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La parte de los críticos

La primera vez que Jean-Claude Pelletier leyó a Benno von Archimboldi fue en la Navidad de 1980, en París, en donde cursaba estudios universitarios de literatura alemana, a la edad de diecinueve años. El libro en cuestión era D’Arsonval. El joven Pelletier ignoraba entonces que esa novela era parte de una trilogía (compuesta por El jardín, de tema inglés, La máscara de cuero, de tema polaco, así como D’Arsonval era, evidentemente, de tema francés), pero esa ignorancia o ese vacío o esa dejadez bibliográfica, que sólo podía ser achacada a su extrema juventud, no restó un ápice del deslumbramiento y de la admiración que le produjo la novela.

A partir de ese día (o de las altas horas nocturnas en que dio por finalizada aquella lectura inaugural) se convirtió en un archimboldiano entusiasta y dio comienzo su peregrinaje en busca de más obras de dicho autor. No fue tarea fácil.

Conseguir, aunque fuera en París, libros de Benno von Archimboldi en los años ochenta del siglo XX no era en modo alguno una labor que no entrañara múltiples dificultades. En la biblioteca del departamento de literatura alemana de su universidad no se hallaba casi ninguna referencia sobre Archimboldi.

Sus profesores no habían oído hablar de él. Uno de ellos le dijo que su nombre le sonaba de algo. Con furor (con espanto) Pelletier descubrió al cabo de diez minutos que lo que le sonaba a su profesor era el pintor italiano, hacia el cual, por otra parte, su ignorancia también se extendía de forma olímpica.

Escribió a la editorial de Hamburgo que había publicado D’Arsonval y jamás recibió respuesta. Recorrió, asimismo, las pocas librerías alemanas que pudo encontrar en París. El nombre de Archimboldi aparecía en un diccionario sobre literatura alemana y en una revista belga dedicada, nunca supo si en broma o en serio, a la literatura prusiana. En 1981 viajó, junto con tres amigos de facultad, por Baviera y allí, en una pequeña librería de Munich, en Voralmstrasse, encontró otros dos libros, el delgado tomo de menos de cien páginas titulado El tesoro de Mitzi y el ya mencionado El jardín, la novela inglesa.

La lectura de estos dos nuevos libros contribuyó a fortalecer la opinión que ya tenía de Archimboldi. En 1983, a los veintidós años, dio comienzo a la tarea de traducir D’Arsonval.

Nadie le pidió que lo hiciera. No había entonces ninguna editorial francesa interesada en publicar a ese alemán de nombre extraño. Pelletier empezó a traducirlo básicamente porque le gustaba, porque era feliz haciéndolo, aunque también pensó que podía presentar esa traducción, precedida por un estudio sobre la obra archimboldiana, como tesis y, quién sabe, como primera piedra de su futuro doctorado.

Acabó la versión definitiva de la traducción en 1984 y una editorial parisina, tras algunas vacilantes y contradictorias lecturas, la aceptó y publicaron a Archimboldi, cuya novela, destinada a priori a no superar la cifra de mil ejemplares vendidos, agotó tras un par de reseñas contradictorias, positivas, incluso excesivas, los tres mil ejemplares de tirada abriendo las puertas de una segunda y tercera y cuarta edición.

Para entonces Pelletier ya había leído quince libros del autor alemán, había traducido otros dos, y era considerado, casi unánimemente, el mayor especialista sobre Benno von Archimboldi que había a lo largo y ancho de Francia.

Entonces Pelletier pudo recordar el día en que leyó por primera vez a Archimboldi y se vio a sí mismo, joven y pobre, viviendo en una chambre de bonne, compartiendo el lavamanos, en donde se lavaba la cara y los dientes, con otras quince personas que habitaban la oscura buhardilla, cagando en un horrible y poco higiénico baño que nada tenía de baño sino más bien de retrete o pozo séptico, compartido igualmente con los quince residentes de la buhardilla, algunos de los cuales ya habían retornado a provincias, provistos de su correspondiente título universitario, o bien se habían mudado a lugares un poco más confortables en el mismo París, o bien, unos pocos, seguían allí, vegetando o muriéndose lentamente de asco.

Se vio, como queda dicho, a sí mismo, ascético e inclinado sobre sus diccionarios alemanes, iluminado por una débil bombilla, flaco y recalcitrante, como si todo él fuera voluntad hecha carne, huesos y músculos, nada de grasa, fanático y decidido a llegar a buen puerto, en fin, una imagen bastante normal de estudiante en la capital pero que obró en él como una droga, una droga que lo hizo llorar, una droga que abrió, como dijo un cursi poeta holandés del siglo XIX, las esclusas de la emoción y de algo que a primera vista parecía autoconmiseración pero que no lo era (¿qué era, entonces?, ¿rabia?, probablemente), y que lo llevó a pensar y a repensar, pero no con palabras sino con imágenes dolientes, su período de aprendizaje juvenil, y que tras una larga noche tal vez inútil forzó en su mente dos conclusiones:

la primera, que la vida tal como la había vivido hasta entonces se había acabado; la segunda, que una brillante carrera se abría delante de él y que para que ésta no perdiera el brillo debía conservar, como único recuerdo de aquella buhardilla, su voluntad. La tarea no le pareció difícil.

Jean-Claude Pelletier nació en 1961 y en 1986 era ya catedrático de alemán en París. Piero Morini nació en 1956, en un pueblo cercano a Nápoles, y aunque leyó por primera vez a Benno von Archimboldi en 1976, es decir cuatro años antes que Pelletier, no sería sino hasta 1988 cuando tradujo su primera novela del autor alemán, Bifurcaria bifurcata, que pasó por las librerías italianas con más pena que gloria.

La situación de Archimboldi en Italia, esto hay que remarcarlo, era bien distinta que en Francia. De hecho, Morini no fue el primer traductor que tuvo. Es más, la primera novela de Archimboldi que cayó en manos de Morini fue una traducción de La máscara de cuero hecha por un tal Colossimo para Einaudi en el año 1969. Después de La máscara de cuero en Italia se publicó Ríos de Europa, en 1971, Herencia, en 1973, y La perfección ferroviaria en 1975, y antes se había publicado, en una editorial romana, en 1964, una selección de cuentos en donde no escaseaban las historias de guerra, titulada Los bajos fondos de Berlín. De modo que podría decirse que Archimboldi no era un completo desconocido en Italia, aunque tampoco podía decirse que fuera un autor de éxito o de mediano éxito o de escaso éxito sino más bien de nulo éxito, cuyos libros envejecían en los anaqueles más mohosos de las librerías o se saldaban o eran olvidados en los almacenes de las editoriales antes de ser guillotinados.

Morini, por supuesto, no se arredró ante las pocas expectativas que provocaba en el público italiano la obra de Archimboldi y después de traducir Bifurcaria bifurcata dio a una revista de Milán y a otra de Palermo sendos estudios archimboldianos, uno sobre el destino en La perfección ferroviaria y otro sobre los múltiples disfraces de la conciencia y la culpa en Letea, una novela de apariencia erótica, y en Bitzius, una novelita de menos de cien páginas, similar en cierto modo a El tesoro de Mitzi, el libro que Pelletier encontró en una vieja librería muniquesa, y cuyo argumento se centraba en la vida de Albert Bitzius, pastor de Lützelflüh, en el cantón de Berna, y autor de sermones, además de escritor bajo el seudónimo de Jeremias Gotthelf. Ambos ensayos fueron publicados y la elocuencia o el poder de seducción desplegado por Morini al presentar la figura de Archimboldi derribaron los obstáculos y en 1991 una segunda traducción de Piero Morini, esta vez de Santo Tomás, vio la luz en Italia. Por aquella época Morini trabajaba dando clases de literatura alemana en la Universidad de Turín y ya los médicos le habían detectado una esclerosis múltiple y ya había sufrido un aparatoso y extraño accidente que lo había atado para siempre a una silla de ruedas.

Manuel Espinoza llegó a Archimboldi por otros caminos.

Más joven que Morini y que Pelletier, Espinoza no estudió, al menos durante los dos primeros años de su carrera universitaria, filología alemana sino filología española, entre otras tristes razones porque Espinoza soñaba con ser escritor. De la literatura alemana sólo conocía (y mal) a tres clásicos, Hölderlin, porque a los dieciséis años creyó que su destino estaba en la poesía y devoraba todos los libros de poesía a su alcance, Goethe, porque en el último año del instituto un profesor humorista le recomendó que leyera Werther, en donde encontraría un alma gemela, y Schiller, del que había leído una obra de teatro. Después frecuentaría la obra de un autor moderno, Jünger, más que nada por simbiosis, pues los escritores madrileños a los que admiraba y, en el fondo, odiaba con toda su alma hablaban de Jünger sin parar. Así que se puede decir que Espinoza sólo conocía a un autor alemán y ese autor era Jünger. Al principio, la obra de éste le pareció magnífica, y como gran parte de sus libros estaban traducidos al español, Espinoza no tuvo problemas en encontrarlos y leerlos todos. A él le hubiera gustado que no fuera tan fácil. La gente a la que frecuentaba, por otra parte, no sólo eran devotos de Jünger sino que algunos de ellos también eran sus traductores, algo que a Espinoza le traía sin cuidado, pues el brillo que él codiciaba no era el del traductor sino el del escritor.

El paso de los meses y de los años, que suele ser callado y cruel, le trajo algunas desgracias que hicieron variar sus opiniones.

No tardó, por ejemplo, en descubrir que el grupo de jungerianos no era tan jungeriano como él había creído sino que, como todo grupo literario, estaba sujeto al cambio de las estaciones, y en otoño, efectivamente, eran jungerianos, pero en invierno se transformaban abruptamente en barojianos, y en primavera en orteguianos, y en verano incluso abandonaban el bar donde se reunían para salir a la calle a entonar versos bucólicos en honor de Camilo José Cela, algo que el joven Espinoza, que en el fondo era un patriota, hubiera estado dispuesto a aceptar sin reservas de haber habido un espíritu más jovial, más carnavalesco en tales manifestaciones, pero que en modo alguno podía tomarse tan en serio como se lo tomaban los jungerianos espurios.

Más grave fue descubrir la opinión que sus propios ensayos narrativos suscitaban en el grupo, una opinión tan mala que en alguna ocasión, durante una noche en vela, por ejemplo, se llegó a preguntar seriamente si esa gente no le estaba pidiendo entre líneas que se fuera, que dejara de molestarlos, que no volviera más.

Y aún más grave fue cuando Jünger en persona apareció por Madrid y el grupo de los jungerianos le organizó una visita a El Escorial, extraño capricho del maestro, visitar El Escorial, y cuando Espinoza quiso sumarse a la expedición, en el rol que fuera, este honor le fue denegado, como si los jungerianos simuladores no le consideraran con méritos suficientes como para formar parte de la guardia de corps del alemán o como si temieran que él, Espinoza, pudiera dejarlos mal parados con alguna salida de jovenzuelo abstruso, aunque la explicación oficial que se le dio (puede que dictada por un impulso piadoso) fue que él no sabía alemán y todos los que se iban de picnic con Jünger sí lo sabían.

Ahí se acabó la historia de Espinoza con los jungerianos.

Y ahí empezó la soledad y la lluvia (o el temporal) de propósitos a menudo contradictorios o imposibles de realizar. No fueron noches cómodas ni mucho menos placenteras, pero Espinoza descubrió dos cosas que lo ayudaron mucho en los primeros días: jamás sería un narrador y, a su manera, era un joven valiente.

También descubrió que era un joven rencoroso y que estaba lleno de resentimiento, que supuraba resentimiento, y que no le hubiera costado nada matar a alguien, a quien fuera, con tal de aliviar la soledad y la lluvia y el frío de Madrid, pero este descubrimiento prefirió dejarlo en la oscuridad y centrarse en su aceptación de que jamás sería un escritor y sacarle todo el partido del mundo a su recién exhumado valor.

Siguió, pues, en la universidad, estudiando filología española, pero al mismo tiempo se matriculó en filología alemana.

Dormía entre cuatro y cinco horas diarias y el resto del día lo invertía en estudiar. Antes de terminar filología alemana escribió un ensayo de veinte páginas sobre la relación entre Werther y la música, que fue publicado en una revista literaria madrileña y en una revista universitaria de Gottingen. A los veinticinco años había terminado ambas carreras. En 1990, alcanzó el doctorado en literatura alemana con un trabajo sobre Benno von Archimboldi que una editorial barcelonesa publicaría un año después. Para entonces Espinoza era un habitual de congresos y mesas redondas sobre literatura alemana. Su dominio de esta lengua era si no excelente, más que pasable. También hablaba inglés y francés. Como Morini y Pelletier, tenía un buen trabajo y unos ingresos considerables y era respetado (hasta donde esto es posible) tanto por sus estudiantes como por sus colegas. Nunca tradujo a Archimboldi ni a ningún otro autor alemán.

