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¿Cuándo empezó todo?, pensó. ¿En qué momento me sumergí?
Un oscuro lago azteca vagamente familiar. La pesadilla.
¿Cómo salir de aquí? ¿Cómo controlar la situación? Y luego otras preguntas: ¿realmente quería salir? ¿Realmente quería dejarlo todo atrás? Y también pensó: el dolor ya no importa. Y también:
tal vez todo empezó con la muerte de mi madre. Y también: el dolor no importa, a menos que aumente y se haga insoportable.
Y también: joder, duele, joder, duele. No importa, no importa.
Rodeado de fantasmas.
Quincy Williams tenía treinta años cuando murió su madre.
Una vecina lo llamó al teléfono de su trabajo.
– Querido -le dijo-, Edna ha muerto.
Preguntó cuándo. Oyó los sollozos de la mujer al otro lado del teléfono y otras voces, probablemente también mujeres.
Preguntó cómo. Nadie le contestó y colgó el teléfono. Marcó el número de casa de su madre.
– ¿Quién habla? -oyó que decía una mujer con voz colérica.
Pensó: mi madre está en el infierno. Volvió a colgar. Llamó otra vez. Una mujer joven le contestó.
– Soy Quincy, el hijo de Edna Miller -dijo.
La mujer exclamó algo que no entendió y al poco rato otra mujer cogió el aparato. Pidió hablar con la vecina. Está en la cama, le contestaron, le acaba de dar un ataque al corazón, Quincy, estamos esperando que llegue una ambulancia para llevarla al hospital. No se atrevió a preguntar por su madre. Oyó una voz de hombre que profería un insulto. El tipo debía de estar en el pasillo y la puerta de casa de su madre abierta. Se llevó una mano a la frente y esperó, sin colgar, a que alguien le explicara algo. Dos voces de mujer reprendieron al que había blasfemado.
Dijeron un nombre de hombre pero él no pudo oírlo con nitidez.
La mujer que escribía en la mesa vecina le preguntó si le pasaba algo. Levantó la mano como si estuviera escuchando algo importante y negó con la cabeza. La mujer siguió escribiendo.
Al cabo de un rato Quincy colgó, se puso la chaqueta que colgaba en el respaldo de la silla y dijo que tenía que marcharse.
Cuando llegó a casa de su madre sólo encontró a una adolescente de unos quince años, que veía la televisión sentada en el sofá. La adolescente se levantó al verlo entrar. Debía de medir un metro ochentaicinco y era muy delgada. Llevaba bluejeans y encima un vestido negro con flores amarillas, muy amplio, como si fuera un blusón.
– ¿Dónde está? -preguntó.
– En la habitación -dijo la adolescente.
Su madre estaba en la cama, con los ojos cerrados y vestida como si fuera a salir a la calle. Incluso le habían pintado los labios.
Sólo le faltaban los zapatos. Durante un rato Quincy permaneció junto a la puerta, mirando sus pies: los dos dedos gordos tenían callos y también vio callos en las plantas de los pies, unos callos grandes que seguramente la hicieron sufrir. Pero recordó que su madre iba a un podólogo de la calle Lewis, un tal señor Johnson, siempre el mismo, así que tampoco debió de sufrir demasiado por este motivo. Después miró su rostro: parecía de cera.
– Me voy a marchar -dijo la adolescente desde la sala.
Quincy salió de la habitación y quiso darle un billete de veinte dólares, pero la adolescente le dijo que no quería dinero.
Insistió. Finalmente la adolescente cogió el billete y se lo guardó en un bolsillo de su pantalón. Para hacerlo se tuvo que arremangar el vestido hasta la cadera. Parece una monja, pensó Quincy, o la adepta de una secta destructiva. La adolescente le dio un papel en donde alguien había escrito el número de teléfono de una funeraria del barrio.
– Ellos se encargan de todo -dijo con seriedad.
– De acuerdo -dijo él.
Preguntó por la vecina.
– Está en el hospital -dijo la adolescente-, creo que le están poniendo un marcapasos.
– ¿Un marcapasos?
– Sí -dijo la adolescente-, en el corazón.
Al marcharse la adolescente Quincy pensó que su madre había sido una mujer muy querida por sus vecinos y por la gente del barrio, pero que la vecina de su madre, cuyo rostro no conseguía recordar con claridad, aún lo era más.
Llamó por teléfono a la funeraria y habló con un tal Tremayne.
Le dijo que era el hijo de Edna Miller. Tremayne consultó sus notas y le dio el pésame varias veces, hasta que encontró el papel que buscaba. Entonces le dijo que esperara un momento y lo pasó con un tal Lawrence. Éste le preguntó qué clase de ceremonia deseaba.
– Algo sencillo e íntimo -dijo Quincy-. Muy sencillo y muy íntimo.
Al final acordaron que su madre sería incinerada y que la ceremonia, si todo marchaba por los cauces normales, tendría lugar al día siguiente, en la funeraria, a las 7 de la tarde. A las 7.45 todo habría acabado. Preguntó si era posible hacerlo antes.
La respuesta fue negativa. Después el señor Lawrence abordó delicadamente el asunto económico. No hubo ningún problema.
Quincy quiso saber si tenía que llamar a la policía o al hospital. No, dijo el señor Lawrence, de eso ya se ocupó la señorita Holly. Se preguntó quién era la señorita Holly y no pudo adivinarlo.
– La señorita Holly es la vecina de su difunta madre -dijo el señor Lawrence.
– Es cierto -dijo Quincy.
Durante un instante ambos permanecieron en silencio, como si intentaran recordar o recomponer los rostros de Edna Miller y de su vecina. El señor Lawrence se puso a carraspear. Preguntó si sabía a qué iglesia pertenecía su madre. Preguntó si él tenía alguna preferencia religiosa. Dijo que su madre era feligresa de la Iglesia Cristiana de los Ángeles Perdidos. O tal vez no se llamara así. No lo recordaba. En efecto, dijo el señor Lawrence, no se llama así, es la Iglesia Cristiana de los Ángeles Recobrados. Eso, dijo Quincy.
Y también dijo que no tenía ninguna preferencia religiosa, con que fuera una ceremonia cristiana, bastaba y sobraba.
Esa noche durmió en el sofá de la casa de su madre y sólo una vez entró en la habitación de ésta y le echó una ojeada al cadáver. Al día siguiente, a primera hora de la mañana, llegaron los de la funeraria y se la llevaron. Él se levantó para atenderlos, entregarles un cheque, y observar cómo se marchaban con el ataúd de pino escaleras abajo. Luego volvió a quedarse dormido en el sofá.
Al despertar creyó que había soñado con una película que había visto no hacía mucho. Pero todo era distinto. Los personajes eran negros, así que la película del sueño era como un negativo de la película real. Y también ocurrían cosas distintas. El argumento era el mismo, las anécdotas, pero el desarrollo era diferente o en algún momento daba un giro inesperado y se convertía en algo totalmente distinto. Lo más terrible de todo, sin embargo, es que él, mientras soñaba, sabía que no necesariamente tenía que ser así, percibía la similitud con la película, creía comprender que ambas partían de los mismos postulados, y que si la película que había visto era la película real, la otra, la soñada, podía ser un comentario razonado, una crítica razonada y no necesariamente una pesadilla. Toda crítica, al cabo, se convierte en una pesadilla, pensó mientras se lavaba la cara en la casa donde ya no estaba el cádaver de su madre.
También pensó en lo que ésta le habría dicho. Sé un hombre y carga con tu cruz.
En el trabajo todo el mundo lo conocía por el nombre de Oscar Fate. Cuando volvió nadie le dijo nada. No había motivos para decirle nada. Estuvo un rato contemplando las notas que había reunido sobre Barry Seaman. La chica de la mesa de al lado no estaba. Después guardó las notas en un cajón que cerró con llave y se marchó a comer. En el ascensor se cruzó con el editor de la revista, al que acompañaba una mujer joven y gorda que escribía sobre asesinos adolescentes. Se saludaron con un gesto y cada uno siguió su camino.
Comió una sopa de cebolla y una tortilla francesa en un restaurante barato y bueno que quedaba a dos manzanas.
No había comido nada desde el día anterior y la comida le sentó bien. Cuando ya había pagado y se disponía a salir lo llamó un tipo que trabajaba en deportes y le invitó a una cerveza.
Mientras esperaban sentados en la barra el tipo le dijo que aquella mañana había muerto en las afueras de Chicago el encargado de la subsección de boxeo. La subsección de boxeo, en realidad, era un eufemismo que designaba únicamente al tipo muerto.
– ¿Cómo murió? -preguntó Fate.
– Lo mataron a cuchilladas unos negros de Chicago -dijo el otro.
El camarero puso sobre la barra una hamburguesa. Fate se bebió la cerveza, le dio una palmada en el hombro y dijo que se tenía que marchar. Cuando llegó a la puerta de cristal se dio la vuelta y contempló el restaurante a rebosar de clientes y la espalda del tipo que trabajaba en deportes y a la gente que estaba acompañada y que hablaba o comía mirándose a los ojos y a los tres camareros que jamás se estaban quietos. Después abrió la puerta, salió a la calle, volvió a mirar hacia el interior del restaurante, pero con los cristales de por medio todo era diferente.
Echó a andar.
– ¿Cuándo piensas ponerte en camino, Oscar? -le dijo el jefe de su sección.
– Mañana.
– ¿Tienes todo lo que necesitas, tienes todo preparado?
– Ningún problema, hombre -dijo Fate-. Todo dispuesto.
– Así me gusta, muchacho -dijo el jefe-. ¿Te enteraste de que se cargaron a Jimmy Lowell?
– Algo oí.
– Fue en Paradise City, cerca de Chicago -dijo el jefe-. Dicen que Jimmy tenía allí una zorra. Una nena veinte años menor que él y casada.
– ¿Qué edad tenía Jimmy? -preguntó Fate sin ningún interés.
– Debía de andar por los cincuentaicinco -dijo el jefe-. La policía ha detenido al marido de la zorra, pero nuestro hombre en Chicago dice que probablemente ella también está implicada en el asesinato.
– ¿Jimmy no era un tipo grande, de unos cien kilos de peso? -dijo Fate.
– No, Jimmy no era grande y tampoco pesaba cien kilos.
Era un tipo de un metro setenta, aproximadamente, y de unos ochenta kilos de peso -dijo el jefe.
– Lo he confundido con otro -dijo Fate-, un tipo grande que a veces comía con Remy Burton y al que me encontraba de tanto en tanto en el ascensor.
– No -dijo el jefe-, Jimmy casi nunca venía a las oficinas, siempre estaba de viaje, sólo aparecía por aquí una vez al año, creo que vivía en Tampa, o puede que ni siquiera tuviera una casa y se pasara la vida en hoteles y aeropuertos.
Se duchó y no se afeitó. Escuchó los mensajes en el contestador.
Dejó sobre la mesa el dossier de Barry Seaman que había traído de su oficina. Se puso ropa limpia y salió. Como aún tenía tiempo, primero fue a casa de su madre. Notó que algo allí olía a rancio. Fue a la cocina y al no encontrar nada podrido cerró la bolsa de basura y abrió la ventana. Después se sentó en el sofá y encendió la tele. Sobre un estante junto al televisor vio algunos videos. Durante unos segundos pensó en examinarlos, pero casi al instante desistió. Seguramente eran cintas donde su madre grababa programas que luego veía por la noche. Trató de pensar en algo agradable. Trató de organizar mentalmente su agenda.
No pudo. Al cabo de un rato de inmovilidad absoluta, apagó el televisor, cogió las llaves y la bolsa de basura y abandonó la casa.
Antes de bajar llamó a la puerta de la vecina. Nadie contestó. En la calle arrojó la bolsa de basura a un contenedor repleto.
La ceremonia fue sencilla y extremadamente práctica. Firmó un par de papeles. Extendió otro cheque. Recibió las condolencias del señor Tremayne, primero, y del señor Lawrence, que apareció al final, cuando ya se iba con el jarrón donde estaban las cenizas de su madre. ¿El oficio ha sido satisfactorio?, dijo el señor Lawrence. Durante la ceremonia, sentada en un extremo de la sala, volvió a ver a la adolescente alta. Iba vestida igual que antes, con bluejeans y el vestido negro con flores amarillas. La miró y trató de hacerle un gesto amistoso, pero ella no lo miraba a él. El resto de los asistentes eran desconocidos, aunque predominaban las mujeres, por lo que supuso que debían de ser amigas de su madre. Al final, dos de éstas se le acercaron y le dijeron palabras que no entendió y que podían ser de ánimo o de reconvención. Volvió caminando a casa de su madre. Dejó el jarrón junto a los vídeos y volvió a encender la tele. Ya no olía a rancio. Todo el edificio estaba en silencio, como si no hubiera nadie o todos hubieran salido a hacer algo urgente. Desde la ventana vio a unos adolescentes que jugaban y hablaban (o conspiraban), pero cada cosa a su tiempo, es decir, jugaban durante un minuto, se detenían, se juntaban todos, hablaban durante un minuto y volvían a jugar, tras lo cual paraban y se repetía lo mismo una y otra vez.
Se preguntó qué clase de juego era ése y si las interrupciones para hablar eran parte del juego o un palmario desconocimiento de sus reglas. Decidió salir a caminar. Al cabo de un rato sintió hambre y entró en un pequeño local árabe (egipcio o jordano, no lo sabía) en donde le sirvieron un bocadillo de carne de cordero picada. Al salir se sintió mal. En un callejón en penumbra se puso a vomitar el cordero y en la boca le quedó un gusto a bilis y a especias. Vio a un tipo que arrastraba un carrito de hot-dogs. Le dio alcance y le pidió una cerveza. El tipo lo miró como si Fate estuviera drogado y le dijo que a él no le permitían vender bebidas alcohólicas.
– Dame lo que tengas -dijo.
El tipo le tendió una botella de Coca-Cola. Pagó y se bebió toda la Coca-Cola mientras el tipo del carrito se alejaba por la avenida mal iluminada. Al cabo de un rato vio la marquesina de un cine. Recordó que en su adolescencia solía pasar muchas tardes allí. Decidió entrar aunque la película, tal como le anunció la taquillera, ya hacía rato que había empezado.
Permaneció sentado en la butaca durante una sola escena.
Un tipo blanco era detenido por tres policías negros. Los policías no lo llevan a una comisaría sino a un aeródromo. Allí el tipo detenido ve al jefe de los policías, que también es negro. El tipo es bastante listo y no tarda en comprender que son agentes de la DEA. Con sobrentendidos y silencios elocuentes, llegan a una especie de trato. Mientras hablan, el tipo se asoma a una ventana. Ve la pista de aterrizaje y una avioneta Cesna que carretea hacia un lado de la pista. De la avioneta sacan un cargamento de cocaína. El que abre las cajas y extrae los ladrillos es negro. Junto a él hay otro negro que va tirando la droga en el interior de un barril con fuego, como los que usan los sin casa para calentarse durante las noches de invierno. Pero estos policías negros no son mendigos sino agentes de la DEA, bien vestidos, funcionarios del gobierno. El tipo deja de mirar por la ventana y le hace notar al jefe que todos sus hombres son negros.
Están más motivados, dice el jefe. Y después dice: ahora puedes largarte. Cuando el tipo se va el jefe sonríe pero la sonrisa no tarda en convertirse en una mueca. En ese momento Fate se levantó y se dirigió a los lavabos, en donde vomitó lo que quedaba de cordero en su estómago. Después salió a la calle y volvió a casa de su madre.
Antes de abrir la puerta, llamó con los nudillos en la puerta de la vecina. Le abrió una mujer más o menos de su misma edad, con gafas y el pelo envuelto en un turbante africano de color verde. Se identificó y preguntó por la vecina. La mujer lo miró a los ojos y lo hizo pasar. La sala era parecida a la de su madre, incluso los muebles eran similares. En el interior vio a seis mujeres y tres hombres. Algunos estaban de pie o apoyados en el quicio de la cocina, pero la mayoría permanecían sentados.
– Soy Rosalind -dijo la mujer del turbante-, su madre y mi madre eran muy amigas.
Fate asintió con la cabeza. Del fondo de la casa llegaron unos sollozos. Una de las mujeres se levantó y entró en la habitación.
Al abrir la puerta los sollozos crecieron en intensidad, pero cuando la puerta se cerró dejaron de oírse.
– Es mi hermana -dijo Rosalind con un gesto de hastío-.
¿Quiere un café?
Fate dijo que sí. Al marcharse la mujer a la cocina uno de los hombres que estaba de pie se le acercó y le preguntó si quería ver a la señora Holly. Dijo que sí con la cabeza. El hombre lo guió hasta el dormitorio, pero se quedó detrás de él, al otro lado de la puerta. En la cama yacía el cadáver de la vecina y junto a ella vio a una mujer, de rodillas, rezando. Sentada en una mecedora, junto a la ventana, vio a la adolescente de los bluejeans y el vestido negro con flores amarillas. Tenía los ojos rojos y lo miró como si nunca lo hubiera visto antes.
Al salir se sentó en la punta de un sofá ocupado por mujeres que hablaban con monosílabos. Cuando Rosalind le puso la taza de café en las manos le preguntó cuándo había muerto su madre. Esta tarde, dijo Rosalind con voz serena. ¿De qué murió?
Cosas de la edad, dijo Rosalind con una sonrisa. Al volver a casa Fate se dio cuenta de que aún llevaba la taza de café en la mano. Por un instante pensó en volver a casa de la vecina y devolvérsela, pero luego pensó que era mejor dejarlo para el día siguiente. Fue incapaz de beberse el café. Lo dejó junto a los vídeos y el jarrón que contenía las cenizas de su madre, después encendió el televisor y apagó las luces de la casa y se tendió en el sofá. Quitó el sonido.
A la mañana siguiente, cuando abrió los ojos, lo primero que vio fue una serie de dibujos animados. Un montón de ratas corriendo por la ciudad y dando gritos mudos. Cogió el mando con una mano y cambió de canal. Cuando encontró uno de noticias puso el sonido, aunque no muy fuerte, y se levantó. Se lavó la cara y el cuello y cuando se secó se dio cuenta de que aquella toalla que colgaba del toallero había sido con casi toda probabilidad la última toalla que su madre utilizara. La olió pero no descubrió ningún olor familiar. En el estante del baño había varias cajas de medicinas y algunos potes con cremas hidratantes o antiinflamatorias. Llamó por teléfono al trabajo y preguntó por su jefe de sección. Sólo estaba su vecina de mesa y con ella habló. Le dijo que no iría a la revista pues pensaba salir dentro de unas horas para Detroit. Ella dijo que ya lo sabía y le deseó buena suerte.
– Volveré dentro de tres días, tal vez cuatro -dijo.
Luego colgó, se alisó la camisa, se puso la chaqueta, se miró en el espejo que había junto a la entrada y trató vanamente de animarse. Es hora de volver al trabajo. Con la mano en el pomo de la puerta, se quedó quieto y pensó si no sería conveniente llevarse a su casa el jarrón con las cenizas. Lo haré cuando vuelva, pensó, y abrió la puerta.
En su casa sólo estuvo el tiempo justo para meter en un bolso el dossier de Barry Seaman, algunas camisas, calcetines y calzoncillos. Se sentó en una silla y se dio cuenta de que estaba muy nervioso. Trató de calmarse. Al salir a la calle advirtió que estaba lloviendo. ¿En qué momento se había puesto a llover?
Todos los taxis que pasaban estaban ocupados. Se colgó el bolso de un hombro y se puso a caminar pegado al bordillo de la acera. Por fin un taxi se detuvo. Cuando estaba a punto de cerrar la puerta oyó algo parecido a un disparo. Le preguntó al taxista si él también lo había oído. El taxista era un hispano que hablaba muy mal el inglés.
– Cada día se oyen cosas más fantásticas en Nueva York -dijo.
– ¿Qué quiere decir con cosas fantásticas? -preguntó.
– Pues eso mismo, fantásticas -dijo el taxista.
Al cabo de un rato Fate se durmió. De tanto en tanto abría los ojos y veía pasar edificios en donde no parecía vivir nadie o avenidas grises mojadas por la lluvia. Luego cerraba los ojos y volvía a dormirse. Se despertó cuando el taxista le preguntó en qué terminal del aeropuerto quería que lo dejara.
– Voy para Detroit -dijo, y volvió a dormirse.
Las dos personas que ocupaban los asientos de delante hablaban de fantasmas. Fate no podía ver sus caras, pero imaginó que eran dos personas mayores, tal vez de sesenta o setenta años. Pidió un zumo de naranja. La azafata era rubia, de unos cuarenta años y tenía una mancha en el cuello que tapaba con un pañuelo blanco que el trajín con los viajeros había hecho deslizarse hacia abajo. El tipo que ocupaba el asiento de al lado era negro y bebía una botella de agua. Fate abrió su bolso y extrajo el dossier de Seaman. Los pasajeros de delante ya no hablaban de fantasmas sino de una persona a la que llamaban Bobby. Este Bobby vivía en Jackson Tree, en el estado de Michigan, y tenía una cabaña junto al lago Hurón. En cierta ocasión el tal Bobby había salido en barca y había naufragado.
Como pudo, se cogió a un tronco que flotaba por allí, un tronco milagroso, y esperó a que se hiciera de día. Pero por la noche el agua cada vez era más fría y Bobby empezó a helarse y a perder fuerzas. Cada vez se sentía más débil y aunque trató de atarse con el cinturón al tronco, por más esfuerzos que hizo no pudo. Contado, parece fácil, pero en la vida real es difícil atar tu propio cuerpo a un tronco a la deriva. Así que se resignó, pensó en sus seres queridos (aquí mencionaron a un tal Jig, que podía ser el nombre de un amigo, de un perro o de una rana amaestrada) y se agarró con todas sus fuerzas al tronco. Entonces vio una luz en el cielo. Creyó, ingenuamente, que se trataba de un helicóptero que había salido a buscarlo y se puso a gritar.
Sin embargo no tardó en reparar en que los helicópteros hacen un sonido de aspas y la luz que veía no hacía ese sonido. Pasados unos segundos se dio cuenta de que era un avión. Un enorme avión de pasajeros que iba a estrellarse directamente donde él estaba flotando agarrado al tronco. De golpe se le esfumó todo el cansancio. Vio pasar el avión justo encima de su cabeza.
Iba en llamas. A unos trescientos metros de donde él estaba el avión se clavó contra el lago. Oyó dos o tal vez más explosiones.
Sintió el impulso de acercarse hacia donde había ocurrido el desastre y eso hizo, muy lentamente, porque era difícil manejar el tronco como si fuera un flotador. El avión se había partido en dos y sólo una parte aún flotaba. Antes de llegar Bobby vio cómo se hundía lentamente en las aguas nuevamente oscuras del lago. Poco después llegaron los helicópteros de salvamento.
Sólo encontraron a Bobby y se sintieron estafados cuando éste les dijo que no viajaba en el avión sino que había naufragado en su bote, mientras pescaba. De todas maneras se hizo famoso durante un tiempo, dijo el que contaba la historia.
– ¿Y aún vive en Jackson Tree? -dijo el otro.
– No, creo que ahora vive en Colorado -fue la respuesta.
Después se pusieron a hablar de deportes. El vecino de Fate se bebió toda su agua y eructó discretamente llevándose una mano a la boca.
– Mentiras -dijo en voz baja.
– ¿Cómo dice? -dijo Fate.
– Mentiras, mentiras -dijo el tipo.
Ya comprendo, dijo Fate, y le dio la espalda y se puso a mirar por la ventanilla las nubes que parecían catedrales o tal vez sólo pequeñas iglesias de juguete abandonadas en una cantera de mármol laberíntica y cien veces más grande que el Gran Cañón.
En Detroit Fate alquiló un coche y tras consultar un mapa que le proporcionó la misma agencia de coches se dirigió al barrio donde vivía Barry Seaman.
No lo encontró en su casa, pero un niño le dijo que solía estar casi siempre en el Pete’s Bar, no muy lejos de allí. El barrio parecía un barrio de jubilados de la Ford y de la General Motor. Mientras caminaba iba mirando los edificios, de cinco o seis pisos, y sólo veía a viejos sentados en las escaleras o fumando acodados en las ventanas. De tanto en tanto, en alguna esquina, aparecía algún grupo de niños hablando en corro o niñas que saltaban a la cuerda. Los coches aparcados no eran buenos ni de último modelo, pero se veían bien cuidados.
El bar estaba junto a un lote baldío lleno de malezas y de flores silvestres que ocultaban los cascotes del edificio que antes se levantaba allí. Sobre el muro lateral de un edificio vecino vio un mural que le pareció curioso. Era circular, como un reloj, y donde debían estar los números había escenas de gente trabajando en las fábricas de Detroit. Doce escenas que representaban doce etapas en la cadena de producción. En cada escena, sin embargo, se repetía un personaje: un adolescente negro, o un hombre negro largo y esmirriado que aún no había abandonado o que se resistía a abandonar su infancia, vestido con ropas que variaban con cada escena pero que indefectiblemente siempre le quedaban pequeñas, y que cumplía una función que aparentemente podía ser tomada como la del payaso, el tipo que está ahí para hacernos reír, aunque si uno lo miraba con más atención se daba cuenta de que no sólo estaba allí para hacernos reír. Parecía la obra de un loco. La última pintura de un loco. En el centro del reloj, hacia donde convergían todas las escenas, había una palabra pintada con letras que parecían de gelatina: miedo.
Fate entró en el bar. Se sentó en un taburete y le preguntó al tipo que atendía el establecimiento quién era el artista que había hecho el mural de la calle. El camarero, un negro corpulento de unos sesenta años, con la cara surcada de cicatrices, le dijo que no lo sabía.
– Algún muchacho del barrio habrá sido -masculló.
Pidió una cerveza y le echó una mirada al bar. No fue capaz de distinguir entre los clientes a Seaman. Con la cerveza en la mano preguntó en voz alta si alguien conocía a Barry Seaman.
– ¿Quién lo busca? -dijo un tipo bajito, que llevaba una camiseta de los Pistons y una chaqueta de mezclilla celeste.
– Oscar Fate -dijo Fate-, de la revista Amanecer Negro, de Nueva York.
El camarero se le acercó y le preguntó si era verdad que era periodista. Soy periodista. Del Amanecer Negro.
– Hermano -dijo el tipo bajito sin levantarse de su mesa-, tu revista tiene un nombre de mierda. -Sus dos compañeros de cartas se rieron-. Personalmente ya estoy harto de tantos amaneceres -dijo el tipo bajito-, me gustaría que de vez en cuando los hermanos de Nueva York hicieran algo con el atardecer, que es la mejor hora, al menos en este jodido barrio.
– Cuando vuelva se lo diré. Yo sólo hago reportajes -dijo.
– Barry Seaman hoy no ha venido -dijo un viejo que estaba, al igual que él, sentado junto a la barra.
– Creo que está enfermo -dijo otro.
– Es verdad, algo de eso oí decir -dijo el viejo de la barra.
– Lo esperaré un rato -dijo Fate, y terminó de beberse su cerveza.
El camarero se acodó junto a él y le dijo que en sus tiempos había sido boxeador.
– Mi última pelea fue en Atenas, en Carolina del Sur. Peleé contra un chico blanco. ¿Quién crees que ganó? -dijo.
Fate lo miró a los ojos, hizo un gesto indescifrable con la boca y le pidió otra cerveza.
– Hacía cuatro meses que no veía a mi mánager. Sólo andaba yo con mi entrenador, el viejo Johnny Turkey, recorriendo las ciudades de Carolina del Sur y Carolina del Norte y durmiendo en los peores hoteles. Íbamos como mareados, yo por los golpes recibidos y el viejo Turkey porque ya tenía más de ochenta años.
Sí, ochenta, o puede que ochentaitrés. A veces, antes de dormirnos, con la luz ya apagada, discutíamos sobre eso. Turkey decía que acababa de cumplir ochenta. Yo que tenía ochentaitrés. La pelea era una pelea amañada. El empresario me dijo que tenía que dejarme caer en el quinto round. Y dejarme castigar un poco en el cuarto. A cambio me darían el doble de lo prometido, que no era mucho. Se lo dije esa noche a Turkey mientras cenábamos. Por mí no hay problema, me dijo. Ningún problema.
El problema es que esta gente suele no cumplir después sus compromisos. Así que tú verás. Eso me dijo.
Cuando volvió a casa de Seaman se sentía un poco mareado.
Una luna enorme se desplazaba por las azoteas de los edificios.
Junto a un zaguán un tipo lo abordó y le dijo algo que o bien no entendió o bien le parecieron palabras inadmisibles.
Soy amigo de Barry Seaman, hijo de puta, le dijo mientras lo intentaba coger por las solapas de su chaqueta de cuero.
– Tranquilo -dijo el tipo-. Tómatelo con calma, hermano.
En el fondo del zaguán vio cuatro pares de ojos de color amarillo que brillaban en la oscuridad, y en la mano colgante del tipo al que sujetaba vio el reflejo fugaz de la luna.
– Lárgate si no quieres morir -dijo.
– Tranquilo, hermano, primero suéltame -dijo el tipo.
Fate lo soltó y buscó la luna en las azoteas de enfrente. La siguió. Mientras caminaba oyó ruidos en las calles laterales, pasos, carreras, como si una parte del barrio se acabara de despertar.
Junto al edificio de Seaman distinguió su coche alquilado.
Lo examinó. No le habían hecho nada. Después llamó por el portero automático y una voz le preguntó, de muy mal humor, qué quería. Fate se identificó y dijo que era el enviado del Amanecer Negro. En el interfono se oyó una risita de satisfacción.
Adelante, dijo la voz. Subió las escaleras a cuatro patas. En algún momento se dio cuenta de que no estaba bien. Seaman lo esperaba en el rellano.
– Necesito ir al lavabo -dijo Fate.
– Jesús -dijo Seaman.
La sala era pequeña y modesta y vio muchos libros desparramados por todas partes y también carteles pegados en las paredes y fotos pequeñas esparcidas por las estanterías y la mesa y encima del televisor.
– La segunda puerta -dijo Seaman.
Fate entró y se puso a vomitar.
Al despertar vio a Seaman escribiendo con un bolígrafo.
A su lado había cuatro libros muy gruesos y varias carpetas llenas de papeles. Seaman usaba gafas para escribir. Se fijó en que de los cuatro libros tres eran diccionarios y el cuarto era un mamotreto que se llamaba La enciclopedia francesa abreviada, del que él nunca había oído hablar ni en la universidad ni en toda su vida. El sol entraba por la ventana. Se sacó la manta de encima y se sentó en el sofá. Le preguntó a Seaman qué había pasado.
El viejo lo miró por encima de sus gafas y le ofreció una taza de café. Seaman medía un metro ochenta, por lo menos, pero caminaba algo encorvado, lo que lo hacía parecer más pequeño.
Se ganaba la vida dando conferencias que por regla general no estaban bien pagadas, pues solían contratarlo instituciones escolares que trabajaban en los guetos y de vez en cuando pequeñas universidades progresistas que no contaban con un presupuesto suficiente. Hacía unos años había publicado un libro titulado Comiendo costillas de cerdo con Barry Seaman, en el que recopilaba todas las recetas que conocía de costillas de cerdo, generalmente a la plancha o a la barbacoa, añadiendo datos curiosos o extravagantes sobre el sitio en donde había aprendido la receta y quién y en qué circunstancia se la había enseñado. La mejor parte del libro eran las costillas de cerdo con puré de patata o de manzana que había hecho en la cárcel, la forma de conseguir las materias primas, la forma de cocinar en un lugar donde no lo dejaban, entre tantas otras cosas, cocinar. El libro no fue un éxito pero puso otra vez en circulación a Seaman y apareció en algunos programas de televisión de la mañana, cocinando en directo algunas de sus famosas recetas. Ahora su nombre había vuelto a caer en el olvido, pero él seguía dictando sus conferencias y viajando por todo el país, a veces a cambio de un billete de ida y vuelta y trescientos dólares.
Junto a la mesa en donde escribía y donde ambos se sentaron a tomar el café, había un cartel en blanco y negro en el que aparecían dos jóvenes con chaquetas negras y boinas negras y gafas negras. Fate sintió un escalofrío, pero no por el cartel sino por lo mal que se sentía, y tras beber el primer sorbo le preguntó si uno de aquellos muchachos era él. Así es, dijo Seaman.
Preguntó cuál de los dos. Seaman sonrió. No tenía ni un solo diente.
– Es difícil decirlo, ¿verdad?
– No lo sé, no me siento muy bien, si me sintiera mejor seguro que lo adivinaría -dijo Fate.
– El de la derecha, el más bajito -dijo Seaman.
– ¿Quién es el otro? -dijo Fate.
– ¿Seguro que no lo sabes?
Volvió a mirar el cartel durante un rato.
– Es Marius Newell -dijo Fate.
– Así es -dijo Seaman.
Seaman se puso una chaqueta. Después entró en la habitación y cuando volvió a salir llevaba un sombrero de ala corta de color verde oscuro. De un vaso que estaba en el baño en penumbra sacó su dentadura postiza y se la encajó con cuidado.
Fate lo observó desde la sala. Se enjuagó los dientes con un líquido rojo, escupió sobre el lavamanos, volvió a enjuagarse la boca y dijo que ya estaba listo.
Partieron en el coche alquilado hasta el parque Rebeca Holmes, a unas veinte manzanas de allí. Como aún tenían tiempo detuvieron el coche a un lado del parque y se dedicaron a conversar mientras estiraban los pies. El parque Rebeca Holmes era grande y en la parte central, protegido por una valla semidestrozada, había un espacio dedicado a los juegos infantiles llamado Memorial Temple A. Hoffman, en donde no vieron a ningún niño jugando. De hecho, el espacio infantil, salvo por un par de ratas que al verlos echaron a correr, estaba totalmente vacío. Junto a una arboleda de robles se alzaba una pérgola de trazado vagamente oriental, como una iglesia ortodoxa rusa en miniatura. Del otro lado de la pérgola se oía música de rap.
– Detesto esta mierda -dijo Seaman-, eso que quede claro en tu artículo.
– ¿Por qué? -dijo Fate.
Avanzaron hacia la pérgola y vieron junto a ésta el lecho de un estanque ahora completamente seco. Sobre el barro seco habían quedado las huellas congeladas de unas zapatillas Nike.
Fate pensó en los dinosaurios y volvió a sentirse mareado. Rodearon la pérgola. En el otro lado, junto a unos matojos, vieron en el suelo el radiocasete de donde salía la música. No había nadie alrededor. Seaman dijo que no le gustaba el rap porque la única salida que ofrecía era el suicidio. Pero ni siquiera un suicidio con sentido. Ya sé, dijo, ya sé. Es difícil imaginar un suicidio con sentido. No suele haberlo. Aunque yo he visto o he estado cerca de dos suicidios con sentido. Eso creo. Tal vez me equivoque, dijo.
– ¿De qué manera el rap aboga por el suicidio? -dijo Fate.
Seaman no le contestó y lo condujo por un atajo entre los árboles, desde donde salieron a un prado. En la acera tres niñas jugaban a saltar la cuerda. La canción que cantaban le pareció singular en grado extremo. Decía algo sobre una mujer a la que le habían amputado las piernas y los brazos y la lengua. Decía algo sobre el alcantarillado de Chicago y sobre el jefe del alcantarillado o un empleado público llamado Sebastian D’Onofrio y luego venía un estribillo que repetía Chi-Chi-Chi-Chicago.
Decía algo sobre el influjo de la luna. Después a la mujer le crecían piernas de madera y brazos de alambre y una lengua hecha de hierbas y plantas trenzadas. Totalmente despistado, preguntó por su coche y el viejo le contestó que estaba al otro lado del parque Rebeca Holmes. Cruzaron la calle hablando de deportes.
Anduvieron cien metros y entraron en una iglesia.
Allí, desde el púlpito, Seaman habló de su vida. Lo presentó el reverendo Ronald K. Foster, aunque por la manera de hacerlo se notaba que Seaman ya había estado allí antes. Voy a tratar cinco temas, dijo Seaman, ni uno más ni uno menos. El primer tema es PELIGRO. El segundo, DINERO. El tercero, COMIDA. El cuarto, ESTRELLAS. El quinto y último, UTILIDAD.
La gente sonrió y algunos movieron la cabeza en señal de aprobación, como si le dijeran al conferenciante que estaban de acuerdo, que no tenían nada mejor que hacer que escucharlo.
En una esquina vio a cinco chicos, ninguno mayor de veinte años, vestidos con chaquetas negras y boinas negras y lentes negros que miraban a Seaman con expresión estólida y que lo mismo estaban allí para aplaudirle que para insultarle. En el escenario el viejo se movía con la espalda encorvada de un lado a otro, como si de pronto hubiera olvidado su discurso. De improviso, a una orden del pastor, el coro cantó un gospel. La letra de la canción hablaba de Moisés y del cautiverio del pueblo de Israel en Egipto. El mismo pastor los acompañaba al piano.
Entonces Seaman volvió al centro y levantó una mano (tenía los ojos cerrados) y a los pocos segundos cesaron las notas del coro y la iglesia quedó en silencio.
PELIGRO. Contra lo que todos (o buena parte de los feligreses) esperaban, Seaman empezó hablando de su infancia en California. Dijo que para los que no conocen California, ésta a lo que más se parecía era a una isla encantada. Tal cual. Es igual que en las películas, pero mejor. La gente vive en casas de una sola planta y no en edificios, dijo, y acto seguido se extendió en una comparación entre casas de una sola planta o a lo sumo de dos y edificios de cuatro o cinco plantas en donde el ascensor un día está estropeado y otro día fuera de servicio. En lo único en que los edificios no salían desfavorablemente parados era en las distancias. Un barrio de edificios acorta las distancias, dijo.
