sino del centro del país. Es un plato típico del DF. Lo inventaron los aztecas, dijo. ¿Los aztecas?, pues está rico, dijo Lalo Cura. ¿Tú en Villaviciosa comías pozole?, dijo Epifanio. Lalo Cura se puso a pensar, como si Villaviciosa hubiera quedado muy lejos, y luego dijo que no, que la mera verdad es que no, aunque ahora le parecía raro no haberlo probado antes de vivir en Santa Teresa. Igual sí que lo probé y ya no me acuerdo, dijo. Pues este pozole en realidad no es como el pozole original de los aztecas, dijo Epifanio. Le falta un ingrediente. ¿Y cuál es ese ingrediente?, dijo Lalo Cura. Carne humana, dijo Epifanio. No la amoles, dijo Lalo Cura. Pues así es, los aztecas cocinaban el pozole con trozos de carne humana, dijo Epifanio. No me lo creo, dijo Lalo Cura. Bueno, es igual, tal vez yo esté equivocado o el buey que me lo contó estaba equivocado, aunque sabía un chingo, dijo Epifanio. Después hablaron de Pedro Rengifo y Lalo Cura se preguntó cómo había sido posible que él no se diera cuenta de que don Pedro era narcotraficante.
Porque todavía eres chamaco, dijo Epifanio. Y después dijo: ¿por qué crees que tiene tantos guardaespaldas? Pues porque es rico, dijo Lalo Cura. Epifanio se rió. Ándele, dijo, vamos a dormir, que usted está más dormido que despierto.
En octubre no apareció ninguna mujer muerta en Santa Teresa, ni en la ciudad ni en el desierto, y las obras para eliminar el basurero clandestino de El Chile se interrumpieron definitivamente.
Un periodista de La Tribuna de Santa Teresa que hizo la nota del traslado o demolición del basurero dijo que nunca en toda su vida había visto tanto caos. Preguntado sobre si el caos lo producían los trabajadores municipales vanamente empeñados en el intento, contestó que no, que el caos lo producía el pudridero inerte. En octubre llegaron cinco policías judiciales enviados por Hermosillo para reforzar a la dotación de judiciales que ya estaba en la ciudad. Uno de ellos vino de Caborca, el otro de Ciudad Obregón y los tres restantes de Hermosillo. Parecían tipos bragados. En octubre volvió a salir Florita Almada en el programa Una hora con Reinaldo y dijo que había consultado con sus amigos (a veces los llamaba amigos y otras veces los llamaba protectores) y que éstos le habían dicho que los crímenes iban a seguir. También le dijeron que se cuidara, que había gente que la miraba con malos ojos. Pero yo no me preocupo, dijo ella, para qué, si ya soy vieja. Después intentó hablar, delante de las cámaras, con el espíritu de una de las víctimas, pero no pudo y se desmayó. Reinaldo creyó que el desmayo era fingido y trató de reanimarla él mismo, acariciándole las mejillas y dándole de beber sorbitos de agua, pero el desmayo no tenía nada de fingido (en realidad era una lipotimia) y Florita acabó en el hospital.
Güero y muy alto. Dueño o tal vez empleado de confianza de un negocio de computadoras. En el centro. Epifanio no tardó mucho en encontrar la tienda. El tipo se llamaba Klaus Haas. Medía un metro noventa y tenía el pelo muy rubio, de un amarillo canario, como si se lo tiñera cada semana. La primera vez que fue a la tienda, Klaus Haas estaba sentado en su escritorio hablando con un cliente. Un adolescente bajito y muy moreno se le acercó y le preguntó en qué podía serle útil.
Epifanio señaló a Haas y le preguntó quién era. El jefe, dijo el adolescente. Quiero hablar con él, dijo. Ahora está ocupado, dijo el adolescente, si me dice qué anda buscando yo tal vez se lo pueda encontrar. No, dijo Epifanio. Se sentó, encendió un cigarrillo y se dispuso a esperar. Entraron otros dos clientes.
Luego entró un tipo con un guardapolvo azul y dejó unas cajas de cartón en un rincón. Haas lo saludó desde su escritorio levantando una mano. Tenía los brazos largos y fuertes, pensó Epifanio. El adolescente se acercó y le dejó un cenicero. Al fondo de la tienda había una muchacha escribiendo a máquina.
Cuando los clientes se marcharon apareció una mujer con pinta de secretaria y empezó a mirar los computadores portátiles.
Mientras los miraba iba apuntando precios y prestaciones. Iba vestida con falda y zapatos de tacón alto y Epifanio pensó que seguramente cogía con su jefe. Luego llegaron otros dos clientes y el adolescente dejó a la mujer y acudió a atenderlos. Haas, ajeno a todo, seguía hablando con el hombre al que Epifanio sólo podía verle la espalda. Las cejas de Haas eran casi blancas y de vez en cuando se reía o se sonreía por algo que decía el otro y su dentadura resplandecía como la de un actor de cine. Epifanio apagó el cigarrillo y encendió otro. La mujer se dio la vuelta y miró hacia la calle, como si alguien la esperara afuera. Su cara le pareció conocida, como si hacía tiempo la hubiera arrestado.
¿Cuánto tiempo?, pensó. Un titipuchal de años. Pero la mujer no aparentaba más de veinticinco, así que si él la había arrestado eso debió de suceder cuando ella no pasaba de los diecisiete. Puede ser, pensó Epifanio. Y después pensó que el negocio del güero no iba mal. Tenía clientes fijos y se daba el lujo de permanecer sentado en su escritorio, platicando sin prisas.
Epifanio pensó entonces en Rosa María Medina y en su credibilidad. Me vale madres su credibilidad, se dijo. Media hora después no había nadie en la tienda. Al marcharse la mujer lo miró como si ella también lo reconociera. Las risas de Haas y su amigo se habían apagado. Detrás del mostrador, que tenía forma de herradura, el güero lo estaba esperando con una sonrisa. Se sacó del bolsillo del saco la foto de Estrella Ruiz Sandoval y se la mostró. El güero la miró, sin tocarla, y luego hizo un gesto extraño con los labios, arrugando el inferior y montándolo sobre el labio superior y lo miró como preguntándole de qué iba el asunto. ¿La conoce? Creo que no, dijo Haas, aunque por la tienda pasa mucha gente. Después se presentó:
Epifanio Galindo, de la policía de Santa Teresa. Haas le extendió la mano y al estrechársela tuvo la sensación de que los huesos del güero eran de hierro. Le hubiera gustado decirle que no le mintiera, que tenía testigos, pero en lugar de eso prefirió sonreír. A espaldas de Haas, sentado en otro escritorio, el adolescente hacía como que revisaba unos papeles, pero en realidad no se perdía una palabra.
Después de cerrar la tienda el adolescente se montó en una moto japonesa y se dio una vuelta por las calles del centro, despacio, como si esperara ver a alguien, hasta que al llegar a la calle Universidad aceleró y empezó a alejarse en dirección a la colonia Veracruz. Detuvo la moto junto a una casa de dos pisos y volvió a ponerle la cadena de seguridad. Su madre lo esperaba desde hacía diez minutos con la comida hecha. El adolescente le dio un beso y encendió el televisor. La madre entró en la cocina.
Se quitó el delantal y cogió un bolso de imitación de cuero.
Le dio un beso al adolescente y se marchó. Ahorita vuelvo, dijo. El adolescente pensó en preguntarle adónde iba pero al final no dijo nada. Desde una de las habitaciones salió el llanto de un niño. El adolescente al principio no le hizo caso y siguió viendo la tele, pero cuando el llanto arreció se levantó, entró en la habitación y volvió a salir con un bebé de pocos meses en los brazos. El bebé era blanco y corpulento, todo lo contrario que su hermano. El adolescente lo sentó sobre sus rodillas y siguió comiendo. En la tele daban un programa de noticias. Vio un grupo de negros que corrían por unas calles de una ciudad norteamericana, un hombre que hablaba de Marte, un grupo de mujeres que salían del mar y se echaban a reír frente a las cámaras.
Cambió de canal con el mando a distancia. Un par de jóvenes boxeaban. Volvió a cambiar de canal, pues no le gustaba el boxeo. La madre parecía haberse esfumado, pero el bebé ya no lloraba y al adolescente no le molestaba tener que cargarlo.
Sonó el timbre de la puerta. El adolescente aún tuvo tiempo de cambiar de canal -una telenovela- y luego se levantó con el niño en brazos y abrió la puerta. Así que vives aquí, dijo Epifanio.
Sí, dijo el adolescente. Detrás de Epifanio entró un policía de corta estatura, pero más alto que el adolescente, que se sentó en el sillón sin pedir permiso. ¿Estabas cenando?, dijo Epifanio.
Sí, dijo el adolescente. Sigue, sigue, dijo Epifanio mientras entraba en los otros cuartos y volvía a salir rápidamente, como si sólo una mirada le bastara para registrar todos los rincones de la casa. ¿Cómo te llamas?, dijo Epifanio. Juan Pablo Castañón, dijo el adolescente. Bueno, Juan Pablo, primero siéntate y sigue comiendo, dijo Epifanio. Sí, señor, dijo el adolescente. Y no te pongas nervioso porque se te puede caer la criaturita, dijo Epifanio.
El otro policía se sonrió.
Una hora después se fueron y Epifanio tenía las cosas bastante más claras que antes. Klaus Haas era alemán pero se había nacionalizado norteamericano. Era el dueño de dos tiendas en Santa Teresa en donde vendía desde walkman hasta computadoras y también tenía otra tienda similar en Tijuana, que lo obligaba a ausentarse una vez al mes, para revisar los libros, pagar a los empleados y reponer existencias. También viajaba a los Estados Unidos cada dos meses, aunque en esto no había regularidad ni fecha fija salvo en la duración de los desplazamientos que no excedían nunca los tres días. Había vivido unos años en Denver, de donde se había marchado por un lío de faldas. Le gustaban las mujeres, pero que se supiera no estaba casado y no se le conocía novia. Solía frecuentar discotecas y burdeles del centro, y era amigo de algunos de los propietarios de estos locales, a quienes les había instalado en alguna ocasión cámaras de vigilancia o programas informáticos de contabilidad. Al menos en un caso el adolescente estaba seguro de lo que decía, pues había sido él el programador. Como jefe era justo y razonable y no pagaba mal, aunque a veces montaba en cólera por causas injustificadas y podía abofetear sin problemas a cualquiera, sin importarle de quién se tratara. A él nunca le había pegado, pero sí reñido por llegar alguna vez tarde al trabajo.
¿A quién había abofeteado entonces? El adolescente dijo que a una secretaria. Preguntado sobre si la secretaria que había abofeteado era la actual secretaria, el adolescente dijo que no, que era la anterior, a la que él no había conocido. ¿Cómo sabía entonces que la había abofeteado? Porque eso decían los empleados más antiguos, los del almacén, en donde el güero guardaba parte de su mercancía. Los nombres de los empleados estaban todos perfectamente anotados. Al final Epifanio le mostró la foto de Estrella Ruiz Sandoval. ¿La has visto por la tienda?
El adolescente miró la foto y dijo que sí, que su cara le sonaba de algo.
La siguiente visita que le hizo Epifanio a Klaus Haas fue cerca de la medianoche. Tocó el timbre y tuvo que esperar mucho rato a que le abrieran, aunque en la casa aún había luces.
La casa estaba en la colonia El Cerezal, una colonia de clase media con casas de uno o dos pisos, no todas de construcción reciente, en donde uno podía ir caminando a comprar el pan o la leche, por aceras arboladas y tranquilas, lejos del ruido de la colonia Madero, que estaba un poco más allá, y lejos del estruendo del centro. Fue el propio Haas quien abrió la puerta.
Llevaba una camisa blanca, por fuera de los pantalones, y al principio no lo reconoció o hizo como que no lo reconocía.
Epifanio le mostró su placa, como si estuvieran jugando, y le preguntó si se acordaba de él. Haas le preguntó qué quería.
¿Puedo pasar?, dijo Epifanio. La sala estaba bien amueblada, con sillones y un gran sofá blanco. De un mueble bar Haas sacó una botella de whisky y se sirvió un vaso. Le preguntó si quería uno. Epifanio movió la cabeza negativamente. Estoy de servicio, dijo. Haas se sacudió una risa extraña. Fue como si dijera haaa, o jaaa, o como si estornudara, pero sólo una vez. Epifanio se sentó en uno de los sillones y le preguntó si tenía una buena coartada para el día en que mataron a Estrella Ruiz Sandoval.
Haas lo miró de arriba abajo y tras unos segundos le dijo que a veces ni siquiera se acordaba de lo que había hecho la noche anterior. La cara se le puso colorada y las cejas parecieron más blancas de lo que en realidad eran, como si estuviera haciendo un esfuerzo de contención. Tengo dos testigos que afirman haberlo visto a usted con la víctima, dijo Epifanio. ¿Quiénes?, dijo Haas. Epifanio no contestó. Miró la sala e hizo un gesto de asentimiento. Esto debió de costarle una fortuna, dijo.
Trabajo mucho y algo de dinero gano, dijo Haas. ¿Me la muestra?, dijo Epifanio. ¿Qué?, dijo Haas. La casa, dijo Epifanio.
No andemos con chingaderas, hombre, dijo Haas, si quiere registrar mi casa venga con una orden del juez. Antes de marcharse Epifanio dijo: yo creo que usted mató a esa niña. A ésa y quién sabe a cuántas más. Déjese de chingaderas, dijo Haas.
Hasta pronto, dijo Epifanio, y le tendió la mano. Déjese de chingaderas, dijo Haas. Es usted un tipo con un par de huevos, dijo Epifanio ya en la puerta. Por Dios, hombre, por Dios, déjese de chingaderas y déjeme en paz, dijo Haas.
Por intermedio de un amigo de la policía de El Adobe consiguió una ficha policial de Klaus Haas. Supo así que éste no había vivido jamás en Denver sino en Tampa, Florida, en donde había sido acusado de intento de violación de una mujer llamada Laurie Enciso. Estuvo detenido un mes y luego Laurie Enciso retiró la denuncia y lo soltaron. Había otras denuncias contra él por exhibicionismo y comportamiento impropio.
Cuando quiso averiguar qué demonios querían decir los gringos con comportamiento impropio le dijeron que básicamente se referían a manoseos, insinuaciones verbales subidas de tono y a una tercera falta compuesta por las dos primeras. En Tampa, asimismo, Haas había sido multado en varias ocasiones por comercio con prostitutas, nada del otro mundo. Había nacido en Bielefeld, en la entonces República Federal de Alemania, en 1955, y había emigrado en 1980 a los Estados Unidos. En 1990 se decidió a cambiar de país, aunque ya con la nacionalidad norteamericana. Vivir en México, en el norte del estado de Sonora, fue, sin duda, una decisión feliz, pues al poco tiempo abrió una segunda tienda en Santa Teresa, en donde su cartera de clientes no cesaba de crecer, y otra en Tijuana que no parecía ir mal. Una noche, acompañado por dos policías de Santa Teresa y un judicial, entró en la tienda que Haas tenía en el centro (la otra estaba en la colonia Centeno). La tienda era mucho más grande de lo que pensaba. Varias habitaciones de la parte trasera estaban llenas de cajas con componentes de computadora que el propio Haas luego montaba. En una de ellas, sin embargo, había una cama, una palmatoria con una vela y un gran espejo junto a la cama. La luz no funcionaba, pero el judicial que iba con Epifanio se dio cuenta de inmediato de que no funcionaba simplemente porque alguien había quitado la bombilla. Había dos baños. Uno muy aseado, con jabón, papel higiénico y el suelo limpio. Junto a la taza del wáter había un escobillón que Haas obligaba a usar a sus empleados, acostumbrados tan sólo a tirar de la cadena. El otro baño estaba tan sucio que más que abandonado, aunque tenía agua y la cadena del wáter estaba intacta, parecía puesto allí a propósito para ilustrar un fenómeno asimétrico e incomprensible. Después venía un largo pasillo que desembocaba en una puerta que salía a un callejón. El callejón exhibía una amplia variedad de basura y cajas de cartón, pero desde ahí se podía ver una de las esquinas más bulliciosas de la ciudad, en una de las calles más concurridas de la noche de Santa Teresa. Después bajaron al sótano.
Dos días más tarde Epifanio, dos judiciales y tres policías de Santa Teresa acudieron a la tienda portando las órdenes judiciales que los capacitaban para detener a Klaus Haas, ciudadano norteamericano de cuarenta años, como sospechoso de la violación, tortura y asesinato de Estrella Ruiz Sandoval, ciudadana mexicana de diecisiete años, pero al llegar a la tienda, según les dijeron los empleados, el jefe no había aparecido por allí ese día, por lo que la partida se dividió, y mientras un judicial y dos policías de Santa Teresa se iban en un coche a la otra tienda, sita en la colonia Centeno, Epifanio, un judicial y el policía restante de Santa Teresa partían hacia la casa del germanonorteamericano en la colonia El Cerezal, en donde se distribuyeron estratégicamente, guardando el policía de Santa Teresa la parte trasera de la casa mientras Epifanio y el judicial llamaban a la puerta, que, para su sorpresa, les franqueó el propio Haas, con cara de estar en la punta álgida de un resfriado o gripe, en cualquier caso con síntomas notorios de haber pasado una mala noche. Haas fue informado de inmediato, sin que los policías aceptaran su invitación a pasar al interior de la casa, de que se hallaba bajo arresto desde ese preciso momento, dicho lo cual le mostraron la orden de detención y someramente lo dejaron leer las órdenes de registro que pesaban sobre su casa y sus dos tiendas, y acto seguido lo esposaron, pues el detenido era alto y corpulento y nadie sabía qué actitud podía adoptar tras asimilar el hecho consumado. Después lo metieron en la parte trasera del coche patrulla, en el cual se dirigieron de inmediato a la comisaría n.o 1, dejando al agente de la policía de Santa Teresa de vigilancia en el domicilio del detenido.
El interrogatorio de Klaus Haas duró cuatro días y lo realizaron los policías Epifanio Galindo y Tony Pintado y los judiciales Ernesto Ortiz Rebolledo, Ángel Fernández y Carlos Marín.
Presenció el interrogatorio el jefe de la policía de Santa Teresa, Pedro Negrete, quien llevó, como invitados especiales, a dos jueces de la ciudad y a César Huerta Cerna, el jefe de la Subprocuraduría General de Justicia de la Zona Norte de Sonora.
El detenido sufrió dos accesos de violencia incontrolada, por lo que tuvo que ser reducido por los agentes que lo interrogaban.
Después de esto Haas reconoció haber tenido tratos con Estrella Ruiz Sandoval, la que fue a visitarlo a su tienda de computadoras en tres ocasiones. Cinco policías de Hermosillo, del Grupo Especial Anti-Secuestros de la Policía Judicial del Estado de Sonora, buscaron pruebas incriminatorias tanto en la casa de Haas como en sus dos tiendas de Santa Teresa, con especial atención en el sótano de la tienda situada en el centro de la ciudad, y hallaron restos de sangre en una de las mantas de la habitación del sótano y también en el suelo. Los familiares de Estrella Ruiz Sandoval se prestaron a la prueba del ADN, pero las muestras de sangre se perdieron antes de llegar a Hermosillo, desde donde tenían que salir a un laboratorio de San Diego.
Preguntado al respecto, el detenido Haas dijo que la sangre probablemente era de alguna de las mujeres con las que había mantenido relaciones durante el período menstrual. Cuando Haas dio esta información el judicial Ortiz Rebolledo le preguntó si se creía muy hombre. Lo normal, dijo Haas. Un hombre normal no coge con una mujer que sangra, dijo Ortiz Rebolledo.
Yo sí, fue la respuesta de Haas. Sólo los puercos lo hacen, dijo el judicial. En Europa todos somos puercos, contestó Haas. Entonces el judicial Ortiz Rebolledo se puso excesivamente nervioso y fue reemplazado en el interrogatorio por Ángel Fernández y por el policía de Santa Teresa Epifanio Galindo. Los agentes científicos del Grupo Anti-Secuestros no encontraron huellas dactilares en la habitación del sótano, pero en el garaje de la vivienda de Haas hallaron varios objetos punzocortantes, entre ellos un machete cuya hoja medía setentaicinco centímetros, antiguo pero en perfecto estado de conservación, y dos grandes navajas de cazador. Estas armas estaban limpias y no se pudo detectar en ellas ni un solo rastro de sangre o tejidos. Durante su interrogatorio Klaus Haas tuvo que ser llevado al Hospital General Sepúlveda en un par de ocasiones, la primera para que fuera atendido de su gripe, que se complicó con fiebre muy alta, y la segunda para que le proporcionaran una cura a una herida que se hizo en el ojo y en la ceja derecha mientras se dirigía de la sala de interrogatorios a su calabozo. Al tercer día de estancia, por sugerencia de la propia policía de Santa Teresa, Haas se avino a llamar por teléfono a su cónsul en la ciudad, Abraham Mitchell, el cual se encontraba en paradero desconocido. Un funcionario, de nombre Kurt A. Banks, atendió la llamada y al día siguiente acudió a la comisaría, en donde sostuvo una plática de diez minutos con su compatriota, pasados los cuales se marchó sin elevar ni una protesta. Poco después el detenido Klaus Haas fue trasladado a un furgón y se le condujo hasta el presidio de la ciudad.
Mientras estuvo en la comisaría algunos policías fueron a ver a Haas. La mayoría fue a verlo a los calabozos, pero allí Haas sólo se dedicaba a dormir o a fingir que dormía, la cara tapada con una manta, y únicamente pudieron admirar sus enormes pies huesudos. A veces se dignaba hablar con el policía que le bajaba el rancho. Hablaban de comida. El policía le preguntaba si le gustaba la comida mexicana y Haas decía que no estaba mal y luego se quedaba en silencio. Epifanio Galindo llevó a Lalo Cura a ver a Haas durante uno de los interrogatorios.
A Lalo le pareció un tipo astuto. No parecía astuto, pero supuso que lo era por la forma que tenía de responder a las preguntas que le hacían los judiciales. Y también le pareció un tipo incansable que hacía sudar y perder la paciencia a los tipos que estaban encerrados con él en la sala insonorizada, los tipos que le juraban amistad o simpatía y le decían habla, aliviánate, en México no hay pena de muerte, sácate de dentro eso que te está matando, y que luego le pegaban y lo insultaban. Pero Haas era incansable y parecía salirse de la realidad (o intentaba sacar de la realidad a los judiciales) con frases inesperadas y preguntas incoherentes. Durante media hora Lalo Cura estuvo contemplando el interrogatorio, y se hubiera quedado dos o tres horas más, pero Epifanio le dijo que se marchara porque iban a llegar de un momento a otro el jefe y otra gente importante y no querían que aquello se convirtiera en una atracción de feria.
En la cárcel de Santa Teresa a Haas lo pusieron en una celda individual hasta que se le bajara la fiebre. Sólo había cuatro celdas individuales. Una de ellas la ocupaba un narcotraficante acusado de matar a dos policías norteamericanos, la otra la ocupaba un abogado mercantilista acusado de fraude, la tercera estaba ocupada por los dos guardaespaldas del narco y la cuarta estaba ocupada por un ranchero de El Alamillo que había estrangulado a su mujer y matado a balazos a sus dos hijos.
Para poner a Haas llevaron a los guardaespaldas del narcotraficante a la crujía número tres, a una celda ocupada por cinco reclusos.
Las celdas individuales sólo tenían una cama, atornillada al suelo, y cuando dejaron a Haas en su nuevo hogar éste descubrió, por el olor, que allí estuvieron dos personas, una que dormía en la cama y la otra que dormía sobre un petate en el suelo. La primera noche que pasó en la cárcel le costó quedarse dormido. Caminaba por la celda y de vez en cuando se daba palmadas en los brazos. El ranchero, que tenía el sueño ligero, le dijo que dejara de hacer ruido y que se pusiera a dormir.
Haas preguntó, en la oscuridad, quién le había hablado. El ranchero no le contestó y durante un minuto Haas permaneció inmóvil, silencioso, esperando que alguien le dijera algo. Cuando se dio cuenta de que nadie le iba a responder siguió dando vueltas por la celda y dándose palmadas en los brazos, como si matara mosquitos, aunque allí no había mosquitos, hasta que el ranchero volvió a decirle que dejara de hacer ruido. Esta vez Haas no se detuvo ni preguntó quién le hablaba. La noche se hizo para dormir, pinche gringo, oyó que le decía el ranchero.
Luego lo oyó darse vueltas en su cama y se imaginó que el tipo se tapaba la cabeza con la almohada, lo que le provocó un ataque de hilaridad. No te tapes la cabeza, le dijo en voz alta y bien timbrada, igual vas a morir. ¿Y quién me va a matar, pinche gringo, tú? Yo no, hijo de la chingada, dijo Haas, va a venir un gigante y el gigante te va a matar. ¿Un gigante?, dijo el ranchero.
Tal como lo oyes, hijo de la chingada, dijo Haas. Un gigante.
Un hombre muy grande, muy grande, y te va a matar a ti y a todos. Estás loco, pinche gringo, dijo el ranchero. Durante un instante nadie dijo nada y el ranchero pareció dormirse otra vez. Al poco rato, sin embargo, Haas dijo que escuchaba sus pasos. El gigante ya estaba en camino. Era un gigante ensangrentado de la cabeza a los pies y ya se había puesto en camino.
El abogado mercantilista se despertó y preguntó de qué hablaban. Su voz era suave, astuta y asustada. Aquí el compadre se ha vuelto loco, dijo la voz del ranchero.
Cuando Epifanio fue a visitar a Haas uno de los carceleros le comentó que el gringo no dejaba dormir a los otros presos.
Hablaba de un monstruo y se pasaba las noches en vela. Epifanio quiso saber a qué clase de monstruo se refería el gringo y el carcelero le dijo que hablaba de un gigante, un amigo suyo, probablemente, que iba a ir a rescatarlo y a matar a todos los que lo habían jodido. Como él no puede dormir no respeta el sueño de nadie, le dijo el carcelero, y tampoco respetaba a los mexicanos, a quienes llamaba indios o grasientos. Epifanio quiso saber por qué grasientos y el carcelero, muy serio, le contestó que, según Haas, los mexicanos no se lavaban, no se bañaban.
Añadió que, según Haas, los mexicanos tenían una glándula que los hacía segregar una especie de sudor aceitoso, más o menos como los negros, que, según Haas, tenían una glándula que los hacía segregar un olor particular e inconfundible.
Aunque la verdad era que el único que no se bañaba era Haas, a quien los funcionarios de la prisión preferían no obligar a ir a las duchas hasta no recibir órdenes del juez o del alcaide en persona, el cual, por lo visto, estaba llevando el asunto con guantes de seda. Cuando Epifanio se enfrentó con Haas éste no lo reconoció. Tenía grandes ojeras y parecía mucho más delgado que cuando lo vio por primera vez, pero no se le apreciaba ninguna de las heridas producidas durante el interrogatorio.
Epifanio le ofreció cigarrillos, pero Haas dijo que no fumaba.
Después Epifanio le habló de la cárcel de Hermosillo, que era un edificio de construcción reciente, con crujías amplias y patios enormes dotados de instalaciones deportivas. Si se declaraba culpable, le dijo, él se encargaría de que lo trasladaran allá, en donde iba a tener una celda para él solo, pero mucho mejor que ésta. Sólo entonces Haas lo miró a los ojos por primera vez y dijo déjese de chingaderas. Epifanio se dio cuenta de que Haas lo había reconocido y le sonrió. Haas no le devolvió la sonrisa. Tenía una cara, pensó Epifanio, rara, no sé, como escandalizado.
Moralmente escandalizado. Le preguntó por el monstruo, por el gigante, le preguntó si el gigante era él mismo y entonces Haas sí que se rió. ¿Yo mismo? No tiene idea de nada, escupió. Sáquese a chingar a su puta madre.
Los presos de las celdas individuales podían salir al patio de la crujía o podían quedarse encerrados y sólo salir muy temprano, de seis y media a siete y media de la mañana, cuando el patio estaba vedado al resto de presos, o a partir de las nueve de la noche, cuando en teoría se había realizado el recuento nocturno y los internos habían vuelto a sus celdas. El ranchero parricida y el abogado mercantilista salían sólo por la noche, después de cenar. Daban un paseo por el patio, hablaban de negocios y de política y luego retornaban a sus celdas. El narcotraficante compartía los horarios de patio con los demás presos y se podía estar horas apoyado en una pared, fumando y contemplando el cielo, mientras sus guardaespaldas, nunca demasiado lejos, marcaban con su presencia un perímetro invisible alrededor de su jefe. Klaus Haas, cuando la fiebre remitió, decidió salir «en horario normal», según le explicó al carcelero.
Cuando éste le preguntó si no tenía miedo de que lo mataran en el patio, Haas hizo un gesto de desprecio y mencionó la palidez cadavérica de los rostros del ranchero y del abogado, a quienes nunca tocaba la luz del sol. La primera vez que salió al patio el narcotraficante, que hasta entonces no se había interesado por él, le preguntó quién era. Haas dijo su nombre y se presentó como experto en computación. El narcotraficante lo miró de arriba abajo y siguió caminando como si su curiosidad se hubiera agotado de forma instantánea. Algunos presos, pocos, llevaban los restos remendados de lo que había sido el uniforme de la prisión, aunque la mayoría iba vestido como le daba la gana. Había quienes vendían refrescos que llevaban en cajas que conservaban el frío, cajas de plástico que cargaban con un solo brazo y que luego ponían en el suelo cerca de donde se jugaban partidos de fútbol de cuatro jugadores por bando o de básket. Otros vendían cigarrillos y fotos pornográficas.
Los más discretos repartían droga. El patio tenía la forma de una V. La mitad del suelo era de cemento y la otra de tierra y estaba flanqueado por dos muros con torres de vigilancia de donde asomaban guardianes aburridos que fumaban marihuana.
En la parte estrecha de la V se apreciaban las ventanas de algunas celdas, con ropa tendida colgando de los barrotes. En la parte abierta, había una reja metálica de unos diez metros de altura, detrás de la cual se deslizaba un camino pavimentado que conducía a otras dependencias de la cárcel, y más allá había otra reja, menos alta, pero adornada con una crin de alambre de púas, que parecía surgida directamente del desierto. La primera vez que salió al patio, durante unos minutos, a Haas le pareció que estaba caminando por un parque de una ciudad extranjera donde nadie sabía quién era. Por un instante se sintió libre. Pero allí todos sabían todo, se dijo, y esperó pacientemente a que se le acercara el primer preso. Al cabo de una hora le ofrecieron drogas y cigarrillos, pero él sólo compró un refresco.
Mientras se lo tomaba, mirando el partido de básket, se le acercaron unos cuantos presos y le preguntaron si era cierto que él había matado a todas esas mujeres. Haas dijo que no.
Entonces los presos le preguntaron por su trabajo y si daba lana vender computadoras. Haas dijo que eso iba por rachas. Y que un empresario, a ciencia cierta, nunca lo sabía. O sea que tú eres un empresario, dijeron los presos. No, dijo Haas, soy un experto en informática que ha levantado su propio negocio. Lo dijo con tanta seriedad y convicción que algunos de los presos asintieron. Después Haas quiso saber qué hacían ellos afuera y la mayoría se puso a reír. Ahí no más, fue la única frase que entendió.
Él también se puso a reír e invitó a los cinco o seis que lo rodeaban a tomar unos refrescos.
La primera vez que fue a las duchas un tipo al que llamaban el Anillo lo quiso forzar. El tipo era grande pero comparado con Haas resultaba pequeño y por la cara que puso se veía que hacía aquello como si las circunstancias lo obligaran a interpretar aquel rol. Si de él hubiera dependido, decía su cara, se habría hecho una paja tranquilamente en su celda. Haas lo miró a la cara y le preguntó cómo era posible que un adulto se comportara así. El Anillo no entendió nada y se rió. Tenía la cara ancha y el rostro lampiño y su risa no era desagradable.
Los presos que estaban a su lado también se rieron. El amigo del Anillo, un preso más joven llamado el Guajolote, sacó un punzón de debajo de una toalla y le dijo que se callara el hocico y fuera con ellos a una esquina. ¿En una esquina?, dijo Haas. ¿En una chingada esquina? Dos de los amigos que había hecho Haas en el patio se pusieron detrás del Guajolote y le sujetaron los brazos. El rostro de Haas estaba escandalizado. El Anillo volvió a reírse y dijo que no era para tanto. ¿En una esquina no es para tanto?, gritó Haas. ¿En una esquina como los perros no es para tanto? Otro de los amigos de Haas se puso junto a la puerta y nadie pudo entrar ni salir de las duchas.
Que te haga una mamada, gringo, gritó uno de los presos. Que el pinche buey te haga un guagüis, gringo. Ahorita. Plánchalo.
Las voces de los presos subieron de volumen. Haas le arrebató el punzón al Guajolote y le dijo al Anillo que se pusiera a cuatro patas. Si no tiemblas, pendejo, nada te pasará. Si tiemblas o tienes miedo, vas a tener dos agujeros para cagar. El Anillo se quitó la toalla y se puso en el suelo a cuatro patas. No, ahí no, dijo Haas, bajo la ducha. El Anillo se levantó con un gesto de indiferencia y se puso debajo del agua. El pelo, ondulado y peinado hacia atrás, le cayó sobre los ojos. Disciplina, chingados, sólo pido un poco de disciplina y respeto, dijo Haas cuando a su vez entró en el pasillo de las duchas. Luego se arrodilló detrás del Anillo, le susurró a éste que se abriera bien de piernas, y le introdujo lentamente el punzón hasta el mango. Algunos pudieron ver que cada cierto tiempo el Anillo sofocaba un gritito.
Otros pudieron ver que del culo del Anillo caían gotas de sangre muy oscura que el agua deshacía en segundos.
Los amigos de Haas se llamaban el Tormenta, el Tequila y el Tutanramón. El Tormenta tenía veintidós años y estaba cumpliendo condena por haber matado a un guarura de un narco que se quería beneficiar a su hermana. En la cárcel lo habían intentado matar dos veces. El Tequila tenía treinta años y tenía los anticuerpos del sida, aunque muy pocos lo sabían puesto que aún no había desarrollado la enfermedad. El Tutanramón tenía dieciocho años y su mote venía de una película. Su nombre auténtico era Ramón, pero había ido a ver más de tres veces La venganza de la momia, que era su película favorita, y sus amigos, o tal vez él mismo, como creía Haas, lo bautizaron con el nombre de Tutanramón. Haas los contentaba comprándoles latas de conserva y drogas. Ellos le hacían recados o le servían de guardaespaldas. A veces Haas los escuchaba hablar de sus cosas, de sus negocios, de su vida familiar, de lo que más deseaban y de lo que más temían, y no entendía nada. Parecían extraterrestres.
Otras veces era Haas el que hablaba y sus tres amigos escuchaban sumidos en un silencio conmovedor. Haas hablaba de contención, de autoesfuerzo, de autoayuda, el destino de los individuos está en manos de cada individuo, un hombre podía llegar a ser Lee Giacoca si se lo proponía. Ellos no tenían idea de quién era Lee Giacoca. Suponían que se trataba de un jefe de la mafia. Pero no preguntaban nada por temor a que Haas perdiera el hilo.
Cuando Haas fue trasladado a la crujía con los demás presos, el narcotraficante se le acercó para despedirse, un detalle que Haas agradeció emocionado. Si tienes algún problema, avísame, le dijo, pero sólo si tienes un problema gordo, no me molestes por chingaderas. Procuro no molestar, dijo Haas. Ya me he dado cuenta, dijo el narcotraficante. En la visita del día siguiente, su abogada le preguntó si quería que iniciara las diligencias para que lo volvieran a poner en la celda individual.
Haas le dijo que ya estaba bien así, que tarde o temprano iba a tener que dejar aquella celda y que más valía aceptar lo antes posible la realidad. ¿Qué puedo hacer por ti?, le dijo su abogada.
Tráeme un teléfono celular, le dijo Haas. No es fácil que te dejen tener un teléfono en la cárcel, le dijo su abogada. Es fácil, es fácil, dijo Haas. Tráemelo.
Una semana más tarde le pidió a su abogada otro celular, y poco después otro. El primero se lo vendió a un tipo que cumplía condena por la muerte de tres personas. Era un tipo común y corriente, más bien chaparro, al que regularmente le mandaban dinero de afuera, probablemente para que mantuviera la boca cerrada. Haas le dijo que la mejor manera de controlar los negocios era mediante un celular y el tipo pagó tres veces lo que le había costado el teléfono. El otro se lo vendió a un carnicero que había matado a uno de sus empleados, un adolescente de quince años, con un cuchillo de destazar bestias.
Cuando al carnicero le preguntaban, medio en broma, por qué había matado al muchacho, contestaba que por ladrón y por abusar de su confianza. Los reclusos entonces se reían y le preguntaban si no había sido, más bien, por no dejarse encular. El carnicero entonces agachaba la cabeza y negaba varias veces, con obstinación, pero de sus labios no salía ni una sola palabra en contra de aquel infundio. Desde la cárcel quería seguir manejando sus dos carnicerías pues pensaba que su hermana, que ahora estaba al frente de los negocios, le robaba. Haas le vendió el teléfono y le enseñó a utilizar la agenda y a mandar mensajes.
Le cobró cinco veces el valor original del aparato.
Haas compartía la celda con otros cinco reclusos. El que mandaba era un tipo llamado Farfán. Tenía cerca de cuarenta años y Haas nunca había visto un hombre más feo. El pelo le crecía desde la mitad de la frente, tenía ojos de ave rapaz puestos como al azar en medio de una cara de filiación porcina. Era panzudo y olía mal. Tenía un bigote ralo, que crecía de forma despareja y al que se le solían adherir restos minúsculos de comida.
Las raras ocasiones en que se reía lo hacía como un burro y sólo en aquellos momentos su rostro parecía soportable.
Cuando Haas llegó a la celda pensó que no tardaría en meterse con él, pero lo cierto es que Farfán no sólo no se metió con él sino que parecía perdido en una especie de laberinto, en donde todos los presos eran figuras inmateriales. Tenía amigos en la crujía, otros tipos duros que lo utilizaban como valedor, pero sólo buscaba la compañía de un preso igual de feo que él, un tal Gómez, un tipo delgado y con cara de lombriz, que tenía un lunar del tamaño de un puño en la mejilla izquierda y ojos vidriosos de drogado perenne. Se solían ver en el patio y en el comedor. En el patio se saludaban con un movimiento de cabeza y si bien participaban en corros mayores, al final siempre se despegaban y terminaban tomando el sol apoyados en la pared o caminando ensimismados de la cancha de básket hasta la reja. Entre ellos no hablaban mucho, tal vez porque no tenían demasiadas cosas que decirse. Farfán, cuando entró en la cárcel, era tan pobre que ni el abogado de oficio lo iba a visitar. Gómez, que estaba allí por robar camiones, sí que tenía abogado, y después de conocerse consiguió que su abogado tramitara los papeles de Farfán. La primera vez que se encularon fue en una de las dependencias de la cocina. De hecho, Farfán violó a Gómez.
Lo golpeó, lo arrojó contra unos sacos y lo violó dos veces.
La rabia de Gómez fue tan grande que intentó matar a Farfán.
Una tarde lo esperó en la cocina, donde Farfán trabajaba lavando platos y acarreando sacos de frijoles, y trató de apuñalarlo con un punzón, pero a Farfán no le costó mucho reducirlo.
Volvió a violarlo y después, mientras aún mantenía a Gómez debajo de su cuerpo, le dijo que una situación como ésa tenía que acabar de una forma o de otra. Como compensación se prestó a que Gómez lo enculara. Es más, le devolvió el punzón en prenda de confianza y luego se bajó los pantalones y se dejó caer en el jergón. Allí tirado, con el culo al aire, Farfán parecía una cerda, sin embargo Gómez lo enculó y retomaron su amistad.
Como Farfán era el más fuerte, en ocasiones obligaba a los otros a abandonar la celda. Al poco rato aparecía Gómez y se ponían a coger y luego, cuando ambos habían acabado, se ponían a fumar y a hablar o permanecían en silencio, Farfán acostado en su camastro y Gómez acostado en el de otro recluso, mirando el techo o las volutas de humo que salían por la ventana abierta. A Farfán, en ocasiones, el humo le parecía que adquiría formas extrañas: culebras, brazos, piernas que se doblaban, cinturones que restallaban el aire, submarinos de otra dimensión. Entrecerraba los ojos y decía: qué suave, qué jalada más suave. Gómez, que era más práctico, le preguntaba qué era lo suave, de qué hablaba, y Farfán no sabía explicarse. Entonces Gómez se incorporaba y empezaba a mirar a todos lados, como si buscara los fantasmas de su amigo, y terminaba diciendo: te rugen las patrullas.
Haas no entendía cómo una verga se podía poner erecta delante de un agujero del culo como el de Farfán o el de Gómez.
Podía entender que un hombre se calentara con un adolescente, un efebo, pensaba, pero no que un hombre o el cerebro de ese hombre pudiera enviar señales para que la sangre llenara las esponjas del pene, una por una, con lo difícil que eso era, con el solo reclamo de un ojete como el de Farfán o el de Gómez. Animales, pensaba. Bestias inmundas atraídas por la inmundicia. En sus sueños se veía a sí mismo recorriendo los pasillos de la cárcel, las diferentes crujías, y podía ver sus ojos semejantes a los de un halcón mientras caminaba con paso firme por aquel laberinto de ronquidos y de pesadillas, atento a lo que pasaba en cada celda, hasta que de pronto ya no podía seguir avanzando y se detenía al borde de un abismo (pues la cárcel de sus sueños era como un castillo levantado a orillas de un abismo insondable). Allí, incapaz de retroceder, levantaba los brazos, como si clamara al cielo (tan ensombrecido como el abismo), y luego intentaba decir algo, hablar, advertir, aconsejar a una legión de Klaus Haas en miniatura, pero se daba cuenta, o por un instante tenía la impresión, de que alguien le había cosido los labios. En el interior de la boca, sin embargo, notaba algo. No era su lengua, no eran sus dientes. Un trozo de carne que procuraba no tragar mientras con una mano se arrancaba los hilos. La sangre le corría por la barbilla. Sentía las encías como anestesiadas. Cuando por fin podía abrir la boca escupía el trozo de carne y luego se ponía de rodillas en la oscuridad y lo buscaba. Al encontrarlo, y tras palparlo con detenimiento, se daba cuenta de que era un pene. Alarmado, se llevaba una mano a la bragueta, con miedo de no encontrar su propio pene, pero éste estaba allí, de modo que el pene que tenía en las manos era el pene de otra persona. ¿De quién?, pensaba mientras de sus labios seguía manando sangre. Luego sentía mucho sueño y se ovillaba al borde del abismo y se quedaba dormido. Entonces lo que solía pasar era que tenía otros sueños.
Violar mujeres y luego matarlas le parecía más atractivo, más sexy, que enterrar la verga en el agujero purulento de Farfán o en el agujero lleno de mierda de Gómez. Si siguen enculándose los voy a matar, pensaba a veces. Primero mataré a Farfán, luego mataré a Gómez, los tres T me ayudarán, me proporcionarán el arma y la coartada, la logística, luego tiraré los cuerpos al abismo y nadie volverá a acordarse de ellos.
Al cabo de quince días de haber ingresado en el presidio de Santa Teresa, Haas dio lo que se podría llamar su primera rueda de prensa, a la que asistieron cuatro periodistas del DF y casi la totalidad de los medios escritos del estado de Sonora.
Durante la entrevista Haas se ratificó en su inocencia, dijo que durante el interrogatorio le fueron administradas «sustancias extrañas» para conseguir doblegar su voluntad. No recordaba haber firmado nada, ninguna declaración autoinculpatoria, pero señaló que si la había ésta fue conseguida tras cuatro días de tortura física, psicológica «y médica». Advirtió a los periodistas que ocurrirían «cosas» en Santa Teresa que demostrarían que él no era el asesino de mujeres. En la cárcel, insinuó, uno se enteraba de muchas noticias. Entre los periodistas llegados del DF estaba Sergio González. Su presencia allí no obedecía, como en la primera ocasión, a que necesitara dinero y estuviera haciendo un trabajo extra. Cuando se enteró de que Haas había sido detenido, habló con el jefe de la sección de policiales y le pidió, como un favor especial, que lo dejara seguir el caso. El jefe no puso ningún reparo y cuando se supo que Haas pensaba hablar con la prensa, telefoneó a Sergio a la sección de cultura y le dijo que si quería ir, que fuera. El asunto está cerrado, le dijo, no termino de entender muy bien el interés que tienes por él. Tampoco Sergio González lo entendía muy bien. ¿Puro morbo o tal vez la certeza de que en México nunca nada se cerraba del todo? Cuando la improvisada rueda de prensa terminó la abogada de Haas se despidió de todos los periodistas con un apretón de mano. Cuando le tocó el turno a Sergio éste notó que le había deslizado, sin que nadie se diera cuenta, un papel. Se metió la mano en el bolsillo y dejó el papel allí. Al salir de la cárcel, y mientras esperaba un taxi, lo examinó. En el papel sólo había un número de teléfono.
La rueda de prensa de Haas fue un pequeño escándalo. En algunos medios se preguntaron desde cuándo un recluso podía citar a la prensa y hablar con ella, en la cárcel, como si ésta fuera su casa y no el lugar al que lo destinaba el Estado y la justicia para pagar un delito o, como bien recordaban las fojas propias del caso, para cumplir una pena. Se dijo que el alcaide había recibido un dinero de Haas. Se dijo que Haas era el heredero, el único heredero, de una riquísima familia europea. Según esta noticia, Haas nadaba en lana y tenía a su servicio a toda la cárcel de Santa Teresa.
Aquella noche, después de la rueda de prensa, Sergio González llamó al número que le había dado la abogada. Le contestó Haas. No supo qué decir. ¿Bueno?, dijo Haas. Tiene usted un teléfono, dijo Sergio González. ¿Con quién hablo?, dijo Haas. Soy uno de los periodistas que hoy estuvieron con usted.
El del DF, dijo Haas. Sí, dijo Sergio González. ¿Con quién esperaba hablar usted?, dijo Haas. Con su abogada, reconoció Sergio. Vaya, vaya, vaya, dijo Haas. Durante un instante ambos se quedaron en silencio. ¿Quiere que le cuente algo?, dijo Haas.
Aquí en la cárcel, los primeros días, yo tenía miedo. Pensaba que los otros presos, al verme, se abalanzarían sobre mí para vengar la muerte de todas esas niñas. Para mí, estar en la cárcel era exactamente igual que ser abandonado un sábado al mediodía en uno de esos barrios, la colonia Kino, la San Damián, la colonia Las Flores. Un linchamiento. Morir despellejado. ¿Me entiende? La turba escupiéndome y luego pateándome y luego despellejándome. Sin posibilidad de decir nada. Pero pronto me di cuenta de que en la cárcel nadie me iba a despellejar. Al menos no por lo que me acusaban. ¿Qué quiere decir eso?, me pregunté a mí mismo. ¿Que estos bueyes eran insensibles a los asesinatos? No. Aquí, quien más y quien menos, todos son sensibles a lo que ocurre fuera, como si dijéramos, a los latidos de la ciudad. ¿Qué pasaba, entonces? Se lo pregunté a un preso. Le pregunté qué pensaba de las mujeres muertas, de las muchachitas muertas. Me miró y me dijo que eran unas putas. ¿O sea, se merecían la muerte?, dije. No, dijo el preso. Se merecían ser cogidas cuantas veces tuviera uno ganas de cogerlas, pero no la muerte. Entonces le pregunté si creía que yo las había matado y el cabrón me dijo no, no, tú seguro que no, gringo, como si yo fuera un jodido gringo, que puede que lo sea en el fondo, aunque cada vez lo soy menos. ¿Qué pretende decirme?, dijo Sergio González. Que en la cárcel saben que yo soy inocente, dijo Haas. ¿Y cómo lo saben?, se preguntó Haas. Eso me costó un poco más averiguarlo. Es como un ruido que alguien oye en un sueño. El sueño, como todos los sueños que se sueñan en espacios cerrados, es contagioso. De pronto lo sueña uno y al cabo de un rato lo sueña la mitad de los reclusos. Pero el ruido que alguien ha oído no es parte del sueño sino de la realidad. El ruido pertenece a otro orden de cosas. ¿Me entiende? Alguien y luego todos han oído un ruido en un sueño, pero el ruido no se produjo en el sueño sino en la realidad, el ruido es real. ¿Me entiende? ¿Está claro para usted, señor periodista? Creo que sí, dijo Sergio González. Creo que lo estoy entendiendo. ¿Sí, sí, seguro que sí?, dijo Haas. Quiere usted decir que hay alguien en la cárcel que sabe fehacientemente que usted no pudo cometer los asesinatos, dijo Sergio. Exactamente, dijo Haas. ¿Y sabe usted quién es esa persona? Tengo algunas ideas, dijo Haas, pero necesito tiempo, lo que en mi caso resulta paradójico, ¿no le parece? ¿Por qué?, dijo Sergio. Pues porque aquí lo único que tengo en abundancia es tiempo. Pero yo necesito más tiempo aún, mucho más, dijo Haas. Después Sergio quiso preguntarle a Haas por su confesión, por la fecha del juicio, por el trato recibido por la policía, pero Haas le dijo que de eso hablarían en otro momento.
Esa misma noche el judicial José Márquez le confidenció al judicial Juan de Dios Martínez una conversación que había escuchado sin querer en una de las dependencias de la policía de Santa Teresa. Los que hablaban eran Pedro Negrete, el judicial Ortiz Rebolledo, el judicial Ángel Fernández y el guarura de Negrete, Epifanio Galindo, aunque a decir verdad Epifanio Galindo fue el único que no abrió la boca. El tema de conversación era la rueda de prensa que había dado el sospechoso Klaus Haas.
Para Ortiz Rebolledo la culpa era del alcaide. Seguramente Haas le había dado dinero. Ángel Fernández estaba de acuerdo. Pedro Negrete dijo que probablemente allí había algo más. Un peso extra para inclinar la voluntad del alcaide en una u otra dirección.
Entonces salió el nombre de Enrique Hernández. Yo creo que Enriquito Hernández convenció al alcaide, dijo Negrete.
Puede ser, dijo Ortiz Rebolledo. Hijo de la gran chingada, dijo Ángel Fernández. Y eso fue todo. Después José Márquez entró en la oficina donde estaban los otros, saludó, hizo ademán de quedarse pero Ortiz Rebolledo, con un gesto, le indicó que era mejor que se largara, y cuando salió el mismo Ortiz Rebolledo cerró la puerta con pestillo para no volver a ser molestados.
Enrique Hernández tenía treintaiséis años. Durante un tiempo trabajó para Pedro Rengifo y luego para Estanislao Campuzano. Había nacido en Cananea y cuando tuvo suficiente dinero se compró un rancho en las afueras, en donde criaba ganado vacuno, y una casa, la mejor que pudo hallar, en el centro de la ciudad, a pocos pasos de la plaza del mercado.
Todos sus hombres de confianza, además, eran naturales de Cananea. Se suponía que era el encargado de transportar la droga que llegaba por mar a Sonora, en algún punto entre Guaymas y Cabo Tepoca, con una flota de cinco camiones y tres Suburban. Su misión consistía en dejar los alijos a salvo en Santa Teresa, después otra persona se encargaba de transportarla a los Estados Unidos. Pero un día Enriquito Hernández entró en contacto con un salvadoreño que estaba metido en el negocio y que, como él, quería independizarse, y el salvadoreño lo puso en contacto con un colombiano, y de golpe Estanislao Campuzano se encontró sin encargado de transporte en México y con Enriquito convertido en competidor. El volumen de los negocios, de todas maneras, no era comparable. Por cada kilo que movía Enriquito, Campuzano movía veinte, pero el rencor no conoce diferencias de lonja, así que Campuzano, con paciencia y sin precipitarse, esperó su hora. Por supuesto, no le convenía entregar a Enriquito por motivos relacionados con el tráfico de drogas, sino sacarlo de circulación, de forma legal, y luego encargarse él, bajo cuerda, de recuperar la ruta. Cuando llegó el momento (un asunto de faldas en el que a Enriquito se le fue la mano y terminó matando a cuatro personas de una misma familia), Campuzano puso sobre aviso a la Procuraduría de Sonora, repartió dinero y pistas, y Enriquito acabó con sus huesos en la cárcel. Durante las dos primeras semanas no pasó nada, pero a la tercera semana cuatro pistoleros se presentaron en un almacén en las afueras de San Blas, en el norte del estado de Sinaloa, y tras matar a los dos vigilantes se llevaron un cargamento de cien kilos de coca. El almacén pertenecía a un campesino de Guaymas, en el sur del estado de Sonora, que llevaba muerto más de cinco años. Campuzano envió a investigar el asunto a uno de sus hombres de confianza, un tal Sergio Cansino (alias Sergio Carlos, alias Sergio Camargo, alias Sergio Carrizo), quien, tras preguntar en la gasolinera y en los alrededores del almacén, sólo sacó en claro que durante el robo más de una persona vio por allí una Suburban negra como las que usaban los hombres de Enriquito Hernández. Después Sergio buscó, por si acaso encontraba al propietario, en los ranchos de la zona, y en su búsqueda llegó hasta El Fuerte, pero allí nadie, ni los pocos rancheros que encontró, tenía dinero para comprarse un vehículo así. El dato no era tranquilizador, pero sólo era eso, pensó Estanislao Campuzano, un dato que necesitaba ser contrastado. La Suburban bien podía ser de un turista norteamericano perdido por aquellas polvaredas, o podía ser de un judicial que pasaba por allí, o de un alto funcionario de vacaciones con su familia. Poco después, mientras iba por la carretera de terracería de La Discordia a El Sasabe, en la frontera con Estados Unidos, le asaltaron un camión cargado con veinte kilos de coca a Estanislao Campuzano, matando al chofer y al acompañante, que iban desarmados, pues pensaban cruzar esa tarde a Arizona y nadie cruza armado al tiempo que transporta droga. O pasas con armas o con drogas, pero no con las dos cosas al mismo tiempo. De los hombres que iban en el camión nunca más se supo. De la droga, tampoco. El camión apareció dos meses después en una chatarrería de Hermosillo. Según Sergio Cansino el dueño de la chatarrería les había comprado el camión, en muy mal estado, además, a tres yonquis que eran delincuentes habituales y soplones de la policía de Hermosillo.