Aparte de Archimboldi una cosa tenían en común Morini, Pelletier y Espinoza. Los tres poseían una voluntad de hierro.

En realidad, otra cosa más tenían en común, pero de esto hablaremos más tarde.

Liz Norton, por el contrario, no era lo que comúnmente se llama una mujer con una gran voluntad, es decir no se trazaba planes a medio o largo plazo ni ponía en juego todas sus energías para conseguirlos. Estaba exenta de los atributos de la voluntad.

Cuando sufría el dolor fácilmente se traslucía y cuando era feliz la felicidad que experimentaba se volvía contagiosa.

Era incapaz de trazar con claridad una meta determinada y de mantener una continuidad en la acción que la llevara a coronar esa meta. Ninguna meta, por lo demás, era lo suficientemente apetecible o deseada como para que ella se comprometiera totalmente con ésta. La expresión «lograr un fin», aplicada a algo personal, le parecía una trampa llena de mezquindad. A «lograr un fin» anteponía la palabra «vivir» y en raras ocasiones la palabra «felicidad». Si la voluntad se relaciona con una exigencia social, como creía William James, y por lo tanto es más fácil ir a la guerra que dejar de fumar, de Liz Norton se podía decir que era una mujer a la que le resultaba más fácil dejar de fumar que ir a la guerra.

Una vez, en la universidad, alguien se lo dijo, y a ella le encantó, aunque no por ello se puso a leer a William James, ni antes ni después ni nunca. Para ella la lectura estaba relacionada directamente con el placer y no directamente con el conocimiento o con los enigmas o con las construcciones y laberintos verbales, como creían Morini, Espinoza y Pelletier.

Su descubrimiento de Archimboldi fue el menos traumático o poético de todos. Durante los tres meses que vivió en Berlín, en 1988, a la edad de veinte años, un amigo alemán le prestó una novela de un autor que ella desconocía. El nombre le causó extrañeza, ¿cómo era posible, le preguntó a su amigo, que existiera un escritor alemán que se apellidara como un italiano y que sin embargo tuviera el von, indicativo de cierta nobleza, precediendo al nombre? El amigo alemán no supo qué contestarle. Probablemente era un seudónimo, le dijo. Y también añadió, para sumar más extrañeza a la extrañeza inicial, que en Alemania no eran comunes los nombres propios masculinos terminados en vocal. Los nombres propios femeninos sí.

Pero los nombres propios masculinos ciertamente no. La novela era La ciega y le gustó, pero no hasta el grado de salir corriendo a una librería a comprar el resto de la obra de Benno von Archimboldi.

Cinco meses después, ya instalada otra vez en Inglaterra, Liz Norton recibió por correo un regalo de su amigo alemán.

Se trataba, como es fácil adivinar, de otra novela de Archimboldi.

La leyó, le gustó, buscó en la biblioteca de su college más libros del alemán de nombre italiano y encontró dos: uno de ellos era el que ya había leído en Berlín, el otro era Bitzius. La lectura de este último sí que la hizo salir corriendo. En el patio cuadriculado llovía, el cielo cuadriculado parecía el rictus de un robot o de un dios hecho a nuestra semejanza, en el pasto del parque las oblicuas gotas de lluvia se deslizaban hacia abajo pero lo mismo hubiera significado que se deslizaran hacia arriba, después las oblicuas (gotas) se convertían en circulares (gotas) que eran tragadas por la tierra que sostenía el pasto, el pasto y la tierra parecían hablar, no, hablar no, discutir, y sus palabras ininteligibles eran como telarañas cristalizadas o brevísimos vómitos cristalizados, un crujido apenas audible, como si Norton en lugar de té aquella tarde hubiera bebido una infusión de peyote.

Pero la verdad es que sólo había bebido té y que se sentía abrumada, como si una voz le hubiera repetido en el oído una oración terrible, cuyas palabras se fueron desdibujando a medida que se alejaba del college y la lluvia le mojaba la falda gris y las rodillas huesudas y los hermosos tobillos y poca cosa más, pues Liz Norton antes de salir corriendo a través del parque no había olvidado coger su paraguas.

La primera vez que Pelletier, Morini, Espinoza y Norton se vieron fue en un congreso de literatura alemana contemporánea celebrado en Bremen, en 1994. Antes, Pelletier y Morini se habían conocido durante las jornadas de literatura alemana celebradas en Leipzig en 1989, cuando la DDR estaba agonizando, y luego volvieron a verse en el simposio de literatura alemana celebrado en Mannheim en diciembre de ese mismo año (y que fue un desastre, con malos hoteles, mala comida y pésima organización). En el encuentro de literatura alemana moderna, celebrado en Zurich en 1990, Pelletier y Morini coincidieron con Espinoza. Espinoza volvió a ver a Pelletier en el balance de literatura europea del siglo XX celebrado en Maastricht en 1991 (Pelletier llevaba una ponencia titulada «Heine y Archimboldi:

caminos convergentes», Espinoza llevaba una ponencia titulada «Ernst Jünger y Benno von Archimboldi: caminos divergentes») y se podría decir, con poco riesgo de equivocación, que a partir de ese momento no sólo se leían mutuamente en las revistas especializadas sino que también se hicieron amigos o que creció entre ellos algo similar a una relación de amistad.

En 1992, en la reunión de literatura alemana de Augsburg, volvieron a coincidir Pelletier, Espinoza y Morini. Los tres presentaban trabajos archimboldianos. Durante unos meses se había hablado de que el propio Benno von Archimboldi pensaba acudir a esta magna reunión que congregaría, además de a los germanistas de siempre, a un nutrido grupo de escritores y poetas alemanes, pero a la hora de la verdad, dos días antes de la reunión, se recibió un telegrama de la editorial hamburguesa de Archimboldi excusando la presencia de éste. Por lo demás, la reunión fue un fracaso. A juicio de Pelletier lo único interesante fue una conferencia pronunciada por un viejo profesor berlinés sobre la obra de Arno Schmidt (he ahí un nombre propio alemán terminado en vocal) y poca cosa más, juicio compartido por Espinoza y, en menor medida, por Morini.

El tiempo libre que les quedó, que fue mucho, lo dedicaron a pasear por los, en opinión de Pelletier, parvos lugares interesantes de Augsburg, ciudad que a Espinoza también le pareció parva, y que a Morini sólo le pareció un poco parva, pero parva al fin y al cabo, empujando, ora Espinoza, ora Pelletier, la silla de ruedas del italiano, cuya salud en aquella ocasión no era muy buena, sino más bien parva, por lo que sus dos compañeros y colegas estimaron que un poco de aire fresco no le iba a sentar mal, más bien todo lo contrario.

En el siguiente congreso de literatura alemana, celebrado en París en enero de 1992, sólo asistieron Pelletier y Espinoza.

Morini, que también había sido invitado, se encontraba por aquellos días con la salud más quebrantada de lo habitual, por lo que su médico le desaconsejó, entre otras cosas, viajar, aunque el viaje fuera corto. El congreso no estuvo mal y pese a que Pelletier y Espinoza tenían la agenda completa encontraron un hueco para comer juntos en un restaurancito de la rue Galande, cerca de Saint-Julien-le-Pauvre, en donde, aparte de hablar de sus respectivos trabajos y aficiones, se dedicaron, durante los postres, a especular con la salud del melancólico italiano, una salud mala, una salud quebradiza, una salud infame que sin embargo no le había impedido empezar un libro sobre Archimboldi, un libro que, según explicó Pelletier que le había dicho el italiano en el otro lado del teléfono, no sabía si en serio o en broma, podía ser el gran libro archimboldiano, el pez guía que iba a nadar durante mucho tiempo al lado del gran tiburón negro que era la obra del alemán. Ambos, Pelletier y Espinoza, respetaban los estudios de Morini, pero las palabras de Pelletier (pronunciadas como en el interior de un viejo castillo o como en el interior de una mazmorra excavada bajo el foso de un viejo castillo) sonaron como una amenaza en el apacible restaurancito de la rue Galande y contribuyeron a poner punto final a una velada que se había iniciado bajo los auspicios de la cortesía y de los deseos satisfechos.

Nada de esto agrió la relación que Pelletier y Espinoza mantenían con Morini.

Se volvieron a encontrar los tres en la asamblea de literatura de lengua alemana celebrada en Bolonia, en 1993. Y también participaron los tres en el número 46 de la revista Estudios Literarios, de Berlín, un monográfico dedicado a la obra de Archimboldi. No era la primera vez que colaboraban con la revista berlinesa. En el número 44 había aparecido un texto de Espinoza sobre la idea de Dios en la obra de Archimboldi y Unamuno. En el número 38 Morini publicó un artículo sobre el estado de la enseñanza de la literatura alemana en Italia. Y en el 37 Pelletier dio a la luz una perspectiva de los escritores alemanes del siglo XX más importantes en Francia y en Europa, texto que concitó, dicho sea de paso, más de una protesta e incluso algún exabrupto.

El número 46, sin embargo, es el que nos importa, pues allí no sólo quedaron patentes los dos grupos archimboldianos antagónicos, el de Pelletier, Morini y Espinoza contra el de Schwarz, Borchmeyer y Pohl, sino también porque en ese número apareció publicado un texto de Liz Norton, brillantísimo según Pelletier, bien argumentado según Espinoza, interesante según Morini, y que además (y sin que nadie se lo pidiera) se alineaba con las tesis del francés, del español y del italiano, a quienes citaba en varias ocasiones, demostrando que conocía perfectamente bien sus trabajos y monografías aparecidos en revistas especializadas o en editoriales minoritarias.

Pelletier pensó en escribirle una carta, pero al final no lo hizo. Espinoza llamó por teléfono a Pelletier y le preguntó si no sería conveniente ponerse en contacto con ella. Inseguros, quedaron en preguntárselo a Morini. Morini se abstuvo de decir nada. De Liz Norton lo único que sabían era que daba clases de literatura alemana en una universidad de Londres. Y que no era, como ellos, catedrática.

El congreso de literatura alemana de Bremen fue agitado.

Sin que los estudiosos alemanes de Archimboldi se lo esperaran, Pelletier, secundado por Morini y Espinoza, pasó al ataque como Napoleón en Jena y no tardaron en desbandarse hacia las cafeterías y tabernas de Bremen las derrotadas banderas de Pohl, Schwarz y Borchmeyer. Los jóvenes profesores alemanes asistentes al acto, al principio perplejos, tomaron partido, aunque con todas las reservas del caso, por Pelletier y sus amigos.

El público, gran parte del cual eran universitarios que habían viajado en tren o en furgonetas desde Gottingen, también optó por las encendidas y lapidarias interpretaciones de Pelletier, sin ningún tipo de reserva, entregado con entusiasmo a la visión dionisíaca, festiva, de exégesis de último carnaval (o penúltimo carnaval) defendida por Pelletier y Espinoza. Dos días después Schwarz y sus adláteres contraatacaron. Contrapusieron a la figura de Archimboldi la de Heinrich Böll. Hablaron de responsabilidad.

Contrapusieron a la figura de Archimboldi la de Uwe Johnson. Hablaron de sufrimiento. Contrapusieron a la figura de Archimboldi la de Günter Grass. Hablaron de compromiso cívico. Incluso Borchmeyer contrapuso a la figura de Archimboldi la de Friedrich Durrenmatt y habló de humor, lo que a Morini le pareció el colmo de la desvergüenza. Entonces apareció, providencial, Liz Norton y desbarató el contraataque como un Desaix, como un Lannes, una amazona rubia que hablaba un alemán correctísimo, tal vez demasiado de prisa, y que disertó acerca de Grimmelshausen y de Gryphius y de muchos otros, incluso de Theophrastus Bombastus von Hohenheim, a quien todo el mundo conoce mejor por el nombre de Paracelso.

Esa misma noche cenaron juntos en una estrecha y alargada taberna ubicada cerca del río, en una calle oscura flanqueada por viejos edificios hanseáticos, algunos de los cuales parecían oficinas abandonadas de la administración pública nazi, a la que arribaron bajando unas escaleras mojadas por la llovizna.