Todo queda más cerca. Puedes ir caminando a comprar la comida o puedes caminar hasta el bar más próximo (aquí le guiñó un ojo al reverendo Foster), o hasta la iglesia de tu congregación más próxima, o hasta un museo. Es decir, no tienes necesidad de coger un coche. Ni siquiera tienes necesidad de tener un coche. Y aquí se extendió con una serie de estadísticas sobre accidentes automovilísticos mortales en un condado de Detroit y en un condado de Los Ángeles. Y eso que es en Detroit donde se fabrican, dijo, y no en Los Ángeles. Levantó un dedo, se buscó algo en el bolsillo de la chaqueta y sacó un inhalador para enfermos broncopulmonares. Todo el mundo esperó en silencio. Los dos chisguetazos del inhalador se oyeron hasta en el último rincón de la iglesia. Perdón, dijo Seaman. Después contó que él a los trece años había aprendido a conducir. Ya no lo hago, dijo, pero a los trece aprendí y no es algo que me llene de orgullo. En ese momento miró a la sala, a un sitio impreciso en el centro de la nave, y dijo que él había sido uno de los fundadores del partido Panteras Negras. Concretamente, dijo, Marius Newell y yo. A partir de ese instante la conferencia dio un ligerísimo giro. Fue como si las puertas de la iglesia se hubieran abierto, escribió Fate en su cuaderno de notas, y hubiera entrado el fantasma de Newell. Pero acto seguido, como si quisiera salir del atolladero, Seaman se puso a hablar no de Newell sino de la madre de Newell, Anne Jordan Newell, y evocó su porte, agraciado, su trabajo, obrera en una fábrica de aspersores, su religiosidad, acudía cada domingo a la iglesia, su laboriosidad, tenía la casa limpia como una patena, su simpatía, siempre tuvo una sonrisa para los demás, su responsabilidad, daba, sin imponerlos, buenos y sabios consejos. No hay nada superior a una madre, concluyó Seaman. Yo fundé, junto a Marius, los Panteras Negras. Trabajábamos en lo que fuera y comprábamos escopetas y pistolas para la autodefensa del pueblo. Pero una madre vale más que la revolución negra. Os lo puedo asegurar. En mi larga y azarosa vida he visto muchas cosas. Estuve en Argelia y estuve en China y en varias cárceles de los Estados Unidos. No hay nada que valga tanto como una madre. Esto lo digo aquí y lo digo en cualquier otro lugar y a cualquier hora, dijo con voz bronca. Después pidió perdón otra vez y se dio la vuelta, hacia el altar, y luego volvió a ponerse de cara al público. Como ustedes saben, dijo, a Marius Newell lo mataron. Lo mató un negro como ustedes o como yo, una noche, en Santa Cruz, California.
Yo se lo dije. Marius, no vuelvas a California, mira que allí hay mucho policía que nos tiene tomada la medida. Pero él no me hizo caso. Le gustaba California. Le gustaba ir a los roqueríos los domingos y respirar el olor del océano Pacífico.
Cuando ambos estábamos en la cárcel, a veces, recibía postales de él en las que me decía que había soñado que respiraba ese aire. Y eso es raro, a pocos negros he conocido que les gustara tanto el mar. Más bien a ninguno, sobre todo en California.
Pero yo sé lo que Marius quería decir, sé lo que esto significa.
Bueno, sinceramente, yo tengo una teoría acerca de esto, acerca de por qué a los negros no nos gusta el mar. Sí nos gusta. Pero no nos gusta tanto como a otra gente. Pero mi teoría no viene a cuento ahora. Marius me dijo que las cosas habían cambiado en California. Hay ahora muchos más policías negros, por ejemplo. Es verdad. En eso ha cambiado. Pero hay otras cosas en que todo sigue igual. Aunque hay cosas que no y eso hay que reconocerlo. Y Marius lo reconocía y sabía que parte del mérito era nuestro. Los Panteras Negras habíamos contribuido al cambio. Con nuestro grano de arena o con nuestro camión volquete. Habíamos contribuido. También había contribuido la madre de Marius y todas las demás madres negras que por las noches, en vez de dormir, lloraron e imaginaron las puertas del infierno. Así que decidió volver a California y vivir allí lo que le quedaba de vida, tranquilo, sin hacer daño a nadie, y tal vez fundar una familia y tener hijos. Siempre dijo que a su primer hijo lo iba a llamar Frank, en memoria de un compañero que murió en la prisión de Soledad. En realidad, hubiera tenido que tener por lo menos treinta hijos para recordar a los amigos muertos. O diez y a cada uno ponerle tres nombres. O cinco y a cada uno ponerle seis nombres. Pero la verdad es que no tuvo ninguno porque una noche, mientras estaba caminando por una calle de Santa Cruz, lo mató un negro. Dicen que por dinero. Dicen que Marius le debía dinero y que por eso lo mataron, pero a mí me cuesta creerlo. Yo creo que alguien pagó para que lo mataran. Marius en aquella época estaba luchando contra el tráfico de drogas en los barrios y a alguien eso no le gustó. Puede ser. Yo aún estaba en la cárcel y no sé muy bien qué fue lo que pasó. Tengo mis versiones, demasiadas versiones.
Sólo sé que Marius murió en Santa Cruz, en donde no vivía, adonde había ido a pasar unos días, y resulta difícil pensar que el asesino viviera allí. Es decir: el asesino siguió a Marius. Y el único motivo que se me ocurre pensar que justificara la presencia de Marius en Santa Cruz es el mar. Marius fue a ver y a oler el océano Pacífico. Y el asesino se desplazó a Santa Cruz siguiendo el olor de Marius. Y pasó lo que todos saben. A veces me imagino a Marius. Más frecuentemente de lo que en el fondo desearía. Y lo veo en una playa de California. En alguna de Big Sur, por ejemplo, o en la playa de Monterrey, al norte de Fisherman’s Wharf, subiendo por la Highway 1. Él está acodado en un mirador, de espaldas a nosotros. Es invierno y hay pocos turistas. Los Panteras Negras somos jóvenes, ninguno mayor de veinticinco años. Todos vamos armados, aunque hemos dejado las armas en el coche, y nuestros rostros expresan un profundo desagrado. El mar ruge. Entonces yo me acerco a Marius y le digo vámonos de aquí ahora mismo. Y en ese momento Marius se da la vuelta y me mira. Está sonriendo. Está más allá. Y me indica el mar con una mano, porque es incapaz de expresar con palabras lo que siente. Y entonces yo me asusto, aunque es mi hermano a quien tengo a mi lado, y pienso: el mar es el peligro.
DINERO. En pocas palabras, para Seaman el dinero era necesario, pero no tan necesario como la gente decía. Se puso a hablar de lo que llamó «relativismo económico». En la cárcel de Folsom, dijo, un cigarrillo equivalía a una vigésima parte de una lata pequeña de mermelada de fresa. En la cárcel de Soledad, por el contrario, un cigarrillo equivalía a una trigésima parte de esa misma lata de mermelada de fresa. En Walla-Walla, sin embargo, un cigarrillo estaba a la par de la lata de mermelada, entre otras razones porque los reclusos de Walla-Walla, vaya uno a saber por qué motivos, tal vez debido a una intoxicación alimentaria, tal vez a una adicción cada vez mayor a la nicotina, despreciaban profundamente las cosas dulces y procuraban pasarse todo el día inhalando humo en sus pulmones. El dinero, dijo Seaman, en el fondo era un misterio y él no era, por sus nulos estudios, la persona más adecuada para hablar de ese tema. No obstante tenía dos cosas que decir. La primera era que no estaba de acuerdo en la forma en que gastaban su dinero los pobres, sobre todo los pobres afroamericanos. Me hierve la sangre, dijo, cuando veo a un chulo de putas paseándose por el barrio a bordo de una limousine o de un Lincoln Continental.
No lo puedo soportar. Cuando los pobres ganan dinero deberían comportarse con mayor dignidad, dijo. Cuando los pobres ganan dinero, deberían ayudar a sus vecinos. Cuando los pobres ganan mucho dinero, deberían mandar a sus hijos a la universidad y adoptar a uno o más huérfanos. Cuando los pobres ganan dinero, deberían admitir públicamente que han ganado sólo la mitad. Ni a sus hijos deberían contarle lo que en realidad tienen, porque los hijos luego quieren la totalidad de la herencia y no están dispuestos a compartirla con sus hermanos adoptivos. Cuando los pobres ganan dinero deberían guardar fondos secretos para ayudar no sólo a los negros que están pudriéndose en las cárceles de los Estados Unidos, sino para fundar empresas humildes como lavanderías, bares, videoclubs, que generen ganancias que luego se reviertan íntegramente en sus comunidades. Becas de estudio. Aunque los becarios acaben mal. Aunque los becarios acaben suicidándose de tanto escuchar rap o en un arrebato de ira asesinen a su profesor blanco y a cinco compañeros de clase. El camino del dinero está sembrado de tentativas y fracasos que no deben desanimar a los pobres enriquecidos o a los nuevos ricos de nuestra comunidad. Hay que aplicarse en ese punto. Hay que sacar agua no sólo de las rocas sino también del desierto. Aunque sin olvidar que el dinero siempre será un problema pendiente, dijo Seaman.
COMIDA. Como ustedes saben, dijo Seaman, yo resucité gracias a las chuletas de cerdo. Primero fui un Pantera Negra y me enfrenté a la policía de California y luego viajé por todo el mundo y luego viví varios años con los gastos pagados por el gobierno de los Estados Unidos de América. Cuando me soltaron yo no era nadie. Los Panteras Negras ya no existían.
Algunos nos consideraban un antiguo grupo terrorista. Otros, un recuerdo vago del pintoresquismo negro de los años sesenta.
Marius Newell había muerto en Santa Cruz. Otros compañeros habían muerto en las cárceles y otros habían pedido disculpas públicas y cambiado de vida. Ahora había negros no sólo en la policía. Había negros ocupando cargos públicos, alcaldes negros, empresarios negros, abogados de renombre negros, estrellas de la tele y del cine, y los Panteras Negras eran un estorbo.
Así que cuando yo salí a la calle ya no quedaba nada o quedaba muy poco, los restos humeantes de una pesadilla en la que habíamos entrado siendo adolescentes y de la que ahora salíamos siendo adultos, casi viejos, yo diría, sin futuro posible, porque lo que sabíamos hacer lo habíamos olvidado durante los largos años de cárcel y dentro de la cárcel nada habíamos aprendido, a no ser la crueldad de los carceleros y el sadismo de algunos reclusos. Ésa era mi situación. Así que mis primeros meses con la condicional fueron tristes y grises. A veces me quedaba durante horas viendo parpadear las luces de una calle cualquiera, asomado a la ventana y fumando sin parar. No voy a negar que en más de una ocasión por mi cabeza cruzaron pensamientos funestos. Sólo una persona me ayudó desinteresadamente, mi hermana mayor, que en gloria esté. Ella me ofreció su casa en Detroit, que era bastante pequeña, pero que para mí fue como si una princesa europea me ofreciera su castillo para pasar una temporada de reposo. Mis días eran monótonos pero tenían algo de lo que hoy, con la experiencia acumulada, no dudaría en llamar felicidad. Por aquel entonces sólo veía regularmente a dos personas: mi hermana, que era el ser humano más bondadoso del mundo, y mi agente de libertad vigilada, un tipo gordo que a veces me invitaba a beber un whisky en su oficina y solía decirme: ¿cómo es que fuiste un tipo tan malo, Barry? Alguna vez pensé que lo decía para provocarme.
Alguna vez pensé: este tipo está a sueldo de los policías de California y quiere provocarme y luego meterme un balazo en la barriga. Háblame de tus h…, Barry, decía, refiriéndose a mis atributos viriles, o: háblame de los tipos que te cargaste. Habla, Barry. Habla. Y abría el cajón de su escritorio, donde yo sabía que tenía su arma, y esperaba. Y yo no tenía más remedio que hablar. Le decía: bueno, Lou, yo no conocí al presidente Mao, pero sí que conocí a Lin Piao, nos fue a recibir al aeropuerto, Lin Piao, que luego quiso cargarse al presidente Mao y que murió en un accidente de avión mientras huía hacia Rusia. Un tipo pequeño y más hábil que una serpiente. ¿Tú recuerdas a Lin Piao? Y Lou decía que no había oído hablar de Lin Piao en su vida. Bueno, Lou, decía yo, era algo así como un ministro chino o como el secretario de Estado de la China. Y en esa época no había muchos norteamericanos allí, te lo puedo asegurar.
Se podría decir que fuimos nosotros los que les allanamos el camino a Kissinger y Nixon. Y así podía estar con Lou durante tres horas, él pidiéndome que le hablara de los tipos a los que yo había matado por la espalda, y yo hablándole de los políticos y de los países que había conocido. Hasta que por fin me lo pude sacar de encima, a base de paciencia cristiana, y desde entonces no lo he vuelto a ver más. Probablemente Lou murió de cirrosis. Y mi vida siguió hacia adelante, con los mismos sobresaltos y la misma sensación de provisionalidad. Entonces, un día cualquiera, recordé que había algo que no había olvidado.
No me había olvidado de cocinar. No me había olvidado de mis chuletas de cerdo. Con la ayuda de mi hermana, que era una santa y a la que le encantaba hablar de estas cosas, fui anotando todas las recetas que recordaba, las de mi madre, las que había hecho en la cárcel, las que los sábados hacía en casa, en la azotea de casa, para mi hermana, aunque ella, he de decirlo, no era muy aficionada a la carne. Y cuando tuve el libro completo fui a Nueva York a ver a algunos editores y uno de ellos se interesó y el resto vosotros ya lo conocéis. El libro me puso en circulación otra vez. Aprendí a combinar la gastronomía con la memoria. Aprendí a combinar la gastronomía con la historia.
Aprendí a combinar la gastronomía con mi agradecimiento y mi perplejidad por la bondad de tanta gente, empezando por mi difunta hermana y siguiendo por tantas personas. Y aquí permítanme que haga una precisión. Cuando digo perplejidad, quiero decir, también, maravilla. Es decir, una cosa extraordinaria que causa admiración. Como la flor de la maravilla, o como las azaleas, o como las siemprevivas. Pero también me di cuenta de que esto no bastaba. No podía vivir siempre con mis famosas y riquísimas recetas de costillas. No dan para tanto las costillas. Hay que cambiar. Hay que revolverse y cambiar. Hay que saber buscar aunque uno no sepa qué es lo que busca. Así que ya pueden ir sacando, los que estén interesados, lápiz y papel, pues les voy a dictar otra receta. Es la del pato a la naranja.
No es recomendable para comer cada día, porque no es barato y además su elaboración no debe ser inferior a una hora y media, pero una vez cada dos meses o cuando se celebra un cumpleaños, no está mal. Éstos son los ingredientes para cuatro personas. Un pato de un kilo y medio, veinticinco gramos de mantequilla, cuatro dientes de ajo, dos vasos de caldo, un ramillete de hierbas, una cucharada de tomate concentrado, cuatro naranjas, cincuenta gramos de azúcar, tres cucharadas de brandy, tres cucharadas de vinagre, tres cucharadas de jerez, pimienta negra, aceite y sal. Luego Seaman explicó las diferentes fases de la preparación y cuando hubo terminado de explicarlas sólo dijo que aquel pato era una excelente comida.
ESTRELLAS. Dijo que uno conocía muchas clases de estrellas o que uno creía conocer muchas clases de estrellas. Habló de las estrellas que se ven por la noche, digamos, cuando uno va de Des Moines a Lincoln por la 80 y el coche se estropea, nada grave, el aceite o el radiador, tal vez una rueda pinchada, y uno se baja y saca el gato y la rueda de repuesto del maletero y cambia la rueda, en el peor de los casos media hora, y cuando ha terminado mira hacia arriba y ve el cielo cubierto de estrellas.
La Vía Láctea. Habló de las estrellas del deporte. Ésas son otra clase de estrellas, dijo, y las comparó con las estrellas de cine, aunque precisó que la vida de una estrella del deporte solía ser bastante más corta que la vida de una estrella de cine. La de una estrella del deporte, en el mejor de los casos, solía durar quince años, mientras la vida de una estrella de cine, también en el mejor de los casos, podía durar cuarenta o cincuenta años si había empezado joven la carrera. Por el contrario, la vida de cualquiera de las estrellas que uno podía contemplar a un lado de la 80, mientras viajaba de Des Moines a Lincoln, solía durar millones de años o bien, en el momento de contemplarla, podía haber muerto hacía ya millones de años y el viajero que la contemplaba ni siquiera lo sospechaba. Podía tratarse de una estrella viva o podía tratarse de una estrella muerta. En ocasiones, según se lo mirara, dijo, ese asunto carecía de importancia, pues las estrellas que uno ve de noche viven en el reino de la apariencia. Son apariencia, de la misma manera en que son apariencia los sueños. De tal manera que el viajero de la 80 al que se le acaba de reventar un neumático no sabe si lo que contempla en la inmensa noche son estrellas o si, por el contrario, son sueños. De alguna forma, dijo, ese viajero detenido también es parte de un sueño, un sueño que se desgaja de otro sueño así como una gota de agua se desgaja de una gota de agua mayor a la que llamamos ola. Llegado a este punto Seaman advirtió que una cosa es una estrella y otra cosa es un meteorito.
Un meteorito no tiene nada que ver con una estrella, dijo. Un meteorito, sobre todo si su trayectoria lo lleva directo a impactar con la Tierra, no tiene nada que ver con una estrella ni con un sueño, aunque sí, tal vez, con la noción de desgajamiento, una especie de desgajamiento al revés. Luego habló de las estrellas de mar, dijo que Marius Newell cada vez que recorría alguna playa de California encontraba, vaya uno a saber cómo, una estrella de mar. Pero también dijo que las estrellas de mar que uno se encontraba en las playas generalmente estaban muertas, eran cadáveres que las olas expulsaban, aunque había, ciertamente, excepciones. Newell, dijo, siempre distinguía entre las estrellas de mar muertas de aquellas que estaban vivas. No sé cómo, pero las distinguía. Y las muertas las dejaba en la playa y a las vivas las devolvía al mar, las arrojaba cerca de las rocas para que así tuvieran al menos una oportunidad. Salvo en una ocasión en que se llevó a casa una estrella de mar y la metió en una pecera, con agua salada del Pacífico. Eso fue cuando los Panteras Negras acababan de nacer y ellos se dedicaban a vigilar el tránsito en su barrio para que los coches no circularan a toda velocidad y mataran niños. Hubiera bastado con un semáforo o tal vez dos, pero el ayuntamiento no quiso poner ninguno. Así que ésa fue una de las primeras apariciones de los Panteras, como guardias de tráfico. Y mientras tanto Marius Newell cuidaba su estrella de mar. Por supuesto, no tardó en darse cuenta de que su acuario necesitaba un motor. Una noche salió con Seaman y el pequeño Nelson Sánchez a robarlo. Ninguno iba armado. Fueron a una tienda especializada en la venta de peces raros en Colchester Sun, un barrio de blancos, y entraron por la parte de atrás. Cuando ya tenían el motor en sus manos apareció un tipo con una escopeta. Pensé que allí íbamos a morir, dijo Seaman, pero entonces Marius dijo: no dispare, no dispare, es para mi estrella de mar. El tipo de la escopeta se quedó inmóvil. Retrocedimos. El tipo avanzó. Nos detuvimos. El tipo se detuvo. Volvimos a retroceder. El tipo fue tras nosotros. Por fin llegamos al coche que conducía el pequeño Nelson y el tipo se detuvo a menos de tres metros. Cuando puso el coche en marcha, el tipo se echó la escopeta al hombro y nos apuntó.
Acelera, le dije. No, dijo Marius, despacio, despacio. El coche salió hacia la calle principal a vuelta de rueda y el tipo detrás, caminando y con la escopeta apuntándonos. Ahora sí, acelera, dijo Marius, y cuando el pequeño Nelson pisó el acelerador el tipo se quedó inmóvil y se fue haciendo cada vez más pequeño, hasta que lo vi desaparecer por el espejo retrovisor. Por supuesto, el motor no le sirvió de nada a Marius y al cabo de una semana o dos, pese a los cuidados recibidos, la estrella de mar murió y terminó en la bolsa de basura. En realidad, cuando uno habla de estrellas, lo hace en sentido figurado. Eso se llama metáfora. Uno dice: es una estrella de cine. Uno está hablando con una metáfora. Uno dice: el cielo estaba cubierto de estrellas.
Más metáforas. Si a uno le pegan un derechazo en la mandíbula y lo dejan knock out, se dice que ha visto las estrellas.
Otra metáfora. Las metáforas son nuestra manera de perdernos en las apariencias o de quedarnos inmóviles en el mar de las apariencias. En este sentido una metáfora es como un salvavidas.
Y no hay que olvidar que hay salvavidas que flotan y salvavidas que caen a plomo hacia el fondo. Eso conviene no olvidarlo jamás. La verdad es que sólo hay una estrella y esa estrella no es ninguna apariencia ni es una metáfora ni surge de ningún sueño o pesadilla. La tenemos ahí afuera. Es el sol. Ésa es, para nuestra desgracia, la única estrella. Cuando yo era joven vi una película de ciencia ficción. Una nave pierde el rumbo y se aproxima al sol. Los astronautas empiezan a sentir dolores de cabeza, eso lo primero. Después todos sudan copiosamente y se sacan sus trajes espaciales y aun así no pueden dejar de sudar como locos y de deshidratarse. La gravedad del sol los atrae implacablemente.
El sol empieza a derretir el revestimiento de la nave. El espectador no puede evitar sentir, sentado en su butaca, un calor insufrible. Ya no recuerdo el final. Creo que se salvan en el último minuto y corrigen el rumbo de la nave, otra vez con destino a la Tierra, y atrás queda el sol, enorme, una estrella enloquecida en la inmensidad del espacio.
UTILIDAD. Pero el sol tiene su utilidad, eso a nadie con dos dedos de frente se le escapa, dijo Seaman. De cerca es el infierno, pero de lejos es útil y hermoso, sólo un vampiro sería incapaz de reconocerlo. Después empezó a hablar de las cosas que antes eran útiles, sobre las cuales había consenso, y que ahora más bien inspiraban desconfianza, como las sonrisas, en la década de los cincuenta, por ejemplo, dijo, una sonrisa te abría puertas. Yo no sé si podía abrirte caminos, pero indudablemente puertas sí que te abría. Ahora una sonrisa inspira desconfianza.
Antes, si eras vendedor y entrabas en algún sitio, lo mejor era hacerlo con una gran sonrisa. Lo mismo si eras camarero que ejecutivo, secretaria, médico, guionista o jardinero. Los únicos que no sonreían nunca eran los policías y los funcionarios de prisiones. Ésos siguen igual. Pero los demás, todos procuraban sonreír. Fue la edad de oro de los dentistas de los Estados Unidos de América. Los negros, por supuesto, siempre sonreían. Los blancos sonreían. Los asiáticos. Los hispanos.
Ahora sabemos que detrás de una sonrisa puede ocultarse tu peor enemigo. O, dicho de otro modo, ya no confiamos en nadie, empezando por los que sonríen, pues sabemos que éstos intentan conseguir algo de ti. Sin embargo la televisión americana está llena de sonrisas y de dentaduras cada vez más perfectas.
¿Quieren que depositemos nuestra confianza en ellos? No.
¿Quieren hacernos creer que son buenas personas, incapaces de hacer daño a nadie? Tampoco. En realidad no quieren nada de nosotros. Sólo quieren enseñarnos sus dentaduras, sus sonrisas, sin pedirnos nada a cambio salvo nuestra admiración. Admiración.
Quieren que los miremos, eso es todo. Sus dentaduras perfectas, sus cuerpos perfectos, sus modales perfectos, como si ellos se estuvieran permanentemente desgajando del sol y fueran trozos de fuego, pedazos de infierno ardiente, cuya presencia en este planeta únicamente obedece a la necesidad de pleitesía.
Cuando yo era pequeño, dijo Seaman, no recuerdo que los niños llevaran alambres en la boca. Hoy casi no conozco pequeños que no los luzcan. Lo inútil se impone no como calidad de vida sino como moda o distintivo de clase, y tanto la moda como los distintivos de clase necesitan admiración, pleitesía.
Por supuesto, las modas tienen una esperanza de vida corta, un año, cuatro a lo sumo, y después pasan por todas las etapas de la degradación. El distintivo de clase, por el contrario, sólo se pudre cuando se pudre el cadáver que lo llevaba encima. Luego se puso a hablar de las cosas útiles que necesitaba el cuerpo. En primer lugar, una comida equilibrada. Veo muchos gordos en esta iglesia, dijo. Sospecho que pocos de vosotros coméis ensalada.
Tal vez sea el momento adecuado de daros una receta.
Esta receta se llama: Coles de Bruselas al limón. Anoten, por favor. Ingredientes para cuatro personas: 800 gramos de coles de Bruselas, el zumo y la ralladura de un limón, una cebolla, una rama de perejil, 40 gramos de mantequilla, pimienta negra y sal. Se prepara de la siguiente manera. Uno: Limpiar bien las coles y retirar las hojas exteriores. Picar finamente la cebolla y el perejil. Dos: En una olla con agua hirviendo y sal cocer las coles durante veinte minutos o hasta que estén tiernas. Después escurrir bien y guardar. Tres: En una sartén untada con mantequilla sofreír ligeramente la cebolla, añadir la ralladura y el zumo de limón y salpimentar al gusto. Cuatro: Incorporar las coles, mezclar con la salsa, rehogar unos minutos, espolvorear con el perejil y servir adornadas con rodajitas de limón. Para chuparse los dedos, dijo Seaman. Sin colesterol, buena para el hígado, buena para la circulación sanguínea, sanísima. Después dio la receta de la Ensalada de endibias y gambas y de la Ensalada de brécol y después dijo que no sólo de comida sana vivía el hombre. Hay que leer libros, dijo. No ver tanta televisión.
Los expertos dicen que la tele no es mala para los ojos. Yo me permito dudarlo. La tele no es buena para la vista y los teléfonos móviles aún son un misterio. Tal vez, como dicen algunos científicos, produzcan cáncer. Ni lo niego ni lo afirmo, pero ahí está. Yo lo que digo es que hay que leer libros. El pastor sabe que lo que digo es la verdad. Lean libros de autores negros.
Y de autoras negras. Pero no se queden ahí. Ésa es mi verdadera aportación de esta noche. Cuando uno lee jamás pierde el tiempo. Yo en la cárcel leía. Allí me puse a leer. Mucho. Devoraba los libros como si fueran costillitas de cerdo picantes. En las cárceles la luz se apaga muy pronto. Uno se mete en su cama y escucha ruidos. Pasos. Gritos. Como si la cárcel en lugar de estar en California estuviera en el interior del planeta Mercurio, que es el planeta más cercano al sol. Sientes frío y calor al mismo tiempo y ésa es la señal más clara de que te sientes solo o de que estás enfermo. Uno intenta, por descontado, pensar en otras cosas, en cosas bonitas, pero no siempre puede.
A veces, algún vigilante instalado en la garita interior enciende una lámpara y un rayo de luz de esa lámpara roza los barrotes de tu celda. A mí me ocurrió infinidad de veces. La luz de una lámpara mal colocada o los fluorescentes de la galería superior o de la galería vecina. Entonces cogía mi libro y lo aproximaba a la luz y me ponía a leer. Con dificultad, pues las letras y los párrafos parecían enloquecidos o atemorizados por esa atmósfera mercurial y subterránea. Pero igual leía y leía, a veces con una rapidez desconcertante hasta para mí mismo y a veces con gran lentitud, como si cada frase o palabra fuera un manjar para todo mi cuerpo, no solamente para mi cerebro.
Y así me podía estar horas, sin importarme el sueño o el hecho incontestable de que estaba preso por haberme preocupado por mis hermanos, a la mayoría de los cuales les importaba un pimiento el que yo me pudriera o no. Yo sabía que estaba haciendo algo útil. Eso era lo importante. Hacía algo útil mientras los carceleros caminaban o se saludaban entre ellos durante el cambio de turno con palabras amables que a mí me sonaban a insultos y que, bien mirado (se me acaba de ocurrir), tal vez fueran insultos. Yo hacía algo útil. Algo útil se lo mire como se lo mire. Leer es como pensar, como rezar, como hablar con un amigo, como exponer tus ideas, como escuchar las ideas de los otros, como escuchar música (sí, sí), como contemplar un paisaje, como salir a dar un paseo por la playa. Y vosotros, que sois tan amables, ahora os estaréis preguntando: ¿qué era lo que leías, Barry? Lo leía todo. Pero sobre todo recuerdo un libro que leí en uno de los momentos más desesperados de mi vida y que me devolvió la serenidad. ¿Qué libro es ése? ¿Qué libro es ése? Pues ése es un libro que se llama Compendio abreviado de la obra de Voltaire y les aseguro que es muy útil o al menos para mí fue de gran utilidad.
Aquella noche, después de dejar a Seaman en su casa, Fate durmió en el hotel que la revista le había reservado desde Nueva York. El recepcionista le dijo que lo esperaban el día anterior y le entregó un recado de su jefe de sección preguntando qué tal había ido todo. Desde su habitación lo llamó por teléfono a la revista, a sabiendas de que a esa hora allí no habría nadie, y le dejó un mensaje en el contestador explicándole vagamente su encuentro con el viejo.
Se duchó y se metió en la cama. Buscó un programa pornográfico en la tele. Halló una película en la que una alemana hacía el amor con un par de negros. La alemana hablaba en alemán y los negros también hablaban en alemán. Se preguntó si en Alemania también había negros. Luego se aburrió y cambió a una cadena gratuita. Vio un trozo de un programa basura en el que una mujer obesa de unos cuarenta años tenía que soportar los insultos de su marido, un obeso de unos treintaicinco, y de su nueva novia, una semiobesa de unos treinta años. El tipo, pensó, era claramente un marica. El programa se emitía desde Florida. Todos iban con manga corta, salvo el presentador, que llevaba una americana blanca, unos pantalones de color caqui, camisa gris verde y una corbata de color marfil. Por momentos, el presentador daba la impresión de sentirse incómodo. El obeso gesticulaba y se movía como un rapero, jaleado por su novia semiobesa. La esposa del obeso, por el contrario, permaneció en silencio mirando al público hasta que se puso a llorar sin hacer ningún comentario.
Esto tiene que acabarse aquí, pensó Fate. Pero el programa o aquel segmento del programa no acabó allí. Al ver las lágrimas de su esposa el obeso redobló su ataque verbal. Entre las cosas que le dijo Fate creyó distinguir la palabra gorda. También le dijo que ya no iba a permitir que le siguiera arruinando la vida. No te pertenezco, dijo. Su novia semiobesa dijo: no te pertenece, es hora de que te saques la venda de los ojos. Al cabo de un rato la mujer sentada reaccionó. Se levantó y dijo que ya no podía escuchar más. No se lo dijo a su marido ni a la novia de su marido sino directamente al presentador. Éste le dijo que asumiera la situación y que dijera a su vez lo que ella creyera conveniente. He venido a este programa engañada, dijo la mujer mientras seguía llorando. Nadie viene aquí mediante engaños, dijo el presentador del programa. No seas cobarde y escucha lo que él tiene que decirte, dijo la novia del obeso.
Escucha lo que tengo que decirte, dijo el obeso moviéndose alrededor de ella. La mujer levantó una mano como si fuera un parachoques y salió del plató. La semiobesa tomó asiento.
El obeso al cabo de un rato también se sentó. El presentador, que estaba sentado entre el público, le preguntó al obeso en qué trabajaba. Ahora estoy sin empleo, pero hasta hace poco era guardia de seguridad, dijo éste. Fate cambió de canal. Del minibar sacó un botellín de whisky de la marca Toro de Tennessee. Después del primer trago sintió deseos de vomitar.
Tapó el botellín y volvió a dejarlo en el minibar. Al cabo de un rato se quedó dormido con la tele encendida.
Mientras Fate dormía dieron un reportaje sobre una norteamericana desaparecida en Santa Teresa, en el estado de Sonora, al norte de México. El reportero era un chicano llamado Dick Medina y hablaba sobre la larga lista de mujeres asesinadas en Santa Teresa, muchas de las cuales iban a parar a la fosa común del cementerio pues nadie reclamaba sus cadáveres.
Medina hablaba en el desierto. Detrás se veía una carretera y mucho más lejos un promontorio que Medina señalaba en algún momento de la emisión diciendo que aquello era Arizona.
El viento despeinaba el pelo negro y liso del reportero, que iba vestido con una camisa de manga corta. Después aparecían algunas fábricas de montaje y la voz en off de Medina decía que el desempleo era prácticamente inexistente en aquella franja de la frontera. Gente haciendo cola en una acera estrecha. Camionetas cubiertas de polvo muy fino, de color marrón caca de niño. Depresiones del terreno, como cráteres de la Primera Guerra Mundial, que poco a poco se convertían en vertederos.
El rostro sonriente de un tipo de no más de veinte años, flaco y moreno, de mandíbulas prominentes, a quien Medina identificaba en off como pollero o coyote o guía de ilegales de un lado a otro de la frontera. Medina decía un nombre. El nombre de una joven. Después aparecían las calles de un pueblo de Arizona de donde la joven era originaria. Casas con jardines raquíticos y cercas de alambre trenzado de color plata sucia. El rostro compungido de la madre. Cansada de llorar. El rostro del padre, un tipo alto, de espaldas anchas, que miraba fíjamente a la cámara y no decía nada. Detrás de estas dos figuras se perfilaban las sombras de tres adolescentes. Nuestras otras tres hijas, decía la madre en un inglés con acento. Las tres niñas, la mayor de no más de quince años, echaban a correr hacia la sombra de la casa.
Mientras por la tele pasaban este reportaje Fate soñó con un tipo sobre el que había escrito una crónica, la primera crónica que publicó en Amanecer Negro después de que la revista le rechazara tres trabajos. El tipo era un negro viejo, mucho más viejo que Seaman, que vivía en Brooklyn y era miembro del Partido Comunista de los Estados Unidos de América.
Cuando lo conoció ya no quedaba ni un solo comunista en Brooklyn, pero el tipo seguía manteniendo operativa su célula.
¿Cómo se llamaba? Antonio Ulises Jones, aunque los jóvenes de su barrio lo llamaban Scottsboro Boy. También lo llamaban Viejo Loco o Saco de Huesos o Pellejo, pero por regla general lo llamaban Scottsboro Boy, entre otras razones porque el viejo Antonio Jones hablaba a menudo de los sucesos de Scottsboro, de los juicios de Scottsboro, de los negros que estuvieron a punto de ser linchados en Scottsboro y de los que nadie, en su barrio de Brooklyn, se acordaba.
Cuando Fate, por pura casualidad, lo conoció, Antonio Jones debía de tener unos ochenta años y vivía en un apartamento de dos habitaciones en una de las zonas más depauperadas de Brooklyn. En la sala había una mesa y más de quince sillas, de esas viejas sillas de bar plegables, de madera y patas largas y respaldo corto. En la pared estaba colgada la foto de un tipo muy grande, de un par de metros, por lo menos, vestido como un obrero de la época, en el momento de recibir un diploma escolar de manos de un niño que miraba directamente a la cámara y sonreía mostrando una dentadura blanquísima y perfecta.
El rostro del obrero gigantesco también, a su manera, parecía el de un niño.
– Ése soy yo -le dijo Antonio Jones a Fate la primera vez que éste fue a su casa-, y el grandullón es Robert Martillo Smith, obrero de mantenimiento del municipio de Brooklyn, experto en meterse dentro de las alcantarillas y luchar con cocodrilos de diez metros.
Durante las tres charlas que mantuvieron, Fate le hizo muchas preguntas, algunas destinadas a removerle la conciencia al viejo. Le preguntó por Stalin y Antonio Jones le respondió que Stalin era un hijo de puta. Le preguntó por Lenin y Antonio Jones le respondió que Lenin era un hijo de puta. Le preguntó por Marx y Antonio Jones le respondió que por ahí, precisamente, tenía que haber empezado: Marx era un tipo magnífico.
A partir de ese momento Antonio Jones se puso a hablar de Marx en los mejores términos. Sólo había una cosa de Marx que no le gustaba: su irritabilidad. Esto lo achacaba a la pobreza, puesto que para Jones la pobreza generaba no sólo enfermedades y rencores sino también irritabilidad. La siguiente pregunta de Fate fue su opinión acerca de la caída del Muro de Berlín y el sucesivo desplome de los regímenes de socialismo real. Era predecible, yo lo vaticiné diez años antes de que ocurriera, fue la respuesta de Antonio Jones. Luego, sin que viniera a cuento, se puso a cantar la Internacional. Abrió la ventana y con una voz profunda que Fate no le hubiera supuesto jamás, entonó las primeras estrofas: Arriba los pobres del mundo, de pie los esclavos sin pan. Cuando hubo terminado de cantar le preguntó a Fate si no le parecía que era un himno hecho especialmente para los negros. No lo sé, dijo Fate, nunca lo había pensado de esa manera. Más tarde, Jones le hizo un croquis mental sobre los comunistas de Brooklyn. Durante la Segunda Guerra Mundial habían sido más de mil. Después de la guerra el número subió a mil trescientos. Cuando empezó el macarthysmo ya sólo eran setecientos, aproximadamente, y cuando terminó no quedaban más de doscientos comunistas en Brooklyn. En los años sesenta sólo había la mitad y a principios de los setenta uno no podía contar con más de treinta comunistas desparramados en cinco células irreductibles. A finales de los setenta sólo quedaban diez. Y a principios de los ochenta ya sólo había cuatro. Durante esa década, de los cuatro que quedaban dos murieron de cáncer y uno se dio de baja sin avisarle nada a nadie. Tal vez sólo se fue de viaje y murió en el camino de ida o en el camino de vuelta, reflexionó Antonio Jones. Lo cierto es que nunca más apareció, ni por el local ni por su casa ni por los bares que solía frecuentar. Tal vez se fue a vivir con su hija en Florida. Era judío y tenía una hija que vivía allí. Lo cierto es que en 1987 ya sólo quedaba yo. Y aquí sigo, dijo.