Habló con uno de ellos, apodado el Elvis, quien le dijo que el camión se lo había regalado por cuatro pesos un salidor de Sinaloa. Cuando Sergio le preguntó cómo sabía que era de Sinaloa, el Elvis contestó que por la forma de hablar. Cuando le preguntó cómo sabía que era un salidor, el Elvis contestó que por los ojos. Miraba como salidor, generoso, sin miedo a nada, ni a los tirantes ni a los ricardos, un salidor de verdad, uno que igual te pega un balazo en el hígado que te cambia su camión por un Marlboro o un toquesín de mora. ¿Te dio el camión a cambio de un cigarrillo de grifa?, le preguntó Sergio riéndose.
Medio cigarro de mostaza, dijo el Elvis. Esta vez sí que Campuzano sintió coraje.
¿Por qué Enriquito Hernández, a su manera, claro, está protegiendo a Haas?, se preguntó el judicial Juan de Dios Martínez.
¿Cómo se beneficia? ¿A quiénes perjudica protegiendo a Haas? Y también se preguntó: ¿hasta cuándo piensa protegerlo?
¿Durante un mes, durante dos meses, todo el tiempo que crea necesario? ¿Y por qué descartar la simpatía, la amistad? ¿Acaso no era posible que Enriquito se hubiera hecho amigo de Haas?
¿Acaso no era posible que la protección sólo estuviera determinada por la amistad? Pero no, se dijo Juan de Dios Martínez, Enriquito Hernández no tenía amigos.
En octubre de 1995 no apareció ninguna mujer muerta en Santa Teresa ni en sus alrededores. Desde mediados de septiembre, como se suele decir, la ciudad respiraba en paz. En noviembre, sin embargo, fue encontrada una desconocida en la barranca El Ojito, a quien posteriormente se identificó como Adela García Estrada, de quince años de edad, desaparecida una semana antes, trabajadora de la maquiladora EastWest. Según el forense la causa de la muerte había sido la rotura del hueso hioides. Llevaba una sudadera gris con un estampado de un grupo de rock y debajo de la sudadera un sostén blanco. Sin embargo el pecho derecho estaba cercenado y el pezón del pecho izquierdo había sido arrancado a mordidas. Se ocuparon del caso el judicial Lino Rivera y posteriormente los judiciales Ortiz Rebolledo y Carlos Marín.
El veinte de noviembre, una semana después del hallazgo del cadáver de Adriana García Estrada, fue encontrado el cuerpo de una desconocida en un descampado de la colonia La Vistosa.
Aparentemente la desconocida tenía unos diecinueve años y las causas de la muerte eran varias cuchilladas en el tórax, producidas por un arma con doble filo, todas o casi todas mortales.
La desconocida llevaba un chaleco gris perla y un pantalón negro. Cuando en el laboratorio del forense le quitaron el pantalón se encontraron con que debajo de éste llevaba otro pantalón, de color gris. Las manías de los seres humanos son un misterio, dictaminó el forense. Se encargó del caso el judicial Juan de Dios Martínez. Nadie reclamó el cuerpo.
Cuatro días después apareció el cadáver mutilado de Beatriz Concepción Roldán a un lado de la carretera Santa TeresaCananea. La causa de la muerte era una herida, presumiblemente infligida con un machete o un cuchillo de grandes dimensiones, que la había abierto en canal desde el ombligo hasta el pecho. Beatriz Concepción Roldán tenía veintidós años, medía un metro sesentaicinco, era delgada y de tez morena.
Tenía el pelo largo, hasta la mitad de la espalda. Trabajaba de mesera en un establecimiento de la Madero-Norte y vivía con Evodio Cifuentes y una hermana de éste, llamada Eliana Cifuentes, aunque nadie denunció su desaparición. En diversas partes del cuerpo el cadáver exhibía hematomas, pero cuchilladas sólo una, la que provocó su muerte, por lo que el forense dedujo que la víctima no se defendió o que estaba inconsciente en el instante en que fue mortalmente agredida. Tras aparecer su foto en La Voz de Sonora, una llamada anónima la identificó como Beatriz Concepción Roldán, vecina de la colonia Sur. Al presentarse la policía, cuatro días después, en el domicilio de la víctima, hallaron el inmueble, de cuarenta metros cuadrados y con dos habitaciones pequeñas, más la sala provista con muebles forrados de plástico transparente, completamente abandonado.
Según los vecinos, el llamado Evodio Cifuentes y su hermana Eliana hacía seis días, aproximadamente, que no estaban allí. Una de las vecinas los vio salir arrastrando dos maletas cada uno. Examinada la casa, pocos efectos personales de los hermanos Cifuentes se encontraron. Desde el principio el caso fue llevado por el judicial Efraín Bustelo, que no tardó en descubrir que los hermanos Cifuentes sólo tenían un poco más de entidad que un par de fantasmas. No había fotos de ellos. Las descripciones que pudo conseguir fueron vagas, cuando no contradictorias: Cifuentes era chaparro y muy delgado y su hermana tenía rasgos físicos nada memorables. Según un vecino creía recordar, Evodio Cifuentes trabajaba en la maquiladora File-Sis, pero allí no tenían en nómina a ningún tipo que se llamara así, ni ahora ni en los últimos tres meses. Cuando Efraín Bustelo pidió las listas de trabajadores de hacía seis meses, le dijeron que lamentablemente, por un fallo técnico, éstas se habían perdido o traspapelado. Antes de que Efraín Bustelo les preguntara cuándo podían tener esas listas para que él les echara una mirada, un ejecutivo de File-Sis le entregó un sobre con dinero y Bustelo se olvidó del asunto. Probablemente en aquellas listas, si es que aún existían, si es que nadie las había quemado, pensó, tampoco iba a encontrar el rastro de Evodio Cifuentes. Se dictó una orden de detención a nombre de los dos hermanos, que circuló como circula un mosquito alrededor de una fogata por varias comisarías de la República. El caso quedó sin aclarar.
En diciembre, en un descampado de la colonia Morelos, a la altura de la calle Colima y la calle Fuensanta, no lejos de la preparatoria Morelos, se encontró el cadáver de Michelle Requejo, desaparecida una semana antes. El hallazgo del cuerpo fue realizado por unos niños que acostumbraban a jugar partidos de béisbol en el descampado. Michelle Requejo vivía en la colonia San Damián, al sur de la ciudad, y trabajaba en la maquiladora HorizonW amp;E. Tenía catorce años y era delgada y sociable.
No se le conocía novio. Su madre trabajaba en la misma empresa y en sus ratos libres ganaba unos pesos extra como adivina y curandera. Básicamente atendía a mujeres del barrio o a algunas compañeras de trabajo que tenían problemas de amor.
Su padre trabajaba en la maquiladora Aguilar amp;Lennox. Solía hacer turnos dobles cada semana. Tenía dos hermanas menores de diez años que iban a la escuela y un hermano de dieciséis que trabajaba, junto al padre, en la Aguilar amp;Lennox. El cuerpo de Michelle Requejo presentaba varias heridas de cuchillo, algunas en los brazos y otras en el tórax. Iba vestida con una blusa negra, que presentaba desgarraduras producidas, presumiblemente, por el mismo cuchillo. Los pantalones eran ajustados, de tela sintética, y estaban bajados hasta las rodillas. Calzaba tenis de color negro, de la marca Reebok. Las manos las llevaba atadas a la espalda y poco después alguien indicó que el nudo era idéntico al que ataba a Estrella Ruiz Sandoval, lo que hizo sonreír a algunos policías. El caso lo llevó José Márquez, quien le comentó algunas de sus particularidades a Juan de Dios Martínez. Éste le hizo notar que las casualidades curiosas no sólo se limitaban a los nudos, sino que antes, en un baldío junto a la preparatoria Morelos, ya se había cometido un crimen.
José Márquez no recordaba el caso. Juan de Dios Martínez le dijo que era una mujer que jamás pudo ser identificada. Aquella noche los dos judiciales fueron al descampado donde se encontró el cadáver de Michelle Requejo. Durante un rato estuvieron mirando las sombras del descampado. Luego salieron del coche y caminaron por entre los matorrales pisando bolsas de plástico con materia blanda en su interior. Se pusieron a fumar.
Olía a cadáver. José Márquez le dijo que empezaba a estar harto de ese trabajo, habló de un puesto de jefe de seguridad en Monterrey y le preguntó dónde quedaba la preparatoria. Juan de Dios Martínez señaló un sitio en la oscuridad. Allí, dijo.
Caminaron en esa dirección. Cruzaron varias calles de tierra y sintieron que los vigilaban. José Márquez se llevó la mano a la funda de la pistola y aunque no la sacó consiguió tranquilizarse.
Llegaron hasta las rejas de la preparatoria iluminadas por un farol solitario. Allí estaba la muerta, dijo Juan de Dios Martínez indicando con el índice un lugar impreciso cercano a la carretera a Nogales. La descubrió el conserje de la prepa. El asesino o los asesinos tuvieron que llegar en carro. Sacaron a la muerta del maletero y la arrojaron al descampado. No pudieron tardar menos de cinco minutos. Yo calculo unos diez minutos, porque el sitio no está cerca de la carretera. Iban a Cananea o venían de Cananea. Yo diría, por el lugar en donde arrojaron el cadáver, que iban en dirección a Cananea. ¿Por qué, mano?, dijo José Márquez. Porque si vienes de Cananea, antes de llegar a Santa Teresa hay un montón de lugares mejores donde deshacerse de un cuerpo. Además, creo que se tomaron su tiempo. Según me dijeron, el cadáver estaba medio empalado.
Híjole, dijo José Márquez. Pues sí, Pepito, y resulta difícil meter un cuerpo así, de esa manera, como si dijéramos ya preparado, en el maletero de un carro. Lo más probable es que la empalaran junto a la prepa. Pero qué bestias, mano, dijo José Márquez. La tiraron al suelo y le metieron luego la estaca por el culo, ¿qué te parece? Una barbaridad, mano, dijo José Márquez. Pero ella ya no estaba viva, ¿no? No, la verdad es que ya no estaba viva, dijo Juan de Dios Martínez.
Las dos siguientes muertas también fueron halladas en diciembre de 1995. La primera se llamaba Rosa López Larios, tenía veintinueve años y su cuerpo se encontró detrás de una torre de Pemex en donde por las noches se juntaban algunas parejas para hacer el amor. Al principio venían en coches o en furgonetas, pero el lugar se puso de moda y no resultaba extraño ver a adolescentes en moto o bicicleta, e incluso algunas parejas de jóvenes trabajadores llegaban a pie, pues cerca de allí había una parada de autobuses. Detrás de la torre de Pemex pensaban construir otro edificio, que finalmente no se hizo, y ahora sólo hay una explanada y más allá de la explanada se levantan unas barracas prefabricadas, actualmente vacías, que durante un tiempo ocuparon trabajadores de la empresa. Cada noche, a veces de forma provocadora, con la radio encendida a todo volumen, pero las más de las veces discretamente, los coches se alineaban en la explanada y los chicos que llegaban en motos o en bicis abrían las puertas desvencijadas de las barracas, en donde encendían linternas y velas y ponían música y a veces incluso preparaban la cena. Detrás de las barracas, en una ligera pendiente, se alzaba un bosque de pinos bajos que Pemex plantó allí cuando construyó la torre. Algunos chicos, buscando más intimidad, se internaban en el bosque provistos de mantas. Allí fue donde encontraron el cuerpo de Rosa López Larios. Fueron dos chicos de diecisiete años quienes lo hallaron.
La chica creyó que era alguien que dormía, pero cuando la enfocaron con la linterna se dieron cuenta de que estaba muerta.
La chica se puso a gritar y salió huyendo despavorida. El chico tuvo la suficiente entereza, o la mucha curiosidad, como para darle la vuelta al cuerpo y mirarle la cara a la muerta. Los gritos de la chica alertaron a los ocupantes de la explanada. De inmediato algunos coches se marcharon. En uno de los coches había un policía municipal, que fue quien dio parte del hallazgo y trató de evitar, inútilmente, la desbandada generalizada.
Cuando llegó la policía sólo quedaban unos pocos adolescentes atemorizados y el policía municipal los tenía a todos encañonados.
A las tres de la mañana apareció en el lugar de los hechos el judicial Ortiz Rebolledo y el policía Epifanio Galindo. Para entonces los otros policías habían conseguido que el policía municipal guardara su Taurus Magnum no reglamentaria y que se calmara. Epifanio interrogó en la explanada, apoyado en un coche patrulla, a la muchacha, mientras Ortiz Rebolledo subía hasta el bosquecillo a echarle una mirada al cadáver. Rosa López había muerto debido a las múltiples heridas de arma blanca que también destrozaron su blusa y su jersey. No tenía ningún papel que la identificara, por lo que al principio se la catalogó como desconocida. Dos días después, sin embago, y tras aparecer su foto en los tres periódicos de Santa Teresa, una mujer que dijo ser su prima la identificó como Rosa López Larios y dijo a la policía todo lo que sabía, incluyendo la dirección de la occisa, sita en la calle San Mateo, en la colonia Las Flores. La torre de Pemex estaba cerca de la carretera a Cananea, la cual, sin estar próxima a la colonia Las Flores, tampoco estaba excesivamente lejos, por lo que cabía la posibilidad de que la víctima se hubiera dirigido hacia ese lugar caminando o en autobús, tal vez a una cita. Rosa López Larios vivía con dos amigas, trabajadoras veteranas como ella de diversas maquiladoras instaladas en el Parque Industrial General Sepúlveda. Las amigas dijeron que Rosa tenía un novio, un tal Ernesto Astudillo, natural del estado de Oaxaca, que trabajaba repartiendo refrescos para la Pepsi. En el almacén de refrescos de la Pepsi dijeron que, en efecto, allí trabajaba un tal Astudillo, como peón cargador en el camión que hacía la ruta de la colonia Las Flores hasta la colonia Kino, pero que desde hacía cuatro días no se presentaba a su puesto de trabajo, por lo que, en lo que respecta a la empresa, ya se podía dar por despedido. Localizada su vivienda, se procedió a un allanamiento legal, pero en el sitio sólo se hallaba un amigo del tal Astudillo, el cual compartía con aquél la vivienda, una casucha de menos de veinte metros cuadrados.
Interrogado el amigo, resultó que Astudillo tenía un primo o un amigo al que quería como a un primo carnal, que se dedicaba al oficio de pollero. El caso se fue a la chingada, dijo Epifanio Galindo. Se buscó, no obstante, entre los polleros, al amigo de Astudillo, pero en este gremio el silencio es la norma y no se sacó nada en claro. Ortiz Rebolledo abandonó el caso. Epifanio siguió otras líneas de investigación. Se preguntó qué pasaría si Astudillo estuviera muerto. Si hubiera muerto, por ejemplo, tres días antes de que los chicos descubrieran el cuerpo de su novia. Se preguntó qué fue a buscar, a quién fue a buscar Rosa López Larios a la torre de Pemex, el día o la noche que la mataron.
El caso, efectivamente, se había ido a la chingada.
La segunda muerta de diciembre fue Ema Contreras, pero esta vez fue fácil dar con el asesino. Ema Contreras vivía en la calle Pablo Cifuentes, en la colonia Álamos. Una noche los vecinos oyeron gritar a un hombre. Según contaron después, daba la impresión de que el hombre estaba solo y se había vuelto loco. A eso de las dos de la mañana el hombre dejó de perorar y se calló. La casa entonces se sumió en el silencio general.
A eso de las tres de la mañana dos balazos despertaron a los vecinos.
La casa tenía las luces apagadas, pero nadie tuvo la menor duda de que el ruido procedía de allí. Luego siguieron otros dos balazos y oyeron a alguien que lanzó un grito. Al cabo de unos minutos vieron salir a un hombre, subirse a un coche aparcado delante de la casa y desaparecer. Uno de los vecinos llamó a la policía. Un coche patrulla se presentó sobre las tres y media de la mañana. La puerta de la casa estaba abierta de par en par y los policías no dudaron en penetrar en su interior.
En el dormitorio más grande encontraron el cuerpo de Ema Contreras, atado de pies y manos, y con cuatro balazos, dos de los cuales le destrozaron el rostro. El caso lo llevó el judicial Juan de Dios Martínez, quien tras personarse a las cuatro de la mañana en el lugar de los hechos y revisar la vivienda no tardó en llegar a la conclusión de que el asesino era el conviviente (o amasio) de la víctima, el policía Jaime Sánchez, el mismo que días antes y provisto de una Magnum Taurus brasileña había intentado evitar la desbandada de las parejas en la torre de Pemex. Se dio orden por radio de busca y captura.
A las seis de la mañana lo encontraron en el bar Serafino’s. A esa hora el Serafino’s estaba cerrado, pero en su interior se desarrollaba una timba de póquer. Junto a la mesa de los jugadores y espectadores, en la barra, un grupo de gente de la noche, en donde había más de un policía, se dedicaba a beber y platicar.
Jaime Sánchez estaba en este grupo. Cuando recibió el dato, Juan de Dios Martínez dio orden de rodear el local y no dejarlo salir bajo ningún concepto, pero también dio orden para que nadie entrara hasta que él llegara. Jaime Sánchez hablaba de mujeres cuando vio que el judicial entraba en el local acompañado por dos policías más. Siguió hablando. En la timba, junto a los espectadores, estaba el judicial Ortiz Rebolledo, quien al ver a Juan de Dios se levantó y le preguntó qué le traía por allí a esas horas. Vengo a detener a alguien, le dijo Juan de Dios, y Ortiz Rebolledo lo miró con una gran sonrisa de oreja a oreja.
¿Tú y estos dos?, dijo. Y luego: no seas ojete, ¿por qué no te vas a mamar verga a otro lado? Juan de Dios Martínez lo miró entonces como si no lo conociera, se lo sacó de encima y llegó hasta donde estaba Jaime Sánchez. Desde allí alcanzó a ver que Ortiz Rebolledo retenía del brazo a uno de los dos policías, el cual no dejaba de hablar. Seguramente le está contando a quién vengo a detener, pensó Juan de Dios. Jaime Sánchez se entregó sin oponer resistencia. Juan de Dios buscó debajo de su chaqueta hasta dar con la sobaquera y la Magnum Taurus. ¿Con ésta la mataste?, le preguntó. Me azoté y perdí el control, dijo Sánchez. No me humilles delante de mis amigos, añadió. Me pelan los dientes tus amigos, dijo Juan de Dios mientras le ponía las esposas. Cuando abandonaron el local la partida de póquer se reanudó como si nada.
En enero de 1996 Klaus Haas volvió a reunir a la prensa.
Esta vez no acudieron tantos periodistas como la primera, pero los que se presentaron en la cárcel de Santa Teresa no encontraron ningún estorbo para el normal desarrollo de su trabajo.
Haas les preguntó a los periodistas cómo era posible que estando el asesino (es decir él) encarcelado, se siguieran cometiendo asesinatos. Habló, sobre todo, del nudo con que fue atada Michelle Requejo, idéntico al nudo que tenía Estrella Ruiz Sandoval, la única de las muertas que, según Haas, tuvo un trato directo con él, debido, puntualizó, a su interés por la informática y las computadoras. El periódico La Razón, donde trabajaba Sergio González, envió a un periodista novato de nota roja, que leyó el dossier del caso en el avión que lo llevó a Hermosillo.
En el dossier estaban las crónicas de Sergio González, el cual se quedó en el DF escribiendo una larga reseña sobre la nueva narrativa mexicana y latinoamericana. Antes de que enviaran al novato el jefe de nota roja subió los cinco pisos que lo separaban de cultura, pese a que casi nunca tomaba el ascensor, y le preguntó si quería ir. Sergio lo miró sin responderle y al final movió la cabeza negativamente. En enero, también, la filial santateresana del grupo Mujeres de Sonora por la Democracia y la Paz hizo una rueda de prensa, a la que asistieron únicamente dos periódicos de Santa Teresa, en la cual expusieron los tratos vejatorios y desconsiderados que sufrían los familiares de las mujeres muertas y enseñaron las cartas que sobre esta cuestión pensaban enviar al gobernador del estado, el licenciado José Andrés Briceño, del PAN, y a la Procuraduría General de la República. Cartas que nunca fueron contestadas. La sección santateresana del MSDP creció de tres militantes o simpatizantes a veinte. Enero de 1996, sin embargo, no fue un mal mes para la policía de la ciudad. Tres tipos murieron a balazos en un bar cercano a la vieja vía del tren, presumiblemente en un ajuste de cuentas entre narcos. El cadáver degollado de un centroamericano apareció en un paso utilizado por polleros. Un tipo gordito y chaparrito, que llevaba una corbata muy extraña, llena de arcos iris y de mujeres desnudas con cabezas de animales, se pegó un tiro en el paladar jugando a la ruleta rusa en un local nocturno de la Madero-Norte. Pero no se encontraron cadáveres de mujeres ni en los baldíos de la ciudad, ni en los aledaños, ni en el desierto.
A principios de febrero, sin embargo, una llamada anónima advirtió a la policía sobre un cuerpo abandonado en el interior de un viejo galpón ferroviario. El cuerpo, según dictaminó el forense, era de una mujer de aproximadamente treinta años, aunque visto así, a ojo, cualquiera hubiera podido echarle cuarenta.
Tenía dos heridas de arma blanca de pronóstico mortal.
También mostraba heridas profundas en los antebrazos. Según el forense, probablemente habían sido causadas por una daga, una daga grande, de hoja gruesa, como las que se ven en las películas norteamericanas. Preguntado al respecto, el forense aclaró que se refería a las películas norteamericanas del oeste y a las dagas de cazar osos. Es decir, una daga muy grande. Al tercer día de la investigación, el forense dio otra pista importante. La mujer muerta era una india. Podía ser una yaqui, pero él no lo creía, y podía ser una pima, pero él tampoco lo creía. Estaba la posibilidad de que fuera una india mayo, del sur del estado, pero francamente él tampoco lo creía. ¿Qué clase de india podía ser? Bueno, podía ser una seri, pero según el forense, por determinadas características físicas, era improbable que lo fuera.
También podía ser una india pápago, lo cual resultaría de lo más natural, puesto que los pápagos son los indios geográficamente más cercanos a Santa Teresa, pero él pensaba que tampoco era una india pápago. Al cuarto día el forense, al cual sus alumnos empezaron a llamar el doctor Mengele de Sonora, dijo que la india asesinada, tras muchas cavilaciones y mediciones, era sin duda ninguna una india tarahumara. ¿Qué hacía una tarahumara en Santa Teresa? Probablemente trabajar de empleada doméstica en alguna casa de clase media o alta. O esperar turno para pasar a los Estados Unidos. La investigación se centró en los polleros orejas y en las casas cuyas gatas hubieran abandonado el puesto de trabajo de improviso. Pronto cayó en el olvido.
La siguiente muerta fue encontrada entre la carretera a Casas Negras y una vaguada sin nombre en donde abundaban los matorrales y las flores silvestres. Fue la primera muerta encontrada en marzo de 1996, mes funesto en el que se encontrarían cinco cadáveres más. Entre los seis policías que acudieron al lugar de los hechos estaba Lalo Cura. La muerta tenía diez años, aproximadamente. Su estatura era de un metro y veintisiete centímetros. Llevaba zapatillas de plástico transparente, atadas con una hebilla de metal. Tenía el pelo castaño, más claro en la parte que le cubría la frente, como si lo llevara teñido. En el cuerpo se apreciaron ocho heridas de cuchillo, tres a la altura del corazón. Uno de los policías se puso a llorar cuando la vio.
Los tipos de la ambulancia bajaron a la vaguada y procedieron a atarla en la camilla, porque el ascenso podía ser accidentado y en un traspié dar con su cuerpito en el suelo. Nadie fue a reclamarla.
Según declaró oficialmente la policía, no vivía en Santa Teresa. ¿Qué hacía allí? ¿Cómo había llegado allí? Eso no lo dijeron.
Sus datos fueron enviados por fax a varias comisarías del país. De la investigación se encargó el judicial Ángel Fernández y el caso pronto se cerró.
Pocos días después, a la misma altura de la vaguada pero en el otro lado de la carretera a Casas Negras, fue encontrado el cadáver de otra niña, ésta de aproximadamente trece años de edad, muerta por estrangulamiento. Como la anterior víctima, tampoco llevaba encima ningún papel que ayudara a identificarla.
Iba vestida con pantalones cortos, de color blanco, y una sudadera gris con el distintivo de un equipo de fútbol americano.
Según el forense llevaba muerta por lo menos cuatro días, por lo que cabía la posibilidad de que ambos cadáveres hubieran sido arrojados el mismo día. Según Juan de Dios Martínez la idea era un poco rara, por decir algo suave, pues si el asesino tiró el primer cadáver en la vaguada tuvo por fuerza que dejar el vehículo no lejos de la carretera a Casas Negras, con el segundo cadáver en su interior, corriendo con ello el riesgo no sólo de que se detuviera un coche patrulla, sino incluso de que pasaran por allí unos desaprensivos y se lo robaran, y lo mismo podía decirse en el supuesto de que hubiera arrojado el primer cadáver en el otro lado de la carretera, es decir cerca del poblado llamado El Obelisco, que ni era propiamente un poblado ni tampoco llegaba a colonia de Santa Teresa y que era más bien un refugio de los más miserables entre los miserables que cada día llegaban del sur de la república y que allí pasaban las noches e incluso morían, en casuchas que no consideraban sus casas sino una estación más en el camino hacia algo distinto o que al menos los alimentara. Algunos no lo llamaban El Obelisco sino El Moridero. Y en parte tenían razón, porque allí no había ningún obelisco y en cambio la gente se moría mucho más rápido que en otros lugares. Pero había habido un obelisco, cuando los límites de la ciudad eran otros, más reducidos, y Casas Negras era un poblado, digamos, independiente. Un obelisco de piedra, o mejor dicho, tres piedras, una sobre otra, que formaban una figura nada estilizada, pero que con imaginación o con sentido del humor podía uno considerar un obelisco primitivo o un obelisco dibujado por un niño que recién aprende a dibujar, un bebé monstruoso que vivía en las afueras de Santa Teresa y que se paseaba por el desierto comiendo alacranes y lagartos y que nunca dormía. Lo más práctico, pensó Juan de Dios Martínez, era deshacerse de los dos cadáveres en el mismo lugar, primero uno y luego otro. Y no arrastrar el primer cadáver hasta la vaguada que quedaba demasiado lejos de la carretera, sino arrojarlo allí mismo, unos metros más allá del arcén. Y lo mismo con el segundo cadáver. ¿Por qué caminar hasta las afueras de El Obelisco, con el riesgo que eso incluía, pudiendo tirarlo en cualquier otro lugar? A menos, se dijo, que en el coche viajaran tres asesinos, uno para conducir y los otros dos para deshacerse rápidamente de las niñas muertas, que apenas pesaban y que, llevadas entre dos, seguramente era como cargar una valija pequeña. La elección de El Obelisco, entonces, adquiría otra luz, otros contornos. ¿Pretendían los asesinos que la policía desviara sus sospechas hacia los habitantes de aquel lago de casas de papel? ¿Pero entonces por qué no deshacerse de ambos cadáveres en aquel lugar? ¿En aras de la verosimilitud?
¿Y por qué no pensar que ambas niñas, acaso, vivían en El Obelisco? ¿En qué otro lugar de Santa Teresa podía haber niñas de diez años que nadie reclamara? ¿Entonces los asesinos no tenían coche? ¿Cruzaron la carretera con la primera niña hasta la vaguada cercana a Casas Negras y la dejaron allí tirada?
¿Y por qué, si se tomaron tantas molestias, no la enterraron?
¿Porque el suelo de la vaguada estaba endurecido y ellos no tenían herramientas? El caso lo llevó el judicial Ángel Fernández, quien realizó una redada en El Obelisco y detuvo a veinte personas.
Cuatro de ellas ingresaron en prisión por delitos de robo comprobado. Otra murió en los calabozos de la comisaría n.o 2, según el forense, debido a una tuberculosis. Nadie se quiso inculpar de ninguna de las dos muertes.
Una semana después del hallazgo del cadáver de la niña de trece años en los alrededores de El Obelisco, fue hallado el cuerpo sin vida de una muchacha de aproximadamente dieciséis años a un lado de la carretera a Cananea. La muerta medía casi un metro sesenta y tenía el pelo negro y largo y era de complexión delgada. Sólo tenía un herida de arma blanca, en el abdomen, profunda, que literalmente le había aravesado el cuerpo. Pero la muerte, según dictamen del forense, se produjo por estrangulamiento y rotura del hueso hioides. Desde el sitio donde se encontró el cadáver se podía ver una sucesión de lomas bajas y casas desperdigadas de color amarillo o blanco, de techos bajos, y algún que otro galpón industrial en donde las maquiladoras guardaban sus componentes de reserva, y caminos que salían de la carretera y que se deshacían como sueños, sin motivo ni causa. La víctima, según la policía, probablemente era una autoestopista que se dirigía a Santa Teresa y a la que habían violado. Vanos fueron todos los intentos de identificarla y el caso se cerró.
Casi al mismo tiempo fue hallado el cadáver de otra muchacha, de aproximadamente dieciséis años, acuchillada y mutilada (aunque las mutilaciones tal vez fueron obra de los perros del lugar), en las faldas del cerro Estrella, en el noreste de la ciudad, a muchos kilómetros de donde aparecieron las tres primeras víctimas de marzo. De complexión delgada y pelo negro y largo, la muerta, dijeron algunos policías, parecía la hermana gemela de la presunta autoestopista encontrada en la carretera de Cananea. Como ésta, tampoco llevaba ningún papel que facilitara su identificación. En la prensa de Santa Teresa se habló de las hermanas malditas, y luego, recogiendo la versión de los policías, de las gemelas infaustas. El caso lo llevó el judicial Carlos Marín y no tardó en clasificarse como caso no resuelto.
Cuando ya finalizaba marzo, el mismo día, fueron encontradas las dos últimas víctimas. La primera se llamaba Beverly Beltrán Hoyos. Tenía dieciséis años y trabajaba en una maquiladora del Parque Industrial General Sepúlveda. Su desaparición se produjo tres días antes del hallazgo del cadáver. Su madre, Isabel Hoyos, se presentó en una comisaría del centro y tras esperar cinco horas fue atendida y su denuncia, aunque de mala gana, fue redactada y firmada y pasó al siguiente trámite.
Beverly, al contrario que las anteriores víctimas de marzo, tenía el pelo castaño. En lo demás había algunas similitudes: de complexión delgada, un metro sesentaidós de estatura, el pelo largo.
Su cuerpo fue encontrado por unos niños en unos baldíos al oeste del Parque Industrial General Sepúlveda, un lugar de difícil acceso en coche. El cadáver presentaba diversas heridas de arma en zona toráxica y abdominal. Había sido violada vaginal y analmente y luego vestida por sus asesinos, pues la ropa, la misma que llevaba cuando desapareció, no mostraba ni un solo desgarrón ni agujero o quemadura de bala. El caso lo llevó el judicial Lino Rivera, quien inició y agotó sus pesquisas interrogando a las compañeras de trabajo y tratando de encontrar a un novio inexistente. No se rastreó la zona del crimen ni nadie tomó moldes de las numerosas huellas que había en el lugar.
La segunda víctima de aquel día y la última del mes de marzo fue hallada en un lote baldío al oeste de la colonia Remedios Mayor y del basurero clandestino El Chile y al sur del Parque Industrial General Sepúlveda. Según el judicial José Márquez, a quien le fue encargado el caso, era muy atractiva.
Tenía las piernas largas y el cuerpo delgado aunque no flaco, el pecho abundante, la cabellera por debajo de los hombros. Tanto la vagina como el ano mostraban señales de abrasiones. Después de ser violada la acuchillaron hasta matarla. Según el forense, la mujer debía de tener entre dieciocho y veinte años.
No tenía papeles que facilitaran su identificación y nadie acudió a reclamar el cadáver, por lo que su cuerpo fue enterrado, tras una espera prudencial, en la fosa común.
El dos de abril, en el programa de Reinaldo, apareció Florita Almada acompañada de algunas activistas del MSDP. Florita Almada dijo que ella estaba allí sólo para presentar a esas mujeres, que tenían algo importante que decir. Acto seguido las activistas del MSDP hablaron de la impunidad que se vivía en Santa Teresa, de la desidia policial, de la corrupción y del número de mujeres muertas que crecía sin parar desde el año 1993. Luego dieron las gracias al amable público y a nuestra amiga Florita Almada y se despidieron no sin antes emplazar al gobernador del estado, el licenciado José Andrés Briceño, a poner remedio a esta situación insostenible en un país donde dizque se respetaban los derechos humanos y la ley. El director de la cadena llamó a Reinaldo y a punto estuvo de suspenderlo.
Reinaldo tuvo un ataque de nervios y le dijo que lo despidiera, si así se lo habían mandado. El director de la cadena lo llamó joto y agitador. Reinaldo se encerró en su camerino y estuvo hablando por teléfono con unas personas de Los Ángeles que tenían una emisora de radio y a quienes les hubiera gustado llevárselo.
El productor del programa le dijo al director que mejor dejara a Reinaldo en paz. El director mandó a su secretaria a buscar a Reinaldo. Reinaldo no quiso ir y siguió hablando por teléfono. El chicano con el que estaba hablando le contó la historia de un asesino en serie de Los Ángeles, un tipo que sólo mataba homosexuales. Dios mío, dijo Reinaldo, aquí hay alguien que sólo mata mujeres. El tipo de Los Ángeles era un merodeador de los locales gay. Siempre hay gente así, dijo Reinaldo, lobos detrás del rebaño de ovejas. El tipo de Los Ángeles seducía a los homosexuales en los locales de homosexuales o en las calles donde solía agruparse la prostitución masculina y luego se los llevaba a alguna parte en donde los mataba. Era sanguinario como Jack el Destripador. Literalmente destazaba a sus víctimas. ¿Van a hacer una película sobre él?, preguntó Reinaldo.
Ya la hicieron, dijo el chicano al otro lado del teléfono.
¿O sea que la policía lo detuvo? Claro, dijo el chicano. ¡Qué alivio!, dijo Reinaldo. ¿Y quiénes trabajan en la película? Keanu Reeves, dijo el chicano. ¿Keanu como asesino? No, como el policía que lo atrapa. ¿Y quién hace de asesino? Este rubio, ¿cómo se llama?, dijo el chicano, el que tiene el nombre igualito al del personaje de una novela de Salinger. Ay, yo no he leído a ese escritor, dijo Reinaldo. ¿No has leído a Salinger?, dijo el chicano.
Pues no, dijo Reinaldo. Una enorme laguna en su vida, carnal, dijo el chicano. Yo es que últimamente sólo leo a escritores gay, dijo Reinaldo. A ser posible, escritores gay que tengan una cultura literaria similar a la mía. Eso ya me lo explicarás en LA, dijo el chicano. Cuando colgaron Reinaldo cerró los ojos y se imaginó viviendo en un barrio de grandes palmeras, con chalets pequeños pero bonitos y vecinos aspirantes a actores, a quienes él entrevistaría mucho antes de que alcanzaran la fama.
Luego habló con el productor del programa y el director de la cadena y ambos, en la puerta de su camerino, le pidieron que se olvidara del asunto y que siguiera. Reinaldo dijo que se lo iba a pensar, que tenía otras ofertas. Esa noche dio una fiesta en su departamento y ya de madrugada unos amigos propusieron irse a la playa a ver el amanecer. Reinaldo se encerró en su dormitorio y llamó a Florita Almada. Al tercer timbrazo contestó la vidente. Reinaldo le preguntó si la había despertado. Florita Almada le dijo que sí pero que no importaba pues estaba soñando con él. Reinaldo le pidió que le contara el sueño. Florita Almada habló de una lluvia de aerolitos en una playa de Sonora y describió a un niño parecido a él. ¿Y ese niño miraba caer los aerolitos?, preguntó Reinaldo. Así es, dijo Florita Almada, miraba la lluvia de aerolitos mientras el mar le acariciaba las pantorrillas. Qué bonito, dijo Reinaldo. A mí también me lo pareció, dijo Florita Almada. Pero es que es muy bonito tu sueño, Florita, dijo Reinaldo. Sí, dijo ella.
El programa de Florita Almada y las mujeres del MSDP fue visto por mucha gente. Elvira Campos, la directora del hospital psiquiátrico de Santa Teresa, lo vio y se lo comentó a Juan de Dios Martínez, que no lo había visto. Don Pedro Rengifo, el antiguo patrón de Lalo Cura, que vivía casi sin salir de su rancho en las afueras de Santa Teresa, también lo vio, pero no lo comentó con nadie aunque su hombre de confianza, Pat O’Bannion, estaba sentado junto a él. El Tequila, uno de los amigos de Klaus Haas, lo vio en el penal de Santa Teresa y se lo comentó a Haas, aunque éste no le dio importancia. No tiene ninguna importancia lo que digan o piensen esas viejas sangronas, dijo. El asesino sigue matando y yo estoy encerrado. Eso es un hecho incontrovertible. Alguien debería pensar en eso y sacar conclusiones. Esa misma noche, mientras dormía en su celda, Haas dijo: el asesino está afuera y yo estoy adentro. Pero va a venir a esta puta ciudad alguien peor que yo y peor que el asesino. ¿Oyes sus pasos que se acercan? ¿Oyes sus pasos? Cállese de una chingada vez, güero, dijo Farfán desde su camastro.
Haas se calló.
La primera semana de abril se encontró el cuerpo de otra mujer muerta en los baldíos que se extienden al este de los viejos almacenes ferroviarios. La muerta carecía de identificación, salvo una tarjeta sin fotografía que la acreditaba como trabajadora de la maquiladora Dutch amp;Rhodes, a nombre de Sagrario Baeza López. El cuerpo presentaba múltiples heridas de arma blanca, así como señales de haber sido violado. Tenía aproximadamente veinte años. Tras presentarse la policía en las oficinas de Dutch amp;Rhodes, resultó que la operaria Sagrario Baeza López estaba viva. Después de ser interrogada declaró que no conocía, ni siquiera de vista, a la muerta. Que su tarjeta la había perdido hacía por lo menos seis meses. Y, finalmente, que llevaba una vida ordenada, dedicada al trabajo y a su familia, con la que vivía en la colonia Carranza, y que nunca había tenido problemas con la justicia, lo que fue corroborado por algunas de sus compañeras de trabajo. En los archivos de Dutch amp;Rhodes, en efecto, se encontró la fecha exacta en que le fue entregada la nueva tarjeta a Sagrario Baeza, con la admonición de que esta vez tuviera más cuidado y no la perdiera. ¿Qué hacía la muerta con la tarjeta de identificación laboral de otra persona?, se preguntó el judicial Efraín Bustelo. Durante unos días se investigó el personal de Dutch amp;Rhodes, por si la muerta era otra de las trabajadoras de la empresa, pero las únicas mujeres que se habían ido no coincidían con las características físicas de la muerta. Tres de ellas, de edades comprendidas entre los veinticinco y treinta años, optaron por cruzar a los Estados Unidos.
Otra, una mujer gorda chaparra, había sido despedida por intentar crear un sindicato. El caso se cerró sin ruido.
La última semana de abril se encontró otra mujer muerta.
Según el forense, antes de morir había sido golpeada en todo el cuerpo. La muerte, sin embargo, se produjo por estrangulamiento y rotura del hueso hioides. El cadáver fue encontrado en el desierto, a unos cincuenta metros de una carretera secundaria que va hacia el este, hacia las montañas, en un lugar donde no era extraño ver aterrizar de vez en cuando las avionetas de los señores de la droga. Del caso se encargó el judicial Ángel Fernández. La muerta no tenía papeles que la identificaran y su desaparición no aparecía en registro alguno de ninguna comisaría de Santa Teresa. Su foto no salió en los periódicos, pese a que la policía facilitó tres copias de su rostro mutilado a El Heraldo del Norte, La Voz de Sonora y La Tribuna de Santa Teresa.
En mayo de 1996 no se encontraron más cadáveres de mujeres.
Lalo Cura participó en una investigación sobre coches robados, que se saldó con cinco detenciones. Epifanio Galindo fue a la cárcel a visitar a Haas. La conversación fue breve. El presidente municipal de Santa Teresa declaró a la prensa que la ciudadanía podía estar tranquila, que el asesino estaba preso y que los asesinatos de mujeres cometidos posteriormente eran obra de delincuentes comunes. Juan de Dios Martínez se encargó de un caso de lesiones y robo. En dos días capturó a los culpables. En la cárcel de Santa Teresa se suicidó un preso preventivo de veintiún años. El cónsul norteamericano Conan Mitchell se fue a cazar al rancho que poseía en las estribaciones de la Sierra el empresario Conrado Padilla. Allí también estaban sus amigos, el rector de la universidad Pablo Negrete y el banquero Juan Salazar Crespo, y un tercer personaje al que nadie conocía, un tipo gordo y de corta estatura, de pelo rojo, y que no salió ni un solo día a cazar con ellos pues manifestó que las armas lo ponían nervioso y que además estaba enfermo del corazón, llamado René Alvarado. Este tal René Alvarado era de Guadalajara y según les contó se dedicaba a negocios bursátiles.
Por la mañana, mientras ellos salían a cazar, Alvarado se envolvía en una manta y se sentaba en un sillón en la terraza, de cara a las montañas, siempre en compañía de un libro.
En junio fue asesinada una bailarina del bar El Pelícano. Según los testigos presenciales, la bailarina estaba en el salón, bailando semidesnuda, cuando apareció su esposo, Julián Centeno, quien sin cruzar una sola palabra con la víctima le descerrajó cuatro balazos. La bailarina, conocida con el nombre de Paula o de Paulina, aunque en otros locales de Santa Teresa también se la conocía con el nombre de Norma, cayó fulminada y no recuperó la conciencia, pese a que dos de sus compañeras intentaron reanimarla. Cuando llegó la ambulancia estaba muerta. El caso lo llevó el judicial Ortiz Rebolledo, quien de madrugada se presentó en el domicilio de Julián Centeno, hallándolo vacío y con claras señales de una huida apresurada. El tal Julián Centeno tenía cuarentaiocho años y la bailarina, según sus compañeras de trabajo, no pasaba de los veintitrés. Él era de Veracruz y ella del DF y habían llegado a Sonora hacía un par de años. Según la bailarina, estaban legalmente casados. Al principio, nadie supo decir cómo se apellidaba la tal Paula o Paulina. En su casa, un departamento de reducidas dimensiones y pocos muebles sito en la calle Lorenzo Covarrubias 79, en la colonia MaderoNorte, no se encontraron papeles que aclararan la identidad de la víctima. Cabía la posibilidad de que Centeno los hubiera quemado, pero Ortiz Rebolledo se inclinó por la posibilidad de que la tal Paulina hubiera vivido todos esos últimos años sin un solo papel que diera fe de su vida, algo no poco usual en algunas cabareteras y en algunas putas nómades. Un fax del Registro de Identificación Policial del DF, sin embargo, les dijo que Paulina se llamaba Paula Sánchez Garcés. En su prontuario se consignaban varias detenciones por prostitución, oficio al que al parecer se dedicaba desde los quince años. Según sus compañeras de El Pelícano, la víctima se había enamorado recientemente de un cliente, un tipo del que sólo sabían el nombre de pila, Gustavo, y que pensaba dejar a Centeno para irse a vivir con aquél. La búsqueda de Centeno fue infructuosa.
Pocos días después del asesinato de Paula Sánchez Garcés apareció cerca de la carretera a Casas Negras el cadáver de una joven de diecisiete años, aproximadamente, de un metro setenta de estatura, pelo largo y complexión delgada. El cadáver presentaba tres heridas por arma punzocortante, abrasiones en las muñecas y en los tobillos, y marcas en el cuello. La muerte, según el forense, se debió a una de las heridas de arma blanca.
Iba vestida con una camiseta roja, sostén blanco, bragas negras y zapatos de tacón rojos. No llevaba pantalones ni falda. Tras practicársele un frotis vaginal y otro anal, se llegó a la conclusión de que la víctima había sido violada. Posteriormente un ayudante del forense descubrió que los zapatos que llevaba la víctima eran por lo menos dos números más grandes que los que ésta calzaba. No se encontró identificación de ningún tipo y el caso se cerró.
A finales de junio se encontró el cadáver de otra desconocida, a la salida de la colonia El Cerezal, cerca de la carretera a Pueblo Azul. El cuerpo, perteneciente a una mujer de aproximadamente veintiún años, estaba literalmente cosido a puñaladas.
Más tarde el forense contaría veintisiete, sumando las heridas leves y las graves. Al día siguiente del hallazgo del cadáver se presentaron en la comisaría los padres de Ana Hernández Cecilio, de diecisiete años, desaparecida hacía una semana, quienes reconocieron a la muerta como su hija. Tres días después, sin embargo, cuando la presunta Ana Hernández Cecilio ya había sido enterrada en el cementerio de Santa Teresa, apareció en la comisaría la verdadera Ana Hernández Cecilio, quien dijo que se había fugado con su novio. Los dos seguían viviendo en Santa Teresa, en la colonia San Bartolomé, y ambos trabajaban en una maquiladora del Parque Industrial Arsenio Farrel. Los padres de Ana Hernández corroboraron la declaración de su hija. Se ordenó entonces la exhumación del cadáver encontrado en la carretera a Pueblo Azul y prosiguieron las investigaciones, a las que se destinó a los judiciales Juan de Dios Martínez y Ángel Fernández y al policía de Santa Teresa Epifanio Galindo. Este último se dedicó a recorrer la colonia Maytorena y la colonia El Cerezal, acompañado de un viejo abarrotero que había sido policía. De esta forma se enteró de que un tal Arturo Olivárez había sido abandonado por su mujer.
Lo raro era que la mujer no se había llevado a sus hijos, un niño de dos años y una niña de sólo unos meses. Mientras seguía otras pistas, Epifanio le pidió al abarrotero ex policía que lo mantuviera informado de los movimientos del tal Olivárez.
Así supo que a veces visitaba al sospechoso un tal Segovia, que resultó ser primo carnal de Olivárez. Segovia vivía en una colonia del oeste de Santa Teresa y no tenía oficio conocido. Hasta hacía un mes, rara vez se presentaba en la colonia Maytorena.
Pusieron a Segovia bajo vigilancia y encontraron un par de testigos que dijeron haberlo visto volver a casa con manchas de sangre en la camisa. Los testigos eran vecinos de Segovia y no tenían buenas relaciones. Segovia se ganaba la vida haciendo de intermediario en las peleas de perros que se celebraban en algunos patios de la colonia Aurora. Juan de Dios Martínez y Ángel Fernández entraron en la casa de Segovia cuando éste no estaba.
No encontraron nada que lo incriminara directamente en el asesinato de la desconocida de la carretera a Pueblo Azul.
Le preguntaron a un policía que tenía perros de lucha si conocía a Segovia. La respuesta del policía fue afirmativa. Le encargaron que lo vigilara. Dos días más tarde el policía les dijo que últimamente Segovia no se limitaba a hacer de intermediario sino que apostaba. Por supuesto, lo perdía todo, pero al cabo de una semana volvía a apostar. Alguien le está pasando dinero, dijo Ángel Fernández. Siguieron a Segovia. Cada semana, como mínimo, iba a ver a su primo. Epifanio Galindo siguió a Olivárez. Descubrió que estaba vendiendo las cosas de la casa.
Olivárez se piensa largar, dijo Epifanio. Los domingos jugaba al fútbol con un equipo del barrio. El campo de fútbol estaba situado en unos terrenos junto a la carretera a Pueblo Azul.
Cuando Olivárez vio que se acercaban los policías, dos vestidos de paisano y tres de uniforme, dejó de jugar y los esperó sin salir de la cancha, como si ésta fuera un espacio mental que lo protegería de cualquier desventura. Epifanio le preguntó su nombre y le puso las esposas. Olivárez no se resistió. Los otros jugadores y la treintena de espectadores que contemplaban el partido se quedaron inmovilizados. El silencio, le contaría esa noche Epifanio a Lalo Cura, era total. Con un gesto, el policía señaló el desierto que se extendía al otro lado de la carretera y le preguntó si la había matado allí o en su casa. Allí mero, dijo Olivárez. Los niños estaban con la mujer de un amigo de Olivárez que los cuidaba los domingos de fútbol. ¿Lo hiciste solo o te ayudó tu primo? Me ayudó, dijo Olivárez, pero no mucho.
Toda vida, le dijo esa noche Epifanio a Lalo Cura, por más feliz que sea, acaba siempre en dolor y sufrimiento. Depende, dijo Lalo Cura. ¿Depende de qué, buey? De muchas cosas, dijo Lalo Cura. Si te pegan un balazo en la nuca, por ejemplo, y el pinche asesino se acerca sin que lo escuches, te vas al otro mundo sin dolor y sin sufrimiento. Pinche escuincle, dijo Epifanio.
¿A ti te han pegado muchos tiros en la nuca?
La muerta se llamaba Erica Mendoza. Era madre de dos hijos de corta edad. Tenía veintiún años. Su marido, Arturo Olivárez, era un tipo celoso y solía maltratarla. La noche en que Olivárez decidió matarla se hallaba borracho y en compañía de su primo. Veían un partido de fútbol en la tele y hablaban de deporte y de mujeres. Erica Mendoza no veía la tele pues estaba preparando la comida. Los niños dormían. De pronto Olivárez se levantó, cogió un cuchillo y le pidió a su primo que lo acompañara. Entre ambos condujeron a Erica hasta el otro lado de la carretera a Pueblo Azul. Según Olivárez, la mujer al principio no protestó. Luego se internaron en el desierto y procedieron a violarla. Primero la violó Olivárez. Luego éste le dijo a su primo que hiciera lo mismo, a lo que el primo al principio se negó. La actitud de Olivárez, sin embargo, lo convenció de que oponerse podía ser fatal. Tras ser violada por ambos Olivárez comenzó a asestarle puñaladas a su mujer. Luego, con las manos, cavaron un agujero a todas luces insuficiente y allí dejaron el cuerpo de la víctima. De vuelta en la casa Segovia temió que Olivárez la emprendiera con él o con los niños, pero éste parecía haberse sacado un peso de la espalda y se le veía relajado, al menos tan relajado como las circunstancias lo permitían.
Siguieron viendo la tele y después cenaron y al cabo de tres horas Segovia se marchó a su casa. El trayecto que tuvo que hacer Segovia fue largo y accidentado debido a la hora. Caminó tres cuartos de hora hasta la colonia Madero, en donde esperó media hora la llegada del autobús Avenida Madero-Avenida Carranza.
Se bajó en la colonia Carranza y caminó en dirección norte, atravesando la colonia Veracruz y la colonia Ciudad Nueva hasta llegar a la avenida Cementerio, desde donde caminó en línea recta hacia su casa de la colonia San Bartolomé.
En total, más de cuatro horas. Cuando llegó ya había amanecido aunque por ser domingo había poca gente en las calles. El feliz desenlace del caso Erica Mendoza le dio un margen de confianza a la policía de Santa Teresa en los medios de comunicación.
En los medios de comunicación del estado de Sonora, pues en el DF un grupo feminista llamado Mujeres en Acción (MA) salió en un programa de la tele denunciando el goteo incesante de muertes en Santa Teresa y pidiendo al gobierno el envío de policías del DF para resolver la situación, ya que la policía de Sonora era incapaz, cuando no cómplice, para enfrentarse a un problema que a todas luces la excedía. En el mismo programa se trató el tema del asesino en serie. ¿Detrás de las muertes había un asesino en serie? ¿Dos asesinos en serie? ¿Tres? El conductor del programa mencionó a Haas, que estaba en prisión y cuya fecha de juicio aún no se había fijado. Las Mujeres en Acción dijeron que Haas, probablemente, era un chivo expiatorio y retaron al conductor del programa a que mencionara una sola prueba de peso contra él. También hablaron del MSDP, las feministas de Sonora, unas compañeras cuyo trabajo solidario y reivindicativo se hacía en las condiciones más adversas, y descalificaron a la vidente que había aparecido junto a ellas en un programa televisivo regional, una viejita sin mayor trascendencia que al parecer quería explotar los crímenes en beneficio propio.
A veces Elvira Campos tenía la sospecha de que todo México se había vuelto loco. Cuando vio en la tele a las mujeres del MA reconoció a una de éstas como una antigua compañera de universidad. Estaba cambiada, mucho más vieja, pensó con estupor, con más arrugas, con las mejillas caídas, pero se trataba de la misma persona. La doctora González León. ¿Aún ejercería la medicina? ¿Y por qué ese desdén hacia la vidente de Hermosillo?
A la directora del centro psiquiátrico de Santa Teresa le dieron ganas de preguntarle más cosas acerca de los crímenes a Juan de Dios Martínez, pero supo que hacerlo era como estrechar la relación, entrar, juntos, en una habitación cerrada de la que sólo ella tenía la llave. A veces Elvira Campos pensaba que lo mejor sería irse de México. O suicidarse antes de cumplir los cincuentaicinco. ¿Tal vez los cincuentaiséis?
En julio se encontró el cadáver de una mujer a unos quinientos metros del arcén de la carretera a Cananea. La víctima estaba desnuda y según Juan de Dios Martínez, que se encargó del caso hasta que fue sustituido por el judicial Lino Rivera, el asesinato se produjo allí mismo, pues en la mano cerrada de la víctima se encontró zacate, que era lo único que crecía en aquella zona. Según el forense, la muerte se debía a traumatismo craneoencefálico o a tres heridas punzocortantes en el tórax, sin poder dar una respuesta concluyente ya que el estado de putrefacción del cadáver no permitía hacerlo sin estudios patológicos posteriores. Dichos estudios fueron realizados por tres alumnos de medicina forense de la Universidad de Santa Teresa y sus conclusiones se perdieron tras ser archivadas. La víctima tenía entre quince y dieciséis años. Nunca fue identificada.