El local no podía ser más atroz, pensó Liz Norton, pero la velada fue larga y agradable y la actitud de Pelletier, Morini y Espinoza, nada envarada, contribuyó a que Norton se sintiera a sus anchas. Por supuesto, ella conocía la mayoría de sus trabajos, pero lo que la sorprendió (agradablemente, por cierto) fue que ellos también conocieran algunos trabajos suyos. La conversación se desarrolló en cuatro fases: primero se rieron del rapapolvo que Norton había administrado a Borchmeyer y del espanto creciente de Borchmeyer ante las acometidas cada vez más despiadadas de Norton, después hablaron de futuros encuentros, en especial de uno muy extraño que iba a celebrarse en la Universidad de Minnesotta, en donde pensaban reunirse más de quinientos profesores, traductores y especialistas en literatura alemana y sobre el cual Morini tenía fundadas sospechas de que se trataba de un bulo, luego hablaron de Benno von Archimboldi y de su vida de la que tan poco se sabía: todos, empezando por Pelletier y terminando por Morini, que pese a ser de común el más callado aquella noche se mostró locuaz, explicaron anécdotas y cotilleos, compararon por undécima vez vagas informaciones ya sabidas y especularon, como quien vuelve a dar vueltas alrededor de una película querida, sobre el secreto del paradero y de la vida del gran escritor, finalmente, mientras caminaban por las calles mojadas y luminosas (eso sí, de una luminosidad intermitente, como si Bremen fuera una máquina a la que sólo de tanto en tanto recorrieran vívidas y breves descargas eléctricas) hablaron de sí mismos.

Los cuatro eran solteros y eso les pareció un signo alentador.

Los cuatro vivían solos, aunque a veces Liz Norton compartía su piso de Londres con un hermano aventurero que trabajaba en una ONG y que sólo un par de veces al año volvía a Inglaterra. Los cuatro estaban dedicados a sus carreras, aunque Pelletier, Espinoza y Morini eran doctores y los dos primeros, además, dirigían sus respectivos departamentos, mientras que Norton estaba recién preparando su doctorado y no esperaba llegar a jefa del departamento de alemán de su universidad.

Esa noche, antes de quedarse dormido, Pelletier no recordó los rifirrafes del congreso sino que pensó en él mismo caminando por las calles adyacentes al río y en Liz Norton que caminaba a su lado mientras Espinoza empujaba la silla de ruedas de Morini y los cuatro se reían de los animalitos de Bremen, que los observaban u observaban sus sombras en el asfalto, montados armoniosamente, cándidamente, en sus respectivos lomos.

A partir de ese día y de esa noche no pasaba una semana sin que se llamaran regularmente, los cuatro, sin reparar en la cuenta telefónica y en ocasiones a las horas más intempestivas.

A veces era Liz Norton la que llamaba a Espinoza y le preguntaba por Morini, con quien había hablado el día anterior y a quien había notado un poco depresivo. Ese mismo día Espinoza telefoneaba a Pelletier y le informaba de que según Norton la salud de Morini había empeorado, a lo que Pelletier respondía llamando de inmediato a Morini, preguntándole sin ambages por el estado de su salud, riéndose con él (pues Morini procuraba nunca hablar en serio sobre este tema), intercambiando algún detalle sin importancia sobre el trabajo, para después telefonear a la inglesa, a las doce de la noche, por ejemplo, tras dilatar el placer de la llamada con una cena frugal y exquisita, y asegurarle que Morini, dentro de lo que cabía esperar, estaba bien, normal, estabilizado, y que aquello que Norton había tomado por depresión no era más que el estado natural del italiano, sensible a los cambios climáticos (tal vez en Turín hacía un mal día, tal vez Morini aquella noche había soñado vaya uno a saber qué clase de sueño horrible), cerrando de tal manera un ciclo que al día siguiente o al cabo de dos días tornaba a recomenzar con una llamada de Morini a Espinoza, sin pretexto alguno, una llamada para saludarlo, simplemente, una llamada para hablar un rato, y que se consumía, indefectiblemente, en cosas sin importancia, observaciones sobre el clima (como si Morini y el mismo Espinoza estuvieran haciendo suyas algunas de las costumbres dialogales británicas), recomendaciones de películas, comentarios desapasionados sobre libros recientes, en fin, una conversación telefónica más bien soporífera o cuando menos desganada pero que Espinoza escuchaba con un raro entusiasmo o con fingido entusiasmo o con cariño, en cualquier caso con civilizado interés, y que Morini desgranaba como si en ello le fuera la vida, y a la que seguía, al cabo de dos días o de unas horas, una llamada más o menos en los mismos términos que Espinoza le hacía a Norton, y que ésta le hacía a Pelletier, y que éste devolvía a Morini, para volver a recomenzar, días después, transmutada en un código hiperespecializado, significado y significante en Archimboldi, texto, subtexto y paratexto, reconquista de la territorialidad verbal y corporal en las páginas finales de Bitzius, que para el caso era lo mismo que hablar de cine o de los problemas del departamento de alemán o de las nubes que pasaban incesantes, de la mañana a la noche, por sus respectivas ciudades.

Volvieron a encontrarse en el coloquio de literatura europea de posguerra celebrado en Avignon a finales de 1994. Norton y Morini fueron como espectadores, aunque el viaje fue sufragado por sus respectivas universidades, y Pelletier y Espinoza presentaron trabajos críticos sobre la importancia de la obra de Archimboldi. El trabajo del francés estuvo centrado en la insularidad, en la ruptura que parecía ornar la totalidad de los libros de Archimboldi en relación con la tradición alemana, no así con cierta tradición europea. El trabajo del español, uno de los más amenos que Espinoza escribió jamás, giró en torno al misterio que velaba la figura de Archimboldi, de quien virtualmente nadie, ni su editor, sabía nada: sus libros aparecían sin fotos en la solapa o en la contraportada; sus datos biográficos eran mínimos (escritor alemán nacido en Prusia en 1920), su lugar de residencia era un misterio, aunque en cierta ocasión su editor, en un desliz, confesó ante una periodista del Spiegel haber recibido uno de los manuscritos desde Sicilia, nadie de sus colegas aún vivos lo había visto jamás, no existía ninguna biografía suya en alemán pese a que la venta de sus libros iba en línea ascendente tanto en Alemania como en el resto de Europa e incluso en los Estados Unidos, que gusta de los escritores desaparecidos (desaparecidos o millonarios) o de la leyenda de los escritores desaparecidos, y en donde su obra empezaba a circular profusamente, ya no sólo en los departamentos de alemán de las universidades sino en los campus y fuera de los campus, en las vastas ciudades que amaban la literatura oral o visual.

Por las noches Pelletier, Morini, Espinoza y Norton se iban a cenar juntos, a veces acompañados por uno o dos profesores de alemán a quienes conocían desde hacía tiempo y que solían retirarse a sus hoteles a hora temprana o que permanecían hasta el final de las veladas pero en un discreto segundo plano, como si entendieran que la figura de cuatro ángulos que componían los archimboldianos era impenetrable y también, a esa hora de la noche, susceptible de volverse violentamente contra cualquier injerencia ajena. Al final siempre quedaban ellos cuatro caminando por las calles de Avignon con la misma despreocupada felicidad con que habían caminado por las renegridas y funcionariales calles de Bremen y como caminarían por las variopintas calles que el futuro les tenía reservadas, Morini empujado por Norton, con Pelletier a su izquierda y Espinoza a su derecha, o Pelletier empujando la silla de ruedas de Morini, con Espinoza a su izquierda y Norton, delante de ellos, caminando hacia atrás y riéndose con la plenitud de sus veintiséis años, una risa magnífica que ellos no tardaban en imitar aunque ciertamente hubieran preferido no reírse y sólo mirarla, o bien los cuatro alineados y detenidos junto al murete de un río historiado, es decir de un río que ya no era salvaje, hablando de su obsesión alemana sin interrumpirse entre ellos, ejercitando y degustando la inteligencia del otro, con largos intervalos de silencio que ni siquiera la lluvia podía alterar.

Cuando Pelletier volvió de Avignon a finales de 1994, cuando abrió la puerta de su piso de París y dejó la maleta en el suelo y cerró la puerta, cuando se sirvió un vaso de whisky y descorrió las cortinas y vio el paisaje de siempre, un fragmento de la place de Breteuil y el edificio de la UNESCO al fondo, cuando se quitó la americana y dejó el vaso de whisky en la cocina y escuchó los mensajes en el contestador, cuando sintió sueño, pesadez en los párpados, pero en lugar de meterse en la cama y dormirse se desnudó y se dio una ducha, cuando encendió el ordenador arropado en una bata blanca que le llegaba casi hasta los tobillos, sólo entonces se dio cuenta de que extrañaba a Liz Norton y de que hubiera dado todo lo que tenía por estar con ella en aquel momento, no sólo conversando sino también en la cama, por decirle que la quería y por escuchar de su boca que su amor era correspondido.

Algo similar experimentó Espinoza, con dos ligeras diferencias respecto a Pelletier. La primera fue que no esperó hasta llegar a su piso de Madrid para sentir la necesidad de estar junto a Liz Norton. Ya en el avión supo que ella era la mujer ideal, la que siempre había buscado, y empezó a sufrir. La segunda fue que en las imágenes ideales de la inglesa que pasaban a velocidad supersónica por su cabeza mientras su avión volaba a 700 kilómetros por hora rumbo a España había más escenas de sexo, no muchas, pero más que las imaginadas por Pelletier.

Por el contrario, Morini, que viajó en tren de Avignon a Turín, dedicó las horas de viaje a la lectura del suplemento cultural de Il Manifesto, y después se durmió hasta que un par de revisores (que lo ayudarían a bajar al andén en su silla de ruedas) le avisaron que ya habían llegado.

Sobre lo que pasó por la cabeza de Liz Norton es mejor no decir nada.

La amistad entre los archimboldianos, sin embargo, se mantuvo con los mismos ropajes de siempre, imperturbable, sujeta a un destino mayor al que los cuatro obedecían aunque eso significara poner en segundo plano sus deseos personales.

En 1995 se encontraron en el diálogo sobre literatura alemana contemporánea celebrado en Amsterdam, en el marco de un diálogo mayor que se desarrolló en el mismo edificio (aunque en diferentes aulas) y que comprendía la literatura francesa, la inglesa y la italiana.

De más está decir que la mayor parte de los asistentes a tan curiosos diálogos se decantaron por la sala donde se discutía sobre literatura inglesa contemporánea, sala vecina a la de la literatura alemana y separada de ésta por una pared que evidentemente no era de piedra, como las de antes, sino de frágiles ladrillos recubiertos por una fina capa de yeso, al grado de que los gritos y aullidos y sobre todo los aplausos que arrancaba la literatura inglesa se oían en la literatura alemana como si ambas conferencias o diálogos fueran uno solo o como si los ingleses se estuvieran burlando, cuando no boicoteando continuamente a los alemanes, por no decir nada del público, cuya asistencia masiva al diálogo inglés (o angloindio) era notablemente superior al escaso y grave público que acudía al diálogo alemán. Lo que, en el cómputo final, fue altamente provechoso, pues es bien sabido que una charla entre pocos, donde todos se escuchan y reflexionan y nadie grita, suele ser más productiva, y en el peor de los casos más relajada, que un diálogo masivo, que corre el riesgo permanente de convertirse en un mitin o, por la necesaria brevedad de las intervenciones, en una sucesión de consignas tan pronto formuladas como desaparecidas.

Pero antes de entrar en el punto culminante de la cuestión, o del diálogo, hay que precisar algo no poco baladí a tenor de los resultados. Los organizadores, los mismos que dejaron afuera la literatura contemporánea española o polaca o sueca, por falta de tiempo o de dinero, en un penúltimo capricho destinaron la mayor parte de los fondos a invitar a cuerpo de rey a estrellas de la literatura inglesa, y con el dinero que quedó trajeron a tres novelistas franceses, un poeta y un cuentista italiano, y tres escritores alemanes, los dos primeros, novelistas de Berlín occidental y oriental, ahora reunificados, ambos de cierto vago prestigio (y que llegaron en tren a Amsterdam y no levantaron ninguna protesta cuando fueron alojados en un hotel de sólo tres estrellas), y el tercero, un ser un tanto borroso de quien nadie sabía nada, ni siquiera Morini, que sabía bastante de literatura alemana contemporánea, dialogante o no dialogante.