¿Por qué?, preguntó Fate. Durante unos segundos Antonio Jones meditó la respuesta que iba a dar. Finalmente lo miró a los ojos y dijo:
– Porque alguien tiene que mantener operativa la célula.
Los ojos de Jones eran pequeños y negros como el carbón, y sus párpados estaban llenos de arrugas. Casi no tenía pestañas.
El pelo de las cejas empezaba a desaparecer y a veces, cuando salía a dar paseos por el barrio, se ponía unas grandes gafas negras y se llevaba un bastón que luego dejaba junto a la puerta.
Podía pasarse días enteros sin comer. A cierta edad, decía, la comida no es buena. No tenía ningún contacto con comunistas de ningún otro lugar de los Estados Unidos ni del extranjero, a excepción de un profesor jubilado de la Universidad de CaliforniaLos Ángeles, un tal doctor Minski, con el que se escribía de vez en cuando. Yo pertenecí hasta hace unos quince años a la Tercera Internacional. Minski me convenció para entrar en la Cuarta, dijo. Después dijo:
– Hijo, te voy a regalar un libro que te será de mucha utilidad.
Fate pensó que le iba a regalar el Manifiesto, de Marx, tal vez debido a que en la sala, apilados en los rincones y bajo las sillas, había visto varios ejemplares editados por el propio Antonio Jones, vaya uno a saber con qué dinero o haciendo qué clase de trampas a los impresores, pero cuando el viejo le puso el libro entre las manos vio con sorpresa que no se trataba del Manifiesto sino de un grueso volumen titulado La trata de esclavos, escrito por un tal Hugh Thomas, cuyo nombre no le sonaba de nada. Al principio rehusó aceptarlo.
– Es un libro caro y seguramente usted sólo tiene este ejemplar -dijo.
La respuesta de Jones fue que no se preocupara, que no le había costado dinero sino astucia, por lo que dedujo que había robado el libro, algo que también le pareció inverosímil, pues el viejo no estaba para esos trotes, aunque cabía dentro de lo posible que en la librería donde cometía sus hurtos tuviera un cómplice, un joven negro que hiciera la vista gorda cuando Jones se metía un libro en el interior de la chaqueta.
Sólo al hojear el libro, horas después, en su apartamento, se dio cuenta de que el autor era blanco. Un blanco inglés y que además había sido profesor de la Real Academia Militar de Sandhurst, lo que para Fate equivalía casi a un instructor, un jodido sargento británico de pantalones cortos, por lo que dejó el libro de lado y no lo leyó. La entrevista con Antonio Ulises Jones, por lo demás, fue bien recibida. Fate notó que para la mayoría de sus colegas la crónica difícilmente excedía los límites del pintoresquismo afroamericano. Un predicador chiflado, un ex músico de jazz chiflado, el único miembro del Partido Comunista de Brooklyn (Cuarta Internacional) chiflado. Pintoresquismo sociológico. Pero la crónica gustó y él se convirtió, al poco tiempo, en redactor de plantilla. Nunca más volvió a ver a Antonio Jones, de la misma manera que era muy posible que nunca más volviera a ver a Barry Seaman.
Cuando se despertó aún no había amanecido.
Antes de abandonar Detroit fue a la única librería decente de la ciudad y compró La trata de esclavos, de Hugh Thomas, el ex profesor de la Real Academia Militar de Sandhurst. Después tomó por Woodward Avenue y dio una vuelta por el centro de la ciudad. Desayunó una taza de café y tostadas en una cafetería de Greektown. Cuando rechazó una comida más fuerte, la camarera, una rubia de unos cuarenta años, le preguntó si estaba enfermo. Dijo que no estaba muy bien del estómago. Entonces la camarera cogió la taza de café que ya le había servido y dijo que tenía algo más adecuado para él. Al poco rato apareció con una infusión de anís y boldo que Fate jamás había probado y que en los primeros instantes se mostró renuente a probar.
– Esto es lo que te conviene, no un café -dijo la camarera.
Era una mujer alta y delgada, con pechos muy grandes y bonitas caderas. Llevaba una falda negra y una blusa blanca y zapatos sin tacón. Durante un rato ambos permanecieron sin decirse nada, en un silencio expectante, hasta que Fate se encogió de hombros y empezó a beber sorbo tras sorbo su infusión.
Entonces la camarera sonrió y se marchó a atender a otros clientes.
En el hotel, mientras se disponía a cancelar su cuenta, encontró un mensaje de Nueva York. Una voz que no distinguió le pedía que se pusiera en contacto con su jefe de sección o bien con el jefe de sección de deportes lo antes posible. Desde el lobby hizo la llamada. Habló con su vecina de mesa y ésta le dijo que esperara, mientras intentaba localizar al jefe de sección.
Al cabo de un rato una voz que no conocía y que se identificó como Jeff Roberts, jefe de la sección de deportes, se puso a hablarle de un combate de boxeo. Pelea Count Pickett, dijo, y no tenemos a nadie para cubrir el evento. El tipo lo llamaba Oscar como si se conocieran desde hacía años y no paraba de hablar de Count Pickett, una promesa de Harlem en los semipesados.
– ¿Y qué tengo yo que ver con eso? -dijo Fate.
– Bueno, Oscar -dijo el jefe de deportes-, ya sabes que murió Jimmy Lowell y no tenemos todavía a nadie que lo sustituya.
Fate pensó que la pelea probablemente era en Detroit o en Chicago y no le pareció mala idea estar unos días lejos de Nueva York.
– ¿Quieres que yo haga la crónica de la pelea?
– Así es, muchacho -dijo Roberts-, unas cinco páginas, un perfil sucinto de Pickett, el combate y algo de color local.
– ¿Dónde es el combate?
– En México, muchacho -dijo el jefe de deportes-, y ten en cuenta que nosotros damos más dietas que en tu sección.
Con la maleta hecha, Fate se dirigió por última vez a la casa de Seaman. Encontró al viejo leyendo y tomando apuntes.
De la cocina llegaba un olor a especias y a sofrito de verduras.
– Me voy -dijo-, sólo venía a despedirme.
Seaman le preguntó si aún tenía tiempo para comer algo.
– No, no tengo tiempo -dijo Fate.
Se abrazaron y Fate bajó las escaleras de tres en tres, como si tuviera prisa por alcanzar la calle o como un niño que se dispone a pasar una tarde libre con los amigos. Mientras conducía hacia el aeropuerto de Detroit Wayne County se puso a pensar en los extraños libros de Seaman, La enciclopedia francesa abreviada y aquel que no había visto pero que Seaman aseguraba haber leído en la cárcel, Compendio abreviado de la obra de Voltaire, que lo hicieron lanzar una carcajada.
En el aeropuerto compró un billete a Tucson. Mientras esperaba, acodado en la barra de una cafetería, recordó el sueño que había tenido aquella noche con Antonio Jones, que llevaba varios años muerto. Se preguntó, como entonces, de qué habría muerto, y la única respuesta que se le ocurrió fue que de viejo.
Un día Antonio Jones, mientras caminaba por una calle de Brooklyn, se había sentido cansado, se había sentado en la acera y un segundo después había dejado de existir. Tal vez a mi madre le ocurrió algo parecido, pensó Fate, pero en el fondo sabía que no era cierto. Cuando el avión despegó de Detroit había empezado a descargarse una tormenta sobre la ciudad.
Fate abrió el libro de aquel blanco que había sido profesor en Sandhurst y empezó a leerlo por la página 361. Decía: Más allá del delta del Níger, la costa de África vuelve a dirigirse, por fin, hacia el sur y allí, en los Camerunes, los mercaderes de Liverpool iniciaron una nueva rama de la trata. Mucho más al sur, el río Gabón, al norte del cabo López, entró también en actividad hacia 1780, como región de esclavos. Al reverendo John Newton le pareció que esta zona poseía «la gente más humana y más moral que he encontrado en África», tal vez «porque era la que menos relación tenía con los europeos, en aquel tiempo». Pero frente a su costa, los holandeses hacía mucho tiempo que empleaban la isla de Corisco (que en portugués significa «relámpago») como centro de comercio, aunque no concretamente de esclavos. Después vio una ilustración, en el libro había bastantes, que mostraba un fuerte portugués en la Costa de Oro, llamado Elmina, capturado por los daneses en 1637. Durante trescientos cincuenta años Elmina fue un centro de exportación de esclavos. Sobre el fuerte, y sobre un fortín de apoyo situado en lo alto de un cerro, ondeaba una bandera que Fate no pudo identificar. ¿A qué reino pertenecía esa bandera?, se preguntó antes de que se le cerraran los ojos y se quedara dormido con el libro sobre las piernas.
En el aeropuerto de Tucson alquiló un coche, compró un mapa de carreteras y salió de la ciudad rumbo al sur. El aire seco del desierto probablemente le despertó el apetito y decidió parar en el primer restaurante de carretera. Dos Camaro del mismo año y del mismo color lo adelantaron tocando el claxon.
Pensó que estaban haciendo una carrera. Los coches probablemente tenían el motor trucado y las carrocerías relucían bajo el sol de Arizona. Pasó delante de un ranchito que vendía naranjas, pero no se detuvo. El ranchito estaba a unos cien metros de la carretera y el puesto de las naranjas, una vieja carretela con toldo, de grandes ruedas de madera, estaba junto al arcén, atendido por dos niños mexicanos. Un par de kilómetros más adelante vio un lugar llamado El Rincón de Cochise y aparcó en una amplia explanada, junto a una bomba de gasolina.
Los dos Camaro estaban estacionados junto a una bandera con la franja superior de color rojo y la inferior negra. En el centro había un círculo blanco en donde se podía leer Club de Automóvil Chiricahua. Por un instante pensó que los conductores de los Camaro eran dos indios, pero luego esa idea le pareció absurda. Se sentó en un rincón del restaurante, junto a una ventana desde la que podía ver su coche. En la mesa de al lado había dos hombres. Uno era joven y alto, con pinta de profesor de informática. Tenía la sonrisa fácil y a veces se llevaba las manos a la cara en un gesto que lo mismo podía expresar asombro que horror o cualquier otra cosa. Al otro no podía verle la cara, pero evidentemente era bastante mayor que su compañero. El cuello era grueso, tenía el pelo totalmente blanco, usaba gafas. Cuando hablaba o cuando escuchaba permanecía impávido, sin gesticular ni moverse.
La camarera que se acercó a atenderlo era mexicana. Pidió un café y durante unos minutos estuvo repasando la lista de comidas.
Preguntó si tenían Club sándwich. La camarera negó con la cabeza. Un bistec, dijo Fate. ¿Un bistec con salsa?, preguntó la camarera. ¿De qué es la salsa?, dijo Fate. De chile, tomate, cebolla y cilantro. Además le ponemos algunas especias.
De acuerdo, dijo, probemos suerte. Cuando la camarera se alejó contempló el restaurante. En una mesa vio a dos indios, uno adulto y el otro un adolescente, tal vez padre e hijo. En otra vio a dos tipos blancos acompañados por una mexicana. Los tipos eran exactamente iguales, gemelos monocigóticos de unos cincuenta años, y la mexicana debía de andar por los cuarentaicinco y se notaba que los gemelos estaban locos por ella.
Éstos son los propietarios de los Camaro, pensó Fate. También se dio cuenta de que nadie, en todo el restaurante, era negro, excepto él.
El tipo joven de la mesa vecina dijo algo sobre la inspiración.
Fate sólo entendió: usted ha sido una inspiración para nosotros. El tipo canoso dijo que aquello no tenía importancia.
El tipo joven se llevó las manos a la cara y dijo algo sobre la voluntad, la voluntad de sostener una mirada. Luego se quitó las manos de la cara y con los ojos brillantes dijo: no me refiero a una mirada natural, proveniente del reino natural, sino a una mirada abstracta. El tipo canoso dijo: claro. Cuando usted atrapó a Jurevich, dijo el tipo joven, y entonces su voz quedó anulada por el ruido atronador de un motor diésel. Un camión de transporte de gran tonelaje aparcó en la explanada. La camarera le puso sobre la mesa un café y el bistec con salsa. El tipo joven seguía hablando de ese tal Jurevich al que el tipo canoso había atrapado.
– No fue difícil -dijo el tipo canoso.
– Un asesino desorganizado -dijo el tipo joven, y se llevó la mano a la boca como si fuera a estornudar.
– No -dijo el tipo canoso-, un asesino organizado.
– Ah, yo pensaba que era desorganizado -dijo el tipo joven.
– No, no, no, un asesino organizado -dijo el tipo canoso.
– ¿Cuáles son los peores? -dijo el tipo joven.
Fate cortó un trozo de carne. Era gruesa y blanda y sabía bien. La salsa era gustosa, sobre todo después de que uno se acostumbraba al picante.
– Los desorganizados -dijo el tipo canoso-. Cuesta más establecer su patrón de conducta.
– ¿Pero se consigue establecer? -dijo el tipo joven.
– Con medios y tiempo, todo se consigue -dijo el tipo canoso.
Fate levantó una mano y llamó a la camarera. La mexicana recostó su cabeza sobre el hombro de uno de los gemelos y el otro sonrió como si esa situación fuera la habitual. Fate pensó que ella estaba casada con el gemelo que la abrazaba, pero que el matrimonio no había hecho desaparecer el amor ni las esperanzas del otro hermano. El padre indio pidió la cuenta mientras el joven indio había sacado de alguna parte un cómic y lo leía. Por la explanada vio caminar al camionero que acababa de aparcar su camión. Venía de los lavabos de la gasolinera y se peinaba con un peine diminuto el pelo rubio. La camarera le preguntó qué quería. Otro café y un vaso grande de agua.
– Nos hemos acostumbrado a la muerte -oyó que decía el tipo joven.
– Siempre -dijo el tipo canoso-, siempre ha sido así.
En el siglo XIX, a mediados o a finales del siglo XIX, dijo el tipo canoso, la sociedad acostumbraba a colar la muerte por el filtro de las palabras. Si uno lee las crónicas de esa época se diría que casi no había hechos delictivos o que un asesinato era capaz de conmocionar a todo un país. No queríamos tener a la muerte en casa, en nuestros sueños y fantasías, sin embargo es un hecho que se cometían crímenes terribles, descuartizamientos, violaciones de todo tipo, e incluso asesinatos en serie. Por supuesto, la mayoría de los asesinos en serie no eran capturados jamás, fíjese si no en el caso más famoso de la época. Nadie supo quién era Jack el Destripador. Todo pasaba por el filtro de las palabras, convenientemente adecuado a nuestro miedo.
¿Qué hace un niño cuando tiene miedo? Cierra los ojos. ¿Qué hace un niño al que van a violar y luego a matar? Cierra los ojos. Y también grita, pero primero cierra los ojos. Las palabras servían para ese fin. Y es curioso, pues todos los arquetipos de la locura y la crueldad humana no han sido inventados por los hombres de esta época sino por nuestros antepasados. Los griegos inventaron, por decirlo de alguna manera, el mal, vieron el mal que todos llevamos dentro, pero los testimonios o las pruebas de ese mal ya no nos conmueven, nos parecen fútiles, ininteligibles.
Lo mismo puede decirse de la locura. Fueron los griegos los que abrieron ese abanico y sin embargo ahora ese abanico ya no nos dice nada. Usted dirá: todo cambia. Por supuesto, todo cambia, pero los arquetipos del crimen no cambian, de la misma manera que nuestra naturaleza tampoco cambia. Una explicación plausible es que la sociedad, en aquella época, era pequeña. Estoy hablando del siglo XIX, del siglo XVIII, del XVII. Claro, era pequeña. La mayoría de los seres humanos estaban en los extramuros de la sociedad. En el siglo XVII, por ejemplo, en cada viaje de un barco negrero moría por lo menos un veinte por ciento de la mercadería, es decir, de la gente de color que era transportada para ser vendida, digamos, en Virginia. Y eso ni conmovía a nadie ni salía en grandes titulares en el periódico de Virginia ni nadie pedía que colgaran al capitán del barco que los había transportado. Si, por el contrario, un hacendado sufría una crisis de locura y mataba a su vecino y luego volvía galopando hacia su casa en donde nada más descabalgar mataba a su mujer, en total dos muertes, la sociedad virginiana vivía atemorizada al menos durante seis meses, y la leyenda del asesino a caballo podía perdurar durante generaciones enteras. Los franceses, por ejemplo. Durante la Comuna de 1871 murieron asesinadas miles de personas y nadie derramó una lágrima por ellas. Por esa misma fecha un afilador de cuchillos mató a una mujer y a su anciana madre (no la madre de la mujer, sino su propia madre, querido amigo) y luego fue abatido por la policía. La noticia no sólo recorrió los periódicos de Francia sino que también fue reseñada en otros periódicos de Europa e incluso apareció una nota en el Examiner de Nueva York. Respuesta: los muertos de la Comuna no pertenecían a la sociedad, la gente de color muerta en el barco no pertenecía a la sociedad, mientras que la mujer muerta en una capital de provincia francesa y el asesino a caballo de Virginia sí pertenecían, es decir, lo que a ellos les sucediera era escribible, era legible.
Aun así, las palabras solían ejercitarse más en el arte de esconder que en el arte de develar. O tal vez develaban algo.
¿Qué?, le confieso que yo lo ignoro.
El joven se tapó la cara con las manos.
– Éste no ha sido su primer viaje a México -dijo destapándose la cara y con una sonrisa que tenía algo de gatuna.
– No -dijo el tipo canoso-, estuve allí hace un tiempo, hace algunos años, e intenté ayudar, pero me fue imposible.
– ¿Y por qué ha vuelto ahora?
– A echar una mirada, supongo -dijo el tipo canoso-. Estuve en casa de un amigo, un amigo que hice durante mi anterior estancia. Los mexicanos son muy hospitalarios.
– ¿No fue un viaje oficial?
– No, no, no -dijo el tipo canoso.
– ¿Y cuál es su opinión no oficial sobre lo que está pasando allí?
– Tengo varias opiniones, Edward, y me gustaría que ninguna fuera publicada sin mi consentimiento.
El tipo joven se tapó la cara con las manos y dijo:
– Profesor Kessler, soy una tumba.
– Bien -dijo el tipo canoso-. Compartiré contigo tres certezas.
A: esa sociedad está fuera de la sociedad, todos, absolutamente todos son como los antiguos cristianos en el circo. B: los crímenes tienen firmas diferentes. C: esa ciudad parece pujante, parece progresar de alguna manera, pero lo mejor que podrían hacer es salir una noche al desierto y cruzar la frontera, todos sin excepción, todos, todos.
Cuando empezó a caer un crepúsculo rojo y fulgurante y tanto los gemelos como los indios, así como sus vecinos de mesa, ya hacía rato que se habían marchado, Fate decidió levantar la mano y pedir la cuenta. Una chica morena y regordeta, que no era la camarera que le había servido, le trajo un papel y le preguntó si todo había sido de su agrado.
– Todo -dijo Fate mientras buscaba unos billetes en el interior del bolsillo.
Después volvió a contemplar la puesta de sol. Pensó en su madre, en la vecina de su madre, en la revista, en las calles de Nueva York con una tristeza y hastío indecibles. Abrió el libro del ex profesor de Sandhurst y leyó un párrafo al azar.
Muchos capitanes de buques negreros solían considerar terminada su misión cuando entregaban los esclavos en las Indias occidentales, aunque resultaba a menudo imposible cobrar las ganancias de la venta lo bastante rápido para obtener un cargamento de azúcar para el viaje de vuelta; mercaderes y capitanes no estaban nunca seguros de los precios que les pagarían en su puerto base por las mercancías que llevaban por cuenta propia; los plantadores podían tardar años en pagar por los esclavos. A veces, a cambio de los esclavos, los mercaderes europeos preferían letras de cambio en lugar de azúcar, índigo, algodón o jengibre, porque en Londres los precios de estas mercancías resultaban impredecibles o bien bajos. Qué bonitos nombres, pensó. Índigo, azúcar, jengibre, algodón. Las flores rojizas del añil. La pasta azul oscura, con visos cobrizos. Una mujer pintada de índigo, lavándose en una ducha.
Cuando se levantó, la camarera regordeta se le acercó y le preguntó adónde iba. A México, dijo Fate.
– Ya lo suponía -dijo la camarera-, ¿pero a qué lugar?
Apoyado en la barra un cocinero fumaba un cigarrillo y lo miraba a la espera de su respuesta.
– A Santa Teresa -dijo Fate.
– No es un lugar muy agradable -dijo la camarera-, pero es grande y tiene muchas discotecas y sitios para divertirse.
Fate miró el suelo, sonriendo, y se dio cuenta del que el crepúsculo del desierto había teñido las baldosas de un color rojo muy suave.
– Soy periodista -dijo.
– Va a escribir acerca de los crímenes -dijo el cocinero.
– No sé de qué habla, voy a cubrir el combate de boxeo de este sábado -dijo Fate.
– ¿Quién pelea? -dijo el cocinero.
– Count Pickett, el semipesado de Nueva York.
– En otros tiempos fui aficionado -dijo el cocinero-. Apostaba dinero y compraba revistas de boxeo, pero un día decidí dejarlo. Ya no estoy al tanto de los boxeadores actuales. ¿Quiere beber algo? Invita la casa.
Fate se sentó junto a la barra y pidió un vaso de agua. El cocinero sonrió y dijo que hasta donde él sabía todos los periodistas bebían alcohol.
– Yo también lo hago -dijo Fate-, pero creo que no me encuentro muy bien del estómago.
Tras servirle el vaso de agua el cocinero quiso saber contra quién peleaba Count Pickett.
– No recuerdo el nombre -dijo Fate-, lo tengo anotado por ahí, un mexicano, me parece.
– Es extraño -dijo el cocinero-, los mexicanos no tienen buenos semipesados. Una vez cada veinte años aparece un peso pesado, que suele terminar loco o muerto a balazos, pero semipesados no tienen.
– Puede que me haya equivocado y no sea mexicano -admitió Fate.
– Tal vez sea cubano o colombiano -dijo el cocinero-, aunque los colombianos tampoco tienen tradición en los semipesados.
Fate se bebió el agua y se levantó y estiró los músculos. Es hora de marcharme, se dijo, aunque la verdad es que se sentía bien en aquel restaurante.
– ¿Cuántas horas hay desde aquí a Santa Teresa? -preguntó.
– Depende -dijo el cocinero-. A veces la frontera está llena de camiones y uno puede pasarse media hora esperando. Digamos que de aquí a Santa Teresa hay tres horas y luego media hora o tres cuartos de hora en el paso fronterizo, en números redondos cuatro horas.
– De aquí a Santa Teresa sólo hay una hora y media -dijo la camarera.
El cocinero la miró y dijo que dependía del coche y del conocimiento del terreno que tuviera el conductor.
– ¿Ha conducido alguna vez por el desierto?
– No -dijo Fate.
– Pues no es fácil. Parece fácil. Parece lo más fácil del mundo, pero no es nada fácil -dijo el cocinero.
– En eso tienes razón -dijo la camarera-, sobre todo de noche, conducir de noche en el desierto a mí me da miedo.
– Cualquier error, cualquier desvío mal tomado puede costar cincuenta kilómetros conduciendo en la dirección equivocada -dijo el cocinero.
– Tal vez lo mejor sea que me vaya ahora que aún hay luz -dijo Fate.
– Da lo mismo -dijo el cocinero-, oscurecerá dentro de cinco minutos. Los atardeceres en el desierto parece que no vayan a acabar nunca, hasta que de pronto todo acaba, sin ningún aviso. Es como si alguien simplemente desconectara la luz -dijo el cocinero.
Fate pidió otro vaso de agua y se fue a bebérselo junto a la ventana. ¿No quiere comer nada más antes de salir?, oyó que le decía el cocinero. No contestó. El desierto empezó a desvanecerse.
Condujo durante dos horas por carreteras oscuras, con la radio encendida, escuchando una emisora de Phoenix que transmitía jazz. Pasó por lugares en donde había casas y restaurantes y jardines con flores blancas y coches mal estacionados, pero en los que no se veía ninguna luz, como si los habitantes hubieran muerto esa misma noche y en el aire todavía quedara un hálito de sangre. Distinguió siluetas de cerros recortadas por la luna y siluetas de nubes bajas que no se movían o que, en determinado momento, corrían hacia el oeste como impulsadas por un viento repentino, caprichoso, que levantaba polvaredas a las que los faros del coche, o las sombras que los faros producían, prestaban ropajes fabulosos, humanos, como si las polvaredas fueran mendigos o fantasmas que saltaban junto al camino.
Se perdió en dos ocasiones. En una estuvo tentado de volver hacia atrás, hacia el restaurante o hacia Tucson. En la otra llegó a un pueblo llamado Patagonia en donde el muchacho que atendía la gasolinera le indicó la manera más fácil de llegar a Santa Teresa. Al salir de Patagonia vio un caballo. Cuando los faros del coche lo iluminaron el caballo levantó la cabeza y lo miró. Fate detuvo el coche y esperó. El caballo era negro y al cabo de poco se movió y se perdió en la oscuridad. Pasó junto a una mesa, o eso creyó. La mesa era enorme, totalmente plana en la parte superior y de una punta a otra de la base debía de medir por lo menos cinco kilómetros. Junto a la carretera apareció un barranco. Se bajó, dejó las luces del coche encendidas y orinó largamente respirando el aire fresco de la noche. Después el camino descendió hasta una especie de valle que le pareció, a primera vista, gigantesco. En el extremo más alejado del valle creyó discernir una luminosidad. Pero podía ser cualquier cosa. Una caravana de camiones moviéndose con gran lentitud, las primeras luces de un pueblo. O tal vez sólo su deseo de salir de aquella oscuridad que de alguna manera le recordaba su niñez y adolescencia. Pensó que en algún momento, entre una y otra, había soñado con ese paisaje, no tan oscuro, no tan desértico, pero ciertamente similar. Iba en un autobús, con su madre y una hermana de su madre, y hacían un viaje corto, entre Nueva York y un pueblo cercano a Nueva York.
Iba junto a la ventana y el paisaje invariablemente era el mismo, edificios y autopistas, hasta que de pronto apareció el campo.
En ese momento, o tal vez antes, había comenzado a atardecer y él miraba los árboles, un bosque pequeño pero que a sus ojos se engrandecía. Y entonces creyó ver a un hombre caminando por el borde del bosquecillo. A grandes zancadas, como si no quisiera que la noche se le echase encima. Se preguntó quién era ese hombre. Sólo supo que era un hombre, y no una sombra, porque tenía una camisa y movía los brazos al caminar. La soledad del tipo era tan grande que Fate recordaba que deseó no seguir mirando y abrazar a su madre, pero en lugar de eso mantuvo los ojos abiertos hasta que el autobús dejó atrás el bosque y otra vez aparecieron los edificios, las fábricas, los galpones de almacenamiento que jalonaban la carretera.
La soledad del valle que cruzaba ahora, su oscuridad, era mayor. Se imaginó a sí mismo caminando a buen paso por el arcén. Sintió un escalofrío. Recordó entonces el jarrón donde yacían las cenizas de su madre y la taza de café de la vecina que no había devuelto y que ahora estaría infinitamente fría y los vídeos de su madre que ya nadie nunca más iba a ver. Pensó en detener el coche y esperar a que amaneciera. Su instinto le indicó que un negro durmiendo en un coche alquilado junto al arcén no era lo más prudente en Arizona. Cambió de emisora.
Una voz en español empezó a contar la historia de una cantante de Gómez Palacio que había vuelto a su ciudad, en el estado de Durango, sólo para suicidarse. Luego se oyó la voz de una mujer que cantaba rancheras. Durante un rato, mientras conducía hacia el valle, la estuvo escuchando. Después intentó volver a sintonizar la emisora de jazz de Phoenix y ya no la pudo encontrar.
En el lado norteamericano se levantaba un pueblo llamado Adobe. Antes había sido una fábrica de adobe, pero ahora era un conglomerado de casas y tiendas de electrodomésticos alineadas casi todas en una gran calle mayor. Al final de la calle uno salía a un descampado profusamente iluminado e inmediatamente después estaba el control de aduanas norteamericano.
El policía de fronteras le pidió su pasaporte y Fate se lo dio. Junto al pasaporte estaba su acreditación de periodista. El policía de fronteras le preguntó si venía a escribir sobre los asesinatos.
– No -dijo Fate-, vengo a cubrir el combate del sábado.
– ¿Quién pelea? -dijo el policía de fronteras.
– Count Pickett, el semipesado de Nueva York.
– Jamás lo he oído nombrar -dijo el policía.
– Llegará a campeón del mundo -dijo Fate.
– Ojalá -dijo el policía.
Después avanzó cien metros hasta la frontera mexicana y Fate tuvo que salir y mostrar su maleta, los papeles del coche, su pasaporte y su carnet de periodista. Lo hicieron rellenar unos impresos. Las caras de los policías mexicanos estaban entumecidas de sueño. Desde la ventana de la caseta de aduanas se veía la larga y alta reja que dividía ambos países. En el tramo más alejado de la reja vio cuatro pájaros negros encaramados en lo alto y con las cabezas como enterradas en sus plumas. Hace frío, dijo Fate. Mucho frío, dijo el funcionario mexicano que estudiaba el impreso que Fate acababa de rellenar.
– Los pájaros. Tienen frío.
El funcionario miró en la dirección que el dedo de Fate señalaba.
– Son zopilotes, siempre tienen frío a esta hora -dijo.
Se alojó en un motel llamado Las Brisas, en la parte norte de Santa Teresa. Por la carretera, cada cierto tiempo, pasaban camiones que iban a Arizona. A veces los camiones se detenían al otro lado de la carretera, junto a la gasolinera, y luego seguían su marcha o bien los choferes se bajaban y comían algo en una estación de servicio con las paredes pintadas de azul celeste. Por la mañana casi no pasaban camiones, sólo coches y camionetas.
Fate se sentía tan cansado que ni siquiera se dio cuenta de la hora que era cuando cayó dormido.
Al despertarse salió a hablar con el recepcionista del motel y le pidió un plano de la ciudad. El recepcionista era un tipo de unos veinticinco años y le dijo que nunca en Las Brisas habían tenido planos, al menos desde que él empezó a trabajar allí. Le preguntó adónde quería ir. Fate dijo que era periodista y que había ido a cubrir el combate de Count Pickett. Count Pickett versus el Merolino Fernández, dijo el recepcionista.
– Lino Fernández -dijo Fate.
– Aquí le decimos el Merolino -dijo el recepcionista con una sonrisa-. ¿Y quién cree usted que va a ganar?
– Pickett -dijo Fate.
– Habrá que ver, aunque me parece que se equivoca.
Después el recepcionista arrancó una hoja de papel y le hizo un plano a mano con indicaciones precisas para llegar al pabellón de boxeo Arena del Norte, en donde se iba a celebrar la pelea. El plano resultó mucho más bueno de lo que Fate esperaba.
El pabellón Arena del Norte parecía un viejo teatro de 1900, al que le hubieran plantado en el medio un ring de boxeo.
En una de sus oficinas Fate se acreditó como periodista y preguntó por el hotel donde se encontraba Pickett. Le dijeron que el boxeador norteamericano aún no había llegado a la ciudad.
Entre los periodistas que encontró había un par de tipos que hablaban en inglés y que pensaban ir a entrevistar a Fernández.
Fate les preguntó si podía ir con ellos y los periodistas se encogieron de hombros y dijeron que por su parte no había inconveniente.
Cuando llegaron al hotel donde Fernández daba la conferencia de prensa, el boxeador estaba hablando con un grupo de periodistas mexicanos. Los norteamericanos le preguntaron en inglés si creía que podía ganar a Pickett. Fernández entendió la pregunta y dijo que sí. Los norteamericanos le preguntaron si había visto boxear alguna vez a Pickett. Fernández no entendió la pregunta y uno de los periodistas mexicanos se la tradujo.
– Lo importante es tener fe en tus propias fuerzas -dijo Fernández, y los periodistas norteamericanos anotaron la respuesta en sus libretas.
– ¿Conoce las estadísticas de Pickett? -le dijeron.
Fernández esperó a que le tradujeran la pregunta y luego dijo que no le interesaban esas cosas. Los periodistas norteamericanos se rieron entre dientes antes de preguntarle por sus propias estadísticas. Treinta peleas, dijo Fernández. Veinticinco victorias. Dieciocho por knock out. Tres derrotas. Dos combates nulos. No está mal, dijo uno de los periodistas y siguió preguntando.
La mayoría de los periodistas estaban alojados en el Hotel Sonora Resort, en el centro de Santa Teresa. Cuando Fate les dijo que él se había alojado en un motel de las afueras le dijeron que lo dejara y que tratara de conseguir habitación en el Sonora Resort. Fate visitó el hotel y tuvo la impresión de que allí se estaba celebrando una convención de periodistas deportivos mexicanos. La mayoría de éstos hablaban inglés y eran, al menos en una primera impresión, mucho más amables que los periodistas norteamericanos que había conocido. En la barra del bar algunos hacían apuestas sobre la pelea y en general se les veía felices y despreocupados, aunque finalmente Fate decidió permanecer en su motel.
Desde un teléfono del Sonora Resort, sin embargo, llamó a cobro revertido a su redacción y pidió hablar con el jefe de la sección de deportes. La mujer con la que habló le dijo que no había nadie.
– Las oficinas están vacías -dijo.
Tenía una voz ronca y quejumbrosa y no hablaba como una secretaria neoyorquina sino como una campesina que acabara de salir de un cementerio. Esta mujer conoce de primera mano el planeta de los muertos, pensó Fate, y ya no sabe lo que dice.
– Volveré a llamar más tarde -dijo antes de colgar.
El coche de Fate iba detrás del coche de los periodistas mexicanos que querían entrevistar a Merolino Fernández. El cuartel del boxeador mexicano estaba instalado en un rancho de las afueras de Santa Teresa y sin la ayuda de los periodistas hubiera sido imposible encontrarlo. Cruzaron un barrio periférico a través de una telaraña de calles sin asfaltar y sin alumbrado eléctrico. Por momentos, después de rodear potreros y lotes baldíos donde se acumulaba la basura de los pobres, uno tenía la impresión de que estaban a punto de salir a campo abierto, pero entonces volvía a surgir otro barrio, esta vez más antiguo, de casas de adobe, alrededor de las cuales habían crecido chamizos hechos con cartón, con planchas de zinc, con viejos embalajes que resistían el sol y las lluvias ocasionales y que el paso del tiempo parecía haber petrificado. Allí no sólo las plantas silvestres eran distintas sino que hasta las moscas parecían pertenecer a otra especie. Después se dejó ver un camino de terracería camuflado por el horizonte que empezaba a ennegrecer y que corría paralelo a una acequia y unos árboles cubiertos de polvo. Aparecieron las primeras cercas. El camino se estrechó.
Aquello era una senda de carretas, pensó Fate. De hecho, las rodadas de las carretas eran visibles, pero tal vez sólo fueran las huellas del paso de viejos camiones de ganado.
El rancho donde estaba instalado Merolino Fernández era un conjunto de tres casas bajas y alargadas alrededor de un patio de tierra reseca y dura como el cemento en donde habían levantado un ring de apariencia inestable. Cuando llegaron el ring estaba vacío y en el patio sólo había un hombre durmiendo sobre una tumbona de paja que se despertó con el ruido de los motores. El tipo era grande y entrado en carnes y su rostro estaba lleno de cicatrices. Los periodistas mexicanos lo conocían y se pusieron a hablar con él. Se llamaba Víctor García y en el hombro derecho llevaba un tatuaje que a Fate le pareció interesante. Un hombre desnudo, visto de espaldas, se arrodillaba en el atrio de una iglesia. A su alrededor por lo menos diez ángeles con formas femeninas surgían volando de la oscuridad, como mariposas convocadas por los ruegos del penitente.
Todo lo demás era oscuridad y formas vagas. El tatuaje, aunque era formalmente bueno, daba la impresión de que se lo habían hecho en la cárcel y que el tatuador carecía, si no de experiencia, sí de herramientas y tintas, pero su argumento resultaba inquietante. Cuando preguntó a los periodistas quién era aquel hombre, le respondieron que uno de los sparrings de Merolino.
Después, como si los hubiera estado observando por una ventana, salió al patio una mujer con una bandeja con refrescos y cervezas frías.
Al cabo de un rato apareció el preparador del boxeador mexicano vestido con una camisa blanca y un suéter blanco y les preguntó si preferían hacerle las preguntas a Merolino antes o después del entrenamiento. Lo que usted prefiera, López, dijo uno de los periodistas. ¿Les han traído algo de comer?, preguntó el preparador mientras se sentaba alrededor de los refrescos y la cerveza. Los periodistas dijeron que no con la cabeza y el preparador, sin levantarse de su asiento, mandó a García a que fuera a la cocina y se trajera alguna botana. Antes de que García volviera vieron aparecer a Merolino por una de las sendas que se perdía en el desierto, seguido de un tipo negro vestido con chándal que intentaba hablar español y que sólo decía palabrotas. Al entrar al patio del rancho no saludaron a nadie y se dirigieron a un abrevadero de cemento en donde se lavaron la cara y los torsos ayudados por un balde. Sólo después, sin secarse y sin volverse a poner la parte superior del chándal, fueron a saludar.