Poco después, cerca de la línea fronteriza, en un sitio similar al que fue hallado Lucy Ann Sander, los judiciales Francisco Álvarez y Juan Carlos Reyes, adscritos a la brigada de estupefacientes, encontraron el cuerpo de una muchacha de aproximadamente diecisiete años. Interrogados por el judicial Ortiz Rebolledo, los estupas dijeron haber recibido una llamada telefónica desde el lado norteamericano, de unos cuates de la patrulla de fronteras, que les avisaban que cerca de la línea había algo raro. Álvarez y Reyes pensaron que podía tratarse de un paquete de cocaína, presumiblemente perdido por un grupo de ilegales, y acudieron al lugar indicado por los norteamericanos. Según el forense, la víctima tenía roto el hueso hioides, es decir había muerto estrangulada.
Previamente fue sometida a abusos sexuales que incluían la violación anal y vaginal. Se revisaron las denuncias de desapariciones y la muerta resultó ser Guadalupe Elena Blanco. Había llegado a Santa Teresa hacía menos de una semana, en compañía de su padre, su madre y tres hermanos menores, procedentes de Pachuca.
El día de su desaparición tenía una cita de trabajo en una maquiladora del Parque Industrial El Progreso y ya no volvió a aparecer.
Según los empleados de la maquiladora, no se presentó a la cita. Ese mismo día los padres presentaron la denuncia de desaparición.
Guadalupe era delgada, medía un metro sesentaitrés, tenía el pelo largo y negro. El día que acudió a la cita de trabajo en la maquiladora llevaba puesto un pantalón de mezclilla y una blusa de color verde oscuro, recién comprada.
Poco después, en un callejón que colindaba con la parte de atrás de un cine, apareció el cadáver apuñalado de Linda Vázquez, de dieciséis años. Según sus padres, Linda fue al cine acompañada por una amiga, María Clara Soto Wolf, de diecisiete años, compañera de colegio de la víctima. Interrogada en su domicilio por los judiciales Juan de Dios Martínez y Efraín Bustelo, María Clara declaró haber ido al cine con su amiga a ver una película de Tom Cruise. Acabada la función, María Clara se ofreció a llevar a Linda a su casa, pero ésta dijo que tenía una cita con su novio por lo que María Clara se marchó y Linda se quedó en la entrada del cine, mirando las fotos de las películas que se iban a exhibir en las semanas siguientes. Cuando María Clara volvió a pasar por el cine, ya a bordo de su coche, Linda aún seguía allí. Todavía no había oscurecido del todo. No hubo ninguna dificultad en localizar al novio, un muchacho de dieciséis años llamado Enrique Sarabia, el cual negó que tuviera una cita con Linda. No sólo sus padres, sino también la empleada de la casa y dos amigos estaban en disposición de testificar que aquel día Enrique no salió de su casa, en donde se dedicó a jugar con la computadora y luego a bañarse en la piscina. Por la noche llegaron dos parejas amigas de sus padres, quienes también podían corroborar su coartada. En los alrededores del cine nadie vio ni oyó nada, aunque por las heridas que exhibía el cuerpo de Linda era fácil deducir que ésta se había defendido. Juan de Dios Martínez y Efraín Bustelo decidieron aplicarle el tercer grado a la taquillera del cine. Ésta dijo que había visto a una muchacha que esperaba en la entrada y que poco después fue abordada por un muchacho que no parecía de su misma condición social. Le dio la impresión de que entre ambos había algo más que una relación amistosa. No pudo explicar nada más pues cuando no vendía boletos se dedicaba a leer en el interior de la taquillería. Más suerte tuvieron en una tienda de fotografía. El dueño estaba bajando las cortinas metálicas cuando vio a Linda y al desconocido. Por alguna razón pensó que se disponían a atracarlo y se dio prisa en poner el candado y marcharse. La descripción que dio del desconocido era bastante completa: un metro setentaicuatro, chamarra de mezclilla con un distintivo en la espalda, pantalones de mezclilla negros y botas rancheras. Los judiciales le preguntaron por la insignia de la espalda. El dueño de la tienda de fotografía dijo no recordarla muy bien, pero que le parecía una calavera.
Juan de Dios Martínez le trajo un libro del grupo que se dedicaba a la lucha contra las bandas juveniles (dos policías que en ese momento habían sido trasladados a la brigada antidroga) y le enseñó más de veinte insignias. El tipo reconoció la que llevaba el desconocido sin dudarlo. Esa misma noche se montó un operativo que capturó a dos docenas de miembros de la banda de los Caciques. Tanto la taquillera como el dueño de la tienda reconocieron en la rueda de sospechosos a un tal Jesús Chimal, de dieciocho años, trabajador eventual en un taller de motos de la colonia Rubén Darío, con antecedentes por delitos menores. El interrogatorio de Chimal lo dirigió el jefe de policía en persona, acompañado por Epifanio Galindo y el judicial Ortiz Rebolledo. Al cabo de una hora Chimal confesó ser el asesino de Linda Vázquez. Según su historia, desde hacía tres semanas era novio de la víctima, a la que había conocido en un concierto de rock en las afueras de El Adobe. Chimal se enamoró de ella como no se había enamorado de nadie hasta entonces.
Se veían a espaldas de los padres de Linda. En dos ocasiones Chimal había visitado su casa, mientras los padres estaban de viaje por California. Según Chimal, cada año los padres de Linda solían ir por lo menos una vez a Disneyland.
Allí, en la casa solitaria, hicieron el amor por primera vez. La tarde del crimen Chimal invitó a Linda a otro concierto, éste en el Arenas, un local en donde también se celebraban combates de boxeo. Linda dijo que no podía ir. Caminaron un rato:
dieron la vuelta a la manzana y luego entraron en el callejón.
Allí esperaban los amigos de Chimal, cuatro hombres y una mujer, en el interior de un coche Peregrino negro acabado de robar. Linda conocía a la mujer y a otros dos. Hablaron del concierto. Fumaron marihuana. Linda también. Hablaron de una casa abandonada cerca de un ejido en donde ya no había campesinos. Uno de los muchachos propuso ir. Linda se negó.
Alguien le recriminó algo a Linda. Alguien la acusó de algo.
Linda quiso irse pero Chimal no la dejó. Le pidió que entrara en el coche y que hicieran el amor. Linda no quiso. Entonces Chimal y los otros empezaron a golpearla. Después, para que no dijera nada a sus padres, la acuchillaron. Esa misma noche, gracias a la información proporcionada por Chimal, detuvieron a los otros, menos a uno, el cual, según sus padres, se largó de Santa Teresa pocas horas después del crimen. Todos los detenidos reconocieron su culpabilidad.
A finales de julio unos niños encontraron los restos de Marisol Camarena, de veintiocho años, propietaria del cabaret Los Héroes del Norte. El cuerpo había sido introducido en un tambor de doscientos litros que contenía ácido corrosivo. Sólo quedaban sin disolverse las manos y los pies. Se logró su identificación gracias a los implantes de silicona. Dos días antes había sido secuestrada por diecisiete individuos, en su casa, que quedaba en los altos del cabaret. La sirvienta, Carolina Arancibia, de dieciocho años, consiguió escapar de una suerte presumiblemente similar, al esconderse en el desván de la casa en compañía de la hija de la occisa, una bebita de dos meses. Desde allí oyó a los hombres hablar, los oyó reírse, oyó gritos, insultos, el ruido de varios coches que arrancaban. El caso lo llevó el judicial Lino Rivera, que interrogó a varios clientes habituales del cabaret, pero los diecisiete raptores y asesinos jamás fueron encontrados.
Del uno al quince de agosto hubo una ola de calor y fueron halladas otras dos muertas. La primera se llamaba Marina Rebolledo y tenía trece años. Su cadáver se encontró detrás de la secundaria 30, en la colonia Félix Gómez, a pocos metros del edificio de la policía judicial del estado. Era morena y de pelo largo, de complexión delgada, y medía un metro y cincuentaiséis.
Vestía la misma ropa que llevaba en el momento de su desaparición:
shorts amarillos, blusa blanca, calcetas del mismo color y zapatos negros. La niña había salido de su casa, en la calle Mistula n.o 38, en la colonia Veracruz, a las seis de la mañana para acompañar a su hermana que trabajaba en una maquiladora del Parque Industrial Arsenio Farrel, y ya no regresó.
Aquel mismo día sus familiares presentaron una denuncia de desaparición. Fueron detenidos dos amigos de la niña, de quince años y dieciséis años, pero al cabo de una semana de calabozo los soltaron a ambos. El quince de agosto fue hallado el cadáver de Angélica Nevares, de veintitrés años, más conocida por el apelativo de Jessica, cerca de un canal de aguas negras al oeste del Parque Industrial General Sepúlveda. Angélica Nevares vivía en la colonia Plata y era bailarina en el cabaret Mi Casita.
También había trabajado como bailarina en el cabaret Los Héroes del Norte, cuya dueña Marisol Camarena no hacía mucho había sido hallada en el interior de un tambo de ácido. Angélica Nevares era natural de Culiacán, en el estado de Sinaloa, y desde hacía cinco años vivía en Santa Teresa. El día dieciséis de agosto la ola de calor remitió y empezó a soplar viento de las montañas, un poco más fresco.
El diecisiete de agosto fue encontrada en su habitación, colgando de una soga, la profesora Perla Beatriz Ochoterena, de veintiocho años y natural del pueblo de Morelos, casi en la frontera entre los estados de Sonora y Chihuahua. La profesora Ochoterena impartía clases en la secundaria 20 y era, según sus amigos y conocidos, una persona amable y serena. Vivía en un piso de la calle Jaguar, a dos calles de la avenida Carranza, que compartía con otras dos profesoras. En su habitación se encontraron muchos libros, sobre todo de poesía y ensayo, que la profesora Ochoterena compraba mediante pago a reembolso a librerías del DF o de Hermosillo. Según sus compañeras de piso se trataba de una mujer sensible e inteligente, que había empezado casi desde cero (Morelos, en Sonora, es un pueblo bonito pero pequeñísimo en donde virtualmente no hay nada salvo paisajes fotografiables) y que todo cuanto tenía lo había logrado mediante el trabajo y el tesón constante. También dijeron que le gustaba escribir y que una revista literaria de Hermosillo había publicado, bajo seudónimo, algunas poesías suyas.
El caso lo llevó Juan de Dios Martínez y desde el primer vistazo no le cupo duda de que se trataba de un suicidio. En el escritorio de la profesora Ochoterena encontraron una carta, sin destinatario, en la que intentaba explicar que ya no soportaba más lo que ocurría en Santa Teresa. En la carta decía: todas esas niñas muertas. Era una carta sentida, pensó Juan de Dios, y también un poco cursi. En la carta decía: ya no lo soporto más. Decía: trato de vivir, como todo el mundo, ¿pero cómo?
El judicial buscó entre los papeles de la profesora alguno de sus poemas, pero no encontró ninguno. Anotó varios títulos de su biblioteca. Preguntó a sus compañeras de piso si la profesora tenía novio. Las compañeras dijeron que nunca la habían visto con un hombre. La profesora Ochoterena era discreta hasta el punto de que a veces crispaba la paciencia de sus amigos. Parecía interesarse únicamente por sus clases, por sus alumnos, por sus libros. No tenía mucha ropa. Era aseada y trabajadora y nunca protestaba por nada. Juan de Dios preguntó qué querían decir con que nunca protestaba. Las compañeras de piso le pusieron un ejemplo: a veces ellas olvidaban hacer su parte de trabajo en la casa, como lavar los platos o barrer, cosas de ese tipo, y la profesora Ochoterena las hacía y luego no se lo echaba en cara. En realidad nunca echaba nada en cara, su vida parecía exenta de reproches y de recriminaciones.
El veinte de agosto fue encontrado en un despoblado cercano al cementerio del oeste el cuerpo de una nueva víctima.
Tenía entre dieciséis y dieciocho años y no llevaba ningún tipo de documentación. El cuerpo fue encontrado desnudo, salvo una blusa blanca, envuelto en una vieja manta de color amarillo con estampados de elefantes negros y rojos. Tras el examen forense se dictaminó que la causa de la muerte fueron dos heridas punzocortantes en el cuello y otra muy cerca de la aurícula.
En la primera declaración la policía afirmó que no había habido violación. Cuatro días después rectificaron y dijeron que sí había habido violación. El forense encargado de realizar la autopsia declaró a la prensa que ellos, el equipo de patólogos de la policía y de la Universidad de Santa Teresa, nunca tuvieron la menor duda sobre la violación y que así lo expresaron en el primer (y único) informe oficial redactado. El portavoz de la policía informó de que el malentendido se debía a un problema de interpretación de dicho informe. El caso lo llevó el judicial José Márquez y pronto se archivó. La desconocida fue enterrada en la fosa común la segunda semana de septiembre.
¿Por qué se suicidó la profesora Ochoterena? Según Elvira Campos, probablemente estaba deprimida. Tal vez empezaba a manifestarse en ella un brote psicótico. Seguramente era una mujer solitaria e hipersensible. Juan de Dios Martínez le leyó algunos de los títulos que había anotado al azar de su biblioteca.
¿Tú has leído alguno de estos libros?, le preguntó la directora.
Juan de Dios admitió que ninguno. Son buenos libros, dijo la directora, algunos difíciles de encontrar, al menos aquí, en Santa Teresa. Se los hacía mandar del DF, dijo Juan de Dios.
La siguiente muerta fue Adela García Ceballos, de veinte años, trabajadora en la maquiladora Dun-Corp, asesinada a puñaladas en casa de sus padres. El homicida era Rubén Bustos, de veinticinco años, con quien hasta entonces Adela había convivido en la calle Taxqueña n.o 56, en la colonia Mancera, y con el cual tenía un hijo de un año. Desde hacía una semana la pareja iba mal y Adela se trasladó a vivir a casa de sus padres.
Según Bustos, la mujer pensaba abandonarlo definitivamente por otro hombre. La captura de Bustos fue relativamente fácil.
Éste se atrincheró en su vivienda de la colonia Mancera, pero sólo tenía un cuchillo para defenderse. El judicial Ortiz Rebolledo entró disparando en la casa y Bustos se refugió debajo de su cama. Los policías rodearon la cama, de la que Bustos no quería salir, y lo amenazaron con coserlo a balazos. Lalo Cura estaba en el grupo de policías. De vez en cuando el brazo de Bustos asomaba desde debajo de la cama, empuñando la misma daga con la que mató a Adela, y trataba de herirlos en los tobillos. Los policías se reían y daban saltos hacia atrás. Uno de ellos se puso de pie sobre la cama y Bustos trató de traspasar el colchón con el cuchillo para herirlo en las plantas de los pies.
Uno de los policías, un tal Cordero, famoso en la comisaría n.o 3 por el tamaño de su verga, se puso a orinar apuntando directamente hacia debajo de la cama. Bustos vio cómo la orina corría por el suelo hasta llegar a donde estaba él y se puso a sollozar.
Finalmente Ortiz Rebolledo se cansó de reírse y le dijo que si no salía lo mataba allí mismo. Los policías vieron un guiñapo que reptaba hacia afuera y lo arrastraron a la cocina.
Allí uno de ellos llenó una olla de agua y se la arrojó encima.
Ortiz Rebolledo cogió por el cuello a Cordero y le advirtió que si quedaba un rastro de olor a meado en su coche ya se encargaría él de hacérselo pagar. Cordero, aunque se estaba ahogando, se rió y le prometió que no pasaría. ¿Y si se mea él, jefe?, dijo. Yo sé distinguir el olor de cada meado, dijo Ortiz Rebolledo.
La orina de este culero debe oler a miedo y la tuya jiede a tequila. Cuando Cordero entró en la cocina Bustos estaba llorando.
Entre sollozos decía algo sobre su hijo. Hablaba de sus padres, aunque no se entendía si se refería a los padres de él o a los padres de Adela que fueron testigos del asesinato. Cordero llenó la olla de agua y se la echó encima con fuerza. Luego la volvió a llenar y se la volvió a arrojar. Las perneras de los dos policías que vigilaban a Bustos estaban mojadas, así como sus zapatos negros.
¿Qué era lo que la profesora no soportaba?, dijo Elvira Campos. ¿La vida en Santa Teresa? ¿Las muertes en Santa Teresa?
¿Las niñas menores de edad que morían sin que nadie hiciera nada para evitarlo? ¿Era suficiente eso para llevar a una mujer joven al suicidio? ¿Una universitaria se habría suicidado por esa razón? ¿Una campesina que había tenido que trabajar duro para llegar a ser profesora se habría suicidado por esa razón?
¿Una entre mil? ¿Una entre cien mil? ¿Una entre un millón?
¿Una entre cien millones de mexicanos?
En septiembre casi no hubo asesinatos de mujeres. Hubo peleas. Hubo tráfico y detenciones. Hubo fiestas y trasnochadas calientes. Hubo camiones cargados de cocaína que cruzaron el desierto. Hubo avionetas Cesna que volaron a ras del desierto como espíritus de indios católicos dispuestos a degollar a todo el mundo. Hubo conversaciones de oreja a oreja y risas y narcocorridos de fondo. El último día de septiembre, sin embargo, encontraron los cadáveres de dos mujeres por el rumbo de Pueblo Azul. El lugar donde fueron hallados era un sitio que usaban los motociclistas de Santa Teresa para echar carreras de motos. Las dos mujeres vestían ropa de andar por casa, una de ellas incluso llevaba puestas unas pantuflas y una bata. No encontraron en los cadáveres documentos que sirvieran para identificarlas. El caso lo llevó el judicial José Márquez y el judicial Carlos Marín, quienes por la marca de la ropa supusieron que podía tratarse de norteamericanas. Informada la policía de Arizona, finalmente las muertas resultaron ser las hermanas Reynolds, de Rillito, en las afueras de Tucson, Lola y Janet Reynolds, de treinta y cuarentaicuatro años respectivamente, ambas con antecedentes por tráfico de drogas. Márquez y Marín supusieron el resto: las hermanas dejaron a deber una compra, no mucho, pues nunca movieron demasiada droga, y luego se olvidaron de pagar. Tal vez tuvieron problemas de liquidez, tal vez se envalentonaron (según la policía de Tucson, Lola era una mujer de armas tomar), tal vez sus proveedores las fueron a buscar, llegaron de noche y las encontraron a punto de irse a la cama, tal vez cruzaron la frontera con ellas y ya en Sonora las mataron, o tal vez las mataron en Arizona, dos balazos en la cabeza cada una, medio dormidas aún, y luego cruzaron la frontera y las abandonaron cerca de Pueblo Azul.
En octubre se encontró el cuerpo de otra mujer en el desierto, al sur de Santa Teresa, entre dos pistas vecinales. El cuerpo se hallaba en estado de descomposición y los forenses dijeron que iba a llevar días determinar las causas de la muerte. El cadáver tenía las uñas pintadas de rojo, lo que llevó a pensar a los primeros policías que acudieron al lugar del hallazgo que se trataba de una puta. Por las prendas de vestir dedujeron que era joven: pantalón de mezclilla y blusa escotada. Aunque tampoco era raro ver a viejas de sesenta años vestidas de esa manera.
Cuando finalmente llegó el informe forense (probable muerte por herida de arma blanca) ya nadie se acordaba de la desconocida, ni siquiera los medios de comunicación, y el cuerpo fue arrojado sin más dilaciones a la fosa común.
En octubre, asimismo, Jesús Chimal, de la banda de los Caciques, el autor de la muerte de Linda Vázquez, ingresó en el penal de Santa Teresa. Aunque cada día entraba gente nueva, la aparición del joven asesino despertó un inusitado interés entre la población reclusa, como si los visitara un cantante famoso o el hijo de un banquero que les iba a alegrar, por lo menos, un fin de semana. Klaus Haas sintió la excitación de las crujías y se preguntó si cuando él llegó había pasado lo mismo. No, esta vez la expectación era distinta. Tenía algo de espeluznante y algo que alivianaba. Los presos no hablaban directamente del tema, pero de alguna manera aludían a él cuando hablaban de fútbol o de béisbol. Cuando hablaban de sus familias. De bares y de putas que sólo existían en su imaginación. Incluso el comportamiento de algunos de los reclusos más conflictivos mejoró.
Como si no quisieran desmerecer. ¿Pero desmerecer a ojos de quién?, se preguntaba Haas. A Chimal lo esperaban. Sabían que iba hacia allí. Sabían qué celda iba a ocupar y sabían que se había cargado a la hija de una persona de dinero. Según el Tequila, los presos que habían pertenecido a los Caciques eran los únicos que permanecían al margen de todo este teatro. El día que llegó Chimal fueron también los únicos que se acercaron a saludarlo. Chimal, por su parte, no llegó solo. Lo acompañaban los otros tres detenidos por el asesinato de Linda Vázquez y ninguno de ellos se separaba del otro ni para ir a hacer sus necesidades. Uno de la banda de los Caciques que ya llevaba un año en el tambo le pasó a Chimal un punzón de hierro.
Otro le pasó por debajo de la mesa tres cápsulas de anfetamina.
Los dos primeros días Chimal se comportó como un loco. No paraba de darse vuelta y mirar lo que pasaba a sus espaldas.
Dormía con el punzón en la mano. Llevaba la anfetamina a todos lados, como un escapulario mínimo que lo protegería de todo mal. Sus tres compañeros no le iban a la zaga. Cuando paseaban por el patio lo hacían en fila de dos. Se movían como comandos perdidos en una isla tóxica de otro planeta. A veces Haas los miraba desde lejos y pensaba: pobres chicos, pobres escuincles perdidos en un sueño. Al octavo día de estar en la cárcel los atraparon a los cuatro en la lavandería. De golpe, desaparecieron los carceleros. Cuatro reclusos controlaban la puerta. Cuando Haas llegó lo dejaron pasar como si fuera uno más, uno de la familia, algo que Haas agradeció sin palabras, aunque él nunca dejó de despreciarlos. Chimal y sus tres carnales estaban inmovilizados en el centro de la lavandería. A los cuatro los habían amordazado con esparadrapo. Dos de los Caciques ya estaban desnudos. Uno de ellos temblaba. Desde la quinta fila, apoyado en una columna, Haas observó los ojos de Chimal. Le pareció evidente que quería decir algo. Si le hubieran quitado el esparadrapo, pensó, tal vez hubiera arengado a sus propios captores. Desde una ventana unos carceleros observaban la escena que se producía en la lavandería. La luz que salía de aquella ventana era amarilla y débil en comparación con la luz que irradiaban los tubos fluorescentes de la lavandería.
Los carceleros, notó Haas, se habían quitado las gorras. Uno de ellos llevaba una cámara fotográfica. Un tipo llamado Ayala se acercó a los Caciques desnudos y les realizó un corte en el escroto.
Los que los mantenían inmovilizados se tensaron. Electricidad, pensó Haas, pura vida. Ayala pareció ordeñarlos hasta que los huevos cayeron envueltos en grasa, sangre y algo cristalino que no supo (ni le importaba saber) qué era. ¿Quién es ese tipo?, preguntó Haas. Es Ayala, murmuró el Tequila, el hígado negro de la frontera. ¿Hígado negro?, pensó Haas. Más tarde el Tequila le explicaría que entre las muchas muertes que debía Ayala, estaban las de ocho emigrantes a los que pasó a Arizona a bordo de una Pick-up. Al cabo de tres días de estar desaparecido Ayala volvió a Santa Teresa, pero de la Pick-up y de los emigrantes nada se supo hasta que los gringos encontraron los restos del vehículo, con sangre por todos los sitios, como si Ayala, antes de volver sobre sus pasos, se hubiera dedicado a trocear los cuerpos. Algo grave pasó aquí, dijeron los del border patrol, pero la ausencia de cadáveres propició que el caso se olvidara. ¿Qué hizo Ayala con los cadáveres? Según el Tequila, se los comió, así era de grande su locura y su maldad, aunque Haas dudaba de que existiera alguien capaz de zamparse, por más loco o hambriento que estuviera, a ocho emigrantes ilegales. Uno de los Caciques a los que acababan de castrar se desmayó. El otro tenía los ojos cerrados y las venas del cuello parecía que iban a explotarle. Junto a Ayala estaba ahora Farfán y ambos ejercían como jefes de ceremonia. Deshágase de esto, dijo Farfán. Gómez levantó los huevos del suelo y comentó que parecían huevos de caguama. Tiernecitos, dijo.
Algunos de los espectadores asintieron y nadie se rió. Después Ayala y Farfán, cada uno con un palo de escoba de unos setenta centímetros de longitud, se dirigieron hacia Chimal y el otro Cacique.
A principios de noviembre mataron a María Sandra Rosales Zepeda, de treintaiún años, que solía prostituirse en las aceras del bar Pancho Villa. María Sandra había nacido en un pueblo del estado de Nayarit y a los dieciocho años llegó a Santa Teresa, en donde trabajó en la maquiladora HorizonW amp;E y en El Mueble Mexicano. A los veintidós años empezó a hacer de puta. La noche que la mataron había por lo menos cinco compañeras en la calle. Según los testigos presenciales un Suburban negro aparcó cerca de las mujeres. En su interior había por lo menos tres hombres. La música la tenían puesta a todo volumen.
Los hombres llamaron a una de las mujeres y hablaron un rato con ella. Después la mujer se apartó de la Suburban y los hombres llamaron a María Sandra. Ésta se apoyó en la ventanilla bajada de la Suburban, como si estuviera dispuesta a discutir durante un rato la tarifa que pensaba pedirles. Pero la conversación apenas duró un minuto. Uno de los hombres sacó un arma y le disparó a quemarropa. María Sandra cayó hacia atrás y durante los primeros instantes las putas que esperaban en la acera no supieron qué ocurría. Luego vieron un brazo que salía por la ventanilla y remataba a María Sandra que yacía en el suelo. Después la Suburban se puso en marcha y desapareció en dirección al centro de la ciudad. El caso lo llevó el judicial Ángel Fernández y luego se apuntó, por iniciativa propia, Epifanio Galindo. Nadie recordaba la matrícula de la Suburban.
La puta que había hablado con los desconocidos dijo que éstos le preguntaron por María Sandra. Hablaban de ella como si la conocieran de oídas, como si alguien se la hubiera mentado en los mejores términos. Eran tres y los tres querían hacer un número con ella. Sus rostros no los recordaba bien. Eran mexicanos, hablaban como sonorenses y parecían relajados, dispuestos a pasar una noche de juerga. Según uno de los confidentes de Epifanio Galindo, tres hombres aparecieron una hora después del asesinato de María Sandra en el bar Los Zancudos. Los tipos eran salidores y bebían vasos de mezcal como otros comen cacahuetes. En determinado momento uno de ellos sacó un arma de la cintura y apuntó al cielo raso, como si quisiera cargarse una araña. Nadie les dijo nada y el tipo volvió a guardar su arma. Según el confidente se trataba de una pistola Glock austriaca con cargador de quince tiros. Después se les unió una cuarta persona, un tipo flaco y alto vestido con camisa blanca, con el que estuvieron bebiendo un rato, y luego se marcharon a bordo de un Dodge rojo encarnado. Epifanio le preguntó a su oreja si no habían llegado en una Suburban. Éste le dijo que no lo sabía, sólo sabía que se habían marchado en un Dodge rojo encarnado. El calibre de las balas que acabaron con la vida de María Sandra era 7,65 mm. Browning. La Glock usaba balas de calibre 9 mm. Parabellum. Probablemente, pensó Epifanio, mataron a la pobrecita con una pistola-ametralladora Skorpion, de fabricación checa, un arma que a Epifanio no le gustaba pero algunos de cuyos modelos últimamente empezaban a verse bastante en Santa Teresa, especialmente entre los grupos pequeños que se dedicaban al narcotráfico o entre secuestradores llegados de Sinaloa.
La noticia apenas ocupó una columna interior en los periódicos de Santa Teresa y pocos medios del resto de la república se hicieron eco de ella. Ajuste de cuentas en la cárcel, decía el titular. Cuatro miembros de la banda los Caciques detenidos en espera de juicio por el asesinato de una adolescente fueron masacrados por algunos reclusos del penal de Santa Teresa. Sus cuerpos sin vida se encontraron amontonados en el cuarto donde se guardan los útiles de limpieza de la lavandería. Más tarde se hallaron los cadáveres de otros dos antiguos miembros de los Caciques en las dependencias sanitarias.
Miembros de la propia institución penitenciaria y de la policía investigaron el crimen, sin aclarar los motivos ni la identidad de los autores.
Cuando al mediodía lo fue a ver su abogada, Haas le dijo que había presenciado el asesinato de los Caciques. Estaba toda la crujía, dijo Haas. Los guardias miraban desde una especie de claraboya del piso superior. Sacaban fotos. Nadie hizo nada.
Los empalaron. Les destrozaron el ojete. ¿Son malas palabras?, dijo Haas. Chimal, el jefe, pedía a gritos que lo mataran. Le echaron agua cinco veces para que se despertara. Los verdugos se apartaban para que los guardias tomaran buenas fotos. Se apartaban y apartaban a los espectadores. Yo no estaba en la primera fila. Yo podía verlo todo porque soy alto. Raro: no se me revolvió el estómago. Raro, muy raro: vi la ejecución hasta el final. El verdugo parecía feliz. Se llama Ayala. Lo ayudó otro tipo, uno muy feo, que está en mi misma celda, se llama Farfán.
El amante de Farfán, un tal Gómez, también participó. No sé quiénes mataron a los Caciques que encontraron después en el baño, pero a estos cuatro los mataron Ayala, Farfán y Gómez, ayudados por otros seis que sujetaban a los Caciques. Tal vez fueron más. Quita seis y pon doce. Y todos los de la crujía que vimos el mitote y no hicimos nada. ¿Y tú crees, dijo la abogada, que afuera no lo saben? Ay, Klaus, qué ingenuo eres. Más bien soy tonto, dijo Haas. ¿Pero si lo saben por qué no lo dicen?
Porque la gente es discreta, Klaus, dijo la abogada. ¿Los periodistas también?, dijo Haas. Ésos son los más discretos de todos, dijo la abogada. En ellos la discreción equivale a dinero.
¿La discreción es dinero?, dijo Haas. Ahora lo vas entendiendo, dijo la abogada. ¿Sabes tú acaso por qué mataron a los Caciques?
No lo sé, dijo Haas, sólo sé que no estaban en un colchón de rosas. La abogada se rió. Por dinero, dijo. Esos bestias mataron a la hija de un hombre que tenía dinero. Lo demás sobra.
Puro blablablá, dijo la abogada.
A mediados de noviembre se encontró en el barranco de Podestá el cuerpo de otra mujer muerta. Tenía múltiples fracturas en el cráneo, con pérdida de masa encefálica. Algunas marcas en el cuerpo indicaban que opuso resistencia. El cadáver fue hallado con los pantalones bajados hasta la rodilla, por lo que se supuso que había sido violado, aunque tras la realización del frotis vaginal se descartó esta hipótesis. Al cabo de cinco días se pudo identificar a la muerta. Su nombre era Luisa Cardona Pardo, de treintaicuatro años de edad, natural del estado de Sinaloa en donde ejerció la prostitución desde los diecisiete años.
Vivía en Santa Teresa desde hacía cuatro años y trabajaba en la maquiladora EMSA. Anteriormente trabajó de mesera y tuvo un puestito de flores en el centro. No figuraba en ninguna ficha policial de la ciudad. Vivía con una amiga en una casa modesta, pero con luz eléctrica y agua corriente, de la colonia La Preciada. Su amiga, trabajadora como ella en EMSA, contó a la policía que al principio Luisa hablaba de emigrar a los Estados Unidos y que incluso tuvo tratos con un pollero, pero finalmente decidió quedarse en la ciudad. La policía interrogó a algunos compañeros de trabajo y luego cerró el caso.
Tres días después del hallazgo del cadáver de Luisa Cardona se encontró en el mismo barranco de Podestá el cuerpo de otra mujer. Los patrulleros Santiago Ordóñez y Olegario Cura encontraron el cadáver. ¿Qué hacían Ordóñez y Cura en aquel lugar? Curioseaban, según admitió Ordóñez. Más tarde dijo que estaban allí porque Cura había insistido en ir. La zona que tenían asignada para aquel día iba de la colonia El Cerezal a la colonia Las Cumbres, pero Lalo Cura le dijo que tenía ganas de ver el lugar donde habían encontrado el cuerpo de Luisa Cardona y Ordóñez, que era quien conducía el coche, no opuso reparos. Estacionaron el patrullero en la parte alta del barranco y bajaron por una senda muy empinada. El barranco de Podestá no era muy grande. Las cintas de plástico que delimitaban la actuación de la policía científica aún estaban allí, enredadas entre las piedras de color amarillo o gris y los matorrales. Durante un rato, según Ordóñez, Lalo Cura estuvo haciendo cosas raras, como si midiera el terreno y la altura de las paredes, mirando hacia la parte alta del barranco y calculando el arco que tuvo que hacer el cuerpo de Laura Cardona mientras caía. Al cabo de un rato, cuando Ordóñez ya se aburría, Lalo Cura le dijo que el asesino o los asesinos tiraron el cadáver allí precisamente para que fuera encontrado lo antes posible. Al objetar Ordóñez que aquel lugar no era precisamente un sitio concurrido, Lalo Cura señaló hacia lo alto de una de las paredes del barranco. Ordóñez levantó la mirada y vio a tres niños, o tal vez un adolescente y dos niños, todos vestidos con pantalones cortos, que los observaban atentamente. Después Lalo Cura se puso a caminar hacia el sur del barranco y Ordóñez se quedó sentado sobre una roca, fumando y pensando que tal vez lo mejor hubiera sido entrar en el cuerpo de bomberos. Al cabo de un rato, cuando Lalo ya había desaparecido de su vista, oyó un silbido de su compañero y se dirigió en la misma dirección.
Cuando lo alcanzó vio que a sus pies yacía un cuerpo de mujer.
Estaba vestida con algo que parecía una blusa, rasgada en un costado, y desnuda de cintura para abajo. Según Ordóñez, la expresión de Lalo Cura era muy rara, no de sorpresa, sino más bien de felicidad. ¿Cómo de felicidad? ¿Se reía? ¿Sonreía?, le preguntaron. No sonreía, dijo Ordóñez, se le veía concentrado, reconcentrado, como si no estuviera allí, no en aquel momento, como si estuviera en el barranco de Podestá, pero a otra hora, a la hora en que habían matado a aquella fulana. Cuando llegó junto a él Lalo Cura le dijo que no se moviera. En sus manos tenía una libretita y había sacado un lápiz y anotaba todo lo que veía. Tiene un tatuaje, oyó que decía Lalo Cura.
Un tatuaje bien hecho. Por la postura yo diría que le rompieron el cuello. Pero antes, probablemente, la violaron. ¿Dónde tiene el tatuaje?, preguntó Ordóñez. En el muslo izquierdo, oyó que decía su compañero. Luego Lalo Cura se levantó y buscó en los alrededores la ropa que faltaba. Sólo halló periódicos viejos, latas oxidadas, bolsas de plástico reventadas. Aquí no están sus pantalones, dijo. Luego le dijo a Ordóñez que subiera al coche y llamara a la policía. La muerta medía un metro setentaidós y tenía el pelo largo y de color negro. No llevaba nada que sirviera para identificarla. Nadie reclamó el cadáver.
El caso no tardó en ser archivado.
Cuando Epifanio le preguntó por qué razón había ido al barranco de Podestá, Lalo Cura le contestó que porque era policía.
Usted es un escuincle de mierda, le dijo Epifanio, no se meta donde no le llaman, buey. Después Epifanio lo cogió de un brazo y lo miró a la cara y le dijo que quería saber la verdad.
Me pareció raro, dijo Lalo Cura, en todo este tiempo nunca había aparecido una muerta en el barranco de Podestá. ¿Y eso usted cómo lo sabe, buey?, dijo Epifanio. Porque leo los periódicos, dijo Lalo Cura. Pinche escuincle mamón, ¿así que lee los periódicos? Sí, dijo Lalo Cura. ¿Y también lee libros, supongo?
Pues sí, dijo Lalo Cura. ¿Los putos libros para putos que yo le regalé? Los Métodos modernos de investigación policiaca, del ex director en jefe del Instituto Nacional de Policía Técnica de Suecia, el señor Harry Söderman y del ex presidente de la Asociación Internacional de Jefes de Policía, el ex inspector John J.
O’Connell, dijo Lalo Cura. ¿Y si esos mentados superpolicías eran tan buenos por qué ahora son unos putos ex?, dijo Epifanio.
¿A ver, contésteme ésa, buey? ¿No sabe usted, pendejete, que en la investigación policiaca no existen los métodos modernos?
Usted todavía ni ha cumplido los veinte años, ¿me equivoco?
No te equivocas, Epifanio, dijo Lalo Cura. Pues ándese con cuidado, valedor, ésa es la primera y la única norma, dijo Epifanio soltándolo del brazo y sonriendo y dándole un abrazo y llevándoselo a comer al único lugar donde servían pozole en el centro de Santa Teresa, en esas horas turbias de la noche.
En diciembre, y éstas fueron las últimas muertas de 1996, se hallaron en el interior de una casa vacía de la calle García Herrero, en la colonia El Cerezal, los cuerpos de Estefanía Rivas, de quince años, y de Herminia Noriega, de trece. Ambas eran hermanas de madre. El padre de Estefanía desapareció poco después de nacer ésta. El padre de Herminia vivía en el domicilio familiar y trabajaba de vigilante nocturno de la maquiladora MachenCorp, en donde también estaba en nómina, como operaria, la madre de las niñas, las cuales, por su parte, se limitaban a estudiar y a ayudar en los quehaceres de la casa, aunque Estefanía, para el año siguiente, tenía pensado dejar la escuela y ponerse a trabajar. La mañana en que las secuestraron ambas iban a clases, junto con dos hermanas más pequeñas, una de once y otra de ocho años. Las dos pequeñas, al igual que Herminia, iban a la Escuela Primaria José Vasconcelos.
Después de dejarlas allí, Estefanía, como siempre, se dirigiría a su propia escuela, a unas quince calles de distancia, un trayecto que realizaba a pie cada día. El día del secuestro, sin embargo, un coche se detuvo junto a las cuatro hermanas, y un hombre salió y metió a empujones a Estefanía dentro del coche y luego volvió a salir y metió a Herminia y luego el coche desapareció.
Las dos pequeñas se quedaron paralizadas en la acera y luego volvieron caminando a casa, en donde no había nadie, por lo que llamaron a la puerta de la casa vecina, en donde contaron su historia y se echaron, por fin, a llorar. La mujer que las acogió, una trabajadora de la maquiladora HorizonW amp;E, fue a llamar a otra vecina y luego telefoneó a la maquiladora MachenCorp intentando localizar a los padres de las niñas. En la MachenCorp le informaron de que estaban prohibidas las llamadas privadas y le colgaron. La mujer volvió a telefonear y dijo el nombre y el puesto del padre, pues pensó que la madre, al ser operaria como ella, era sin duda considerada de un rango inferior, es decir prescindible en cualquier momento o por cualquier razón o capricho de la razón, y esta vez la telefonista la tuvo esperando tanto rato que las monedas se le agotaron y la llamada se cortó. No tenía más dinero. Desconsolada, la vecina volvió a su casa, en donde la aguardaba la otra vecina y las niñas y durante un rato las cuatro experimentaron lo que era estar en el purgatorio, una larga espera inerme, una espera cuya columna vertebral era el desamparo, algo muy latinoamericano, por otra parte, una sensación familiar, algo que si uno lo pensaba bien experimentaba todos los días, pero sin angustia, sin la sombra de la muerte sobrevolando el barrio como una bandada de zopilotes y espesándolo todo, trastocando la rutina de todo, poniendo todas las cosas al revés. Así, mientras esperaban a que llegara el padre de las niñas, la vecina pensó (para matar el tiempo y el miedo) que le gustaría tener un revólver y salir a la calle. ¿Y luego qué? Pues aventar unos cuantos tiros al aire para desencorajinarse y gritar viva México para armarse de valor o para sentir un postrero calor y después cavar con las manos, a una velocidad desconsiderada, un agujero en la calle de tierra apisonada y enterrarse ella misma, mojada hasta el huesito, para siempre jamás. Cuando llegó finalmente el padre fueron todos juntos a la comisaría más cercana. Allí, tras exponer someramente (o atolondradamente) su problema, los tuvieron esperando más de una hora hasta que aparecieron dos judiciales.
Los judiciales les volvieron a hacer las mismas preguntas y otras nuevas, sobre todo relativas al coche que se llevó a Estefanía y Herminia. Al cabo de un rato, en el despacho donde estaban siendo interrogadas las niñas, había cuatro judiciales.
Uno de ellos, que parecía buena persona, le pidió a la vecina que los acompañara y se llevó a las niñas al garaje de la comisaría, donde les preguntó qué coche, de los que estaban allí aparcados, se parecía más al coche que se había llevado a sus hermanas.
Con los datos que le proporcionaron las niñas el judicial dijo que había que buscar un Peregrino o un Arquero de color negro. A las cinco de la tarde apareció la madre en la comisaría.
Una de las vecinas ya se había ido y la otra no paraba de llorar acariciando a la más pequeña. A las ocho de la noche llegó Ortiz Rebolledo y dispuso dos grupos operativos de búsqueda, uno que se encargaría de investigar a los allegados de las muchachas, bajo el mando de los judiciales Juan de Dios Martínez y Lino Rivera, y el otro que se encargaría de localizar, con apoyo de la policía municipal, el Peregrino o el Arquero o el Lincoln en donde dizque las secuestraron, coordinados por los judiciales Ángel Fernández y Efraín Bustelo. Juan de Dios Martínez se mostró públicamente en desacuerdo con esa línea de investigación, ya que a su parecer ambos grupos operativos debían conjuntar sus esfuerzos en la localización del coche del secuestro. Arguyó como su principal razón el hecho de que poca gente, por no decir ninguna, del círculo de amigos, conocidos o compañeros de trabajo de la familia Noriega, poseía ya no digamos un Peregrino negro o un Chevy Astra negro, sino que virtualmente todos pertenecían a la clase peatonal, siendo algunos tan pobres que para dirigirse al trabajo ni siquiera tomaban el autobús, prefiriendo hacer a pie el camino y así ahorrarse unas pocas monedas. La respuesta de Ortiz Rebolledo fue contundente: cualquiera podía robar un Peregrino, cualquiera podía robar un Arquero o un Bocho o un Jetta, no era necesario que tuviera dinero o permiso de conducir, sólo que supiera abrir un coche y ponerlo en marcha. Así que los grupos operativos quedaron estructurados tal como dispuso Ortiz Rebolledo y los policías, con gesto cansado, como soldados atrapados en un continuum temporal que acuden una y otra vez a la misma derrota, se pusieron a trabajar. Esa misma noche, tras hacer algunas averiguaciones, Juan de Dios Martínez supo que Estefanía tenía un novio o un pretendiente, un muchacho algo alocado, de unos diecinueve años, llamado Ronald Luis Luque, alias Lucky Strike, alias Ronnie, alias Ronnie el Mágico, en cuyo expediente policial figuraban dos detenciones por robo de coches. Al salir de la cárcel Ronald Luis había compartido casa con un tal Felipe Escalante, al cual conoció en la cárcel. Escalante era un profesional del robo de coches y también había sido investigado, aunque nunca inculpado, como violador de menores. Durante cinco meses Ronald Luis vivió con Escalante y luego se marchó. Juan de Dios Martínez fue a ver a Escalante esa misma noche. Según éste, su antiguo compañero de celda no se había marchado por su propia voluntad sino que él lo había echado, debido a que Lucky Strike no colaboraba económicamente con nada. Actualmente Escalante trabajaba como peón de bodega de un supermercado y ya no se dedicaba a actividades delictivas. Hace muchos años que no robo un carro, jefe, se lo juro por ésta, le dijo besándose los dedos en cruz. De hecho, ni siquiera tenía una mala nave, realizando ahora, ni modo, todos sus desplazamientos en camión o a pata, que es más barato y además da sensación de libertad. Preguntado sobre si el llamado Lucky Strike se dedicaba, aunque fuera ocasionalmente, al robo de coches, Escalante dijo no creerlo, aunque a fe de Dios no podía poner las manos en el fuego, ya que el mentado era más bien torpón en esas vicisitudes. Otros interrogados parecieron corroborar lo declarado por Escalante:
Ronnie el Mágico era un flojo y un holgazán, pero no un ladrón, tampoco un tipo violento, al menos de una violencia gratuita, y la mayoría, aunque no se mojó, lo veía incapaz de secuestrar a su novia y a la hermana de su novia. Ahora Ronald Luis vivía con sus padres y seguía sin encontrar trabajo. Hacia allí se dirigió Juan de Dios Martínez y habló con el padre, que fue quien le abrió resignadamente la puerta y quien le informó de que su hijo se había marchado pocas horas después de producirse el secuestro de Estefanía y Herminia. El judicial le preguntó si podía echarle un ojo al piojero. Está en su casa, dijo el padre. Durante un rato Juan de Dios Martínez estuvo examinando a solas la habitación que Ronnie compartía con tres hermanos menores, aunque desde el primer momento se dio cuenta de que allí no había nada que buscar. Luego salió al patio y encendió un cigarrillo mientras contemplaba el atardecer anaranjado y violáceo que caía sobre la ciudad fantasma. ¿Dijo adónde iba?, preguntó. A Yuma, respondió el padre. ¿Y usted ha estado en Yuma alguna vez? De joven, muchas veces: entraba, trabajaba, la migra me capturaba, me regresaban a México y luego volvía a entrar, muchas veces, dijo el padre. Hasta que me cansé y me dediqué a trabajar aquí y a cuidar a mi vieja y a los chamacos. ¿Y usted cree que a Ronald Luis le pasará lo mismo?
Dios no lo quiera, dijo el padre. Al cabo de tres días, Juan de Dios Martínez se enteró de que el grupo operativo encargado de localizar el coche negro empleado en el secuestro se había disuelto. Cuando le fue a pedir explicaciones a Ortiz Rebolledo éste le contestó que la orden vino de arriba. Al parecer los policías molestaron a algunos peces gordos cuyos hijos, los juniors de Santa Teresa, poseían la casi totalidad de la flota de Peregrinos de la ciudad (un coche de moda entre los jóvenes pudientes, así como el Arcángel o el descapotable Desertwind), quienes hablaron con las autoridades pertinentes para que los polis dejaran de joder. Cuatro días después una llamada anónima avisó a la policía de unos disparos en el interior de una casa de la calle García Herrero. La patrulla se presentó al cabo de media hora. Tocaron el timbre repetidas veces y nadie respondió.
Interrogados los vecinos, éstos dijeron no haber escuchado nada, aunque la repentina sordera se podía deber al volumen de los televisores, que era muy alto y se podía oír desde la calle.
Un niño, sin embargo, dijo que mientras paseaba en bicicleta había oído disparos. Preguntados los vecinos sobre quiénes habitaban en aquella casa, las respuestas fueron contradictorias, por lo que los patrulleros pensaron que podía tratarse de narcotraficantes y que tal vez lo mejor sería irse y no remover más el asunto. Uno de los vecinos, sin embargo, dijo que había visto estacionado junto a la casa un Peregrino de color negro. Los policías sacaron entonces sus armas y volvieron a llamar, con idéntico resultado, a la casa de la calle García Herrero n.o 677.
Luego se comunicaron por radio con la comisaría y esperaron.
Una media hora después apareció por allí otro patrullero, para reforzar la vigilancia, según dijeron, y poco más tarde Juan de Dios Martínez y Lino Rivera. Según este último, la orden era aguardar a la llegada del resto de los judiciales. Pero Juan de Dios Martínez dijo que no había tiempo y los patrulleros, por expresa indicación suya, tiraron la puerta abajo. Juan de Dios Martínez fue el primero en entrar. La casa olía a semen y a alcohol, dijo. ¿Cómo huelen el semen y el alcohol? Pues mal, dijo Juan de Dios Martínez, francamente huelen mal. Pero luego te acostumbras. No es como el olor de la carne en descomposición, que no te acostumbras nunca y que se te mete dentro de la cabeza, hasta en los pensamientos, y por más que te duches y te cambies de ropa tres veces al día sigues oliéndolo durante muchos días, a veces semanas, a veces meses enteros. Detrás de él entró Lino Rivera y nadie más. No toques nada, recuerda este último que le dijo Juan de Dios. Primero examinaron la sala. Normal. Muebles baratos, pero decorosos, una mesa con periódicos, no los toques, dijo Juan de Dios, en el comedor dos botellas vacías de tequila Sauza y una botella vacía de vodka Absolut. La cocina limpia. Normal. Restos de comida de McDonald’s en el cubo de la basura. Suelo limpio. Por la ventana de la cocina un pequeño patio, la mitad encementado, la otra mitad seco, con algunos matorrales adheridos a la pared que lo separaba de otro patio. Normal. Luego dieron marcha atrás. Primero Juan de Dios y tras él Lino Rivera. El pasillo. Las habitaciones. Dos habitaciones. En una de ellas, tendido en la cama, boca abajo, el cadáver desnudo de Herminia. Ah, chingados, oyó Juan de Dios que musitaba su compañero. En el baño, ovillado debajo de la ducha, las manos atadas a la espalda, el cadáver de Estefanía. Quédate en el pasillo. No entres, dijo Juan de Dios. Él sí que entró en el baño. Entró y se arrodilló junto al cuerpo de Estefanía y lo examinó detenidamente, hasta perder la noción del tiempo. A sus espaldas escuchó la voz de Lino que hablaba por la radio. Que venga el forense, dijo Juan de Dios. Según el forense, Estefanía fue asesinada de dos balazos en la nuca. Antes había sido golpeada y se apreciaban señales de estrangulamiento. Pero no murió estrangulada, dijo el forense.
Jugaron con ella a estrangularla. En los tobillos eran visibles la señales de abrasión. Diría que la colgaron de los pies, dijo el forense. Juan de Dios buscó una viga o un gancho en el techo. La casa estaba llena de policías. Alguien había tapado a Herminia con una sábana. En la otra habitación lo encontró:
una gafa de hierro sujeta al techo, justo en medio de las dos camas.
Cerró los ojos e imaginó a Estefanía colgando cabeza abajo.
Llamó a dos policías y les ordenó que buscaran la cuerda. El forense estaba en la habitación de Herminia. A ésta también le metieron un tiro en la nuca, le dijo cuando lo vio junto a él, pero no creo que ésa fuera la causa de la muerte. ¿Y entonces por qué le dispararon?, preguntó Juan de Dios. Para asegurarse.
Que salgan de la casa todos los que no sean de la policía científica, gritó Juan de Dios. Los policías fueron saliendo poco a poco. En la sala dos tipos achaparrados y con cara de estar agotados buscaban huellas dactilares. Todos fuera, gritó Juan de Dios. Sentado en un sillón Lino Rivera leía una revista de boxeo.
Aquí están las cuerdas, jefe, dijo uno de los policías. Gracias, dijo Juan de Dios, y ahora lárgate, buey, sólo pueden permanecer aquí los científicos. Un tipo que hacía fotos bajó la cámara y le guiñó un ojo. Esto no acaba, ¿eh, Juan de Dios? No acaba, no acaba, le respondió mientras se dejaba caer en el sofá donde estaba Lino Rivera y encendía un cigarrillo. Tómatelo con calma, buey, le dijo el judicial. Antes de que terminara de fumarse el cigarrillo el forense lo llamó a la habitación. Las dos fueron violadas, yo diría que varias veces, por los dos conductos, aunque puede que a la del baño la violaran por los tres. Las dos fueron torturadas. En una la causa de la muerte es clara.
En la otra no tanto. Mañana te doy un informe fiable. Ahora desocúpame la calle que me las llevo a la morgue, dijo el forense.
Juan de Dios salió al patio y le dijo a un policía que iban a trasladar los cadáveres. La acera estaba llena de curiosos. Es extraño, pensó Juan de Dios cuando la ambulancia desapareció en dirección al Instituto Anatómico Forense, de repente, en unos segundos, todo ha cambiado. Una hora después, cuando aparecieron Ortiz Rebolledo y Ángel Fernández, Juan de Dios estaba interrogando a los vecinos. Según algunos, en el número 677 vivía una pareja, según otros vivían tres muchachos, o mejor dicho, un hombre y dos muchachos, que sólo iban a dormir, y según otros allí vivía un tipo más bien raro, que no le dirigía la palabra a nadie del barrio, y que a veces pasaba días enteros sin aparecer, como si trabajara fuera de Santa Teresa, y otras veces pasaba días enteros sin salir de casa, viendo la tele hasta muy tarde o escuchando corridos y danzones y luego durmiendo hasta pasado el mediodía. Los que aseguraban que en el 677 vivía una pareja dijeron que ésta poseía una Combi o una furgoneta similar y que ambos solían salir y llegar juntos del trabajo. ¿Qué clase de trabajo? No lo sabían, aunque uno dijo que probablemente los dos trabajaban de meseros. Los que pensaban que en aquella casa vivía un hombre en compañía de dos muchachos creían que el hombre conducía una furgoneta, que podía ser, efectivamente, una Combi. Los que aseguraron que allí vivía un tipo solo, fueron incapaces de recordar si éste tenía coche o no, aunque dijeron que a menudo era visitado por amigos que sí tenían coche. ¿En resumidas cuentas, quién chingados vive aquí?, dijo Ortiz Rebolledo. Habrá que investigarlo, le contestó Juan de Dios antes de marcharse para casa. Al día siguiente, ya realizadas las pertinentes autopsias, el forense se reafirmó en sus primeras apreciaciones y añadió que la muerte de Herminia no se debía al balazo alojado en su nuca sino a un paro cardiaco. La pobrecita, les dijo el forense a un grupo de judiciales, no pudo resistir el trance de la tortura y las vejaciones. Ni modo. El arma utilizada probablemente era una pistola Smith amp; Wesson calibre 9 mm. La casa donde se encontraron los cadáveres era propiedad de una anciana que no se enteraba de nada, una vieja dama de la alta sociedad santateresana, que vivía de los alquileres de sus propiedades, entre las que se contaban la mayoría de las casas vecinas. El alquiler lo gestionaba una empresa de promotores inmobiliarios, propiedad de un nieto de la anciana. Según los papeles en poder del gestor, todos por lo demás legales, el inquilino del 677 se llamaba Javier Ramos y realizaba sus pagos mensuales a través del banco. Investigado el banco, se descubrió que el tal Javier Ramos había hecho un par de ingresos fuertes, suficientes como para pagar seis meses de alquiler más las cuentas de luz y agua, y nadie más lo había vuelto a ver. Como dato curioso, pero a tener en cuenta, Juan de Dios Ramírez averiguó en el Registro de la Propiedad que las casas de la siguiente manzana de la calle García Herrero pertenecían, en su totalidad, a Pedro Rengifo, y que las casas de la calle Tablada, que corría paralela a García Herrero, eran propiedad de un tal Lorenzo Juan Hinojosa, que era un hombre de paja del narcotraficante Estanislao Campuzano.