Y cuando este borroso escritor, que era suavo, durante su charla (o diálogo) se puso a recordar su periplo como periodista, como armador de páginas culturales, como entrevistador de todo tipo de creadores reacios a las entrevistas, y luego se puso a rememorar la época en que había ejercido como promotor cultural en ayuntamientos periféricos o, ya de plano, olvidados, pero interesados por la cultura, de pronto, sin venir a cuento, apareció el nombre de Archimboldi (influido tal vez por la charla anterior dirigida por Espinoza y Pelletier), a quien había conocido, precisamente, mientras ejercía de promotor cultural de un ayuntamiento frisón, al norte de Wilhelmshaven, frente a las costas del Mar del Norte y las islas Frisias Orientales, un sitio donde hacía frío, mucho frío, y más que frío humedad, una humedad salina que te calaba los huesos, y sólo había dos maneras de pasar el invierno, una, bebiendo hasta coger una cirrosis, y dos, en la sala de actos del ayuntamiento, escuchando música (por regla general de cuartetos de cámara de aficionados), o hablando con escritores que venían de otros lugares y a quienes se les pagaba muy poco, una habitación en la única pensión del pueblo y unos cuantos marcos que cubrían el viaje de ida y vuelta en tren, esos trenes tan distintos de los actuales trenes alemanes, pero en donde la gente, tal vez, era más locuaz, más educada, más interesada en el prójimo, en fin, que tras el pago y descontando los gastos de transporte, el escritor se iba de aquellos lugares y volvía a su hogar (que en ocasiones sólo era un cuarto de hotel en Frankfurt o Colonia) con algo de dinero y puede que algún libro vendido, en el caso de aquellos escritores o poetas, sobre todo poetas, que tras leer algunas páginas y contestar a las preguntas de los ciudadanos de aquel lugar instalaban, como quien dice, su tenderete, y sacaban unos pocos marcos extra, una actividad bastante apreciada por aquel entonces, pues si a la gente le gustaba lo que el escritor leía, o si la lectura conseguía emocionarlos o entretenerlos o hacerlos pensar, pues entonces también compraban uno de sus libros, a veces para tenerlo como recuerdo de aquella agradable velada, mientras por las callejuelas del pueblito frisón el viento silbaba y cortaba la carne de tan frío que era, a veces para leer o releer algún poema o algún relato, ya en su domicilio particular, semanas después de acabado el evento, en ocasiones a la luz de un quinqué porque no siempre había electricidad, ya se sabe, la guerra había acabado hacía poco y las heridas sociales y económicas estaban abiertas, en fin, más o menos igual a como se hace una lectura literaria en la actualidad, con la salvedad de que los libros expuestos en el tenderete eran libros autoeditados y ahora son las editoriales las que montan el tenderete, y uno de esos escritores que un día llegó al pueblo en donde el suavo ejercía de promotor cultural fue Benno von Archimboldi, un escritor de la talla de Gustav Heller o Rainer Kuhl o Wilhelm Frayn (escritores que Morini buscaría después en su enciclopedia de autores alemanes, sin éxito), y que no trajo libros, y que leyó dos capítulos de una novela en curso, su segunda novela, la primera, recordaba el suavo, la había publicado en Hamburgo aquel año, aunque de ésa no leyó nada, sin embargo esa primera novela existía, dijo el suavo, y Archimboldi, como anticipándose a las sospechas, había llevado un ejemplar consigo, una novelita que andaba por las cien páginas, tal vez más, ciento veinte, ciento veinticinco, y él llevaba la novelita en el bolsillo de su chaqueta, y, cosa extraña, el suavo recordaba con mayor nitidez la chaqueta de Archimboldi que la novela embutida en un bolsillo de esa chaqueta, una novelita con la tapa sucia, arrugada, que había sido de color marfil intenso, o amarillo trigal empalidecido, o dorado en fase de invisibilidad, pero que ahora ya no tenía ningún color ni ningún matiz, sólo el nombre de la novela y el nombre del autor y el sello editorial, la chaqueta, sin embargo, era inolvidable, una chaqueta de cuero negro, con el cuello alto, capaz de brindar una protección eficaz contra la nieve y la lluvia y el frío, holgada, para poder usar con jerseys gruesos o con dos jerseys sin que se notara que uno los llevaba, con bolsillos horizontales a cada lado, y una hilera de cuatro botones cosidos como con hilo de pescar, ni muy grandes ni muy pequeños, una chaqueta que evocaba, no sé por qué, a las que usaban algunos policías de la Gestapo, aunque en esa época las chaquetas de cuero negro estaban de moda y todo el que tenía dinero para comprar una o había heredado una se la ponía sin pararse a pensar qué evocaba la chaqueta, y ese escritor que había llegado a ese pueblo frisón era Benno von Archimboldi, el joven Benno von Archimboldi, a la edad de veintinueve o treinta años, y había sido él, el suavo, quien lo había ido a esperar a la estación del tren y el que lo había llevado a la pensión, mientras hablaban del clima, tan malo, y después lo había acompañado al ayuntamiento en donde Archimboldi no había instalado ningún tenderete y había leído dos capítulos de una novela aún no finalizada, y luego había cenado con él en la taberna del pueblo, junto a la maestra y a una señora viuda que prefería la música o la pintura antes que la literatura, pero que, puesta en la tesitura de no tener música ni pintura, no le hacía ascos ni mucho menos a una velada literaria, y fue esta señora, precisamente, la que llevó de alguna manera el peso de la conversación durante la cena (salchichas y patatas, acompañadas de cerveza: ni la época, evocó el suavo, ni los fondos del ayuntamiento estaban para mayores dispendios), aunque tal vez decir el peso de la conversación no fuera muy acertado, la batuta, el timón de la conversación, y los hombres que estaban alrededor de la mesa, el secretario del alcalde, un señor que se dedicaba a la venta de pescado en salazón, un viejo maestro que se dormía a cada rato, incluso mientras empuñaba el tenedor, y un empleado del ayuntamiento, un chico muy simpático y gran amigo del suavo, de nombre Fritz, asentían o se cuidaban de llevar la contraria a aquella temible viuda cuyos conocimientos artísticos estaban por encima de todos, incluso del mismo suavo, y que había viajado por Italia y Francia e incluso en uno de sus viajes, un crucero inolvidable, había llegado a Buenos Aires, en 1927 o 1928, cuando esta ciudad era un emporio de la carne y los barcos frigoríficos salían del puerto cargados de carne, un espectáculo digno de contemplar, cientos de barcos que llegaban vacíos y que salían cargados con toneladas de carne con destino a todo el mundo, y cuando ella, la señora, aparecía en la cubierta, de noche, por ejemplo, adormilada o mareada o adolorida, bastaba con apoyarse en la barandilla y dejar que los ojos se acostumbraran y entonces la visión del puerto era estremecedora y se llevaba de golpe los restos de sueño o los restos de mareo o los restos de dolor, sólo había espacio en el sistema nervioso para rendirse incondicionalmente a aquella imagen, el desfile de los inmigrantes que como hormigas subían a las bodegas de los barcos la carne de miles de vacas muertas, los movimientos de los palets cargados con la carne de miles de terneras sacrificadas, y el color vaporoso que iba tiñendo cada rincón del puerto, desde que amanecía hasta que anochecía e incluso durante los turnos de noche, un color rojo de bistec poco hecho, de chuletón, de filete, de costillar apenas repasado en una barbacoa, qué horror, menos mal que eso la señora, que entonces no era viuda, sólo lo vivió durante la primera noche, luego desembarcaron y se alojaron en uno de los hoteles más caros de Buenos Aires, y fueron a la ópera y luego a una estancia en donde su marido, un jinete experto, aceptó echar una carrera con el hijo del dueño de la estancia, que perdió, y luego con un peón de la estancia, hombre de confianza del hijo, un gaucho, que también perdió, y luego con el hijo del gaucho, un gauchito de dieciséis años, flaquito como una caña y de ojos vivaces, tan vivaces que cuando la señora lo miró el gauchito bajó la cabeza y luego la subió un poquito y la miró con una malicia que ofendió a la señora, pero qué mocoso más insolente, mientras su marido se reía y le decía en alemán:

has conseguido impresionar al niño, una broma que a la señora no le hacía ni pizca de gracia, y luego el gauchito se subía a su caballo y echaban a correr, qué bueno era el gauchito galopando, con qué pasión se agarraba, diríase que se pegaba al cuello de su caballo, y sudaba y lo fueteaba, pero al final la carrera la ganaba el marido, no en balde había sido capitán de un regimiento de caballería, y el dueño de la estancia y el hijo del dueño de la estancia se levantaban de sus asientos y aplaudían, buenos perdedores, y también aplaudía el resto de los invitados, buen jinete el alemán, extraordinario jinete, aunque cuando el gauchito llegaba a la meta, es decir junto al porche de la estancia, la expresión de su cara no delataba en él a un buen perdedor, al contrario, se le veía más bien disgustado, molesto, con la cabeza gacha, y mientras los hombres, hablando en francés, se desperdigaban por el porche en busca de una copa de champán helado, la señora se acercaba al gauchito que se había quedado solo, sujetando a su caballo con la mano izquierda -por el fondo del largo patio se alejaba el padre del gauchito rumbo a los establos con el caballo que había montado el alemán -, y le decía, en una lengua incomprensible, que no se entristeciera, que había hecho una carrera muy buena pero que su marido también era muy bueno y tenía más experiencia, palabras que al gauchito le sonaban como la luna, como el paso de las nubes que tapan la luna, como una lentísima tormenta, y entonces el gauchito miraba a la señora desde abajo con una mirada de rapaz, dispuesto a enterrarle un cuchillo a la altura del ombligo y luego subir hasta los pechos, abriéndola en canal, mientras su mirada de carnicerito inexperto brillaba con un extraño fulgor, según recordaba la señora, lo que no le impidió seguirlo sin protestar cuando el gauchito la cogió de una mano y la empezó a conducir hacia el otro lado de la casa, un sitio en donde se levantaba una pérgola de hierro labrado y arriates de flores y árboles que la señora no había visto en su vida o que en aquel instante creyó que no había visto en su vida, e incluso una fuente vio en el parque, una fuente de piedra en cuyo centro, sostenido tan sólo en una patita, danzaba un querube criollo de rasgos risueños, mitad europeo y mitad caníbal, perennemente mojado por los tres chorros de agua que manaban a sus pies, y esculpido en una sola pieza de mármol negro, que la señora y el gauchito admiraron largamente, hasta que llegó una prima lejana del dueño de la estancia (o una concubina que el dueño de la estancia había perdido en uno de los tantos pliegues de su memoria), que en un inglés perentorio e indiferente le dijo que hacía rato su marido la andaba buscando, y entonces la señora procedió a abandonar el parque encantado del brazo de la prima lejana, y el gauchito la llamó, o eso creyó ella, y cuando se volvió él le dijo unas pocas palabras sibilantes, y la señora le acarició la cabeza y le preguntó a la prima qué había dicho el gauchito mientras sus dedos se perdían entre las cerdas gruesas de sus cabellos, y la prima pareció dudar un momento pero la señora, que no toleraba mentiras ni medias verdades, le exigió una traducción inmediata y veraz, y la prima le dijo: el gauchito ha dicho… el gauchito ha dicho… que el patrón…

preparó todo para que su marido ganara las dos últimas carreras, y después la prima calló y el gauchito se alejó por el otro extremo del parque arrastrando de las riendas su caballo, y la señora se reintegró a la fiesta pero ya no pudo dejar de pensar en lo que el gauchito le había confesado en el último momento, almita de Dios, y por más que pensaba seguían siendo un enigma las palabras del gauchito, un enigma que duró el resto de la fiesta, y que la atormentó mientras daba vueltas en su cama sin poder dormir, y que la embruteció al día siguiente durante un largo paseo a caballo y durante una parrillada, y que la acompañó en su regreso a Buenos Aires, y durante los días que permaneció en el hotel o saliendo a recepciones sociales en la embajada de Alemania o en la embajada de Inglaterra o en la embajada de Ecuador, y que sólo se resolvió cuando el barco hacía días que navegaba de vuelta a Europa, una noche, a las cuatro de la mañana, en que la señora salió a dar un paseo por cubierta, sin saber ni importarle en qué paralelo ni longitud se encontraban, rodeada o semirrodeada por 106.200.000 kilómetros cuadrados de agua salada, justo entonces, mientras la señora desde la primera cubierta de los pasajeros de primera clase encendía un cigarrillo, con la vista clavada en esa extensión de mar que no veía pero que oía, el enigma, milagrosamente, se aclaró, y precisamente ahí, en ese punto de la historia, dijo el suavo, la señora, la otrora rica y poderosa e inteligente (al menos a su manera) señora frisona, se calló, y un silencio religioso, o peor aún, supersticioso, se adueñó de aquella triste taberna alemana de posguerra, en donde poco a poco todos se fueron sintiendo cada vez más incómodos, y se apresuraron a rebañar sus restos de salchichas y patatas y a vaciar las últimas gotas de sus jarras de cerveza, como si temieran que de un momento a otro la señora fuera a ponerse a aullar como una erinia y estimaran prudente el estar preparados para salir a la calle afrontando el frío con el estómago lleno hasta llegar a sus casas.