El negro era de Oceanside, California, o al menos allí había nacido aunque luego se crió en Los Ángeles, y se llamaba Omar Abdul. Trabajaba como sparring de Merolino y le dijo a Fate que tal vez se quedara a vivir un tiempo en México.
– ¿Qué harás después de la pelea? -dijo Fate.
– Sobrevivir -dijo Omar-, ¿no es eso lo que hacemos todos?
– ¿De dónde sacarás el dinero?
– De cualquier parte -dijo Omar-, éste es un país barato.
Cada pocos minutos, sin que viniera a cuento, Omar sonreía.
Tenía una hermosa sonrisa que realzaba con una perilla y un bigotillo de artesanía. Pero, también, cada pocos minutos ponía cara de enfado, y entonces la perilla y el bigotillo adquirían un aspecto amenazador, de indiferencia suprema y amenazante.
Cuando Fate le preguntó si era boxeador o si había hecho algunos combates de boxeo en alguna parte, le respondió que «había peleado», sin dignarse a más explicaciones.
Cuando le preguntó por las posibilidades de victoria de Merolino Fernández, dijo que eso nunca se sabía hasta que sonaba la campana.
Mientras los boxeadores se vestían Fate se puso a caminar por el patio de tierra y a mirar los alrededores.
– ¿Qué miras? -oyó que le decía Omar Abdul.
– El paisaje -dijo-, es un paisaje triste.
A su lado el sparring oteó el horizonte y luego dijo:
– Así es el campo. A esta hora siempre es triste. Es un jodido paisaje para mujeres.
– Está oscureciendo -dijo Fate.
– Aún hay luz para hacer guantes -dijo Omar Abdul.
– ¿Qué hacéis por las noches, cuando se acaban los entrenamientos?
– ¿Todos nosotros? -dijo Omar Abdul.
– Sí, todo el equipo o como se le llame.
– Comemos, vemos la televisión, luego el señor López se va a dormir y Merolino también se va a dormir y los demás podemos irnos a dormir también o seguir viendo la tele o ir a dar un paseo por la ciudad, ya me entiendes -dijo con una sonrisa que podía significar cualquier cosa.
– ¿Qué edad tienes? -le preguntó de improviso.
– Veintidós años -dijo Omar Abdul.
Cuando Merolino se subió al ring el sol estaba desapareciendo por el oeste y el preparador encendió las luces que estaban alimentadas por un generador independiente del que proporcionaba electricidad a la casa. En una esquina, con la cabeza gacha, permanecía inmóvil García. Se había quitado la ropa y puesto un pantalón de boxeador de color negro que le llegaba hasta las rodillas. Parecía dormido. Sólo cuando las luces se encendieron levantó la cabeza y miró, por unos segundos, a López, como si esperara una señal. Uno de los periodistas, que no dejaba de sonreír, hizo sonar una campana y el sparring levantó la guardia y avanzó hacia el centro del cuadrilátero. Merolino llevaba un casco de protección y se movía alrededor de García, que sólo de tanto en tanto soltaba la izquierda y trataba de conectar algún golpe. Fate le preguntó a uno de los periodistas si lo normal no era que el sparring llevara el casco de protección.
– Es lo normal -dijo el periodista.
– ¿Y por qué no lo lleva? -dijo Fate.
– Porque por más que le peguen ya no le pueden hacer más daño -dijo el periodista-. ¿Me entiendes? No siente los golpes, está zumbado.
Al tercer round García se bajó del ring y subió Omar Abdul.
El chico iba con el torso desnudo pero no se había quitado los pantalones del chándal. Sus movimientos eran mucho más veloces que los del sparring mexicano y se escabullía con facilidad cuando Merolino intentaba arrinconarlo, aunque era evidente que el boxeador y su sparring no pretendían hacerse daño. De vez en cuando hablaban, sin dejar de moverse, y se reían.
– ¿Estás en Costa Rica? -le preguntó Omar Abdul-. ¿Dónde tienes los candorros?
Fate le preguntó al periodista qué decía el sparring.
– Nada -dijo el periodista-, ese hijo de la chingada sólo ha aprendido a decir insultos en español.
Al cabo de tres asaltos el preparador detuvo el combate y desapareció en el interior de la casa seguido por Merolino.
– El masajista los está esperando -dijo el periodista.
– ¿Quién es el masajista? -preguntó Fate.
– No lo hemos visto, creo que nunca sale al patio, es un tipo ciego, ¿lo entiendes?, un tipo ciego de nacimiento, que se pasa todo el día en la cocina, comiendo, o en el cuarto de baño, cagando, o tirado en el suelo de su habitación leyendo libros en el idioma de los ciegos, el lenguaje ese, ¿cómo se llama?
– El alfabeto Braille -dijo el otro periodista.
Fate se imaginó al masajista leyendo en una habitación completamente a oscuras y tuvo un ligero estremecimiento.
Debe de ser algo parecido a la felicidad, pensó. En el abrevadero García le echaba a Omar Abdul un balde de agua fría en la espalda. El sparring californiano le guiñó un ojo a Fate.
– ¿Qué le ha parecido? -le preguntó.
– No ha estado mal -dijo Fate por decir algo amable-, pero tengo la impresión de que Pickett va a llegar mucho mejor preparado.
– Pickett es un marica de mierda -dijo Omar Abdul.
– ¿Lo conoces?
– Lo he visto pelear en la tele un par de veces. No sabe moverse.
– Bueno, yo en realidad no lo he visto nunca -dijo Fate.
Omar Abdul lo miró a los ojos con expresión de asombro.
– ¿Nunca has visto pelear a Pickett? -dijo.
– No, en realidad el especialista en boxeo de mi revista murió la semana pasada y como no andamos sobrados de personal, me enviaron a mí.
– Apuesta por Merolino -dijo Omar Abdul tras guardar silencio durante un rato.
– Te deseo suerte -le dijo Fate antes de marcharse.
El camino de vuelta le pareció más corto. Durante un rato siguió las luces traseras del coche de los periodistas, hasta que los vio estacionarse junto a un bar cuando ya transitaban por las calles asfaltadas de Santa Teresa. Aparcó al lado de ellos y les preguntó cuál era el plan. Vamos a comer, dijo uno de los periodistas.
Aunque no tenía hambre, Fate aceptó tomar una cerveza en compañía de ellos. Uno de los periodistas se llamaba Chucho Flores y trabajaba para un periódico local y para una emisora de radio. El otro, el que había tocado la campana mientras estaban en el rancho, se llamaba Ángel Martínez Mesa y trabajaba para un periódico deportivo del DF. Martínez Mesa era de baja estatura y debía de andar por los cincuenta años. Chucho Flores era sólo un poco más bajo que Fate, tenía treintaicinco años y sonreía todo el tiempo. La relación entre Flores y Martínez Mesa, intuyó Fate, era la del discípulo agradecido con el maestro más bien indiferente. La indiferencia de Martínez Mesa, sin embargo, no traslucía ni soberbia ni un sentimiento de superioridad, sino cansancio. Un cansancio que se percibía hasta en su modo de vestir, desaliñado, con un traje lleno de lamparones y los zapatos sin lustrar, todo lo contrario de su discípulo, que llevaba un traje de marca y una corbata de marca y unas mancuernas de oro en los puños y que, posiblemente, se veía a sí mismo como un hombre atildado y guapo.
Mientras los mexicanos comían carne asada con patatas fritas, Fate se puso a pensar en el tatuaje de García. Comparó después la soledad de aquel rancho con la soledad de la casa de su madre.
Pensó en sus cenizas que aún estaban allí. Pensó en la vecina muerta. Pensó en el barrio de Barry Seaman. Y todo aquello que su memoria iba iluminando mientras los mexicanos comían le pareció desolado.
Cuando dejaron a Martínez Mesa en el Sonora Resort Chucho Flores insistió en tomarse la última. En el bar del hotel había varios periodistas, entre los que distinguió a un par de norteamericanos con los que le interesaba conversar, pero Chucho Flores tenía otros planes. Fueron a un bar en un callejón del centro de Santa Teresa, un local con las paredes pintadas con pintura fluorescente y una barra que hacía zigzag. Pidieron zumo de naranja con whisky. El barman conocía a Chucho Flores. Más que un barman, pensó Fate, aquel tipo parecía el propietario del local. Sus gestos eran secos y autoritarios, incluso cuando se ponía a secar vasos con el delantal que le colgaba de la cintura. Sin embargo era un tipo joven, de no más de veinticinco años, a quien Chucho Flores, por otra parte, no le hacía demasiado caso, ocupado en hablar con Fate sobre Nueva York y sobre el periodismo que se hacía en Nueva York.
– Me gustaría irme a vivir allí -le confesó- y trabajar en alguna emisora de radio hispana.
– Hay muchas -dijo Fate.
– Ya lo sé, ya lo sé -dijo Chucho Flores como si llevara mucho tiempo estudiando el caso, y luego mencionó dos nombres de radios que transmitían en español y que Fate no había oído mencionar jamás.
– ¿Y tu revista cómo se llama? -le preguntó Chucho Flores.
Se lo dijo y Chucho Flores, tras pensar un rato, hizo un movimiento negativo con la cabeza.
– No la conozco -dijo-, ¿es grande?
– No, no es grande -dijo Fate-, es una revista de Harlem, ¿entiendes?
– No -dijo Chucho Flores-, no lo entiendo.
– Es una revista donde los propietarios son afroamericanos, el director es afroamericano y casi todos los periodistas somos afroamericanos -dijo Fate.
– ¿Es eso posible? -dijo Chucho Flores-, ¿es eso bueno para el periodismo objetivo?
En ese momento se dio cuenta de que Chucho Flores estaba un poco borracho. Pensó en lo que acababa de decirle. En realidad afirmar que casi todos los periodistas eran negros resultaba aventurado. Él sólo había visto negros en la redacción, aunque por supuesto no conocía a los corresponsales. Tal vez en California hubiera algún chicano, pensó. Tal vez en Texas.
Pero también era posible que en Texas no hubiera nadie, pues entonces ¿por qué enviarlo a él, desde Detroit, y no encargarle el trabajo al de Texas o al de California?
Unas chicas se acercaron a saludar a Chucho Flores. Estaban vestidas como para ir de fiesta, con tacones altos y ropa de discoteca. Una de ellas tenía el pelo teñido de rubio y la otra era muy morena y más bien silenciosa y tímida. La rubia saludó al barman y éste le respondió con un gesto, como si la conociera muy bien y no confiara en ella. Chucho Flores lo presentó como un famoso periodista deportivo de Nueva York. En ese momento Fate consideró oportuno decirle al mexicano que él no era propiamente un periodista deportivo, sino un periodista que escribía sobre temas políticos y sociales, declaración que a Chucho Flores le pareció muy interesante. Al cabo de un rato llegó otro tipo a quien Chucho Flores presentó como el hombre que más sabía de cine al sur de la frontera de Arizona.
El tipo se llamaba Charly Cruz y le dijo con una gran sonrisa que no creyera ni una palabra de lo que decía Chucho Flores.
Era el propietario de un videoclub y su oficio lo obligaba a ver muchas películas, pero eso era todo, no soy ningún especialista en el tema, dijo.
– ¿Cuántos videoclubs tienes? -le preguntó Chucho Flores -. Dilo, díselo a mi amigo Fate.
– Tres -dijo Charly Cruz.
– Este buey está montado en el dólar -dijo Chucho Flores.
La chica teñida de rubio se llamaba Rosa Méndez y según Chucho Flores había sido su novia. También fue novia de Charly Cruz y ahora salía con el propietario de una sala de bailes.
– Rosita es así -dijo Charly Cruz-, está en su naturaleza.
– ¿Qué es lo que está en tu naturaleza? -le preguntó Fate.
En un inglés no muy bueno la chica le respondió que ser alegre. La vida es corta, dijo, y luego se quedó callada mirando alternativamente a Fate y a Chucho Flores, como si reflexionara en lo que acababa de afirmar.
– Rosita también es un poco filósofa -dijo Charly Cruz.
Fate asintió con la cabeza. Otras dos chicas se acercaron a ellos. Eran aún más jóvenes y sólo conocían a Chucho Flores y al barman. Fate calculó que ninguna de las dos debía de tener más de dieciocho años. Charly Cruz le preguntó si le gustaba Spike Lee. Sí, dijo Fate, aunque en realidad no le gustaba.
– Parece mexicano -dijo Charly Cruz.
– Puede ser -dijo Fate-, es un punto de vista interesante.
– ¿Y Woody Allen?
– Me gusta -dijo Fate.
– Ése también parece mexicano, pero mexicano del DF o de Cuernavaca -dijo Charly Cruz.
– Mexicano de Cancún -dijo Chucho Flores.
Fate se rió sin entender nada. Pensó que le estaban tomando el pelo.
– ¿Y Robert Rodríguez? -dijo Charly Cruz.
– Me gusta -dijo Fate.
– Ese pendejo es de los nuestros -dijo Chucho Flores.
– Yo tengo una película en vídeo de Robert Rodríguez -dijo Charly Cruz- que muy pocas personas han visto.
– ¿El mariachi? -dijo Fate.
– No, ésa la ha visto todo el mundo. Una anterior, cuando Robert Rodríguez no era nadie. Un puto chicano muerto de hambre. Un trovo que le entraba a cualquier chamba -dijo Charly Cruz.
– Vamos a sentarnos y nos cuentas esa historia -dijo Chucho Flores.
– Buena idea -dijo Charly Cruz-, ya me estaba cansando de estar tanto rato de pie.
La historia era sencilla e inverosímil. Dos años antes de rodar El mariachi Robert Rodríguez viajó a México. Durante unos días vagabundeó por la frontera entre Chihuahua y Texas y luego bajó hacia el sur, hasta el DF, en donde se dedicó a tomar drogas y a beber. Cayó tan bajo, dijo Charly Cruz, que entraba en una pulquería antes del mediodía y salía sólo cuando cerraban y lo echaban a patadas. Al final terminó viviendo en un congal, es decir en un bule, es decir en un berreadero, es decir en la catera de las bondadosas, es decir en un burdel, en donde se hizo amigo de una puta y de su chulo, al que llamaban el Perno, que es como si al chulo de una puta lo apodaran el Pene o la Verga. Este tal Perno simpatizó con Robert Rodríguez y se portó bien con él. A veces tenía que subirlo arrastrando hasta la habitación donde dormía, otras veces entre él y su puta tenían que desnudarlo y meterlo bajo la ducha porque Robert Rodríguez perdía el conocimiento con suma facilidad.
Una mañana, una de esas raras mañanas en que el futuro director de cine estaba medio sobrio, le contó que unos amigos querían hacer una película y le preguntó si él se veía capaz de hacerla. Robert Rodríguez, como ustedes se imaginarán, dijo okey maguey y el Perno se ocupó de los asuntos prácticos.
El rodaje duró tres días, según creo, y Robert Rodríguez siempre estaba borracho y drogado cuando se ponía detrás de la cámara. Por supuesto, en los títulos de crédito no aparece su nombre. El director se llama Johnny Mamerson, lo que evidentemente es una broma, pero si uno conoce el cine de Robert Rodríguez, su manera de hacer un encuadre, sus planos y contraplanos, su sentido de la velocidad, no cabe duda, se trata de él. Lo único que falta es su manera personal de montar una película, por lo que queda claro que en esta película el montaje lo realizó otra persona. Pero el director es él, de eso estoy seguro.
A Fate no le interesaba Robert Rodríguez ni la historia de su primera película, o de su última película, lo mismo le daba, y además empezó a tener ganas de cenar o comer un sándwich y luego meterse en la cama de su motel y dormir, pero igual tuvo que oír retazos del argumento, una historia de putas sabias o tal vez sólo de putas buenas, entre las que sobresalía una tal Justina, la cual, por motivos que se le escapaban pero que no resultaba complicado adivinar, conocía a unos vampiros del DF que vagaban por la noche disfrazados de policías. Al resto de la historia no le prestó atención. Mientras besaba en la boca a la chica de pelo negro que había llegado con Rosita Méndez oyó algo sobre pirámides, vampiros aztecas, un libro escrito con sangre, la idea precursora de Abierto hasta el amanecer, la pesadilla recurente de Robert Rodríguez. La chica de pelo negro no sabía besar. Antes de marcharse le dio a Chucho Flores el teléfono del motel Las Brisas y luego salió trastabillando hasta donde tenía el coche aparcado.
Al abrir la puerta oyó que alguien le preguntaba si se sentía bien. Llenó los pulmones de aire y se dio la vuelta. Chucho Flores estaba a tres metros de él, con el nudo de la corbata desabrochado y abrazando por la cintura a Rosa Méndez que lo miraba como si fuera un ejemplar exótico de algo, ¿de qué?, no lo sabía, pero la mirada de la mujer no le gustó.
– Estoy bien -dijo-, no hay problema.
– ¿Quieres que te lleve a tu motel? -dijo Chucho Flores.
La sonrisa de Rosa Méndez se acentuó. Se le pasó por la cabeza la idea de que el mexicano era gay.
– No es necesario -dijo-, me las puedo arreglar solo.
Chucho Flores soltó a la mujer y dio un paso en su dirección.
Fate abrió la puerta del coche y encendió el motor evitando mirarlos. Adiós, amigo, oyó que decía como en sordina el mexicano. Rosa Méndez tenía las manos en las caderas, en una pose nada natural, le pareció, y no lo miraba a él ni a su coche que se alejaba sino a su acompañante, que permanecía inmóvil, como si el aire de la noche lo hubiera congelado.
En el motel la recepción estaba abierta y Fate le preguntó a un chico al que no había visto si le podían conseguir algo de comer. El chico le dijo que no tenían cocina pero que podía comprar unas galletas o una barra de chocolate en la máquina que había afuera. Por la carretera pasaban de vez en cuando camiones hacia el norte y hacia el sur y al otro lado se veían las luces de la estación de servicio. Hacia allá dirigió Fate sus pasos.
Cuando atravesó la carretera, sin embargo, un coche estuvo a punto de atropellarlo. Por un momento pensó que estaba borracho, pero luego se dijo que antes de cruzar, estuviera o no borracho, había mirado con atención y no vio luces en la carretera. ¿De dónde, pues, había salido ese coche? Tendré más cuidado cuando vuelva, se dijo. La estación de servicio estaba profusamente iluminada y casi vacía. Detrás del mostrador una quinceañera leía una revista. A Fate le pareció que tenía la cabeza muy pequeña. Junto a la caja había otra mujer, de unos veinte años, que se lo quedó mirando mientras él se dirigía a una máquina donde vendían hot-dogs.
– Tiene que pagar primero -dijo la mujer en español.
– No entiendo -dijo Fate-, soy americano.
La mujer le repitió la advertencia en inglés.
– Dos hot-dogs y una lata de cerveza -dijo Fate.
La mujer sacó un bolígrafo del bolsillo de su uniforme y escribió la cantidad de dinero que Fate tenía que darle.
– ¿Dólares o pesos? -dijo Fate.
– Pesos -dijo la mujer.
Fate dejó junto a la caja registradora un billete y fue a buscar al refrigerador la lata de cerveza y luego le indicó con los dedos a la adolescente de cabeza pequeña cuántos hot-dogs quería. La muchacha le sirvió los hot-dogs y Fate le preguntó cómo funcionaba la máquina de las salsas.
– Apriete el botón de la que prefiera -dijo la adolescente en inglés.
Fate le puso salsa de tomate, mostaza y algo que parecía guacamole a uno de los hot-dogs y se lo comió allí mismo.
– Está bueno -dijo.
– Me alegro -dijo la chica.
Luego repitió la operación con el otro y se acercó a la caja a buscar el cambio. Cogió unas monedas y volvió hacia donde estaba la adolescente y se las dio de propina.
– Gracias, señorita -dijo en español.
Después salió con su lata de cerveza y su hot-dog a la carretera.
Mientras esperaba que pasaran tres camiones que iban de Santa Teresa a Arizona recordó lo que le había dicho a la cajera.
Soy americano. ¿Por qué no dije soy afroamericano? ¿Porque estoy en el extranjero? ¿Pero puedo considerarme en el extranjero cuando, si quisiera, podría ahora mismo irme caminando, y no caminar demasiado, hasta mi país? ¿Eso significa que en algún lugar soy americano y en algún lugar soy afroamericano y en algún otro lugar, por pura lógica, soy nadie?
Al despertarse llamó por teléfono al jefe de la sección de deportes de su revista y le dijo que Pickett no estaba en Santa Teresa.
– Es normal -dijo el jefe de la sección de deportes-, probablemente está en algún rancho en las afueras de Las Vegas.
– ¿Y cómo demonios voy a hacerle la entrevista? -dijo Fate-. ¿Quieres que vaya a Las Vegas?
– No es necesario que entrevistes a nadie, sólo necesitamos a alguien que narre la pelea, ya sabes, el ambiente, el aire que se respira en el ring, el estado de forma de Pickett, la impresión que causa en los jodidos mexicanos.
– Los prolegómenos del combate -dijo Fate.
– ¿Prolequé? -dijo el jefe de la sección de deportes.
– El jodido ambiente -dijo Fate.
– Con palabras sencillas -dijo el jefe de la sección de deportes -, como si estuvieras contando una historia en un bar y todos los que están a tu alrededor fueran tus amigos y se murieran de ganas de escucharte.
– Entendido -dijo Fate-, te lo envío pasado mañana.
– Si hay algo que no entiendas, no te preocupes, aquí procuraremos editarte como si te hubieras pasado toda la vida junto a un ring.
– De acuerdo, entendido -dijo Fate.
Al salir al porche de su habitación vio a tres niños rubios, casi albinos, que jugaban con una pelota blanca, un balde rojo y unas palas de plástico rojas. El mayor debía de tener cinco años y el menor tres. No era un sitio seguro para que jugaran unos niños. En un descuido podían intentar cruzar la carretera y un camión podía arrollarlos. Miró a los lados: sentada en un banco de madera, a la sombra, una mujer muy rubia y con gafas negras los vigilaba. La saludó. La mujer lo miró durante un segundo e hizo un gesto con la mandíbula como si no pudiera apartar la vista de los niños.
Fate bajó las escaleras y se metió en su coche. El calor en el interior era insoportable y abrió las dos ventanas. Sin saber por qué pensó otra vez en su madre, en la forma que ésta tenía de vigilarlo cuando él era un niño. Cuando puso el coche en marcha uno de los niños albinos se levantó y se lo quedó mirando.
Fate le sonrió y lo saludó con la mano. El niño dejó caer la pelota y se cuadró como un militar. Al enfilar el coche para salir del motel el niño se llevó la mano derecha a la visera y se mantuvo así hasta que el coche de Fate se perdió hacia el sur.
Mientras conducía volvió a pensar en su madre. La vio caminar, la vio de espaldas, vio su nuca mientras ella contemplaba un programa de la tele, oyó su risa, la vio fregar platos en el lavadero.
Su rostro, sin embargo, permaneció en la sombra todo el tiempo, como si de alguna manera ella ya estuviera muerta o como si le dijera, con gestos y no con palabras, que los rostros no eran importantes ni en esta vida ni en la otra. En el Sonora Resort no encontró a ningún periodista y tuvo que preguntarle al recepcionista cómo se llegaba al Arena. Cuando llegó al pabellón notó cierto revuelo. Preguntó a un lustrabotas que se había instalado en uno de los pasillos qué ocurría y el lustrabotas le dijo que había llegado el boxeador norteamericano.
Encontró a Count Pickett subido al ring, vestido con traje y corbata y exhibiendo una amplia y confiada sonrisa. Los fotógrafos disparaban sus cámaras y los periodistas que rodeaban el ring lo llamaban por su nombre de pila y le soltaban preguntas.
¿Cuándo crees que vas a luchar por el título? ¿Es verdad que Jesse Brentwood te tiene miedo? ¿Cuánto has cobrado por venir a Santa Teresa? ¿Es cierto que te casaste en secreto en Las Vegas? El apoderado de Pickett estaba a su lado. Era un tipo gordo y bajito y era él quien contestaba a casi todas las preguntas.
Los periodistas mexicanos se dirigían a él en español y lo llamaban por su nombre, Sol, señor Sol, y el señor Sol les contestaba en español y en ocasiones él también llamaba por sus nombres a los periodistas mexicanos. Un periodista norteamericano, un tipo grande y de cara cuadrada, le preguntó si era políticamente correcto traer a Pickett a pelear a Santa Teresa.
– ¿Qué quiere decir políticamente correcto? -le preguntó el apoderado.
El periodista iba a contestar, pero el apoderado se le adelantó.
– El boxeo -dijo- es un deporte y el deporte, como el arte, está más allá de la política. No mezclemos deporte con política, Ralph.
– Si lo he interpretado correctamente -dijo el tal Ralph-, usted no tiene miedo de traer a Count Pickett a Santa Teresa.
– Count Pickett no le teme a nadie -dijo el apoderado.
– No ha nacido quien pueda vencerme -dijo Count Pickett.
– Bueno, Count es un hombre, a la vista está. La pregunta entonces sería: ¿ha venido alguna mujer en su grupo? -dijo Ralph.
Un periodista mexicano que estaba en el otro extremo se levantó y lo mandó a la chingada. Otro que estaba no lejos de Fate le gritó que no insultara a los mexicanos si no quería que le dieran una patada en la boca.
– Cállese la bocota, buey, o se la parto.
Ralph pareció no oír los insultos y siguió de pie, con apariencia tranquila, esperando la respuesta del apoderado. Unos periodistas norteamericanos que estaban en una esquina del cuadrilátero, junto a unos fotógrafos, miraron al apoderado con gesto interrogante. El apoderado carraspeó y luego dijo:
– No ha venido ninguna mujer con nosotros, Ralph, usted ya sabe que nunca viajamos con mujeres.
– ¿Ni siquiera la señora Alversohn?
El apoderado se rió y algunos periodistas lo secundaron.
– Usted sabe muy bien que a mi mujer no le gusta el boxeo, Ralph -dijo el apoderado.
– ¿De qué demonios estaban hablando? -le preguntó Fate a Chucho Flores mientras desayunaban en un bar cercano al pabellón Arena del Norte.
– De los asesinatos de mujeres -dijo Chucho Flores con desánimo -. Florecen -dijo-. Cada cierto tiempo florecen y vuelven a ser noticia y los periodistas hablan de ellos. La gente también vuelve a hablar de ellos y la historia crece como una bola de nieve hasta que sale el sol y la pinche bola se derrite y todos se olvidan y vuelven al trabajo.
– ¿Vuelven al trabajo? -preguntó Fate.
– Los jodidos asesinatos son como una huelga, amigo, una jodida huelga salvaje.
La equivalencia entre asesinatos de mujeres y huelga era curiosa. Pero asintió con la cabeza y no dijo nada.
– Ésta es una ciudad completa, redonda -dijo Chucho Flores -. Tenemos de todo. Fábricas, maquiladoras, un índice de desempleo muy bajo, uno de los más bajos de México, un cártel de cocaína, un flujo constante de trabajadores que vienen de otros pueblos, emigrantes centroamericanos, un proyecto urbanístico incapaz de soportar la tasa de crecimiento demográfico, tenemos dinero y también hay mucha pobreza, tenemos imaginación y burocracia, violencia y ganas de trabajar en paz. Sólo nos falta una cosa -dijo Chucho Flores.
Petróleo, pensó Fate, pero no lo dijo.
– ¿Qué es lo que falta? -dijo.
– Tiempo -dijo Chucho Flores-. Falta el jodido tiempo.
¿Tiempo para qué?, pensó Fate. ¿Tiempo para que esta mierda, a mitad de camino entre un cementerio olvidado y un basurero, se convierta en una especie de Detroit? Durante un rato estuvieron sin hablar. Chucho Flores sacó un lápiz de su americana y una libreta y se puso a dibujar rostros de mujeres.
Lo hacía con extrema rapidez, totalmente abstraído, y también, según le pareció a Fate, con cierto talento, como si antes de convertirse en periodista deportivo Chucho Flores hubiera estudiado dibujo y se hubiera pasado muchas horas tomando apuntes del natural. Ninguna de sus mujeres sonreía. Algunas tenían los ojos cerrados. Otras eran viejas y miraban a los lados, como si esperaran algo o alguien acabara de llamarlas por su nombre. Ninguna era bonita.
– Tienes talento -dijo Fate cuando Chucho Flores acometía su séptimo retrato.
– No es nada -dijo Chucho Flores.
Después, básicamente porque seguir hablando del talento del mexicano le producía cierto embarazo, le preguntó por las muertas.
– La mayoría son trabajadoras de las maquiladoras. Muchachas jóvenes y de pelo largo. Pero eso no es necesariamente la marca del asesino, en Santa Teresa casi todas las muchachas llevan el pelo largo -dijo Chucho Flores.
– ¿Hay un solo asesino? -preguntó Fate.
– Eso dicen -dijo Chucho Flores sin dejar de dibujar-. Hay algunos detenidos. Hay algunos casos solucionados. Pero la leyenda quiere que el asesino sea uno solo y además inatrapable.
– ¿Cuántas muertas hay?
– No lo sé -dijo Chucho Flores-, muchas, más de doscientas.
Fate observó cómo el mexicano empezaba a esbozar su noveno retrato.
– Son muchas para una sola persona -dijo.
– Así es, amigo, demasiadas, incluso para un asesino mexicano.
– ¿Y cómo las matan? -preguntó Fate.
– Eso no está nada claro. Desaparecen. Se evaporan en el aire, visto y no visto. Y al cabo de un tiempo aparecen sus cuerpos en el desierto.
Mientras conducía rumbo al Sonora Resort, desde donde pensaba revisar su correo electrónico, a Fate se le ocurrió que mucho más interesante que la pelea Pickett-Fernández era escribir un reportaje sobre las mujeres asesinadas. Así se lo escribió al jefe de su sección. Le pidió quedarse una semana más en la ciudad y que le enviaran un fotógrafo. Después salió a tomar una copa al bar en donde se juntó con algunos periodistas norteamericanos.
Hablaban del combate y todos coincidían en que Fernández no iba a durar más de cuatro rounds. Uno de ellos contó la historia del boxeador mexicano Hércules Carreño. Era un tipo que medía casi dos metros. Algo nada usual en México, donde la gente más bien es bajita. Este Hércules Carreño, además, era fuerte, trabajaba descargando sacos en un mercado o en una carnicería, y alguien lo convenció para que se dedicara al boxeo. Empezó tarde. Digamos a los veinticinco años. Pero en México no abundan los pesos pesados y ganaba todos los combates.
Éste es un país que da buenos gallos, buenos moscas, buenos plumas, a veces, en contadas ocasiones, algún welter, pero no pesados ni semipesados. Es una cuestión de tradición y de alimentación. Una cuestión de morfología. Ahora tienen un presidente de la república que es más alto que el presidente de los Estados Unidos. Es la primera vez que ocurre. Poco a poco los presidentes de México serán cada vez más altos. Antes era impensable. Un presidente de México solía llegarle, en el mejor de los casos, al hombro a un presidente de América. A veces la cabeza de un presidente de México apenas estaba unos centímetros por encima del ombligo de un presidente de los nuestros.
Ésa era la tradición. Ahora, sin embargo, la clase alta mexicana está cambiando. Son cada vez más ricos y suelen buscar esposas al norte de la frontera. A eso le llaman mejorar la raza. Un enano mexicano manda a su hijo enano a estudiar a una universidad de California. El niño tiene dinero y hace lo que quiere y eso impresiona a algunas estudiantes. No hay ningún lugar en la tierra donde haya más tontas por metro cuadrado que en una universidad de California. Resultado: el niño obtiene un título y consigue una esposa que se va a vivir a México con él. De esta forma los nietos del enano mexicano dejan de ser enanos, adquieren una estatura media y de paso se blanquean. Estos nietos, llegado el momento, realizan el mismo periplo iniciático que su padre. Universidad norteamericana, esposa norteamericana, hijos cada vez de mayor estatura. La clase alta mexicana, de hecho, está haciendo, por su cuenta y riesgo, lo que hicieron los españoles, pero al revés. Los españoles, lascivos y poco previsores, se mezclaron con las indias, las violaron, les metieron a la fuerza su religión, y creyeron que de esta manera el país se volvería blanco. Los españoles creían en el blanco bastardo. Sobrestimaban su semen. Pero se equivocaron. Nunca puedes violar a tantas personas. Es matemáticamente imposible. El cuerpo no lo aguanta. Te agotas. Además, ellos violaban de abajo hacia arriba, cuando lo más práctico, está demostrado, es violar de arriba hacia abajo. El sistema de los españoles hubiera dado algún resultado si hubieran sido capaces de violar a sus propios hijos bastardos y luego a sus nietos bastardos e incluso a sus bisnietos bastardos. ¿Pero quién tiene ganas de violar a nadie cuando has cumplido setenta años y apenas te puedes mantener de pie? El resultado está a la vista. El semen de los españoles, que se creían titanes, se perdió en la masa amorfa de los miles de indios.
Los primeros bastardos, los que tenían un cincuenta por ciento de sangre de cada raza, se hicieron cargo del país, fueron los secretarios, los soldados, los comerciantes minoristas, los fundadores de nuevas ciudades. Y siguieron violando, pero el fruto, ya desde entonces, comenzó a decaer, pues las indias que ellos violaron dieron a luz mestizos con un porcentaje aún menor de sangre blanca. Y así sucesivamente. Hasta llegar a este boxeador, Hércules Carreño, que al principio ganaba peleas, o bien porque sus rivales eran más flojos que él o bien porque alguien amañaba los combates, lo que envaneció a algunos mexicanos, que empezaron a presumir de tener un campeón auténtico en las categorías pesadas y que un buen día se lo llevaron a los Estados Unidos y lo hicieron pelear contra un irlandés borracho y luego contra un negro drogado y luego contra un ruso gordinflón, a quienes ganó, lo que llenó a los mexicanos de felicidad y de soberbia: ya tenían, pues, a su campeón paseándose por los grandes circuitos. Y entonces pactaron una pelea contra Arthur Ashley, en Los Ángeles, no sé si alguno vio esa pelea, yo sí, a Arthur Ashley lo llamaban Art el Sádico. El mote se lo ganó en esa pelea. Del pobre Hércules Carreño no quedó nada. Ya desde el primer round se vio que aquello iba a ser una carnicería.
Art el Sádico boxeaba tomándose todo el tiempo del mundo, sin ninguna prisa, buscando el sitio exacto donde colocar sus ganchos, haciendo rounds monográficos, el tercero dedicado únicamente al rostro, el cuarto dedicado únicamente al hígado.
En fin, bastante hizo Hércules Carreño aguantando hasta el octavo round. Después de aquella pelea aún combatió en plazas de tercera categoría. Se caía al segundo round casi siempre. Después buscó trabajo como vigilante de discoteca, pero estaba tan sonado que en ningún trabajo duraba más de una semana.
Nunca más volvió a México. Tal vez hasta había olvidado que era mexicano. Los mexicanos, por supuesto, lo olvidaron a él.
Dicen que se dedicó a la mendicidad y que un día murió bajo un puente. El orgullo de las categorías pesadas mexicanas, dijo el periodista.
Los demás se rieron y luego todos pusieron cara de circunstancias.
Veinte segundos de silencio para recordar al infortunado Carreño. Los rostros, repentinamente serios, provocaron en Fate la sensación de un baile de máscaras. Por un brevísimo instante le faltó el aire, vio el piso vacío de su madre, tuvo la premonición de dos personas haciendo el amor en una habitación que daba pena, todo al mismo tiempo, un tiempo definido por la palabra climatérico. ¿Tú qué eres, un publicista del Ku Klux Klan?, le preguntó Fate. Bueno, bueno, bueno, otro negrata susceptible, dijo el periodista. Fate trató de acercarse a él y darle, al menos, un puñetazo (ni soñar con una bofetada), pero los periodistas que rodeaban al que había contado la historia se lo impidieron.
Es sólo una broma, oyó que decía alguien. Todos somos americanos.
Aquí no hay nadie del Klan. O eso creo. Luego oyó más risas.
Cuando se calmó y se fue a sentar solo en un rincón del bar uno de los periodistas que había estado escuchando la historia de Hércules Carreño se acercó a él y le tendió la mano.
– Chuck Campbell, del Sport Magazine de Chicago.
Fate estrechó su mano y le dijo su nombre y el nombre de su revista.
– Oí que habían matado a vuestro corresponsal -dijo Campbell.
– Así es -dijo Fate.
– Un asunto de faldas, supongo -dijo Campbell.
– No lo sé -dijo Fate.
– Conocí a Jimmy Lowell -dijo Campbell-, por lo menos nos encontramos unas cuarenta veces, que es más de lo que puedo decir de algunas amantes e incluso de alguna esposa. Era una buena persona. Le gustaba la cerveza y le gustaba comer bien.
Un hombre con mucho trabajo, decía, tiene que comer mucho y la comida tiene que ser de buena calidad. Alguna vez viajamos juntos en avión. Yo no puedo dormir en los aviones. Jimmy Lowell dormía todo el viaje y sólo se despertaba para comer y contar alguna anécdota. En realidad no le gustaba excesivamente el boxeo, su deporte era el béisbol, pero en vuestra revista cubría todos los deportes, hasta el tenis. Nunca tuvo una mala palabra para nadie. Respetaba y se hacía respetar. ¿No piensas lo mismo?
– Nunca en mi vida vi a Lowell -dijo Fate.
– No te tomes a mal lo que acabas de escuchar, muchacho -dijo Campbell-. Ser corresponsal de deportes es aburrido y uno suelta disparates sin pensarlo dos veces, o cambia las historias para no repetirse. En ocasiones, sin querer, decimos barbaridades.