Asimismo, todos los inmuebles de la calle Hortensia y Licenciado Cabezas, que eran las paralelas a Tablada, estaban registrados a nombre del presidente municipal de Santa Teresa o de algunos de sus hijos. También: que dos manzanas al norte, las casas y los edificios de la calle Ingeniero Guillermo Ortiz eran propiedad de Pablo Negrete, el hermano de Pedro Negrete y rector benemérito de la Universidad de Santa Teresa. Qué cosa más rara, se dijo Juan de Dios. Uno está con los cadáveres y tiembla. Luego se llevan los cadáveres y deja de temblar. ¿Está metido Rengifo en el crimen de las niñas? ¿Está metido hasta las cejas Campuzano? Rengifo era el narco bueno. Campuzano era el narco malo. Qué raro, qué raro, se dijo Juan de Dios.
Nadie viola y mata en su propia casa. Nadie viola y mata cerca de su propia casa. A menos que esté loco y quiera que lo atrapen.
Dos noches después del hallazgo de los cadáveres se reunieron en un club privado anexo al campo de golf el presidente municipal de Santa Teresa, el licenciado José Refugio de las Heras, el jefe de la policía Pedro Negrete y los señores Pedro Rengifo y Estanislao Campuzano. El encuentro duró hasta las cuatro de la mañana y se aclararon algunas cosas. Al día siguiente toda la policía de la ciudad, se podría decir, se puso a la caza de Javier Ramos. Lo buscaron hasta debajo de las piedras del desierto. Pero la verdad es que ni siquiera fueron capaces de hacerle un retrato robot convincente.
Durante muchos días Juan de Dios Martínez pensó en los cuatro infartos que sufrió Herminia Noriega antes de morir.
A veces se ponía a pensar en ello mientras comía o mientras orinaba en los baños de una cafetería o de un local de comidas corridas frecuentado por judiciales, o antes de dormirse, justo en el momento de apagar la luz, o tal vez segundos antes de apagar la luz, y cuando eso sucedía simplemente no podía apagar la luz y entonces se levantaba de la cama y se acercaba a la ventana y miraba la calle, una calle vulgar, fea, silenciosa, escasamente iluminada, y luego se iba a la cocina y ponía a hervir agua y se hacía café, y a veces, mientras bebía el café caliente y sin azúcar, un café de mierda, ponía la tele y se dedicaba a ver los programas nocturnos que llegaban por los cuatro puntos cardinales del desierto, a esa hora captaba canales mexicanos y norteamericanos, canales de locos inválidos que cabalgaban bajo las estrellas y que se saludaban con palabras ininteligibles, en español o en inglés o en spanglish, pero ininteligibles todas las jodidas palabras, y entonces Juan de Dios Martínez dejaba la taza de café sobre la mesa y se cubría la cabeza con las manos y de sus labios escapaba un ulular débil y preciso, como si llorara o pugnara por llorar, pero cuando finalmente retiraba las manos sólo aparecía, iluminada por la pantalla de la tele, su vieja jeta, su vieja piel infecunda y seca, sin el más mínimo rastro de una lágrima.
Cuando le contó a Elvira Campos lo que le sucedía, la directora del psiquiátrico lo escuchó en silencio y luego, mucho rato después, mientras ambos descansaban desnudos en la penumbra del dormitorio, le confesó que ella a veces soñaba que lo dejaba todo. Es decir, que lo dejaba todo de forma radical, sin paliativos de ningún tipo. Soñaba, por ejemplo, que vendía su piso y otras dos propiedades que tenía en Santa Teresa, y su automóvil y sus joyas, todo lo vendía hasta alcanzar una cifra respetable, y luego soñaba que tomaba un avión a París, en donde alquilaba un piso muy pequeño, un estudio, digamos entre Villiers y la Porte de Clichy, y luego se iba a ver a un médico famoso, un cirujano plástico que hacía maravillas, para que le realizara un lifting, para que le arreglara la nariz y los pómulos, para que le aumentara los senos, en fin, que al salir de la mesa de operaciones parecía otra, una mujer diferente, ya no de cincuenta y tantos años sino de cuarenta y tantos o, mejor, cuarenta y pocos, irreconocible, nueva, cambiada, rejuvenecida, aunque por supuesto durante un tiempo iba vendada a todas partes, como si fuera la momia, no la momia egipcia sino la momia mexicana, cosa que le gustaba, salir a pasear en el metro, por ejemplo, sabiendo que todos los parisinos la miraban subrepticiamente, incluso algunos le cedían el asiento, pensando o imaginando los dolores horribles, quemaduras, accidente de tránsito, por los que había pasado aquella desconocida silenciosa y estoica, y luego bajarse del metro y entrar en un museo o en una galería de arte o en una librería de Montparnasse, y estudiar francés dos horas diarias, con alegría, con ilusión, qué bonito es el francés, qué idioma más musical, tiene un je ne sais quoi, y luego, una mañana lluviosa, quitarse las vendas, despacio, como un arqueólogo que acaba de encontrar un hueso indescriptible, como una niña de gestos lentos que deshace, paso a paso, un regalo que quisiera dilatar en el tiempo, ¿para siempre?, casi para siempre, hasta que finalmente cae la última venda, ¿adónde cae?, al suelo, a la moqueta o a la madera, pues el suelo es de primera calidad, y en el suelo todas las vendas se estremecen como culebras, o todas las vendas abren sus ojos adormilados como culebras, aunque ella sabe que no son culebras sino más bien los ángeles de la guarda de las culebras, y luego alguien le acerca un espejo y ella se contempla, se asiente, se aprueba con un gesto en el que redescubre la soberanía de su niñez, el amor de su padre y de su madre, y luego firma algo, un papel, un documento, un cheque, y se marcha por las calles de París. ¿Hacia una nueva vida?, dijo Juan de Dios Martínez.
Supongo que sí, dijo la directora. Tú a mí me gustas tal como eres, dijo Juan de Dios Martínez. Una nueva vida sin mexicanos ni México ni enfermos mexicanos, dijo la directora. Tú a mí me vuelves loco tal como eres, dijo Juan de Dios Martínez.
Al finalizar el año 1996, se publicó o se dijo en algunos medios mexicanos que en el norte se filmaban películas con asesinatos reales, snuff-movies, y que la capital del snuff era Santa Teresa. Una noche dos periodistas embozados hablaron con el general Humberto Paredes, antiguo jefe de la policía del DF, en su castillo amurallado de la colonia del Valle. Los periodistas eran el viejo Macario López Santos, un colmillo de la nota roja desde hacía más de cuarenta años, y Sergio González.
La cena con que los agasajó el general consistía en tacos de carnita extra chilosos y tequila La Invisible. Cualquier otra cosa que se echara al buche de noche sólo conseguía provocarle agruras. Mediada la comida, Macario López le preguntó qué opinaba sobre la industria del snuff en Santa Teresa y el general les dijo que durante su dilatada vida profesional había visto muchas barbaridades, pero que nunca había visto una película de esas características y que dudaba de que existieran. Pero existen, le dijo el viejo periodista. Puede que existan, puede que no existan, le respondió el general, lo raro es que yo, que lo vi y lo supe todo, no haya visto ninguna. Los dos periodistas convinieron en que eso, efectivamente, era raro, aunque dejaron caer la sugerencia de que tal vez, en la época en que el general estuvo en activo, aquella modalidad del horror no se hubiera desarrollado aún. El general no estuvo de acuerdo: según él, la pornografía había alcanzado su total desarrollo poco antes de la revolución francesa. Todo lo que uno pudiera ver en una película holandesa actual o en una colección de fotos o en un librito sicalíptico, ya había sido fijado con anterioridad al año 1789, y en gran medida era una repetición, una vuelta de tuerca a una mirada que ya miraba. General, le dijo Macario López Santos, usted habla a veces igualito que Octavio Paz, ¿no lo estará leyendo? El general soltó una risotada y dijo que lo único que había leído, y de esto hacía muchos años, era El laberinto de la soledad, y que no había entendido nada. Entonces yo era muy jovencito, dijo el general mirando a los periodistas fijamente, debía tener unos cuarenta años. Ah, que mi general, dijo Macario López. Luego hablaron sobre la libertad y el mal, sobre las autopistas de la libertad en donde el mal es como un Ferrari, y al cabo de un rato, cuando una vieja sirvienta retiró los platos y les preguntó si los señores iban a querer café, volvieron al tema de las snuff-movies. Según Macario López la situación en México había experimentado algunos reacomodos novedosos. Por una parte nunca como entonces había habido tanta corrupción. A esto había que sumar el problema del narcotráfico y de las montañas de dinero que se movían alrededor de este nuevo fenómeno. La industria del snuff, en este contexto, era sólo un síntoma. Un síntoma virulento en el caso de Santa Teresa, pero sólo un síntoma, al fin y al cabo. La respuesta del general fue apaciguadora. Dijo que no creía que la corrupción de ahora fuera mayor que la que hubo en otros gobiernos del pasado. Si la comparábamos con la que hubo durante el gobierno de Miguel Alemán, por ejemplo, era menor, y también resultaba menor comparada con la del sexenio de López Mateos. La desesperación ahora tal vez fuera mayor, pero no la corrupción. El narcotráfico, les concedió, era algo nuevo, pero el peso real del narcotráfico en la sociedad mexicana (y también en la norteamericana) estaba sobrevalorado. Lo único que era necesario para hacer una película snuff, les dijo, era dinero, sólo dinero, y dinero había habido antes de que el narco asentara sus reales y también industria pornográfica y sin embargo la película, la famosa película, no se había hecho. Puede que usted no la haya visto, general, dijo Macario López. El general se rió y su risa se perdió entre los arriates del jardín oscuro.
Yo lo vi todo, mi buen Macario, contestó. Antes de marcharse, el viejo periodista de la nota roja le comentó que no había tenido el gusto de saludar a ningún guardaespaldas al llegar a la vieja casa amurallada de la colonia del Valle. El general le respondió que eso se debía a que ya no tenía guardaespaldas.
¿Y eso por qué, mi general?, preguntó el periodista. ¿Se le rindieron los enemigos? Los servicios de seguridad cada día están más caros, Macario, dijo el general mientras los acompañaba por un camino bordeado de buganvillas hasta la puerta, y yo prefiero gastarme mis pesitos en caprichos más amables. ¿Y si lo atacan? El general se llevó una mano a la espalda y les enseñó a ambos periodistas una Desert Eagle israelí, calibre 50 Magnum, con cargador de siete tiros. En el bolsillo, les dijo, llevaba siempre dos cargadores de repuesto. Pero no creo que tenga que utilizarla, les dijo, soy demasiado viejo y mis enemigos deben de creer que ya estoy criando malvas en el cementerio. Hay gente muy rencorosa, observó Macario López Santos. Eso es verdad, Macario, dijo el general, en México no sabemos perder ni ganar con verdadero espíritu deportivo. Claro que aquí perder significa morir y ganar, a veces, también significa morir, por lo que es difícil mantener un espíritu deportivo, pero, bueno, reflexionó el general, algunos le hacemos la lucha. Ah, que mi general, se rió Macario López Santos.
En enero de 1997 fueron detenidos cinco integrantes de la banda los Bisontes. Se les acusó de varios asesinatos cometidos con posterioridad al apresamiento de Haas. Los detenidos eran Sebastián Rosales, de diecinueve años, Carlos Camilo Alonso, de veinte, René Gardea, de diecisiete, Julio Bustamante, de diecinueve, y Roberto Aguilera, de veinte. Los cinco tenían antecedentes de abusos sexuales y dos de ellos, Sebastián Rosales y Carlos Camilo Alonso, habían estado en prisión preventiva por la violación de una menor, María Inés Rosales, prima carnal de Sebastián, la cual retiró la denuncia a los pocos meses de haber ingresado éste en el penal de Santa Teresa. De Carlos Camilo Alonso se dijo que era el inquilino de la casa de la calle García Herrero en donde se encontraron los cuerpos de Estefanía y Herminia. A los cinco se les acusó de haber secuestrado, violado, torturado y asesinado a las dos mujeres muertas halladas en el barranco de Podestá, así como de la muerte de Marisol Camarena, cuyo cadáver fue encontrado en un tambo lleno de ácido, y de la muerte de Guadalupe Elena Blanco, además de los asesinatos de Estefanía y Herminia. En el interrogatorio al que fueron sometidos Carlos Camilo Alonso perdió todos los dientes y sufrió rotura del tabique nasal, dizque en un intento de suicidio. Roberto Aguilera terminó con cuatro costillas rotas.
Julio Bustamente fue encerrado en un calabozo con dos bujarrones, los cuales lo sodomizaron hasta cansarse, amén de someterlo a una madriza cada tres horas y romperle los dedos de la mano izquierda. Se organizó una rueda de sospechosos y de los diez vecinos de la calle García Herrero sólo dos reconocieron a Carlos Camilo Alonso como el inquilino del 677. Dos testigos, uno de los cuales era un conocido soplón de la policía, declararon haber visto a Sebastián Rosales, durante la semana en que secuestraron a Estefanía y Herminia, a bordo de un Peregrino negro. Según les dijo el mismo Rosales, se trataba de un coche que acababa de robar. En poder de los Bisontes se encontraron tres armas de fuego: dos pistolas CZ modelo 85 de 9 mm y una Heckler amp; Koch alemana. Otro testigo, sin embargo, dijo que Carlos Camilo Alonso se jactaba de poseer una Smith amp; Wesson como la que había sido utilizada para matar a las dos hermanas. ¿Dónde estaba el arma? Según el mismo testigo, Carlos Camilo le dijo que se la había vendido a unos narcos gringos a quienes conocía. Por otra parte, cuando los Bisontes ya estaban detenidos, se descubrió casualmente que uno de ellos, Roberto Aguilera, era el hermano menor de un tal Jesús Aguilera, interno en el penal de Santa Teresa y apodado el Tequila, gran amigo y protegido de Klaus Haas. Las conclusiones no tardaron en materializarse. Era muy probable, dijo la policía, que la serie de asesinatos protagonizados por los Bisontes fueran asesinatos por encargo. Haas pagaba, según esta versión, tres mil dólares por cada muerta que reuniera unas características semejantes a sus propios asesinatos. La noticia no tardó en ser filtrada a la prensa. Hubo voces que pidieron la dimisión del alcaide. Se dijo que la cárcel estaba en poder de bandas organizadas de criminales y que sobre todas ellas reinaba Enriquito Hernández, el narco de Cananea y verdadero mandamás de la prisión, desde donde seguía controlando impunemente sus negocios. En La Tribuna de Santa Teresa apareció un artículo que maridaba a Enriquito Hernández y Haas en el tráfico de drogas disfrazado de negocio legal de importación y exportación de componentes de computadoras a uno y otro lado de la frontera. El artículo no estaba firmado y el periodista que lo escribió sólo había visto a Haas una vez en su vida, lo que no fue óbice para que pusiera en su boca declaraciones que éste jamás había realizado. El caso de los asesinatos en serie de mujeres ha concluido con éxito, declaró a la televisión de Hermosillo (y fue reproducido en las noticias de las grandes cadenas del DF) José Refugio de las Heras, el presidente municipal de Santa Teresa. Todo lo que a partir de ahora suceda entra en el rubro de los crímenes comunes y corrientes, propios de una ciudad en constante crecimiento y desarrollo. Se acabaron los psicópatas.
Una noche, mientras leía a George Steiner, recibió una llamada que al principio no supo identificar. Una voz muy excitada y con acento extranjero decía todo es mentira, todo es una trampa, no como si acabara de llamarlo sino como si ya llevaran media hora hablando. ¿Qué quiere?, le preguntó, ¿con quién quiere hablar? ¿Es usted Sergio González?, dijo la voz.
Soy yo. Órale, cabrón, cómo le va, dijo la voz. Parecía como si viniera de muy lejos, pensó Sergio. ¿Quién es?, preguntó. ¿Ah, chingados, no me reconoce?, preguntó la voz con un dejo de asombro. ¿Klaus Haas?, dijo Sergio. En el otro lado de la línea escuchó una risa y luego una especie de viento metálico, el ruido del desierto y el ruido de las cárceles en la noche. El mismo, cabrón, ya veo que no me ha olvidado. No, no lo he olvidado, dijo Sergio. ¿Cómo podía olvidarlo? Tengo poco tiempo, dijo Haas. Sólo quería decirle que no es verdad esa bola de que yo he pagado a los Bisontes. Mucha galleta tendría que tener para pagar tantas muertes. ¿Galleta?, dijo Sergio. Dinero, dijo Haas.
Soy amigo del Tequila, un bato loco al que llaman así, y el Tequila es hermano de uno de los Bisontes. Pero eso es todo. No hay más, se lo juro por ésta, dijo la voz con acento extranjero.
Cuénteselo a su abogada, dijo Sergio, yo ya no escribo sobre los crímenes de Santa Teresa. Al otro lado Haas se rió. Es lo que todo el mundo me dice. Cuéntelo por aquí, cuéntelo por allá.
Mi abogada ya lo sabe, dijo. Yo no puedo hacer nada por usted, dijo Sergio. Mire por dónde, yo creo que sí, dijo Haas. Luego Sergio volvió a escuchar el ruido de tuberías, rasguños, un viento huracanado que llegaba por rachas. ¿Qué haría yo si estuviera encerrado?, pensó Sergio. ¿Me refugiaría en un rincón, tapado con mi colcha, como un niño? ¿Temblaría? ¿Pediría ayuda, lloraría, intentaría suicidarme? Me quieren hundir, dijo Haas. Aplazan el juicio. Me temen. Me quieren hundir. Luego escuchó el ruido del desierto y algo que le parecieron los pasos de un animal. Todos nos estamos volviendo locos, pensó.
¿Haas? ¿Sigue usted allí? Nadie le contestó.
Tras la detención en enero de la banda de los Bisontes, la ciudad se dio un respiro. El mejor regalo de Reyes, tituló La Voz de Sonora la noticia del apresamiento de los cinco pachucos.
Ciertamente, hubo muertos. Murió apuñalado un ladrón habitual cuyo teatro de operaciones eran las calles del centro, murieron dos tipos vinculados al narcotráfico, murió un criador de perros, pero nadie encontró a ninguna mujer violada y torturada y después asesinada. Eso en el mes de enero. Y en el mes de febrero se repitió lo mismo. Las muertes habituales, sí, las usuales, gente que empezaba festejando y terminaba matándose, muertes que no eran cinematográficas, muertes que pertenecían al folklore pero no a la modernidad: muertes que no asustaban a nadie. El asesino en serie oficialmente estaba entre rejas. Sus imitadores o seguidores o empleados también. La ciudad podía respirar tranquila.
En enero, el corresponsal de un periódico de Buenos Aires, de paso a Los Ángeles, se detuvo tres días en Santa Teresa y escribió una crónica sobre la ciudad y los asesinatos de mujeres.
Intentó visitar a Haas en la cárcel, pero el permiso le fue denegado.
Asistió a una corrida de toros. Estuvo en el burdel Asuntos Internos y se acostó con una puta llamada Rosana. Visitó la discoteca Domino’s y el bar Serafino’s. Conoció a un colega periodista de El Heraldo del Norte y consultó, en el mismo periódico, el dossier sobre mujeres desaparecidas, secuestradas y asesinadas.
El periodista del Heraldo le presentó a un amigo el cual le presentó a otro amigo que decía haber visto una película snuff. El argentino le dijo que él quería verla. El amigo del amigo del periodista le preguntó cuántos dólares estaba dispuesto a pagar. El argentino le dijo que él no daba ni medio mango por una cochinada de esas características, que sólo quería verla por interés profesional y también, tenía que reconocerlo, por curiosidad. El mexicano le dio una cita en una casa de la parte norte de la ciudad. El argentino tenía los ojos verdes y medía un metro noventa y pesaba casi cien kilos. Acudió a la cita y vio la película. El mexicano era chaparro y tirando a gordito y mientras veían la película estuvo muy quieto, sentado en un sofá al lado del argentino, como una señorita. Durante todo lo que duró la película el argentino estuvo esperando el momento en que el mexicano le iba a tocar la pinga. Pero el mexicano no hizo nada, salvo respirar ruidosamente, como si no quisiera perderse ni un centímetro cúbico de oxígeno previamente respirado por el argentino. Cuando la película acabó el argentino le pidió, con buenas maneras, una copia, pero el mexicano no quiso ni oír hablar de eso. Esa noche se fueron a tomar cervezas a un local llamado El Rey del Taco. Mientras bebían el argentino, por un instante, creyó que todos los camareros eran zombis. Le pareció normal. El local era enorme, lleno de murales y pinturas alusivas a la infancia del Rey del Taco y sobre las mesas flotaba un aire denso, de pesadilla detenida.
En determinado momento el argentino pensó que alguien había echado alguna droga en su cerveza. Se despidió repentinamente y volvió a su hotel en taxi. Al día siguiente tomó un autobús que lo llevó hasta Phoenix y allí tomó un avión hasta Los Ángeles, en donde durante el día se dedicó a hacerles entrevistas a los actores que se dejaban, que eran pocos, y por las noches escribía un largo artículo sobre los asesinatos de mujeres en Santa Teresa. El artículo estaba centrado en la industria del cine porno y en la subindustria clandestina de las snuff movies.
El término snuff movie, según el argentino, había sido inventado en la Argentina, aunque no por un nacional sino por una pareja de norteamericanos que se desplazó hasta allá para filmar una película. Los norteamericanos se llamaban Mike y Clarissa Epstein y contrataron a dos actores porteños de cierto renombre aunque en horas bajas y a varios jóvenes, algunos de los cuales fueron luego muy conocidos. El equipo técnico también era argentino, salvo el cámara, un amigote de Epstein llamado JT Hardy que llegó a Buenos Aires un día antes de que comenzara la filmación. Esto había ocurrido en 1972, cuando en Argentina se hablaba de revolución, de revolución peronista, de revolución socialista e incluso de revolución mística. Por las calles deambulaban los psicoanalistas y los poetas y desde las ventanas eran observados por los brujos y por la gente oscura.
Cuando JT llegó a Buenos Aires en el aeropuerto lo esperaban Mike y Clarissa Epstein, que cada día que pasaba estaban más entusiasmados con Argentina. Mientras se dirigían en taxi hasta la casa que habían alquilado en la periferia de la ciudad Mike le confesó que aquello, y para expresarse mejor extendió los brazos y abarcó todo, era como el oeste, el oeste norteamericano, mejor que el oeste norteamericano, porque allá, en el oeste, bien mirado, los vaqueros sólo servían para arrear ganado, y aquí, en la pampa vislumbrada cada vez con mayor claridad, los vaqueros eran cazadores de zombis. ¿Va de zombis la película?, quiso saber JT. Hay alguno, dijo Clarissa. Esa noche, en honor del cámara, se realizó un asado típico del país en el jardín de los Epstein, junto a la piscina, adonde asistieron los actores y el equipo técnico. Dos días después se marcharon al Tigre.
Al cabo de una semana de rodaje volvió todo el equipo a Buenos Aires. Descansaron un par de días, los actores, jóvenes en su mayoría, fueron a ver a sus padres y amigos, y JT leyó, junto a la piscina de los Epstein, el guión. No se enteró de gran cosa y, lo que es peor, no reconoció en lo escrito ninguna de las escenas que había filmado en el Tigre. Poco después, en una flota de dos camiones y una camioneta, marcharon a la pampa.
Parecían, dijo uno de los actores argentinos, una cuadrilla de gitanos internándose en lo desconocido. El viaje fue interminable.
La primera noche durmieron en una especie de motel para camioneros y Mike y Clarissa protagonizaron su primera riña.
Una actriz argentina de dieciocho años se puso a llorar y dijo que quería irse a su casa, con su mamá y sus hermanitos. Uno de los actores argentinos con pinta de galán se emborrachó y se quedó dormido en el baño y los demás actores tuvieron que arrastrarlo hasta su habitación. Al día siguiente Mike los despertó a todos muy temprano y volvieron, cabizbajos, a la carretera.
Las comidas, para ahorrar, las hacían junto a los ríos, como si estuvieran de picnic. Las chicas cocinaban bien e incluso los chicos parecían tener aptitudes en la preparación de asados. La dieta era a base de carne y vino. Casi todos llevaban cámaras fotográficas y durante los altos para comer aprovechaban para hacerse fotos mutuamente. Algunos hablaban en inglés con Clarissa y con JT, para practicar, decían. Mike, por el contrario, hablaba con todos en español, un español plagado de expresiones en lunfardo que hacía sonreír a los chicos. Al cuarto día de viaje, cuando JT creía que se hallaba en medio de una pesadilla, arribaron a una estancia, donde fueron recibidos por los dos únicos empleados, un matrimonio cincuentón que se ocupaba del mantenimiento de la casa y los establos. Mike habló un rato con ellos, les dijo que era amigo del patrón, y luego todo el mundo bajó de los camiones y tomaron posesión de la casa. Esa misma tarde se reanudó el trabajo. Filmaron una escena en el campo, un tipo que preparaba una hoguera, una tipa que estaba atada a una cerca de alambres, dos tipos que hablaban de negocios sentados en el suelo comiendo grandes trozos de carne. La carne estaba caliente, por lo que los tipos se la cambiaban de mano cada cierto tiempo para no quemarse. Por la noche celebraron una fiesta. Se habló de política, de la necesidad de que hubiera una reforma agraria, de los dueños de la tierra, del futuro de Latinoamérica, y los Epstein y JT permanecieron callados, en parte porque no les interesaba el tema y en parte porque tenían cosas más importantes en que pensar.
Esa noche JT descubrió que Clarissa le ponía los cuernos a Mike con uno de los actores, aunque a Mike no parecía importarle.
Al día siguiente filmaron en el interior de la estancia. Escenas de sexo, las que mejor se le daban a JT, que era un experto en la preparación de iluminación indirecta, en el oficio de proponer y sugerir. El empleado de la estancia carneó una ternera, que se comerían al mediodía, y Mike lo acompañó provisto de varias bolsas de plástico. Cuando volvió las bolsas estaban llenas de sangre. El rodaje de aquella mañana fue lo más parecido a una carnicería. Dos de los actores se suponía que mataban a una de las actrices y que luego la destazaban, envolvían sus restos en trozos de arpillera y salían a enterrarla al campo. Se emplearon pedazos de carne de la ternera carneada en la madrugada y la casi totalidad de sus vísceras. Una de las chicas argentinas lloró y dijo que estaban filmando una cochinada.
La empleada de la estancia, por el contrario, parecía muy divertida. Al tercer día de rodaje, un domingo, apareció en la estancia la patrona a bordo de un Bentley. El único Bentley que JT recordaba era el de un productor de Hollywood, en una época lejana, cuando él todavía pensaba que en Hollywood podía hallar su futuro. La patrona tenía unos cuarentaicinco años y era una rubia guapa y elegante que hablaba un inglés mucho más correcto que el de los tres norteamericanos. Los chicos argentinos al principio la trataron con reserva. Como si desconfiaran de ella y como si ella, necesariamente, tuviera que desconfiar de ellos, lo que no era el caso. Además, la dueña de la estancia resultó ser una persona de lo más práctica: reorganizó la despensa de tal manera que nunca faltaran las viandas, mandó traer a otra mujer para ayudar a la empleada en las tareas de limpieza, estableció horarios en las comidas, puso su Bentley al servicio del director de la película. De golpe la estancia dejó de ser un poblado indio. O mejor dicho: la estancia perdida en la pampa dejó de ser Esparta y se convirtió en Atenas, tal como sonoramente lo expresó uno de los jóvenes actores durante las veladas nocturnas que a partir de la llegada de la dueña se organizaron diariamente en el amplio y acogedor porche. De estas veladas, que a veces se prolongaban hasta las tres o cuatro de la mañana, JT recordaría la disponibilidad para escuchar de la anfitriona, sus ojos vivaces, su piel que brillaba a la luz de la luna, las historias que contaba sobre su infancia en el campo y su adolescencia en un internado suizo. A veces, sobre todo cuando estaba solo, en su habitación, acostado y tapado con una manta hasta la cabeza, JT pensaba que tal vez esa mujer era la mujer que había buscado infructuosamente toda su vida. ¿Qué vine a hacer aquí, se preguntaba, sino a conocerla? ¿Qué sentido tiene la asquerosa e incomprensible película de Mike sino la posibilidad de que yo me desplazara a este país perdido y la conociera?
¿Significaba algo el que yo estuviera sin trabajo cuando Mike me llamó? ¡Claro que significaba algo! Significaba que no me quedaba más remedio que aceptar su oferta y así conocerla. La dueña de la estancia se llamaba Estela y JT era capaz de repetir su nombre hasta que se le quedaba la boca seca. Estela, Estela, decía una y otra vez, debajo de las mantas, como un gusano o un topo insomne. Por el día, sin embargo, cuando se encontraban o cuando hablaban el cámara era todo discreción y prudencia.
No se permitía miradas de carnero degollado, no se permitía sugerencias ni deliquios amorosos. Su relación con la anfitriona no se desvió en ningún momento de los estrictos cauces de la cortesía y del respeto. Cuando acabó el rodaje la dueña de la estancia se ofreció a llevar en su Bentley a los Epstein y a JT, pero éste prefirió hacer el viaje de vuelta a Buenos Aires con el equipo de actores. Tres días después los Epstein lo fueron a dejar al aeropuerto y JT no se atrevió a preguntarles directamente por Estela. Tampoco les preguntó nada de la película.
En Nueva York intentó vanamente olvidarla. Los primeros días estuvieron teñidos de melancolía y tristeza y JT pensó que jamás podría recuperarse. ¿Además: recuperarse para qué?
Con el transcurso del tiempo, sin embargo, su espíritu comprendió que no había perdido nada sino que había ganado mucho.
Al menos, se dijo a sí mismo, he conocido a la mujer de mi vida. Otros, la mayoría, la entrevén en las películas, la sombra de grandes actrices, la mirada de tu verdadero amor. Yo, por el contrario, la vi en carne y hueso, oí su voz, vi su silueta recortada sobre la pampa infinita. Le hablé y ella también me habló.
¿De qué puedo quejarme? En Buenos Aires, mientras tanto, el montaje de la película lo realizó Mike en un estudio que alquilaba por horas, baratísimo, de la calle Corrientes. Un mes después de haber terminado la filmación una de las jóvenes actrices se enamoró de un revolucionario italiano que estaba de paso por Buenos Aires y se marchó con él a Europa. Se corrió la voz de que ambos, la actriz y el italiano, sin especificar el motivo, habían desaparecido. Luego, sin que se sepa por qué, se dijo que la actriz había muerto durante el rodaje de la película de Epstein, y poco después se rumoreó, aunque hay que aclarar que nadie se lo tomó en serio, que Epstein y su troupe la habían matado. Según esta última versión Epstein quería filmar un asesinato real y se había servido para tales propósitos, con la anuencia de los demás actores y del staff técnico, todos, a esa altura del delirio, inmersos en misas satánicas, de la actriz menos conocida y más inerme del reparto. Enterado de los rumores, Epstein personalmente se encargó de propagarlos y la historia, con ligeras variantes, llegó a algunos círculos cinéfilos de los Estados Unidos. Al año siguiente se estrenó la película en Los Ángeles y Nueva York. El fracaso fue absoluto. Se trataba de una película doblada al inglés, caótica, con un guión endeble y unas actuaciones lamentables. Epstein, que volvió a los Estados Unidos, trató de explotar el filón morboso, pero un comentarista televisivo demostró, fotograma a fotograma, que la supuesta escena del crimen real era una impostura. Esa actriz, concluyó el crítico, merece estar muerta por su deficiente actuación, pero lo cierto es que, al menos en esta película, nadie tuvo el buen juicio de liquidarla. Después de Snuff Epstein filmó dos películas más, ambas de bajo presupuesto. Clarissa, su mujer, se quedó en Buenos Aires, en donde se puso a vivir con un productor de cine argentino. Su nuevo acompañante, de filiación peronista, participó posteriormente como miembro activo de un batallón de la muerte que empezó matando a trotskistas y montoneros y que terminó haciendo desaparecer a niños y amas de casa. Durante la dictadura militar Clarissa volvió a los Estados Unidos. Un año antes, mientras rodaba la que sería su última película (y en cuyos títulos de crédito su nombre no aparece), Epstein murió al caerse por el hueco de un ascensor.
El estado en el que quedó el cadáver tras una caída de catorce pisos fue, según los testigos, indescriptible.
La segunda semana de marzo de 1997 se reanudó la ronda macabra con el hallazgo de un cuerpo en una zona desértica del sur de la ciudad, llamada El Rosario, que entraba en los planes urbanísticos municipales y en donde se pensaba construir un barrio de casas al estilo Phoenix. El cuerpo fue hallado semienterrado a unos cincuenta metros del camino que cruzaba El Rosario y que lo conectaba a una carretera de terracería que salía por la parte este del barranco de Podestá. El cuerpo fue descubierto por un campesino de un rancho de las cercanías que pasaba por allí a caballo. Según los forenses la muerte se debió a estrangulamiento, con rotura del hueso hioides. En el cadáver, pese a su estado de descomposición, era posible apreciar huellas de golpes producidos por un objeto contundente en la cabeza, manos y piernas. Probablemente hubo violación. La fauna cadavérica encontrada en el cuerpo indicaba como fecha de fallecimiento aproximadamente la primera o la segunda semana de febrero. No hay identificación, aunque sus datos coinciden con los de Guadalupe Guzmán Prieto, de once años de edad, desaparecida el ocho de febrero, al atardecer, en la colonia San Bartolomé.
Se realizaron estudios de antropometría y odontología para establecer la identidad, con resultados positivos. Posteriormene se le practica al cadáver una nueva necropsia y se confirman los golpes y hematomas en el cráneo, la esquimosis en el cuello, así como la rotura del hueso hioides. Según uno de los judiciales a cargo del caso, existe la posibilidad de que haya sido ahorcada con las manos. Se detectan asimismo golpes en el muslo derecho y en los glúteos. Los padres reconocieron el cadáver como el de su hija Guadalupe. Según La Voz de Sonora el cuerpo estaba bien conservado, lo que ayudó a la identificación, con la piel acartonada, como si las tierras yermas y amarillas de El Rosario propiciaran una suerte de momificación.
Cuatro días después del hallazgo del cadáver de la niña Guadalupe Guzmán Prieto se encontró en el cerro Estrella, en la ladera este, el cuerpo de Jazmín Torres Dorantes, también de once años de edad. Como causa de la muerte se dictaminó un shock hipovolémico producido por las más de quince puñaladas que le asestó su agresor o agresores. El frotis vaginal y anal determinó que había sido violada repetidas veces. El cadáver estaba completamente vestido: sudadera caqui, pantalón de mezclilla de color azul y tenis baratos. La niña vivía en la parte oeste de la ciudad, en la colonia Morelos, y había sido secuestrada, aunque su caso no había salido a la luz pública, hacía veinte días. La policía detuvo a ocho jóvenes de la colonia Estrella, miembros de una banda dedicada al robo de coches y al tráfico al por menor de drogas como autores del crimen. Tres de los jóvenes pasaron al juez de menores y otros seis terminaron como presos preventivos en el penal de Santa Teresa, aunque no había ninguna prueba concluyente contra ellos.
Dos días después de hallarse el cadáver de Jazmín, un grupo de niños localizó en un baldío al oeste del Parque Industrial General Sepúlveda el cuerpo sin vida de Carolina Fernández Fuentes, de diecinueve años de edad, trabajadora de la maquiladora WS-Inc. Según el forense la muerte había ocurrido hacía dos semanas. El cuerpo estaba completamente desnudo, aunque a quince metros se halló un sostén de color azul, manchado de sangre, y a unos cincuenta metros una media de nylon, de color negro, de mediana calidad. Interrogada la persona que compartía habitación con Carolina, trabajadora como ella en WS-Inc, declaró que el sostén era de la occisa, pero que la media, sin ninguna duda, no pertenecía a su amiga y compañera tan querida, pues ésta sólo utilizaba pantis y jamás se había puesto una media, prenda que juzgaba más propia de putas que de una operaria de la maquila. Realizado el análisis pertinente, sin embargo, resultó que tanto la media como el sostén tenían restos de sangre y que en ambos casos procedían de la misma persona, Carolina Fernández Fuentes, por lo que corrió el rumor de que la tal Carolina llevaba una doble vida o que la noche en que encontró la muerte había participado voluntariamente en una orgía, pues también se encontraron restos de semen en la vagina y ano. Durante dos días se interrogó a algunos hombres de la WS-Inc que pudieran estar relacionados con su muerte, sin ningún éxito. Los padres de Carolina, originarios del pueblo de San Miguel de Horcasitas, viajaron a Santa Teresa y no hicieron declaraciones. Reclamaron el cadáver de su hija, firmaron los papeles que les pusieron delante y volvieron en autobús a Horcasitas con lo que quedaba de Carolina.
La causa de la muerte fueron cinco puñaladas punzocortantes en el cuello. Según los expertos, no murió en el lugar donde fue encontrada.
Tres días después del hallazgo del cuerpo de Carolina, en el aciago mes de marzo de 1997, se localizó a una mujer de entre dieciséis y veinte años, en unos pedregales cercanos a la carretera a Pueblo Azul. El cadáver estaba en un estado avanzado de descomposición por lo que se supone que llevaba muerta al menos quince días. El cuerpo estaba completamente desnudo y sólo llevaba unos pendientes dorados, de latón, con forma de elefantitos. Se permitió que varias familias de desaparecidas lo vieran, pero nadie lo reconoció como el de una de sus hijas, hermanas, primas o esposas. Según el forense el cadáver presentaba señales de mutilación en el seno derecho y el pezón del pecho izquierdo le había sido arrancado, probablemente de un mordisco o empleando un cuchillo, la putrefacción del cuerpo hacía imposible hacerse una idea más exacta. Se dictaminó oficialmente como causa de la muerte: rotura del hueso hioides.
En la última semana de marzo se descubrió el esqueleto de otra mujer, a unos cuatrocientos metros de la carretera a Cananea, en medio, podría decirse, del desierto. Los descubridores fueron tres estudiantes y un maestro de historia norteamericanos, de la Universidad de Los Ángeles, que viajaban en moto por el norte de México. Según los norteamericanos, se internaron con las motos por un camino vecinal, buscando una aldea yaqui, y se perdieron. Según los policías de Santa Teresa los gringos se salieron del camino para cometer actos nefandos, es decir para encularse mutuamente, y los metieron a los cuatro en un calabozo a la espera de acontecimientos. Entrada la noche, cuando los estudiantes y su profesor llevaban más de ocho horas encerrados, apareció por la comisaría Epifanio Galindo y quiso escuchar la historia. Los norteamericanos la repitieron e incluso trazaron un mapa que indicaba el sitio exacto en donde encontraron el cadáver semienterrado. A la pregunta de si no era posible que hubieran confundido los huesos de una res o de un coyote con los de un ser humano, el profesor respondió que ningún animal, salvo, tal vez, un primate, poseía la calavera de una persona. El tonito con que lo dijo molestó a Epifanio, que decidió presentarse en el lugar de los hechos al día siguiente, de amanecida, y en compañía de los gringos, por lo que determinó que para agilizar los trámites éstos permanecieran a mano, es decir como invitados de la policía de Santa Teresa, en una celda en donde sólo estuvieran los cuatro, así como que se les alimentara a cuenta del erario público, pero no con el rancho carcelario sino con comida decente que un policía fue a buscar a la cafetería más cercana. Y, pese a las protestas de los extranjeros, así se hizo. Al día siguiente, Epifanio Galindo, varios policías y dos judiciales se presentaron acompañados de los descubridores del cuerpo en el lugar de los hechos, un lugar conocido como El Pajonal, denominación que a todas luces resultaba más la expresión de un deseo que una realidad, pues allí no había ni pajonales ni nada que se le pareciera, sino sólo desierto y piedras y, de tanto en tanto, arbustos verdigrises cuya sola visión entristecía el semblante de quien observara semejante yermo. Allí, mal enterrados, en el sitio exacto marcado por los gringos, encontraron los huesos. Según el forense, se trataba de una mujer joven a la que le habían roto el hueso hioides. No llevaba ropa ni zapatos ni nada que facilitara su identificación.
Trajeron el cadáver encuerado o bien la desnudaron antes de enterrarla, dijo Epifanio. ¿Llamas enterrar a esto?, dijo el forense.
Pues no, señor, no se esmeraron, dijo Epifanio, no se esmeraron.
Al día siguiente se encontró el cadáver de Elena Montoya, de veinte años, a un lado del camino vecinal del cementerio al rancho La Cruz. La mujer desde hacía tres días faltaba de su domicilio y ya había sido cursada una denuncia por desaparición.
El cuerpo presentaba heridas punzocortantes en la zona abdominal, abrasaduras en las muñecas y tobillos y marcas en el cuello, además de una herida en el cráneo producida por un objeto contundente, tal vez un martillo o una piedra. El caso lo llevó el judicial Lino Rivera y su primera medida fue interrogar al marido de la occisa, Samuel Blanco Blanco, el cual permaneció bajo interrogatorio durante cuatro días, al cabo de los cuales se le dejó marchar por falta de pruebas. Elena Montoya trabajaba en la maquiladora Cal amp;Son y tenía un hijo de tres meses.
El último día de marzo unos niños pepenadores hallaron un cadáver en el basurero El Chile, en un estado de descomposición total. Lo que quedaba de él fue trasladado al Instituto Anatómico Forense de la ciudad en donde se le practicaron todos los protocolos de rigor. Resultó que se trataba de una mujer de entre quince y veinte años. No se pudieron dictaminar las causas de la muerte, la cual, según los forenses, había acontecido hacía más de doce meses. Estos datos, sin embargo, pusieron en alerta a la familia González Reséndiz, de Guanajuato, cuya hija desapareció por las mismas fechas, por lo que la policía de Guanajuato solicitó a la de Santa Teresa el informe anatómico de la desconocida hallada en El Chile, haciendo especial hincapié en el envío de las pruebas odontológicas. Una vez recibidas las pruebas se confirmó que la muerta era Irene González Reséndiz, de dieciséis años, fugada del domicilio paterno en enero de 1996, tras reñir con la familia. Su padre era un conocido político priísta de la provincia y su madre había salido en un programa de televisión de gran audiencia pidiéndole a su hija, delante de las cámaras y en directo, que regresara al hogar.
Incluso una foto de Irene, una foto tipo pasaporte, se pegó durante un tiempo en los envases de botellas de leche, con sus señas personales y un teléfono. Ningún policía de Santa Teresa vio nunca esa foto. Ningún policía de Santa Teresa bebía leche.
Excepto Lalo Cura.
Los tres forenses de Santa Teresa no se parecían entre sí. El mayor de ellos, Emilio Garibay, era gordo y grande y padecía asma. A veces le daban ataques de asma en la morgue, cuando estaba practicándole la autopsia a un cadáver, y él se aguantaba.
Si tenía cerca a doña Isabel, la auxiliar, ésta sacaba de su chaqueta, colgada en el perchero, su inhalador y Garibay abría la boca, como un pollezno, y se dejaba chisgueterear. Pero cuando estaba solo se aguantaba y seguía haciendo su trabajo. Había nacido allí, en Santa Teresa, y todo parecía indicar que moriría allí. Su familia pertenecía a la clase media alta, a los poseedores de tierra, y muchos se enriquecieron vendiendo solares yermos a las maquiladoras que en los ochenta empezaron a instalarse a este lado de la frontera. Emilio Garibay, sin embargo, no había hecho negocios. O no muchos. Era profesor en la facultad de Medicina y como forense, desgraciadamente, nunca le faltó trabajo, así que tiempo para otras cosas, como los negocios, por ejemplo, no tenía. Era ateo y desde hacía años ya no leía ningún libro, pese a que en su casa atesoraba una biblioteca más que decente sobre temas de su especialidad, amén de algunos libros de filosofía, historia de México, y una que otra novela.
A veces pensaba que ya no leía precisamente por ser ateo. Digamos que la no lectura era el escalón más alto del ateísmo o al menos del ateísmo tal cual él lo concebía. Si no crees en Dios, ¿cómo creer en un pinche libro?, pensaba.
El segundo forense se llamaba Juan Arredondo y era de Hermosillo, la capital del estado de Sonora. Sus estudios médicos, al contrario que Garibay que estudió en la UNAM, los realizó en la facultad de Medicina de la Universidad de Hermosillo.
Tenía cuarentaicinco años, estaba casado con una santateresana con la que tenía tres hijos y su simpatía política se inclinaba por la izquierda, por el PRD, aunque nunca militó en ese partido. Como Garibay, alternaba su trabajo de forense con la enseñanza de su especialidad en la Universidad de Santa Teresa, en donde era apreciado por los alumnos, que veían en él más que a un profesor a un amigo. Su afición era ver la tele y comer con su familia en casa, aunque cuando llegaban invitaciones para congresos en el extranjero se volvía loco y trataba por todos los medios de conseguir uno de los billetes. El decano, que era amigo de Garibay, lo despreciaba, y en ocasiones, por puro desprecio, lo beneficiaba. Por este medio había viajado tres veces a los Estados Unidos, una a España y otra a Costa Rica. En una ocasión representó al Instituto Anatómico Forense y a la Universidad de Santa Teresa en un simposio celebrado en Medellín, Colombia, y cuando regresó parecía otro. No tenemos ni idea de lo que pasa allí, le dijo a su mujer, y no volvió a hablar del asunto.
El tercer forense se llamaba Rigoberto Frías y tenía treintaidós años. Era natural de Irapuato, Irapuato, y durante un tiempo trabajó en el DF, de donde salió repentinamente sin que mediara explicación alguna. Llevaba dos años trabajando en Santa Teresa, adonde llegó recomendado por un antiguo condiscípulo de Garibay, y era, a juicio de sus propios compañeros, puntilloso y eficiente. Trabajaba como ayudante de cátedra en la facultad de Medicina y vivía solo en una calle tranquila de la colonia Serafín Garabito. Su departamento era pequeño pero estaba amueblado con gusto. Tenía muchos libros y casi ningún amigo.
Con sus alumnos, fuera de las horas de clase, apenas hablaba, y no hacía vida social, al menos no en el círculo docente. A veces, a una orden de Garibay, los tres forenses salían a desayunar juntos de madrugada. A esa hora sólo estaba abierta una cafetería de estilo norteamericano, que no cerraba las veinticuatro horas del día, y en donde se reunía la gente de los alrededores que no había pegado ojo: auxiliares y enfermeras del Hospital General Sepúlveda, conductores de ambulancia, familiares y amigos de accidentados, putas, estudiantes. La cafetería se llamaba Runaway y en la acera, junto a uno de sus ventanales, había una entrada de alcantarilla de la cual escapaban grandes vaharadas de vapor. El letrero del Runaway era verde y en ocasiones el vapor se teñía de verde, un verde intenso, como un bosque subtropical, y cuando Garibay lo veía indefectiblemente decía: chingados, qué bonito. Luego no decía nada más y los tres forenses esperaban a la mesera, una adolescente un poco gordita y muy morena, de Aguascalientes, según tenían entendido, que les llevaba café y les preguntaba qué querían desayunar.
Generalmente el joven Frías no comía nada o si acaso un donut. Arredondo solía pedir un trozo de pastel con helado. Y Garibay, una chuleta de vaca sangrante. Tiempo atrás Arredondo le había dicho que aquello le iba fatal para sus articulaciones.
A su edad, no debería, dijo. La respuesta de Garibay ya no la recordaba, pero fue escueta y perentoria. Mientras esperaban que les trajeran los desayunos los forenses permanecían en silencio, Arredondo mirándose el dorso de las manos, como si buscara alguna gotita de sangre, Frías mirando la mesa o con la vista perdida en el cielo raso ocre del Runaway y Garibay mirando la calle y los pocos coches que pasaban. A veces, muy raramente, los acompañaban dos estudiantes que se sacaban un sueldo extra como ayudantes de laboratorio o de mesa, y entonces solían hablar un poco más, pero por regla general permanecían en silencio, hundidos hasta el cuello en lo que Garibay llamaba la certeza del trabajo bien hecho. Después cada uno pagaba su cuenta y salían a la calle como gallinazos y uno de ellos, al que le tocara, volvía caminando al Instituto Anatómico y los otros dos bajaban al párking subterráneo y se separaban sin decirse adiós, y poco después salía un Renault, Arredondo agarrado con ambas manos al volante, y se perdía por la ciudad, y poco después salía otro coche, el Gran Marquis de Garibay, y las calles se lo tragaban como una pesadumbre cotidiana.
A esa misma hora los policías que acababan el servicio se juntaban a desayunar en la cafetería Trejo’s, un local oblongo y con pocas ventanas, parecido a un ataúd. Allí bebían café y comían huevos a la ranchera o huevos a la mexicana o huevos con tocino o huevos estrellados. Y se contaban chistes. A veces eran monográficos. Los chistes. Y abundaban aquellos que iban sobre mujeres. Por ejemplo, un policía decía: ¿cómo es la mujer perfecta? Pues de medio metro, orejona, con la cabeza plana, sin dientes y muy fea. ¿Por qué? Pues de medio metro para que te llegue exactamente a la cintura, buey, orejona para manejarla con facilidad, con la cabeza plana para tener un lugar donde poner tu cerveza, sin dientes para que no te haga daño en la verga y muy fea para que ningún hijo de puta te la robe. Algunos se reían. Otros seguían comiendo sus huevos y bebiendo su café. Y el que había contado el primero, seguía. Decía: ¿por qué las mujeres no saben esquiar? Silencio. Pues porque en la cocina no nieva nunca. Algunos no lo entendían. La mayoría de los polis no había esquiado en su vida. ¿En dónde esquiar en medio del desierto? Pero algunos se reían. Y el contador de chistes decía: a ver, valedores, defínanme una mujer. Silencio. Y la respuesta:
pues un conjunto de células medianamente organizadas que rodean a una vagina. Y entonces alguien se reía, un judicial, muy bueno ése, González, un conjunto de células, sí, señor.
Y otro más, éste internacional: ¿por qué la Estatua de la Libertad es mujer? Porque necesitaban a alguien con la cabeza hueca para poner el mirador. Y otro: ¿en cuántas partes se divide el cerebro de una mujer? ¡Pues depende, valedores! ¿Depende de qué, González? Depende de lo duro que le pegues. Y ya caliente: ¿por qué las mujeres no pueden contar hasta setenta?
Porque al llegar al sesentainueve ya tienen la boca llena. Y más caliente: ¿qué es más tonto que un hombre tonto? (Ése era fácil.) Pues una mujer inteligente. Y aún más caliente: ¿por qué los hombres no les prestan el coche a sus mujeres? Pues porque de la habitación a la cocina no hay carretera. Y por el mismo estilo: ¿qué hace una mujer fuera de la cocina? Pues esperar a que se seque el suelo. Y una variante: ¿qué hace una neurona en el cerebro de una mujer? Pues turismo. Y entonces el mismo judicial que ya se había reído volvía a reírse y a decir muy bueno, González, muy inspirado, neurona, sí, señor, turismo, muy inspirado. Y González, incansable, seguía: ¿cómo elegirías a las tres mujeres más tontas del mundo? Pues al azar. ¿Lo captan, valedores? ¡Al azar! ¡Da lo mismo! Y: ¿qué hay que hacer para ampliar la libertad de una mujer? Pues darle una cocina más grande. Y: ¿qué hay que hacer para ampliar aún más la libertad de una mujer? Pues enchufar la plancha a un alargue. Y: ¿cuál es el día de la mujer? Pues el día menos pensado. Y: ¿cuánto tarda una mujer en morirse de un disparo en la cabeza? Pues unas siete u ocho horas, depende de lo que tarde la bala en encontrar el cerebro. Cerebro, sí, señor, rumiaba el judicial. Y si alguien le reprochaba a González que contara tantos chistes machistas, González respondía que más machista era Dios, que nos hizo superiores. Y seguía: ¿cómo se llama una mujer que ha perdido el noventa y nueve por ciento de su cociente intelectual?
Pues muda. Y: ¿qué hace el cerebro de una mujer en una cuchara de café? Pues flotar. Y: ¿por qué las mujeres tienen una neurona más que los perros? Pues para que cuando estén limpiando el baño no se tomen el agua del wáter. Y: ¿qué hace un hombre tirando a una mujer por la ventana? Pues contaminar el medio ambiente. Y: ¿en qué se parece una mujer a una pelota de squash? Pues en que cuanto más fuerte le pegas, más rápido vuelve. Y: ¿por qué las cocinas tienen una ventana? Pues para que las mujeres vean el mundo. Hasta que González se cansaba y se tomaba una cerveza y se dejaba caer en una silla y los demás policías volvían a dedicarse a sus huevos. Entonces el judicial, exhausto de una noche de trabajo, rumiaba cuánta verdad de Dios se hallaba escondida tras los chistes populares. Y se rascaba las verijas y ponía sobre la mesa de plástico su revólver Smith amp; Wesson modelo 686, de un kilo y casi doscientos gramos de peso, que hacía un ruido seco, como el de un trueno oído en la lejanía, al chocar contra la superficie de la mesa, y que lograba atraer la atención de los cinco o seis policías más cercanos, quienes escuchaban, no, quienes divisaban sus palabras, las palabras que el judicial pensaba decir, como si fueran espaldas mojadas perdidos en el desierto y divisaran un oasis o un poblado o una manada de caballos salvajes. Verdad de Dios, decía el judicial. ¿Quién chingados inventará los chistes?, decía el judicial. ¿Y los refranes? ¿De dónde chingados salen? ¿Quién es el primero en pensarlos? ¿Quién el primero en decirlos? Y tras unos segundos de silencio, con los ojos cerrados, como si se hubiera dormido, el judicial entreabría el ojo izquierdo y decía:
háganle caso al tuerto, bueyes. Las mujeres de la cocina a la cama, y por el camino a madrazos. O bien decía: las mujeres son como las leyes, fueron hechas para ser violadas. Y las carcajadas eran generales. Una gran manta de risas se elevaba en el local oblongo, como si los policías mantearan a la muerte. No todos, por supuesto. Algunos, en las mesas más distantes, refinaban sus huevos con chile o sus huevos con carne o sus huevos con frijoles en silencio o hablando entre ellos, de sus cosas, aislados del resto. Desayunaban, como si dijéramos, acodados en la angustia y en la duda. Acodados en lo esencial que no lleva a ninguna parte. Ateridos de sueño: es decir de espaldas a las risas que propugnaban otro sueño. Por contra, acodados en los extremos de la barra, otros bebían sin decir nada, no más mirando el borlote, o murmurando qué jalada, o sin murmurar nada, simplemente fijando en la retina a los mordelones y a los judiciales.