Y entonces la señora habló. Dijo:

– ¿Alguien es capaz de resolver el enigma?

Dijo eso pero no miraba ni se dirigía a ninguno del pueblo.

– ¿Alguien sabe cuál es la resolución del enigma? ¿Alguien es capaz de comprender? ¿Hay, acaso, un hombre en este pueblo que me diga aunque sea al oído la solución del enigma?

Todo esto lo dijo mirando su plato, en donde su salchicha y su ración de patatas permanecían casi intactas.

Y entonces Archimboldi, que había permanecido con la cabeza baja y comiendo mientras la señora hablaba, dijo, sin subir el tono de voz, que había sido un acto de hospitalidad, que el dueño de la estancia y su hijo confiaban en que la primera carrera la iba a perder el marido de la señora, así que prepararon una segunda y una tercera carrera trucadas, para que el antiguo capitán de caballería ganase. La señora entonces lo miró a los ojos y se rió y le preguntó por qué había ganado su marido la primera carrera.

– ¿Por qué?, ¿por qué? -dijo la señora.

– Porque en el último minuto el hijo del dueño de la estancia -dijo Archimboldi-, que seguramente cabalgaba y tenía una montura mejor que el marido de la señora, experimentó aquello que conocemos por piedad. Es decir, optó, impelido por la fiesta que él y su padre se habían sacado de la manga, por el derroche. Todo había que derrocharlo, incluida su victoria a caballo, y de alguna manera todo el mundo comprendió que así debía ser, incluida la mujer que la fue a buscar al parque, menos el gauchito.

– ¿Eso fue todo? -preguntó la señora.

– Para el gauchito no. Yo creo que si llega usted a estar más rato con él, la hubiera matado, que a su vez también habría sido un acto de derroche, pero ciertamente no en la dirección que pretendía el dueño de la estancia y su hijo.

Después la señora se levantó, dio las gracias por la velada y se marchó.

– Unos minutos más tarde -dijo el suavo-, yo acompañé a Archimboldi a su pensión. A la mañana siguiente, cuando lo fui a buscar para llevarlo al tren, ya no estaba.

Extraordinario suavo, dijo Espinoza. Lo quiero para mí, dijo Pelletier. Procurad no agobiarlo, procurad no parecer demasiado interesados, dijo Morini. Hay que tratar a este hombre con pinzas, dijo Norton. Es decir, hay que tratarlo con cariño.

Todo lo que tenía que decir el suavo, sin embargo, ya lo había dicho, y aunque lo mimaron y lo invitaron a comer al mejor restaurante de Amsterdam y lo halagaron y hablaron con él de hospitalidad y de derroche y de la suerte de los promotores culturales perdidos en pequeños ayuntamientos de provincia, no hubo manera de sacarle nada interesante, aunque los cuatro se cuidaron de grabar cada una de sus palabras, como si hubieran encontrado a su Moisés, detalle que al suavo no le pasó desapercibido y que más bien contribuyó a agudizar su timidez (algo tan poco usual en un ex promotor cultural de provincia, según Espinoza y Pelletier, que creían que el suavo básicamente era un bandido), sus reservas, su discreción rayana en una quimérica omertà de viejo nazi que huele al lobo.

Quince días después Espinoza y Pelletier se tomaron un par de días de permiso y se fueron a Hamburgo a visitar al editor de Archimboldi. Los recibió el director editorial, un tipo flaco, más que alto espigado, de unos sesenta años, de nombre Schnell, que significa rápido, aunque Schnell era más bien lento.

Tenía el pelo lacio y de color castaño oscuro, salpicado en las sienes por algunas canas, lo que contribuía a acentuar una apariencia juvenil. Cuando se levantó para estrecharles las manos tanto Espinoza como Pelletier pensaron que se trataba de un homosexual.

– El maricón es lo más parecido que hay a una anguila -dijo después Espinoza, mientras paseaban por Hamburgo.

Pelletier le reprochó su observación de marcado tinte homofóbico, aunque en el fondo estuvo de acuerdo, Schnell tenía algo de anguila, de pez que se mueve en aguas oscuras y barrosas.

Por supuesto, poco pudo decirles que no supieran ya.

Schnell nunca había visto a Archimboldi, el dinero, cada vez mayor, que redituaban sus libros y traducciones, lo depositaba en un número de cuenta de un banco suizo. Una vez cada dos años se recibían instrucciones suyas a través de cartas cuyo remitente solía ser de Italia, aunque en los archivos de la editorial también había cartas con sellos de correo griegos y españoles y marroquíes, cartas que, por otra parte, iban dirigidas a la dueña de la editorial, la señora Bubis, y que él, naturalmente, no había leído.

– En la editorial sólo quedan dos personas, aparte de la señora Bubis, por supuesto, que conocieron personalmente a Benno von Archimboldi -les dijo Schnell-. La jefa de prensa y la jefa de correctores. Cuando yo entré a trabajar aquí Archimboldi hacía mucho que ya había desaparecido.

Pelletier y Espinoza pidieron hablar con ambas mujeres. La oficina de la jefa de prensa estaba llena de fotos, no necesariamente de autores de la editorial, y de plantas, y lo único que les dijo del escritor desaparecido fue que era una buena persona.

– Un hombre alto, muy alto -les dijo-. Cuando caminaba junto con el difunto señor Bubis parecían una ti. O una li.

Espinoza y Pelletier no entendieron lo que quería decir y la jefa de prensa les dibujó en un papelito la letra ele seguida de la letra i. O tal vez más indicado sería una le. Así.

Y volvió a dibujar sobre el mismo papelito lo siguiente:

Le -La ele es Archimboldi, la e es el difunto señor Bubis.

Luego la jefa de prensa se rió y los observó durante un rato, recostada en su silla giratoria, en silencio. Más tarde hablaron con la jefa de correctores. Ésta tenía más o menos la misma edad que la jefa de prensa pero su carácter no era tan jovial.

Les dijo que sí, que en efecto había conocido a Archimboldi hacía muchos años, pero que ya no recordaba su rostro ni sus maneras ni ninguna anécdota sobre él que valiera la pena contarles. No recordaba la última vez que estuvo en la editorial.

Les recomendó que hablaran con la señora Bubis y luego, sin decir nada, se enfrascó en la revisión de una galerada, en contestar preguntas de los otros correctores, en hablar por teléfono con gente que tal vez, pensaron con piedad Espinoza y Pelletier, eran traductores. Antes de marcharse, inasequibles al desaliento, volvieron a la oficina de Schnell y le hablaron de los encuentros y coloquios archimboldianos que se preveían para el futuro. Schnell, atento y cordial, les dijo que podían contar con él para lo que se les ofreciera.

Como no tenían nada que hacer salvo esperar la salida del avión que los llevaría de vuelta a París y Madrid, Pelletier y Espinoza se dedicaron a pasear por Hamburgo. El paseo los llevó indefectiblemente al barrio de las putas y de los peep-shows, y entonces ambos se pusieron melancólicos y se dedicaron a contarse el uno al otro historias de amores y desengaños. Por supuesto, no dieron nombres ni fechas, se hubiera podido decir que hablaban en términos abstractos, pero de todas maneras, pese a la exposición aparentemente fría de desgracias, la conversación y el paseo sólo contribuyó a sumirlos aún más en ese estado melancólico, a tal grado que al cabo de dos horas ambos sintieron que se estaban ahogando.

Volvieron al hotel en taxi y sin pronunciar palabra.

Una sorpresa los esperaba allí. En la recepción había una nota dirigida a ambos y firmada por Schnell en donde les explicaba que tras su conversación matutina había decidido hablar con la señora Bubis y que ésta aceptaba recibirlos. A la mañana siguiente Espinoza y Pelletier se presentaron en el domicilio de la editora, en el tercer piso de un viejo edificio de la zona alta de Hamburgo. Mientras esperaban se dedicaron a observar las fotos enmarcadas que colgaban de una pared. En las otras dos paredes había un lienzo de Soutine y otro de Kandinsky, y varios dibujos de Grosz, de Kokoschka y de Ensor. Pero Espinoza y Pelletier parecían mucho más interesados en las fotos, en donde casi siempre había alguien a quien ellos despreciaban o admiraban, pero que en cualquier caso habían leído: Thomas Mann con Bubis, Heinrich Mann con Bubis, Klaus Mann con Bubis, Alfred Döblin con Bubis, Hermann Hesse con Bubis, Walter Benjamin con Bubis, Anna Seghers con Bubis, Stefan Zweig con Bubis, Bertolt Brecht con Bubis, Feuchtwanger con Bubis, Johannes Becher con Bubis, Arnold Zweig con Bubis, Ricarda Huch con Bubis, Oskar Maria Graf con Bubis, cuerpos y rostros y vagas escenografías perfectamente enmarcadas.

Los retratados observaban con la inocencia de los muertos, a quienes ya no les importa ser observados, el entusiasmo apenas contenido de los profesores universitarios. Cuando apareció la señora Bubis ambos estaban con las cabezas pegadas intentando descifrar si aquel que aparecía junto a Bubis era Fallada o no.

En efecto, era Fallada, les dijo la señora Bubis, vestida con una blusa blanca y una falda negra. Al darse la vuelta, Pelletier y Espinoza encontraron a una mujer mayor, con una figura similar, según confesaría Pelletier mucho después, a Marlene Dietrich, una mujer que a pesar de los años conservaba intacta su determinación, una mujer que no se aferraba a los bordes del abismo sino que caía al abismo con curiosidad y elegancia.

Una mujer que caía al abismo sentada.

– Mi marido conoció a todos los escritores alemanes y los escritores alemanes querían y respetaban a mi marido, aunque luego unos pocos dijeran cosas horribles sobre él, algunas incluso inexactas -dijo la señora Bubis con una sonrisa.

Hablaron de Archimboldi y la señora Bubis hizo traer pastas y té, aunque ella se tomó un vodka, algo que sorprendió a Espinoza y Pelletier, no por el hecho de que la señora empezara a beber tan temprano, sino por no haberles ofrecido una copa a ellos, copa que, por otra parte, hubiera sido rechazada.

– La única persona en la editorial que conocía a la perfección la obra de Archimboldi -dijo la señora Bubis- fue el señor Bubis, que le publicó todos sus libros.

Pero ella se preguntaba (y de paso les preguntaba a ellos) hasta qué punto alguien puede conocer la obra de otro.

– A mí, por ejemplo, me apasiona la obra de Grosz -dijo indicando los dibujos de Grosz colgados de la pared-, ¿pero conozco realmente su obra? Sus historias me hacen reír, por momentos creo que Grosz las dibujó para que yo me riera, en ocasiones la risa se transforma en carcajadas, y las carcajadas en un ataque de hilaridad, pero una vez conocí a un crítico de arte a quien le gustaba Grosz, por supuesto, y que sin embargo se deprimía muchísimo cuando asistía a una retrospectiva de su obra o por motivos profesionales tenía que estudiar alguna tela o algún dibujo. Y esas depresiones o esos períodos de tristeza solían durarle semanas. Este crítico de arte era amigo mío, aunque nunca habíamos tocado el tema Grosz. Una vez, sin embargo, le dije lo que me pasaba. Al principio no se lo podía creer. Luego se puso a mover la cabeza de un lado a otro. Luego me miró de arriba abajo como si no me conociera. Yo pensé que se había vuelto loco. Él rompió su amistad conmigo para siempre. Hace poco me contaron que aún dice que yo no sé nada sobre Grosz y que mi gusto estético es similar al de una vaca. Bien, por mí puede decir lo que quiera. Yo me río con Grosz, él se deprime con Grosz, ¿pero quién conoce a Grosz realmente?

»Supongamos -dijo la señora Bubis- que en este momento llaman a la puerta y aparece mi viejo amigo el crítico de arte.

Se sienta aquí, en el sofá, a mi lado, y uno de ustedes saca un dibujo sin firmar y nos asegura que es de Grosz y que desea venderlo. Yo miro el dibujo y sonrío y luego saco mi chequera y lo compro. El crítico de arte mira el dibujo y no se deprime e intenta hacerme reconsiderar. Para él no es un dibujo de Grosz.