El tipo que contó la historia del boxeador mexicano no es una mala persona. Es un tipo civilizado y bastante abierto en comparación con otros. Lo único que sucede es que en ocasiones, para matar el tiempo, jugamos a ser canallas. Pero no lo hacemos en serio -dijo Campbell.
– Por mi parte no hay problema -dijo Fate.
– ¿En qué round crees que va a ganar Count Pickett?
– No lo sé -dijo Fate-, ayer vi a Merolino Fernández entrenando en su cuartel y no me pareció un perdedor.
– Caerá antes del tercero -dijo Campbell.
Otro periodista le preguntó dónde estaba el cuartel de Fernández.
– No muy lejos de la ciudad -dijo Fate-, aunque la verdad es que no lo sé, no fui solo, me llevaron unos mexicanos.
Cuando Fate volvió a encender el ordenador encontró la respuesta de su jefe de sección. No había ni interés ni dinero para llevar adelante un reportaje como el que proponía. Le sugería que se limitase a cumplir con el encargo del jefe de la sección de deportes y que luego saliera de allí de inmediato. Fate habló con un recepcionista del Sonora Resort y pidió una conferencia telefónica con Nueva York.
Mientras esperaba la llamada recordó los reportajes que le habían rechazado. El más reciente había sido uno con un grupo político de Harlem llamado La Hermandad de Mahoma. Los conoció durante una manifestación en apoyo de Palestina. La manifestación era variopinta y uno podía ver a grupos de árabes, a viejos militantes de la izquierda neoyorquina, a nuevos militantes antiglobalización. La Hermandad de Mahoma, sin embargo, atrajo su atención de inmediato porque marchaban bajo un gran retrato de Osama bin Laden. Todos eran negros, todos iban vestidos con chaquetas de cuero negro y boinas negras y gafas negras, algo que recordaba vagamente a los Panteras, sólo que los Panteras eran adolescentes y los que no eran adolescentes tenían una pinta juvenil, un aura de juventud y de tragedia, mientras que los de la Hermandad de Mahoma eran hombres hechos y derechos, de anchas espaldas y bíceps enormes, gente que había pasado horas y horas en el gimnasio, levantando pesas, tipos con vocación de guardaespaldas, ¿pero guardaespaldas de quién?, verdaderos armarios humanos cuya presencia resultaba intimidante, aunque en la manifestación no eran más de veinte, puede que menos, pero el retrato de Bin Laden ejercía, quién sabe cómo, un efecto multiplicador, en primer lugar porque hacía menos de seis meses que se había cometido el atentado contra el World Trade Center y pasearse con Bin Laden, aunque sólo fuera de forma iconográfica, resultaba una provocación extrema. Por supuesto, no fue sólo Fate el que se dio cuenta de la presencia exigua y retadora de la Hermandad:
las cámaras de televisión los siguieron, entrevistaron a su portavoz, los fotógrafos de varios periódicos dejaron constancia de la presencia de aquel grupo que parecía pedir a gritos ser reprimido.
Fate los observó desde lejos. Los vio hablar con las televisiones y con algunas radios locales, los vio gritar, los vio marchar entre el gentío y los siguió. Antes de que la manifestación empezara a disgregarse los miembros de la Hermandad de Mahoma la abandonaron mediante un movimiento planeado con anterioridad. Un par de furgonetas los aguardaban en una esquina.
Sólo entonces Fate se dio cuenta de que no eran más de quince. Ellos corrieron. Él corrió hacia ellos. Dijo que quería entrevistarlos para su revista. Hablaron junto a las furgonetas, en un callejón. El que parecía el jefe, un tipo alto y gordo y con el cráneo rapado, le preguntó para qué revista trabajaba. Fate se lo dijo y el tipo lo miró con una sonrisa burlona.
– Esa jodida revista ya no la lee nadie -dijo.
– Es una revista de hermanos -dijo Fate.
– Esa jodida revista de hermanos sólo emputece a los hermanos -dijo el tipo sin dejar de sonreír-. Se ha vuelto anticuada.
– No lo creo -dijo Fate.
Un ayudante de cocina chino salió a tirar varias bolsas de basura. Un árabe los observó desde la esquina. Rostros desconocidos y lejanos, pensó Fate mientras el tipo que parecía el jefe le decía una hora, una fecha, un lugar del Bronx donde se verían al cabo de unos días.
Fate no faltó a la cita. Lo aguardaban tres miembros de la Hermandad y una furgoneta negra. Se trasladaron a un sótano cerca de Baychester. Allí los esperaba el tipo gordo de la cabeza rapada. Dijo que lo llamara Khalil. Los otros no dijeron sus nombres. Khalil habló de la Guerra Santa. Explícame qué demonios quiere decir Guerra Santa, dijo Fate. La Guerra Santa habla de nosotros cuando nuestras bocas se han secado, dijo Khalil. La Guerra Santa es la palabra de los mudos, de los que perdieron la lengua, de los que nunca supieron hablar. ¿Por qué os manifestáis en contra de Israel?, dijo Fate. Los judíos nos oprimen, dijo Khalil. Nunca, jamás, un judío ha pertenecido al Ku Klux Klan, dijo Fate. Eso era lo que los judíos pretendían hacernos creer. En realidad el Klan está en todas partes. En Tel Aviv, en Londres, en Washington. Muchos jefes del Klan son judíos, dijo Khalil. Siempre ha sido así. Hollywood está lleno de jefes del Klan. ¿Quiénes?, dijo Fate. Khalil le advirtió que lo que diría a partir de ese momento era off the record.
– Los magnates judíos tienen buenos abogados judíos -dijo.
¿Quiénes?, dijo Fate. Nombró a tres directores de cine y a dos actores. Luego tuvo una inspiración. Preguntó: ¿es Woody Allen del Klan? Lo es, dijo Khalil, fíjate en sus películas, ¿has visto allí a algún hermano? No, no he visto a muchos, dijo Fate. A ninguno, dijo Khalil. ¿Por qué llevabais un cartel de Bin Laden?, dijo Fate. Porque Osama bin Laden ha sido el primero en darse cuenta de la naturaleza de la lucha actual. Después hablaron de la inocencia de Bin Laden y de Pearl Harbor y de lo conveniente que había sido el ataque contra las Torres Gemelas para cierta gente. Gente que trabaja en la bolsa, dijo Khalil, gente que tenía papeles comprometedores guardados en las oficinas, gente que vende armas y que necesitaba un acto así. Según vosotros, dijo Fate, Mohamed Atta era un infiltrado de la CIA o del FBI. ¿Dónde están los restos de Mohamed Atta?, le preguntó Khalil. ¿Quién puede asegurar que Mohamed Atta iba en uno de esos aviones? Te diré lo que yo creo.
Creo que Atta está muerto. Se les murió mientras lo torturaban o le pegaron un tiro en la nuca. Creo que luego trocearon su cuerpo en pedacitos pequeños y molieron sus huesos hasta dejarlos como los restos de un pollo. Creo que luego metieron los huesecillos y los bistecs en una caja, la llenaron de cemento y la dejaron en algún pantano de Florida. Y lo mismo hicieron con los compañeros de Mohamed Atta.
¿Quién pilotaba los aviones, entonces?, dijo Fate. Locos del Klan, pacientes sin nombre de frenopáticos del Medio Oeste, voluntarios hipnotizados para afrontar el suicidio. En este país desaparecen miles de personas cada año y nadie intenta encontrarlos.
Después hablaron de los romanos y del circo y de los primeros cristianos a quienes se comían los leones. Pero los leones se atragantarán con nuestra carne negra, dijo.
Al día siguiente Fate los visitó en un local de Harlem y allí conoció a un tal Ibrahim, un tipo de mediana estatura y con la cara llena de cicatrices que se dedicó a relatarle pormenorizadamente las obras de caridad que la Hermandad realizaba en el barrio. Comieron juntos en una cafetería que había a un lado del local. La cafetería la atendía una mujer ayudada por un chico y en la cocina había un viejo que no paraba de cantar. Por la tarde se les unió Khalil y Fate les preguntó dónde se habían conocido.
En la cárcel, le dijeron. En la cárcel se conocen los hermanos negros. Hablaron sobre los otros grupos musulmanes de Harlem. Ibrahim y Khalil no tenían muy buena opinión de ellos, pero intentaron ser mesurados y dialogantes. Los buenos musulmanes tarde o temprano terminarían acudiendo a la Hermandad de Mahoma.
Antes de despedirse de ellos Fate les dijo que probablemente nunca les perdonarían haber desfilado bajo la efigie de Osama bin Laden. Ibrahim y Khalil se rieron. Le parecieron dos piedras negras sacudiéndose de risa.
– Probablemente nunca lo olvidarán -dijo Ibrahim.
– Ahora ya saben con quien tratan -dijo Khalil.
El jefe de su sección le dijo que se olvidara de escribir un reportaje sobre la Hermandad.
– Esos negros, ¿cuántos son? -dijo.
– Veinte, aproximadamente -dijo Fate.
– Veinte negratas -dijo el jefe de sección-. Por lo menos cinco deben de ser agentes del FBI infiltrados.
– Puede que más -dijo Fate.
– ¿Qué es lo que nos puede interesar de ellos? -dijo el jefe de sección.
– La estupidez -dijo Fate-. La variedad interminable de formas con que nos destrozamos a nosotros mismos.
– ¿Te has vuelto masoquista, Oscar? -dijo el jefe de sección.
– Puede -admitió Fate.
– Deberías follar más -dijo el jefe de sección-. Salir más, escuchar más música, tener amigos y conversar con ellos.
– Lo he pensado -dijo Fate.
– ¿Qué has pensado?
– En follar más -dijo Fate.
– Esas cosas no se piensan, se hacen -dijo el jefe de sección.
– Primero hay que pensarlas -dijo Fate. Luego añadió-:
¿Tengo luz verde para mi reportaje?
El jefe de sección movió la cabeza negativamente.
– Ni hablar -dijo-. Eso véndelo a una revista de filosofía, a una revista de antropología urbana, escribe, si quieres, un jodido guión para el cine y que lo filme el jodido Spike Lee, pero yo no lo pienso publicar.
– De acuerdo -dijo Fate.
– Joder, si se pasearon con un cartel de Bin Laden, los muy bastardos -dijo el jefe de sección.
– Hay que tener cojones -dijo Fate.
– Hay que tener cojones de cemento armado y además hay que ser muy imbécil.
– Seguramente se le ocurrió a algún infiltrado de la policía -dijo Fate.
– Da igual -dijo el jefe de sección-, se le ocurriera a quien se le ocurriera es una señal.
– ¿Una señal de qué? -dijo Fate.
– De que vivimos en un planeta de locos -dijo el jefe de sección.
Cuando su jefe de sección se puso al teléfono Fate le explicó lo que estaba sucediendo en Santa Teresa. Fue una explicación sucinta de su reportaje. Le habló de los asesinatos de mujeres, de la posibilidad de que todos los crímenes hubieran sido cometidos por una o dos personas, lo que los convertía en los mayores asesinos en serie de la historia, le habló del narcotráfico y de la frontera, de la corrupción policial y del crecimiento desmesurado de la ciudad, le aseguró que sólo necesitaba una semana más para averiguar todo lo necesario y que después se marcharía a Nueva York y en cinco días tendría armado el reportaje.
– Oscar -le dijo el jefe de sección-, estás allí para cubrir un jodido combate de box.
– Esto es superior -dijo Fate-, la pelea es una anécdota, lo que te estoy proponiendo es muchas cosas más.
– ¿Qué me estás proponiendo?
– Un retrato del mundo industrial en el Tercer Mundo -dijo Fate-, un aide-mémoire de la situación actual de México, una panorámica de la frontera, un relato policial de primera magnitud, joder.
– ¿Un aide-mémoire? -dijo el jefe de sección-. ¿Eso es francés, negro? ¿Desde cuándo sabes tú francés?
– No sé francés -dijo Fate-, pero sé lo que es un jodido aide-mémoire.
– Yo también sé lo que es un puto aide-mémoire -dijo el jefe de sección-, y también sé lo que significa merci y au-revoir y faire l’amour. Lo mismo que coucher avec moi, ¿recuerdas esa canción?, voulez-vous coucher avec moi, ce soir? Y creo que tú, negro, quieres coucher avec moi, pero sin decir antes voulezvous, que en este caso es primordial. ¿Lo has entendido? Tienes que decir voulez-vous y si no lo dices te jodes.
– Aquí hay materia para un gran reportaje -dijo Fate.
– ¿Cuántos putos hermanos están metidos en el asunto?
– dijo el jefe de sección.
– ¿De qué mierdas me hablas? -dijo Fate.
– ¿Cuántos jodidos negros están con la soga al cuello? -dijo el jefe de sección.
– Y yo qué sé, te estoy hablando de un gran reportaje -dijo Fate-, no de una revuelta en el gueto.
– O sea: no hay ningún puto hermano en esa historia -dijo el jefe de sección.
– No hay ningún hermano, pero hay más de doscientas mexicanas asesinadas, hijo de puta -dijo Fate.
– ¿Qué posibilidades tiene Count Pickett? -dijo el jefe de sección.
– Métete a Count Pickett en tu jodido culo negro -dijo Fate.
– ¿Has visto ya a su rival? -dijo el jefe de sección.
– Métete a Count Pickett en tu jodido ojete de maricón -dijo Fate-, y pídele que te lo vigile porque cuando vuelva a Nueva York te voy a reventar el culo a patadas.
– Tú cumple con tu deber y no hagas trampas con las dietas, negro -dijo el jefe de sección.
Fate colgó.
Junto a él, sonriéndole, había una mujer vestida con bluejeans y chaqueta de cuero crudo. Llevaba gafas negras y sobre el hombro le colgaba un bolso de buena calidad y una cámara de fotos. Parecía una turista.
– ¿Le interesan los asesinatos de Santa Teresa? -dijo.
Fate la miró y tardó en comprender que ella había escuchado su conversación telefónica.
– Me llamo Guadalupe Roncal -dijo la mujer tendiéndole la mano.
Se la estrechó. Era una mano delicada.
– Soy periodista -dijo Guadalupe Roncal cuando Fate le soltó la mano-. Pero no estoy aquí para cubrir la pelea. Ese tipo de peleas no me interesan, aunque sé que hay mujeres que encuentran muy sexy el boxeo. La verdad es que a mí me parece más bien algo vulgar y sin sentido. ¿No lo cree usted así? ¿O a usted sí le gusta ver cómo dos hombres se pegan?
Fate se encogió de hombros.
– ¿No me responde? Bien, no soy quién para juzgar sus aficiones deportivas. En realidad, a mí no me agrada ningún deporte.
Ni el boxeo, por las razones que le he dado, ni el fútbol, ni el básketbol, ni siquiera el atletismo. ¿Se preguntará usted qué hago entonces en un hotel lleno de periodistas deportivos y no en otro lugar más tranquilo, en donde no estaría escuchando cada vez que bajo al bar o al comedor estas tristes y patéticas historias de grandes peleas del pretérito pluscuamperfecto?
Se lo diré si me acompaña a mi mesa y se toma una copa conmigo.
Mientras la seguía se le pasó por la cabeza que estaba en compañía de una loca o tal vez de una buscona, pero Guadalupe Roncal no tenía pinta ni de loca ni de puta, aunque en realidad Fate ignoraba cómo eran las locas o las putas mexicanas.
Tampoco tenía pinta de periodista. Se sentaron en la terraza del hotel, desde donde se veía un edificio en construcción de más de diez pisos. Otro hotel, le informó la mujer con indiferencia.
Algunos obreros, apoyados en las vigas o sentados sobre apilamientos de ladrillos, también los miraban a ellos, o eso fue lo que pensó Fate aunque no había manera de comprobarlo, pues las figuras que se movían en el edificio a medio construir eran demasiado pequeñas.
– Soy, como ya le he dicho, periodista -dijo Guadalupe Roncal-. Trabajo en uno de los grandes periódicos del DF. Y me he alojado en este hotel por miedo.
– Miedo a qué -dijo Fate.
– Miedo a todo. Cuando se trabaja en algo relativo a los asesinatos de mujeres de Santa Teresa, una termina teniendo miedo a todo. Miedo a que te peguen. Miedo a un levantón.
Miedo a la tortura. Por supuesto, con la experiencia el miedo se atenúa. Pero yo no tengo experiencia. Carezco de experiencia.
Adolezco de falta de experiencia. Incluso, si existiera el término, se podría decir que estoy aquí como periodista secreta. Conozco todo lo relativo a los asesinatos. Pero en el fondo soy inexperta en el tema. Quiero decir que hasta hace una semana éste no era mi tema. No estaba al corriente, no había escrito nada al respecto y de repente, sin yo esperarlo ni pedirlo, pusieron sobre mi mesa el dossier de las muertas y me dieron el caso.
¿Quiere saber por qué?
Fate asintió con la cabeza.
– Porque soy mujer y las mujeres no podemos rechazar un encargo. Por supuesto, yo ya sabía cuál había sido el destino o el final de mi antecesor. Todos en el periódico lo sabíamos. El caso había sido muy sonado y tal vez usted lo conozca. -Fate negó con la cabeza-. Lo mataron, claro. Se metió demasiado en el asunto y lo mataron. No aquí, en Santa Teresa, sino en el DF. La policía dijo que se trataba de otro robo con desenlace fatal. ¿Quiere saber cómo fue? Se subió a un taxi. El taxi se puso en marcha. Al llegar a una esquina se detuvo y se subieron dos desconocidos. Durante un rato estuvieron dando vueltas por diferentes cajeros automáticos, vaciando la tarjeta de crédito de mi antecesor, luego se dirigieron a una zona del extrarradio y lo cosieron a cuchilladas. No es el primer periodista muerto por lo que escribe. Entre sus papeles encontré información sobre dos más. Una mujer, locutora de radio, que secuestraron en el DF y un chicano que trabajaba para un periódico de Arizona llamado La Raza, que desapareció. Los dos llevaban a cabo investigaciones sobre los asesinatos de mujeres de Santa Teresa. A la locutora de radio la conocí en la facultad de periodismo.
Nunca fuimos amigas. Puede que sólo cruzáramos dos palabras en toda la vida. Pero creo que la conocí. Antes de matarla la violaron y la torturaron.
– ¿Aquí, en Santa Teresa? -dijo Fate.
– No, hombre, en el DF. El brazo de los asesinos es largo, muy largo -dijo Guadalupe Roncal con voz soñadora-. Antes yo trabajaba en la sección de noticias locales. Casi nunca firmaba mis notas. Era una desconocida absoluta. Cuando murió mi antecesor vinieron a verme dos jefazos del periódico. Me invitaron a comer. Por supuesto, yo pensé que algo había hecho mal.
O bien que uno de los dos tenía intenciones de acostarse conmigo.
A ninguno lo conocía. Sabía quiénes eran, pero nunca antes había hablado con ellos. La comida fue muy agradable.
Muy correctos y educados ellos, muy inteligente y observadora yo. Más me hubiera valido causar una peor impresión. Después volvimos al periódico y me dijeron que los siguiera, que tenían que hablar de algo importante conmigo. Nos encerramos en la oficina de uno de ellos. Lo primero que hicieron fue preguntarme si me gustaría que me aumentaran el sueldo. Allí ya cavilé algo raro y estuve tentada de decir que no, pero dije sí, y entonces ellos sacaron un papel y dijeron una cifra, que se correspondía exactamente a mi sueldo como periodista local, y luego me miraron a los ojos y dijeron otra cifra, que era como si me ofrecieran un aumento del cuarenta por ciento. Casi pegué un salto de alegría. Luego me pasaron el dossier reunido por mi antecesor y me dijeron que a partir de ese momento trabajaría única y exclusivamente en el caso de las muertas de Santa Teresa.
Me di cuenta de que si me echaba atrás lo iba a perder todo.
Con un hilo de voz les pregunté por qué yo. Porque eres muy inteligente, Lupita, dijo uno de ellos. Porque nadie te conoce, dijo el otro.
La mujer suspiró largamente. Fate le sonrió comprensivo.
Pidieron otro whisky y otra cerveza. Los obreros del edificio en construcción habían desaparecido. Estoy bebiendo demasiado, dijo la mujer.
– Desde que leí el dossier de mi antecesor abuso del whisky, mucho más que antes, y también abuso del vodka y del tequila y ahora he descubierto esta bebida de Sonora, el bacanora, y también abuso de ella -dijo Guadalupe Roncal-. Y cada día tengo más miedo y a veces no controlo mis nervios. Usted, por supuesto, habrá oído decir que los mexicanos nunca tenemos miedo. -Se rió-. Es mentira. Tenemos mucho miedo, pero lo disimulamos bastante bien. Cuando yo llegué a Santa Teresa, por ejemplo, estaba muerta de miedo. Mientras volaba de Hermosillo para acá no me hubiera importado que el avión se estrellara.
Total, dicen que es una muerte rápida. Menos mal que un compañero del DF me dio la dirección de este hotel. Me dijo que él iba a estar en el Sonora Resort para cubrir la pelea y que, confundida entre tantos periodistas deportivos, nadie se atrevería a hacerme daño. Dicho y hecho. El problema es que cuando la pelea se acabe yo no podré marcharme junto con los periodistas y tendré que permanecer un par de días más en Santa Teresa.
– ¿Por qué? -dijo Fate.
– Tengo que hacerle una entrevista al principal sospechoso de los asesinatos. Es un compatriota suyo.
– No tenía idea -dijo Fate.
– ¿Cómo quería escribir sobre los crímenes si no sabía eso?
– dijo Guadalupe Roncal.
– Pensaba informarme. En la conversación telefónica que usted oyó lo que hacía era pedir más tiempo.
– Mi antecesor era la persona que más sabía de esto. Necesitó siete años para hacerse una idea general de lo que está pasando aquí. La vida es de una tristeza insoportable, ¿no le parece?
Guadalupe Roncal se acarició con los dedos índice ambas sienes, como si de pronto padeciera un ataque de migraña.
Murmuró algo que Fate no oyó y luego intentó llamar al camarero, pero sólo estaban ellos dos en la terraza. Cuando se dio cuenta tuvo un escalofrío.
– Tengo que ir a visitarlo a la cárcel -dijo-. El principal sospechoso, su compatriota, está desde hace años en la cárcel.
– ¿Y cómo puede ser entonces el principal sospechoso?
– dijo Fate-. Tengo entendido que los crímenes se siguen cometiendo.
– Misterios de México -dijo Guadalupe Roncal-. ¿Le gustaría acompañarme? ¿Le gustaría venir conmigo y hacerle una entrevista? La verdad es que yo me sentiría más tranquila si un hombre me acompañara, lo que es contradictorio con mis ideas, pues yo soy feminista. ¿Tiene usted algo en contra de las feministas? Es difícil ser feminista en México. Si una tiene dinero, no es tan difícil, pero si es de la clase media, es difícil. Al principio, no, por supuesto, al principio es fácil, en la universidad, por ejemplo, es muy fácil, pero cuando van pasando los años cada vez es más difícil. Para los mexicanos, sépalo usted, el único encanto del feminismo radica en la juventud. Pero aquí envejecemos aprisa. Nos envejecen aprisa. Menos mal que yo todavía soy joven.
– Es usted bastante joven -dijo Fate.
– Aun así tengo miedo. Y necesito compañía. Esta mañana pasé con mi carro por los alrededores de la cárcel de Santa Teresa y por poco no me da un ataque de histeria.
– ¿Tan horrible es?
– Es como un sueño -dijo Guadalupe Roncal-. Parece una cárcel viva.
– ¿Viva?
– No sé cómo explicarlo. Más viva que un edificio de departamentos, por ejemplo. Mucho más viva. Parece, no se sorprenda usted de lo que le voy a decir, una mujer destazada.
Una mujer destazada, pero todavía viva. Y dentro de esa mujer viven los presos.
– Entiendo -dijo Fate.
– No, no creo que entienda nada, pero es igual. A usted le interesa el tema, yo le ofrezco la posibilidad de conocer al principal sospechoso de los asesinatos a cambio de que usted me acompañe y me proteja. Me parece un trato justo y equitativo.
¿Estamos de acuerdo?
– Es justo -dijo Fate-. Y muy amable por su parte. Lo que no acabo de comprender es a qué le tiene usted miedo. En la cárcel nadie puede hacerle daño. En teoría, al menos, la gente que está presa ya no le hace daño a nadie. Sólo se dañan entre ellos.
– Usted no ha visto nunca una foto del sospechoso principal.
– No -dijo Fate.
Guadalupe Roncal miró el cielo y sonrió.
– Debo parecerle una loca -dijo-. O una buscona. Pero no soy ni lo uno ni lo otro. Sólo estoy nerviosa y últimamente he bebido demasiado. ¿Usted cree que quiero llevarlo a la cama?
– No. Creo en lo que me ha dicho.
– Entre los papeles de mi pobre predecesor había varias fotos.
Algunas del sospechoso. Concretamente, tres. Las tres hechas en la cárcel. En dos de ellas el gringo, perdón, lo digo sin ánimo de ofender, está sentado, probablemente en una sala de visitas, y mira a la cámara. Tiene el pelo muy rubio y los ojos muy azules. Tan azules que parece ciego. En la tercera foto mira hacia otra parte y está de pie. Es enorme y delgado, muy delgado, aunque no parece débil ni mucho menos. Su rostro es el rostro de un soñador. No sé si me explico. No parece incómodo, está en la cárcel, pero no da la impresión de estar incómodo.
Tampoco parece sereno o reposado. Tampoco parece enfadado.
Es el rostro de un soñador, pero de un soñador que sueña a gran velocidad. Un soñador cuyos sueños van muy por delante de nuestros sueños. Y eso me da miedo. ¿Lo entiende?
– La verdad es que no -dijo Fate-. Pero cuente conmigo para ir a entrevistarlo.
– De acuerdo, pues -dijo Guadalupe Roncal-. Lo espero pasado mañana, en la entrada del hotel, a las diez. ¿Le parece bien?
– A las diez de la mañana. Aquí estaré -dijo Fate.
– A las diez ante meridiano. Okey -dijo Guadalupe Roncal.
Luego le dio un apretón de manos y se marchó de la terraza. Su caminar, observó Fate, era vacilante.
El resto del día se lo pasó bebiendo con Campbell en el bar del Sonora Resort. Se lamentaron de la profesión de periodista deportivo, un agujero del que nunca salía un Pulitzer y a quien pocas personas concedían un valor más allá del mero testimonio accidental. Luego se pusieron a recordar sus años de universidad, los de Fate en la Universidad de Nueva York, los de Campbell en la Universidad de Sioux City, en Iowa.
– En aquellos años lo más importante para mí era el béisbol y la ética -dijo Campbell.
Durante un segundo Fate imaginó a Campbell de rodillas en el rincón de una habitación en penumbra, abrazado a una Biblia y llorando. Pero luego Campbell se puso a hablar de mujeres, de un bar que había en Smithland, una especie de parador campestre cerca del río Little Sioux, primero había que llegar hasta Smithland y luego seguir unos pocos kilómetros en dirección este y allí, bajo unos árboles, estaba el bar y las chicas del bar que solían atender a campesinos y a algunos estudiantes que venían en coche desde Sioux City.
– Hacíamos siempre lo mismo -le dijo Campbell-, primero follábamos con las chicas, luego salíamos al patio y jugábamos al béisbol hasta el agotamiento y después, cuando empezaba a anochecer, nos emborrachábamos y cantábamos canciones de vaqueros en el porche del bar.
Por el contrario, cuando Fate estudiaba en la Universidad de Nueva York no solía emborracharse ni ir con putas (de hecho, nunca en su vida había estado con una mujer a la que tuviera que pagarle), sino que dedicaba los días libres a trabajar y a leer. Una vez a la semana, los sábados, iba a un taller de escritura creativa y durante un tiempo, poco, no más de unos meses, imaginó que tal vez podía dedicarse a escribir ficción, hasta que el escritor que dirigía el taller le dijo que mejor concentrara sus esfuerzos en el periodismo.
Pero eso no se lo dijo a Campbell.
Cuando empezaba a anochecer llegó Chucho Flores y se lo llevó. Fate se dio cuenta de que Chucho Flores no invitó a Campbell a ir con ellos. Sin saber por qué, eso le gustó y al mismo tiempo le disgustó. Durante un rato circularon por las calles de Santa Teresa sin rumbo fijo, o eso le pareció a Fate, como si Chucho Flores tuviera algo que decirle y no hallara la ocasión. Las luces del alumbrado nocturno transformaron el rostro del mexicano. Los músculos de la cara se le tensaron. Un perfil más bien feo, pensó Fate. Sólo en ese instante se dio cuenta de que en algún momento iba a tener que volver al Sonora Resort pues allí había quedado estacionado su coche.
– No vayamos muy lejos -dijo.
– ¿Tienes hambre? -le preguntó el mexicano. Fate dijo que sí. El mexicano se rió y puso música. Escuchó un acordeón y unos gritos lejanos, no de dolor ni de felicidad, sino energía que se bastaba a sí misma y que se consumía a sí misma. Chucho Flores sonrió y la sonrisa se le quedó incrustada en la cara, sin dejar de conducir y sin mirarlo a los ojos, con la vista al frente, como si le hubieran instalado en el cuello un collarín ortopédico de acero, mientras los aullidos se iban acercando a los micrófonos y las voces de unos tipos a los que Fate conjeturó caras patibularias echaban a cantar o seguían gritando, menos que al principio del disco, y dando vivas no se sabía bien a qué.
– ¿Qué es esto? -dijo Fate.
– Jazz de Sonora -dijo Chucho Flores.
Cuando volvió al motel eran las cuatro de la mañana.
Aquella noche se había emborrachado y luego se le había ido la borrachera y luego se había vuelto a emborrachar y ahora, delante de su habitación, se le había ido otra vez la borrachera, como si lo que bebían los mexicanos no fuera alcohol de verdad sino agua con efectos hipnóticos de corta duración. Durante un rato, sentado sobre el maletero del coche, estuvo mirando los camiones que pasaban por la carretera. La noche era fresca y llena de estrellas. Pensó en su madre y en lo que ésta debía de pensar durante las noches de Harlem sin asomarse a la ventana a ver las pocas estrellas que brillaban allí, sentada delante del televisor o fregando platos en la cocina, mientras del televisor encendido salían risas, negros y blancos riéndose, contándose chistes que a ella tal vez le hicieran gracia, aunque lo más probable es que ni siquiera prestara demasiada atención a lo que decían, ocupada en fregar los platos que acababa de ensuciar y la olla que acababa de ensuciar y el tenedor y la cuchara que acababa de ensuciar, con una tranquilidad que probablemente, pensó Fate, significaba algo más que simple tranquilidad, o tal vez no, tal vez esa tranquilidad sólo significaba tranquilidad y algo de cansancio, tranquilidad y brasas consumidas, tranquilidad y apaciguamiento y sueño, que finalmente es, el sueño, la fuente y también el refugio último de la tranquilidad.
Pero entonces, pensó Fate, la tranquilidad no es sólo tranquilidad. O el concepto de tranquilidad que tenemos está equivocado y la tranquilidad o los territorios de la tranquilidad en realidad no son más que un indicador de movimiento, un acelerador o un desacelerador, depende.
Al día siguiente se levantó a las dos de la tarde. Lo primero que recordó fue que antes de acostarse se había sentido mal y había vomitado. Miró a los lados de la cama y luego fue al baño pero no encontró ni un solo rastro de vómito. Sin embargo, mientras dormía, se había despertado dos veces, y en ambas ocasiones olió el vómito: un olor a podrido que emanaba de todos los rincones de la habitación. Estaba demasiado cansado para levantarse y abrir las ventanas y había seguido durmiendo.
Ahora el olor había desaparecido y no encontró ni un solo rastro de que hubiera vomitado la noche anterior. Se duchó y luego se vistió pensando que aquella noche, después del combate, se subiría a su coche y volvería a Tucson, donde intentaría tomar un vuelo nocturno a Nueva York. No iba a acudir a la cita con Guadalupe Roncal. ¿Para qué entrevistar al sospechoso de una serie de asesinatos si luego no le iban a publicar la historia?
Pensó en llamar y reservar billete desde el motel, pero a última hora decidió hacerlo más tarde, desde uno de los teléfonos del Pabellón Arena o desde el Sonora Resort. Después guardó sus cosas en la maleta y se acercó a la recepción a cancelar su cuenta. No es necesario que se vaya ahora, le dijo el recepcionista, le cobro lo mismo que si se marcha a las doce de la noche.
Fate le dio las gracias y se guardó la llave en un bolsillo, pero no sacó la maleta del coche.
– ¿Quién cree que va a ganar? -le preguntó el recepcionista.
– No lo sé, en esta clase de peleas puede pasar cualquier cosa -dijo Fate como si toda su vida hubiera sido corresponsal deportivo.
El cielo era de un azul intenso apenas rayado por unas nubes con forma de cilindros que flotaban por el este y que avanzaban hacia la ciudad.
– Parecen tubos -dijo Fate desde la puerta abierta de la recepción.
– Son cirros -dijo el recepcionista-, cuando lleguen a la vertical de Santa Teresa habrán desaparecido.
– Es curioso -dijo Fate sin moverse del quicio de la puerta -, cirro significa duro, viene del griego skirrhós, que significa duro, y se aplica a los tumores, a los tumores duros, pero esas nubes no tienen ninguna pinta de dureza.
– No -dijo el recepcionista-, son nubes de las capas altas de la atmósfera, si bajan o suben un poquito, sólo un poquito, desaparecen.
En el Pabellón Arena del Norte no encontró a nadie. La puerta principal estaba cerrada. En las paredes, unos carteles prematuramente envejecidos anunciaban la pelea FernándezPickett. Algunos habían sido arrancados y sobre otros unas manos desconocidas habían pegado carteles nuevos que anunciaban conciertos de música, bailes populares, incluso el cartel de un circo que se hacía llamar Circo Internacional.
Fate dio la vuelta al edificio. Se topó con una mujer que arrastraba un carrito de jugos frescos. La mujer tenía el pelo largo y negro y llevaba unas faldas que le caían hasta los tobillos.
Entre los bidones de agua y los baldes con hielo asomaban la cabeza dos niños. Al llegar a la esquina la mujer se detuvo y empezó a montar una especie de parasol con tubos metálicos. Los niños bajaron del carrito y se sentaron en la acera, con las espaldas apoyadas en la pared. Durante un rato Fate se quedó inmóvil contemplándolos y contemplando la calle rigurosamente deshabitada. Cuando reemprendió la marcha apareció por la esquina contraria otro carrito y Fate se detuvo nuevamente. El tipo que arrastraba el nuevo carrito saludó con la mano a la mujer. Ésta apenas movió la cabeza en señal de reconocimiento y empezó a sacar de uno de los laterales de su vehículo unos enormes jarros de vidrio que fue depositando en un aparador portátil. El tipo recién llegado vendía maíz y su carrito humeaba.
Fate descubrió una puerta trasera y buscó un timbre pero no había ninguna clase de timbre así que tuvo que golpear con los nudillos. Los niños se habían acercado al carrito de maíz y el hombre sacó dos mazorcas, las untó con crema, les espolvoreó queso y luego algo de chile y se las dio. Mientras esperaba Fate pensó que el hombre del maíz tal vez era el padre de los niños y que su relación con la madre, la mujer de los jugos, no era buena, de hecho era posible que estuvieran divorciados y que sólo se vieran cuando coincidían sus ocupaciones laborales. Pero evidentemente eso no podía ser real, pensó. Luego volvió a golpear y nadie le abrió.
En el bar del Sonora Resort encontró a casi todos los periodistas que iban a cubrir el combate. Vio a Campbell conversando con un tipo con pinta de mexicano y se acercó a él, pero antes de llegar se dio cuenta de que Campbell estaba trabajando y no quiso interrumpirlo. Cerca de la barra vio a Chucho Flores y lo saludó desde lejos. Chucho Flores estaba acompañado por tres tipos que parecían ex boxeadores y su saludo no fue muy efusivo. Buscó una mesa vacía en la terraza y se sentó.
Durante un rato estuvo observando a la gente que se levantaba de las mesas y se saludaba dándose largos abrazos o se gritaba de una punta a otra, y vio el trasiego de los fotógrafos que disparaban sus cámaras haciendo y deshaciendo grupos a su antojo, y el desfile de la gente importante de Santa Teresa, rostros que no le sonaban de nada, mujeres jóvenes y bien vestidas, tipos altos con botas vaqueras y trajes de Armani, jóvenes con los ojos brillantes y las mandíbulas endurecidas que no hablaban y que se limitaban a mover la cabeza de forma afirmativa o negativa, hasta que se aburrió de esperar a que el camarero le trajera una bebida y se marchó dando codazos, sin mirar atrás, sin importarle dejar a sus espaldas uno o dos o tres insultos en español que no entendió y que si hubiera entendido tampoco habrían constituido un pretexto suficiente para retenerlo.
Comió en un restaurante del este de la ciudad, bajo un patio emparrado y fresco. Al fondo del patio, junto a una cerca de alambre y sobre el suelo de tierra, había tres futbolines. Durante unos minutos estuvo contemplando la carta, sin entender nada. Luego intentó explicarse mediante signos, pero la mujer que lo atendía sólo atinaba a sonreír y a encogerse de hombros.
Al cabo de un rato apareció un hombre, pero el inglés que utilizaba le resultó aún más ininteligible. Sólo entendió la palabra pan. Y la palabra cerveza.