La mañana de los chistes de mujeres, por ejemplo, cuando González y su compañero, el patrullero Juan Rubio, abandonaron el Trejo’s, Lalo Cura los estaba esperando. Y cuando González y su compañero quisieron deshacerse de Lalo Cura, de un rincón salió Epifanio y les dijo que mejor le hicieran caso al chavo. Según el patrullero Juan Rubio habían trabajado todo el turno de noche y estaban cansados y Epifanio era mucho Epifanio como para llevarle la contraria. Esta clase de evento gustaba tanto en la policía de Santa Teresa como los chistes de mujeres.
En realidad, muchísimo más. Los dos coches enfilaron hacia un sitio discreto. A poca velocidad. Total, qué prisa había por partirse la madre. Primero el que conducía González, seguido a pocos metros por el de Epifanio. Dejaron atrás las calles pavimentadas y los edificios de más de tres pisos. Vieron por las ventanillas cómo el sol se levantaba. Se pusieron gafas negras. De uno de los coches salió la noticia del evento y poco después de llegar al descampado aparecieron por allí unos diez coches de policía. Los tipos bajaban de sus coches y se invitaban mutuamente a cigarrillos o se reían o pateaban las piedras del lugar. Los que tenían petacas se echaban sus tragos y hacían comentarios inocentes sobre el tiempo o sobre los negocios que se traían entre ellos. Al cabo de media hora todos los coches abandonaron el descampado dejando tras de sí una nube de polvo amarillo que quedó suspendida en el aire.
Hábleme de su genealogía, decían los cabrones. Enuméreme su árbol genealógico, decían los valedores. Bueyes mamones de su propia verga. Lalo Cura no se encorajinaba. Volteados hijos de su chingada madre. Hábleme de su escudo de armas. Ya estuvo suave. Va a toser Pedrito. Pero sin encorajinarse. Respetando el uniforme. Sin abrirse ni sacarle al parche, pero con cara de no hay fijón. Algunas noches, en la penumbra del vecindario, cuando dejaba los libros de criminología (no se me frunza ahora, buey), mareado con tantas huellas dactilares, manchas de sangre y semen, elementos de toxicología, investigaciones sobre hurtos, robos con allanamiento, huellas de pies, cómo hacer bosquejos del lugar del delito y fotografías del escenario de un delito, semidormido, varado entre el sueño y la vigilia, escuchaba o recordaba voces que le hablaban de la primera de su familia, el árbol genealógico que se remontaba hasta 1865, con una huérfana sin nombre, de quince años, violada por un soldado belga en una casa de adobes de una sola habitación en las afueras de Villaviciosa. Al día siguiente el soldado murió degollado y nueve meses más tarde nació una niña a la que llamaron María Expósito. La huérfana, la primera, decía la voz o las voces que se iban turnando, murió de fiebres puerperales y la niña creció como allegada en la misma casa donde fue concebida, que pasó a ser propiedad de unos campesinos que en adelante cuidaron de ella. En 1881, cuando María Expósito tenía quince años, durante las fiestas de San Dimas, un forastero borracho se la llevó en su caballo mientras cantaba a toda voz: Qué chingaderas son éstas / Dimas le dijo a Gestas. En las faldas de un cerro que parecía un dinosaurio o un monstruo gila, la violó repetidas veces y desapareció. En 1882 María Expósito tuvo una niña a la que bautizaron como María Expósito Expósito, dijo la voz, y esa niña fue el asombro de los campesinos de Villaviciosa. Desde muy pequeña demostró poseer una gran inteligencia y vivacidad y aunque nunca supo leer y escribir tuvo fama de mujer sabia, conocedora de hierbas y ungüentos medicinales.
En 1898, tras permanecer ausente del pueblo durante siete días, María Expósito apareció una mañana por la plaza de Villaviciosa, un espacio abierto y pelado en el centro del pueblo, con un brazo roto y el cuerpo lleno de magulladuras. Nunca quiso explicar lo que ocurrió ni las viejas que la cuidaron insistieron en que lo hiciera. Nueve meses más tarde nació una niña que fue llamada María Expósito y a la que su madre, que nunca se casó ni tuvo más hijos ni vivió con ningún hombre, inició en los secretos de la curandería. Pero la joven María Expósito sólo se asemejaba a su madre en el buen carácter, algo que por lo demás compartieron todas las Marías Expósito de Villaviciosa, aunque algunas fueran reservadas y otras habladoras, el buen carácter y la disposición de ánimo para atravesar los períodos de violencia o pobreza extrema fueron comunes a todas. La infancia y adolescencia de la joven María Expósito fueron, sin embargo, más desahogadas que las de su madre y su abuela. En 1914, a los dieciséis años, aún pensaba y se comportaba como una niña cuyo único trabajo era acompañar a su madre una vez al mes en busca de yerbajos raros y lavar la ropa en la parte de atrás de su casa, en una vieja artesa de madera y no en los lavaderos públicos, que le quedaban un poco lejos.
Ese año apareció por el pueblo el coronel Sabino Duque (que moriría fusilado por cobarde en 1915) buscando hombres valientes, y los de Villaviciosa tenían fama de ser más valientes que nadie, para luchar por la Revolución. Varios muchachos del pueblo se alistaron. Uno de ellos, que hasta entonces María Expósito había visto sólo como un ocasional compañero de juegos, de su misma edad y aparentemente tan pueril como ella, decidió confesarle su amor la noche antes de marchar a la guerra. Para tal fin escogió un granero que ya nadie usaba (pues los de Villaviciosa cada vez tenían menos) y ante las risas que su declaración despertó en la muchacha procedió a violarla allí mismo, con desesperación y torpeza. De madrugada, antes de partir, le prometió que volvería y se casaría con ella, pero siete meses después murió en una escaramuza con los federales y él y su caballo fueron arrastrados por el río Sangre de Cristo. Así pues, jamás volvió a Villaviciosa, como tantos otros jóvenes del pueblo que se iban a la guerra o a trabajar de pistoleros a sueldo y nunca más se sabía nada de ellos o se sabían historias poco fiables oídas por aquí y por allá. En todo caso, nueve meses después nació María Expósito Expósito, y la joven María Expósito, convertida en madre de la noche a la mañana, se puso a trabajar vendiendo en los pueblos vecinos las pócimas de su madre y los huevos de su gallinero y no le fue mal. En 1917 ocurriría algo poco frecuente en la familia Expósito: María, después de uno de sus viajes, volvió a quedar embarazada y esta vez tuvo un niño. Se llamó Rafael. Sus ojos eran verdes como los de su lejano tatarabuelo belga y su mirada tenía ese aire extraño que los forasteros percibían en la mirada de los habitantes de Villaviciosa: una mirada opaca e intensa de asesinos. En las raras ocasiones en que le preguntaron por la identidad del padre del niño, María Expósito, que paulatinamente había adoptado las palabras y la actitud de bruja de su madre, aunque ella nunca fue más allá de vender las pócimas, confundiendo los frasquitos del reuma con los botellines buenos para las varices, respondía que el padre era el diablo y que Rafael era su vivo retrato. En 1934, durante una juerga homérica, el torero Celestino Arraya y sus compadres del club Los Charros de la Muerte llegaron de madrugada a Villaviciosa y se instalaron en una fonda que ya no existe y que por entonces incluso ofrecía camas para los viajeros. A gritos pidieron una barbacoa de chivo que les fue servida por tres muchachas del pueblo. Una de estas muchachas era María Expósito. A las doce del mediodía se fueron y tres meses después María Expósito le confesó a su madre que iba a tener un hijo. ¿Y quién es el padre?, preguntó su hermano. Las mujeres guardaron silencio y el muchacho se dedicó a investigar por su cuenta los pasos de su hermana. Una semana después Rafael Expósito pidió prestada una carabina y se marchó caminando hacia Santa Teresa. Nunca había estado en un lugar tan grande y las calles asfaltadas, el Teatro Carlota, los cines, el edificio de la municipalidad y las putas que por entonces trabajaban en la colonia México, al lado de la línea fronteriza y del pueblo norteamericano de El Adobe, lo sorprendieron en grado extremo. Decidió permanecer tres días en la ciudad, aclimatarse un poco, antes de realizar su cometido.
El primer día se dedicó a buscar los sitios frecuentados por Celestino Arraya y un lugar donde dormir gratis. Descubrió que en ciertos barrios las noches eran iguales que los días y se hizo la promesa de no dormir. Al segundo día, mientras caminaba arriba y abajo por la calle de las putas, una yucateca bajita y bien formada, de pelo renegrido y largo hasta la cintura, se apiadó de él y se lo llevó a donde vivía. En un cuarto de una pensión le preparó una sopa de arroz y luego se encamaron hasta la noche. Para Rafael Expósito fue la primera vez. Cuando se separaron la puta le ordenó que la esperara en la habitación o, en caso de salir, en el café de la esquina o en las escaleras.
El muchacho le dijo que estaba enamorado de ella y la puta se marchó feliz. Al tercer día fueron al Teatro Carlota a escuchar las canciones románticas de Pajarito de la Cruz, el trovador dominicano que hacía una gira por todo México, y las rancheras de José Ramírez, pero lo que al muchacho más le gustó fueron las vicetiples y los números de magia de un chino ilusionista de Michoacán. Al atardecer del cuarto día, bien comido y con el ánimo sereno, Rafael Expósito se despidió de la puta, fue a buscar la carabina al lugar donde la había escondido y se dirigió resueltamente al bar Los Primos Hermanos, en donde encontró a Celestino Arraya. Segundos después de dispararle supo sin el más mínimo resquicio de duda que lo había matado y se sintió vengado y feliz. No cerró los ojos cuando los amigos del torero vaciaron sus revólveres sobre él. Fue enterrado en la fosa común de Santa Teresa. En 1935 nació otra María Expósito.
Era tímida y dulce, y de una estatura que dejaba pequeños incluso a los hombres más altos del pueblo. Desde los diez años se dedicó a vender, junto a su madre y su abuela, las pócimas medicinales de su bisabuela, y a acompañar a ésta al clarear el día en la búsqueda y selección de hierbas. A veces los campesinos de Villaviciosa veían su larga silueta recortada contra el horizonte, subiendo y bajando cerros, y les parecía extraordinario que pudiera existir una muchacha tan alta y capaz de dar tales zancadas. Fue la primera de su estirpe, dijo la voz o las voces, que aprendió a leer y escribir. A los dieciocho años la violó un buhonero y en 1953 nació una niña a la que llamaron María Expósito. Por entonces convivían cinco generaciones de Marías Expósito en las afueras de Villaviciosa y el ranchito había crecido con habitaciones añadidas y una cocina grande con estufa de petróleo y un fogón de leña en donde la más vieja preparaba los mejunjes y medicinas. Por la noche, a la hora de cenar, siempre estaban las cinco juntas, la niña, la larguirucha, la melancólica hermana de Rafael, la aniñada y la bruja, y solían hablar de santos y de enfermedades que ellas jamás padecieron, del tiempo y de los hombres, a los que consideraban una peste, tanto al tiempo como a los hombres, y daban gracias al cielo, aunque sin excesivo entusiasmo, dijo la voz, de ser sólo mujeres.
En 1976 la joven María Expósito encontró en el desierto a dos estudiantes del DF que le dijeron que se habían perdido pero que más bien parecían estar huyendo de algo y a los que tras una semana vertiginosa nunca más volvió a ver. Los estudiantes vivían dentro de su propio coche y uno de ellos parecía estar enfermo. Parecían como drogados y hablaban mucho y no comían nada, aunque ella les llevaba tortillas y frijoles que sustraía de su casa. Hablaban, por ejemplo, de una nueva revolución, una revolución invisible que ya se estaba gestando pero que tardaría en salir a las calles al menos cincuenta años más.
O quinientos. O cinco mil. Los estudiantes conocían Villaviciosa pero lo que querían era encontrar la carretera a Ures o a Hermosillo. Cada noche hicieron el amor con ella, dentro del coche o sobre la tierra tibia del desierto, hasta que una mañana ella llegó al lugar y no los encontró. Tres meses después, cuando su tatarabuela le preguntó quién era el padre de la criatura que esperaba, la joven María Expósito tuvo una extraña visión de sí misma: se vio pequeña y fuerte, se vio cogiendo con dos hombres en medio de un lago de sal, vio un túnel lleno de macetas con plantas y flores. En contra de los deseos de su familia, que pretendió bautizar al niño con el nombre de Rafael, María Expósito le puso Olegario, que es el santo al que se encomiendan los cazadores y que fue un monje catalán del siglo XII, obispo de Barcelona y arzobispo de Tarragona, y también decidió que el primer apellido de su hijo no sería Expósito, que es nombre de huérfano, tal como le habían explicado los estudiantes del DF una de las noches que pasó con ellos, dijo la voz, sino Cura, y así lo inscribió en la parroquia de San Cipriano, a treinta kilómetros de Villaviciosa, Olegario Cura Expósito, pese al interrogatorio al que la sometió el sacerdote y a su incredulidad acerca de la identidad del supuesto padre. La tatarabuela dijo que era pura soberbia anteponer el nombre de Cura al de Expósito, que era el suyo de siempre, y poco después murió, cuando Lalo tenía dos años y caminaba desnudo por el patio de su casa, mirando las casas amarillas o blancas, siempre cerradas de Villaviciosa. Y cuando Lalo tenía cuatro años murió la otra vieja, la aniñada, y al cumplir los quince murió la hermana de Rafael Expósito, dijo la voz o las voces.
Y cuando vino a buscarlo Pedro Negrete para que se pusiera a trabajar bajo las órdenes de don Pedro Rengifo, sólo vivían la larguirucha Expósito y su madre.
Vivir en este desierto, pensó Lalo Cura mientras el coche conducido por Epifanio se alejaba del descampado, es como vivir en el mar. La frontera entre Sonora y Arizona es un grupo de islas fantasmales o encantadas. Las ciudades y los pueblos son barcos. El desierto es un mar interminable. Éste es un buen sitio para los peces, sobre todo para los peces que viven en las fosas más profundas, no para los hombres.
Las muertas de marzo propiciaron que los periódicos del DF se hicieran en voz alta algunas preguntas. ¿Si el asesino estaba preso, quién había matado a todas esas mujeres? ¿Si los achichincles o cómplices del asesino también estaban presos, quién era el culpable de todas esas muertes? ¿Hasta qué punto era real esa infame e improbable pandilla juvenil llamada los Bisontes y hasta qué punto era creación de la policía? ¿Por qué se retrasaba una y otra vez el juicio a Haas? ¿Por qué las autoridades federales no mandaban un fiscal especial que dirigiera las investigaciones? El cuatro de abril Sergio González consiguió que su periódico lo enviara a escribir una nueva crónica de los asesinatos en Santa Teresa.
El seis de abril se encontró el cadáver de Michele Sánchez Castillo, cerca de los galpones de almacenaje de una embotelladora de refrescos. El hallazgo lo realizaron dos trabajadores de la misma empresa, encargados de la limpieza de esa zona.
A unos cincuenta metros del cadáver se recuperó un trozo de hierro con manchas de sangre y restos de cuero cabelludo, por lo que se supone que fue con ese objeto con el que la mataron.
Michele Sánchez estaba envuelta en cobijas viejas, junto a una pila de neumáticos, un sitio en el que no era extraño encontrar a gente de paso o a teporochos del barrio durmiendo y que la embotelladora, de una u otra forma, toleraba. Gente de paz, según los guardias nocturnos, pero que si se enojaban eran capaces de prenderles fuego a los neumáticos, lo que haría que la situación fuera aún más enojosa. La víctima presentaba varios golpes en la cara y laceraciones en la región toráxica de carácter leve, y una fractura de cráneo, mortal, justo detrás del oído derecho.
Vestía pantalón negro con abalorios blancos, que la policía encontró bajados hasta la rodilla, blusa rosa, con grandes botones negros, subida por encima de los senos. Los zapatos eran de tipo minero, con suela de tractor. Llevaba el sostén y las bragas puestas. A las diez de la mañana el sitio estaba lleno de curiosos. Según el judicial José Márquez, a cargo de la investigación, la mujer fue atacada y muerta en el mismo lugar. Los periodistas que lo conocían le pidieron que los dejara acercarse para tomarle una foto y el judicial no puso reparos. No se sabía quién era porque no llevaba ningún tipo de identificación encima.
Pero parecía tener menos de veinte años, dijo José Márquez.
Entre los periodistas que se acercaron al cadáver estaba Sergio González. Nunca había visto una muerta. Las pilas de neumáticos formaban, a intervalos, algo parecido a unas cuevas.
Si la noche era fría no era un mal sitio para meterse a dormir.
Uno tenía que entrar arrodillado. Y probablemente salir era aún más difícil. Vio dos piernas y una manta. Oyó que los periodistas de Santa Teresa le pedían a José Márquez que la destapara y que éste se reía. No quiso seguir allí y se fue caminando hasta la carretera en donde tenía estacionado su Beetle de alquiler. Al día siguiente se identificó a la víctima como Michele Sánchez Castillo, de dieciséis años. La necropsia, según el informe forense, estableció que la muerte fue debida a un traumatismo craneoencefálico severo y que no fue violentada sexualmente.
Se encontraron restos de piel en las uñas por lo que era posible sostener que luchó contra su agresor hasta el final.
Los golpes en la cara y en los costados eran una evidencia más de la lucha que mantuvo con su asesino. Tras el frotis vaginal se podía concluir asimismo que no había sido violada. Sus familiares dijeron que Michele fue a visitar a una amiga el día cinco de abril, de donde salió a buscar trabajo en una maquiladora.
Según el comunicado de la policía probablemente fue atacada y asesinada entre la noche del cinco y la madrugada del seis. No se encontraron huellas dactilares en la barra de hierro.
Sergio González entrevistó al judicial José Márquez. Llegó cuando recién la noche había empezado a instalarse sobre la ciudad y el edificio de la policía judicial estaba casi vacío. Un tipo que hacía las veces de conserje le indicó cómo llegar a la oficina de José Márquez. Por el pasillo no se cruzó con nadie.
La mayoría de los despachos tenían las puertas abiertas y en algún sitio impreciso se oía el ruido de una fotocopiadora. José Márquez lo atendió mirando la hora y al poco rato le pidió que, para ganar tiempo, lo acompañara hasta los vestidores.
Mientras el judicial se desnudaba Sergio le preguntó cómo era posible que Michele Sánchez hubiera llegado viva al patio trasero de la embotelladora. Es perfectamente posible, le contestó Márquez. Según tengo entendido, dijo Sergio, las mujeres son secuestradas en un lugar, son llevadas a otro lugar, en donde se las viola y luego se las mata, y finalmente sus cuerpos son arrojados en un tercer lugar, en este caso la trasera del galpón de almacenaje.
En ocasiones ocurre eso, le dijo Márquez, pero no todos los asesinatos siguen un mismo patrón. Márquez metió su traje en una bolsa y se enfundó un chándal. Usted se preguntará, le dijo mientras por debajo de la chaqueta del chándal se acomodaba la sobaquera con su Desert Eagle calibre 357 Magnum, por qué el edificio está tan vacío. Sergio le dijo que lo más lógico era pensar que todos los judiciales estaban en la calle, trabajando. A esta hora, no, dijo Márquez. ¿Por qué, entonces?, dijo Sergio. Pues porque hoy es el partido de fútbol sala entre el equipo de la policía de Santa Teresa y el nuestro.
¿Y usted va a jugar?, dijo Sergio. Puede que sí, puede que no, soy reserva, dijo Márquez. Cuando abandonaron el vestuario, el judicial le dijo que no intentara buscarles una explicación lógica a los crímenes. Esto es una mierda, ésa es la única explicación, dijo Márquez.
Al día siguiente vio a Haas y a los padres de Michele Sánchez.
Haas le pareció, si eso era posible, más frío que nunca.
Y también más alto, como si en la cárcel las hormonas se le hubieran disparado y estuviera alcanzando su estatura final. Le preguntó por Michele Sánchez, le preguntó si tenía alguna opinión al respecto, le preguntó por los Bisontes y por todas las muertas que literalmente brotaban del desierto de Santa Teresa después de su detención. La respuesta de Haas fue desganada y sonriente y Sergio pensó que aunque él no fuera el culpable de las últimas muertes, seguro que era culpable de algo.
Luego, cuando abandonó la cárcel, pensó cómo podía juzgar a alguien por su sonrisa o por sus ojos. ¿Quién era él para atreverse a juzgar?
La madre de Michele Sánchez le dijo que desde hacía un año tenía sueños terribles. Se despertaba en mitad de la noche o mitad del día (cuando trabajaba en los turnos de noche) con la certeza de haber perdido para siempre a su pequeña. Sergio le preguntó si Michele era la menor de sus hijos. No, tengo otros dos más pequeños, dijo la mujer. Pero en mis sueños a la que perdía era a Michele. ¿Y eso? Pues no sé, dijo la mujer, Michele era una bebita, no tenía la edad de ahora, en mis sueños tenía unos dos años o tres a lo sumo, y de pronto desaparecía.
Yo no veía al que me la robaba. No veía nada más que una calle vacía o un patio vacío o una habitación vacía. Y antes allí estaba mi pequeña. Y cuando volvía a mirar ya no estaba. Sergio le preguntó si la gente tenía miedo. Las madres sí, dijo la mujer.
Algunos padres también. Pero la gente, no lo creo. Antes de despedirse, en la explanada de acceso al Parque Industrial Arsenio Farrel, la mujer dijo que los sueños empezaron por la misma época en que vio por primera vez a Florita Almada, en la televisión, Florita Almada, la Santa, como la llaman. Un enjambre de mujeres llegaba caminando o bajaba de los autobuses habilitados por las diversas maquiladoras del Parque. ¿Los camiones son gratis?, preguntó Sergio distraído. Aquí nada es gratis, dijo la mujer. Después le preguntó quién era esa tal Florita Almada. Es una viejita que aparece de vez en cuando en la tele de Hermosillo, en el show de Reinaldo. Ella sabe qué se esconde detrás de los crímenes y nos puso en alerta, pero no le hicimos caso, nadie le hace caso. Ella ha visto las caras de los asesinos. Si quiere usted saber algo más vaya a verla y cuando la haya visto llámeme o escríbame. Así lo haré, dijo Sergio.
A Haas le gustaba sentarse en el suelo, la espalda apoyada contra la pared, en la parte sombreada del patio. Y le gustaba pensar. Le gustaba pensar que Dios no existía. Unos tres minutos, como mínimo. También le gustaba pensar en la insignificancia de los seres humanos. Cinco minutos. Si no existiera el dolor, pensaba, seríamos perfectos. Insignificantes y ajenos al dolor. Perfectos, carajo. Pero allí estaba el dolor para chingarlo todo. Finalmente pensaba en el lujo. El lujo de tener memoria, el lujo de saber un idioma o varios idiomas, el lujo de pensar y no salir huyendo. Después abría los ojos y contemplaba, como desde un sueño, a algunos de los Bisontes que daban vueltas, como si pastaran, en el otro lado, en la parte soleada del patio.
Los Bisontes pastan en el patio de la cárcel, pensaba y eso lo tranquilizaba como un sedante de acción rápida, pues en ocasiones, no muy a menudo, Haas iniciaba el día como si le hubieran introducido la punta de un cuchillo en la cabeza. El Tequila y el Tormenta estaban a su lado. A veces se sentía como un pastor incomprendido hasta por las piedras. Algunos presos parecían moverse en cámara lenta. El de los refrescos, por ejemplo, que se acercaba con tres Coca-Colas frías para ellos. O los que jugaban básket. La noche anterior, antes de acostarse, un vigilante lo fue a buscar y le dijo que lo siguiera, que don Enrique Hernández quería verlo. El narcotraficante no estaba solo.
A su lado estaba el alcaide y un tipo que resultó ser su abogado.
Acababan de comer y Enriquito Hernández le ofreció una taza de café que Haas rechazó dizque porque le quitaba el sueño.
Todos se rieron menos el abogado, que no dio señales de haberlo oído. Me caes bien, gringo, le dijo el narcotraficante, sólo quería que supieras que se está investigando el asunto de los Bisontes.
¿Está claro? Clarísimo, don Enrique. Después lo invitaron a sentarse y le preguntaron por la vida de los presos. Al día siguiente le dijo al Tequila que el negocio estaba en manos de Enriquito Hernández. Díselo a tu carnal. El Tequila movió la cabeza afirmativamente y dijo: qué bueno. Qué suave es estar aquí, en la sombrita, dijo Haas.
Según la encargada del Departamento de Delitos Sexuales de Santa Teresa, una entidad gubernamental que tenía apenas medio año de existencia, la proporción de asesinatos en toda la república mexicana era de diez hombres por una mujer mientras que la proporción en Santa Teresa era de cuatro mujeres por cada diez hombres. La encargada se llamaba Yolanda Palacio y era una mujer de unos treinta años, de piel clara y pelo castaño, formal, aunque detrás de su formalidad se vislumbraba el deseo de ser feliz, el deseo de la fiesta permanente. ¿Pero qué es la fiesta permanente?, se preguntó Sergio González. Tal vez lo que diferencia a algunos del resto de nosotros, que vivimos en la tristeza cotidiana. Ganas de vivir, ganas de hacerle la lucha, como decía su padre, ¿pero hacerle la lucha a qué, a lo inevitable?
¿Luchar contra quién? ¿Y para conseguir qué? ¿Más tiempo, una certeza, el vislumbre de algo esencial? Como si hubiera algo esencial en este pinche país, pensó, como si lo hubiera en este pinche planeta mamador de su propia verga. Yolanda Palacio había estudiado Derecho en la Universidad de Santa Teresa, y luego se especializó en derecho penal en la Universidad de Hermosillo, pero no le gustaban los juzgados, lo descubrió un poco tarde, ni convertirse en litigante, así que se dedicó a la investigación.
¿Sabe usted cuántas mujeres son víctimas de delitos sexuales en esta ciudad? Más de dos mil cada año. Y casi la mitad son menores de edad. Y probablemente un número similar no denuncia la violación, por lo que estaríamos hablando de cuatro mil violaciones al año. Es decir, cada día violan a más de diez mujeres aquí, hizo un gesto como si los estupros se estuvieran cometiendo en el pasillo. Un pasillo mal iluminado por un tubo fluorescente de color amarillo, exactamente igual que el tubo fluorescente que permanecía apagado en la oficina de Yolanda Palacio. Algunas de las violaciones, por supuesto, acaban en asesinato. Pero no quiero exagerar, la mayoría se conforma con violar y ya está, se acabó, a otra cosa. Sergio no supo qué decir. ¿Sabe usted cuántas personas trabajamos en el Departamento de Delitos Sexuales? Sólo yo. Antes tuve una secretaria.
Pero se cansó y se fue a Ensenada, donde tiene familia.
Sopas, dijo Sergio. Eso, sí, sopas, mucho sopas por aquí y sopas por allá, mucho híjole, mucho chale, mucho sácatelas, pero a la hora de la verdad aquí nadie tiene memoria de nada, ni palabra de nada, ni huevos para hacer nada. Sergio miró el suelo y luego miró la cara cansada de Yolanda Palacio. Y, a propósito de sopas, dijo ésta, ¿tiene ganas de comer?, yo me muero de hambre, aquí cerca hay un restaurante que se llama El Rey del Taco, si le gusta la comida tex-mex debería ir. Sergio se levantó. La invito, dijo. Eso lo daba por supuesto, dijo Yolanda Palacio.
El doce de abril se encontraron los restos de una mujer en un campo vecino a Casas Negras. Los que la encontraron se dieron cuenta de que era una mujer por el pelo, negro y largo hasta la cintura. El cadáver se hallaba en un estado de descomposición avanzada. Tras el examen del forense se dictaminó que la víctima tenía entre veintiocho y treintaitrés años, un metro sesentaisiete de estatura y que las causas de la muerte fueron dos golpes contusos muy fuertes en la región tempoparietal.
No llevaba identificación. Vestía pantalón negro, una blusa verde y zapatos tenis. En uno de los bolsillos del pantalón se encontraron las llaves de un coche. Su perfil no encajaba con el de las desaparecidas de Santa Teresa. Probablemente llevaba muerta un par de meses. El caso se archivó.
Sin que supiera muy bien por qué, puesto que no creía en videntes, Sergio González buscó a Florita Almada en los estudios del Canal 7 de Hermosillo. Habló con una secretaria, luego con otra, luego con Reinaldo. Éste le dijo que no era fácil ver a Florita. Sus amigos, dijo Reinaldo, la protegemos. Protegemos su intimidad. Somos un escudo humano alrededor de la Santa. Sergio se identificó como periodista y dijo que la intimidad de Florita estaba garantizada. Reinaldo le dio una cita para esa noche. Sergio volvió a su hotel y trató de escribir el borrador de la crónica sobre los asesinatos de mujeres, pero al cabo de un rato se dio cuenta de que no podía escribir nada. Bajó al bar del hotel y estuvo bebiendo y leyendo periódicos locales.
Después subió a su habitación, se dio una ducha y volvió a bajar.
Media hora antes de la hora señalada por Reinaldo tomó un taxi y le pidió que diera algunas vueltas por el centro antes de dirigirse a su cita. El taxista le preguntó de dónde era. Del DF, dijo Sergio. Ciudad loca, dijo el taxista. Una vez me asaltaron siete veces el mismo día. Sólo faltó que me violaran, dijo el taxista riéndose en el espejo retrovisor. Las cosas han cambiado, dijo Sergio, ahora son los taxistas los que asaltan a la gente. Eso he oído decir, dijo el taxista, ya era hora. Depende de cómo se mire, dijo Sergio. La cita era en un bar de clientela masculina.
El lugar se llamaba Popeye y un matón de casi dos metros y más de cien kilos vigilaba la puerta. En el interior había una barra que hacía zigzag y mesillas enanas iluminadas con pequeñas lámparas y sillones forrados de satén de color morado. Por los altavoces se oía música new age y los camareros iban vestidos de marineros. Reinaldo y un desconocido lo esperaban sentados en unos taburetes demasiado altos, junto a la barra. El desconocido tenía el pelo lacio, cortado a la moda, y vestía ropa cara. Se llamaba José Patricio y era el abogado de Reinaldo y de Florita. ¿Así que Florita Almada necesita un abogado?
Todo el mundo necesita uno, dijo José Patricio muy serio. Sergio no quiso tomar nada y poco después los tres se subieron al BMW de José Patricio y enfilaron por calles cada vez más oscuras hacia la casa de Florita. Durante el viaje José Patricio quiso saber cómo era la vida de un periodista de nota roja en el DF y Sergio tuvo que confesar que él, en realidad, trabajaba para cultura y espectáculos. A grandes rasgos explicó cómo había entrado en contacto con los crímenes de Santa Teresa y José Patricio y Reinaldo lo escucharon con atención y recogimiento, como niños que oyen por enésima vez el mismo cuento que los aterroriza e inmoviliza, asintiendo gravemente con la cabeza, cómplices en el mismo secreto. Más adelante, sin embargo, cuando ya faltaba poco para llegar a la casa de Florita, Reinaldo quiso saber si Sergio conocía a un famoso presentador de Televisa.
Sergio reconoció que lo conocía de nombre, pero que nunca había coincidido con él en una fiesta. Reinaldo contó entonces que ese presentador estuvo enamorado de José Patricio. Durante un tiempo venía todos los fines de semana a Hermosillo e invitaba a José Patricio y a sus amigos a la playa, en donde gastaba el dinero a manos llenas. José Patricio, por aquel entonces, estaba enamorado de un gringo, un profesor de Derecho de Berkeley, y no le hacía ni el más mínimo caso. Una noche, dijo Reinaldo, el famoso presentador me llevó a su habitación del hotel y me dijo que tenía algo que proponerme. Yo pensé que, tal como estaba de despechado, quería acostarse conmigo o llevarme al DF para que iniciase allí una nueva carrera en la televisión, apadrinado por él, pero el presentador lo único que quería era hablar y que Reinaldo lo escuchase. Al principio, dijo Reinaldo, yo sólo sentía desprecio. No es un hombre atractivo y en persona parece aún peor que en la tele. En esa época aún no conocía a Florita Almada y mi vida era la vida de un pecador. (Risas.) En fin: lo despreciaba, probablemente también sentía un poquito de envidia por su suerte, que consideraba desproporcionada. Lo cierto es que lo acompañé a su habitación, dijo Reinaldo, la mejor suite del mejor hotel de Bahía Kino, desde donde solíamos dar paseos en yate hasta la isla Tiburón o la isla Turner, todo el lujo del mundo, como te puedes figurar, dijo Reinaldo mientras miraba las pobres casas que flanqueaban la avenida por la que transitaba el BMW de José Patricio, y allí estaba el presentador famoso, el niño mimado de Televisa, sentado a los pies de la cama, con una copa en la mano, el pelo alborotado y los ojos achinaditos que casi no se le veían, y cuando me ve, cuando se da cuenta de que yo estoy en la habitación, de pie, esperando, va y me suelta que aquella noche probablemente va a ser la última noche de su vida.
Como comprenderás, me quedé helado, porque de inmediato pensé: este puto primero me mata a mí y luego se mata él, todo con tal de darle un disgusto póstumo a José Patricio. (Risas.) ¿Se dice así, no, póstumo? Más o menos, dijo José Patricio. Así que le dije, dijo Reinaldo, oye, no bromees. Oye, mejor salgamos a dar un paseo. Y mientras iba hablando buscaba con los ojos la pistola. Pero no vi ni una pistola por ninguna parte, aunque el presentador perfectamente bien la podía tener debajo de la camisa, como los pistoleros, aunque él, en ese instante, no tenía pinta de pistolero sino más bien de estar desesperado y solo. Recuerdo que encendí la tele y puse un programa nocturno que transmitían desde Tijuana, un talk-show, y le dije: seguro que tú, con los mismos medios, lo sabrías hacer mejor, pero el presentador ni siquiera se dignó echarle una ojeada a la tele.
Lo único que hacía era mirar el suelo y murmurar que la vida no tenía sentido y que ya más valía morirse que seguir viviendo.
Bla bla bla. Cualquier cosa que yo le dijera, comprendí entonces, estaba de más. Él ni siquiera me escuchaba, sólo quería tenerme cerca, por si acaso, ¿por si acaso qué?, no lo sé, pero por si acaso definitivamente. Recuerdo que me asomé al balcón y contemplé la bahía. Era noche de luna llena. Qué bonita es la costa, reflexioné, y lo peor es que no nos damos cuenta salvo en situaciones extremas, cuando apenas la podemos disfrutar. Qué bonita es la costa y la playa y el firmamento repleto de estrellas.
Pero luego me cansé y volví a sentarme en el sillón de la habitación y por no verle la cara al presentador volví a contemplar la tele, en donde un tipo contaba que tenía en su poder, lo decía con esas palabras, en su poder, como si estuviera refiriendo una historia medieval o una historia política, el récord de expulsiones de los Estados Unidos. ¿Saben cuántas veces había entrado ilegal a los Estados Unidos? ¡Trescientas cuarentaicinco veces!
Y trescientas cuarentaicinco veces había sido detenido y deportado a México. Y todo en el lapso de cuatro años. La verdad es que de pronto se me despertó el interés. Lo imaginé en mi programa.
Imaginé las preguntas que yo le haría. Me puse a cavilar cómo entrar en contacto con él, porque la historia, eso no me lo puede negar nadie, era muy interesante. El de la tele de Tijuana le hizo una pregunta clave: ¿de dónde sacaba dinero para pagar a los polleros que lo llevaban al otro lado? Porque estaba claro, al ritmo desenfrenado de sus expulsiones, que en los Estados Unidos no tenía materialmente tiempo para trabajar y ahorrar algo de lana. La contestación del tipo fue alucinante.
Dijo que al principio pagaba lo que le pedían, pero que luego, digamos tras la décima deportación, regateaba y pedía rebajas, y que tras la quincuagésima deportación los polleros y los coyotes lo llevaban con ellos por amistad, y que tras la centésima deportación probablemente, creía él, lo llevaban de lástima.
Ahorita mismo, le dijo al presentador de Tijuana, lo llevaban como amuleto, porque al entender de los polleros daba suerte, pues su presencia, en cierta forma, aligeraba el estrés de los demás:
si caía alguien ese alguien iba a ser él, no los otros, al menos si los otros sabían dejarlo de lado una vez cruzada la frontera.
Digamos: se había convertido en la carta marcada, en el billete marcado, según sus propias palabras. Entonces el presentador, que era malo, le hizo la pregunta estúpida y luego la pregunta buena. La estúpida fue preguntarle si pensaba inscribir su récord en el libro Guiness de los récords. El tipo ni siquiera sabía de qué chingados le hablaba, en su vida había oído hablar del Guiness. La buena fue preguntarle si iba a seguir intentándolo.
¿Intentando qué?, dijo el tipo. Intentando pasar al otro lado, dijo el presentador. El tipo dijo que, si Dios lo permitía y le daba salud, en ningún momento se le había borrado de la cabeza la idea de vivir en los Estados Unidos. ¿No estás cansado?, dijo el presentador. ¿No te dan ganas de volverte a tu pueblo o de buscarte una chamba aquí en Tijuana? El tipo sonrió como con vergüenza y dijo que cuando se le metía una idea en la cabeza no había nada que hacerle. Era un tipo loco, loco, loco, un loco de verdad, dijo Reinaldo, pero yo estaba en el hotel más loco de Bahía Kino y junto a mí, sentado a los pies de la cama, estaba el presentador más loco de la tele del DF, así que ¿qué podía pensar, realmente? Por supuesto, el presentador ya no se pensaba suicidar. Seguía sentado a los pies de la cama, pero tenía los ojos, unos ojos de perro cansado, clavados en la tele. ¿Qué te parece?, le dije. ¿Puede existir una persona así?
¿No es encantador? ¿No es la inocencia personificada? Entonces el presentador se levantó y tomó la pistola que todo ese tiempo había ocultado debajo de una pierna o debajo de una nalga y yo volví a empalidecer de golpe y él me hizo un gesto, un gesto apenas perceptible, como si me dijera que ya no tenía nada de que preocuparme y entró en el baño sin cerrar la puerta y yo pensé ay, chingados, ahorita se va a suicidar, pero él lo que hizo fue mear largamente, todo quedaba como en familia, todo encajaba, la tele encendida, la puerta abierta, la noche como un guante sobre el hotel, el espalda mojada perfecto, el espalda mojada que yo quería llevar a mi programa y que tal vez el presentador enamorado de José Patricio quería llevar a su programa, el espalda mojada monstruoso, el rey de la mala suerte, el hombre que cargaba sobre sus espaldas el destino de México, el espalda mojada sonriente, ese ser similar a un sapo, ese inerme dago seboso y poco inteligente, ese trozo de carbón que en otra reencarnación hubiera podido ser un diamante, ese intocable que no había nacido en la India sino en México, todo encajaba, de pronto todo encajaba y ya para qué suicidarse.
Desde donde estaba vi que el presentador de Televisa guardaba la pistola en su neceser y luego cerraba el neceser y lo metía en un cajón del baño. Le pregunté si quería que fuéramos al bar del hotel a tomarnos unas copas. Bueno, dijo, pero antes quiso ver el final del programa. En la tele ya estaban hablando con otro tipo, creo que un amaestrador de gatos. ¿Qué canal es éste?, me dijo el presentador. El 35 de Tijuana, le contesté. El 35 de Tijuana, dijo él como si hablara en sueños. Luego salimos de la habitación. En el pasillo el presentador se detuvo y sacó un peine del bolsillo trasero de su pantalón y se peinó.
¿Cómo estoy?, me preguntó. Divino, le dije. Luego llamamos al elevador y esperamos. Qué día, dijo el presentador. Yo asentí con la cabeza. Cuando el elevador llegó nos metimos y bajamos hasta el bar sin decir ni una palabra. Poco después nos separamos y cada uno se fue a acostar.
Después de comer, cuando ambos miraban la noche a través de los ventanales del Rey del Taco, Yolanda Palacio le dijo que no todo era malo en Santa Teresa. No todo, en lo que concernía a las mujeres. Como si al estar con los estómagos satisfechos, y además cansados y con ganas de dormir, ambos apreciaran las cosas buenas, los detalles falseados de la esperanza.
Fumaron. ¿Sabes cuál es la ciudad con el índice de desempleo femenino más bajo de México? Sergio González vio la luna del desierto, un fragmento, un corte helicoidal, asomándose por entre las azoteas. ¿Santa Teresa?, dijo. Pues sí, Santa Teresa, dijo la encargada del Departamento de Delitos Sexuales. Aquí casi todas las mujeres tienen trabajo. Un trabajo mal pagado y explotado, con horarios de miedo y sin garantías sindicales, pero trabajo al fin y al cabo, lo que para muchas mujeres llegadas de Oaxaca o de Zacatecas es una bendición. ¿Un corte helicoidal?
No puede ser, pensó Sergio. Una ilusión óptica sí, unas nubes extrañas con forma de puritos, ropa tendida al viento nocturno, la mosca o el mosquito de Poe. ¿Así que aquí no hay desempleo femenino?, dijo. No sea sangrón, dijo Yolanda Palacio, claro que hay desempleo, femenino y masculino, sólo que aquí la tasa de desempleo femenino es mucho menor que en el resto del país. De hecho, se podría decir, grosso modo, que todas las mujeres de Santa Teresa tienen trabajo. Pida cifras y compare.
En mayo asesinaron en su propio domicilio a Aurora Cruz Barrientos, de dieciocho años. Fue encontrada en la cama conyugal, con múltiples heridas de arma blanca, casi todas en el tórax, los brazos abiertos como si clamara al cielo, en medio de una gran mancha de sangre coagulada. Realizó el hallazgo una vecina y amiga, a la que le pareció extraño que las cortinas de la casa estuvieran aún echadas. La puerta estaba abierta y la vecina entró en la casa, en donde de inmediato notó algo raro, que sin embargo no supo precisar. Al llegar al dormitorio y ver lo que le habían hecho a Aurora Cruz se desmayó. La casa estaba ubicada en la calle Estepa n.o 870, en la colonia Féliz Gómez, un barrio de clase media baja. El caso le fue adjudicado al judicial Juan de Dios Martínez, que se personó en el lugar de los hechos una hora después de que la casa hubiera sido tomada por la policía. El esposo de Aurora Cruz, Rolando Pérez Mejía, se encontraba trabajando en la maquiladora City Keys y aún no había sido avisado de la muerte de su mujer. Los policías que registraron la casa encontraron unos calzoncillos, presumiblemente de Pérez Mejía, abandonados en el baño y manchados de sangre. A primeras horas de la tarde una patrulla se acercó a City Keys y se llevaron a Pérez Mejía rumbo a la comisaría n.o 2. En su declaración éste asegura que antes de salir a trabajar desayunó con su mujer, como todas las mañanas, y que la relación entre ambos era armoniosa pues no dejaban que los problemas, económicos, mayormente, interfirieran en sus vidas.
Llevaban, según Pérez Mejía, un año y pocos meses de matrimonio, y nunca se habían peleado. Cuando le fue mostrado el calzoncillo manchado de sangre, Pérez Mejía lo reconoció como suyo, o parecido a uno que tenía, y Juan de Dios Martínez pensó que se derrumbaría. Pero el marido, pese a llorar amargamente tras ver su calzoncillo, lo que a Juan de Dios no dejó de parecerle extraño, pues un calzoncillo no es una foto ni una carta sino sólo eso, un calzoncillo, no se derrumbó. De todas maneras, quedó detenido a la espera de nuevos acontecimientos, los que no tardaron en llegar. Primero apareció un testigo que dijo haber visto a un hombre merodeando en las cercanías de la casa de Aurora Cruz. El merodeador, según este testigo, era un tipo joven con pinta de deportista que tocaba los timbres de las casas y pegaba la cara a las ventanas como si quisiera cerciorarse de que estaban vacías. Al menos eso fue lo que hizo en tres casas, una de ellas la de Aurora Cruz, y luego desapareció. ¿Qué pasó después?, el testigo no lo sabía, pues se había ido a trabajar, no sin antes advertir a su mujer y a la madre de su mujer, que vivía con ellos, la presencia del intruso.
Según la mujer del testigo, poco después de que su marido se marchara ella se pasó un rato delante de la ventana, pero no vio nada. Al cabo de un rato ella también se fue a trabajar y en la casa sólo quedó la suegra, quien, al igual que antes hiciera su yerno y su hija, durante un rato estuvo espiando la calle desde la ventana, sin ver ni notar nada sospechoso, hasta que sus nietos se levantaron y ella tuvo que ocuparse de que desayunaran antes de mandarlos a la escuela. Nadie más en el barrio, por otra parte, vio al merodeador de aspecto deportivo. En la maquiladora donde trabajaba el marido de la víctima varios trabajadores atestiguaron que Rolando Pérez Mejía había llegado como cada mañana, poco antes de que empezara su turno. Según el dictamen del forense, Aurora Cruz había sido violada por los dos conductos. El violador y asesino, según el forense, era una persona de gran energía, un tipo joven, sin duda, y completamente desbocado. Preguntado por Juan de Dios Martínez qué quería decir con desbocado, el forense contestó que la cantidad de semen encontrado en el cuerpo de la víctima y en las sábanas era anormal. Pueden haber sido dos personas, dijo Juan de Dios Martínez. Puede, dijo el forense, aunque para asegurarse ya había enviado muestras a la policía científica de Hermosillo para confirmar, si no el ADN, sí al menos el tipo de sangre del agresor. Por los desgarros anales, el forense se inclinaba a creer que las violaciones por este conducto se produjeron cuando la víctima ya era cadáver. Durante unos días, sintiéndose cada vez más enfermo, Juan de Dios investigó a algunos jóvenes del barrio relacionados con pandillas juveniles.
Una noche tuvo que ir al médico, quien le confirmó que padecía una gripe y le recetó descongestionantes y paciencia. La gripe se le complicó al cabo de unos días con placas bacterianas en la garganta y tuvo que tomar antibióticos. El marido de la víctima estuvo una semana en los calabozos de la comisaría n.o 2 y luego lo pusieron en la calle. Las muestras de semen enviadas a Hermosillo se perdieron, no se sabía muy bien si en el camino de ida o en el de vuelta.
Florita en persona les abrió la puerta. Sergio no esperaba que fuera tan vieja. Florita saludó con un beso a Reinaldo y José Patricio y a él le extendió la mano. Venimos muertos de aburrimiento, oyó que decía Reinaldo. La mano de Florita estaba cuarteada, como si fuera la mano de una persona que pasaba mucho tiempo entre productos químicos. La sala era pequeña, con dos sillones y un aparato de televisión. En las paredes colgaban fotos en blanco y negro. En una de las fotos vio a Reinaldo y a otros hombres, todos sonrientes, vestidos como para salir de picnic, alrededor de Florita: los adeptos de una secta alrededor de su sacerdotisa. Le ofrecieron té o cerveza.
Sergio pidió una cerveza y le preguntó a Florita si era verdad que ella podía ver las muertes ocurridas en Santa Teresa. La Santa parecía cohibida y tardó un poco en contestar. Se arregló el cuello de la blusa y la chaquetita de lana, tal vez demasiado estrecha. Su respuesta fue vaga. Dijo que en ocasiones, como todo hijo de vecino, veía cosas y que las cosas que veía no necesariamente eran visiones sino imaginaciones, cosas que le pasaban por la cabeza, como a todo hijo de vecino, el impuesto que dizque había que pagar por vivir en una sociedad moderna, aunque ella era del parecer de que todo el mundo, viviera donde viviera, podía en determinado momento ver o figurarse cosas, y que ella, en efecto, últimamente sólo se figuraba asesinatos de mujeres. Una charlatana de buen corazón, pensó Sergio.
¿Por qué de buen corazón? ¿Porque todas las viejitas de México tenían buen corazón? Más bien un corazón de piedra, pensó Sergio, para aguantar tanto. Florita, como si le hubiera leído el pensamiento, asintió varias veces. ¿Y cómo sabe que estos asesinatos son los de Santa Teresa?, dijo Sergio. Por la carga, dijo Florita. Y por la cadena. Instada a que se explicara mejor, dijo que un asesinato común y corriente (aunque no existían asesinatos comunes y corrientes) terminaba casi siempre con una imagen líquida, lago o pozo que tras ser hendido volvía a aquietarse, mientras que una sucesión de asesinatos, como los de la ciudad fronteriza, proyectaban una imagen pesada, metálica o mineral, una imagen que quemaba, por ejemplo, que quemaba cortinas, que bailaba, pero que a más cortinas quemaba más oscura se hacía la habitación o el salón o el galpón o el granero donde aquello acontecía. ¿Y puede usted ver el rostro de los asesinos?, dijo Sergio sintiéndose de pronto cansado. A veces, dijo Florita, a veces veo sus caras, hijito, pero cuando despierto se me olvidan.
¿Cómo diría usted que son sus caras, Florita? Pues son caras comunes y corrientes (aunque no existen en el mundo, o al menos en México, caras comunes y corrientes). ¿O sea que usted no diría que son caras de asesinos? No, yo sólo diría que son caras grandes. ¿Grandes? Sí, grandes, como hinchadas, como infladas. ¿Como máscaras? Yo no diría eso, dijo Florita, son caras, no máscaras ni disfraces, sólo que están hinchadas, como si tomaran demasiada cortisona. ¿Cortisona? O cualquier otro corticoide que hinche, dijo Florita. ¿O sea están enfermos?
No lo sé, depende. ¿Depende de qué? De la manera en que uno los mire. ¿Ellos se consideran a sí mismos personas enfermas?
No, de ninguna manera. ¿Se saben sanos, entonces? Saber, lo que se dice saber, en este mundo nadie sabe nada a ciencia cierta, hijito. ¿Pero ellos se creen sanos? Digamos que sí, dijo Florita.
¿Y sus voces, las ha oído alguna vez?, dijo Sergio (me ha llamado hijito, qué cosa más rara, me ha llamado hijito). Muy pocas veces, pero alguna vez sí que los he escuchado hablar. ¿Y qué dicen, Florita? No lo sé, hablan en español, un español enrevesado que no parece español, tampoco es inglés, a veces pienso que hablan en una lengua inventada, pero no puede ser inventada puesto que entiendo algunas palabras, así que yo diría que es español lo que hablan y que ellos son mexicanos, sólo que la mayor parte de sus palabras me resultan incomprensibles.
Me ha llamado hijito, pensó Sergio. Sólo una vez, por lo que es legítimo pensar que no se trata de una muletilla en su discurso. Una charlatana de buen corazón. Le ofrecieron otra cerveza, que rechazó. Dijo que se sentía cansado. Dijo que tenía que volver a su hotel. Reinaldo lo miró con rencor mal disimulado. ¿Qué culpa tengo yo?, pensó Sergio. Fue al baño:
olía a vieja, pero en el suelo había dos macetas con plantas de un verde intenso, casi negro. No es mala idea, plantas en el wáter, pensó Sergio mientras oía las voces de Reinaldo y José Patricio y Florita que parecían discutir en la sala. Desde la minúscula ventana del baño se podía ver un pequeño patio encementado y húmedo, como si acabara de llover, en donde, junto a las macetas con plantas, distinguió macetas con flores rojas y azules, de una variedad desconocida. Al volver a la sala ya no se volvió a sentar. Le dio la mano a Florita y le prometió que le enviaría el artículo que pensaba publicar, aunque él sabía muy bien que no le iba a enviar nada. Hay algo que sí entiendo, dijo la Santa cuando los acompañó hasta la puerta. Lo dijo mirando a Sergio a los ojos y luego a Reinaldo. ¿Qué es lo que entiende, Florita?, dijo Sergio. No lo digas, Florita, dijo Reinaldo. Todo el mundo, cuando habla, deja traslucir, aunque sea en parte, sus alegrías y sus penas, ¿verdad? Verdad de Dios, dijo José Patricio. Pues cuando esas figuraciones mías hablaban entre ellos, pese a no entender sus palabras, me daba perfecta cuenta de que sus alegrías y sus penas eran grandes, dijo Florita. ¿Qué tan grandes?, dijo Sergio. Florita lo miró a los ojos. Abrió la puerta. Pudo sentir la noche de Sonora tocándole la espalda como un fantasma.
Inmensas, dijo Florita. ¿Como si se supieran impunes? No, no, no, dijo Florita, aquí no tiene nada que ver la impunidad.
El uno de junio Sabrina Gómez Demetrio, de quince años de edad, llegó a pie al hospital del IMSS Gerardo Regueira, con heridas múltiples de arma blanca y dos balazos en la espalda.
Fue ingresada de inmediato en la unidad de urgencias, en donde al cabo de pocos minutos falleció. Pronunció pocas palabras antes de morir. Dijo su nombre y mencionó la calle donde vivía con sus hermanas y hermanos. Dijo que había estado encerrada en una Suburban. Dijo algo sobre un hombre que tenía cara de cerdo. Una de las enfermeras que intentaban pararle la hemorragia le preguntó si ese hombre la había secuestrado. Sabrina Gómez dijo que lamentaba no ver nunca más a sus hermanos.