Para mí es un dibujo de Grosz. ¿Quién de los dos tiene razón?

»O planteemos la historia de otra manera. Usted -dijo la señora Bubis señalando a Espinoza- saca un dibujo sin firmar y dice que es de Grosz e intenta venderlo. Yo no me río, lo observo fríamente, aprecio el trazo, el pulso, la sátira, pero nada en el dibujo concita mi goce. El crítico de arte lo observa cuidadosamente y, como es natural en él, se deprime y acto seguido hace una oferta, una oferta que excede sus ahorros y que, si es aceptada, lo sumirá en largas tardes de melancolía. Yo intento disuadirlo. Le digo que el dibujo me parece sospechoso porque no me provoca la risa. El crítico me responde que ya era hora de que viera la obra de Grosz con ojos de adulto y me felicita.

¿Quién de los dos tiene razón?

Después volvieron a hablar de Archimboldi y la señora Bubis les mostró una curiosísima reseña que había aparecido en un periódico de Berlín tras la publicación de Lüdicke, la primera novela de Archimboldi. La reseña, firmada por un tal Schleiermacher, intentaba fijar la personalidad del novelista con pocas palabras.

Inteligencia: media.

Carácter: epiléptico.

Cultura: desordenada.

Capacidad de fabulación: caótica.

Prosodia: caótica.

Uso del alemán: caótico.

Inteligencia media y cultura desordenada son fáciles de entender.

¿Qué quiso decir, sin embargo, con carácter epiléptico?, ¿que Archimboldi padecía epilepsia, que no estaba bien de la cabeza, que sufría ataques de naturaleza misteriosa, que era un lector compulsivo de Dostoievski? No había en el apunte ninguna descripción física del escritor.

– Nunca supimos quién era el tal Schleiermacher -dijo la señora Bubis-, incluso a veces mi difunto marido bromeaba diciendo que la nota la había escrito el propio Archimboldi. Pero tanto él como yo sabíamos que no había sido así.

Cerca del mediodía, cuando ya era prudente marcharse, Pelletier y Espinoza se atrevieron a realizar la única pregunta que juzgaban importante: ¿podía ella ayudarlos a entrar en contacto con Archimboldi? Los ojos de la señora Bubis se iluminaron.

Como si estuviera presenciando un incendio, le dijo después Pelletier a Liz Norton. Pero no un incendio en su punto crítico, sino uno que, después de meses de arder, estuviera a punto de apagarse. La respuesta negativa se tradujo en un ligero movimiento de cabeza que hizo que Pelletier y Espinoza de pronto comprendieran la inutilidad de su ruego.

Aún se quedaron un rato más. De alguna parte de la casa llegaba en sordina la música de una canción popular italiana.

Espinoza le preguntó si ella lo conocía, si alguna vez, mientras su marido vivía, había visto personalmente a Archimboldi. La señora Bubis dijo que sí y luego tarareó el estribillo final de la canción. Su italiano, según ambos amigos, era muy bueno.

– ¿Cómo es Archimboldi? -dijo Espinoza.

– Muy alto -dijo la señora Bubis-, muy alto, un hombre de estatura verdaderamente elevada. Si hubiera nacido en esta época probablemente habría jugado al baloncesto.

Aunque por la manera en que lo dijo, lo mismo hubiera dado que Archimboldi fuera un enano. En el taxi que los llevó hasta el hotel los dos amigos pensaron en Grosz y en la risa cristalina y cruel de la señora Bubis y en la impresión que les había dejado aquella casa llena de fotos en donde, sin embargo, faltaba la foto del único escritor que a ellos les interesaba.

Y aunque ambos se resistían a admitirlo, consideraban (o intuían) que era más importante el relámpago que habían entrevisto en el barrio de las putas que la revelación, cualquiera que ésta fuera, que habían presentido en casa de la señora Bubis.

Dicho en una palabra y de forma brutal, Pelletier y Espinoza, mientras paseaban por Sankt Pauli, se dieron cuenta de que la búsqueda de Archimboldi no podría llenar jamás sus vidas.

Podían leerlo, podían estudiarlo, podían desmenuzarlo, pero no podían morirse de risa con él ni deprimirse con él, en parte porque Archimboldi siempre estaba lejos, en parte porque su obra, a medida que uno se internaba en ella, devoraba a sus exploradores.

Dicho en una palabra: Pelletier y Espinoza comprendieron en Sankt Pauli y después en la casa de la señora Bubis ornada con las fotografías del difunto señor Bubis y sus escritores, que querían hacer el amor y no la guerra.

Por la tarde, y sin permitirse más confidencias que las estrictamente necesarias, es decir las confidencias generales, diríase abstractas, compartieron otro taxi hasta el aeropuerto y mientras esperaban sus respectivos aviones hablaron del amor, de la necesidad del amor. Pelletier fue el primero en marcharse.

Cuando Espinoza se quedó solo, su avión salía media hora más tarde, se puso a pensar en Liz Norton y en las probabilidades reales que tenía de conseguir enamorarla. La imaginó a ella y luego se imaginó a sí mismo, juntos, compartiendo un piso en Madrid, yendo al supermercado, trabajando ambos en el departamento de alemán, imaginó su estudio y el estudio de ella, separados por una pared, y las noches en Madrid a su lado, comiendo con amigos en buenos restaurantes y volviendo a casa, un baño enorme, una cama enorme.

Pero Pelletier se adelantó. Tres días después del encuentro con la editora de Archimboldi, apareció en Londres sin avisar y tras contarle a Liz Norton las últimas novedades la invitó a cenar en un restaurante de Hammersmith, que previamente le había recomendado un colega del departamento de ruso de la universidad, en donde comieron goulash y puré de garbanzos con remolacha y pescado macerado en limón con yogur, una cena con velas y violines, y rusos auténticos e irlandeses disfrazados de rusos, desde todo punto de vista desmesurada y desde el punto de vista gastronómico más bien pobretona y dudosa, que acompañaron con copas de vodka y una botella de vino de Burdeos y que a Pelletier le salió por un ojo de la cara, pero que valió la pena porque después Norton lo invitó a su casa, formalmente para hablar de Archimboldi y de las pocas cosas que sobre éste había revelado la señora Bubis, sin olvidar las despectivas palabras que había escrito el crítico Schleiermacher acerca de su primer libro, y después ambos se pusieron a reír y Pelletier besó a Norton en los labios, con mucho tacto, y la inglesa correspondió a su beso con otro mucho más ardiente, tal vez producto de la cena y del vodka y del Burdeos, pero que a Pelletier le pareció prometedor, y luego se acostaron y follaron durante una hora hasta que la inglesa se quedó dormida.

Aquella noche, mientras Liz Norton dormía, Pelletier recordó una tarde ya lejana en la que Espinoza y él vieron una película de terror en una habitación de un hotel alemán.

La película era japonesa y en una de las primeras escenas aparecían dos adolescentes. Una de ellas contaba una historia.

La historia trataba de un niño que estaba pasando sus vacaciones en Kobe y que quería salir a la calle a jugar con sus amigos, justo a la hora en que daban por la tele su programa favorito.

Así que el niño ponía una cinta de vídeo y lo dejaba listo para grabar el programa y luego salía a la calle. El problema entonces consistía en que el niño era de Tokio y en Tokio su programa se emitía en el canal 34, mientras que en Kobe el canal 34 estaba vacío, es decir era un canal en donde no se veía nada, sólo niebla televisiva.

Y cuando el niño, al volver de la calle, se sentaba delante del televisor y ponía el vídeo, en vez de su programa favorito veía a una mujer con la cara blanca que le decía que iba a morir.

Y nada más.

Y entonces llamaban por teléfono y el niño contestaba y oía la voz de la misma mujer que le preguntaba si acaso creía que aquello era una broma. Una semana después encontraban el cuerpo del niño en el jardín, muerto.

Y todo esto se lo contaba la primera adolescente a la segunda adolescente y a cada palabra que pronunciaba parecía morirse de la risa. La segunda adolescente estaba notablemente asustada.

Pero la primera adolescente, la que contaba la historia, daba la impresión de que de un momento a otro iba a empezar a revolcarse en el suelo de risa.

Y entonces, recordaba Pelletier, Espinoza dijo que la primera adolescente era una psicópata de pacotilla y que la segunda adolescente era una gilipollas, y que aquella película hubiera podido ser buena si la segunda adolescente, en vez de hacer pucheritos y morritos y poner cara de angustia vital, le hubiera dicho a la primera que se callase. Y no de una forma suave y educada, sino más bien del tipo: «Cállate, hija de puta, ¿de qué te ríes?, ¿te pone caliente contar la historia de un niño muerto?, ¿te estás corriendo al contar la historia de un niño muerto, mamona de vergas imaginarias»?

Y cosas de ese tipo. Y Pelletier recordaba que Espinoza había hablado con tanta vehemencia, incluso imitando la voz y el porte que la segunda adolescente debía haber asumido ante la primera, que él creyó que lo más oportuno era apagar la tele e irse al bar con el español a beber una copa antes de retirarse cada uno a su habitación. Y también recordaba que entonces sintió cariño por Espinoza, un cariño que evocaba la adolescencia, las aventuras férreamente compartidas y las tardes de provincia.

Durante aquella semana el teléfono fijo de Liz Norton sonaba tres o cuatro veces cada tarde y el teléfono móvil dos o tres veces cada mañana. Las llamadas eran de Pelletier y Espinoza, y aunque ambos se cuidaban de disfrazarlas con pretextos archimboldianos, éstos se agotaban en menos de un minuto y luego los dos profesores pasaban directamente a tratar de aquello que realmente querían.

Pelletier hablaba de sus compañeros en el departamento de alemán, de un joven profesor y poeta suizo que lo atormentaba para que le fuera concedida una beca, del cielo de París (con evocaciones a Baudelaire, a Verlaine, a Banville), de los coches que al atardecer, con los faros ya encendidos, emprendían el regreso a casa. Espinoza hablaba de su biblioteca que revisaba en la más estricta soledad, de los tambores lejanos que a veces oía y que provenían de un piso de su misma calle en donde, según creía, se alojaba una banda de músicos africanos, de los barrios de Madrid, Lavapiés, Malasaña, los alrededores de la Gran Vía, por donde uno podía pasear a cualquier hora de la noche.

Durante aquellos días tanto Espinoza como Pelletier se olvidaron completamente de Morini. Sólo Norton lo llamaba de vez en cuando para sostener las mismas conversaciones de siempre.

Morini, a su manera, había entrado en un estado de invisibilidad total.

Pelletier rápidamente se acostumbró a viajar a Londres cada vez que le venía en gana, si bien hay que resaltar que, por una cuestión de proximidad y abundancia de medios de transporte, era el que más fácil lo tenía.

Estas visitas duraban sólo una noche. Pelletier llegaba poco después de las nueve, a las diez se encontraba con Norton en la mesa de un restaurante cuya reserva había realizado desde París, a la una de la mañana ya estaban juntos en la cama.

Liz Norton era una amante apasionada, aunque su pasión tenía un tiempo limitado. Poco imaginativa, durante el acto sexual se entregaba a todos los juegos que le sugiriera su amante, sin decidirse o molestarse jamás en ser ella quien llevara la iniciativa.

La duración de estos actos sexuales no solía exceder las tres horas, algo que a veces entristecía a Pelletier, quien estaba dispuesto a follar hasta ver las primeras luces del alba.

Después del acto sexual, y esto era lo que más frustraba a Pelletier, Norton prefería hablar de temas académicos en lugar de examinar con franqueza lo que se estaba gestando entre ambos.

Pelletier pensaba que la frialdad de Norton era una manera muy femenina de protegerse. Para romper barreras una noche se decidió a contarle sus propias aventuras sentimentales.

Confeccionó una larga lista de mujeres a las que había conocido y las expuso a la mirada glacial o desinteresada de Liz Norton.

Ella no pareció impresionarse ni quiso retribuir su confesión con una similar.

Por las mañanas, después de llamar un taxi, Pelletier se vestía sin hacer ruido para no despertarla y se marchaba al aeropuerto.

Antes de salir la miraba, durante unos segundos, abandonada entre las sábanas, y a veces se sentía tan lleno de amor que se hubiera puesto a llorar allí mismo.

Una hora después el despertador de Liz Norton se ponía a sonar y ésta se levantaba de un salto. Se duchaba, ponía a calentar agua, se tomaba un té con leche, se secaba el pelo y luego se ponía a revisar morosamente su casa como si temiera que la visita nocturna hubiera sustraído alguno de sus objetos de valor.