Luego el hombre desapareció y se quedó solo. Se levantó y se acercó al extremo del emparrado, junto a los futbolines. Uno de los equipos llevaba camiseta blanca y pantalones verdes, el pelo negro y la piel de un color crema muy pálido. El otro equipo iba vestido de rojo, con pantalones negros, y todos los jugadores exhibían una poblada barba. Lo más curioso, sin embargo, era que los jugadores del equipo de rojo exhibían unos diminutos cuernos en la frente. Los otros dos futbolines eran exactamente iguales.
En el horizonte vio un cerro. El color del cerro era amarillo oscuro y negro. Supuso que más allá estaba el desierto. Sintió deseos de salir y dirigirse hacia el cerro, pero cuando se dio la vuelta sobre su mesa la mujer había puesto una cerveza y una especie de sándwich muy gordo. Dio una mordida y le gustó.
El sabor era extraño, un poco picante. Por curiosidad abrió una de las tapas del pan: en el sándwich había de todo. Bebió un largo trago de cerveza y se estiró en la silla. Entre las hojas de parra distinguió una abeja inmóvil. Dos delgados rayos de sol caían verticales sobre el suelo de tierra. Cuando el hombre volvió a aparecer le preguntó cómo se llegaba al cerro. El hombre se rió. Dijo unas cuantas palabras que no entendió y luego dijo no bonito, varias veces.
– ¿No bonito?
– No bonito -dijo el hombre, y volvió a reírse.
Luego lo cogió del brazo y lo arrastró hasta una habitación que hacía de cocina y que a Fate le pareció muy ordenada, cada cosa en su lugar, las baldosas blancas de la pared sin rastro de grasa, y le enseñó el cubo de basura.
– ¿El cerro no bonito? -dijo Fate.
El hombre volvió a reírse.
– ¿El cerro es basura?
El hombre no dejaba de reírse. Sobre el antebrazo izquierdo tenía tatuado un pájaro. No un pájaro en vuelo, como suelen ser los tatuajes de este tipo, sino un pájaro posado en una rama, un pájaro pequeño, posiblemente un gorrión.
– ¿El cerro es un basurero?
El hombre se rió aún más y movió la cabeza afirmativamente.
A las siete de la tarde Fate enseñó su acreditación como periodista y entró en el Pabellón Arena del Norte. Había mucha gente en la calle y puestos ambulantes que vendían comida, refrescos, souvenirs con motivos pugilísticos. En el interior ya habían empezado las peleas de relleno. Un peso gallo mexicano combatía contra otro peso gallo mexicano pero muy pocos estaban atentos al combate. La gente compraba refrescos, hablaba, se saludaba. Vio, en el ringside, a dos cámaras de televisión.
Uno de ellos parecía estar grabando lo que sucedía en el pasillo central. El otro se había sentado sobre una banqueta e intentaba sacar un pastelillo de su envoltorio de plástico. Se internó por uno de los pasillos laterales cubiertos. Vio gente haciendo apuestas, una mujer alta con un vestido ajustado abrazada por dos hombres más bajos que ella, tipos que fumaban y que bebían cerveza, tipos con las corbatas flojas y que hacían señales con los dedos, al mismo tiempo, como si jugaran a un juego de niños. Encima del toldo que cubría el pasillo estaban las localidades baratas y allí el bullicio era aún mayor. Decidió ir a echar una mirada a los vestuarios y a la sala de prensa. En esta última sólo encontró a dos periodistas mexicanos que le lanzaron una mirada agonizante. Ambos estaban sentados y tenían las camisas mojadas de sudor. En la entrada del vestuario de Merolino Fernández vio a Omar Abdul. Lo saludó pero el sparring fingió no conocerlo y siguió hablando con unos mexicanos. Los que estaban junto a la puerta hablaban de sangre, o eso creyó entender Fate.
– ¿De qué estáis hablando? -les preguntó.
– De toros -le dijo en inglés uno de los mexicanos.
Cuando ya se iba oyó que lo llamaban por su nombre. Señor Fate. Se volvió y encontró la amplia sonrisa de Omar Abdul.
– ¿Ya no saludas a los amigos, negro?
Al observarlo de cerca se dio cuenta de que tenía los dos pómulos amoratados.
– Veo que Merolino se ha entrenado bien -dijo.
– Gajes del oficio -dijo Omar Abdul.
– ¿Puedo ver a tu jefe?
Omar Abdul miró hacia atrás, hacia la puerta de entrada al vestuario, y luego movió la cabeza y dijo que no.
– Si te dejara entrar a ti, hermano, tendría que dejar entrar a todos estos maricones.
– ¿Son periodistas?
– Algunos son periodistas, hermano, pero la mayoría sólo quieren tomarse una foto con Merolino, tocarle las manos y las pelotas.
– ¿Y a ti cómo te va la vida?
– No me quejo, no me quejo demasiado -dijo Omar Abdul.
– ¿Adónde piensas ir después del combate?
– A celebrarlo, supongo -dijo Omar Abdul.
– No, no me refiero a después de esta noche sino a después de que todo esto se haya acabado -dijo Fate.
Omar Abdul sonrió. Una sonrisa de confianza y de desafío.
La sonrisa del gato de Cheshire en el supuesto de que el gato de Cheshire no estuviera retrepado en la rama de un árbol, sino en un descampado y bajo una tormenta. Una sonrisa, pensó Fate, de joven negro, pero también una sonrisa tan americana.
– No lo sé -dijo-, buscar un trabajo, pasar una temporada en Sinaloa, junto al mar, ya veremos.
– Que tengas suerte -dijo Fate.
Cuando ya se alejaba oyó que Omar le decía: suerte es lo que va a necesitar esta noche Count Pickett. Al volver al auditorio otros dos boxeadores estaban en el ring y ya casi no quedaban asientos vacíos. Avanzó por el pasillo principal hacia la fila destinada a la prensa. Su asiento estaba ocupado por un tipo gordo que lo miró sin entender lo que le decía. Le enseñó la entrada y el tipo se levantó y buscó en los bolsillos del saco hasta dar con la suya. Los dos tenían el mismo número. Fate sonrió y el tipo gordo sonrió. En ese momento uno de los boxeadores derribó con un gancho a su oponente y muchos de los asistentes al pabellón se pusieron en pie y gritaron.
– ¿Qué hacemos? -le dijo Fate al gordo. El gordo se encogió de hombros y siguió con la vista la cuenta de protección del árbitro.
El boxeador caído se levantó y el público volvió a gritar.
Fate alzó una mano, con la palma hacia el gordo, y se retiró.
Cuando volvió al pasillo principal oyó que lo llamaban.
Miró hacia todos lados pero no vio a nadie. Fate, Oscar Fate, gritaron. El boxeador que se acababa de levantar se abrazó a su oponente. Éste intentó deshacer el clinch proyectando una batería de golpes al estómago mientras retrocedía. Aquí, Fate, aquí, gritaron. El árbitro deshizo el clinch. El boxeador que se acababa de levantar amagó con atacar pero retrocedió con pasos lentos esperando la campana. Su oponente también retrocedió.
El primero llevaba un pantalón blanco y tenía el rostro cubierto de sangre. El segundo llevaba un pantalón a rayas negras, violetas y rojas y parecía sorprendido de que el otro aún no estuviera en el suelo. Oscar, Oscar, estamos aquí, gritaron.
Cuando sonó la campana el árbitro se acercó a la esquina del boxeador del pantalón blanco y pidió mediante gestos que subiera un médico. El médico, o lo que fuera, le examinó una ceja y dijo que el combate podía continuar.
Fate se volvió y trató de localizar a quienes lo llamaban. La mayoría de los espectadores se había levantado de su asiento y no pudo ver a nadie. Cuando comenzó el siguiente round el boxeador del pantalón a rayas se lanzó dispuesto a conseguir la victoria por knock out. Durante los primeros segundos el otro le plantó cara, pero luego se abrazó a él. El árbitro los separó varias veces. El hombro del boxeador del pantalón a rayas estaba manchado con la sangre del otro. Fate se acercó lentamente a las localidades de ringside. Vio a Campbell leyendo una revista de básketbol, vio a otro periodista norteamericano tomando notas despreocupadamente. Uno de los camarógrafos había instalado su cámara sobre un trípode y el chico de la iluminación que estaba a su lado mascaba chicle y le miraba de tanto en tanto las piernas a una señorita sentada en primera fila.
Oyó otra vez su nombre y se volvió. Creyó ver a una mujer rubia que le hacía señas con las manos. El boxeador del pantalón blanco volvió a caer. El protector bucal saltó de sus labios y atravesó el ring hasta detenerse justo al lado de donde estaba Fate. Por un momento pensó en arrodillarse y recogerlo, pero luego le dio asco y siguió quieto, mirando el cuerpo desmadejado del boxeador que oía la cuenta de protección del árbitro y luego, antes de que éste señalara con los dedos el número nueve, volvía a levantarse. Va a pelear sin protector, pensó, y entonces se agachó y buscó el protector pero no lo encontró.
¿Quién lo ha cogido?, pensó. ¿Quién demonios ha cogido el jodido protector si yo no me he movido y no he visto a nadie hacerlo?
Cuando la pelea terminó por los altavoces sonó una canción que reconoció como una de aquellas que Chucho Flores había definido como jazz de Sonora. Los espectadores de las localidades más baratas lanzaron gritos de júbilo y luego se pusieron a cantar la canción. Tres mil mexicanos encaramados en la galería del Pabellón Arena cantando al unísono la misma canción.
Fate intentó mirarlos pero la iluminación, focalizada en el centro, dejaba aquella zona a oscuras. El tono de las voces, le pareció, era grave y desafiante, un himno de guerra perdida interpretado en la oscuridad. En la gravedad sólo había desesperanza y muerte, pero en el desafío era dable percibir la punta de un humor corrosivo, un humor que sólo existía en función de sí mismo y de los sueños, sin importar la duración que éstos tuvieran. Jazz de Sonora. En los asientos de abajo algunos también entonaban la canción, pero no eran demasiados. La mayoría prefería conversar o beber cerveza. Vio a un niño con una camisa blanca y pantalones negros corretear pasillo abajo. Vio al tipo que vendía cervezas avanzar pasillo arriba canturreando la canción. Una mujer con los brazos en jarra se reía de lo que le decía un hombre bajito y con un bigote diminuto. El hombre bajito gritaba pero su voz apenas se oía. Un grupo de hombres daban la impresión de conversar sólo con el movimiento de sus mandíbulas (y éstas sólo expresaban desprecio o indiferencia).
Un tipo miraba el suelo y hablaba solo y sonreía. Todo el mundo parecía feliz. Justo en ese momento, como si tuviera una revelación, Fate comprendió que casi todos los que estaban en el Pabellón Arena creían que Merolino Fernández iba a ganar la pelea. ¿Qué los llevaba a semejante certeza? Por un momento creyó saberlo pero la idea se le escapó como agua de las manos. Mejor así, pensó, pues la sombra escurridiza de aquella idea (otra idea tonta) tal vez fuera capaz de destruirlo de un solo zarpazo.
Entonces, por fin, los vio. Chucho Flores le indicaba mediante señas que se fuera a sentar con ellos. Reconoció a la rubia que estaba a su lado. La había visto antes, pero ahora vestía mucho mejor. Compró una cerveza y se abrió paso entre la gente. La rubia le dio un beso en la mejilla. Le dijo su nombre, que él ya había olvidado. Rosa Méndez. Chucho Flores le presentó a los otros dos: un tipo al que no había visto jamás, llamado Juan Corona, que Fate pensó que era otro periodista, y una mujer joven extremadamente guapa, llamada Rosa Amalfitano.
Éste es Charly Cruz, el rey de los vídeos, a quien ya conoces, dijo Chucho Flores. Charly Cruz le tendió la mano. Era el único que seguía sentado, ajeno a los movimientos del Pabellón.
Todos iban muy bien vestidos, como si después del combate pensaran ir a una fiesta de gala. Una de las sillas estaba vacía y Fate se sentó después de que ellos quitaran de allí sus americanas y chaquetas. Les preguntó si esperaban a alguien.
– Sí, esperábamos a una amiga -le dijo Chucho Flores al oído-, pero a última hora parece que se rajó.
– Si llega no hay problema -dijo Fate-, me levanto y me voy.
– No, hombre, quédate aquí con los amigos -dijo Chucho Flores.
Corona le preguntó de qué parte de los Estados Unidos era. Nueva York, dijo Fate. ¿Y cuál es tu trabajo? Periodista.
Después de eso a Corona se le agotó su inglés y ya no preguntó nada más.
– Eres el primer hombre negro que conozco -dijo Rosa Méndez.
Charly Cruz se lo tradujo. Fate sonrió. Rosa Méndez también sonrió.
– Me gusta Denzel Washington -dijo.
Charly Cruz se lo tradujo y Fate volvió a sonreír.
– Nunca había sido amiga de un negro -dijo Rosa Méndez -, los he visto en la tele y a veces en la calle, pero en la calle no hay muchos negros.
Charly Cruz le dijo que Rosita era así, buena persona y un poquito inocente. Fate no entendió a qué se refería con un poquito inocente.
– En México, la verdad es que hay pocos negros -dijo Rosa Méndez-. Los pocos que hay viven en Veracruz. ¿Conoces Veracruz?
Charly Cruz se lo tradujo. Le dijo que Rosita quería saber si había estado alguna vez en Veracruz. No, no he estado nunca, dijo Fate.
– Yo tampoco. Una vez pasé por allí, cuando tenía quince años -dijo Rosa Méndez-, pero lo he olvidado todo. Es como si me hubiera pasado algo malo en Veracruz y mi cerebro lo hubiera borrado, ¿entiendes?
Esta vez fue Rosa Amalfitano quien tradujo. Mientras lo hacía no sonreía como Charly Cruz sino que se limitó a traducir lo que había dicho la otra mujer con total seriedad.
– Entiendo -dijo Fate sin entender nada.
Rosa Méndez lo miraba a los ojos y él hubiera sido incapaz de decir si la mujer estaba pasando el rato o lo hacía partícipe de un secreto íntimo.
– Algo debió ocurrirme -dijo Rosa Méndez-, porque la verdad es que no me acuerdo de nada. Sé que estuve allí, no muchos días, tal vez tres o sólo dos, pero no guardo ni el más mínimo recuerdo de la ciudad. ¿Te ha ocurrido a ti algo semejante?
Probablemente a mí también, pensó Fate, pero en lugar de admitirlo le preguntó si le gustaba el box. Rosa Amalfitano tradujo la pregunta y Rosa Méndez dijo que a veces, sólo a veces, era excitante, sobre todo cuando peleaba un boxeador hermoso.
– ¿Y a ti? -le preguntó a la que sabía inglés.
– A mí me da igual -dijo Rosa Amalfitano-, es la primera vez que vengo a una cosa así.
– ¿La primera vez? -dijo Fate sin recordar que tampoco él era un experto en boxeo.
Rosa Amalfitano sonrió y asintió con la cabeza. Luego encendió un cigarrillo y Fate aprovechó para mirar en otra dirección y se encontró con los ojos de Chucho Flores que lo miraba como si no lo hubiera visto nunca. Hermosa muchacha, dijo Charly Cruz a su lado. Fate comentó que hacía calor. Una gota de transpiración le bajaba por la sien derecha a Rosa Méndez.
Llevaba un vestido escotado que dejaba ver dos grandes pechos y el sostén de color crema. Brindemos por Merolino, dijo Rosa Méndez. Charly Cruz, Fate y Rosa Méndez entrechocaron sus botellas de cerveza. Rosa Amalfitano se unió al brindis con un vaso de papel en donde probablemente había agua o vodka o tequila. Fate pensó en preguntárselo, pero acto seguido la pregunta le pareció de una insensatez descomunal.
A esta clase de mujeres no se les hacen estas preguntas. Chucho Flores y Corona eran los únicos del grupo que permanecían de pie, como si aún no perdieran las esperanzas de ver aparecer a la chica del asiento vacío. Rosa Méndez le preguntó si le gustaba mucho o demasiado Santa Teresa. Rosa Amalfitano tradujo.
Fate no entendió la pregunta. Rosa Amalfitano sonrió. Fate pensó que sonreía como una diosa. La cerveza le supo mal, cada vez más amarga y más tibia. Estuvo tentado de pedirle un trago de su vaso, pero eso, lo supo, era algo que él jamás haría.
– ¿Mucho o demasiado? ¿Cuál es la respuesta correcta?
– Creo que demasiado -dijo Rosa Amalfitano.
– Pues entonces demasiado -dijo Fate.
– ¿Has ido a las corridas de toros? -dijo Rosa Méndez.
– No -dijo Fate.
– ¿Y a los partidos de fútbol? ¿Y a los partidos de béisbol?
¿Y a ver jugar a nuestro equipo de básketbol?
– A tu amiga le interesan mucho los deportes -dijo Fate.
– No mucho -dijo Rosa Amalfitano-, sólo trata de darte algo de conversación.
¿Sólo es conversación?, pensó Fate. De acuerdo, sólo trata de parecer idiota o natural. No, sólo trata de ser simpática, pensó, pero también intuyó que había otra cosa.
– No he ido a ninguno de esos lugares -dijo Fate.
– ¿No eres periodista deportivo? -dijo Rosa Méndez.
Ah, pensó Fate, no trata de parecer idiota ni natural, ni siquiera trata de ser simpática, ella piensa que yo soy periodista deportivo y por lo tanto que me intereso por ese tipo de eventos.
– Soy un periodista deportivo accidental -dijo Fate, y luego les explicó a las dos Rosas y a Charly Cruz la historia del corresponsal deportivo titular y de su muerte y de cómo lo mandaron a él a cubrir la pelea Pickett-Fernández.
– ¿Y sobre qué escribes, entonces? -dijo Charly Cruz.
– Sobre política -dijo Fate-. Sobre temas políticos que afectan a la comunidad afroamericana. Sobre temas sociales.
– Eso debe ser muy interesante -dijo Rosa Méndez.
Fate miró los labios de Rosa Amalfitano mientras traducía.
Se sintió feliz de estar allí.
La pelea fue corta. Primero salió Count Pickett. Ovación de cortesía, algunos abucheos. Después salió Merolino Fernández.
Ovación atronadora. En el primer round se estudiaron. En el segundo Pickett se lanzó al ataque y noqueó en menos de un minuto a su contrincante. El cuerpo de Merolino Fernández, estirado sobre la lona del cuadrilátero, ni siquiera se movió. Sus segundos lo sacaron en andas hasta la esquina y como no se recuperaba entraron los camilleros y se lo llevaron al hospital.
Count Pickett levantó un brazo, sin demasiado entusiasmo, y se marchó rodeado de su gente. Los espectadores empezaron a vaciar el Pabellón.
Comieron en un local llamado El Rey del Taco. En la entrada había un dibujo de neón: un niño con una gran corona, montado en un burro que cada cierto tiempo se levantaba sobre sus patas delanteras tratando de tirarlo. El niño jamás se caía, aunque en una mano llevaba un taco y en la otra una especie de cetro que también podía servirle de fusta. El interior estaba decorado como un McDonald’s, sólo que algo chocante. Las sillas no eran de plástico sino de paja. Las mesas eran de madera. El suelo estaba embaldosado con grandes baldosas verdes en algunas de las cuales se veían paisajes del desierto y pasajes de la vida del Rey del Taco. Del techo colgaban piñatas que remitían, asimismo, a otras aventuras del niño rey, siempre en compañía del burro. Algunas de las escenas reproducidas eran de una cotidianidad desarmante:
el niño, el burro y una viejita tuerta, o el niño, el burro y un pozo, o el niño, el burro y una olla de frijoles. Otras escenas entraban de lleno en lo extraordinario: en algunas se veía al niño y al burro caer por un desfiladero, en otras se veía al niño y al burro atados a una pira funeraria, e incluso en una se veía al niño que amenazaba a su burro poniéndole el cañón de una pistola en la sien. Como si el Rey del Taco no fuera el nombre de un restaurante sino el personaje de un cómic que Fate jamás había tenido oportunidad de leer. Sin embargo, la sensación de estar en un McDonald’s persistía. Tal vez las camareras y camareros, muy jóvenes y vestidos con uniforme militar (Chucho Flores le dijo que iban vestidos como federales), contribuían a fomentar esta impresión. Sin duda aquél no era un ejército victorioso. Los jóvenes, aunque sonreían a los clientes, transmitían un aire de cansancio enorme. Algunos parecían perdidos en el desierto que era la casa del Rey del Taco. Otros, quinceañeros o catorceañeros, trataban inútilmente de bromear con algunos clientes, tipos solos o parejas masculinas con pinta de funcionarios o de policías, tipos que miraban a los adolescentes con ojos que no estaban para bromas. Algunas chicas tenían los ojos llorosos y no parecían reales sino rostros entrevistos en un sueño.
– Este lugar es infernal -le dijo a Rosa Amalfitano.
– Tienes razón -dijo ella mirándolo con simpatía-, pero la comida no es mala.
– A mí se me ha ido el hambre -dijo Fate.
– Apenas te pongan delante un plato con tacos te volverá -dijo Rosa Amalfitano.
– Confío en que sea así -dijo Fate.
Habían llegado en tres coches distintos al restaurante. En el de Chucho Flores viajó Rosa Amalfitano. En el del silencioso Corona viajaron Charly Cruz y Rosa Méndez. Él condujo solo, pegado a los otros dos, y en más de una ocasión, cuando las vueltas por la ciudad parecían no tener fin, pensó en tocar la bocina y abandonar para siempre aquella comitiva en donde percibía, sin saber exactamente por qué, algo absurdo e infantil, y enfilar en dirección al Sonora Resort a escribir desde el hotel su crónica del breve combate que acababa de presenciar.
Tal vez aún estuviera allí Campbell y le pudiera explicar algo que él no había entendido. Aunque bien pensado no había nada que entender. Pickett sabía boxear y Fernández no, así de sencillo. O tal vez lo mejor hubiera sido no ir al Sonora Resort y conducir directamente hacia la frontera, hacia Tucson, en cuyo aeropuerto seguro que encontraría un cibercafé desde donde escribir la crónica, agotado y sin pensar en lo que escribía, y luego volar hacia Nueva York, en donde todo volvería a tener la consistencia de la realidad.
Pero en lugar de eso Fate siguió a la comitiva de coches que daba vueltas y vueltas por una ciudad ajena, con la leve sospecha de que tantas vueltas obedecían a un único fin, que él se cansara y desistiera de su compañía, aunque habían sido ellos quienes lo habían invitado, quienes le dijeron vente a cenar con nosotros y luego te marchas a los Estados Unidos, una última cena mexicana, sin convicción ni sinceridad, atrapados en una hospitalidad verbal, un convencionalismo mexicano al que se debía responder dando las gracias (¡efusivamente!) y luego alejándose dignamente por una calle semivacía.
Sin embargo él aceptó la invitación. Buena idea, dijo, tengo hambre. Vamos a cenar todos juntos, como algo natural. Y aunque vio el cambio de expresión en los ojos de Chucho Flores, y la forma en que lo miraba Corona, más frío todavía, como si pretendiera ahuyentarlo con la mirada o como si le echara la culpa de la derrota del boxeador mexicano, insistió en ir a comer algo típico, mi última noche en México, ¿qué os parece si comemos comida mexicana? Sólo Charly Cruz pareció divertirse ante la idea de seguir con él durante la cena, Charly Cruz y las dos chicas, aunque de distinta manera, cada uno de acuerdo a su naturaleza, aunque también cabía la posibilidad, pensó Fate, de que las chicas simplemente se alegraran, y nada más, mientras que a Charly Cruz, por el contrario, se le abrieran perspectivas inesperadas en un paisaje hasta ese momento fijo y rutinario.
¿Por qué estoy aquí, comiendo tacos y bebiendo cerveza con unos mexicanos a quienes apenas conozco?, pensó Fate. La respuesta, lo sabía, era sencilla. Estoy por ella. Todos hablaban en español. Sólo Charly Cruz se dirigía a él en inglés. A Charly Cruz le gustaba hablar de cine y también le gustaba hablar en inglés. Su inglés era rápido, como si intentara imitar a un estudiante universitario, aunque abundaba en incorrecciones. Mencionó el nombre de un director de Los Ángeles al que conocía personalmente, Barry Guardini, pero Fate no había visto ninguna película de Guardini. Luego se puso a hablar de dvd. Dijo que en el futuro todo sería grabado en dvd o algo similar y mejorado y las salas de cine desaparecerían.
Las únicas salas de cine que cumplían una función, dijo Charly Cruz, eran las viejas, ¿las recuerdas?, esos teatros enormes que cuando se apagaban las luces a uno se le encogía el corazón.
Esas salas estaban bien, eran los verdaderos cines, lo más parecido a una iglesia, techos altísimos, grandes cortinas rojo granate, columnas, pasillos con viejas alfombras desgastadas, palcos, localidades de platea y galería o gallinero, edificios construidos en los años en los que el cine todavía era una experiencia religiosa, cotidiana y sin embargo religiosa, y que poco a poco fueron demolidos para edificar bancos o supermercados o multicines. Hoy, le dijo Charly Cruz, apenas sobreviven unos pocos, hoy todos los cines son multicines, con pantallas pequeñas, espacio reducido, butacas comodísimas. En el espacio de una vieja sala de verdad caben siete salas reducidas de un multicine.
O diez. O quince, depende. Y ya no hay experiencia abismal, no existe el vértigo antes del inicio de una película, ya nadie se siente solo en el interior de un multicine. Después, según recordaba Fate, se puso a hablar sobre el fin de lo sagrado.
El fin había empezado en alguna parte, a Charly Cruz le daba lo mismo, tal vez en las iglesias, cuando los curas dejaron de lado la misa en latín, o en las familias, cuando los padres abandonaron (aterrorizados, créeme, brother) a las madres.
Pronto el fin de lo sagrado llegó al cine. Derribaron los grandes cines y construyeron cajas inmundas llamadas multicines, cines prácticos, cines funcionales. Las catedrales cayeron bajo la bola de acero de los equipos de demolición. Hasta que alguien inventó el vídeo. Un televisor no es lo mismo que una pantalla de cine. La sala de tu casa no es lo mismo que una vieja platea casi infinita. Pero, si uno observa con cuidado, es lo que más se le parece. En primer lugar porque mediante el vídeo puedes ver tú solo una película. Cierras las ventanas de tu casa y enciendes la tele. Metes el vídeo y te sientas en un sillón. Primer requisito: estar solo. La casa puede ser grande o pequeña, pero si no hay nadie más toda casa, por pequeña que sea, de alguna manera se agranda. Segundo requisito: preparar el momento, es decir, alquilar la película, comprar la bebida que vas a beber, la botana que vas a comer, determinar la hora en que te vas a sentar delante de tu tele. Tercer requisito: no contestar al teléfono, ignorar el timbre de la puerta, estar dispuesto a pasar una hora y media o dos horas o una hora o cuarentaicinco minutos en la más completa y rigurosa soledad. Cuarto requisito:
tener a mano el mando a distancia por si quieres ver más de una vez una escena. Y eso es todo. A partir de ese momento todo depende de la película y de ti. Si todo va bien, que no siempre va bien, uno está otra vez en presencia de lo sagrado.
Uno mete su cabeza en el interior de su propio pecho y abre los ojos y mira, silabeó Charly Cruz.
¿Qué es para mí lo sagrado?, pensó Fate. ¿El dolor impreciso que siento ante la desaparición de mi madre? ¿El conocimiento de lo que no tiene remedio? ¿O esta especie de calambre en el estómago que siento cuando miro a esta mujer? ¿Y por qué razón experimento un calambre, llamémoslo así, cuando ella me mira y no cuando me mira su amiga? Porque su amiga es notoriamente menos hermosa, pensó Fate. De lo que se deduce que para mí lo sagrado es la belleza, una mujer guapa y joven y de rasgos perfectos. ¿Y si de pronto, en medio de este restaurante tan grande como infecto, apareciera la actriz más guapa de Hollywood, seguiría sintiendo calambres en el estómago cada vez que, subrepticiamente, mis ojos se encontraran con los de ella, o, por el contrario, la aparición repentina de una belleza superior, de una belleza ornada por el reconocimiento, mitigaría el calambre, disminuiría su belleza hasta una altura real, la de una muchacha un tanto extraña que sale una noche de fin de semana a divertirse con tres amigos un tanto singulares y una amiga que más bien parece una puta? ¿Y quién soy yo para pensar que Rosita Méndez parece una puta?, pensó Fate. ¿Conozco algo, acaso, acerca de las putas mexicanas como para reconocerlas a las primeras de cambio? ¿Conozco algo sobre la inocencia o sobre el dolor? ¿Conozco algo sobre las mujeres?
Me gusta ver vídeos, pensó Fate. También me gusta ir al cine. Me gusta acostarme con mujeres. No tengo en este momento una pareja estable, pero no ignoro lo que significa tenerla.
¿Veo lo sagrado en alguna parte? Sólo percibo experiencias prácticas, pensó Fate. Un hueco que hay que llenar, hambre que debo aplacar, gente a la que debo hacer hablar para poder terminar mi artículo y cobrar. ¿Y por qué pienso que los que acompañan a Rosa Amalfitano son tres tipos singulares? ¿Qué tienen de singulares? ¿Y por qué estoy tan seguro de que si apareciera de pronto una actriz de Hollywood la belleza de Rosa Amalfitano se amortiguaría? ¿Y si no fuera así? ¿Y si se acelerara?
¿Y si todo comenzara a acelerarse a partir del instante en que una actriz de Hollywood traspusiera el umbral de El Rey del Taco?
Después, según recordaba vagamente, estuvieron en un par de discotecas, tal vez tres. En realidad, puede que fueran cuatro discotecas. No: tres. Pero también estuvieron en un cuarto lugar, que no era precisamente una discoteca ni tampoco una casa particular. La música estaba alta. Una de las discotecas, no la primera, tenía un patio. Desde el patio, donde se amontonaban cajas de refrescos y cerveza, se veía el cielo. Un cielo negro como el fondo del mar. En algún momento Fate vomitó. Luego se rió porque algo en el patio le hizo gracia. ¿Qué? No lo sabía.
Algo que se movía o que se arrastraba junto a la reja de alambre. Tal vez la hoja de un periódico. Cuando volvió al interior vio a Corona que besaba a Rosa Méndez. La mano derecha de Corona apretaba uno de los pechos de la mujer. Al pasar junto a ellos Rosa Méndez abrió los ojos y lo miró como si no lo conociera. Charly Cruz estaba apoyado en la barra hablando con el barman. Le preguntó por Rosa Amalfitano. Charly Cruz se encogió de hombros. Repitió la pregunta. Charly Cruz lo miró a los ojos y dijo que tal vez estaba en los reservados.
– ¿Dónde están los reservados? -dijo Fate.
– Arriba -dijo Charly Cruz.
Fate subió por la única escalera que encontró: una escalera metálica que se movía un poco, como si la base estuviera suelta.
Le pareció la escalera de un barco antiguo. La escalera terminaba en un pasillo enmoquetado de verde. Al final del pasillo había una puerta abierta. Se oía música. La luz que salía de la habitación también era verde. Detenido en medio del pasillo un tipo joven y flaco lo miró y luego se movió hacia él. Fate pensó que lo iba a atacar y se preparó mentalmente para recibir el primer puñetazo. Pero el tipo lo dejó pasar y luego bajó por la escalera.
Su rostro era muy serio, recordaba Fate. Luego caminó hasta llegar a una habitación en donde vio a Chucho Flores que hablaba por un teléfono móvil. Junto a él, sentado sobre un escritorio, había un tipo de unos cuarenta y tantos años, vestido con una camisa de cuadros y una corbata de lazo, que se lo quedó mirando y le preguntó con un gesto qué quería.
Chucho Flores vio el gesto del tipo y miró hacia la puerta.
– Adelante, Fate, pasa -dijo.
La lámpara que colgaba del techo era verde. Junto a una ventana, sentada en un sillón, estaba Rosa Amalfitano. Tenía las piernas cruzadas y fumaba. Cuando Fate traspuso el umbral levantó la vista y lo miró.
– Estamos aquí haciendo unos negocios -dijo Chucho Flores.
Fate se apoyó en la pared como si le faltara el aire. Es el color verde, pensó.
– Ya veo -dijo.
Rosa Amalfitano parecía drogada.
Según Fate creía recordar, alguien, en algún momento, anunció que aquella noche cumplía años, alguien que no iba con ellos, pero a quien Chucho Flores y Charly Cruz, al parecer, conocían. Mientras bebía un vaso de tequila una mujer se puso a cantar el «Happy Birthday». Después tres hombres (¿Chucho Flores era uno de ellos?) se pusieron a cantar «Las mañanitas». Muchas voces se unieron al canto. Junto a él, de pie en la barra, estaba Rosa Amalfitano. Ella no cantaba, pero le tradujo la letra de la canción. Fate le preguntó qué relación había entre el rey David y el cumpleaños de una persona.
– No lo sé -dijo Rosa-, yo no soy mexicana, soy española.
Fate pensó en España. Iba a preguntarle de qué parte de España era cuando vio que en una esquina de la sala un hombre abofeteaba a una mujer. La primera bofetada hizo que la cabeza de la mujer girara violentamente y la segunda bofetada la lanzó al suelo. Fate, sin pensar en nada, intentó moverse en esa dirección, pero alguien lo sujetó de un brazo. Cuando se volvió para ver quién lo retenía no había nadie. En la otra esquina de la discoteca el hombre que había abofeteado a la mujer se acercó al bulto caído y le pateó el estómago. A pocos metros de él vio a Rosa Méndez que sonreía feliz. Junto a ella estaba Corona, que miraba hacia otra parte, con el semblante serio de siempre. El brazo de Corona rodeaba los hombros de la mujer. De vez en cuando Rosa Méndez se llevaba la mano de Corona a la boca y le mordisqueaba un dedo. En ocasiones los dientes de Rosa Ménez mordían demasiado fuerte y entonces Corona arrugaba ligeramente el ceño.
En el último sitio donde estuvieron Fate vio a Omar Abdul y al otro sparring. Bebían solos en un rincón de la barra y se acercó a saludarlos. El sparring que se llamaba García apenas hizo un gesto de reconocimiento. Omar Abdul, por el contrario, le obsequió con una amplia sonrisa. Fate les preguntó cómo estaba Merolino Fernández.
– Bien, muy bien -dijo Omar Abdul-. En el rancho.
Antes de que Fate se despidiera de ellos Omar Abdul le preguntó cómo era que no se había largado todavía.
– Me gusta esta ciudad -dijo Fate por decir algo.
– Esta ciudad es una mierda, hermano -dijo Omar Abdul.
– Bueno, hay mujeres muy guapas -dijo Fate.
– Las mujeres de aquí no valen un pedazo de mierda -dijo Omar Abdul.
– Entonces deberías volver a California -dijo Fate.
Omar Abdul lo miró a los ojos y asintió varias veces.
– Me gustaría ser un jodido periodista -dijo-, a vosotros no se os escapa nada, ¿verdad?
Fate sacó un billete y llamó al barman. Lo que quieran tomar estos amigos lo pago yo, dijo. El barman cogió el billete y se quedó mirando a los sparrings.
– Otros dos mezcales -dijo Omar Abdul.
Cuando volvió a su mesa Chucho Flores le preguntó si era amigo de los boxeadores.
– No son boxeadores -dijo Fate-, son sparrings.
– García fue un boxeador bastante conocido en Sonora -dijo Chucho Flores-. No era muy bueno, pero aguantaba como nadie.
Fate miró hacia el fondo de la barra. Omar Abdul y García seguían allí, silenciosos, mirando las hileras de botellas.
– Una noche se volvió loco y mató a su hermana -dijo Chucho Flores-. Su abogado consiguió que lo declararan con enajenación mental transitoria y sólo pasó en la cárcel de Hermosillo ocho años. Cuando salió ya no quiso boxear. Durante un tiempo estuvo con los pentecostalistas de Arizona. Pero Dios no le dio el don de la palabra y un día dejó de predicar el verbo divino y se puso a trabajar de matón de discoteca. Hasta que llegó López, el preparador de Merolino, y lo contrató como sparring.
– Un par de mierdas -dijo Corona.
– Sí -dijo Fate-, a juzgar por la pelea, un par de mierdas.
Después, y esto sí que lo recordaba con claridad, acabaron en casa de Charly Cruz. Lo recordaba por los vídeos. Concretamente, por el supuesto vídeo de Robert Rodríguez. La casa de Charly Cruz era grande, sólida como un búnker de dos pisos, eso también lo recordaba con claridad, y su sombra se proyectaba sobre un descampado. No había jardín, pero tenía un párking en donde cabían cuatro, tal vez cinco coches. En algún momento de la noche, aunque esto ya no era nada claro, un cuarto hombre se había unido a la comitiva. El cuarto hombre no hablaba mucho pero sonreía sin que viniera a cuento y parecía simpático.
Era moreno y llevaba bigote. Y viajó con él, en su coche, a su lado, sonriendo a cada palabra que Fate decía. De vez en cuando el tipo del bigote miraba hacia atrás y de vez en cuando consultaba su reloj. Pero no decía ni una sola palabra.
– ¿Eres mudo? -le dijo Fate en inglés después de varios intentos de entablar con él una conversación-. ¿No tienes lengua?
¿Por qué miras tanto el reloj, cabrón? -E invariablemente el tipo sonreía y asentía.
El coche de Charly Cruz iba delante, seguido por el de Chucho Flores. A veces Fate podía ver las siluetas de Chucho y de Rosa Amalfitano. Generalmente cuando se detenían frente a un semáforo. En ocasiones ambas siluetas estaban muy juntas, como si se besaran. Otras veces sólo veía la silueta del conductor.
En una ocasión intentó ponerse a un lado del coche de Chucho Flores, pero no lo consiguió.