En junio, Klaus Haas convocó mediante llamadas telefónicas una conferencia de prensa en el penal de Santa Teresa a la que asistieron seis periodistas. La conferencia la había desaconsejado su abogada, pero Haas por aquellos días parecía haber perdido el control de los nervios que hasta entonces había exhibido y no quiso escuchar ni un solo argumento en contra de su plan. Tampoco, según su abogada, le reveló a ésta el tema de la conferencia. Sólo le dijo que ahora estaba en posesión de un dato del que antes carecía y que quería hacerlo público. Los periodistas que fueron no esperaban ninguna declaración nueva ni mucho menos algo que iluminara el pozo oscuro en el que se había convertido la aparición regular de muertas en la ciudad o en el extrarradio de la ciudad o en el desierto que circundaba Santa Teresa como un puño de hierro, pero fueron porque al fin y al cabo Haas y las muertas eran su noticia. Los grandes periódicos del DF no mandaron a sus representantes.
En junio, pocos días después de que Haas, telefónicamente, les prometiera a los periodistas una declaración, según sus propias palabras, sensacional, apareció muerta cerca de la carretera a Casas Negras Aurora Ibánez Medel, cuya desaparición había sido reportada hacía un par de semanas por su marido.
Aurora Ibáñez tenía treintaicuatro años y trabajaba en la maquiladora Interzone-Berny, tenía cuatro hijos de edades comprendidas entre los catorce y los tres años y llevaba casada desde los diecisiete años con Jaime Pacheco Pacheco, mecánico, quien en el momento de la desaparición de su mujer estaba desempleado, víctima de una reducción del personal de talleres de la Interzone-Berny. Según el informe forense, la muerte había sido causada por asfixia y en el cuello de la víctima, pese al tiempo transcurrido, aún se apreciaban lesiones típicas de estrangulamiento.
El hioides no estaba roto. Probablemente Aurora había sido violada. El caso lo llevó el judicial Efraín Bustelo, con asesoramiento del judicial Ortiz Rebolledo. Tras hacer algunas averiguaciones en el entorno de la víctima se procedió a arrestar a Jaime Pacheco, quien después de ser sometido a un interrogatorio confesó su crimen. El móvil, dijo Ortiz Rebolledo a la prensa, fueron los celos. No por un hombre en particular, sino por todos los hombres con los que ella hubiera podido cruzarse o por la situación, que era nueva e inaguantable. El pobre Pacheco pensó que su mujer lo iba a dejar. Preguntado por el medio de transporte que utilizó para llevar, engañada, a su mujer hasta más allá del kilómetro treinta de la carretera a Casas Negras, o para deshacerse del cadáver en dicha carretera, en el supuesto de que la hubiera matado en otro lugar, punto sobre el que Pacheco no quiso hablar pese a la dureza del interrogatorio, declaró que un amigo le prestó su carro, un Coyote del año 87, amarillo con dibujos de llamas rojas en los costados, amigo que la policía no encontró o no buscó con la dedicación que el caso ameritaba.
Junto a Haas, mirando al frente, rígida, como si por su cabeza pasaran las imágenes de una violación, estaba su abogada, y alrededor los reporteros de El Heraldo del Norte, La Voz de Sonora, La Tribuna de Santa Teresa, los tres periódicos locales, y los de El Independiente de Phoenix, El Sonorense de Hermosillo y La Raza de Green Valley, un periódico de pocas páginas, de aparición semanal (en ocasiones quincenal o mensual), que sobrevivía casi sin anuncios, de las suscripciones de algunos chicanos de clase media baja de la zona comprendida entre Green Valley y Sierra Vista, antiguos braceros establecidos en Río Rico, Carmen, Tubac, Sonoita, Amado, Sahuarita, Patagonia, San Xavier, y en cuyas páginas sólo aparecían historias de crímenes, cuanto más horrendos, mejor. Sólo había un fotógrafo, Chuy Pimentel, de La Voz de Sonora, que se mantuvo detrás del círculo formado por los periodistas. De vez en cuando la puerta se abría y aparecía un carcelero que miraba a Haas o a su abogada como preguntándoles si necesitaban algo. En una ocasión la abogada le pidió al carcelero que trajera agua fresca. El carcelero asintió y dijo ahorita mismo y desapareció. Al cabo de un rato apareció con dos botellas de agua y varias latas frías de refresco.
Los periodistas se lo agradecieron y casi todos se decidieron por una lata, salvo Haas y su abogada, que prefirieron tomar agua. Durante unos minutos nadie dijo nada, ni la más mínima observación, y todos bebieron.
En julio se halló el cuerpo de una mujer en una acequia de aguas negras, al este de la colonia Maytorena, no muy lejos de una pista de terracería y de unas torres de alta tensión. La mujer tenía aproximadamente entre veinte y veinticinco años y según los forenses llevaba muerta por lo menos tres meses. El cadáver presentaba las manos atadas a la espalda, con cuerda de plástico, como la que se usa para embalar paquetes grandes. En la mano izquierda llevaba un guante negro, largo, que le cubría hasta la mitad del brazo. No se trataba, por lo demás, de un guante barato sino de uno de terciopelo, como los que usan las vedettes, pero sólo las vedettes de cierto prestigio. Tras quitarle el guante encontraron dos anillos, uno en el dedo medio, de plata de ley, y otro en el anular, de plata con una serpiente labrada.
También llevaba puesto, en el pie derecho, un calcetín de hombre, marca Tracy. Y lo más sorprendente de todo: atado alrededor de la nuca, como un extraño pero no del todo imposible sombrero, se encontró un sostén negro, de buena calidad.
Por lo demás la mujer estaba desnuda y no tenía ningún papel que sirviera para una posterior identificación. El caso, tras los trámites de rigor, se archivó y su cuerpo fue arrojado a la fosa común del cementerio de Santa Teresa.
A finales de julio las autoridades de Santa Teresa, en colaboración con las autoridades del estado de Sonora, invitaron al investigador Albert Kessler a la ciudad. Cuando la noticia se hizo pública algunos periodistas, sobre todo del DF, le preguntaron al presidente municipal José Refugio de las Heras si la presencia del antiguo agente del FBI era una tácita aceptación de que las investigaciones de la policía mexicana habían fracasado.
El licenciado de las Heras respondió que no, que en modo alguno, que el señor Kessler iba a venir a Santa Teresa a dictar un curso de capacitación profesional de quince horas ante un selecto grupo de alumnos escogidos entre los mejores policías de Sonora y que Santa Teresa había sido seleccionada como sede de dicho curso, en detrimento, por ejemplo, de Hermosillo, además de por su pujanza industrial, por su triste historial de asesinos en serie, una lacra desconocida o casi desconocida hasta entonces en México, que ellos, las autoridades del país, deseaban parar a tiempo, ¿y qué mejor manera de extirpar una lacra que formar un cuerpo policial experto en la materia?
Les voy a decir quién asesinó a Estrella Ruiz Sandoval, de cuya muerte se me acusa injustamente, dijo Haas. Son los mismos que han matado por lo menos a otras treinta jóvenes de esta ciudad. La abogada de Haas agachó la cabeza. Chuy Pimentel hizo la primera foto. En ella se ven los rostros de los periodistas que miran a Haas o consultan sus cuadernos de notas, sin ninguna excitación, sin ningún entusiasmo.
En septiembre encontraron el cuerpo de Ana Muñoz Sanjuán detrás de unos cubos de basura en la calle Javier Paredes, entre la colonia Félix Gómez y la colonia Centro. El cadáver estaba completamente desnudo y presentaba indicios de estrangulamiento y violación, que luego serían confirmados por el forense.
Tras las primeras investigaciones se determinó su identidad.
La víctima se llamaba Ana Muñoz Sanjuán, vivía en la calle Maestro Caicedo de la colonia Rubén Darío, en donde compartía casa con otras tres mujeres, tenía dieciocho años y trabajaba como mesera de la cafetería El Gran Chaparral, en el casco histórico de Santa Teresa. Su desaparición no fue notificada a la policía. Las últimas personas con las que se la vio fueron tres hombres que respondían a los alias de el Mono, el Tamaulipas y la Vieja. La policía intentó localizarlos, pero parecía que la tierra se los había tragado. El caso se archivó.
¿Quién invita a Albert Kessler?, se preguntaron los periodistas.
¿Quién va a pagar por los servicios del señor Kessler? ¿Y cuánto? ¿La ciudad de Santa Teresa, el estado de Sonora? ¿De dónde va a salir el dinero de los honorarios del señor Kessler?
¿De la Universidad de Santa Teresa, de los fondos negros de la policía del estado? ¿Hay dinero de particulares en el asunto?
¿Hay algún mecenas detrás de la visita del eminente investigador norteamericano? ¿Y por qué ahora, justo ahora, traen a un experto en asesinos en serie y no antes? ¿Y es que en México no hay criminólogos capaces de colaborar con la policía? ¿El profesor Silverio García Correa, por ejemplo, no es lo suficientemente bueno? ¿No fue acaso el mejor psicólogo de su promoción en la UNAM? ¿No obtuvo un master en criminología por la Universidad de Nueva York y otro master por la universidad de Stanford? ¿No hubiera salido más barato contratar al profesor García Correa? ¿No hubiera sido más patriótico encargarle un asunto mexicano a un mexicano que a un norteamericano?
¿Y, a propósito, sabe hablar español el investigador Albert Kessler?
¿Y si no sabe, quién va a servirle de traductor? ¿Trae él a su propio traductor o le van a poner uno de aquí?
Haas dijo: he estado investigando. Dijo: he recibido soplos.
Dijo: en la cárcel todo se sabe. Dijo: los amigos de los amigos son tus amigos y cuentan cosas. Dijo: los amigos de los amigos de los amigos cubren un amplio radio de acción y te hacen favores. Nadie se rió. Chuy Pimentel siguió haciendo fotos. En ellas se ve a la abogada que parece a punto de soltar unas lágrimas. De coraje. Las miradas de los periodistas son miradas de reptiles: observan a Haas, que mira las paredes grises como si en la erosión del cemento hubiera escrito su guión. El nombre, dice uno de los periodistas, lo susurra, pero es lo suficientemente audible para todos. Haas dejó de mirar la pared y sus ojos consideraron al que habló. En lugar de contestar directamente, explicó una vez más su inocencia en el asesinato de Estrella Ruiz Sandoval. No la conocí, dijo. Luego se cubrió el rostro con las manos. Una muchacha linda, dijo. Ojalá la hubiera conocido. Se siente mareado. Imagina una calle llena de gente, al ocaso, que se va vaciando armoniosamente, hasta que no queda nadie, sólo un coche estacionado en una esquina. Luego cae la noche y Haas siente sobre su mano los dedos de su abogada.
Dedos demasiado gruesos, dedos demasiado cortos. El nombre, dijo otro periodista, sin el nombre no avanzamos nada.
En septiembre, en un descampado de la colonia Sur, envuelto en una cobija y en bolsas de plástico de color negro se encontró el cuerpo desnudo de María Estela Ramos. Tenía los pies atados con un cable y presentaba señales de tortura. Se hizo cargo del caso el judicial Juan de Dios Martínez, quien estableció que el cadáver había sido arrojado al descampado entre las doce de la noche y la una y media de la madrugada del sábado, pues durante el resto del tiempo el descampado en cuestión había sido utilizado como punto de encuentro de vendedores y compradores de droga y por pandillas de adolescentes que acudían al lugar a escuchar música. Tras confrontar diversas declaraciones, quedó establecido que, por una causa o por otra, entre las doce y la una y media, allí no había nadie. María Estela Ramos vivía en la colonia Veracruz y aquéllos no eran sus rumbos. Tenía veintitrés años y un hijo de cuatro y compartía casa con dos compañeras de trabajo en la maquila, una de ellas desempleada en el momento de los hechos pues, según le contó a Juan de Dios, había intentado organizar un sindicato.
¿Qué le parece a usted?, le dijo. Me botaron por exigir mis derechos. El judicial se encogió de hombros. Le preguntó quién se iba a encargar del hijo de María Estela. Yo, dijo la sindicalista frustrada. ¿No hay familia, no tiene abuelos el escuincle?
No creo, dijo la mujer, pero intentaremos averiguarlo. Según el forense, la causa del deceso había sido un golpe con objeto contundente en la cabeza, aunque también tenía cinco costillas rotas y heridas de arma blanca, de tipo superficial, en los brazos. Había sido violada. Y su muerte se produjo por lo menos cuatro días antes de que los drogadictos la encontraran entre las basuras y malezas del descampado de la Sur. Según sus compañeras, María Estela tenía o había tenido un novio, al que llamaban el Chino. Nadie sabía su nombre real, pero sí sabían dónde trabajaba. Juan de Dios fue a buscarlo a una tlapalería de la colonia Serafín Garabito. Preguntó por el Chino y le dijeron que allí no conocían a nadie con ese nombre. Lo describió, tal como antes habían hecho las compañeras de María Estela, pero la respuesta fue la misma: allí nunca había trabajado nadie, ni en el mostrador ni en los almacenes, con ese nombre ni con esas características. Puso a trabajar a sus soplones y durante unos días se dedicó exclusivamente a buscarlo. Pero fue como buscar a un fantasma.
El señor Albert Kessler es un profesional de connotado prestigio, dijo el profesor García Correa. El señor Kessler, por lo que me cuentan, fue uno de los pioneros en el trazado de perfiles psicológicos de asesinos en serie. Tengo entendido que trabajó para el FBI y que antes trabajó para la policía militar de los Estados Unidos o para la inteligencia militar, lo que es casi un oxímoron, pues la palabra inteligencia raras veces es aplicable a la palabra militar, dijo el profesor García Correa. No, no me siento ofendido ni desplazado por el hecho de que no se me haya encargado a mí este trabajo. Las autoridades del estado de Sonora me conocen muy bien y saben que soy un hombre cuya única diosa es la Verdad, dijo el profesor García Correa. En México siempre nos deslumbramos con una facilidad espantosa.
A mí se me ponen los pelos de punta cuando veo o escucho o leo en la prensa algunos adjetivos, algunas alabanzas que parecen vertidas por una tribu de monos enloquecidos, pero ni modo, así somos y uno con los años se acostumbra, dijo el profesor García Correa. Ser criminólogo en este país es como ser criptógrafo en el polo norte. Es como ser niño en una crujía de pedófilos. Es como ser merolico en un país de sordos. Es como ser condón en el reino de las amazonas, dijo el profesor García Correa. Si te vejan, te acostumbras. Si te miran por encima del hombro, te acostumbras. Si desaparecen tus ahorros, los ahorros de toda una vida y que guardabas para jubilarte, te acostumbras.
Si tu hijo te estafa, te acostumbras. Si tienes que seguir trabajando cuando por ley deberías dedicarte a lo que te diera la real gana, te acostumbras. Si encima te bajan el sueldo, te acostumbras. Si para redondear el sueldo tienes que trabajar para abogados deshonestos y detectives corruptos, te acostumbras.
Pero esto es mejor que no lo pongan en su artículo, muchachos, porque si no me estaría jugando el puesto, dijo el profesor García Correa. El señor Albert Kessler, como les iba diciendo, es un investigador de connotado prestigio. Según tengo entendido trabaja con computadoras. Interesante trabajo.
También hace de consejero o de asesor en algunas películas de acción. Yo no he visto ninguna, porque hace mucho que no voy al cine y la basura de Hollywood sólo me provoca sueño.
Pero, según me dijo mi nieto, son películas divertidas en donde siempre ganan los buenos, dijo el profesor García Correa.
El nombre, dijo el periodista. Antonio Uribe, dijo Haas.
Durante un instante los periodistas se miraron, por si a alguno de ellos le sonaba ese nombre, pero todos se encogieron de hombros. Antonio Uribe, dijo Haas, ése es el nombre del asesino de mujeres de Santa Teresa. Tras un silencio, agregó: y alrededores.
¿Y alrededores?, dijo uno de los periodistas. El asesino de Santa Teresa, dijo Haas, y también de las mujeres muertas que han aparecido por los alrededores de la ciudad. ¿Y tú conoces a ese tal Uribe?, dijo uno de los periodistas. Lo vi una vez, una sola vez, dijo Haas. Luego tomó aliento, como si se dispusiera a contar una larga historia y Chuy Pimentel aprovechó para sacarle una foto. En ella se ve a Haas, por efecto de la luz y de la postura, mucho más delgado, el cuello más largo, como el cuello de un guajolote, pero no un guajolote cualquiera sino un guajolote cantor o que en aquel momento se dispusiera a elevar su canto, no simplemente a cantar, sino a elevarlo, un canto agudo, rechinante, un canto de vidrio molido pero con una fuerte reminiscencia de cristal, es decir de pureza, de entrega, de falta absoluta de dobleces.
El siete de octubre fue hallado a treinta metros de las vías del tren, en unos matorrales lindantes con unos campos de béisbol, el cuerpo de una mujer de edad comprendida entre los catorce y los diecisiete años. El cuerpo presentaba señales claras de tortura, con múltiples hematomas en brazos, tórax y piernas, así como heridas punzantes de arma blanca (un policía se entretuvo en contarlas y se aburrió al llegar a la herida número treintaicinco), ninguna de las cuales, sin embargo, dañó o penetró ningún órgano vital. La víctima carecía de papeles que facilitaran su identificación. Según el forense la causa de la muerte fue estrangulamiento. El pezón del pecho izquierdo presentaba señales de mordeduras y estaba medio arrancado, sosteniéndose tan sólo por algunos cartílagos. Otro dato facilitado por el forense: la víctima tenía una pierna más corta que otra, lo que en principio se pensó facilitaría su identificación, algo que a la postre resultó infundado, pues de las desapariciones denunciadas en las comisarías de Santa Teresa ninguna correspondía a tales características. El día del hallazgo del cuerpo, encontrado por un grupo de adolescentes jugadores de béisbol, se presentaron en el lugar de los hechos Epifanio y Lalo Cura.
El sitio estaba lleno de policías. Había algunos judiciales, algunos municipales, miembros de la policía científica, la Cruz Roja y periodistas. Epifanio y Lalo Cura se pasearon por el lugar hasta llegar al sitio exacto donde aún yacía el cadáver. No era baja. Medía por lo menos un metro sesentaiocho. Estaba desnuda a excepción de una blusa blanca llena de manchas de sangre y de tierra y un sostén blanco. Cuando se alejaron de allí Epifanio le preguntó a Lalo Cura qué le había parecido. ¿La muerta?, dijo Lalo. No, el lugar del crimen, dijo Epifanio encendiendo un cigarrillo. No hay lugar del crimen, dijo Lalo. Lo han limpiado a conciencia. Epifanio puso el coche en marcha.
A conciencia no, dijo, como pendejos, pero para el caso es lo mismo. Lo han limpiado.
1997 fue un buen año para Albert Kessler. Había dado conferencias en Virginia, en Alabama, en Kentucky, en Montana, en California, en Oregon, en Indiana, en Maine, en Florida.
Había recorrido universidades y hablado con antiguos alumnos que ahora eran profesores y tenían hijos grandes, algunos incluso casados, lo que nunca dejaba de sorprenderle. Había viajado a París (Francia), a Londres (Inglaterra), a Roma (Italia), en donde su nombre era conocido y en donde los asistentes a sus conferencias llegaban con su libro, traducido al francés, al italiano, al alemán, al español, para que él estampara su firma y alguna frase cariñosa o alguna frase ingeniosa, cosa que él hacía muy a gusto. Había viajado a Moscú (Rusia) y San Petersburgo (Rusia), y a Varsovia (Polonia), y lo habían invitado a ir a muchos otros lugares, por lo que cabía imaginar que 1998 iba a ser un año tan movido como éste. El mundo, en realidad, es pequeño, pensaba a veces Albert Kessler, sobre todo cuando iba en avión, en un asiento de primera o de business, y olvidaba por unos segundos la conferencia que iba a dictar en Tallahassee o en Amarillo o en New Bedford y se dedicaba a mirar las caprichosas formas de las nubes. Casi nunca soñaba con asesinos. Había conocido a muchos y había seguido la pista a muchos más, pero rara vez soñaba con alguno de ellos. En realidad, soñaba poco o tenía la fortuna de olvidar los sueños en el preciso instante en que despertaba. Su mujer, con la que vivía desde hacía más de treinta años, solía recordar sus sueños y a veces, cuando Albert Kessler paraba en casa, se los contaba mientras desayunaban juntos. Ponían la radio, un programa de música clásica, y desayunaban café, zumo de naranja, pan congelado que su mujer ponía en el microondas y que quedaba delicioso, crujiente, mejor que cualquier otro pan que él hubiera comido en ninguna otra parte. Mientras untaba el pan con mantequilla su mujer le contaba lo que había soñado esa noche, casi siempre con familiares de ella, casi todos muertos, o con amigos, de ambos, a los que hacía mucho no veían. Después su mujer se encerraba en el baño y Albert Kessler salía al jardín y oteaba el horizonte de tejados rojos, grises, amarillos, las aceras limpias y ordenadas, los coches último modelo que los hijos menores de sus vecinos estacionaban sobre los caminos de grava y no en el garaje. En el barrio sabían quién era él y lo respetaban. Si cuando estaba en el jardín aparecía un hombre, antes de meterse en su coche y partir, levantaba una mano y decía buenos días, señor Kessler. Todos eran menores que él.
No demasiado jóvenes, médicos o ejecutivos medios, profesionales que se ganaban la vida trabajando duramente y que procuraban no hacer daño a nadie, aunque sobre esto último uno nunca podía saber nada a ciencia cierta. Casi todos estaban casados y tenían uno o dos hijos. A veces hacían barbacoas en los jardines, junto a la piscina, y en una ocasión, porque su mujer se lo rogó, acudió a una de estas comidas y se bebió media cerveza Bud y un vaso de whisky. En el barrio no vivía ningún policía y el único que parecía despierto era un profesor universitario, un tipo calvo y larguirucho que finalmente resultó un imbécil que sólo sabía hablar de deportes. Un policía o un ex policía, pensaba a veces, con quien mejor está es con una mujer o con otro policía, otro poli de su mismo rango. En su caso, sólo era verdad la segunda parte. Hacía mucho que ya no le interesaban las mujeres, salvo si eran policías y se dedicaban a la investigación de homicidios. En cierta ocasión, un colega japonés le dijo que dedicara los ratos libres a la jardinería. El tipo era un poli jubilado como él y durante una época, o eso decían, había sido el as de la brigada criminal de Osaka. Siguió su consejo y al volver a casa le dijo a su mujer que despidiera al jardinero, que a partir de entonces se ocuparía él personalmente del jardín. Por supuesto, no tardó en estropearlo todo y el jardinero volvió. ¿Por qué he intentado curar, y además mediante la jardinería, un estrés que no tengo?, se preguntó. A veces, cuando regresaba después de veinte o treinta días de gira, promocionando el libro o asesorando a escritores policiacos y directores de thrillers o invitado por universidades o por departamentos de policía que estaban estancados con un asesinato irresoluble, contemplaba a su mujer y tenía la vaga impresión de que no la conocía. Pero la conocía, sobre eso no tenía la menor duda. Tal vez era su forma de caminar y de moverse por la casa o su forma de invitarlo a ir, por las tardes, cuando ya empezaba a anochecer, al supermercado al que ella iba siempre y en donde compraba ese pan congelado que comía por las mañanas y que parecía recién salido de un horno europeo y no de un microondas norteamericano. A veces, después de hacer la compra, se detenían, cada uno con su carrito, delante de una librería en donde estaba la edición de bolsillo de su libro. Su mujer lo señalaba con el índice y le decía: aún sigues allí. Él, invariablemente, asentía con la cabeza y luego seguían curioseando por las tiendas del mall. ¿La conocía o no la conocía? La conocía, claro que sí, sólo que a veces la realidad, la misma realidad pequeñita que servía de anclaje a la realidad, parecía perder los contornos, como si el paso del tiempo ejerciera un efecto de porosidad en las cosas, y desdibujara e hiciera más leve lo que ya de por sí, por su propia naturaleza, era leve y satisfactorio y real.
Lo vi una sola vez, dijo Haas. Fue en una discoteca o en un sitio que parecía una discoteca pero que tal vez sólo era un bar con la música demasiado alta. Yo iba con unos amigos. Amigos y clientes. Y allí estaba este joven, sentado a una mesa, con gente conocida por algunos de los que iban conmigo. Junto a él estaba su primo, Daniel Uribe. A ambos me los presentaron.
Parecían dos jóvenes bien educados, los dos hablaban inglés y vestían como si fueran rancheros, pero estaba claro que no eran rancheros. Eran fuertes y altos, más alto Antonio Uribe que su primo, se notaba que iban al gimnasio y que hacían pesas y cuidaban su cuerpo. Se notaba también que la apariencia les preocupaba. Llevaban una barba de tres días, pero olían bien, el corte de pelo era el adecuado, las camisas limpias, los pantalones limpios, todo de marca, las botas rancheras relucientes, la ropa interior probablemente limpia y también de marca, dos jóvenes, en una palabra, modernos. Yo platiqué un rato con ellos (sobre cosas sin interés, las cosas que uno habla y escucha en un lugar así y que podría decirse que son cosas de hombres:
coches nuevos, dvd, compact discs de canciones rancheras, Paulina Rubio, narcocorridos, la negra esta cuyo nombre no recuerdo, ¿Whitney Huston?, no, ésa no, ¿Lana Jones?, tampoco, una negra que ahora no me acuerdo cómo se llama), y bebí una copa con ellos y con los demás, y luego todos salimos fuera de la discoteca, no recuerdo el motivo, todos de golpe para afuera, y allí, en la noche, dejé de ver a estos Uribe, fue la única vez que los vi, pero eran ellos, y luego uno de mis amigos me metió en su coche y salimos de allí como si fuera a explotar una bomba.
El diez de octubre, cerca de los campos de fútbol de PEMEX, entre la carretera a Cananea y la vía férrea, se encontró el cadáver de Leticia Borrego García, de dieciocho años de edad, semienterrada y en avanzado estado de descomposición.
El cuerpo estaba envuelto en una bolsa industrial de plástico y según el informe forense la muerte se debía a estrangulamiento con rotura el hueso hioides. El cadáver fue identificado por su madre, que había denunciado la desaparición un mes atrás.
¿Por qué el asesino se tomó la molestia de cavar un pequeño agujero y hacer como que la enterraba?, se preguntó Lalo Cura mientras estuvo curioseando por el lugar. ¿Por qué no arrojarla directamente a un costado de la carretera a Cananea o entre los escombros de los antiguos almacenes del ferrocarril? ¿Es que el asesino no se dio cuenta de que dejaba el cuerpo de su víctima al lado de unos campos de fútbol? Durante un rato, hasta que lo echaron, Lalo Cura estuvo de pie contemplando el lugar donde encontraron el cuerpo. En el agujero con dificultad hubiera cabido el cuerpo de un niño o de un perro, en modo alguno el de una mujer. ¿Se trataba de un asesino con prisa por deshacerse de su víctima? ¿Era de noche y no conocía el lugar?
La noche antes de que llegara el investigador Albert Kessler a Santa Teresa, a las cuatro de la mañana, Sergio González Rodríguez recibió la llamada telefónica de Azucena Esquivel Plata, periodista y diputada del PRI. Cuando contestó al teléfono, temeroso de que lo llamara alguien de su familia para comunicarle un accidente, escuchó una voz de mujer, recia, mandona, imperativa, una voz que no estaba acostumbrada a pedir perdón ni a que le dieran excusas. La voz le preguntó si estaba solo. Sergio dijo que estaba durmiendo. ¿Pero estás solo, buey, o no estás solo?, dijo la voz. En ese momento su oído o su memoria auditiva la reconoció. No podía ser más que Azucena Esquivel Plata, la María Félix de la política mexicana, la más-más, la Dolores del Río del PRI, la Tongolele de la lascivia de algunos diputados y de casi todos los periodistas políticos mayores de cincuenta años, más bien cercanos a los sesenta, que se hundían como caimanes en el pantano, más mental que real, regentado, algunos decían que inventado, por Azucena Esquivel Plata. Estoy solo, dijo. Y además en pijama, ¿me equivoco? No, no se equivoca. Pues vístase y baje a la calle, lo paso a buscar en diez minutos. En realidad, Sergio no estaba en pijama pero le pareció poco delicado contradecirla ya desde el principio, así que se puso unos jeans, los calcetines y un suéter y bajó hasta el umbral de su edificio. Enfrente de la puerta vio un Mercedes con las luces apagadas. Desde el Mercedes también lo vieron a él, pues una de las puertas traseras se abrió y una mano con los dedos enjoyados le hizo una seña para que subiera. En una esquina del asiento trasero, arrebujada en una manta escocesa, estaba la diputada Azucena Esquivel Plata, la más-más, que pese a la oscuridad de la noche, y como si fuera la hija bastarda de Fidel Velázquez, cubría sus ojos con unas gafas negras, de montura negra y con patillas anchas y negras, similares a las que a veces se ponía Stevie Wonder y que suelen usar algunos ciegos para que los curiosos no les vean los globos oculares vacíos.
Primero voló a Tucson y desde Tucson tomó una avioneta que lo dejó en el aeropuerto de Santa Teresa. El procurador del estado de Sonora le comentó que dentro de poco, un año, un año y medio tal vez, se iniciarían los trabajos de construcción del nuevo aeropuerto de Santa Teresa, que iba a ser lo suficientemente grande como para que allí aterrizaran aviones Boeing.
El presidente municipal de la ciudad le dio la bienvenida y mientras pasaban por el control de aduanas un mariachi empezó a tocar en su honor y a cantar una canción en la que se mencionaba, o eso creyó, su nombre. Prefirió no preguntar nada y sonrió. El presidente municipal apartó de un empujón al funcionario de aduanas que sellaba los pasaportes y fue él mismo el que le puso el sello al ilustre invitado. En el momento de timbrar el pasaporte de Kessler adoptó una pose de inmovilidad total. El sello en alto, la sonrisa esculpida de oreja a oreja, para que los fotógrafos reunidos pudieran hacer sus fotos con total tranquilidad. El procurador del estado hizo una broma y todos se rieron, menos el funcionario de aduanas, cuya expresión no parecía feliz. Luego todos subieron a una caravana de coches y se dirigieron a la alcaldía, en cuyo salón de actos principal el ex agente del FBI procedió a dar su primera conferencia de prensa. Le preguntaron si ya tenía en sus manos el dossier o algo parecido a un dossier sobre los asesinatos de mujeres en Santa Teresa. Le preguntaron si era verdad que Terry Fox, el protagonista de la película Los ojos manchados, era realmente, es decir en la vida real, un psicópata, como había declarado su tercera mujer antes de divorciarse. Le preguntaron si ya había estado en México y, en caso de ser afirmativa la respuesta, si le gustaba. Le preguntaron si era cierto que R. H. Davis, el novelista que escribió Los ojos manchados y El asesino entre los niños y Nombre codificado, era incapaz de dormir con las luces de su casa apagadas. Le preguntaron si era verdad que Ray Samuelson, el director de Los ojos manchados, le prohibió a Davis la entrada al set donde estaban rodando la película. Le preguntaron si una serie de asesinatos como los de Santa Teresa hubiera sido posible en los Estados Unidos. Sin comentarios, dijo Kessler y después, con movimientos muy medidos, saludó a los periodistas, les dio las gracias y se marchó rumbo a su hotel, en donde tenía reservada la mejor suite, que no era la suite presidencial o la suite matrimonial, como suele pasar en casi todos los hoteles, sino la suite del desierto, porque desde su terraza, que estaba de cara al sur y al oeste, se apreciaba en toda su extensión la grandeza y soledad del desierto de Sonora.
Son de Sonora, dijo Haas, pero también son de Arizona.
¿Y eso cómo se come?, dijo uno de los periodistas. Son mexicanos, pero también norteamericanos. Tienen doble nacionalidad.
¿Existe la doble nacionalidad entre mexicanos y norteamericanos?
La abogada asintió sin levantar la cabeza. ¿Y dónde viven?, dijo uno de los periodistas. En Santa Teresa, pero también tienen casa en Phoenix. Uribe, dijo uno de los periodistas, me suena de algo. Sí, a mí también me suena, dijo otro de los periodistas. ¿No estarán emparentados con el Uribe de Hermosillo?
¿Cuál Uribe? Este buey de Hermosillo, dijo el periodista de El Sonorense, el de los transportes. El de la flota de camiones.
Chuy Pimentel fotografió en ese momento a los periodistas.
Jóvenes, mal vestidos, algunos con cara de venderse al mejor postor, muchachos trabajadores con pinta de sueño y mala noche que se miraban entre sí y ponían a funcionar una especie de memoria compartida, incluso el enviado de La Raza de Green Valley, que más que periodista parecía bracero, entendía y se aplicaba con cierta eficiencia al ejercicio de recordar, de aportar un grado más de definición al cuadro. Uribe de Hermosillo.
El Uribe de la flota de camiones. ¿Cómo se llama? ¿Pedro Uribe? ¿Rafael Uribe? Pedro Uribe, dijo Haas. ¿Tiene algo que ver con los Uribe de esta historia? Es el padre de Antonio Uribe, dijo Haas. Y luego dijo: Pedro Uribe tiene más de cien camiones de transporte. Traslada mercancías de varias maquiladoras, tanto de Santa Teresa como de Hermosillo. Sus camiones cruzan la frontera cada hora o cada media hora. También tiene propiedades en Phoenix y Tucson. Su hermano, Joaquín Uribe, posee varios hoteles en Sonora y Sinaloa y una cadena de cafeterías en Santa Teresa. Es el padre de Daniel. Los dos Uribe están casados con norteamericanas. Antonio y Daniel son los hijos mayores. Antonio tiene dos hermanas y un hermano. Daniel es hijo único. Antes Antonio trabajaba en las oficinas de su padre en Hermosillo, pero desde hace tiempo ya no trabaja en ninguna parte. Daniel siempre ha sido un bala perdida. Los dos son protegidos del narcotraficante Fabio Izquierdo, que a su vez trabaja para Estanislao Campuzano. Se dice que Estanislao Campuzano fue el padrino de bautizo de Antonio. Sus amigos son hijos de millonarios, como ellos, pero también policías y narcos de Santa Teresa. Allá por donde van gastan el dinero a manos llenas. Ellos son los asesinos en serie de Santa Teresa.
El diez de octubre, el mismo día en que se encontró el cuerpo de Leticia Borrego García cerca de los campos de fútbol de PEMEX, fue hallado el cadáver de Lucía Domínguez Roa, en la colonia Hidalgo, en una acera de la calle Perséfone. En el primer informe policial se dijo que Lucía ejercía la prostitución y era drogadicta y que la causa de la muerte probablemente había sido una sobredosis. A la mañana siguiente, sin embargo, la declaración de la policía varió ostensiblemente. Se dijo entonces que Lucía Domínguez Roa trabajaba como mesera en un bar de la colonia México y que su muerte fue ocasionada por un disparo en el abdomen, con munición del calibre 44, probablemente un revólver. No había testigos del asesinato y no se descartaba que el asesino hubiera disparado desde el interior de un coche en marcha. Tampoco se descartaba que la bala apuntara a otra persona. Lucía Domínguez Roa tenía treintaitrés años, estaba separada y vivía sola en una habitación de la colonia México. Nadie supo decir qué hacía en la colonia Hidalgo, aunque era probable, según la policía, que hubiera estado dando un paseo y que se topara con la muerte por pura casualidad.
El Mercedes entró en la colonia Tlalpan, dio varias vueltas y finalmente enfiló por una calle empedrada, llena de bardas, con casas iluminadas por la luna que parecían deshabitadas o destruidas. Durante todo el trayecto Azucena Esquivel Plata permaneció en silencio, fumando arrebujada en su manta escocesa, y Sergio se dedicó a mirar por la ventana. La casa de la diputada era grande, de una sola planta, con patios en donde antiguamente entraban carruajes y viejas caballerizas y abrevaderos tallados directamente en la piedra. La siguió hasta una sala en donde colgaba un Tamayo y un Orozco. El Tamayo era rojo y verde. El Orozco negro y gris. Las paredes de la sala, blanquísimas, evocaban de alguna manera un hospital privado o la muerte. La diputada le preguntó qué quería beber. Sergio dijo que un café. Un café y un tequila, dijo la diputada sin levantar la voz, simplemente como si comentara lo que ambos querían a aquellas horas de la madrugada. Sergio miró a sus espaldas, por si había algún sirviente, pero no vio a nadie. Al cabo de unos minutos, sin embargo, apareció una mujer de mediana edad, más o menos de la generación de la diputada, pero mucho más avejentada por el trabajo y los años, con un tequila y una taza de café humeante. El café era espléndido y Sergio así se lo dijo a su anfitriona. Azucena Esquivel Plata se rió (en realidad sólo mostró los dientes y dejó escapar un sonido de ave nocturna que remedaba la risa) y le dijo que si probara el tequila que ella tenía entonces sí se iba a enterar de lo que era bueno. Pero vayamos a lo nuestro, dijo sin quitarse las enormes gafas negras. ¿Ha oído usted hablar de Kelly Rivera Parker? No, dijo Sergio. Me lo temía, dijo la diputada. ¿De mí ha oído usted hablar? Claro, dijo Sergio. ¿Pero no de Kelly?
No, dijo Sergio. Así es este puto país, dijo Azucena, y durante unos minutos permaneció en silencio, mirando el vaso de tequila al trasluz de una lámpara de mesa o mirando el suelo o con los ojos cerrados, porque todo eso, y más, podía hacer bajo la impunidad de sus gafas. Yo conocía a Kelly desde que éramos chicas, dijo la diputada como si hablara en sueños. Al principio no me cayó bien, creo que era demasiado remilgada, o eso creía yo entonces. Su padre era arquitecto y trabajaba para los nuevos ricos de la ciudad. Su madre era gringa y el padre la había conocido mientras estudiaba en Harvard o en Yale, una de las dos. Por supuesto, no había ido allí, el padre, digo, enviado por sus propios padres, los abuelos de Kelly, sino gracias a una beca del gobierno. Supongo que como estudiante fue bastante bueno, ¿no? Seguramente, dijo Sergio al ver que el silencio volvía a enseñorearse del ánimo de la diputada. Como estudiante de arquitectura fue bueno, sí, pero como arquitecto era una mierda. ¿Conoce usted la casa Elizondo? No, dijo Sergio.
Está en Coyoacán, dijo la diputada. Es un horror de casa.
La construyó el padre de Kelly. No la conozco, dijo Sergio.
Ahora vive allí un productor de cine, un borracho impenitente, un tipo acabado que ya no hace películas. Sergio se encogió de hombros. Cualquier día de éstos lo van a encontrar muerto y sus sobrinos venderán la casa Elizondo a una constructora para que levanten allí un edificio de apartamentos. En realidad, cada vez quedan menos huellas del paso por el mundo del arquitecto Rivera. Qué puta sidosa más caliente es la realidad, ¿no cree usted? Sergio asintió con la cabeza y luego dijo que sí, que así era. El arquitecto Rivera, el arquitecto Rivera, dijo la diputada.
Tras un instante de silencio, dijo: la madre era una mujer muy hermosa, bella es la palabra, bellísima. La señora Parker. Una mujer moderna y bella a la que el arquitecto Rivera trataba como a una reina, dicho sea de paso. Y más le valía hacerlo, porque cuando los hombres la veían se volvían locos por ella y si hubiera querido dejar al arquitecto, buenos partidos no le iban a faltar. Lo cierto es que no lo dejó nunca, aunque cuando yo era chica se hablaba a veces de que un general y un político la pretendían y que ella no veía con malos ojos sus requiebros.
Ya sabe usted cómo es la gente de mal pensada. Pero ella debió de querer a Rivera pues nunca lo dejó. Sólo tuvieron una hija, Kelly, que en realidad se llamaba Luz María, como su abuela.
La señora Parker se quedó embarazada más veces, claro, pero tenía dificultad con los embarazos. Supongo que algo le pasaba a su matriz. Tal vez esa matriz no soportaba más hijos mexicanos y abortaba de forma natural. Puede ser. Cosas más raras se han visto. Lo cierto es que Kelly fue hija única y esa desgracia o esa suerte marcó su carácter. Por un lado era o parecía ser una niña remilgada, la típica güerita hija de arribista, y por otro lado tenía una personalidad, ya desde pequeña, muy fuerte, decidida, una personalidad que me atrevería a llamar original. Lo cierto es que al principio no me cayó bien y luego, cuando la fui conociendo, cuando me invitó a su casa y yo la invité a la mía, fui simpatizando cada vez más con ella, hasta que nos convertimos en inseparables. Esas cosas suelen marcar para siempre, dijo la diputada como si escupiera a la cara de un hombre o de un fantasma.
Me lo imagino, dijo Sergio. ¿No quiere otro café?
El mismo día de su llegada a Santa Teresa Kessler salió del hotel. Primero bajó al lobby. Habló durante un rato con el recepcionista, le preguntó por la computadora del hotel y por las conexiones a la red, y luego fue al bar, en donde bebió un vaso de whisky que dejó a medias tras levantarse y meterse en el lavabo.
Cuando salió parecía haberse lavado la cara y no miró a nadie de los que estaban en las mesas del bar o sentados en los sillones y se dirigió al restaurante. Pidió un plato de ensalada César y pan negro de molde y mantequilla y una cerveza.
Mientras esperaba la comida se levantó y realizó una llamada telefónica desde el teléfono que está en la entrada del restaurante.
Luego volvió a sentarse y sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta un diccionario inglés-español y estuvo buscando algunas palabras. Después un mesero le puso la ensalada en la mesa y Kessler bebió un par de sorbos de cerveza mexicana y untó un trozo de pan con mantequilla. Volvió a levantarse y se dirigió al baño. Pero no llegó a entrar sino que, tras darle un dólar e intercambiar unas palabras en inglés con el hombre encargado de la limpieza de los lavabos del restaurante, dobló por un pasillo lateral y abrió una puerta y atravesó otro pasillo. Al final aparecieron las cocinas del hotel, sobre las que flotaba una nube que olía a salsas picantes y carnes en adobo, y Kessler le preguntó a uno de los pinches por dónde se salía a la calle. El pinche lo acompañó hasta una puerta. Kessler le dio un dólar y salió por el patio. En la esquina lo esperaba un taxi y se subió.
Vamos a dar una vuelta por los barrios bajos, le dijo en inglés.
El taxista dijo okey y partieron. El recorrido duró aproximadamente dos horas. Estuvieron dando vueltas por el centro de la ciudad, por la colonia Madero-Norte y por la colonia México, casi hasta llegar a la frontera desde donde se divisaba El Adobe, que ya era territorio norteamericano. Luego volvieron a la MaderoNorte y se internaron por las calles de la colonia Madero y la colonia Reforma. Esto no es lo que quiero, dijo Kessler.
¿Qué es lo que quiere, jefe?, dijo el taxista. Barrios pobres, la zona de las maquiladoras, los basureros clandestinos. El taxista volvió a cruzar la colonia Centro y puso dirección a la colonia Félix Gómez, en donde tomó la avenida Carranza y atravesó la colonia Veracruz, la colonia Carranza y la colonia Morelos. Al final de la avenida había una especie de plaza o explanada de grandes proporciones, de un amarillo intenso, donde se acumulaban camiones de carga y camiones de transporte público y tenderetes donde la gente vendía y compraba desde hortalizas y gallinas hasta abalorios. Kessler le dijo al taxista que parara, que tenía ganas de echar una mirada. El taxista le dijo que mejor no, jefe, que allí la vida de un gringo no valía gran cosa. ¿Usted cree que nací ayer?, dijo Kessler. El taxista no entendió la expresión e insistió en que no bajara. Pare aquí, joder, dijo Kessler.
El taxista frenó y dijo que le pagara. ¿Piensa usted marcharse?, dijo Kessler. No, dijo el taxista, yo lo espero, pero nadie me garantiza que vaya a volver usted con algo de dinero en los bolsillos.
Kessler se echó a reír. ¿Cuánto quiere? Con veinte dólares es suficiente, dijo el taxista. Kessler le dio un billete de veinte y se bajó del taxi. Durante un rato, con las manos en los bolsillos y la corbata desanudada, estuvo curioseando por el improvisado mercadillo. Le preguntó a una viejita que vendía piña con chile hacia dónde iban los camiones, pues todos salían en la misma dirección. Se recogen a Santa Teresa, dijo la viejita. ¿Y más allá qué hay?, dijo en español e indicando con el dedo la dirección contraria. El parque, pues, dijo la viejita. Le compró, por delicadeza, un trozo de piña con chile, que tiró al suelo nada más alejarse de allí. Ya ve que no me ha pasado nada, le dijo al taxista al volver al coche. Habrá sido un milagro, dijo el taxista sonriendo por el espejo retrovisor. Vamos al parque, dijo Kessler. Al final de la explanada, que era de tierra, el camino se bifurcaba en dos direcciones, que luego, a su vez, volvían a bifurcarse en otras dos. Los seis caminos estaban pavimentados y confluían en el Parque Industrial Arsenio Farrel. Las naves industriales eran altas y cada fábrica estaba cercada por barreras de alambre y la iluminación que caía de los grandes postes de luz lo inundaba todo con un halo incierto de premura, de evento importante, lo que no era cierto, pues sólo se trataba de un día más de trabajo. Kessler volvió a bajarse del taxi y respiró el aire de la maquila, el aire laboral del norte de México. Los autobuses que llegaban con trabajadores y los que abandonaban el parque con trabajadores. Un aire húmedo y fétido, como de aceite quemado, le azotó la cara. Creyó escuchar risas y una música de acordeón engarzadas con el viento. Hacia el norte del Parque Industrial se extendía un mar de techados construidos con material de desecho. Hacia el sur, tras las chabolas perdidas, divisó una isla de luz y supo de inmediato que aquello era otro Parque Industrial. Le preguntó al taxista por el nombre.
El taxita salió y miró durante un rato en la dirección indicada por Kessler. Ése debe ser el Parque Industrial General Sepúlveda, dijo. Empezó a anochecer. Hacía tiempo que Kessler no veía un atardecer tan hermoso. Los colores se arremolinaban en el ocaso y aquello le recordó un atardecer que había visto hacía muchos años en Kansas. No era exactamente igual, pero en lo que respecta a los colores era lo mismo. Él estaba allí, recordó, en la carretera, con el sheriff y un compañero del FBI, y el coche se detuvo un momento, tal vez porque uno de los tres tenía que bajarse a orinar, y entonces lo vio. Colores vivos en el oeste, colores como mariposas gigantescas danzando mientras la noche avanzaba como un cojo por el este. Vámonos, jefe, dijo el taxista, no abusemos de la suerte.
¿Y tú qué pruebas tienes, Klaus, para afirmar que los Uribe son los asesinos en serie?, dijo la periodista de El Independiente de Phoenix. En la cárcel todo se sabe, dijo Haas. Algunos periodistas hicieron gestos afirmativos con la cabeza. La periodista de Phoenix dijo que eso era imposible. Sólo es una leyenda, Klaus. Una leyenda inventada por los reclusos. Un sustituto falaz de la libertad. En la cárcel uno sabe lo poco que llega a la cárcel, sólo eso. Haas la miró con rabia. He querido decir, dijo, que en la cárcel se sabe todo lo que pasa en los márgenes de la ley. Eso no es verdad, Klaus, dijo la periodista. Es cierto, dijo Haas. No, no lo es, dijo la periodista. Eso es una leyenda urbana, un invento de las películas. A la abogada le rechinaron los dientes. Chuy Pimentel la fotografió: el pelo negro, teñido, cubriéndole el rostro, el contorno de la nariz levemente aguileña, los párpados silueteados con lápiz. Si de ella hubiera dependido todos los que la rodeaban, las sombras en los márgenes de la foto, habrían desaparecido en el acto, y también la habitación aquella, y la cárcel, con carceleros y encarcelados, los muros centenarios del penal de Santa Teresa, y de todo no hubiera quedado sino un cráter, y en el cráter sólo hubiera habido silencio y la presencia vaga de ella y de Haas, aherrojados en la sima.
El catorce de octubre, a un lado de un camino de terracería que lleva desde la colonia Estrella hasta los ranchos del extrarradio de Santa Teresa, se localizó el cuerpo de otra mujer muerta. Vestía una camiseta azul marino de manga larga, una chamarra rosa con rayas verticales negras y blancas, pantalón de mezclilla marca Levis, un cinturón ancho con hebilla forrada de terciopelo, botas de tacón fino, de media caña, y calcetines blancos, bragas negras y sostén blanco. La muerte, según el informe forense, fue debida a asfixia por estrangulamiento. Alrededor del cuello conservaba un cable eléctrico de color blanco, de un metro de longitud, con un nudo en medio y cuatro puntas, el que previsiblemente fue utilizado para estrangularla. Se apreciaron asimismo huellas externas de violencia alrededor del cuello, como si antes de usar el cable hubieran pretendido estrangularla con las manos, excoriaciones en el brazo izquierdo y en la pierna derecha y marcas de golpes en los glúteos, como si la hubieran pateado. Según el informe llevaba tres o cuatro días muerta. Se calculó su edad entre los veinticinco y treinta años.
Posteriomente fue identificada como Rosa Gutiérrez Centeno, de treintaiocho años de edad, antigua obrera de la maquila y en el momento de su deceso mesera de una cafetería del centro de Santa Teresa, desaparecida desde hacía cuatro días. La identificó su hija, del mismo nombre y de diecisiete años de edad, con la que vivía en la colonia Álamos. La joven Rosa Gutiérrez Centeno vio el cadáver de su madre en las dependencias de la morgue y dijo que era ella. Por si quedaba alguna duda declaró que la chamarra rosa con rayas verticales negras y blancas era suya, de su propiedad, y que con su madre solía compartirla, como compartían tantas cosas.
Hubo varias épocas, dijo la diputada, en que nos veíamos a diario. Por supuesto, de niñas, en el colegio, no teníamos otra alternativa. Pasábamos los recreos juntas y compartíamos juegos y hablábamos de nuestras cosas. A veces ella me invitaba a su casa y yo solía ir encantada, aunque mis padres y mis abuelos no eran proclives a que me juntara con niñas como Kelly, no por ella, claro, sino por sus padres, por miedo a que el arquitecto Rivera de alguna manera aprovechara la amistad de su hija para acceder a lo que mi familia consideraba sacrosanto, el círculo de hierro de nuestra intimidad, que había resistido a los embites de la revolución y a la represión que hubo después del levantamiento cristero y a la marginación en que se asaban a fuego lento los restos del porfirismo, en realidad los restos del iturbidismo mexicano. Para que se haga usted una idea: con Porfirio Díaz mi familia no estaba mal, pero con el emperador Maximiliano estaba mejor, y con Iturbide, con una monarquía iturbidista sin sobresaltos e interrupciones, pues habría estado en su momento óptimo. Para mi familia, sépalo usted, los mexicanos de verdad éramos muy pocos. Trescientas familias en todo el país. Mil quinientas o dos mil personas. El resto eran indios rencorosos o blancos resentidos o seres violentos venidos de no se sabe dónde para llevar a México a la ruina. Ladrones, la mayoría. Arribistas. Vividores. Gente sin escrúpulos. El arquitecto Rivera, como puede usted imaginar, encarnaba para ellos el prototipo del trepador social. Daban por supuesto que su mujer no era católica. Probablemente, por lo que llegué a escuchar, la consideraban una puta. En fin, lindezas de ese tipo.
Pero jamás me prohibieron que la visitara (aunque, como le digo, no era de su agrado) o que yo la invitara, cada vez con más frecuencia, a mi casa. La verdad es que a Kelly le gustaba mi casa, yo diría que le gustaba más que la suya, y en el fondo resulta comprensible que así fuera y eso decía mucho sobre su gusto, que ya desde niña se manifestaba con gran lucidez.
O con gran terquedad, que tal vez es la palabra más apropiada.
En este país siempre hemos confundido lucidez con terquedad, ¿no le parece? Creemos ser lúcidos, pero en realidad somos tercos.
En este sentido, Kelly era muy mexicana. Era terca y obstinada.
Más terca que yo, que ya es decir. ¿Por qué le gustaba mi casa más que la suya? Pues porque la mía tenía clase y la suya sólo tenía estilo, ¿comprende la diferencia? La casa de Kelly era bonita, mucho más cómoda que la mía, con más confort, quiero decir, una casa con luz, con una sala grande y agradable, ideal para recibir visitas o dar fiestas, con un jardín moderno, de césped y cortacésped, una casa racional, como se solía decir en aquellos años. La mía, ya usted la puede apreciar, es esta misma, aunque por supuesto mucho más descuidada de como está ahora, un caserón que olía a momias y a velas, más que una casa una capilla gigantesca, pero en donde estaban presentes los atributos de la riqueza y de la permanencia de México.
Una casa sin estilo, en ocasiones fea como un barco hundido, pero con clase. ¿Y sabe lo que es tener clase? Ser, en última instancia, soberano. No deberle nada a nadie. No tener que dar explicaciones de nada a nadie. Y así era Kelly. No quiero decir que ella tuviera consciencia de eso. Ni yo. Las dos éramos unas niñas y éramos simples y complicadas como niñas y no nos enredábamos con palabras. Pero ella era así. Pura voluntad, pura explosión, puro deseo de placer. ¿Tiene usted hijas? No, dijo Sergio. Ni hijas ni hijos. Bueno, si tiene alguna vez hijas sabrá de lo que le hablo. La diputada guardó silencio durante un rato. Yo sólo he tenido un hijo, dijo. Vive en los Estados Unidos, está estudiando. A veces me gustaría que no volviera a México jamás. Creo que sería lo mejor para él.
Aquella noche a Kessler lo fueron a buscar al hotel para una cena de gala en casa del presidente municipal. En la mesa estaban el procurador del estado de Sonora, el subprocurador, dos policías judiciales, un tal doctor Emilio Garibay, jefe del departamento forense y catedrático de patología y medicina legal de la Universidad de Santa Teresa, el cónsul de los Estados Unidos, Mr. Abraham Mitchell, a quien todos llamaban Conan, los empresarios Conrado Padilla y René Alvarado, y el rector de la universidad, don Pablo Negrete, acompañados de sus esposas los que las tenían o solos, mucho más fúnebres y silenciosos los célibes, aunque alguno entre estos últimos parecía feliz de su condición y no paraba de reír y de contar anécdotas y alguno había que estando casado había sido invitado sin su esposa.