La sala y su habitación casi siempre estaban hechas un desastre y esto la molestaba. Con impaciencia retiraba las copas usadas, vaciaba los ceniceros, quitaba las sábanas y ponía sábanas limpias, volvía a colocar en los libreros los libros que Pelletier había retirado y abandonado en el suelo, colocaba las botellas en el botellero de la cocina y después se vestía y se marchaba a la universidad. Si tenía reunión con los colegas de su departamento, iba a la reunión, si no tenía reunión se encerraba en la biblioteca, a trabajar o a leer, hasta que llegaba la hora de su próxima clase.

Un sábado Espinoza le dijo que tenía que ir a Madrid, que él la invitaba, que Madrid en aquella época del año era la ciudad más hermosa del mundo y que además había una retrospectiva de Bacon que no se podía perder.

– Voy mañana -le dijo Norton, algo que Espinoza no esperaba, ciertamente, pues su invitación había obedecido más a un deseo que a la posibilidad real de que ella aceptara.

De más está decir que la certeza de verla aparecer por su casa al día siguiente puso a Espinoza en un estado de excitación creciente y de rampante inseguridad. Pasaron, sin embargo, un domingo magnífico (Espinoza se desvivió para que así fuera) y por la noche se acostaron juntos mientras trataban de oír los ruidos de los tambores vecinos, sin suerte, como si la banda africana justo ese día hubiera partido de gira por otras ciudades españolas. Tantas eran las preguntas que Espinoza hubiera deseado hacerle que a la hora de la verdad no le hizo ninguna. No hizo falta que lo hiciera. Norton le contó que era amante de Pelletier, aunque no fue ésa la palabra que empleó sino otra mucho más ambigua, como amistad, o tal vez dijo que mantenía un ligue, o algo parecido.

Espinoza hubiera querido preguntarle desde cuándo eran amantes, pero sólo le salió un suspiro. Norton dijo que ella tenía muchos amigos, sin explicitar si se refería a amigos-amigos o a amigos-amantes, que así había sido desde los dieciséis años, en que hizo el amor por primera vez con un tipo de treintaicuatro, un músico fracasado de Pottery Lane, y que ella lo veía así. Espinoza, que nunca había hablado en alemán de amor (o de sexo) con una mujer, los dos desnudos en la cama, quiso saber cómo lo veía ella, pues esa parte no la había entendido, pero sólo se limitó a asentir.

Después vino la gran sorpresa. Norton lo miró a los ojos y le preguntó si él pensaba que la conocía. Espinoza dijo que no lo sabía, tal vez en algunos aspectos sí y en otros no, pero que sentía un gran respeto por ella, además de admiración por su trabajo como estudiosa y crítica de la obra archimboldiana.

Norton le dijo entonces que ella había estado casada y que ahora estaba divorciada.

– Jamás lo hubiera dicho -dijo Espinoza.

– Pues es verdad -dijo Norton-. Soy una mujer divorciada.

Cuando Liz Norton volvió a Londres Espinoza se quedó aún más nervioso de lo que había estado durante los dos días que Norton permaneció en Madrid. Por un lado, el encuentro había discurrido por unos cauces óptimos, de eso no cabía duda, en la cama, sobre todo, ambos parecían congeniar, hacer una buena pareja, armoniosa, como si se conocieran desde hacía tiempo, pero cuando el sexo se acababa y a Norton le entraban ganas de hablar todo cambiaba, la inglesa entraba en un estado hipnótico, como si no tuviera ninguna amiga con quien hacerlo, pensaba Espinoza, que en su fuero interno creía firmemente que esa clase de confesiones no están hechas para un hombre sino para que las escuche otra mujer: Norton hablaba de períodos menstruales, por ejemplo, hablaba de la luna y de películas en blanco y negro que podían transformarse en cualquier momento en películas de terror que deprimían enormemente a Espinoza, a tal grado que, terminadas las confidencias, tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para vestirse y salir a cenar, o salir a una reunión informal con amigos, del brazo de Norton, sin contar con el asunto Pelletier, que bien mirado le ponía los pelos de punta, ¿y ahora quién le dice a Pelletier que yo me acuesto con Liz?, cosas todas que descentraban a Espinoza y que, cuando estaba solo, le provocaban retortijones en el estómago y ganas de ir al baño, tal como le había explicado Norton que le ocurría a ella (¡pero por qué le permití que me hablara de eso!) cuando veía a su ex marido, un tipo de metro noventa y destino incierto, un suicida en potencia o un homicida en potencia, posiblemente un delincuente menor o un hooligan cuyo horizonte cultural se cifraba en canciones populares que cantaba junto con sus amigotes de infancia en algún pub, un gilipollas que creía en la televisión y cuyo espíritu enano y atrofiado era semejante al de cualquier fundamentalista religioso, en cualquier caso y hablando claro el peor marido que se podía echar encima una mujer.

Y aunque para tranquilizarse Espinoza se hizo el propósito de no avanzar más en la relación, al cabo de cuatro días, cuando ya estaba tranquilo, telefoneó a Norton y le dijo que quería verla. Norton le preguntó si en Londres o Madrid. Espinoza dijo que donde ella quisiera. Norton escogió Madrid. Espinoza se sintió el hombre más feliz de la tierra.

La inglesa llegó un sábado por la noche y se marchó el domingo por la noche. Espinoza la llevó en coche a El Escorial y luego fueron a un tablao flamenco. Le pareció que Norton estaba feliz y se alegró. La noche del sábado al domingo hicieron el amor durante tres horas, al cabo de las cuales Norton, en vez de ponerse a hablar como en la ocasión anterior, dijo que estaba agotada y se puso a dormir. Al día siguiente, después de ducharse, volvieron a hacer el amor y partieron a El Escorial. Durante el trayecto de vuelta Espinoza le preguntó si había visto a Pelletier. Norton dijo que sí, que Jean-Claude había estado en Londres.

– ¿Cómo está? -dijo Espinoza.

– Bien -dijo Norton-. Le conté nuestra historia.

Espinoza se puso nervioso y se concentró en la carretera.

– ¿Y qué opina? -dijo.

– Que es asunto mío -dijo Norton-, pero que en algún momento tendré que decidirme.

Sin hacer ningún comentario, Espinoza admiró la actitud del francés. Este Pelletier se comporta como los buenos, pensó.

Norton le preguntó entonces qué opinaba él.

– Más o menos lo mismo -mintió Espinoza sin mirarla.

Durante un rato ambos permanecieron en silencio y después Norton empezó a hablar de su marido. Esta vez las atrocidades que contó no impresionaron a Espinoza en lo más mínimo.

Pelletier llamó a Espinoza por teléfono el domingo por la noche, justo después de que éste hubiera dejado a Norton en el aeropuerto. Fue directo al grano. Le dijo que sabía lo que Espinoza ya sabía. Espinoza le dijo que le agradecía la llamada y que, lo creyera o no, esa noche había pensado en llamarlo él y que no lo había hecho únicamente porque Pelletier se había adelantado. Pelletier le dijo que lo creía.

– ¿Y qué hacemos ahora? -dijo Espinoza.

– Dejarlo todo en manos del tiempo -respondió Pelletier.

Después se pusieron a hablar -y se rieron bastante- de un congreso extrañísimo que se acababa de celebrar en Salónica y al que sólo había sido invitado Morini.

En Salónica Morini tuvo un amago de brote. Una mañana se despertó en la habitación de su hotel y no vio nada. Se había quedado ciego. Durante unos segundos tuvo pánico, pero al cabo de poco consiguió recuperar el control. Permaneció quieto, tirado en la cama, intentando volver a dormirse. Se puso a pensar en cosas agradables, probó con algunas escenas infantiles, con algunas películas, con rostros inmóviles, sin ningún resultado.

Se incorporó en la cama y tanteó en busca de su silla de ruedas. La desplegó y con menos esfuerzos de los que preveía se sentó en ella. Después, muy lentamente, intentó orientarse hacia la única ventana del cuarto, una ventana que daba a un balcón desde el que se podía apreciar un cerro pelado, de color marrón amarillento, y un edificio de oficinas coronado por el anuncio comercial de una inmobiliaria que ofrecía chalets en una zona presumiblemente próxima a Salónica.

La urbanización (aún no construida) ostentaba el nombre de Residencias Apolo y la noche anterior Morini había estado observando el anuncio desde el balcón, con un vaso de whisky en la mano, mientras se encendía y se apagaba. Cuando por fin llegó hasta la ventana y la pudo abrir, sintió que se mareaba y que no tardaría en desmayarse. Primero pensó en buscar la puerta y tal vez pedir auxilio o dejarse caer en medio del pasillo.

Después decidió que lo mejor era volver a la cama. Una hora después la luz que entraba por la ventana abierta y su propio sudor lo despertaron. Telefoneó a la recepción y preguntó si había algún mensaje para él. Le dijeron que no. Se desnudó en la cama y volvió a la silla de ruedas, ya desplegada, que estaba junto a él. Tardó media hora en ducharse y vestirse con ropa limpia. Después cerró la ventana, sin mirar hacia afuera, y salió de la habitación camino del congreso.

Volvieron a juntarse los cuatro en las jornadas de estudio de la literatura alemana contemporánea celebradas en Salzburgo en 1996. Espinoza y Pelletier parecían muy felices. Norton, por el contrario, llegó a Salzburgo disfrazada de mujer de hielo, indiferente a las ofertas culturales y a la belleza de la ciudad.

Morini apareció cargado de libros y papeles que tenía que revisar, como si la convocatoria salzburguesa lo hubiera pillado en uno de sus momentos álgidos de trabajo.

A los cuatro los alojaron en el mismo hotel, a Morini y a Norton en la tercera planta, en las habitaciones 305 y 311, respectivamente.

A Espinoza en la quinta, en la habitación 509.

Y a Pelletier en la sexta, en la habitación 602. El hotel estaba literalmente tomado por una orquesta alemana y por una coral rusa y en los pasillos y escaleras se oía constantemente una algazara musical, con sus altos y bajos, como si los músicos no pararan de tararear oberturas o como si una estática mental (y musical) se hubiera instalado en el hotel. Algo que a Espinoza y a Pelletier no molestaba en lo más mínimo y que Morini parecía no notar, pero que a Norton la hizo exclamar que Salzburgo era una ciudad de mierda por cosas como ésta, y por otras que prefería callar.

Por descontado, ni Pelletier ni Espinoza visitaron a Norton en su habitación ni una sola vez, al contrario, la habitación que Espinoza visitó, una vez, fue la de Pelletier, y la habitación que Pelletier visitó, dos veces, fue la de Espinoza, entusiasmados como niños ante la noticia que había corrido más que como reguero de pólvora, como una bomba atómica, por los pasillos y las reuniones en petit comité de las jornadas, a saber, que Archimboldi aquel año era candidato al Nobel, algo que para los archimboldistas de todas partes era no sólo un motivo de inmensa alegría sino también un triunfo y una revancha.

A tal grado que fue en Salzburgo, precisamente, en la cervecería El Toro Rojo, durante una noche llena de brindis, donde se firmó la paz entre los dos grupos principales de estudiosos archimboldianos, es decir entre la facción de Pelletier y Espinoza y la facción de Borchmeyer, Pohl y Schwarz, que a partir de entonces decidieron, respetando sus diferencias y sus métodos de interpretación, aunar esfuerzos y no volver a ponerse zancadillas, lo que expresado en términos prácticos quería decir que Pelletier ya no vetaría los ensayos de Schwarz en las revistas donde él tenía cierto ascendiente, y Schwarz ya no vetaría los trabajos de Pelletier en las publicaciones donde él, Schwarz, era considerado un dios.