– ¿Qué hora es? -le preguntó al tipo del bigote y éste se encogió de hombros.
En el párking de Charly Cruz había un mural pintado sobre una de las paredes de cemento. El mural era de un par de metros de largo y tal vez tres metros de ancho y representaba a la Virgen de Guadalupe en medio de un paisaje riquísimo en donde había ríos y bosques y minas de oro y plata y torres petrolíferas y enormes sembrados de maíz y de trigo y amplísimas praderas donde pastaban las reses. La Virgen tenía los brazos abiertos, como en el acto de ofrecer toda esa riqueza a cambio de nada. Pero en su rostro, Fate pese a estar borracho lo advirtió de inmediato, había algo que discordaba. Uno de los ojos de la Virgen estaba abierto y el otro estaba cerrado.
La casa tenía muchas habitaciones. Algunas sólo servían como almacén en donde se amontonaban pilas de vídeos y dvd de los videoclubs de Charly Cruz o de su colección particular.
La sala estaba en el primer piso. Dos sillones y dos sofás de cuero y una mesa de madera y un aparato de televisión. Los sillones eran de buena calidad, pero viejos. El suelo era de baldosas amarillas con estrías negras y estaba sucio. Ni siquiera un par de alfombras indias multicolores podían disimularlo. Un espejo de cuerpo entero colgaba de una pared. En la otra había un cartel de una película mexicana de los años cincuenta, enmarcado y protegido con un cristal. Charly Cruz le dijo que era el póster auténtico de una película muy rara, de la que se habían perdido casi todas las copias. En un aparador de cristal se guardaban las botellas de licor. Junto a la sala había una habitación aparentemente sin uso en donde estaba el aparato de música, de última generación, y en una caja de cartón los compact discs. Rosa Méndez se agachó junto a la caja y se puso a hurgar en su interior.
– A las mujeres las vuelve loca la música -le dijo Charly Cruz al oído-, a mí me vuelve loco el cine.
La proximidad de Charly Cruz lo sobresaltó. Sólo en ese momento se dio cuenta de que la habitación no tenía ventanas y le pareció extraño que alguien la hubiera elegido para ubicar la sala, sobre todo teniendo en cuenta que la casa era grande y que seguramente no faltarían habitaciones con más luz. Cuando la música empezó a sonar Corona y Chucho Flores tomaron a las muchachas de los brazos y salieron de la sala. El tipo del bigote se sentó en un sillón y miró la hora. Charly Cruz le preguntó si le interesaba ver la película de Robert Rodríguez. Fate asintió. Al tipo del bigote, por la disposición del sillón, le era imposible ver la película sin torcer exageradamente el cuello, pero en realidad no mostró la más mínima curiosidad. Se quedó sentado, mirándolos a ellos y de tanto en tanto mirando el techo.
La película no duraba, según Charly Cruz, más de media hora. Se veía el rostro de una vieja, muy pintarrajeado, que miraba a la cámara y que, al cabo de un rato, se ponía a murmurar palabras incomprensibles y a llorar. Parecía una puta retirada y en ocasiones, pensó Fate, una puta agonizante. Después aparecía una mujer joven, muy morena, delgada y con grandes pechos, que se desnudaba sentada en una cama. De la oscuridad surgían tres tipos que primero le hablaban al oído y luego la follaban. Al principio la mujer oponía resistencia. Miraba directamente a la cámara y decía algo en español que Fate no entendía.
Luego, fingía un orgasmo y se ponía a gritar. Entonces los tipos, que hasta ese momento la estaban poseyendo alternativamente, se acoplaban a la vez, el primero la penetraba por la vagina, el segundo por el ano y el tercero metía su verga en la boca de la mujer. El cuadro que formaban era el de una máquina de movimiento continuo. El espectador adivinaba que la máquina iba a estallar en algún momento, pero la forma del estallido, y cuándo ocurriría, era imprevisible. Y entonces la mujer se corría de verdad. Un orgasmo que no estaba previsto y que ella era la que menos esperaba. Los movimientos de la mujer, constreñidos por el peso de los tres tipos, se aceleraron. Sus ojos, fijos en la cámara, que a su vez se acercó a su rostro, decían algo aunque en un lenguaje inidentificable. Por un instante toda ella pareció brillar, refulgieron sus sienes, el mentón semioculto por el hombro de uno de los tipos, los dientes adquirieron una blancura sobrenatural. Luego la carne pareció desprenderse de sus huesos y caer al suelo de aquel burdel anónimo o desvanecerse en el aire, dejando un esqueleto mondo y lirondo, sin ojos, sin labios, una calavera que de improviso empezó a reírse de todo. Después se vio una calle de una gran ciudad mexicana, el DF con toda seguridad, al atardecer, barrida por la lluvia, los coches estacionados en las aceras, las tiendas con las cortinas metálicas bajadas, personas que caminaban aprisa para no empaparse. Un charco de lluvia. El agua que limpia la carrocería de un coche cubierto por una gruesa capa de polvo. Ventanas iluminadas de edificios públicos. Una parada de autobuses junto a un pequeño parque. Las ramas de un árbol enfermo que vanamente intentan tenderse hacia la nada.
El rostro de la puta vieja que ahora sonríe a la cámara, como diciendo ¿lo hice bien?, ¿he estado bien?, ¿no hay quejas? Una escalera de ladrillos rojos a la vista. Un suelo de linóleo. La misma lluvia pero filmada desde el interior de una habitación. Una mesa de plástico con los rebordes llenos de muescas. Vasos y un frasco de Nescafé. Una sartén con restos de huevos revueltos.
Un pasillo. El cuerpo de una mujer semivestida, tirado en el suelo. Una puerta. Una habitación en completo desorden. Dos tipos durmiendo en la misma cama. Un espejo. La cámara se acerca al espejo. Se corta la cinta.
– ¿Dónde está Rosa? -preguntó Fate cuando acabó la película.
– Hay una segunda cinta -dijo Charly Cruz.
– ¿Dónde está Rosa?
– En alguno de los cuartos -dijo Charly Cruz-, mamándole la verga a Chucho.
Luego se levantó, salió de la habitación y cuando volvió traía en una mano la cinta que faltaba. Mientras rebobinaba el vídeo Fate dijo que tenía que ir al baño.
– Al fondo, la cuarta puerta -dijo Charly Cruz-. Pero tú no quieres ir al baño, tú quieres buscar a tu Rosa, gringo mentiroso.
Fate se rió.
– Bueno, tal vez Chucho necesite una ayuda -dijo como si estuviera dormido y borracho al mismo tiempo.
Al levantarse el tipo del bigote dio un respingo. Charly Cruz le dijo algo en español y el tipo del bigote volvió a extenderse muellemente sobre el sillón. Fate caminó por el pasillo contando las puertas. Al llegar a la tercera oyó un ruido que provenía del piso superior. Se detuvo. El ruido cesó. El baño era grande y parecía surgido de una revista de arquitectura. Las paredes y el suelo eran de mármol blanco. En la bañera, circular, podían caber por lo menos cuatro personas. Junto a la bañera había una gran caja de madera de roble con forma de ataúd. Un ataúd en donde la cabeza quedaba afuera y que Fate hubiera dicho que se trataba de una sauna, a no ser por la estrechez de la caja. La taza del wáter era de mármol negro. Junto a ésta había un bidet y junto al bidet una protuberancia de mármol de medio metro de alzada cuya utilidad Fate fue incapaz de discernir. Semejaba, si uno forzaba la imaginación, una silla o un sillín. Pero no pudo imaginar a nadie sentado allí, no en una posición normal. Tal vez servía para poner las toallas del bidet. Durante un rato, mientras orinaba, estuvo mirando la caja de madera y la escultura de mármol. Por un instante pensó que ambos objetos estaban vivos. A su espalda había un espejo que cubría toda la pared y que hacía que el baño pareciera más grande de lo que en realidad era. Fate miraba hacia la izquierda y veía el ataúd de madera y luego torcía el cuello hacia la derecha y veía el protuberante artefacto de mármol, y en una ocasión miró hacia atrás y vio su propia espalda, de pie ante el inodoro, flanqueado por el ataúd y por el sillín de apariencia inútil. La sensación de irrealidad que le perseguía aquella noche se acentuó.
Subió las escaleras procurando no hacer ruido. En la sala Charly Cruz y el tipo del bigote hablaban en español. La voz de Charly Cruz era apaciguadora. La voz del tipo del bigote era aguda, como si tuviera atrofiadas las cuerdas vocales. El ruido que había oído en el pasillo volvió a repetirse. La escalera terminaba en una sala con un gran ventanal cubierto por una cortina veneciana con listones de plástico marrón oscuro. Fate se internó por otro pasillo. Abrió una puerta. Rosa Méndez estaba tirada bocabajo sobre una cama de aspecto militar. Estaba vestida y llevaba puestos los zapatos de tacón, pero parecía dormida o demasiado borracha. En la habitación no había más que la cama y una silla. El suelo, al contrario que en el primer piso, estaba enmoquetado, por lo que sus pasos apenas hacían ruido.
Se acercó a la chica y le volteó la cabeza. Rosa Méndez, sin abrir los ojos, le sonrió. A mitad de camino el pasillo se bifurcaba.
Fate distinguió una luz que salía por el quicio de una de las puertas. Oyó a Chucho Flores y a Corona que discutían, pero no supo el motivo. Pensó que ambos se querían follar a Rosa Amalfitano. Después pensó que tal vez discutían acerca de él. Corona parecía enfadado de verdad. Abrió la puerta sin golpear y los dos hombres se volvieron al mismo tiempo con una mezcla de sorpresa y sueño grabada en sus rostros. Ahora debo procurar ser lo que soy, pensó Fate, un negro de Harlem, un negro jodidamente peligroso. Casi de inmediato se dio cuenta de que ninguno de los mexicanos estaba impresionado.
– ¿Dónde está Rosa? -dijo.
Chucho Flores alcanzó a indicar con un gesto un rincón de la habitación que Fate no había visto. Esta escena, pensó Fate, yo ya la he vivido. Rosa estaba sentada en un sillón, con las piernas cruzadas, esnifando cocaína.
– Vámonos -le dijo.
No se lo ordenó ni se lo suplicó. Sólo le dijo que se fuera con él, pero puso toda el alma en sus palabras. Rosa le sonrió con simpatía, no daba la impresión de entender nada. Oyó que Chucho Flores decía en inglés: largo de aquí, amigo, espéranos abajo. Fate le extendió la mano a la muchacha. Rosa se levantó y cogió su mano. La mano de la muchacha le pareció tibia, una temperatura que evocaba otros escenarios pero que también evocaba o comprendía aquella sordidez. Al estrecharla tuvo conciencia de la frialdad de su propia mano. He estado agonizando todo este tiempo, pensó. Estoy frío como el hielo. Si ella no me hubiera dado la mano me habría muerto aquí mismo y hubieran tenido que repatriar mi cadáver a Nueva York.
Cuando salían de la habitación sintió cómo Corona lo agarraba de un brazo y levantaba la mano libre, que empuñaba, le pareció, un objeto contundente. Se revolvió y golpeó, al estilo Count Pickett, la mandíbula del mexicano de abajo hacia arriba.
Como antes Merolino Fernández, Corona cayó al suelo sin exhalar ni un solo gemido. Sólo entonces se dio cuenta de que empuñaba una pistola. Se la quitó y le preguntó a Chucho Flores qué pensaba hacer.
– Yo no soy celoso, amigo -dijo Chucho Flores con las manos levantadas a la altura del pecho para que Fate viera que no llevaba ningún arma.
Rosa Amalfitano miró la pistola de Corona como si fuera un artilugio de sex-shop.
– Vámonos -oyó que le decía.
– ¿Quién es el tipo de abajo? -dijo Fate.
– Charly, Charly Cruz, tu amigo -dijo Chucho Flores sonriendo.
– No, hijo de puta, el otro, el del bigote.
– Un amigo de Charly -dijo Chucho Flores.
– ¿Esta puta casa tiene otra salida?
Chucho Flores se encogió de hombros.
– ¿Oye, hombre, no estás llevando las cosas demasiado lejos?
– dijo.
– Sí, hay una salida por la parte de atrás -dijo Rosa Amalfitano.
Fate miró el cuerpo caído de Corona y pareció meditar durante unos segundos.
– El coche está en el garaje -dijo-, no nos podemos ir sin él.
– Entonces hay que salir por la parte de delante -dijo Chucho Flores.
– ¿Y éste? -dijo Rosa Amalfitano indicando a Corona-, ¿está muerto?
Fate volvió a mirar el cuerpo desmadejado que yacía en el suelo. Hubiera podido estar mirándolo durante horas.
– Vámonos -dijo con voz resuelta.
Bajaron las escaleras, pasaron por una enorme cocina que olía a abandono, como si hiciera mucho tiempo allí ya nadie guisara, atravesaron un corredor desde donde se veía un patio en donde había una camioneta ranchera tapada con una lona negra y luego anduvieron completamente a oscuras hasta llegar a la puerta que descendía hacia el garaje. Al encender la luz, dos grandes tubos fluorescentes colgados del techo, Fate volvió a observar el mural de la Virgen de Guadalupe. Al moverse para abrir la puerta metálica se dio cuenta de que el único ojo abierto de la Virgen parecía seguirlo estuviera donde estuviera.
Metió a Chucho Flores en el asiento del copiloto y Rosa se sentó detrás. Al salir del garaje alcanzó a ver al tipo del bigote que aparecía en lo alto de la escalera y los buscaba con una mirada de adolescente azorado.
Dejaron atrás la casa de Charly Cruz y se metieron por calles sin pavimentar. Atravesaron, sin que lo advirtieran, un descampado que despedía un fuerte olor a maleza y a comida en descomposición. Fate detuvo el coche, limpió la pistola con un pañuelo y la arrojó al descampado.
– Qué noche más bonita -murmuró Chucho Flores.
Ni Rosa ni Fate dijeron nada.
Dejaron a Chucho Flores junto a una parada de autobuses en una avenida desierta y profusamente iluminada. Rosa se sentó en el asiento de delante y al despedirse le dio una bofetada.
Después se internaron por un laberinto de calles que ni Rosa ni Fate conocían, hasta salir a otra avenida que llevaba directamente al centro de la ciudad.
– Creo que me he comportado como un idiota -dijo Fate.
– Yo me he comportado como una idiota -dijo Rosa.
– No, yo -dijo Fate.
Se pusieron a reír y tras dar un par de vueltas por el centro se dejaron llevar por el flujo de coches con matrículas mexicanas y norteamericanas que salían de la ciudad.
– ¿Adónde vamos? -dijo Fate-. ¿Dónde vives?
Ella le dijo que no quería volver a su casa todavía. Pasaron por delante del motel de Fate y durante unos segundos éste no supo si seguir hacia el paso fronterizo o quedarse allí. Cien metros más adelante dio la vuelta y enfiló una vez más en dirección sur, hacia el motel. El recepcionista lo reconoció. Le preguntó cómo había ido la pelea.
– Perdió Merolino -dijo Fate.
– Era lógico -dijo el recepcionista.
Fate le preguntó si aún estaba libre su habitación. El recepcionista le dijo que sí. Fate metió una mano en el bolsillo y sacó la llave de la habitación, que aún conservaba.
– Es cierto -dijo.
Le pagó un día más y luego se marchó. Rosa lo esperaba en el coche.
– Puedes quedarte aquí un rato -dijo Fate-, cuando me lo digas te llevaré a tu casa.
Rosa asintió con la cabeza y entraron. La cama estaba hecha y las sábanas eran limpias. Las dos ventanas estaban entornadas, tal vez porque la persona que había hecho la limpieza, pensó Fate, encontró un rastro de olor a vómito. Pero la habitación olía bien. Rosa encendió la televisión y se sentó en una silla.
– Te he estado observando -dijo.
– Me halaga -dijo Fate.
– ¿Por qué limpiaste la pistola antes de deshacerte de ella?
– dijo Rosa.
– Uno nunca sabe -dijo Fate-, pero prefiero no andar dejando mis huellas dactilares en armas de fuego.
Después Rosa se concentró en el programa de la tele, un talk-show mexicano en el que, básicamente, sólo hablaba una mujer ya anciana. Tenía el pelo largo y completamente blanco.
A veces sonreía y uno podía darse cuenta de que se trataba de una viejita de buen corazón, incapaz de hacerle daño a nadie, pero la mayor parte del tiempo su expresión era de alerta, como si estuviera tratando un tema de mucha gravedad. Por supuesto, no entendió nada de lo que decían. Después Rosa se levantó de la silla, apagó la tele y le preguntó si se podía dar una ducha. Fate asintió en silencio. Cuando Rosa se encerró en el baño se puso a pensar en todo lo que había sucedido aquella noche y le dolió el estómago. Sintió una oleada de calor que le subía a la cara. Se sentó en la cama, se cubrió la cara con las manos y pensó que se había comportado como un estúpido.
Cuando salió del baño Rosa le contó que había sido novia o algo parecido de Chucho Flores. Se sentía sola en Santa Teresa y un día, mientras estaba en el videoclub de Charly Cruz adonde iba a alquilar películas, conoció a Rosa Méndez. Ignoraba el motivo, pero Rosa Méndez le cayó simpática desde el primer momento. Durante el día, según le dijo, trabajaba en un supermercado y por las tardes trabajaba de camarera en un restaurante. Le gustaba el cine y adoraba las películas de suspense.
Tal vez lo que le gustó de Rosa Méndez fue su alegría inagotable y también su pelo teñido de rubio, que contrastaba fuertemente con su piel morena.
Un día Rosa Méndez le presentó a Charly Cruz, el dueño del videoclub, a quien sólo había visto un par de veces, y Charly Cruz le pareció un tipo tranquilo, que todo se lo tomaba bien y con calma, y que en ocasiones le prestaba películas o no le cobraba los vídeos que ella alquilaba. A menudo pasaba tardes enteras en el videoclub, hablando con ellos o ayudando a Charly Cruz a desempaquetar nuevos pedidos de películas.
Una noche, cuando el videoclub estaba a punto de cerrar, conoció a Chucho Flores. Esa misma noche Chucho Flores los invitó a todos a cenar y más tarde la fue a dejar en coche hasta su casa, aunque cuando ella lo invitó a pasar él prefirió no hacerlo, para no molestar a su papá. Pero ella le dio su número de teléfono y Chucho Flores llamó al día siguiente y la invitó al cine. Cuando Rosa llegó al cine encontró a Chucho Flores y a Rosa Méndez acompañada de un tipo mayor, de unos cincuenta años, que dijo dedicarse a la compra y venta de bienes inmuebles y que trataba a Chucho como a un sobrino. Después de la película fueron a cenar a un restaurante de lujo y más tarde Chucho Flores la fue a dejar a su casa, aduciendo que al día siguiente tenía que levantarse muy temprano porque se iba a Hermosillo a hacer una entrevista para la radio.
Por aquellos días Rosa Amalfitano solía ver a Rosa Méndez no sólo en el videoclub de Charly Cruz sino también en la casa que ésta tenía en la colonia Madero, un departamento en el cuarto piso de un viejo edificio de cinco pisos, sin ascensor, por el cual Rosa Méndez pagaba mucho dinero. Al principio, Rosa Méndez compartía la casa con dos amigas, lo que hacía que el alquiler no resultara tan oneroso. Pero una de las amigas se marchó a probar suerte al DF y con la otra se enfadó, y a partir de ese momento empezó a vivir sola. A Rosa Méndez le gustaba vivir sola, aunque para sufragar los gastos tuvo que buscar un segundo empleo. A veces Rosa Amalfitano se pasaba horas en el departamento de Rosa Méndez, sin hablar, tirada en el sofá, bebiendo agua fresca y escuchando las historias que su amiga solía contar. A veces hablaban de hombres. En esto, como en otras cosas, la experiencia de Rosa Méndez era más rica y variada que la de Rosa Amalfitano. Tenía veinticuatro años y había tenido, según sus propias palabras, cuatro amantes que la habían marcado. El primero a los quince años, un tipo que trabajaba en una maquiladora y que la dejó para irse a los Estados Unidos. A ése lo recordaba con cariño, pero de todos sus amantes era el que menos huella había dejado en su vida.
Cuando Rosa Méndez decía esto Rosa Amalfitano se reía y su amiga también se reía aunque sin saber exactamente el motivo.
– Hablas como la letra de un bolero -le decía Rosa Amalfitano.
– Ah, era eso -contestaba Rosa Méndez-, es que los boleros tienen razón, mana, en realidad todas las letras de las canciones nacen en el corazón del pueblo y siempre tienen razón.
– No -le decía Rosa Amalfitano-, parece que tienen razón, parece que son auténticas, pero en realidad es pura mierda.
Cuando llegaban a este punto Rosa Méndez prefería dejar de discutir. Tácitamente reconocía que su amiga, que por algo iba a la universidad, sabía más que ella de estas cosas. El novio que se había ido a los Estados Unidos, volvía a contar, era, como había dicho, el que menos huella había dejado en su vida, pero también al que más echaba de menos. ¿Cómo podía ser eso posible? No lo sabía. Los otros, los que vinieron después, eran diferentes. Y eso era todo. Un día Rosa Méndez le contó a Rosa Amalfitano lo que se sentía al hacer el amor con un policía.
– Es lo máximo -le dijo.
– ¿Por qué, cuál es la diferencia? -quiso saber su amiga.
– Pues no sabría explicártelo muy bien, mana -dijo Rosa Méndez-, pero es como coger con un hombre que no es del todo un hombre. Es como volver a ser niña, ¿me entiendes? Es como si te cogiera una roca. Una montaña. Tú sabes que vas a estar allí, arrodillada, hasta que la montaña diga ya está. Y que vas a quedar llena.
– ¿Llena de qué? -le preguntó Rosa Amalfitano-, ¿llena de semen?
– No, mana, no seas lépera, llena de otra cosa, es como si te cogiera una montaña pero como si te cogiera dentro de una gruta, ¿me entiendes?
– ¿Dentro de una caverna? -le preguntó Rosa Amalfitano.
– Así es -dijo Rosa Méndez.
– O sea es como si te follara una montaña dentro de una caverna o cueva que está en la misma montaña -dijo Rosa Amalfitano.
– Exactamente eso -dijo Rosa Méndez.
Y luego dijo:
– Me encanta la palabra follar, qué bonito hablan los españoles.
– Mira que eres rara -le dijo Rosa Amalfitano.
– Desde chiquita -dijo Rosa Méndez.
Y añadió:
– ¿Quieres que te cuente otra cosa?
– A ver -dijo Rosa Amalfitano.
– Yo he follado con narcos. Te lo juro. ¿Quieres saber qué se siente? Pues se siente como si te cogiera el aire. Ni más ni menos, el mero aire.
– O sea que follar con un policía es como si te cogiera una montaña y coger con un narco es como si te follara el aire.
– Sí -dijo Rosa Méndez-, pero no el aire que respiramos ni el que sentimos cuando vamos por la calle, sino el aire del desierto, un temporal de aire, que no tiene el mismo sabor que el aire de aquí, ni tampoco huele a naturaleza, a campo, sino que huele a lo que huele, un olor propio que no se puede explicar, simplemente es aire, puro aire, tanto aire que a veces te cuesta respirar y crees que vas a morir ahogada.
– O sea -concluyó Rosa Amalfitano-, que si te folla un policía es como si te follara una montaña dentro de la misma montaña, y que si te folla un narco es como si te follara el aire en el desierto.
– Simón, mana, si te coge un narco siempre es a la intemperie.
Por aquellas fechas Rosa Amalfitano empezó a salir formalmente con Chucho Flores. Fue el primer mexicano con el que se acostó. En la universidad había habido dos o tres muchachos que intentaron galantear con ella, pero con quienes no pasó nada. Con Chucho Flores, por el contrario, se fue a la cama.
Los días de cortejo no fueron muchos, pero fueron más de los que Rosa esperaba. Cuando regresó de Hermosillo Chucho Flores le trajo de regalo un collar de perlas. A solas, delante del espejo, Rosa se lo probó, y aunque el collar no carecía de encanto (y además debía de haberle costado mucho dinero), le pareció imposible llegar a ponérselo algún día. El cuello de Rosa era alargado y hermoso, pero ese collar necesitaba otro tipo de guardarropa. A este primer regalo siguieron otros: a veces, cuando paseaban por las calles de las tiendas de moda, Chucho Flores se detenía delante de un escaparate y señalándole una prenda le pedía que se la probase y que si le gustaba él se la compraría. Generalmente Rosa se probaba primero la prenda indicada y luego se probaba otras y finalmente salía con una de su entero gusto. También Chucho Flores le regalaba libros de arte, pues en una ocasión la oyó hablar de pintura y pintores cuyas obras había visto en prestigiosos museos de Europa. Otras veces le regalaba compact discs, normalmente de autores clásicos, aunque en ocasiones, como un guía turístico atento al color local, introducía en sus ofrendas música del norte de México o música del folklore mexicano, que Rosa después, a solas en su casa, escuchaba distraída mientras se dedicaba a lavar los platos o a meter la ropa sucia de ella y de su padre en la lavadora.
Por las noches solían ir a cenar a buenos restaurantes, en donde invariablemente encontraban a hombres y, en menor medida, a mujeres que conocían a Chucho Flores, y ante los cuales éste la presentaba como su amiga, la señorita Rosa Amalfitano, hija del profesor de filosofía Óscar Amalfitano, mi amiga Rosa, la señorita Amalfitano, concitando de inmediato comentarios acerca de su belleza y de su porte, y luego comentarios acerca de España y de Barcelona, ciudad por la que habían pasado en giras turísticas todos, absolutamente todos, los prohombres de Santa Teresa, y de la que sólo tenían palabras de alabanza y comentarios encomiásticos. Una noche, en lugar de ir a dejarla a su casa, le preguntó si quería seguir con él. Rosa esperaba que la llevara a su departamento, pero el coche enfiló hacia el oeste, hasta dejar atrás Santa Teresa, y tras circular media hora por una carretera solitaria llegaron a un motel en donde Chucho Flores alquiló una habitación. El motel estaba en medio del desierto, justo antes de un altozano, y junto a la carretera sólo había matorrales grises que en ocasiones exhibían sus raíces desenterradas por el viento. La habitación era grande y en el baño había un jacuzzi similar a una piscina pequeña. La cama era redonda y de las paredes y de parte del techo colgaban espejos que contribuían a magnificarla. La moqueta del suelo era gruesa, casi como un colchón. No había minibar sino una pequeña barra provista de toda clase de licores y refrescos. Cuando Rosa le preguntó por qué la había llevado a un lugar así, el típico lugar al que los ricos traían a sus putas, Chucho Flores, tras reflexionar un rato, le dijo que por los espejos. La manera de decirlo fue como si le pidiera perdón. Después la desnudó y follaron en la cama y sobre la moqueta.
La actitud de Chucho Flores hasta ese momento fue más bien tierna, preocupado más por el placer de su pareja que por el propio. Al final Rosa tuvo un orgasmo y entonces Chucho Flores dejó de follar y sacó una cajita metálica de su chaqueta.
Rosa pensó que se trataba de cocaína, pero en el interior de la cajita no había polvo blanco sino unas diminutas pastillas amarillas.
Chucho Flores cogió dos pastillas y se las tragó con un poco de whisky. Durante un rato estuvieron hablando, tirados en la cama, hasta que él volvió a poseerla. Esta vez su comportamiento no tuvo nada de tierno. Sorprendida, Rosa no protestó ni dijo nada. Chucho Flores parecía dispuesto a ponerla en todas las posturas posibles y algunas, esto Rosa lo pensó más tarde, a ella le gustaron. Cuando amanecía dejaron de follar y abandonaron el motel.
En el patio que servía de párking, protegido de la carretera por un muro de ladrillos rojos, había otros coches. El aire era fresco y seco y tenía un ligero olor almizclado. El motel y todo lo que había alrededor parecía encerrado en una bolsa de silencio.
Mientras caminaban por el párking en busca del coche oyeron cantar un gallo. El ruido de las puertas del coche al abrirse, el motor que se encendía, los neumáticos que aplastaban la arenisca le parecieron a Rosa similares al ruido de un tambor. No pasaban camiones por la carretera.
A partir de entonces su relación con Chucho Flores había sido cada vez más extraña. Había días en que él parecía incapaz de vivir sin ella, y otros días en que la trataba como si fuera su esclava. Algunas noches dormían en el departamento de él y por las mañanas, al despertar, Rosa no lo encontraba, pues Chucho Flores, en ocasiones, se levantaba muy temprano para trabajar en un programa radiofónico en directo que se llamaba «Buenos días, Sonora», o «Buenos días, amigos», no lo sabía con exactitud pues nunca lo escuchó desde el principio, un programa que escuchaban los camioneros que cruzaban la frontera en una u otra dirección y los ruteros que llevaban a los trabajadores a las fábricas y toda la gente que en Santa Teresa tenía que madrugar. Cuando Rosa se despertaba se hacía el desayuno, generalmente un vaso de naranjada y una tostada o una galleta, y luego lavaba el plato, el vaso, el exprimidor de naranjas, y se iba. Otras veces se quedaba un rato más, mirando por las ventanas el paisaje urbano de la ciudad bajo un cielo azul cobalto y luego hacía la cama y daba vueltas por la casa, sin nada que hacer salvo pensar en su vida y en la relación que mantenía con ese mexicano tan extraño. Pensaba si él la quería, si lo que él sentía por ella era amor, si ella, a su vez, sentía amor por él, o atracción física, o algo, cualquier cosa, si eso era todo lo que ella tenía que esperar de una relación de pareja.
Algunas tardes se subían al coche de él y salían a toda velocidad hacia el este, hasta un mirador en una montaña desde la que se veía Santa Teresa a lo lejos, las primeras luces de la ciudad, el enorme paracaídas negro que caía parsimoniosamente sobre el desierto. Siempre que estaban allí, después de contemplar en silencio el cambio del día a la noche, Chucho Flores se desabrochaba la bragueta y la cogía de la nuca hasta pegar su rostro en su entrepierna. Rosa entonces se ponía el pene entre los labios, chupándolo apenas, hasta que éste se endurecía y entonces comenzaba a acariciarlo con la lengua. Cuando Chucho Flores se iba a correr, lo notaba por la presión de su mano que le impedía despegar la cabeza. Rosa dejaba de mover la lengua y se quedaba quieta, como si el tener todo el pene dentro la hubiera ahogado, hasta que sentía la descarga de semen en su garganta, y ni aun así se movía, aunque escuchaba los gemidos y las exclamaciones a menudo inverosímiles que pronunciaba su amante, a quien gustaba decir palabras soeces y proferir insultos durante el orgasmo, pero no contra ella sino contra personas indeterminadas, fantasmas que aparecían sólo en ese momento y que no tardaban en perderse en la noche. Después, aún con un regusto salado y amargo en la boca, encendía un cigarrillo mientras Chucho Flores sacaba de su cigarrera de plata un papelillo doblado que contenía cocaína, que escanciaba sobre la tapa de plata de la cigarrera, labrada con motivos rancheros más bien bucólicos, y que, tras preparar sin apuro tres rayas ayudándose de una de sus tarjetas de crédito, esnifaba con una de sus tarjetas de presentación, una que decía Chucho Flores, periodista y locutor, y luego la dirección de la emisora.
Uno de esos atardeceres, sin que mediara invitación alguna (pues Chucho nunca la había invitado, en ninguna ocasión, a compartir la coca con él), mientras se limpiaba con la palma de la mano unas gotas de semen de los labios, Rosa le pidió que la última raya se la dejara a ella. Chucho Flores le preguntó si estaba segura y luego, con un gesto de indiferencia pero también de acatamiento, le alcanzó la cigarrera y una tarjeta de presentación nueva. Rosa esnifó todo lo que quedaba de cocaína y luego se echó para atrás en el asiento y se puso a mirar las nubes negras que en nada se diferenciaban del cielo negro.
Esa noche, al volver a casa, salió al patio y vio a su padre hablando con el libro que desde hacía tiempo colgaba del cordel de la ropa en el patio trasero. Luego, sin que su padre percibiera su presencia, se encerró en su habitación y se puso a leer una novela y a pensar en su relación con el mexicano.
Por supuesto, el mexicano y su padre se habían conocido.
La opinión que sacó Chucho Flores de este encuentro fue positiva, aunque Rosa creía que mentía, que era antinatural que le cayera bien alguien que lo había mirado como lo había mirado su padre. Esa noche Amalfitano le hizo tres preguntas a Chucho Flores. La primera era qué pensaba acerca de los hexágonos.
La segunda era si sabía construir un hexágono. La tercera era qué opinión tenía sobre los asesinatos de mujeres que se estaban cometiendo en Santa Teresa. A la primera pregunta la respuesta de Chucho Flores fue que no pensaba nada. A la segunda contestó con un sincero no. A la tercera dijo que era, ciertamente, un hecho lamentable, pero que la policía periódicamente iba atrapando a los asesinos. El padre de Rosa no hizo ninguna pregunta más y se quedó inmóvil sentado en un sillón mientras su hija salía a despedir a Chucho Flores a la calle.
Cuando Rosa volvió a entrar y aún se oía el ruido del motor del coche de su novio, Óscar Amalfitano le dijo a su hija que tuviera cuidado con ese hombre, que le daba mala espina, sin aducir ningún argumento que respaldara sus palabras.
– Si no he entendido mal -se rió Rosa desde la cocina-, lo mejor es que lo deje.
– Déjalo -dijo Óscar Amalfitano.
– Ay, papá, tú cada día estás más loco -dijo Rosa.
– Eso es verdad -dijo Óscar Amalfitano.
– ¿Y qué vamos a hacer? ¿Qué podemos hacer?
– Tú, dejar a ese pedazo de mierda ignorante y mentiroso.
Yo, no sé, tal vez cuando volvamos a Europa me interne en el Clínico para que me den unos electroshocks.
La segunda vez que Chucho Flores y Óscar Amalfitano se vieron cara a cara a Rosa la habían ido a dejar a casa, además de su novio, Charly Cruz y Rosa Méndez. En realidad, Óscar Amalfitano no hubiera debido estar allí sino en la universidad, dando clases, pero aquella tarde adujo una enfermedad y regresó a su casa mucho más pronto de lo que solía hacerlo. El encuentro fue breve, aunque su padre, al final, estaba inusualmente sociable, ya que Rosa se las arregló para que sus amigos se marcharan a la primera ocasión, pero antes dio lugar a una conversación entre su padre y Charly Cruz que si bien no fue amena, tampoco resultó aburrida, al contrario, con el paso de los días la conversación entre su padre y Charly fue adquiriendo, en la memoria de Rosa, contornos más nítidos, como si el tiempo, caracterizado bajo la forma clásica de un viejo, soplara incesantemente sobre una piedra plana y gris, con vetas negras, cubierta de polvo, hasta que las letras talladas sobre la piedra se hacían perfectamente legibles.
Todo comenzó, suponía Rosa, pues ella en aquel momento no estaba en la sala sino en la cocina llenando cuatro vasos con jugo de mango, con una de las preguntas malintencionadas que su padre solía espetar a sus invitados, los de ella, ciertamente no los de él, o tal vez todo empezó con alguna declaración de principios de la inocente Rosa Méndez, pues su voz, en los primeros instantes, era la que parecía imponerse en la sala. Tal vez Rosa Méndez habló de su pasión por el cine y en ese momento Óscar Amalfitano le preguntó si sabía qué era el movimiento aparente. Pero la respuesta, como no podía ser de otra manera, no la dio su amiga, sino Charly Cruz. El cual dijo que el movimiento aparente es la ilusión de movimiento provocada por la persistencia de las imágenes en la retina.
– Exactamente -dijo Óscar Amalfitano-, las imágenes permanecen durante una fracción de segundo en la retina.
Y entonces su padre, dejando de lado a Rosa Méndez, que tal vez dijo híjole, porque su ignorancia era grande pero también era grande su capacidad de asombro y su deseo de aprender, le preguntó directamente a Charly Cruz si sabía quién había descubierto eso, lo de la persistencia de la imagen, y Charly Cruz dijo que no recordaba su nombre, pero que estaba seguro de que había sido un francés. A lo que su padre dijo:
– Exacto, un francés que respondía al nombre de profesor Plateau.
El cual, descubierto el principio, se lanzó como un tiburón a experimentar con diferentes artefactos construidos por él mismo, con el objetivo de crear efectos de movimiento mediante la sucesión de imágenes fijas pasadas a gran velocidad. Entonces nació el zoótropo.
– ¿Sabe usted qué es? -dijo Óscar Amalfitano.
– Tuve uno de niño -dijo Charly Cruz-. Y también tuve un disco mágico.
– Un disco mágico -dijo Óscar Amalfitano-. Qué interesante.
¿Se acuerda de él? ¿Me lo podría describir?
– Se lo podría hacer ahora mismo -dijo Charly Cruz-, sólo necesito una cartulina, dos lápices de colores y un hilo, si no me acuerdo mal.
– Ah no, ah no, ah no, no es necesario -dijo Óscar Amalfitano -. Con una buena descripción me basta. En cierta forma todos tenemos millones de discos mágicos flotando o girando dentro del cerebro.
– ¿Ah, sí? -dijo Charly Cruz.
– Híjole -dijo Rosa Méndez.
– Bueno, pues era un borrachito riéndose. Eso era lo que estaba dibujado en una cara del disco. Y en la otra cara estaba dibujada una celda, es decir los barrotes de una celda. Cuando hacía girar el disco el borrachito que se reía estaba dentro de la prisión.
– Lo cual no es motivo de risa, ¿verdad? -dijo Óscar Amalfitano.
– No, no lo es -suspiró Charly Cruz.