Durante la comida no se habló de crímenes sino de negocios (la situación económica de aquella franja fronteriza era buena y podía todavía mejorar) y de películas, en especial de aquellas en las que Kessler había trabajado como asesor. Tras el café, y después de la desaparición diríase que instantánea de las mujeres, previamente aleccionadas por sus cónyuges, los hombres, recogidos en la biblioteca, que más que biblioteca parecía un salón de trofeos o salón de caza de un rancho de lujo, tocaron, con prudencia al principio excesiva, el gran tema. Para sobresalto de algunos, Kessler respondió a las preguntas iniciales con otras preguntas. Preguntas que dirigió, además, a las personas equivocadas. Por ejemplo, le preguntó a Conan Mitchell qué creía él, como ciudadano norteamericano, que estaba pasando en Santa Teresa. Los que sabían inglés tradujeron. A algunos no les pareció de buen tono empezar por el norteamericano.
Y menos aún hacerle la pregunta en su condición de ciudadano norteamericano. Conan Mitchell dijo que no tenía una idea formada al respecto. Acto seguido Kessler le hizo la misma pregunta al rector Pablo Negrete. Éste se encogió de hombros, ensayó una sonrisa, dijo que lo suyo era el mundo de la cultura y luego tosió y se calló. Finalmente Kessler quiso saber la opinión del doctor Garibay. ¿Quiere que le responda como vecino de Santa Teresa o como forense?, preguntó a su vez Garibay. Como ciudadano común y corriente, dijo Kessler.
Un forense difícilmente será jamás un ciudadano común y corriente, dijo Garibay, demasiados cadáveres. La mención de los cadáveres rebajó el entusiasmo de los que allí se congregaban.
El procurador del estado de Sonora le hizo entrega de un dossier.
Uno de los judiciales dijo que él creía que había, en efecto, un asesino en serie, pero que éste ya estaba en la cárcel. El subprocurador le contó a Kessler la historia de Haas y de la banda de los Bisontes. El otro judicial quiso saber qué pensaba Kessler de los asesinos imitativos. A Kessler le costó entender la pregunta hasta que Conan Mitchell le susurró copycats. El rector de la universidad lo invitó a dar un par de clases magistrales. El presidente municipal le reiteró lo feliz que lo hacía su presencia allí, en la ciudad. Cuando volvió a su hotel, en uno de los coches oficiales de la corporación municipal, Kessler pensó que toda esa gente era, en verdad, muy simpática y hospitalaria, tal como él pensaba que eran los mexicanos. Por la noche, cansado, soñó con un cráter y con un tipo que daba vueltas alrededor del cráter. Ese tipo probablemente soy yo, se dijo en el sueño, pero no le dio ninguna importancia y la imagen se apagó.
El que empezó a matar fue Antonio Uribe, dijo Haas. Daniel lo acompañaba y lo ayudaba después a deshacerse de los cadáveres.
Pero poco a poco Daniel se fue interesando, aunque ésta no es la palabra correcta, dijo Haas. ¿Cuál es la palabra correcta?, le preguntaron los periodistas. La diría si no hubiera mujeres escuchando, dijo Haas. Los periodistas se rieron. La periodista de El Independiente de Phoenix dijo que por ella no se anduviera con remilgos.
Chuy Pimentel fotografió a la abogada. Una mujer hermosa, a su manera, pensó el fotógrafo: con buen porte, alta, de expresión orgullosa, ¿qué es lo que empuja a una mujer así a pasarse la vida en juzgados y visitando a sus clientes en la cárcel? Dilo, Klaus, dijo la abogada. Haas miró el techo. La palabra correcta, dijo, es calentando. ¿Calentando?, dijeron los periodistas. Daniel Uribe, a fuerza de mirar lo que hacía su primo, se fue calentando, dijo Haas, y poco después él también empezó a violar y a matar.
Chale, exclamó la periodista de El Independiente de Phoenix.
En los primeros días de noviembre un grupo de excursionistas de un colegio privado de Santa Teresa encontró los restos de una mujer en la ladera más abrupta del cerro La Asunción, también conocido como cerro Dávila. Desde el teléfono móvil del profesor que iba a cargo del grupo se telefoneó a la policía, que se presentó en el lugar de autos cinco horas después, cuando ya faltaba poco para oscurecer. En la ascensión al cerro uno de los policías, el judicial Élmer Donoso, resbaló y se rompió las dos piernas. Auxiliados por los excursionistas, que no se habían movido del sitio, se procedió a trasladar al judicial a un hospital de Santa Teresa. A la mañana siguiente, de madrugada, el judicial Juan de Dios Martínez, ayudado por varios policías, volvió al cerro La Asunción acompañado por el profesor que había denunciado el hallazgo de los huesos, los cuales fueron localizados esta vez sin ningún problema, procediendo a levantarlos y trasladarlos a las dependencias forenses de la ciudad, en donde se determinó que los restos pertenecían a una mujer, sin poderse establecer las causas de la muerte. Los restos carecían de tejidos blandos y ya ni siquiera tenían fauna cadavérica. En el sitio donde fueron hallados el judicial Juan de Dios Martínez descubrió un pantalón carcomido por la intemperie. Como si le hubieran sacado el pantalón antes de arrojarla contra los matorrales.
O como si la hubieran subido desnuda y en una bolsa hubieran metido el pantalón, que luego arrojarían a varios metros de la muerta. La verdad es que nada tenía sentido.
A los doce años dejamos de vernos. El arquitecto Rivera tuvo la ocurrencia de morirse de forma inesperada, sin previo aviso, y de golpe la madre de Kelly se encontró no sólo sin marido sino llena de deudas. La primera medida que tomó fue cambiar a Kelly de colegio y luego vendió su casa de Coyoacán y se fueron a vivir a un apartamento en la colonia Roma. Con Kelly, sin embargo, seguimos llamándonos por teléfono y nos vimos en dos o tres ocasiones. Después dejaron el apartamento de la Roma y se marcharon a Nueva York. Recuerdo que cuando se fue me pasé llorando dos días enteros. Pensaba que nunca más la iba a volver a ver. A los dieciocho años entré en la universidad.
Creo que fui la primera mujer de mi familia que lo hizo. Probablemente me dejaron seguir estudiando porque los amenacé con matarme si no me dejaban. Primero estudié Derecho y luego Periodismo. Ahí me di cuenta de que si quería seguir viva, quiero decir seguir viva como lo que era, como Azucena Esquivel Plata, tenía que dar un giro de ciento ochenta grados a mis prioridades, que hasta entonces no diferían sustancialmente de las prioridades de mi familia. Yo, como Kelly, era hija única, y los miembros de mi familia languidecían y se morían uno tras otro. En mi naturaleza no estaba, como puede usted suponer, ni languidecer ni morirme. Me gustaba demasiado la vida. Me gustaba lo que la vida me podía ofrecer a mí, a nadie más que a mí, y que yo, además, estaba segura de merecer.
En la universidad empecé a cambiar. Conocí a otra clase de gente. En Derecho a los jóvenes tiburones del PRI, en Periodismo a los perros perdigueros de la política mexicana. Todos me enseñaron algo. Mis profesores me querían. Al principio eso era algo que me desconcertaba. ¿Por qué yo, que parecía salida de un rancho anclado en los primeros años del siglo XIX? ¿Tenía algo especial? ¿Era particularmente atractiva o inteligente? Tonta no era, eso es cierto, pero tampoco muy inteligente. ¿Por qué entonces despertaba esa simpatía entre mis profesores? ¿Por ser la última de los Esquivel Plata a la que le corría sangre por las venas? ¿Y si así fuera, qué más daba, por qué eso me tenía que hacer diferente? Podría escribir un tratado sobre los resortes secretos de la sentimentalidad de los mexicanos. Qué retorcidos que somos. Qué sencillos parecemos o nos mostramos ante los demás y en el fondo qué retorcidos que somos. Qué poquita cosa que somos y de qué manera tan espectacular nos retorcemos ante nosotros mismos y ante los demás, los mexicanos.
¿Y todo para qué? ¿Para ocultar qué? ¿Para hacer creer qué?
A las siete de la mañana se despertó. A las siete y media, duchado y ya vestido con un traje gris perla, camisa blanca y corbata verde, bajó a desayunar. Pidió un jugo de naranja, un café y dos tostadas con mantequilla y mermelada de fresa. La mermelada era buena, la mantequilla no. A las ocho y media, mientras ojeaba los informes sobre los crímenes, llegaron dos policías a buscarlo. La actitud de los policías era de entrega total.
Parecían dos putas a quienes se les permitía por primera vez vestir a su padrote, pero esto Kessler no lo notó. A las nueve dictó una conferencia a puerta cerrada exclusivamente para un grupo escogido de veinticuatro policías, la mayoría vestidos de civil aunque alguno había que llevaba uniforme. A las diez y media visitó las dependencias de la policía judicial y estuvo un rato examinando y jugando con las computadoras y los programas de identificación de sospechosos ante la mirada satisfecha del séquito de policías que lo acompañaban. A las once y media se fueron todos a comer a un restaurante especializado en comida mexicana y norteña que no quedaba lejos del edificio de los judiciales. Kessler pidió un café y un sándwich de queso, pero los judiciales insistieron en que probara antojitos mexicanos, que el dueño del restaurante en persona trajo en dos grandes bandejas. Al mirar los antojitos Kessler pensó en comida china. Después del café, sin que lo pidiera, le pusieron delante un vasito con jugo de piña. Lo probó y notó de inmediato el alcohol. Muy poco, sólo para aromatizar o para servir de contrapunto al aroma de la piña. El vaso lleno de hielo picado, muy fino. Algunos antojitos eran crujientes y el relleno indescifrable, otros tenían la piel suave, como si se tratara de frutas hervidas, pero rellenas de carne. En una bandeja estaban los picantes y en la otra los que apenas picaban. Kessler probó un par de esta última. Buenos, dijo, muy buenos. Luego probó los picantes y se bebió el resto del jugo de piña. Comen bien estos hijos de puta, pensó. A la una salió con dos judiciales que hablaban inglés a visitar diez lugares que Kessler escogió previamente de entre los dossiers que había recibido. Detrás de su coche se puso en marcha otro coche con tres judiciales más.
Primero estuvieron en el barranco de Podestá. Kessler se bajó del coche, se acercó al barranco, sacó un mapa de la ciudad y realizó algunas anotaciones. Luego les pidió a los judiciales que lo llevaran al Fraccionamiento Buenavista. Cuando llegaron ni siquiera se bajó del coche. Extendió el mapa delante de él, realizó encima cuatro garabatos que a los judiciales les resultaron incomprensibles y luego pidió que lo llevaran al cerro Estrella.
Llegaron por el sur, a través de la colonia Maytorena, y cuando Kessler preguntó cómo se llamaba ese barrio y los judiciales se lo dijeron, insistió en detenerse y caminar un rato. El coche que los seguía se detuvo junto a ellos y el que conducía preguntó con un gesto a los del coche principal qué pasaba. El judicial que estaba en la calle, junto a Kessler, se encogió de hombros.
Al final todos se bajaron y se pusieron a caminar detrás del norteamericano, mientras la gente los miraba de refilón, algunos temiéndose lo peor, otros pensando que se trataba de una partida de narcos, aunque algunos reconocieron en el viejo que caminaba delante del grupo al gran detective del FBI. Al cabo de dos cuadras Kessler descubrió un merendero con las mesas al aire libre, debajo de un parrón y de unas lonas de rayas azules y blancas atadas a unos palos. El suelo era de madera apisonada y el local estaba vacío. Sentémonos un rato, le dijo a uno de los judiciales. Desde el patio se veía el cerro Estrella. Los judiciales juntaron dos mesas y se sentaron y procedieron a encender cigarrillos y no pudieron evitar sonreírse entre ellos, como si dijeran aquí estamos, señor, dispuestos para lo que usted mande.
Rostros jóvenes, pensó Kessler, enérgicos, rostros de chicos sanos, algunos morirán antes de llegar a viejos, antes de arrugarse por la edad o el miedo o las cavilaciones inútiles. Una mujer de mediana edad, con un mandil blanco, apareció por el fondo del merendero. Kessler dijo que quería un jugo de piña con hielo, similar al que había tomado por la mañana, pero los policías le aconsejaron que pidiera otra cosa, que el agua con que hacían los jugos, en aquel barrio, no era de fiar. Tardaron en encontrar la palabra inglesa «potable». ¿Qué van a tomar ustedes, amigos?, dijo Kessler. Bacanora, dijeron los policías, y le explicaron que se trataba de una bebida que sólo se destilaba en Sonora, con una especie de agave que únicamente crecía allí y en ningún otro lugar de México. Pues probemos el bacanora, dijo Kessler, mientras unos niños se asomaban al merendero y miraban al grupo de policías y luego echaban a correr. Cuando la mujer volvió llevaba una bandeja con cinco vasos y una botella de bacanora. Ella misma le sirvió y se quedó esperando la opinión de Kessler. Muy bueno, dijo el detective norteamericano mientras la sangre le subía a la cabeza. ¿Usted está aquí por las muertas, señor Kessler?, preguntó la mujer. ¿Cómo sabe mi nombre?, dijo Kessler. Lo vi ayer en la televisión. También he visto sus películas. Ah, mis películas, dijo Kessler. ¿Piensa acabar con las muertes?, dijo la mujer. Es difícil responder a eso, lo intentaré, eso es todo lo que le puedo prometer, dijo Kessler, y el judicial se lo tradujo a la mujer. Desde donde estaban, bajo las lonas de rayas azules y blancas, el cerro Estrella parecía una estructura de yeso. Las estrías negras debían de ser basura. Las estrías marrones, casas o casuchas que se aguantaban en precario y extraño equilibrio. Las estrías rojas, tal vez trozos de hierro picados por la intemperie. Bueno el bacanora, dijo Kessler cuando se levantó de la mesa y dejó caer un billete de diez dólares que los judiciales le devolvieron de inmediato. Aquí es usted nuestro invitado, señor Kessler. Aquí está usted en su casa, señor Kessler. Para nosotros es un honor estar con usted. Patrullar con usted. ¿Estamos patrullando?, preguntó Kessler con una sonrisa. La mujer los vio irse desde el fondo del merendero, a medias velada, como una estatua, por una cortina azul que separaba la cocina o lo que fuera de las mesas. ¿Quién ha subido esos hierros a lo alto del cerro?, pensó Kessler.
¿Y tú, Klaus, desde cuándo sabes todo esto? Desde hace mucho, dijo Haas. ¿Y por qué no lo dijiste antes? Porque tenía que verificar la información, dijo Haas. ¿Cómo puedes verificar nada estando en la cárcel?, dijo la periodista de El Independiente.
No volvamos a lo mismo, dijo Haas. Tengo mis contactos, tengo amigos, tengo gente que se entera de cosas. ¿Y, según tus contactos, dónde están ahora esos Uribe? Hace seis meses que desaparecieron, dijo Haas. ¿Desaparecieron de Santa Teresa?
Correcto, desaparecieron de Santa Teresa, aunque hay personas que dicen haberlos visto en Tucson, en Phoenix, hasta en Los Ángeles, dijo Haas. ¿Cómo podemos verificarlo nosotros? Muy sencillo, consigan los teléfonos de sus padres y pregunten por ellos, dijo Haas con una sonrisa de triunfo.
El doce de noviembre el judicial Juan de Dios Martínez escuchó por la frecuencia de la policía que se había encontrado el cuerpo de otra mujer asesinada en Santa Teresa. Aunque no le había sido asignado el caso se dirigió al lugar de los hechos, entre las calles Caribe y Bermudas, en la colonia Félix Gómez. La muerta se llamaba Angélica Ochoa y tal como le contaron los policías que acordonaban la calle, todo parecía más un ajuste de cuentas que un delito sexual. Poco antes de que se cometiera el crimen dos policías vieron a una pareja discutir acaloradamente en la acera, junto a la discoteca El Vaquero, pero no quisieron intervenir al pensar que se trataba de la clásica rencilla entre enamorados. Angélica Ochoa tenía un impacto de arma de fuego en la sien izquierda con orificio de salida por el oído derecho.
Una segunda bala en la mejilla, con salida en el lado derecho del cuello. Una tercera bala en la rodilla derecha. Una cuarta en el muslo izquierdo. Y una quinta y última bala en el muslo derecho. La secuencia de los disparos, pensó Juan de Dios, probablemente se inició por la quinta bala y terminó con la primera, el tiro de gracia en la sien izquierda. ¿En dónde se hallaban, en el momento de producirse los disparos, los policías que habían visto reñir a la pareja? Interrogados, no supieron dar una explicación coherente. Dijeron haber oído los balazos, dieron media vuelta, regresaron a la calle Caribe y allí ya sólo estaba Angélica tirada en el suelo y los curiosos que empezaban a asomarse por las puertas de los locales vecinos. Al día siguiente del suceso la policía declaró que el crimen era de índole pasional y que el probable homicida se llamaba Rubén Gómez Arancibia, un padrote de la zona conocido también por el alias de la Venada, no porque se pareciera a dicho animal sino porque a veces contaba que había venadeado a muchos hombres, que es como si dijéramos que había cazado a muchos hombres, a traición y con ventaja, como correspondía a un padrote de segunda o tercera fila. Angélica Ochoa era su mujer y según parece la Venada oyó que pretendía abandonarlo. Probablemente, pensó Juan de Dios sentado al volante de su coche, el coche detenido en una esquina oscura, el asesinato no había sido premeditado. Probablemente, al principio, la Venada sólo quiso hacer daño o atemorizar o advertir, de ahí el balazo al muslo derecho, luego, al ver el rostro de dolor o de sorpresa de Angélica, a la rabia se le añadió el sentido del humor, el abismo del humor, que se manifestó en un deseo de simetría, y entonces disparó sobre su muslo izquierdo. A partir de ese momento ya no pudo contenerse. Las puertas estaban abiertas. Juan de Dios apoyó la cabeza contra el volante y trató de llorar pero no pudo. Los intentos de la policía por encontrar a la Venada fueron vanos. Había desaparecido.
A los diecinueve años empecé a tener amantes. Mi leyenda sexual es conocida por todo México, pero las leyendas nunca son ciertas y menos que en ninguna otra parte en México. La primera vez que me acosté con un hombre fue por curiosidad.
Tal como lo oye. Ni por amor ni por admiración ni por miedo, que es por lo que suelen hacerlo el resto de las mujeres. Me hubiera podido acostar por lástima, porque en el fondo aquel chavo con el que cogí por primera vez me daba lástima, pero la mera verdad es que lo hice por curiosidad. Al cabo de dos meses lo dejé y me fui con otro, un pendejo que creía que iba a hacer la revolución. México es pródigo en pendejos de este tipo. Muchachos de una estupidez supina, arrogantes, que cuando se encuentran con una Esquivel Plata pierden el sentido, se la quieren coger de inmediato, como si el acto de poseer a una mujer como yo equivaliera a tomar el Palacio de Invierno.
¡El Palacio de Invierno! ¡Ellos, que no son capaces ni de cortar el césped de la Dacha de Verano! Bueno, a ése también lo dejé pronto, ahora es un periodista con cierta reputación que cada vez que se emborracha cuenta que él fue el primer amor de mi vida. Los amantes que vinieron después los tuve porque me gustaban en la cama o porque me aburría y ellos eran ocurrentes o divertidos o tan raros, tan infinitamente raros, que sólo a mí me hacían reír. Durante una época, como usted sin duda sabrá, fui un personaje con cierto interés en la izquierda universitaria. Hasta llegué a viajar a Cuba. Después me casé, tuve a mi hijo, mi marido, que también era de izquierda, se hizo del PRI. Yo empecé a trabajar en la prensa. Los domingos iba a mi casa, quiero decir a mi antigua casa, en donde se pudría lentamente mi familia, y me dedicaba a dar vueltas por los pasillos, por el jardín, a mirar los álbumes de fotos, a leer los diarios de antepasados desconocidos, que más que diarios parecían misales, a quedarme mucho rato quieta, sentada junto al pozo de piedra que hay en el patio, sumida en un silencio expectante, fumando un cigarrillo tras otro, sin leer, sin pensar, a veces incluso sin poder recordar nada. La verdad es que me aburría. Quería hacer cosas, pero no sabía concretamente qué cosas quería hacer. Meses después me divorcié. Mi matrimonio no llegó a los dos años. Por supuesto, mi familia intentó disuadirme, me amenazaron con dejarme en la calle, dijeron, y con toda la razón del mundo, por otra parte, que era la primera Esquivel que rompía con el sagrado sacramento del matrimonio, un tío sacerdote, un viejito de unos noventa años, don Ezequiel Plata, quiso platicar conmigo, mantener unas pláticas informales informativas, pero entonces, cuando ellos menos se lo esperaban, me salió el monstruo del mando o el monstruo del liderazgo, como se dice ahora, y los puse a cada uno y a todos en conjunto en su lugar correspondiente. En una palabra: bajo estos muros me convertí en lo que soy y en lo que seré hasta que me muera. Les dije que se había acabado el tiempo de las beaterías y del chingaqueditismo. Les dije que no iba a tolerar más maricones en la familia. Les dije que la fortuna y las propiedades de los Esquivel no hacían sino menguar año tras año y que a este paso mi hijo, por ejemplo, o mis nietos, si mi hijo salía a mí y no a ellos, no iban a tener dónde caerse muertos.
Les dije que no quería voces discordantes mientras yo hablara. Les dije que si alguien no estaba de acuerdo con mis palabras, que se fuera, la puerta era ancha y más ancho aún era México. Les dije que a partir de esa noche relampagueante (porque, en efecto, caían relámpagos por alguna parte de la ciudad, y desde las ventanas lo veíamos) se acababan las limosnas dispendiosas a la Iglesia, que nos aseguraba el Cielo, pero que en la tierra nos estaba sangrando desde hacía más de cien años. Les dije que no me volvería a casar, pero les advertí que de mí oirían cosas aún más horribles. Les dije que se estaban muriendo y que yo no quería que se murieran. Todos empalidecieron y se quedaron boquiabiertos, pero a nadie le dio un infarto. Los Esquivel, en el fondo, somos duros. Pocos días después, lo recuerdo como si fuera ayer, volví a ver a Kelly.
Aquel día Kessler estuvo en el cerro Estrella y se paseó por la colonia Estrella y la colonia Hidalgo y recorrió los alrededores de la carretera a Pueblo Azul y vio los ranchos vacíos como cajas de zapatos, construcciones sólidas, sin gracia, sin utilidad, que se alzaban en los recodos de los caminos que iban a desembocar en la carretera a Pueblo Azul, y luego quiso ver los barrios que lindaban con la frontera, la colonia México, justo al lado de El Adobe, que ya era Estados Unidos, los bares y restaurantes y los hoteles de la colonia México y su avenida principal permanentemente sometida a los atronadores ruidos de los camiones y los coches que se dirigían al cruce fronterizo, y luego hizo que su comitiva bajara hacia el sur por la avenida General Sepúlveda y la carretera a Cananea, en donde se desvió y entraron a la colonia La Vistosa, un lugar en el que casi nunca se aventuraba la policía, le dijo uno de los judiciales, el que conducía el coche, y el otro asintió con un gesto de pesar, como si la ausencia de policías en la colonia La Vistosa y en la colonia Kino y en la colonia Remedios Mayor fuera como una mancha vergonzosa que ellos, muchachos jóvenes y enérgicos, llevaran con pesar, ¿y por qué con pesar?, pues porque la impunidad les dolía, dijeron, ¿la impunidad de quiénes?, la de las bandas que controlaban la droga en esas colonias dejadas de la mano de Dios, algo que hizo pensar a Kessler, pues en principio, mirando por la ventana del coche el paisaje que se fragmentaba, resultaba difícil imaginarse a cualquiera de esos pobladores comprando droga, fácil consumiéndola, pero difícil, dificilísimo, comprándola, esculcándose los bolsillos hasta el fondo para reunir las monedas suficientes para comprarla, algo que sí era imaginable en los guetos negros e hispanos del norte, los cuales parecían barrios residenciales, sin embargo, en comparación con ese caos abandonado, pero los dos judiciales asintieron, sus quijadas fuertes y jóvenes, así es, aquí corre mucho la coca y toda la basura de la coca, y entonces Kessler volvió a mirar el paisaje fragmentado o en proceso de fragmentación constante, como un puzzle que se hacía y deshacía a cada segundo, y le dijo al que conducía que lo llevara al basurero El Chile, el mayor basurero clandestino de Santa Teresa, más grande que el basurero municipal, en donde iban a depositar las basuras no sólo los camiones de las maquiladoras sino también los camiones de la basura contratados por la alcaldía y los camiones y camionetas de basura de algunas empresas privadas que trabajaban con subcontratos o en zonas licitadas que no cubrían los servicios públicos, y el coche salió entonces de las callejas de tierra y pareció que retrocedía, que volvía a la colonia La Vistosa y la carretera, pero luego dio la vuelta y se metió por una calle más ancha, igual de desolada, en donde hasta los matorrales estaban cubiertos por una gruesa capa de polvo, como si por aquellos lugares hubiera caído una bomba atómica y nadie se hubiera dado cuenta, salvo los afectados, pensó Kessler, pero los afectados no cuentan porque han enloquecido o porque están muertos, aunque caminen y nos miren, ojos y miradas salidos directamente de una película del oeste, del lado de los indios o de los malos, por descontado, es decir miradas de locos, miradas de gente que vive en otra dimensión y cuyas miradas necesariamente ya no nos tocan, percibimos pero no nos tocan, no se adhieren a nuestra piel, nos traspasan, pensó Kessler mientras hacía el ademán de bajar la ventana. No, no la baje, dijo uno de los judiciales. ¿Por qué? El olor, huele a muerto.
No huele bien. Diez minutos después llegaron al basurero.
¿Y usted qué piensa de todo esto?, le preguntó uno de los periodistas a la abogada. La abogada agachó la cabeza y luego miró al periodista y después a Haas. Chuy Pimentel la fotografió:
parecía como si le faltara el aire y los pulmones le fueran a estallar en cualquier momento, aunque a diferencia de aquellos a quienes les falta el aire no estaba roja sino profundamente pálida.
Esto ha sido una idea del señor Haas, dijo, con la que yo no necesariamente me identifico. Luego habló del estado de indefensión del señor Haas, de los juicios que se postergaban, de las pruebas que se perdían, de los testigos coaccionados, del limbo en el que vivía su defendido. Cualquiera, en su lugar, perdería los nervios, susurró. La periodista de El Independiente la miró con sorna e interés. Usted mantiene una relación sentimental con Klaus, ¿verdad?, dijo. La periodista era joven, aún no había cumplido los treinta años y estaba acostumbrada a tratar con gente que hablaba de forma directa y a veces brutal.
La abogada tenía más de cuarenta y parecía cansada, como si llevara varios días sin dormir. No voy a contestar a esa pregunta, dijo. No viene al caso.
El dieciséis de noviembre se encontró el cadáver de otra mujer en los terrenos traseros de la maquiladora Kusai, en la colonia San Bartolomé. La víctima, según las primeras averiguaciones, tenía entre dieciocho y veintidós años y la causa de la muerte, según el informe forense, fue asfixia debida a estrangulamiento.
El cuerpo estaba totalmente desnudo y su ropa se hallaba a cinco metros de distancia, escondida entre los matorrales.
De todas formas, no se encontró toda la ropa sino sólo un pantalón tipo malla, de color negro, y unas bragas rojas.
Dos días después el cuerpo fue identificado por sus padres como el de Rosario Marquina, de diecinueve años, desaparecida el día doce de noviembre cuando fue a bailar al salón Montana, en la avenida Carranza, no lejos de la colonia Veracruz, donde vivían. Se da la casualidad de que tanto la víctima como sus padres trabajaban, precisamente, en la maquiladora Kusai.
Según los forenses, antes de morir la víctima fue violada numerosas veces.
Kelly reapareció como un regalo. La primera noche que nos vimos estuvimos despiertas hasta el amanecer contándonos nuestras vidas. La de ella, en síntesis, había sido un desastre.
Intentó ser actriz de teatro en Nueva York, actriz de cine en Los Ángeles, intentó ser modelo en París, fotógrafa en Londres, traductora en España. Quiso estudiar danza contemporánea, pero lo dejó el primer año. Quiso ser pintora y cuando expuso por primera vez se dio cuenta de que había cometido el peor error de su vida. No se había casado, no tenía hijos, no tenía familia (su madre acababa de morir después de una larga enfermedad), no tenía proyectos. Era el momento justo para volver a México.
En el DF no le costó nada encontrar trabajo. Tenía amigos y me tenía a mí, que era, no lo dude usted ni un segundo, su mejor amiga. Pero no fue necesario que recurriera a nadie (al menos a nadie de los que yo conocía) porque pronto empezó a trabajar en lo que podríamos llamar los circuitos del arte. Es decir, preparaba las inauguraciones, se ocupaba de diseñar y de imprimir los catálogos, se acostaba con los artistas, hablaba con los compradores, todo a cuenta de cuatro marchantes de arte que en aquellos tiempos eran los marchantes de arte del DF, los tipos fantasmales que estaban detrás de las galerías y de los pintores y que manejaban los hilos del asunto. Por entonces yo había abandonado mi militancia en la izquierda inútil, no se ofenda usted, y me acercaba cada vez más a ciertos sectores del PRI. Una vez mi ex marido me dijo: si sigues escribiendo lo que escribes te van a marginar o algo peor. Yo no me paré a pensar qué significado tenía la palabra peor, pero seguí escribiendo y haciendo artículos. El resultado fue que no sólo no me marginaron sino que recibí señales de que los de arriba estaban cada vez más interesados por mí. Fue una época increíble.
Éramos jóvenes, no teníamos demasiadas responsabilidades, éramos independientes y no nos faltaba el dinero. Fue por aquellos años cuando Kelly decidió que el nombre que más le iba era Kelly. Yo todavía le decía Luz María, pero las otras personas la llamaban Kelly, hasta que un día ella misma me lo dijo. Me dijo: Azucena, Luz María Rivera no me gusta, no me gusta cómo suena, prefiero Kelly, toda la gente me llama así, ¿lo harás tú también? Y yo le dije: no hay problema. Si quieres que te diga Kelly, lo haré. Y a partir de ese momento empecé a llamarla Kelly. Al principio me parecía chistoso. Una cursilada típicamente norteamericana. Pero luego me di cuenta de que el nombre le pegaba. Tal vez porque Kelly tenía un ligero aire a Grace Kelly. O porque Kelly es un nombre corto, dos sílabas, mientras que Luz María era más largo. O porque Luz María evocaba algo religioso y Kelly no evocaba nada o evocaba una foto. En alguna parte debo de tener algunas cartas suyas firmadas Kelly R. Parker. Creo que hasta los cheques los llegó a firmar así. Kelly Rivera Parker. Hay gente que cree que el nombre es el destino. Yo no creo que sea verdad. Pero si lo fuera, al elegir ese nombre, de alguna manera, Kelly dio el primer paso para entrar en la invisibilidad, para entrar en la pesadilla. ¿Usted cree que el nombre sea el destino? No, dijo Sergio, y más me vale que no lo crea. ¿Por qué?, suspiró sin curiosidad la diputada.
Tengo un nombre común y corriente, dijo Sergio mirando las gafas negras de su anfitriona. Durante un momento la diputada se llevó las manos a la cabeza, como si tuviera jaqueca.
¿Quiere que le diga una cosa? Todos los nombres son comunes y corrientes, todos son vulgares. Llamarse Kelly o llamarse Luz María en el fondo es lo mismo. Todos los nombres se desvanecen. Eso tendrían que enseñárselo a los niños desde la primaria. Pero nos da miedo hacerlo.
El basurero de El Chile no impresionó tanto a Kessler como las calles que pudo recorrer, siempre en el interior de un coche policial escoltado por otro coche policial, en las colonias donde solían producirse los levantones. La colonia Kino, La Vistosa, la Remedios Mayor y La Preciada en el suroeste de la ciudad, la colonia Las Flores, la colonia Plata, la Álamos, la Lomas del Toro en el oeste, cercanas a los parques industriales y afianzadas, como si se tratara de una doble columna vertebral, en las avenidas Rubén Darío y Carranza, y la colonia San Bartolomé, la Guadalupe Victoria, la Ciudad Nueva, la colonia Las Rositas en la parte noroeste de la ciudad.
Caminar por estas calles, a plena luz del día, dijo a la prensa, da miedo. Quiero decir: a un hombre como yo le da miedo. Los periodistas, ninguno de lo cuales vivía en aquellos barrios, asintieron. Los policías, por el contrario, sonrieron con disimulo. El tono de Kessler les pareció ingenuo. El tono de un gringo. Un gringo bueno, claro, porque los gringos malos tienen otro tono, hablan de otra manera. De noche, para una mujer, dijo Kessler, es un peligro. También: es una temeridad.
La mayoría de las calles, si exceptuamos las arterias mayores por donde pasan los autobuses, tiene una iluminación deficiente o carece totalmente de iluminación. En algunos barrios no entra la policía, le dijo al presidente municipal, el cual se removió en su asiento como si lo hubiera picado una víbora y puso cara de infinita tristeza y de infinita comprensión.
El procurador del estado de Sonora, el subprocurador, los judiciales, dijeron que el problema tal vez, quizá, eventualmente, cabía la posibilidad de que fuera, digo, es un decir, un problema de la policía municipal, la cual estaba a cargo de don Pedro Negrete, el hermano gemelo del rector de la universidad. Y Kessler preguntó quién era Pedro Negrete, si se lo habían presentado, y los dos judiciales jovencitos pero enérgicos que lo escoltaban a todas partes y cuyo inglés no era malo, le dijeron que no, que la verdad era que ellos no habían visto a don Pedro cerca del señor Kessler, y Kessler les pidió que se lo describieran, pues tal vez sí lo había visto, el primer día, en el aeropuerto, y los judiciales le hicieron una descripción somera del jefe de la policía, con no demasiadas ganas, un mal retrato robot, como si después de haber mencionado a Pedro Negrete se arrepintieran de haberlo hecho. Y el retrato robot no le dijo nada a Kessler. Permaneció mudo. Hecho de palabras huecas. Un tipo duro y auténtico, dijeron los judiciales jovencitos y enérgicos. Un antiguo miembro de la policía judicial. Debe ser igual que su hermano el rector, pensó Kessler. Pero los judiciales se rieron y lo invitaron a un último vasito de bacanora y le dijeron que no, que no se hiciera esa idea, pues, que don Pedro no se parecía nada, pero nada de nada, a don Pablo, que era el rector y que era un tipo alto, delgado, en los puros huesos, diríase, mientras que don Pedro se había quedado más bien chaparro, ancho de hombros pero chaparro, y entradito en carnes pues le gustaba la buena mesa y no le hacía ascos ni a la comida norteña ni a las hamburguesas americanas. Y entonces Kessler se preguntó a sí mismo si debía hablar con ese policía. Si debía ir a visitarlo. Y también se preguntó por qué razón el jefe de la policía local no había ido a visitarlo a él, que a fin de cuentas era el invitado.
Así que anotó su nombre en su libreta de notas. Pedro Negrete, antiguo judicial, jefe de la policía municipal de la ciudad, hombre respetado, no ha venido a saludarme. Y luego se dedicó a otros asuntos. Se dedicó a estudiar uno a uno los asesinatos de mujeres. Se dedicó a tomar vasitos de bacanora, joder qué buena que era. Se dedicó a preparar sus dos conferencias en la universidad. Y una tarde salió por la puerta trasera, como había hecho el día que llegó, y se fue en taxi al mercado de artesanías, que algunos llamaban mercado indio y otros mercado norteño, a comprarle un souvenir a su mujer.
E igual que la primera vez, sin que se diera cuenta, un coche de la policía sin distintivos lo siguió durante todo el trayecto.
Cuando los periodistas abandonaron el penal de Santa Teresa, la abogada recostó la cabeza sobre la mesa y se puso a sollozar muy bajito, con una discreción que contradecía su figura de mujer blanca. Las indias lloran así. Algunas mestizas. Pero no las blancas y menos aún las blancas que han cursado estudios universitarios. Cuando sintió que la mano de Haas se posaba sobre su hombro, no en una caricia sino en un gesto amistoso o tal vez ni siquiera amistoso sino testimonial, las pocas lágrimas que había dejado resbalar sobre la superficie de la mesa (una mesa que olía a desinfectante y, extrañamente, a cordita) se secaron y levantó la cabeza y observó el rostro pálido de su defendido, de su novio, de su amigo, un rostro envarado y al mismo tiempo relajado (¿cómo se podía estar relajado y envarado a la vez?), que la observaba con rigor científico, pero no desde aquella habitación presidiaria sino desde los vapores sulfurosos de otro planeta.
El veinticinco de noviembre se encontró el cadáver de María Elena Torres, de treintaidós años, en el interior de su vivienda ubicada en la calle Sucre de la colonia Rubén Dario. Dos días antes, el veintitrés de noviembre, una manifestación de mujeres recorrió las calles de Santa Teresa, concretamente de la universidad hasta la presidencia municipal, en protesta por los asesinatos de mujeres y la impunidad. La marcha fue convocada por el MSDP y a ella se sumaron diversas organizaciones no gubernamentales, así como el PRD y algunos grupos estudiantiles.
Según las autoridades no participaron más de cinco mil personas. Según los convocantes, fueron más de sesenta mil personas las que marcharon por las calles de Santa Teresa. María Elena Torres iba entre ellos. Dos días después la acuchillaron en su propia casa. Una de las heridas le atravesó el cuello, provocándole una hemorragia que a la postre le causó la muerte.
María Elena Torres vivía sola, pues no hacía mucho se había separado de su marido. No tenía hijos. Según los vecinos aquella semana había discutido con su esposo. Cuando la policía se presentó en la pensión donde vivía el esposo, éste ya se había dado a la fuga. El caso le fue encargado al judicial Luis Villaseñor, recién llegado de Hermosillo, quien tras una semana de interrogatorios llegó a la conclusión de que el asesino no era el esposo huido sino el novio de María Elena, un tal Augusto o Tito Escobar, con el cual la víctima se veía desde hacía un mes.
El tal Escobar vivía en la colonia La Vistosa y no tenía oficio conocido. Cuando lo fueron a buscar ya no estaba. Al igual que el esposo, se había dado a la fuga. En su casa encontraron a tres hombres. Tras ser sometidos a interrogatorio éstos declararon haber visto al tal Escobar regresar una noche a casa con la camisa manchada de sangre. El judicial Villaseñor confesó que nunca en su vida había tenido que interrogar a tres tipos que olieran peor. La mierda, dijo, era como una segunda piel. Los tres hombres trabajaban pepenando basura en el basurero clandestino de El Chile. En la casa donde vivían no sólo no había ducha sino que tampoco había agua corriente. ¿Cómo chingados, se preguntó el judicial Villaseñor, el tal Escobar había conseguido hacerse amante de María Elena? Al final del interrogatorio Villaseñor sacó a los tres detenidos al patio y les dio una paliza con un trozo de manguera. Luego los obligó a desnudarse, les arrojó un jabón y los duchó a manguerazo limpio durante quince minutos. Después, mientras vomitaba, pensó que ambos actos no carecían de cierta lógica. Como si uno propiciara el siguiente. La paliza con el trocito de manguera verde.
El agua que salía de la manguera negra. Pensar esto le reconfortó.
Con la descripción conjunta de los pepenadores se realizó un retrato robot del presunto asesino y se alertó a las policías de otras localidades. El caso, sin embargo, no prosperó. El ex esposo y el novio simplemente desaparecieron y nunca más se supo nada de ellos.
Por supuesto, un día se acabó el trabajo. Los marchantes o las galerías cambian. Los pintores mexicanos no. Ésos siempre son pintores mexicanos, como los mariachis, digamos, pero los marchantes un día emprenden el vuelo a las islas Caimán y las galerías se cierran o les bajan los sueldos a sus empleados. Algo así le tuvo que pasar a Kelly. Entonces se dedicó a organizar pases de moda. Los primeros meses le fue bien. La moda es como la pintura, pero más fácil. La ropa es más barata, nadie se hace muchas ilusiones al adquirir un vestido, en fin, al principio le fue bien, tenía experiencia y amistades, la gente confiaba si no en ella sí en su gusto, las pasarelas que organizó Kelly fueron un éxito. Pero era una mala gestora de sí misma y de sus ingresos y siempre, que yo recuerde, iba falta de dinero. A veces, su ritmo de vida conseguía sacarme de mis casillas y manteníamos unas peleas tremendas. En más de una ocasión le presenté a hombres solteros o más bien divorciados que hubieran estado dispuestos a casarse con ella y a financiar su ritmo de vida, pero Kelly en este punto era de una independencia irreprochable.
No le quiero decir con eso que fuera una santa. De santa no tenía nada. Sé de hombres (lo sé porque esos mismos hombres me lo contaron con lágrimas en los ojos) a los que les sacó cuanto pudo. Pero nunca bajo un amparo legal. Si le daban lo que ella pedía que fuera porque lo pedía ella, Kelly Rivera Parker, no porque se sintieran obligados con la esposa o con la madre (aunque a esas alturas de su vida Kelly ya tenía decidido que no iba a tener hijos) o con la amante oficial. Algo había en su naturaleza que rechazaba cualquier noción de compromiso sentimental, aunque ese vivir constantemente sin compromisos la pusiera en una situación delicada, situación que Kelly, por lo demás, jamás achacaba a su actitud sino a los giros imprevistos del destino. Vivía, como Oscar Wilde, por encima de sus posibilidades.
Lo más increíble de todo es que esto no agriaba jamás su carácter. Bueno, alguna vez sí, alguna vez la vi rabiosa, colérica, pero estos arrebatos se le pasaban al cabo de pocos minutos.
Otra de sus cualidades, a la que yo siempre correspondí, era su solidaridad con los amigos. Pensándolo bien, puede que no sea precisamente una cualidad. Pero ella era así, un amigo o una amiga era algo sagrado y ella siempre iba a estar del lado de sus amigos. Por ejemplo, cuando yo entré en el PRI hubo una ligera conmoción doméstica, por llamarlo de algún modo. Algunos periodistas que me conocían desde hacía años dejaron de hablarme. Otros, los peores, me siguieron hablando pero sobre todo se pusieron a hablar de mí a mis espaldas. Este país de machos, como usted bien sabe, siempre ha estado lleno de maricones. De lo contrario no se explica la historia de México.
Pero Kelly siempre estuvo a mi lado, nunca me pidió una explicación, nunca hizo un comentario al respecto. Los demás, ya sabe usted, dijeron que había entrado a medrar. Claro que entré a medrar. Sólo que hay formas y formas de medrar y yo ya me había cansado de predicar en el vacío. Quería poder, eso no se lo discutiré a nadie. Quería las manos libres para cambiar algunas cosas en este país. Eso tampoco lo niego. Quería mejorar la salud pública y la enseñanza pública y contribuir con mi granito de arena a preparar a México para la entrada en el siglo XXI. Si eso es medrar, quería medrar. Por supuesto, poco es lo que conseguí. Le metí más ilusión que cabeza, seguramente, y no tardé en darme cuenta de mi error. Uno cree que desde adentro puede mejorar algunas cosas. Primero tratas de mejorarlas desde afuera, luego crees que si estuvieras dentro las posibilidades reales de cambio serían mayores. Al menos uno cree que desde el interior va a tener más libertad de acción. Falso.
Hay cosas que no cambian ni desde afuera ni desde dentro.
Pero aquí viene la parte más divertida. La parte más increíble de la historia (y me da lo mismo que sea la historia de nuestro triste México o de nuestra triste Latinoamérica). Aquí viene la parte in-cre-í-ble. Cuando uno comete errores desde adentro, los errores pierden su significado. Los errores dejan de ser errores.
Los errores, los cabezazos en el muro, se convierten en virtudes políticas, en contingencias políticas, en presencia política, en puntos mediáticos a tu favor. Estar y errar es, a la hora de la verdad, que son todas las horas o al menos todas las horas a partir de las ocho pasado meridiano hasta las cinco ante meridiano, una actitud tan congruente como agazaparse y esperar.
No importa que no hagas nada, no importa que la riegues, lo importante es que estés. ¿Dónde? Pues ahí, donde hay que estar.
Así fue como yo dejé de ser conocida y me hice famosa. Era una mujer atractiva, no tenía pelos en la lengua, los dinosaurios del PRI se reían con mis exabruptos, los tiburones del PRI me consideraban uno de los suyos, el ala izquierda del partido celebraba de forma unánime mis salidas de tono. Yo no me daba cuenta ni de la mitad. La realidad es como un padrote drogado.
¿No lo cree usted así?
La primera conferencia de Albert Kessler en la Universidad de Santa Teresa fue un éxito de público que pocos recordaban.
Si se exceptuaban dos charlas dadas en el lugar hacía años, una por el candidato del PRI a la presidencia de la nación y otra por un presidente electo, nunca antes se había llenado el anfiteatro universitario, con capacidad para mil quinientas personas, de esa manera. Según las estimaciones más conservadoras, la gente que fue a oír a Kessler superó con creces las tres mil personas. Fue un acontecimiento social, pues todo aquel que era algo en Santa Teresa quería conocerlo, ser presentado a tan ilustre visitante o, por lo menos, verlo de cerca, y también un acontecimiento político, pues hasta los grupos más recalcitrantes de la oposición parecieron calmarse u optar por una actitud más discreta y menos vocinglera que la mostrada hasta entonces, e incluso las feministas y los grupos de familiares de mujeres y niñas desaparecidas resolvieron esperar el milagro científico, el milagro de la mente humana puesta en marcha por aquel Sherlock Holmes moderno.
La noticia con la declaración de Haas inculpando a los Uribe salió en los seis periódicos que enviaron a sus corresponsales al presidio de Santa Teresa. Cinco de ellos, antes de publicarla, la confrontaron con la policía, quien, al igual que los grandes periódicos de México, de forma expresa no le dio la más mínima credibilidad. También llamaron por teléfono a casa de los Uribe y hablaron con sus familiares, quienes les dijeron que Antonio y Daniel estaban de viaje o ya no vivían en México o habían trasladado sus residencias al DF en una de cuyas universidades estudiaban. La periodista de El Independiente de Phoenix, Mary-Sue Bravo, consiguió incluso la dirección del padre de Daniel Uribe y trató de entrevistarlo, pero todos los intentos acabaron de forma infructuosa. Joaquín Uribe siempre tenía algo que hacer o no se hallaba en Santa Teresa o acababa de salir. Durante los días que Mary-Sue Bravo permaneció en Santa Teresa se encontró por casualidad con el periodista de La Raza de Green Valley, que había sido el único periódico que cubrió la conferencia de Haas que no confrontó sus declaraciones con la opinión oficial de la policía, arriesgándose de esta manera a una demanda por parte de la familia Uribe y por parte de los organismos oficiales del estado de Sonora que llevaban el caso.
Mary-Sue Bravo lo vio a través de los ventanales de un restaurante económico de la colonia Madero en donde el periodista de La Raza estaba comiendo. No estaba solo, a su lado había un tipo fornido que Mary-Sue pensó que tenía pinta de policía.
Al principio la periodista de El Independiente de Phoenix no le dio mayor importancia al asunto y siguió caminando, pero a los pocos metros tuvo un presentimiento y se volvió. Encontró al periodista de La Raza solo, dando cuenta de unos chilaquiles.
Se saludaron y le preguntó si podía sentarse. El periodista de La Raza dijo que cómo no. May-Sue pidió una Coca-Cola light y durante un rato estuvieron hablando de Haas y de la huidiza familia Uribe. Después el periodista de La Raza pagó su cuenta y se marchó dejando a Mary-Sue sola en el restaurante lleno de tipos que, al igual que el periodista, tenían pinta de braceros y de espaldas mojadas.
El uno de diciembre se encontró el cadáver de una joven de entre dieciocho y veintidós años en el cauce de un arroyo seco, por los alrededores de Casas Negras. El hallazgo lo realizó Santiago Catalán, que se hallaba de cacería y que se extrañó de la conducta que en ese momento, al acercarse al arroyo, mostraron sus perros. De repente, según expresó el testigo, los perros se pusieron a temblar, como si hubieran olfateado un tigre o un oso. Pero como aquí no hay tigres ni osos, yo me imaginé que habían olfateado el fantasma de un tigre o un oso. Conozco a mis perros y sé que cuando se ponen a temblar y a gemir es por una causa justificada. Entonces me entró a mí la curiosidad, así que después de patear a los perros para que se comportaran como machos, me dirigí resueltamente al arroyo. Al meterse en el cauce seco, cuya profundidad no excedía los cincuenta centímetros, Santiago Catalán no vio ni olió nada y hasta los perros parecieron tranquilizarse. Pero al llegar al primer recodo oyó un ruido y los perros volvieron a ladrar y a temblar.
Una nube de moscas envolvía el cadáver. Santiago Catalán quedó tan impresionado que soltó a los perros y disparó un perdigonazo al aire. Las moscas se retiraron por un momento y pudo darse cuenta de que el cuerpo era el de una mujer. Recordó, asimismo, que por aquella zona ya se habían encontrado cuerpos de mujeres jóvenes asesinadas. Por unos segundos tuvo miedo de que los asesinos siguieran en el lugar y lamentó haber disparado. Después, extremando las precauciones, salió del cauce seco y contempló el panorama a su alrededor. Sólo choyas y biznagas y a lo lejos algún sahuaro y toda la gama del color amarillo que se superponía por placas. Al volver a su rancho, llamado El Jugador y situado en las afueras de Casas Negras, llamó por teléfono a la policía y les indicó el lugar exacto de su hallazgo. Luego se lavó la cara pensando en la muerta y se cambió de camisa y antes de volver a salir le ordenó a uno de sus empleados que lo acompañara. Cuando la policía llegó al cauce seco, Catalán portaba aún la escopeta y el cinto con las municiones. El cadáver estaba boca arriba y sólo tenía puesta la pantalonera en una pierna, a la altura del tobillo. Se observaron cuatro heridas de arma blanca en el abdomen y tres en el pecho, así como una lesión en el cuello. Era de tez morena, pelo negro teñido, largo hasta los hombros. A pocos metros se encontró el calzado: tenis Converse de color negro con agujetas blancas. El resto de la ropa había desaparecido. La policía rastreó el cauce en busca de pistas, pero no hallaron o no supieron hallar nada. Cuatro meses después, de pura casualidad, se logró identificarla. Se trataba de Úrsula González Rojo, de veinte o veintiún años, sin familia, y aposentada, en los últimos tres años, en la ciudad de Zacatecas. Hacía tres días que había llegado a Santa Teresa cuando fue secuestrada y luego asesinada.
Esto último lo relató una amiga de Zacatecas, a quien Úrsula llamó por teléfono. Se la notaba dichosa, dijo, porque iba a encontrar trabajo en una maquiladora. La identificación fue posible gracias a las Converse y a una pequeña cicatriz en la espalda con forma de rayo.
La realidad es como un padrote drogado en medio de una tormenta de truenos y relámpagos, dijo la diputada. Después se quedó callada un rato, como si se dispusiera a escuchar los truenos lejanos. Y después cogió su vaso de tequila, que volvía a estar lleno, y dijo: yo cada día tenía más trabajo, ésa es la pura verdad. Cada día ocupada con cenas, viajes, reuniones, planificaciones que no llevaban a ninguna parte, salvo a conseguir mi cansancio infinito, cada día con entrevistas, cada día con desmentidos, apariciones en la televisión, amantes, tipos a los que me cogía no sé por qué, por mantener la leyenda, tal vez, o tal vez porque me gustaban, o tal vez porque me convenía cogérmelos, una sola vez, eso sí, que probaran pero que no se acostumbraran, o tal vez simplemente porque me gusta coger cuando y donde se me da la real gana, y no tenía tiempo para nada, mis negocios en manos de mis abogados, el patrimonio Esquivel Plata, que ya no menguaba, no quiero mentirle, sino que crecía, en manos de mis abogados, mi hijo en manos de sus profesores, y yo cada vez con más trabajo:
problemas hidrográficos en el estado de Michoacán, carreteras en Querétaro, entrevistas, monumentos ecuestres, alcantarillado público, toda la mierda de un barrio pasando por mis manos.
Por esa época, supongo, descuidé un poco a mis amigos.
Kelly era la única a la que veía. Apenas tenía tiempo me iba para su casa, un departamento en la colonia Condesa, y tratábamos de hablar. Pero la verdad es que yo llegaba tan cansada que la comunicación era un problema. Ella me contaba cosas, eso lo recuerdo con claridad, me contaba cosas de su vida, en más de una ocasión me explicó algo y luego me pidió dinero y yo lo que hice fue sacar mi chequera y firmarle un cheque por la cantidad que ella necesitaba. Otras veces me quedaba dormida en plena conversación. Otras veces salíamos juntas a cenar y nos reíamos, pero casi siempre yo tenía la cabeza en otro sitio, le daba vueltas a un problema aún no resuelto, me costaba seguir el hilo de la plática. Kelly eso nunca me lo reprochó. Cada vez que aparecía por televisión, por ejemplo, al día siguiente me enviaba un ramo de rosas y una nota diciéndome lo bien que había estado y lo orgullosa que se sentía de mí. Nunca dejó de mandarme un regalo el día de mi cumpleaños. En fin, detalles de ésos. Por supuesto, con el tiempo me di cuenta de algunas cosas. Los desfiles de moda que organizaba Kelly se iban espaciando cada vez más. La agencia de modas que tenía dejó de ser lo que era, un sitio elegante y dinámico, y se convirtió en una oficina más bien oscura y casi siempre cerrada.
Una vez acompañé a Kelly a su agencia y el abandono en que estaba me impresionó. Le pregunté qué pasaba. Me miró sonriendo, con una de sus típicas sonrisas despreocupadas, y dijo que las mejores modelos mexicanas preferían firmar con agencias norteamericanas o europeas. Allí estaba el dinero. Quise saber qué pasaba con su negocio. Entonces Kelly abrió los brazos y dijo aquí está. Abarcaba la oscuridad, el polvo, las cortinas bajadas. Tuve un estremecimiento premonitorio. Tuvo que ser premonitorio. Yo no soy una mujer que se estremezca con cualquier cosa. Me senté en un sillón y traté de razonar. El alquiler de aquellas oficinas era alto y a mí me pareció que no valía la pena seguir pagando tanto por algo que se moría. Kelly me dijo que de vez en cuando organizaba pases de moda y nombró lugares que me parecieron pintorescos, lugares inusitados o impensables para desfiles de alta costura, aunque supongo que de alta costura no había nada de nada, y luego dijo que con lo que ganaba ya le salía a cuenta mantener abierta la oficina. También me explicó que ahora se dedicaba a organizar fiestas, no en el DF sino en capitales de provincia. ¿Y eso qué es?, le dije. Es algo muy sencillo, dijo Kelly, supón por un momento que tú eres una tipa rica de Aguascalientes. Vas a dar una fiesta. Supón que quieres que esa fiesta sea una gran fiesta.
Es decir, una fiesta que impresione a tus amistades. ¿Qué es lo que hace que una fiesta sea memorable? Pues el buffet que se sirve, los camareros, la orquesta, en fin, muchas cosas, pero sobre todo hay una que marca la diferencia. ¿Sabes cuál es? Los invitados, dije yo. Exacto, los invitados. Si tú eres una tipa de Aguascalientes y tienes mucho dinero y ganas de hacer una fiesta memorable, pues te pones en contacto conmigo. Yo lo superviso todo. Como si fuera un pase de modelos. Me ocupo de la comida, de los empleados, de la decoración, de la música, pero sobre todo, y dependiendo del dinero de que disponga, me ocupo de los invitados. Si quieres que vaya el galán de tu telenovela favorita, tienes que hablar conmigo. Si quieres que vaya un presentador de televisión, tienes que hablar conmigo.
Digamos que yo me encargo de los invitados famosos. Todo depende del dinero. Llevar a un presentador famoso a Aguascalientes tal vez no sea posible. Pero si la fiesta es en Cuernavaca, tal vez yo consiga hacerlo aparecer por ahí. No digo que sea fácil ni tampoco que sea barato, pero puedo intentarlo. Llevar a un galán de telenovela a Aguascalientes sí que es posible, aunque tampoco te sale barato. Si el galán no está en su mejor momento, por ejemplo, si no ha trabajado en el último año y medio, la posibilidad de que aparezca por tu fiesta es mayor.
Y el precio no es excesivo. ¿Cuál es mi trabajo? Pues convencerlos de que vayan. Primero los llamo por teléfono, voy a tomar un café con ellos, los sondeo. Luego les hablo de la fiesta. Les digo que si se dejan ver por allí hay un dinero para ellos. Llegados a este punto, generalmente entramos en un regateo. Yo oferto poco. Ellos piden más. Acercamos posiciones lentamente. Les aclaro el nombre de sus anfitriones. Les digo que es gente importante, gente de provincia, pero gente importante. Les hago repetir el nombre de la mujer y del marido varias veces. Me preguntan si yo estaré allí. Claro que estaré allí. Supervisándolo todo. Me preguntan por los hoteles de Aguascalientes, de Tampico, de Irapuato. Buenos hoteles. Además, todas las casas adonde vamos tienen un montón de habitaciones para invitados.
Al final llegamos a un acuerdo. El día de la fiesta aparezco yo y dos o tres o cuatro invitados famosos y la fiesta es un éxito.
¿Y eso te da suficiente dinero? Más que suficiente, dijo Kelly, aunque el único problema es que hay temporadas secas, nadie quiere oír hablar de fiestas a lo grande, y como yo no sé ahorrar, entonces paso apuros. Después nos fuimos, no sé adónde, a una fiesta, puede ser, o al cine o a cenar con unos amigos, y no volvimos a hablar del asunto. De todas maneras, nunca oí una queja por su parte. Supongo que en ocasiones le iba bien y en ocasiones mal. Una noche, sin embargo, me llamó por teléfono y me dijo que tenía un problema. Pensé que se trataba de dinero y le dije que podía contar conmigo. Pero no era dinero. Estoy metida en un problema, dijo. ¿Debes dinero?, le pregunté. No, no se trata de eso, dijo ella. Yo estaba en la cama, medio dormida, y me pareció que el timbre de su voz era otro, era la voz de Kelly, claro, pero su voz sonaba rara, como si estuviera sola, pensé, en su oficina de modelos, con las luces apagadas, sentada en un sillón sin saber qué decir o sin saber por dónde empezar. Creo que estoy metida en un lío, dijo. Si es un lío con la policía, le dije, dime dónde estás y te voy a buscar de inmediato. Me dijo que no se trataba de esa clase de líos. Por Dios, Kelly, habla claro o déjame dormir, le dije. Durante unos segundos me pareció que había colgado o que había dejado el teléfono sobre el sillón y se había marchado.
Luego oí su voz, como la voz de una niña, que decía no sé, no sé, no sé, varias veces, y además con la certeza de que ese no sé no me lo decía a mí sino a ella misma. Le pregunté entonces si estaba borracha o drogada. Al principio no me respondió, como si no me hubiera escuchado, luego se rió, no estaba ni borracha ni drogada, me aseguró, tal vez había bebido un par de whiskys con soda, pero nada más. Después se disculpó por la llamada intempestiva. Iba a colgar. Espera, dije yo, a ti algo te pasa, a mí no me engañas. Volvió a reírse. No me pasa nada, dijo. Perdóname, con los años nos volvemos más histéricas, dijo, buenas noches. Espera, no cuelgues, no cuelgues, dije yo. Algo pasa, no me mientas. Nunca lo he hecho, dijo ella.
Hubo un silencio. Sólo cuando éramos niñas, dijo Kelly. ¿Ah, sí? Cuando niña yo mentía a todo el mundo, no siempre, claro, pero mentía. Ahora ya no lo hago más.
Una semana más tarde, mientras hojeaba distraídamente La Raza de Green Valley, Mary-Sue Bravo se enteró de que el periodista que había cubierto la famosa y a la postre decepcionante declaración de Haas había desaparecido. Así lo decía su propio periódico, que era, por lo demás, el único que se hacía eco de la noticia, una noticia vaga y local, tan local que a los únicos que parecía interesarles era a los que gestionaban La Raza. Según la noticia, Josué Hernández Mercado, ése era su nombre, había desaparecido hacía cinco días. Era el encargado de escribir sobre los asesinatos de mujeres en Santa Teresa. Tenía treintaidós años. Vivía solo, en Sonoita, en una casa modesta.
Había nacido en Ciudad de México, pero desde los quince años vivía en los Estados Unidos, en donde se había naturalizado ciudadano norteamericano. Tenía dos libros de poesía publicados, ambos en español, en una pequeña editorial de Hermosillo, probablemente pagados por él mismo, y dos obras de teatro, escritas en chicano o spanglish y publicadas en una revista tejana, La Windowa, en cuyo revuelto seno se cobijaba un grupo impredecible de escritores que escribían en esta neolengua.
Como periodista de La Raza había publicado una larga serie de trabajos sobre los braceros de la zona, un oficio que conocía por sus padres y que él mismo había ejercido. Su formación era autodidacta y heroica, terminaba diciendo la noticia, que más que noticia, pensó Mary-Sue, parecía una necrológica.
El tres de diciembre se encuentra el cuerpo de otra mujer tirada en un descampado de la colonia Maytorena, cerca de la carretera a Pueblo Azul. Aparece vestida y sin señales de violencia externa. Posteriormente es identificada como Juana Marín Lozada. Según el forense la causa de la muerte ha sido fractura de vértebras cervicales. O lo que es lo mismo: que alguien le había roto el cuello. Se encarga del caso el judicial Luis Villaseñor, quien como primera medida interroga al marido y luego lo detiene como presunto homicida. Juana Marín vivía en la colonia Centeno, en un barrio de clase media, y trabajaba en una tienda especializada en computadoras. Según el informe de Villaseñor, probablemente la mataron en alguna vivienda, sin excluir su propio domicilio, y luego la arrojaron al descampado de la colonia Maytorena. Se desconoce si fue violada, aunque tras el frotis vaginal se encontraron señales de que había mantenido relaciones sexuales en las últimas veinticuatro horas.
Según el informe de Villaseñor, Juana Marín supuestamente mantenía relaciones extramaritales con un profesor de computación de una academia cercana a la tienda donde trabajaba.
Otra versión decía que el amante era alguien que trabajaba en el canal de televisión de la Universidad de Santa Teresa. El marido estuvo dos semanas detenido y luego salió en libertad por falta de pruebas. El caso quedó sin resolver.
Tres meses después Kelly desapareció en Santa Teresa, Sonora.
Desde la llamada telefónica yo no la había vuelto a ver.
Me llamó su socia, una mujer joven y fea que la adoraba, quien tras muchos esfuerzos logró ponerse en contacto conmigo. Me dijo que Kelly tenía que haber regresado de Santa Teresa hacía dos semanas y que no lo había hecho. Le pregunté si había intentado ponerse en contacto telefónico con ella. Me dijo que su celular estaba muerto. Llama y llama y llama y nadie contesta, dijo. Yo veía a Kelly capaz de embarcarse en una relación sentimental y desaparecer durante unos días, de hecho alguna vez ya lo había hecho, pero no la veía capaz de no hacerle una llamada a su socia, aunque sólo fuera para indicarle cómo llevar el negocio durante el período en que ella pensaba estar ausente.
Le pregunté si se había puesto en contacto con la gente para la que trabajaba en Santa Teresa. Me contestó afirmativamente.
Según el tipo que la contrató, Kelly se marchó al aeropuerto un día después de la fiesta, a tomar el vuelo Santa Teresa-Hermosillo, desde donde pensaba tomar otro avión rumbo al DF. ¿Esto cuándo sucedió?, le pregunté. Hace dos semanas, dijo ella. La imaginé llorosa, pegada al aparato, bien vestida pero sin gracia, con el maquillaje corrido, y luego pensé que era la primera vez que me llamaba por teléfono, que era la primera vez que hablábamos de esta manera y me preocupé. ¿Has llamado a los hospitales de Santa Teresa o a la policía?, le pregunté. Dijo que sí y que nadie sabía nada. Salió del rancho rumbo al aeropuerto y desapareció, simplemente se esfumó en el aire, dijo con voz chillona. ¿Del rancho? La fiesta era en un rancho, dijo ella. O sea que la tuvieron que acompañar, que alguien la fue a dejar al aeropuerto. No, dijo ella. Kelly había alquilado un coche. ¿Y el coche dónde está? Lo encontraron en el aparcadero del aeropuerto, dijo ella. O sea que llegó al aeropuerto, dije yo. Pero no se subió a su avión, dijo ella. Le pregunté el nombre de la gente que la había contratado. Dijo que la familia Salazar Crespo y me dio un número de teléfono. Veré qué puedo averiguar, le dije. En realidad, yo creía que Kelly no tardaría en reaparecer.
Probablemente estuviera metida en una aventura sentimental, por cómo se estaba desarrollando el asunto con casi total seguridad con un hombre casado. La imaginé en Los Ángeles o San Francisco, dos ciudades perfectas para unos amantes que quieren pasárselo bien sin llamar la atención. Así que procuré tomarme las cosas con calma y esperar. Al cabo de una semana, sin embargo, volvió a llamarme su socia y me dijo que seguía sin saber nada de mi amiga. Me habló de uno o dos contratos perdidos, de que no sabía qué hacer, en una palabra lo que quería decirme era que se sentía sola. La imaginé más desarreglada que nunca y dando vueltas por aquella oficina oscura y sentí un estremecimiento. Le pregunté qué noticias tenía de Santa Teresa. Había hablado con la policía, pero la policía no sabía nada o no quería decirle nada. Simplemente se ha esfumado, dijo. Esa tarde, desde mi oficina, llamé a un amigo de confianza, que durante un tiempo trabajó para mí, y le expuse el caso. Me dijo que lo mejor era hablar personalmente y nos citamos en El Rostro Pálido, una cafetería de moda, ya no sé si existe o si todavía existe o si ya cerró, las modas en México, usted ya sabe, se esfuman o se esconden como las personas y nadie las echa de menos. Le expliqué a mi amigo lo de Kelly. Me hizo algunas preguntas. Anotó el nombre de Salazar Crespo en una libreta y me dijo que esa noche me llamaría por teléfono.
Cuando nos despedimos y yo me subí a mi coche pensé que otra persona estaría ya o empezaría a estar atemorizada, pero yo lo único que sentía, cada vez más, era coraje, una rabia inmensa, toda la rabia que los Esquivel Plata habían atesorado desde hacía décadas o siglos, y que se instalaba de golpe en mi sistema nervioso, y también pensé, con rabia y con arrepentimiento, que ese coraje o esa rabia tenía que haberse instalado antes y no propulsada, no sé si ésa es la palabra, no propiciada por una amistad particular, aunque esa amistad particular sin duda rebalsaba el concepto mismo de amistad particular, sino por tantas otras cosas que yo había visto desde que tenía uso de razón, pero ni modo, ni modo, ni modo, así es la pinche vida, me dije llorando y haciendo rechinar los dientes. Esa noche, a eso de las once, mi amigo me llamó y lo primero que me dijo fue si el teléfono era seguro. Mala señal, malas noticias, pensé en el acto. Mi actitud, de todas maneras, volvía a ser fría como el hielo. Le dije que el teléfono era completamente seguro. Mi amigo me dijo entonces que el nombre que yo le había proporcionado (se cuidó de pronunciarlo) pertenecía a un banquero que, según sus informes, lavaba dinero para el cártel de Santa Teresa, que es como decir el cártel de Sonora. Bien, dije. Luego dijo que dicho banquero, en efecto, poseía no sólo un rancho en las afueras de la ciudad, sino varios ranchos, pero que según sus informes en ninguno de éstos se había celebrado una fiesta durante los días en que mi amiga estuvo por allí. Es decir, no se celebró ninguna fiesta pública, dijo, con fotógrafos de sociedad y esas cosas. ¿Me entiendes? Sí, dije. Luego dijo que el referido banquero, hasta donde él sabía y sus informantes le confirmaban, tenía buenas relaciones con el partido. ¿Qué tan buenas?, le pregunté. De agasajo, susurró. ¿Hasta qué punto?, insistí.
Profundas, muy profundas, dijo mi amigo. Luego nos dimos las buenas noches y yo me quedé pensando. Profundas quería decir lejanas en el tiempo, según el lenguaje cifrado que utilizábamos, lejanas en el tiempo, lejanísimas, es decir de millones de años atrás, es decir con los dinosaurios. ¿Quiénes eran los dinosaurios del PRI?, pensé. Varios nombres se me vinieron a la cabeza. Dos de ellos, recordé, eran del norte o tenían negocios allí. A ninguno de los dos lo conocía personalmente. Durante un rato estuve pensando en un amigo común. Pero no quería meter en ningún lío a ningún amigo. La noche, la recuerdo como si hubiera sucedido hace dos días y no hace años, era cerrada, sin estrellas, sin luna, y la casa, esta casa, estaba silenciosa y no se oía ni siquiera a los pájaros nocturnos que viven en el jardín, aunque yo sabía que mi guardaespaldas estaba por allí cerca, despierto, tal vez jugando al dominó con mi chofer, y que si tocaba un timbre no tardaría en aparecer una de mis sirvientas. Al día siguiente, a primera hora, después de pasar la noche sin dormir, tomé un avión a Hermosillo y luego un avión a Santa Teresa. Cuando le anunciaron al presidente municipal, al licenciado José Refugio de las Heras, que la diputada Esquivel Plata lo estaba esperando, dejó en suspenso todos los asuntos que tenía entre manos y no tardó en aparecer. Probablemente alguna vez nos habíamos visto. En cualquier caso yo no lo recordaba. Cuando lo vi, sonriente y obsequioso como un perrito, tuve ganas de abofetearlo pero me aguanté. Uno de esos perros que se mantienen erectos apoyados en las patas traseras, no sé si me explico. Perfectamente, dijo Sergio. Luego me preguntó si había desayunado. Le dije que no. Mandó a traer un desayuno sonorense, un típico desayuno de la frontera, y mientras esperábamos dos funcionarios vestidos de meseros se encargaron de preparar una mesa junto a la ventana de su oficina. Desde allí se veía la plaza vieja de Santa Teresa y la gente que iba de un lado a otro por motivos de trabajo o por matar el tiempo. Me pareció un lugar horroroso, pese a la luz, que parecía dorada, de un dorado ligerísimo por la mañana y de un dorado intenso y espeso por la tarde, como si el aire, en el crepúsculo, marchara grávido de polvo del desierto. Antes de empezar a comer le dije que estaba allí por Kelly Rivera. Le dije que había desaparecido y que quería que la encontraran. El alcalde llamó a su secretario, que se puso a tomar notas. ¿Cómo se llama su amiga, diputada? Kelly Rivera Parker. Y más preguntas:
el día que desapareció, el motivo de su estancia en Santa Teresa, edad, profesión, y el secretario apuntaba todo lo que yo iba diciendo, y cuando acabé de contestar sus preguntas el presidente municipal le ordenó que se fuera corriendo a buscar al jefazo de los judiciales, un tal Ortiz Rebolledo, y que lo trajera de inmediato a la municipalidad. No le dije nada de Salazar Crespo. Quería ver qué pasaba. El licenciado y yo nos pusimos a comer huevos a la ranchera.
Mary-Sue Bravo pidió a su jefe de redacción que la dejara investigar la desaparición del periodista de La Raza. El jefe de redacción respondió que probablemente Hernández Mercado se había vuelto loco del todo y que era posible que ahora estuviera vagando por el parque estatal de Tubac o por el parque estatal de Patagonia Lake, comiendo bayas y hablando solo. No hay bayas en esos parques, le dijo Mary-Sue. Pues entonces babeando y hablando solo, respondió el jefe de redacción, pero al final le encargó cubrir la noticia. Primero estuvo en Green Valley, en el local de La Raza, y habló con el director del periódico, otro tipo con pinta de bracero, y con el periodista que había escrito sobre la desaparición de Hernández Mercado, un muchacho de dieciocho años, tal vez diecisiete, que se tomaba muy en serio el trabajo de periodista. Luego fue a Sonoita en compañía del muchacho, y estuvo en la casa de Hernández Mercado, el muchacho le franqueó la entrada con una llave que dijo se guardaba en la redacción de La Raza, aunque a Mary-Sue le pareció una ganzúa, y en la oficina del sheriff. Éste le dijo que probablemente Hernández Mercado se encontraba ahora en California. Mary-Sue quiso saber por qué creía eso. El sheriff le dijo que el periodista tenía numerosas deudas (por ejemplo, debía seis meses del alquiler y el dueño de la casa pensaba echarlo) y que lo que ganaba trabajando en el periódico apenas le alcanzaba para comer. El muchacho refrendó, a su pesar, las palabras del sheriff: en La Raza pagaban poco porque era un periódico del pueblo, dijo. El sheriff se rió. Mary-Sue quiso saber si Hernández tenía coche. El sheriff dijo que no, que Hernández, cuando tenía que salir de Sonoita, se desplazaba en autobús. El sheriff era un tipo agradable y la acompañó hasta el apeadero de autobuses y estuvieron preguntando por Hernández, pero la información obtenida fue caótica e inservible.
El día de su desaparición, según el viejo que vendía los billetes y el chofer y las pocas personas que viajaban a diario, Hernández lo mismo hubiera podido abordar el autobús como podía no haberlo abordado. Antes de abandonar Sonoita Mary-Sue quiso ver una vez más la casa del periodista. Todo estaba en su sitio, no se veían huellas de violencia, el polvo se acumulaba en los escasos muebles. Mary-Sue le preguntó al sheriff si había encendido el computador de Hernández. El sheriff le contestó que no. Mary-Sue lo encendió y se puso a revisar, más bien al azar, los archivos del periodista y poeta de La Raza de Green Valley. No encontró nada interesante. Una novela iniciada, aparentemente de misterio, escrita en spanglish. Artículos publicados. Semblanzas de la vida diaria de los braceros y de los peones de los ranchos del sur de Arizona. Los artículos sobre Haas, casi todos de carácter sensacionalista. Y poca cosa más.
El diez de diciembre unos empleados del rancho La Perdición informaron a la policía del hallazgo de una osamenta en los terrenos situados en las lindes del rancho, a la altura del kilómetro veinticinco de la carretera a Casas Negras. Al principio creyeron que se trataba de un animal, pero al encontrar la calavera se dieron cuenta de su error. Según el informe forense se trataba de una mujer, y las causas de la muerte, debido al tiempo transcurrido, quedaron sin determinar. A unos tres metros del cuerpo se encontró un pantalón tipo malla y unos tenis.
En total estuve dos noches en Santa Teresa, durmiendo en el Hotel México, y aunque todo el mundo se mostraba dispuesto a consentirme hasta el más mínimo capricho, en realidad no avanzamos nada. El tal Ortiz Rebolledo parecía un coprero. El licenciado José Refugio de las Heras parecía del otro bando.
El subprocurador parecía muy viernes casi llegando a sábado.
Todos incurrieron en mentiras e incongruencias. Por lo pronto, me aseguraron que nadie había denunciado la desaparición de Kelly, cuando fehacientemente yo sabía que su socia lo había hecho. El nombre de Salazar Crespo no salió a relucir ni una sola vez. Nadie me habló de las desapariciones de mujeres, que ya eran de dominio público, ni mucho menos relacionó a Kelly con estos lamentables casos. La noche antes de marcharme llamé a los tres periódicos locales y anuncié que iba a dar una conferencia de prensa en mi hotel. Allí conté el caso de Kelly, que luego salió reproducido en la prensa nacional, y dije que como política y feminista, además de como amiga, no iba a cejar en mi empeño de llegar hasta el descubrimiento de la verdad.
Para mis adentros pensaba: no saben con quién se han metido, bola de cobardes, se van a mear en los pantalones.
Aquella noche, después de dar mi rueda de prensa, me encerré en la habitación del hotel y me dediqué a hacer llamadas. Hablé con dos diputados del PRI, amigos de confianza, que me dijeron que contaba con su apoyo para lo que fuera. Ciertamente no esperaba menos. Luego llamé a la socia de Kelly y le dije que estaba en Santa Teresa. La pobre muchacha, tan fea, tan rematadamente fea, se puso a llorar y, no sé por qué, me dio las gracias. Después llamé a mi casa y pregunté si alguien me había telefoneado durante esos días. Rosita me leyó el parte de las llamadas. Nada fuera de lo corriente. Todo estaba igual que siempre. Intenté dormir, pero no pude. Durante un rato estuve mirando por la ventana los edificios oscuros de la ciudad, los jardines, las avenidas por las que apenas transitaba de vez en cuando un coche último modelo. Di vueltas por la habitación.
Me fije en que había dos espejos. Uno en un extremo y el otro junto a la puerta y que no se reflejaban. Pero si una adoptaba una determinada postura, entonces sí que un espejo aparecía en el azogue del otro. La que no aparecía era yo. Qué curioso, me dije, y durante un rato, mientras me ganaba el sueño, estuve haciendo comprobaciones y ensayando posturas. Así me dieron las cinco de la mañana. A más estudiaba los espejos, más inquieta me sentía. Comprendí que a esa hora era ridículo acostarse.
Me di una ducha, me cambié de ropa, preparé la maleta. Cuando dieron las seis bajé a desayunar al restaurante, que a esa hora aún estaba cerrado. Uno de los empleados del hotel, sin embargo, se metió en las cocinas y me preparó mi naranjada y mi ración de café cargado. Traté de comer, pero no pude. A las siete un taxi me llevó al aeropuerto. Al pasar por algunos barrios de la ciudad pensé en Kelly, en lo que Kelly había pensado al contemplar lo mismo que yo contemplaba ahora, y entonces supe que volvería. Lo primero que hice al volver al DF fue ir a ver a un amigo que había trabajado en la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal y pedirle que me recomendara a un buen detective, un hombre fuera de toda sospecha, un tipo que tuviera lo que hay que tener. Mi amigo me preguntó cuál era el problema. Se lo conté. Me recomendó a Luis Miguel Loya, que había trabajado en la Procuraduría General de la República.
¿Por qué no sigue allí?, le pregunté. Porque gana más en la empresa privada, dijo mi amigo. Yo me quedé pensando que mi amigo no me había contado todo lo que tenía que contarme, ¿porque desde cuándo la empresa privada y la empresa pública son incompatibles en México? Pero me limité a darle las gracias y le hice una visita al tal Loya. Éste, por supuesto, había sido avisado por mi amigo y me esperaba. Loya era un tipo extraño.
Más bien chaparro, pero con pinta de boxeador, sin un gramo de grasa, aunque cuando lo conocí debía tener más de cincuenta años. Buenos modales, bien vestido, la oficina era grande y tenía trabajando para él por lo menos a unas diez personas, entre secretarias y tipos con pinta de matones profesionales. Volví a contarle lo de Kelly, le hablé del banquero Salazar Crespo, de sus tratos con los narcos, de la actitud de las autoridades de Santa Teresa. No me hizo preguntas estúpidas. No tomó notas.
Ni siquiera cuando me preguntó a qué número de teléfono podía llamarme. Supongo que lo estaba grabando todo. Cuando me marché, al darme la mano, me dijo que en tres días tendría noticias suyas. Olía a un aftershave o a una colonia que yo no conocía. Una mezcla de espliego y lavanda, con un ligero aroma de fondo, pero muy ligero, de café de importación. Me acompañó hasta la puerta. Tres días. Cuando me lo dijo me pareció muy poco tiempo. Vivirlos, esperar que transcurran, puede convertirse en una eternidad. Volví, desganada, a mi trabajo.
Al segundo día de espera recibí la visita de un grupo de feministas a quienes mi actitud tras la desaparición de Kelly había parecido digna y congruente en una mujer. Eran tres y, por lo que pude entender, su grupo no era demasiado numeroso. De buena gana las hubiera sacado a patadas de mi oficina, pero probablemente estaba deprimida, sin saber con claridad lo que tenía que hacer, y las invité a quedarse un rato conmigo. Si no hablábamos de política, hasta simpáticas podían resultar. Una de ellas, además, había estudiado en el mismo colegio de monjas en donde estudiamos Kelly y yo, aunque dos cursos por debajo, y teníamos recuerdos comunes. Tomamos té, hablamos de hombres, de nuestros respectivos trabajos, las tres eran profesoras universitarias y dos de ellas estaban divorciadas, me preguntaron por qué no me había casado nunca, yo me reí, porque en el fondo, les confesé, yo soy más feminista que ninguna.
Al tercer día Loya me llamó a las diez de la noche. Me dijo que ya tenía listo un primer informe y que si quería me lo podía mostrar de inmediato. Para pronto es tarde, le dije. ¿Dónde está usted? En mi coche, dijo Loya, no es necesario que se mueva, voy para su casa. El dossier de Loya tenía diez páginas. Su trabajo había consistido en hacer un seguimiento detallado de las actividades profesionales de Kelly. Aparecían algunos nombres, gente del DF, fiestas en Acapulco, Mazatlán, Oaxaca. Según Loya, la mayoría de los encargos laborales de Kelly podían considerarse, sin más, como prostitución encubierta. Prostitución de altas esferas. Sus modelos eran putas, las fiestas que organizaba eran sólo para hombres, incluso su porcentaje de ganancias se asemejaba al de una madam de lujo. Le dije que no me lo podía creer. Le arrojé los papeles a la cara. Loya se inclinó y recogió los papeles del suelo y me los volvió a dar. Léalo entero, dijo. Seguí leyendo. Mierda, pura mierda. Hasta que apareció el nombre de Salazar Crespo. Según Loya, Kelly ya había trabajado otras veces para Salazar Crespo, en total cuatro veces. También leí que entre 1990 y 1994 Kelly había viajado en avión por lo menos diez veces a Hermosillo y que, de estas diez veces, en siete ocasiones había tomado luego otro avión rumbo a Santa Teresa. Los encuentros con Salazar Crespo estaban señalados bajo la rúbrica «organización de fiesta». A juzgar por los vuelos de Hermosillo al DF nunca estuvo más de dos noches en Santa Teresa. El número de modelos que llevaba a esta ciudad era variable. Al principio, en el año 90 o 91, llegó a ir con cuatro o cinco. Después sólo iba con dos y los últimos viajes los hizo sola. Tal vez entonces, realmente, organizaba fiestas. Otro nombre aparecía junto al de Salazar Crespo. Un tal Conrado Padilla, empresario sonorense con intereses en algunas maquiladoras, en algunas empresas de transporte y en el matadero de Santa Teresa. Para este Conrado Padilla había trabajado en tres ocasiones, según Loya. Le pregunté quién era Conrado Padilla. Loya se encogió de hombros y me dijo que era un tipo con mucho dinero, es decir un tipo expuesto a todos los peligros, a todas las desgracias. Le pregunté si había estado en Santa Teresa. No, dijo. Le pregunté si había mandado a alguno de sus empleados. No, dijo. Le dije que fuera a Santa Teresa, que lo quería ver allí, en el cogollito del asunto, y que siguiera investigando. Durante un rato pareció pensar en mi propuesta o más bien pareció buscar las palabras que tenía que decirme. Luego dijo que no quería que yo perdiera ni mi dinero ni mi tiempo. Que, tal como lo veía él, el caso estaba cerrado.
¿Quiere decir que cree que Kelly está muerta?, le grité. Más o menos, dijo sin perder un ápice de compostura. ¿Cómo que más o menos?, grité. ¡O se está muerto o no se está muerto, chingados! En México uno puede estar más o menos muerto, me contestó muy seriamente. Lo miré con ganas de abofetearlo.
Qué tipo tan frío y reservado era ése. No, le dije casi silabeando, ni en México ni en ninguna otra parte del mundo alguien puede estar más o menos muerto. Deje de hablar como si fuera un guía turístico. O mi amiga está viva, y entonces quiero que la encuentre, o mi amiga está muerta, y entonces quiero a sus asesinos. Loya sonrió. ¿De qué se ríe?, le pregunté. Me ha hecho gracia lo del guía turístico, dijo. Estoy harta de los mexicanos que hablan y se comportan como si todo esto fuera Pedro Páramo, dije. Es que tal vez lo sea, dijo Loya. No, no lo es, se lo puedo asegurar, dije yo. Durante un rato Loya permaneció en silencio, sentado con las piernas cruzadas, con mucha dignidad, pensando en lo que le acababa de decir. Puedo tardar meses, incluso años, dijo Loya finalmente. Y además, añadió después, no creo que me dejen hacer mi trabajo. ¿Quiénes? Su propia gente, diputada, sus propios compañeros de partido. Yo estaré detrás suyo, yo lo voy a respaldar en cada momento, le dije. Me parece que usted se sobrestima, dijo Loya. Chingados, claro que me sobrestimo, si no lo hiciera no estaría donde estoy, dije yo. Loya volvió a quedarse en silencio. Por un instante pensé que se había dormido, pero tenía los ojos muy abiertos.
Si no lo hace usted, ya encontraré a otro, le dije sin mirarlo. Al cabo de un rato se levantó. Lo acompañé hasta la puerta. ¿Va a trabajar para mí? Veré qué puedo hacer, pero no le prometo nada, me dijo, y se perdió por el sendero que conduce hasta la calle, en donde estaban mi guardaespaldas y mi chofer albureándose como dos zombis.
Una noche Mary-Sue Bravo soñó que una mujer estaba sentada a los pies de su cama. Sintió el peso de un cuerpo aplastando el colchón, pero cuando se estiró no tocó nada.
Aquella noche, antes de irse a la cama, había leído en Internet un par de noticias sobre los Uribe. En una de ellas, firmada por un periodista de un conocido diario del DF, se decía que Antonio Uribe estaba, efectivamente, desaparecido. Su primo Daniel Uribe se encontraba, al parecer, en Tucson, el periodista había hablado con él por teléfono. Según Daniel Uribe, toda la información facilitada por Haas era una sarta de embustes fácilmente rebatibles. Sobre el paradero de Antonio, sin embargo, no daba ningún detalle o los detalles que le arrancó el periodista eran ambiguos, inexactos, dilatorios. Cuando MarySue despertó la sensación de que había otra mujer en la habitación no se fue del todo hasta que se levantó de la cama y se bebió un vaso de agua en la cocina. Al día siguiente llamó a la abogada de Haas. No sabía muy bien qué quería preguntarle, qué quería escuchar, pero la necesidad de oír su voz se impuso a cualquier imperativo lógico. Tras identificarse le preguntó cómo estaba su cliente. Isabel Santolaya dijo que igual que en los últimos meses. Le preguntó si había leído las declaraciones de Daniel Uribe. La abogada dijo que sí. Voy a intentar entrevistarlo, dijo Mary-Sue. ¿Se le ocurre algo que debería preguntarle?
No, no se me ocurre nada, dijo la abogada. A Mary-Sue le pareció que la abogada hablaba como hablan las personas sometidas a un trance hipnótico. Luego, sin venir a cuento, le preguntó por su vida. Mi vida no tiene importancia, dijo la abogada. El tono con que lo dijo fue igual al que emplearía una mujer arrogante al dirigirse a una adolescente entrometida.
El quince de diciembre Esther Perea Peña, de veinticuatro años, fue muerta por un disparo en el salón de baile Los Lobos.
La víctima estaba sentada a una mesa en compañía de tres amigas.
En una de las mesas vecinas un tipo bien parecido, de traje negro y camisa blanca, sacó un arma y se puso a manipularla.
Se trataba de una pistola Smith amp;Wesson modelo 5906 con cargador de quince tiros. Según algunos testigos el mismo tipo antes había sacado a bailar a Esther y a una de sus amigas, lo que había sucedido en un clima de distensión y cordialidad.
Los dos acompañantes del tipo de la pistola, según la versión de los testigos, lo conminaron a que guardara el arma. El tipo no les hizo caso. Al parecer quería impresionar a alguien, presumiblemente a la misma víctima o a la amiga de la víctima con la que previamente había bailado. Según otros testigos, el tipo dijo ser policía judicial adscrito a la brigada de narcóticos. Pinta de judicial tenía. Era alto y fuerte, y además tenía un buen corte de pelo. En determinado momento, mientras manipulaba el arma, se le disparó la bala de la recámara, la cual hirió mortalmente a Esther. Cuando llegó la ambulancia la joven había muerto y el agresor había desaparecido. Se encargó personalmente del caso el judicial Ortiz Rebolledo y a la mañana siguiente pudo informar a la prensa de que la policía había encontrado el cuerpo de un hombre (cuyas ropas y características físicas coincidían con las del asesino de Esther) tirado en los viejos terrenos deportivos de PEMEX, con una Smith amp;Wesson igualita a la que llevaba el asesino de Esther y un balazo en la sien derecha. Se llamaba Francisco López Ríos y tenía un amplio prontuario como ladrón de coches. Pero no era un asesino nato y matar a alguien, aunque fuera de forma accidental, lo debió de alterar bastante. El tipo se suicidó, dijo Ortiz Rebolledo.
Caso cerrado. Más tarde Lalo Cura le comentaría a Epifanio que era raro que no hubiera habido una rueda de reconocimiento del cadáver. Y que también era raro que no hubieran aparecido los acompañantes del homicida. Y que también era raro que la Smith amp;Wesson, una vez guardada en los almacenes de la policía, hubiera desaparecido. Y que lo más raro de todo era que un ladrón de coches se suicidara. ¿Usted conoció a ese Francisco López Ríos?, le preguntó Epifanio. Lo vi una vez y yo no diría que era un tipo atractivo, dijo Lalo Cura. No, más bien parecía una rata. Todo es raro, dijo Epifanio.
Durante dos años tuve a Loya trabajando en el caso. Durante dos años tuve tiempo para forjar una imagen que poco a poco fue calando en los medios de comunicación: la de la mujer sensibilizada contra la violencia, la de la mujer que representaba el cambio en el seno del partido, no sólo un cambio generacional sino también un cambio de actitud, una visión abierta y no dogmática de la realidad mexicana. En realidad, yo sólo ardía de rencor por la desaparición de Kelly, por la broma macabra de la que había sido objeto. Cada vez me importaba menos la consideración que podía lograr en aquello que llamamos el público, los votantes, a quienes en el fondo no veía o si veía, de forma accidental o episódica, despreciaba. A medida que conocía otros casos, sin embargo, a medida que oía otras voces, mi rabia fue adquiriendo una estatura, digamos, de masa, mi rabia se hizo colectiva o expresión de algo colectivo, mi rabia, cuando se dejaba contemplar, se veía a sí misma como el brazo vengador de miles de víctimas. Sinceramente, creo que me estaba volviendo loca. Esas voces que escuchaba (voces, nunca rostros ni bultos) provenían del desierto. En el desierto yo vagaba con un cuchillo en la mano. En la hoja del cuchillo se reflejaba mi rostro. Tenía el pelo blanco y los pómulos como chupados y cubiertos de pequeñas cicatrices. Cada cicatriz era una pequeña historia que me esforzaba vanamente por recordar. Terminé tomando pastillas para los nervios. Cada tres meses veía a Loya. Por expreso deseo suyo nunca lo iba a ver a su oficina. A veces él me llamaba o yo lo llamaba a él, a un teléfono seguro, y nunca decíamos gran cosa cuando hablábamos por teléfono, porque nada hay, decía Loya, seguro al ciento por ciento. Gracias a los informes de Loya fui construyendo un mapa o completando un puzzle del lugar donde había desaparecido Kelly. Así supe que las fiestas que daba el banquero Salazar Crespo eran en realidad orgías y que Kelly presumiblemente hacía de directora de orquesta de esas orgías. Loya había hablado con una modelo que trabajó para Kelly durante unos meses y que ahora vivía en San Diego. Esa modelo le dijo que Salazar Crespo hacía las fiestas indistintamente en dos ranchos de su propiedad, ranchos improductivos, trozos de tierra que los ricos compran y que no explotan ni con ganadería ni con agricultura. Es simplemente una extensión de tierra y en medio una casa grande, con un salón amplio y muchas habitaciones, a veces, pero no siempre, una piscina, en realidad no son lugares cómodos, no hay un gusto femenino en esas propiedades.
En el norte los llaman narcorranchos, porque muchos narcotraficantes tienen ranchos de este tipo, más que ranchos guarniciones en medio del desierto, algunos incluso con torres de vigilancia en donde instalan a sus tiradores de élite. Estos narcorranchos a veces permanecen vacíos durante largas temporadas.
Si acaso dejan a un empleado, sin llaves para entrar en la casa principal, encargado de nada, de vagar por unos pedregales improductivos, encargado de vigilar que no se instale en el lugar una manada de perros salvajes. Estos pobres hombres sólo tienen un teléfono celular y unas instrucciones vagas que poco a poco van olvidando. Según Loya, no es extraño que a veces uno de ellos muera y nadie se entere o que desaparezca, simplemente, atraído por el simurg del desierto. Luego, de pronto, el narcorrancho vuelve a la vida. Primero llegan unos empleados menores, póngale usted tres o cuatro, a bordo de una Combi, y preparan en un día la casa grande. Luego llegan los guardaespaldas, los tipos fornidos, en sus Suburban negras o en sus Spirit o Peregrinos, y lo primero que hacen al llegar, además de pavonearse, es trazar un perímetro de seguridad. Finalmente aparece el dueño y sus achichincles de confianza. Mercedes Benz o Porsches blindados culebreando en medio del recato del desierto. Por la noche las luces no se apagan. Es posible ver carros de todo tipo, hasta Lincoln Continental y viejos Cadillacs de coleccionista que llevan y sacan gente del rancho. Trackers cargados de carne, la pastelería que llega en Chevys Astra. Y música y gritos toda la noche. Ésas eran las fiestas que, según me dijo Loya, contribuía a organizar Kelly en sus viajes al norte.
Según Loya, al principio Kelly llevaba modelos dispuestas a ganar bastante dinero en poco tiempo. La muchacha que vivía en San Diego le había contado que nunca eran más de tres. En las fiestas había otras mujeres, mujeres a las que Kelly en principio no conocía, chavas jovencitas, más jovencitas que las modelos, a las que Kelly vestía convenientemente para las fiestas. Putitas de Santa Teresa, supongo. ¿Qué pasaba durante las noches?
Pues lo usual. Los hombres se emborrachaban o se drogaban, veían partidos de fútbol o de béisbol grabados en vídeo, jugaban a las cartas, salían al patio a hacer puntería, hablaban de negocios. Nadie filmó nunca una película pornográfica o al menos eso le aseguró la muchacha de San Diego a Loya. A veces, en una habitación, los invitados veían películas ponográficas, la modelo había entrado una vez, por equivocación, y vio lo de siempre, tipos hieráticos con las caras iluminadas por el resplandor del vídeo porno. Siempre es así. Digo: hieráticos, como si ver una película en la que la gente coge convirtiera a los espectadores en estatuas. Pero nadie, según la modelo, ni filmó ni grabó en los narcorranchos una película de ese tipo.
A veces, algunos invitados se ponían a cantar rancheras y corridos. A veces, estos invitados salían al patio y recorrían el rancho como si fueran en procesión, cantando con toda su alma.
Y en una ocasión lo hicieron desnudos, tal vez alguno se cubría las partes pudendas con una tanga o con un calzoncillito de leopardo o de tigre, desafiando el frío que hace en esos lugares a las cuatro de la mañana, cantando y riéndose, de relajo en relajo, como si fueran los servidores de Satán. No son mis palabras.
Son las palabras que la modelo que vivía en San Diego le dijo a Loya. Pero nada de vídeos porno, de eso nada. Después Kelly dejó de contar con las modelos y ya no las llamó más. Según Loya, probablemente la decisión surgió de la misma Kelly puesto que las modelos tenían una tarifa alta y las putitas de Santa Teresa cobraban poco y Kelly no andaba con la economía muy saneada. Los primeros viajes los hizo a cuenta de Salazar Crespo, pero mediante éste conoció a gente importante de la zona y era posible que también hubiera organizado fiestas para un tal Sigfrido Catalán, que tenía una flota de camiones de basura y se decía que trabajaba en franquicia con la mayoría de las maquiladoras de Santa Teresa, y para Conrado Padilla, un empresario con intereses en Sonora, Sinaloa y Jalisco. Tanto Salazar Crespo como Sigfrido Catalán y Padilla, según Loya, tenían conexiones con el cártel de Santa Teresa, es decir con Estanislao Campuzano, que en algunas ocasiones, no muchas, a decir verdad, había asistido a esas fiestas. Pruebas, lo que cualquier tribunal civilizado consideraría pruebas, pues no las había, pero Loya durante el tiempo que trabajó para mí reunió una cantidad enorme de testimonios, pláticas de burdel o de borrachos, en las que se decía que Campuzano no iba pero a veces sí iba. En cualquier caso, narcotraficantes no faltaban en las orgías de Kelly, sobre todo dos de ellos, considerados lugartenientes de Campuzano, uno que se llamaba Muñoz Otero, Sergio Muñoz Otero, y que era el jefe de los narcos de Nogales, y un tal Fabio Izquierdo, que durante un tiempo fue el jefe de los narcos de Hermosillo y que luego había trabajado abriendo rutas para los transportes de droga desde Sinaloa a Santa Teresa o desde Oaxaca o desde Michoacán e incluso desde Tamaulipas que era territorio del cártel de Ciudad Juárez. La presencia en algunas fiestas de Kelly de Muñoz Otero y Fabio Izquierdo, Loya la daba por segura. Así que allí está Kelly, sin modelos, trabajando con muchachas de extracción social baja o ya de plano con putas, en narcorranchos abandonados a la buena de Dios, y en sus fiestas tenemos a un banquero, Salazar Crespo, a un empresario, el tal Catalán, a un millonario, el tal Padilla, y si no a Campuzano, al menos a dos de sus hombres más notorios, Fabio Izquierdo y Muñoz Otero, además de otras personalidades de la sociedad, del crimen y de la política. Una colección de próceres. Y una mañana o una noche mi amiga se desvanece en el aire.
Durante unos días, desde la redacción de El Independiente de Phoenix, Mary-Sue intentó ponerse en contacto con el periodita del DF que había entrevistado a Daniel Uribe. Éste casi nunca paraba en su periódico y la gente con la que hablaba se negaba a proporcionarle su número de celular. Cuando por fin pudo hablar con él, el periodista, que tenía voz de borracho y de mala persona, pensó Mary-Sue, o al menos de arrogante, no quiso darle el teléfono de Daniel Uribe pretextando que debía proteger la intimidad de sus fuentes. En un mal momento Mary-Sue le recordó que eran colegas, que ambos trabajaban para la prensa, y el tipo del DF le dijo que ni que hubieran sido amantes. De Josué Hernández Mercado, el periodista desaparecido de La Raza, nada se sabía. Una noche Mary-Sue se puso a rebuscar en el archivo que tenía sobre el caso Haas hasta dar con la crónica que Hernández Mercado escribió después de la no muy concurrida rueda de prensa en el penal de Santa Teresa.
El estilo de Hernández Mercado era efectista y pobre casi en el mismo grado. La crónica estaba plagada de lugares comunes, inexactitudes, afirmaciones temerarias, exageraciones y mentiras flagrantes. En ocasiones Hernández Mercado pintaba a Haas como el chivo expiatorio de una conjura de ricos sonorenses y en ocasiones Haas aparecía como el ángel de la venganza o como un detective encerrado en una celda, pero en modo alguno derrotado, que poco a poco iba arrinconando a sus verdugos gracias únicamente a su inteligencia. A las dos de la mañana, mientras bebía su último café antes de abandonar el periódico, Mary-Sue pensó que nadie con dos dedos de frente se podía haber tomado la molestia de matar y luego hacer desaparecer el cadáver de una persona por haber escrito una bazofia así. ¿Pero entonces qué le ocurrió a Hernández Mercado? Su jefe de redacción, que también trabajaba hasta tarde, le dio varias posibles respuestas. Se cansó y se largó. Se volvió loco y se largó. Se largó sin más. Una semana más tarde la llamó el periodista adolescente que la había acompañado hasta Sonoita.
Quería saber cómo estaba la crónica que Mary-Sue iba a escribir sobre Hernández Mercado. No voy a escribir nada, le dijo ella. El periodista adolescente quiso saber por qué. Porque no hay misterio, dijo Mary-Sue. Hernández debe de estar viviendo y trabajando en California. No lo creo, dijo el periodista adolescente.
A Mary-Sue le pareció que el muchacho había gritado.
De fondo escuchó el ruido de un camión o de varios camiones, como si la llamada la hiciera desde el patio de una empresa de transporte. ¿Por qué no lo quieres creer?, dijo. Porque he estado en su casa, dijo el muchacho. Yo también he estado en su casa, y no vi nada que me hiciera pensar que lo habían levantado. Se fue porque quiso irse. No, oyó que decía el muchacho. Si se hubiera ido por voluntad propia, se hubiera llevado sus libros. Los libros pesan, dijo Mary-Sue, y además uno siempre puede volver a comprarlos. En California hay más librerías que en Sonoita, dijo queriendo hacer un chiste, pero en el acto se dio cuenta de que aquella aseveración carecía de todo sentido del humor. No, no me refiero a esos libros sino a los suyos, dijo el muchacho. ¿A qué libros suyos?, dijo Mary-Sue.
A los que él escribió y publicó. Ésos no los hubiera abandonado ni aunque se acabara el mundo. Durante un rato Mary-Sue estuvo intentando recordar la casa de Hernández Mercado. En la sala había algunos libros, también en la habitación. Todos juntos no sumaban más de cien ejemplares. No era una gran biblioteca, pero para un tipo como el periodista bracero tal vez era suficiente y más que suficiente. No se le ocurrió pensar que entre aquellos volúmenes podían estar los que Hernández Mercado había escrito. ¿Y tú crees que no se hubiera ido sin ellos?
De ninguna manera, pues, dijo el muchacho, si eran como sus hijos. Mary-Sue pensó que los libros firmados por Hernández Mercado no debían de pesar mucho y que en modo alguno hubiera podido éste volver a comprarlos en California.
El diecinueve de diciembre, en unos terrenos cercanos a la colonia Kino, a pocos kilómetros del ejido Gavilanes del Norte, se encontraron dentro de una bolsa de plástico los restos de una mujer. Según declaración de la policía, se trataba de otra víctima de la banda de los Bisontes. Según los forenses, la víctima tenía entre quince y diecisiete años de edad, medía entre metro cincuentaicinco y metro sesenta de estatura y el asesinato se había cometido aproximadamente hacía un año. Dentro de la bolsa se encontró un pantalón azul marino, barato, como los que usan las mujeres de las maquiladoras para ir a trabajar, una camiseta y un cinturón de plástico de color negro, con hebilla grande también de plástico, de aquellos cinturones llamados de fantasía. El caso lo llevó el judicial Marcos Arana, recién trasladado de Hermosillo, en donde estaba adscrito a la brigada de narcóticos, pero el primer día aparecieron por el lugar del hallazgo los judiciales Ángel Fernández y Juan de Dios Martínez.
Este último, cuando le informaron de que dejara el caso en manos de Arana, a quien querían foguear, se dio una vuelta a pie por los alrededores hasta llegar a las puertas del ejido Gavilanes del Norte. La casa principal conservaba el techo y las ventanas, pero las otras edificaciones daban un aspecto de lugar arrasado por un huracán. Durante un rato, Juan de Dios estuvo dando vueltas por el ejido fantasma, a ver si encontraba por lo menos a un campesino o a un niño o siquiera a un perro, pero ya ni perros quedaban allí.
¿Qué es o qué quiero que usted haga?, dijo la diputada.
Quiero que escriba sobre esto, que siga escribiendo sobre esto.
He leído sus artículos. Son buenos, pero a menudo golpea allí donde sólo hay aire. Yo quiero que golpee sobre seguro, sobre carne humana, sobre carne impune y no sobre sombras. Quiero que vaya a Santa Teresa y la huela bien. Quiero que la muerda.
Al principio yo no conocía Santa Teresa. Tenía algunas ideas generales, como todos, pero creo que empecé a conocer la ciudad y el desierto a partir de mi cuarta visita. Ahora no puedo sacármelos de la cabeza. Conozco los nombres de todos o de casi todos. Conozco algunas actividades ilícitas. Pero no puedo acudir a la policía mexicana. En la Procuraduría General creerían que me he vuelto loca. Tampoco puedo entregar mis informes a la policía gringa. Por una cuestión de patriotismo, al fin y al cabo, le pese a quien le pese (empezando por mí) soy mexicana.
Y además diputada mexicana. Esto lo resolvemos nosotros a chingadazos, como siempre, o nos hundimos juntos.
Hay gente a la que no quiero hacer daño y a la que, sin embargo, sé que dañaré. Lo doy por bueno, puesto que los tiempos están cambiando y el PRI también tiene que cambiar. Así que sólo me queda la prensa. Tal vez por mis años como periodista, el respeto que siento por algunos de ustedes se mantiene incólume.
Además, aunque el sistema está lleno de defectos, al menos gozamos de libertad de expresión y eso el PRI casi siempre lo ha respetado. He dicho casi siempre, no ponga esa cara de incredulidad, dijo la diputada. Aquí uno publica lo que quiere sin problemas. En fin, no vamos a discutir sobre esto, ¿verdad?
Usted ha publicado una novela dizque política en donde lo único que hace es repartir mierda sin ningún fundamento y no le pasó nada, ¿verdad? Ni se la censuraron ni lo demandaron.
Fue mi primera novela, dijo Sergio, y es muy mala. ¿La leyó?
La leí, dijo la diputada, he leído todo lo que ha escrito. Es muy mala, dijo Sergio, y luego dijo: aquí ni se censura ni se lee, pero la prensa es otra cosa. Los periódicos sí que se leen. Al menos los titulares. Y tras un silencio: ¿qué pasó con Loya? Loya murió, dijo la diputada. No, no lo mataron ni lo desaparecieron.
Simplemente se murió. Tenía cáncer y nadie lo sabía. Era un hombre reservado. Ahora su oficina de investigaciones la dirige otra persona, tal vez ya ni siquiera exista, tal vez ahora sea una oficina de consulting o de asesoría para empresas. No tengo ni idea. Antes de morir, Loya me entregó todas las carpetas concernientes al caso de Kelly. Lo que no me pudo pasar lo destruyó.
Yo intuí algo malo, pero él prefirió no decirme nada. Se marchó a los Estados Unidos, a una clínica en Seattle, y allí aguantó tres meses y murió. Era un hombre extraño. Sólo una vez estuve en su casa, vivía solo en un apartamento de la colonia Nápoles. Por fuera era un sitio común y corriente, de clase media, pero por dentro era otra cosa, no sé cómo describirlo, era Loya, como un espejo de Loya o como el autorretrato de Loya, eso sí, un autorretrato inconcluso. Tenía muchos discos y libros de arte. Las puertas eran blindadas. Tenía la foto de una mujer mayor en un marco de oro, un gesto más bien melodramático.
La cocina estaba completamente reformada y era grande y llena de utensilios de cocinero profesional. Cuando supo que le quedaba poco tiempo me llamó por teléfono desde Seattle y a su manera se despidió de mí. Recuerdo que le pregunté si tenía miedo. No sé por qué le hice esa pregunta. Él me respondió con otra. Me dijo si yo tenía miedo. No, no tengo miedo, le dije. Entonces yo tampoco, dijo él. Ahora quiero que usted utilice todo lo que entre Loya y yo reunimos y que agite el avispero. Por supuesto, no va a estar solo. Yo estaré siempre a su lado, aunque usted no me vea, para ayudarlo en cada momento.
El último caso del año 1997 fue bastante similar al penúltimo, sólo que en lugar de encontrar la bolsa con el cadáver en el extremo oeste de la ciudad, la bolsa fue encontrada en el extremo este, en la carretera de terracería que corre, digamos, paralela a la línea fronteriza y que luego se bifurca y se pierde al llegar a las primeras montañas y a los primeros desfiladeros. La víctima, según los forenses, llevaba mucho tiempo muerta. De edad aproximada a los dieciocho años, medía entre metro cincuentaiocho y metro sesenta. El cuerpo estaba desnudo, pero en el interior de la bolsa se encontraron un par de zapatos de tacón alto, de cuero, de buena calidad, por lo que se pensó que podía tratarse de una puta. También se encontraron unas bragas blancas, de tipo tanga. Tanto este caso como el anterior fueron cerrados al cabo de tres días de investigaciones más bien desganadas. Las navidades en Santa Teresa se celebraron de la forma usual. Se hicieron posadas, se rompieron piñatas, se bebió tequila y cerveza. Hasta en las calles más humildes se oía a la gente reír. Algunas de estas calles eran totalmente oscuras, similares a agujeros negros, y las risas que salían de no se sabe dónde eran la única señal, la única información que tenían los vecinos y los extraños para no perderse.