– Sin embargo el borrachito (a propósito, ¿por qué lo llama borrachito y no borracho?) se reía, tal vez porque él no sabía que estaba en una prisión.
Durante unos segundos, recordaba Rosa, Charly Cruz había mirado a su padre con otra mirada, como si quisiera adivinar hacia dónde pretendía arrastrarlo. Charly Cruz, como ya se ha dicho, era un hombre tranquilo, y durante esos segundos su tranquilidad propiamente dicha, su disposición calma, no varió, pero sí que ocurrió algo en el interior de su cara, como si la lente a través de la cual observaba a su padre, recordaba Rosa, ya no le sirviera y procediera, calmadamente, a cambiarla, una operación que duraba menos de una fracción de segundo, pero durante la cual, necesariamente, su mirada quedaba desnuda o vacía, en cualquier caso desocupada, pues una lente se guardaba y otra se ponía y ambas operaciones no se podían hacer al mismo tiempo, y durante esa fracción de segundo, que Rosa recordaba como si la hubiera inventado ella, la cara de Charly Cruz estaba vacía o se vaciaba, a una velocidad, por otra parte, sorprendente, digamos a la velocidad de la luz, por poner un símil exagerado y sin embargo aproximativo, y el vaciado de la cara era integral, incluía el pelo y los dientes, aunque decir pelo y dientes delante de ese vaciado era como decir nada, y las facciones, las arrugas, las venillas capilares, los poros, todo se vaciaba, quedaba sin defensas, todo adquiría una proporción cuya única respuesta, recordaba Rosa, sólo podía ser, pero tampoco era, el vértigo y la náusea.
– El borrachito se ríe porque cree que está libre, pero en realidad está en una prisión -dijo Óscar Amalfitano-, ahí reside, digamos, la gracia, pero lo cierto es que la prisión está dibujada en la otra cara del disco, por lo que también podemos decir que el borrachito se ríe porque nosotros creemos que está en una prisión, sin apercibirnos de que la prisión está en una cara y el borrachito en la otra, y que la realidad es ésa, por más que hagamos girar el disco y nos parezca que el borrachito está encarcelado.
De hecho, podríamos incluso adivinar de qué se ríe el borrachito: se ríe de nuestra credulidad, es decir se ríe de nuestros ojos.
Poco después sucedió algo que a Rosa la afectó bastante.
Volvía de la universidad, dando un paseo, y de pronto oyó que la llamaban. Un muchacho de su misma edad, un compañero de clases, aparcó su coche en el bordillo de la acera y se ofreció a llevarla a casa. Sin subir al coche ella le dijo que prefería ir a tomar un refresco en una cafetería cercana que tenía aire acondicionado.
El muchacho se ofreció a acompañarla y Rosa aceptó.
Se subió al coche y le indicó qué calles seguir. La cafetería era nueva y espaciosa, con forma de L, de estilo norteamericano con hileras de mesas y grandes ventanales por donde entraba el sol. Durante un rato estuvieron hablando de cualquier cosa. Luego el muchacho dijo que tenía que marcharse y se levantó.
Se despidieron con un beso en la mejilla y Rosa le pidió a la mesera que le trajera una taza de café. Después abrió un libro sobre pintura mexicana en el siglo XX y se puso a leer el capítulo dedicado a Paalen. La cafetería, a esas horas, estaba semivacía.
Se oían voces provenientes de la cocina, una mujer que daba consejos a otra, los pasos de la mesera que de tanto en tanto se acercaba con la cafetera a ofrecer más café a los pocos clientes esparcidos por el amplio local. De pronto alguien a quien no había oído acercarse le dijo: eres una puta. La voz la sobresaltó y alzó la mirada pensando que se trataba de una broma de mal gusto o que la habían confundido con otra. Junto a ella estaba Chucho Flores. Desconcertada, sólo atinó a decirle que se sentara, pero Chucho Flores le dijo, casi sin mover los labios, que se levantara ella y lo siguiera. Le preguntó adónde pretendía ir. A casa, dijo Chucho Flores. Sudaba y tenía la cara congestionada. Rosa le dijo que no pensaba moverse de allí.
Chucho Flores le preguntó entonces quién era el muchacho al que había besado.
– Un compañero de la facultad -dijo Rosa, y notó que las manos de Chucho Flores temblaban.
– Eres una puta -volvió a repetir éste.
Y luego se puso a mascullar algo que Rosa al principio no entendió pero que luego comprendió que era la repetición de la misma frase: eres una puta, proferida una y otra vez, con los dientes apretados, como si pronunciarla le costara ímprobos esfuerzos.
– Vámonos -gritó Chucho Flores.
– No voy a ir contigo a ninguna parte -dijo Rosa, y miró alrededor por si alguien se había dado cuenta del espectáculo que estaban dando. Pero nadie los miraba y eso la tranquilizó.
– ¿Te has acostado con él? -dijo Chucho Flores.
Durante unos segundos Rosa no supo de qué le hablaba. El aire acondicionado le pareció demasiado frío, tuvo deseos de salir a la calle y dejar que el sol la tocara. Si hubiera llevado un jersey o un chaleco se lo hubiera puesto.
– Sólo me acuesto contigo -le dijo procurando calmarle.
– Mentira -gritó Chucho Flores.
La mesera se asomó por el otro extremo de la cafetería y se acercó a ellos, pero a mitad de camino se arrepintió y se metió tras la barra.
– No seas ridículo, por favor -le dijo, y posó la vista en el artículo sobre Paalen pero sólo vio hormigas negras y luego arañas negras sobre una superficie de sal. Las hormigas luchaban contra las arañas.
– Vamos a casa -oyó que decía Chucho Flores. Sintió frío.
Al levantar la mirada vio que estaba a punto de llorar.
– Eres mi único amor -dijo Chucho Flores-. Lo daría todo por ti. Moriría por ti.
Durante unos segundos no supo qué decirle. Tal vez, pensó, había llegado el momento de romper la relación.
– No soy nada sin ti -dijo Chucho Flores-. Eres todo lo que tengo. Todo lo que necesito. El sueño de mi vida eres tú. Si te perdiera me moriría.
La mesera los miraba desde la barra. A unas veinte mesas de distancia, un tipo tomaba café y leía el periódico. Llevaba una camisa de manga corta y corbata. El sol, en las ventanas, parecía vibrar.
– Siéntate, por favor -dijo Rosa.
Chucho Flores apartó la silla en la que se apoyaba y se sentó.
Acto seguido se cubrió la cara con las manos y Rosa pensó que se iba a poner a gritar otra vez o a llorar. Qué espectáculo, pensó.
– ¿Quieres tomar algo?
Chucho Flores movió la cabeza afirmativamente.
– Un café -susurró sin quitarse las manos de la cara.
Rosa miró a la mesera y levantó una mano para que se acercara.
– Dos cafés -dijo.
– Sí, señorita -dijo la mesera.
– El tipo con el que me viste sólo es un amigo. Ni siquiera un amigo: un compañero de la universidad. El beso que me dio fue en la mejilla. Es normal -dijo Rosa-. Es lo acostumbrado.
Chucho Flores se rió y movió la cabeza de un lado a otro sin quitarse las manos de la cara.
– Claro, claro -dijo-. Es normal, ya lo sé. Perdóname.
La mesera volvió con la cafetera y una taza para Chucho Flores. Primero llenó la taza de Rosa y luego la del hombre. Al marcharse miró a Rosa a los ojos y le hizo una señal, o eso fue lo que pensó Rosa más tarde. Una señal con las cejas. Las arqueó.
O tal vez movió los labios. Una palabra articulada en silencio.
No lo recordaba. Pero algo quiso decirle.
– Tómate tu café -dijo Rosa.
– Ahorita -dijo Chucho Flores, pero siguió quieto con las manos cubriéndose el rostro.
Cerca de la puerta se había sentado otro hombre. La mesera estaba junto a él y hablaban. El tipo iba vestido con una chaqueta de mezclilla bastante ancha y una sudadera negra.
Era flaco y no parecía tener más de veinticinco años. Rosa lo miró y el tipo se dio cuenta en el acto de que lo miraban, pero se tomó su refresco sin darle importancia y sin devolverle la mirada.
– Tres días después nos conocimos -dijo Rosa.
– ¿Por qué fuiste a la pelea? -dijo Fate-. ¿Te gusta el box?
– No, ya te dije que era la primera vez que iba a un espectáculo de ese tipo, pero fue Rosa la que me convenció.
– La otra Rosa -dijo Fate.
– Sí, Rosita Méndez -dijo Rosa.
– Pero después de la pelea ibas a hacer el amor con ese tipo -dijo Fate.
– No -dijo Rosa-. Acepté su cocaína, pero no tenía intención de irme a la cama con él. No soporto a los hombres celosos, pero podía seguir siendo su amiga. Lo habíamos hablado por teléfono y él pareció entenderlo. De todas maneras, lo noté raro. Mientras íbamos en el coche, buscando un restaurante, quiso que se la chupara. Me dijo: chúpamela por última vez.
O tal vez no me lo dijo así, con esas palabras, pero más o menos eso pretendía decir. Le pregunté si se había vuelto loco y él se rió. Yo también me reí. Todo parecía una broma. Los dos días anteriores había estado llamándome por teléfono y cuando no era él me llamaba Rosita Méndez y me daba recados de él.
Me aconsejaba que no lo dejara. Me decía que era un buen partido.
Pero yo le dije que consideraba roto nuestro noviazgo o lo que fuera.
– Él ya daba por terminada la relación -dijo Fate.
– Habíamos hablado por teléfono, le había explicado que no me gustan los hombres celosos, yo no lo soy -dijo Rosa-, no aguanto los celos.
– Él ya te consideraba perdida -dijo Fate.
– Es probable -dijo Rosa-, de lo contrario no me hubiera pedido que se la chupara. Nunca lo había hecho, menos en las calles del centro, aunque fuera de noche.
– Pero tampoco parecía triste -dijo Fate-, al menos a mí no me dio esa impresión.
– No, parecía alegre -dijo Rosa-. Él siempre fue un hombre alegre.
– Sí, eso pensé yo -dijo Fate-, un tipo alegre que quiere pasar una noche de juerga con su chica y sus amigos.
– Estaba drogado -dijo Rosa-, no paraba de tomar pastillas.
– No me dio la impresión de que estuviera drogado -dijo Fate-, lo noté un poco raro, como si tuviera algo demasiado grande en la cabeza. Y como si no supiera qué hacer con lo que tenía en la cabeza, aunque ésta al final le reventara.
– ¿Y por eso te quedaste? -dijo Rosa.
– Es posible -dijo Fate-, en realidad no lo sé, yo tendría que estar ahora en los Estados Unidos o escribiendo mi artículo y sin embargo estoy aquí, en un motel, hablando contigo. No lo entiendo.
– ¿Querías irte a la cama con mi amiga Rosita? -dijo Rosa.
– No -dijo Fate-. De ninguna manera.
– ¿Te quedaste por mí? -dijo Rosa.
– No lo sé -dijo Fate.
Ambos bostezaron.
– ¿Te has enamorado de mí? -dijo Rosa con una naturalidad desarmante.
– Puede ser -dijo Fate.
Cuando Rosa se durmió le quitó los zapatos de tacón y la tapó con una manta. Apagó las luces y durante un rato estuvo contemplando por los visillos de la ventana el aparcamiento y los faros que iluminaban la carretera. Después se puso la chaqueta y salió sin hacer ruido. En la recepción el recepcionista estaba viendo la tele y le sonrió al verlo llegar. Hablaron durante un rato de los programas de televisión mexicanos y norteamericanos.
El recepcionista dijo que los programas norteamericanos estaban mejor hechos pero que los mexicanos eran más divertidos. Fate le preguntó si tenía cable. El recepcionista le dijo que el cable sólo era para ricos o maricones. Que la vida real aparecía y había que buscarla en los canales gratuitos. Fate le preguntó si no creía que, a fin de cuentas, nada era gratis, y el recepcionista se puso a reír y le dijo que ya sabía adónde quería llegar, pero que por ahí no lo iba a convencer. Fate le dijo que no pretendía convencerlo de nada, y luego le preguntó si tenía un ordenador desde donde pudiera enviar un mensaje. El recepcionista negó con la cabeza y se puso a rebuscar en un fajo de papeles amontonados sobre el escritorio, hasta dar con una tarjeta de un cibercafé de Santa Teresa.
– Está abierto toda la noche -le informó, lo que sorprendió a Fate, pues aunque él era neoyorquino jamás en su vida había oído hablar de cibercafés que no cerraran por las noches.
La tarjeta del cibercafé de Santa Teresa era de un rojo intenso, tanto que incluso costaba leer las letras impresas. En el dorso, de un rojo más suave, estaba dibujado un mapa que señalaba la ubicación exacta del local. Le pidió al recepcionista que le tradujera el nombre del establecimiento. El recepcionista se rió y le dijo que se llamaba Fuego, camina conmigo.
– Parece el título de una película de David Lynch -dijo Fate.
El recepcionista se encogió de hombros y dijo que todo México era un collage de homenajes diversos y variadísimos.
– Cada cosa de este país es un homenaje a todas las cosas del mundo, incluso a las que aún no han sucedido -dijo.
Después de que le explicara cómo llegar al cibercafé se pusieron a hablar un rato de las películas de Lynch. El recepcionista las había visto todas. Fate sólo había visto tres o cuatro.
Para el recepcionista lo mejor de Lynch era la serie de televisión «Twin Peaks». A Fate la que más le había gustado era El hombre elefante, tal vez porque a menudo él se había sentido así, con ganas de ser como los demás pero al mismo tiempo sintiéndose diferente. Cuando el recepcionista le preguntó si sabía que Michael Jackson había comprado o intentado comprar el esqueleto del hombre elefante, Fate se encogió de hombros y dijo que Michael Jackson estaba enfermo. No lo creo, dijo el recepcionista mirando algo presumiblemente importante que sucedía en ese momento en la tele.
– Soy de la opinión -dijo con la mirada clavada en la tele que Fate no podía ver- que Michael sabe cosas que nosotros no sabemos.
– Todos sabemos cosas que creemos que los demás no saben -dijo Fate.
Luego le dio las buenas noches, se metió la tarjeta del cibercafé en un bolsillo y volvió a su habitación.
Durante mucho rato Fate estuvo con las luces apagadas, mirando por los visillos de la ventana el patio de gravilla y las luces incesantes de los camiones que pasaban por la carretera.
Pensó en Chucho Flores y Charly Cruz. Volvió a ver la sombra de la casa de Charly Cruz proyectada sobre el terreno yermo.
Escuchó la risa de Chucho Flores y vio a Rosa Méndez tendida en la cama de una habitación desnuda y estrecha como la celda de un monje. Pensó en Corona, en la mirada de Corona, en la forma en que lo miró Corona. Pensó en el tipo bigotudo que se había sumado en el último momento y que no hablaba, y luego recordó su voz, cuando ellos huían, aguda como la de un pájaro.
Cuando se cansó de estar de pie acercó una silla a la ventana y siguió mirando. A veces pensaba en la casa de su madre y recordaba patios de cemento en donde los niños gritaban y jugaban.
Si cerraba los ojos podía ver un vestido blanco que el viento de las calles de Harlem levantaba mientras las risas, invencibles, se desparramaban por las paredes, corrían por las aceras, frescas y tibias como el vestido blanco. Sintió que el sueño se metía por sus orejas o subía desde su pecho. Pero no quería cerrar los ojos y prefería seguir escrutando el patio, las dos farolas que iluminaban la fachada del motel, las sombras que los fogonazos de luz de los coches abrían, semejantes a colas de cometas, en los alrededores oscuros.
A veces volvía la cabeza y contemplaba brevemente a Rosa durmiendo. Pero a la tercera o cuarta vez comprendió que no le hacía falta volverse. Simplemente, ya no era necesario. Durante un segundo pensó que nunca más iba a sentir sueño. De pronto, mientras seguía la estela de los faros traseros de dos camiones que parecían enfrascados en una carrera, sonó el teléfono.
Al descolgar oyó la voz del recepcionista y supo en el acto que era eso lo que había estado esperando.
– Señor Fate -dijo el recepcionista-, me acaban de llamar preguntándome si usted estaba alojado aquí.
Le preguntó quién lo había llamado.
– Un policía, señor Fate -dijo el recepcionista.
– ¿Un policía? ¿Un policía mexicano?
– Acabo de hablar con él. Quería saber si usted era huésped nuestro.
– ¿Y tú qué le has dicho? -dijo Fate.
– La verdad, que usted había estado aquí, pero que ya se había marchado -dijo el recepcionista.
– Gracias -dijo Fate, y colgó.
Despertó a Rosa y le dijo que se pusiera los zapatos. Guardó las pocas cosas que había desempacado y metió la maleta en el portaequipajes. Afuera hacía frío. Cuando volvió a entrar en la habitación Rosa se estaba peinando en el baño y Fate le dijo que no tenían tiempo para eso. Subieron al coche y se dirigieron a la recepción. El recepcionista estaba de pie y con la punta de la camisa limpiaba sus gafas de miope. Fate sacó un billete de cincuenta dólares y se lo pasó por encima del mostrador.
– Si vienen di que me marché a mi país -le dijo.
– Vendrán -dijo el recepcionista.
Al enfilar hacia la carretera le preguntó a Rosa si llevaba su pasaporte encima.
– Por supuesto que no -dijo Rosa.
– La policía me está buscando -dijo Fate, y le contó lo que el recepcionista le había dicho.
– ¿Y tú por qué estás tan seguro de que es la policía? -dijo Rosa-. Tal vez es Corona, tal vez es Chucho.
– Sí -dijo Fate-, tal vez es Charly Cruz o tal vez Rosita Méndez fingiendo voz de hombre, pero no pienso quedarme para averiguarlo.
Dieron una vuelta por la calle para comprobar si los esperaban, pero todo estaba tranquilo (una tranquilidad de azogue o de algo que preludiaba el azogue de un amanecer en la frontera), y a la segunda vuelta estacionaron el coche debajo de un árbol, enfrente de la casa de un vecino. Durante un rato permanecieron en el interior, atentos a cualquier señal, a cualquier movimiento. Al cruzar la calle se cuidaron de hacerlo por un lugar a salvo de la luz de las farolas. Después saltaron la verja y se dirigieron directamente al patio trasero. Mientras Rosa buscaba las llaves Fate vio el libro de geometría que colgaba de uno de los tendederos. Sin pensarlo se acercó y lo tocó con las yemas de los dedos. Luego, no porque le interesara saberlo sino para rebajar la tensión, le preguntó a Rosa qué significaba Testamento geométrico y Rosa se lo tradujo sin añadir ni un solo comentario.
– Es curioso que alguien cuelgue un libro como si fuera una camisa -murmuró.
– Son cosas de mi padre.
La casa, aunque compartida por el padre y la hija, tenía un aire claramente femenino. Olía a incienso y tabaco rubio. Rosa encendió una lámpara y durante un rato se dejaron caer en los sillones, cubiertos con mantas mexicanas multicolores, sin pronunciar palabra. Después Rosa hizo café y mientras estaba en la cocina Fate vio aparecer por una puerta a Óscar Amalfitano, descalzo y despeinado, vestido con una camisa blanca muy arrugada y pantalones vaqueros, como si hubiera dormido sin quitarse la ropa. Por un momento ambos se miraron sin pronunciar una palabra, como si estuvieran dormidos y sus sueños hubieran confluido en un territorio común, ajeno, sin embargo, a todo sonido. Fate se levantó y dijo su nombre. Amalfitano le preguntó si no sabía hablar español. Fate pidió perdón y sonrió y Amalfitano repitió la pregunta en inglés.
– Soy amigo de su hija -dijo Fate-, ella me invitó a entrar.
Desde la cocina llegó la voz de Rosa, que le dijo a su padre, en español, que no se preocupara, que se trataba de un periodista de Nueva York. Luego le preguntó si él también quería café y Amalfitano respondió afirmativamente sin dejar de mirar al desconocido. Cuando Rosa apareció con una bandeja, tres tazas de café, un jarrito con leche y el azucarero, su padre le preguntó qué estaba pasando. En este momento, dijo Rosa, creo que nada, pero esta noche han pasado cosas raras. Amalfitano miró el suelo y luego estudió sus pies desnudos, le puso leche y azúcar a su café y le pidió a su hija que le explicara todo. Rosa miró a Fate y tradujo lo que su padre acababa de decir. Fate sonrió y volvió a sentarse en el sillón. Cogió una taza de café y empezó a beber a sorbitos, mientras Rosa procedía a contarle a su padre, en español, lo que había ocurrido esa noche, desde el combate de boxeo hasta el momento en que tuvo que abandonar el motel del norteamericano. Cuando Rosa acabó su relato comenzaba a amanecer y Amalfitano, que apenas había interrumpido con preguntas y aclaraciones a su hija, le sugirió que llamaran al motel y comprobaran con el recepcionista si había aparecido por allí la policía o no. Rosa le tradujo a Fate lo que su padre había sugerido y éste, más por cortesía que por convicción, marcó el número del motel Las Brisas. No contestó nadie. Óscar Amalfitano se levantó del sillón y se asomó a la ventana. La calle parecía tranquila. Lo mejor es que se vayan, dijo. Rosa lo miró sin decir palabra.
– ¿Puede usted sacarla a los Estados Unidos y luego acompañarla a un aeropuerto y ponerla en un avión con destino a Barcelona?
Fate dijo que podía. Óscar Amalfitano dejó la ventana y desapareció en su cuarto. Cuando volvió le entregó a Rosa un fajo de dinero. No es mucho pero te alcanzará para el billete y para los primeros días en Barcelona. Yo no quiero irme, papá, dijo Rosa. Ya lo sé, ya lo sé, dijo Amalfitano y la obligó a coger el dinero. ¿Dónde está tu pasaporte? Anda a buscarlo. Haz la maleta. Pero rápido, dijo, y luego volvió a su puesto en la ventana.
Detrás de un Spirit, el Spirit del vecino de enfrente, distinguió el Peregrino negro que estaba buscando. Suspiró. Fate dejó el café sobre una mesa y se acercó a la ventana.
– Me gustaría saber qué pasa -dijo Fate. La voz se le había enronquecido.
– Saque usted a mi hija de esta ciudad y luego olvídese de todo. O mejor: no se olvide de nada, pero lo primordial es que aleje a mi hija de este sitio.
En ese momento Fate recordó la cita que tenía con Guadalupe Roncal.
– ¿Se trata de los asesinatos? -dijo-. ¿Usted cree que ese Chucho Flores está metido en el asunto?
– Todos están metidos -dijo Amalfitano.
Un tipo joven y alto, vestido con unos bluejeans y una chamarra de mezclilla se bajó del Peregrino y encendió un cigarrillo.
Rosa miró por encima del hombro de su padre.
– ¿Quién es? -dijo.
– ¿No lo has visto nunca?
– No, creo que no.
– Es un judicial -dijo Amalfitano.
Después tomó a su hija de la mano y la arrastró a la habitación.
Cerraron la puerta. Fate supuso que se estaban despidiendo y volvió a mirar por la ventana. El tipo del Peregrino fumaba apoyado en el capó. De vez en cuando observaba el cielo que cada vez era más claro. Parecía tranquilo, sin prisas ni preocupaciones, feliz de estar contemplando otro amanecer en Santa Teresa. De una de las casas vecinas salió un hombre y puso en marcha su coche. El tipo del Peregrino arrojó la colilla a la acera y se metió en su coche. Ni una sola vez miró en dirección a la casa. Cuando Rosa salió de la habitación llevaba una pequeña maleta en la mano.
– ¿Cómo vamos a salir? -quiso saber Fate.
– Por la puerta -dijo Amalfitano.
Luego Fate vio, como si fuera una película que no entendía del todo pero que lo remitía, curiosamente, a la muerte de su madre, cómo Amalfitano besaba y abrazaba a su hija, y luego lo vio salir y encaminarse con decisión a la calle. Primero lo vio caminar por el patio delantero, luego lo vio abrir la puerta de madera necesitada de una mano de pintura, luego lo vio cruzar la calle, descalzo, sin peinar, hasta el Peregrino negro. Cuando llegó hasta allí el tipo bajó la ventanilla y hablaron durante un rato, Amalfitano en la calle y el joven en el interior de su coche.
Se conocen, pensó Fate, no es la primera vez que hablan.
– Ya es la hora, vámonos -dijo Rosa.
Fate la siguió. Atravesaron el jardín y la calle y sus cuerpos proyectaron una sombra extremadamente delgada que cada cinco segundos era sacudida por un temblor, como si el sol estuviera girando al revés. Al entrar en el coche Fate creyó oír una risa a sus espaldas y se volvió, pero sólo vio que Amalfitano y el tipo joven seguían hablando en la misma posición que antes.
Guadalupe Roncal y Rosa Amalfitano no tardaron ni medio minuto en hacerse cargo de sus respectivas penas. La periodista se ofreció para acompañarlos hasta Tucson. Rosa dijo que no era necesario exagerar. Deliberaron durante un rato. Mientras hablaban en español Fate miró por la ventana, pero todo era normal en los alrededores del Sonora Resort. Ya no había periodistas, nadie hablaba de peleas de boxeo, los camareros parecían haber despertado de un largo letargo y eran menos amables, como si el despertar no hubiera sido de su agrado.
Desde el hotel, Rosa llamó a su padre. Fate la vio alejarse en dirección a la recepción, acompañada por Guadalupe Roncal, y mientras esperaba a que volvieran se fumó un cigarrillo y tomó algunas notas para la crónica que aún no había enviado. Con la luz diurna los sucesos de la noche anterior parecían irreales, revestidos de una gravedad infantil. En la deriva de sus pensamientos Fate vio al sparring Omar Abdul y al sparring García.
Los imaginó viajando en autobús hasta la costa. Los vio bajar del autobús, los vio dar unos cuantos pasos por entre unos matorrales en la arena. El viento onírico arrastraba granos de arena que se pegaban en la cara. Un baño de oro. Qué paz, pensó Fate. Qué simple es todo. Luego vio el autobús y lo imaginó de color negro, como un enorme coche fúnebre. Vio la sonrisa arrogante de Abdul, el rostro impertérrito de García, sus tatuajes tan extraños, y oyó el repentino ruido de platos rotos, no muchos, o un retumbar de cajas que caían al suelo, y sólo entonces Fate se dio cuenta de que estaba durmiéndose y buscó con la vista a un camarero para pedirle otro café, pero no vio a nadie. Guadalupe Roncal y Rosa Amalfitano seguían hablando por teléfono.
– La gente es buena, es simpática, hospitalaria, los mexicanos son un pueblo trabajador, tienen una curiosidad enorme por todo, se preocupan por la gente, son valientes y generosos, su tristeza no mata sino que da vida -dijo Rosa Amalfitano cuando cruzaron la frontera con los Estados Unidos.
– ¿Los vas a extrañar? -dijo Fate.
– Extrañaré a mi padre y extrañaré a la gente -dijo Rosa.
Cuando iban en el coche rumbo al presidio de Santa Teresa, Rosa le dijo que en casa de su padre nadie contestaba al teléfono.
Después de llamar varias veces a Amalfitano, Rosa llamó a casa de Rosa Méndez y tampoco allí había nadie. Creo que Rosa está muerta, dijo. Fate movió la cabeza como si le costara creerlo.
– Aún estamos vivos -dijo.
– Estamos vivos porque no hemos visto ni sabemos nada -dijo Rosa.
El coche de la periodista iba delante. Era un Little Nemo de color amarillo. Guadalupe Roncal conducía con cuidado, aunque de tanto en tanto se detenía, como si no recordara con exactitud el camino. Fate pensó que tal vez lo mejor era dejar de seguirlo y dirigirse de inmediato hacia la frontera. Cuando lo sugirió Rosa se opuso de forma tajante. Le preguntó si tenía amigos en la ciudad. Rosa dijo que no, que en realidad no tenía ningún amigo. Chucho Flores y Rosa Méndez y Charly Cruz, pero a ésos él no los consideraba amigos, ¿verdad?
– No, ésos no son amigos -dijo Fate.
Vieron una bandera mexicana ondeando en el desierto, del otro lado de la reja. Uno de los policías de aduana del lado norteamericano miró a Fate y a Rosa con detenimiento. Se preguntó qué hacía una joven blanca, y además tan guapa, en compañía de un negro. Fate le sostuvo la mirada. ¿Periodista?, preguntó el policía. Fate asintió con la cabeza. Un pez gordo, pensó el policía. Cada noche debe de darle una tunda. ¿Española?
Rosa le sonrió al policía. Una sombra de frustración cruzó la cara del policía. Cuando pusieron el coche en marcha la bandera desapareció y sólo se vio la reja y unos muros alrededor de unos galpones de mercancías.
– El problema es la mala suerte -dijo Rosa.
Fate no la oyó.
Mientras esperaban en una sala sin ventanas, Fate sintió cómo el pene se le iba poniendo cada vez más duro. Por un momento pensó que no había tenido una erección desde la muerte de su madre, pero luego desechó la idea, era imposible que durante tanto tiempo, pensó, pero sí que era posible, lo irremediable era posible, lo que no tiene vuelta de hoja era posible, ¿por qué, entonces, no iba a ser posible que la sangre no irrigara su verga durante un periodo de tiempo por otra parte más bien corto? Rosa Amalfitano lo miró. Guadalupe Roncal estaba ocupada con sus notas y con su grabadora, sentada en una silla atornillada al suelo. De vez en cuando llegaban sonidos cotidianos de la cárcel. Nombres pronunciados a gritos, música en sordina, pasos que se alejaban. Fate se sentó en una banca de madera y bostezó. Creyó que se dormiría. Imaginó las piernas de Rosa sobre sus hombros. Vio otra vez su cuarto en el motel Las Brisas y se preguntó si habían hecho el amor o no.
Claro que no, se dijo. Luego oyó unos gritos, como si en una de las salas de la cárcel estuvieran celebrando una despedida de soltero. Pensó en los asesinatos. Oyó risas lejanas. Mugidos.
Oyó que Guadalupe Roncal le decía algo a Rosa y que ésta le contestaba. El sueño lo alcanzó y se vio a sí mismo durmiendo plácidamente en el sofá de la casa de su madre, en Harlem, con la tele encendida. Dormiré media hora, se dijo, y luego volveré al trabajo. Tengo que escribir la crónica del combate de boxeo.
Tengo que conducir toda la noche. Cuando amanezca todo habrá concluido.
Al dejar atrás la frontera los pocos turistas que vieron por las calles de El Adobe parecían dormidos. Una mujer de unos setenta años, con un vestido floreado y zapatillas Nike, estaba arrodillada examinando unas alfombras indias. Tenía pinta de atleta en activo allá por los años cuarenta. Tres niños tomados de la mano contemplaban unos objetos que se exhibían en una vitrina. Los objetos se movían imperceptiblemente, pero Fate no pudo saber si eran animales o ingenios mecánicos. Junto a un bar unos tipos con pinta de chicanos y sombreros vaqueros gesticulaban e indicaban direcciones contrapuestas. Al final de la calle había unos galpones de madera y contenedores de metal en la acera y más allá estaba el desierto. Todo esto es como el sueño de otro, pensó Fate. A su lado, la cabeza de Rosa reposaba delicadamente sobre el asiento y sus grandes ojos permanecían fijos en algún punto del horizonte. Fate observó sus rodillas, que le parecieron perfectas, y luego sus caderas y luego sus hombros y sus omóplatos, que parecían tener vida propia, una vida oscura, suspendida, que asomaba sólo de tanto en tanto.
Después se concentró en conducir. La carretera que salía de El Adobe se internaba en una especie de remolino de colores ocres.
– ¿Qué le habrá pasado a Guadalupe Roncal? -dijo Rosa con voz de sonámbula.
– A esta hora debe estar volando rumbo a su casa -dijo Fate.
– Qué raro -dijo Rosa.
La voz de Rosa lo despertó.
– Escucha -le dijo.
Fate abrió los ojos, pero no oyó nada. Guadalupe Roncal se había levantado y ahora estaba junto a ellos, los ojos muy abiertos, como si sus peores pesadillas se hubieran materializado.
Fate se acercó a la puerta y la abrió. Tenía una pierna acalambrada y todavía no conseguía despertarse del todo. Vio un pasillo y al final del pasillo una escalera de cemento sin revocar, como si los albañiles la hubieran dejado a medias. El pasillo estaba débilmente iluminado.
– No vayas -oyó que le decía Rosa.
– Larguémonos de esta trampa -sugirió Guadalupe Roncal.
Un funcionario de prisiones apareció por el fondo del pasillo y se dirigió a ellos. Fate mostró su credencial de periodista.
El funcionario asintió con la cabeza, sin mirar la credencial, y le sonrió a Guadalupe Roncal, que permanecía asomada a la puerta. Después el funcionario cerró la puerta y dijo algo sobre una tormenta. Rosa se lo tradujo al oído. Una tormenta de arena o una tormenta de lluvia o una tormenta de electricidad.
Nubes altas que bajaban de la sierra y que no descargarían sobre Santa Teresa pero que contribuían a ennegrecer el panorama.
Una mañana de perros. Los reclusos siempre se ponen nerviosos, dijo el funcionario. Era un tipo joven, con un bigotito ralo, tal vez un poco gordo para su edad, y que se notaba que no le gustaba su trabajo. Ahora traen al asesino.
Hay que hacer caso a las mujeres. Lo mejor es no desoír los temores de las mujeres. Algo así, recordó Fate, decía su madre o la difunta señorita Holly, la vecina de su madre, cuando ambas eran jóvenes y él era un niño. Por un instante imaginó una balanza, semejante a la balanza que tiene en sus manos la justicia ciega, sólo que en lugar de dos platillos esta balanza tenía dos botellas o algo que parecía dos botellas. La, llamémosla así, botella de la izquierda era transparente y estaba llena de arena del desierto. Tenía varios agujeros por donde se escapaba la arena.
La botella de la derecha estaba llena de ácido. Ésta no tenía ningún agujero, pero el ácido se estaba comiendo la botella desde dentro. Durante el camino hacia Tucson Fate fue incapaz de reconocer nada de lo que había visto unos días atrás, cuando recorrió el mismo camino en sentido contrario. Lo que antes era mi derecha ahora es mi izquierda y ya no consigo tener ni un solo punto de referencia. Todo borrado. Cerca del mediodía se detuvieron en una cafetería a un lado de la carretera. Un grupo de mexicanos con pinta de braceros desocupados los observaron desde la barra. Tomaban agua mineral y refrescos de la zona cuyos nombres y botellas a Fate le parecieron rarísimos.
Empresas nuevas que no tardarían en desaparecer. La comida era mala. Rosa tenía sueño y cuando volvieron al coche se quedó dormida. Fate recordó las palabras de Guadalupe Roncal.
Nadie presta atención a estos asesinatos, pero en ellos se esconde el secreto del mundo. ¿Lo dijo Guadalupe Roncal o lo dijo Rosa? Por momentos, la carretera era similar a un río. Lo dijo el presunto asesino, pensó Fate. El jodido gigante albino que apareció junto con la nube negra.
Cuando Fate oyó los pasos que se aproximaban pensó que eran los pasos de un gigante. Algo parecido debió de pensar Guadalupe Roncal, que hizo el gesto de desmayarse, aunque en lugar de hacerlo se agarró de la mano y después de la solapa del funcionario de prisiones. Éste, en lugar de apartarse, le pasó un brazo por encima del hombro. Fate sintió el cuerpo de Rosa a su lado. Oyó voces. Como si los presos jalearan a alguien. Oyó risas y llamadas al orden y luego pasaron las nubes negras que venían del este por encima del penal y el aire pareció oscurecerse.
Los pasos se reanudaron. Oyó risas y peticiones. De pronto una voz se puso a entonar una canción. El efecto era similar al de un leñador talando árboles. La voz no cantaba en inglés. Al principio Fate no pudo determinar en qué idioma lo hacía, hasta que Rosa, a su lado, dijo que era alemán. El tono de la voz subió. A Fate se le ocurrió que tal vez estaba soñando. Los árboles caían uno detrás de otro. Soy un gigante perdido en medio de un bosque quemado. Pero alguien vendrá a rescatarme. Rosa le tradujo los improperios del sospechoso principal. Un leñador políglota, pensó Fate, que tan pronto habla en inglés como en español y que canta en alemán. Soy un gigante perdido en medio de un bosque calcinado. Mi destino, sin embargo, sólo lo conozco yo.
Y entonces volvieron a oírse los pasos y las risas y los jaleos y palabras de aliento de los presos y de los carceleros que escoltaban al gigante. Y luego vieron a un tipo enorme y muy rubio que entraba en la sala de visitas inclinando la cabeza, como si temiera darse un topetazo con el techo, y que sonreía como si acabara de hacer una travesura, cantar en alemán la canción del leñador perdido, y que los miró a todos con una mirada inteligente y burlona. Después el carcelero que lo acompañaba le preguntó a Guadalupe Roncal si prefería que lo esposara a la silla o no y Guadalupe Roncal movió la cabeza negativamente y el carcelero le dio una palmadita en el hombro al tipo alto y se marchó y el funcionario que estaba junto a Fate y las mujeres también se marchó no sin antes decirle algo al oído a Guadalupe Roncal y ellos se quedaron solos.
– Buenos días -les dijo el gigante en español. Se sentó y estiró las piernas por debajo de la mesa hasta que aparecieron sus pies por el otro lado.
Llevaba unos zapatos deportivos, de color negro, y calcetines blancos. Guadalupe Roncal retrocedió un paso.
– Pregunten lo que quieran -dijo el gigante.
Guadalupe Roncal se llevó una mano a la boca, como si estuviera inhalando un gas tóxico, y no supo qué preguntar.