Morini, que no compartía el entusiasmo de Pelletier y Espinoza, fue el primero en hacer notar que hasta ese momento Archimboldi no había recibido nunca, al menos que él supiera, un premio importante en Alemania, ni el de los libreros, ni el de los críticos, ni el de los lectores, ni el de los editores, suponiendo que este último premio existiera, por lo que cabía esperar, dentro de lo razonable, que, sabedores de que Archimboldi optaba al mayor premio de la literatura mundial, sus compatriotas, aunque sólo fuera para curarse en salud, le ofrecieran un premio nacional o un premio testimonial o un premio honorífico o por lo menos un programa de una hora en la televisión, algo que no sucedió y que llenó de indignación a los archimboldianos (esta vez unidos), quienes en lugar de deprimirse por el ninguneo al que seguían sometiendo a Archimboldi, redoblaron sus esfuerzos, endurecidos por la frustración y acicateados por la injusticia con que un Estado civilizado trataba no sólo, en su opinión, al mejor escritor alemán vivo sino también al mejor escritor europeo vivo, lo que produjo un alud de trabajos sobre la obra de Archimboldi e incluso sobre la persona de Archimboldi (de quien tan poco se sabía, por no decir que no se sabía nada), que a su vez produjo un número mayor de lectores, la mayoría hechizados no por la obra del alemán sino por la vida o la no-vida de tan singular escritor, lo que a su vez se tradujo en un movimiento boca a boca que hizo crecer considerablemente las ventas en Alemania (fenómeno al que no fue extraña la presencia de Dieter Hellfeld, la última adquisición del grupo de Schwarz, Borchmeyer y Pohl), lo que a su vez dio un nuevo empujón a las traducciones y a la reedición de las antiguas traducciones, lo que no hizo de Archimboldi un bestseller pero sí que lo aupó, durante dos semanas, al noveno lugar entre las diez obras de ficción más vendidas de Italia, y al duodécimo lugar, por igual espacio de dos semanas, entre las veinte obras de ficción más vendidas de Francia, y aunque en España no estuvo jamás en estas listas, hubo una editorial que compró los derechos de las pocas novelas que todavía tenían otras editoriales españolas y los derechos de todos sus libros no traducidos al español, y que inauguró de esta manera una especie de Biblioteca Archimboldi, que no fue un mal negocio.

En las islas Británicas, todo hay que decirlo, Archimboldi siguió siendo un autor de carácter marcadamente minoritario.

Por aquellos días de fervor, Pelletier encontró un texto escrito por el suavo al que tuvieron el placer de conocer en Amsterdam.

En el texto el suavo reproducía básicamente lo que ya les había contado de la visita de Archimboldi al pueblo frisón y de la posterior cena con la señora viajera en Buenos Aires. El texto había sido publicado en el Diario de la Mañana de Reutlingen y contenía una variante: en éste el suavo reproducía un diálogo en clave de humor sardónico entre la señora y Archimboldi.

Comenzaba ella preguntándole de dónde era. Archimboldi respondía que era prusiano. La señora le preguntaba si su nombre era de la nobleza rural prusiana. Archimboldi le respondía que era muy probable. La señora murmuraba entonces el nombre de Benno von Archimboldi, como si mordiera una moneda de oro para saber si era de oro. Acto seguido decía que no le sonaba y mencionaba de pasada otros nombres, por si Archimboldi los conocía. Éste decía que no, que de Prusia sólo había conocido los bosques.

– Sin embargo su nombre es de origen italiano -decía la señora.

– Francés -respondía Archimboldi-, de hugonotes.

La señora, ante esta respuesta, se reía. Antaño había sido muy hermosa, decía el suavo. Incluso entonces, en la penumbra de la taberna, parecía hermosa, aunque cuando se reía se le movía la dentadura postiza que tenía que volver a ajustar con una mano. Esta operación, no obstante, ejecutada por ella no carecía de elegancia. La señora se comportaba con los pescadores y con los campesinos con una naturalidad que sólo provocaba respeto y cariño. Hacía mucho tiempo que había enviudado.

A veces salía a pasear a caballo por las dunas. Otras veces se perdía por los caminos vecinales azotados por el viento del Mar del Norte.

Cuando Pelletier comentó el artículo del suavo con sus tres amigos, una mañana mientras desayunaban en el hotel antes de salir a las calles de Salzburgo, la diferencia de opiniones e interpretaciones fue notable.

Según Espinoza y el mismo Pelletier el suavo probablemente había sido amante de la señora en la época en que Archimboldi fue a dar su lectura. Según Norton el suavo tenía una versión diferente del suceso dependiendo de su estado de ánimo y del tipo de auditorio y cabía en lo posible que ya ni siquiera él mismo recordara lo que verdaderamente se dijo y ocurrió en aquella memorable ocasión. Según Morini, el suavo era, de forma espantosa, el doble de Archimboldi, su hermano gemelo, la imagen que el tiempo y el azar va transformando en el negativo de una foto revelada, de una foto que paulatinamente se va haciendo más grande, más potente, de un peso asfixiante, sin por ello perder las ataduras con su negativo (que sufre un proceso a la inversa), pero que esencialmente es igual a la foto revelada: ambos jóvenes en los años del terror y la barbarie hitlerianos, ambos veteranos de la Segunda Guerra Mundial, ambos escritores, ambos ciudadanos de un país en bancarrota, ambos dos pobres diablos a la deriva en el momento en que se encuentran y (a su manera espantosa) se reconocen, Archimboldi como escritor muerto de hambre, el suavo como «promotor cultural» de un pueblo en donde lo menos importante, sin duda, era la cultura.

¿Cabía en lo posible, incluso, llegar a pensar que ese miserable y (por qué no) despreciable suavo fuera en realidad Archimboldi?

No fue Morini quien formuló esta pregunta sino Norton. Y la respuesta fue negativa, puesto que el suavo, de entrada, era de baja estatura y complexión delicada, algo que no se correspondía en lo más mínimo con las características físicas de Archimboldi. Mucho más verosímil resultaba la explicación de Pelletier y Espinoza. El suavo como amante de la señora feudal, pese a que ésta hubiera podido ser su abuela. El suavo yendo cada tarde a la casa de la señora que había viajado a Buenos Aires a llenarse la panza con embutidos fríos y galletitas y tazas de té. El suavo masajeando la espalda de la viuda del ex capitán de caballería, mientras detrás de los vidrios de las ventanas se arremolinaba la lluvia, una lluvia frisona y triste que provocaba deseos de llorar y que aunque no hacía llorar al suavo sí lo empalidecía, lo empalidecía y lo arrastraba hasta la ventana más próxima en donde se quedaba mirando aquello que estaba más allá de las cortinas de lluvia enloquecida, hasta que la señora lo llamaba, perentoria, y el suavo daba la espalda a la ventana, sin saber por qué se había acercado a ella, sin saber qué era lo que esperaba encontrar, y que justo en ese momento, cuando ya no había nadie en la ventana y sólo parpadeaba una lamparilla de cristales coloreados en el fondo de la habitación, aparecía.

Así que en general los días en Salzburgo fueron agradables y aunque aquel año Archimboldi no obtuvo el Premio Nobel, la vida de nuestros cuatro amigos siguió deslizándose o fluyendo por el plácido río de los departamentos de alemán de las universidades europeas, no sin contabilizar algún que otro sobresalto que a la postre contribuía a añadirle una pizca de pimienta, una pizca de mostaza, un chorrito de vinagre a sus vidas aparentemente ordenadas, o que vistas desde el exterior así lo parecían, aunque cada uno, como todo hijo de vecino, arrastraba su cruz, una cruz curiosa, fantasmal y fosforescente en el caso de Norton, quien en más de una ocasión, y a veces bordeando el mal gusto, se refería a su ex marido como una amenaza latente dotándolo de vicios y defectos que parecían los propios de un monstruo, un monstruo violentísimo pero que nunca hacía acto de presencia, pura verbalización y nada de acción, aunque con su discurso Norton contribuía a corporeizar a ese ser que ni Espinoza ni Pelletier habían visto jamás, como si el ex de Norton sólo existiera en sus sueños, hasta que el francés, más agudo que el español, comprendió que esa perorata inconsciente, ese pliego de agravios interminable obedecía más que nada al deseo de castigo que se infligía Norton, avergonzada tal vez de haberse enamorado y casado con semejante imbécil.

Por supuesto, Pelletier se equivocaba.

Por aquellos días Pelletier y Espinoza, preocupados por el estado actual de su común amante, mantuvieron dos largas conversaciones telefónicas.

La primera la hizo el francés y duró una hora y quince minutos.

La segunda la realizó Espinoza, tres días después, y duró dos horas y quince minutos. Cuando ya llevaban hablando una hora y media Pelletier le dijo que colgara, que la llamada le iba a salir muy cara, y que él lo llamaría de inmediato, a lo que el español se opuso rotundamente.

La primera conversación telefónica, la que hizo Pelletier, empezó de manera difícil, aunque Espinoza esperaba esa llamada, como si a ambos les costara decirse lo que tarde o temprano iban a tener que decirse. Los veinte minutos iniciales tuvieron un tono trágico en donde la palabra destino se empleó diez veces y la palabra amistad veinticuatro. El nombre de Liz Norton se pronunció cincuenta veces, nueve de ellas en vano. La palabra París se dijo en siete ocasiones. Madrid, en ocho. La palabra amor se pronunció dos veces, una cada uno. La palabra horror se pronunció en seis ocasiones y la palabra felicidad en una (la empleó Espinoza). La palabra resolución se dijo en doce ocasiones. La palabra solipsismo en siete. La palabra eufemismo en diez. La palabra categoría, en singular y en plural, en nueve. La palabra estructuralismo en una (Pelletier). El término literatura norteamericana en tres. Las palabras cena y cenamos y desayuno y sándwich en diecinueve. La palabra ojos y manos y cabellera en catorce. Después la conversación se hizo más fluida. Pelletier le contó un chiste en alemán a Espinoza y éste se rió. Espinoza le contó un chiste en alemán a Pelletier y éste también se rió. De hecho, ambos se reían envueltos en las ondas o lo que fuera que unía sus voces y sus oídos a través de los campos oscuros y del viento y de las nieves pirenaicas y ríos y carreteras solitarias y los respectivos e interminables suburbios que rodeaban París y Madrid.

La segunda conversación, radicalmente más distendida que la primera, fue una conversación de amigos que intentan aclarar cualquier punto oscuro que se les hubiera pasado por alto, sin que por ello se convirtiera en una conversación de carácter técnico o logístico, al contrario, en aquella conversación salieron a relucir temas que sólo tocaban de forma tangencial a Norton, temas que nada tenían que ver con los vaivenes de la sentimentalidad, temas en los que era fácil entrar y de los que se salía sin la menor dificultad para retomar el tema principal, Liz Norton, a quien ambos reconocieron, ya casi al final de la segunda llamada, no como la erinia que había puesto fin a su amistad, mujer enlutada con las alas manchadas de sangre, ni como Hécate, que empezó cuidando a los niños como una au pair y terminó aprendiendo hechicería y transformándose en animal, sino como el ángel que había fortalecido esa amistad, haciéndolos descubrir algo que sospechaban, que daban por sentado, pero de lo que no estaban del todo seguros, es decir, que eran seres civilizados, que eran seres capaces de experimentar sentimientos nobles, que no eran dos brutos sumidos por la rutina y el trabajo regular y sedentario en la abyección, todo lo contrario, Pelletier y Espinoza se descubrieron generosos aquella noche, y tan generosos se descubrieron que si llegan a estar juntos hubieran salido a celebrarlo, deslumbrados por el resplandor de su propia virtud, un resplandor que ciertamente no dura mucho (pues toda virtud, salvo en la brevedad del reconocimiento, carece de resplandor y vive en una caverna oscura rodeada de otros habitantes, algunos muy peligrosos), y que a falta de celebración y jolgorio remataron con una promesa tácita de amistad eterna y, tras colgar sus respectivos teléfonos, sellaron, cada cual en su piso atestado de libros, bebiendo con suprema lentitud un whisky y mirando la noche detrás de sus ventanas, tal vez a la búsqueda, aunque sin saberlo, de aquello que el suavo había buscado al otro lado de la ventana de la viuda y no había encontrado.

Morini fue el último en enterarse, como no podía ser de otra manera, aunque en el caso de Morini las matemáticas sentimentales no siempre funcionaban.

Antes de que Norton se acostara por primera vez con Pelletier Morini ya había entrevisto esa posibilidad. No por la forma en que Pelletier se comportaba delante de Norton sino por el desasimiento de ésta, un desasimiento impreciso, que Baudelaire habría llamado spleen y que Nerval habría llamado melancolía, y que colocaba a la inglesa en una disposición excelente para comenzar una relación íntima con quien fuera.

Lo de Espinoza, por supuesto, no lo previó. Cuando Norton lo llamó por teléfono y le contó que estaba liada con ellos Morini se sorprendió (aunque no le hubiera sorprendido que Norton dijera que estaba liada con Pelletier y con un colega de la Universidad de Londres e incluso con un alumno), pero lo disimuló hábilmente. Después trató de pensar en otras cosas, pero no pudo.

Le preguntó a Norton si era feliz. Norton dijo que sí. Le contó que había recibido un e-mail de Borchmeyer con noticias frescas. Norton no pareció demasiado interesada. Le preguntó si sabía algo de su marido.

– Ex marido -dijo Norton.

No, no sabía nada, aunque la había llamado una antigua amiga para contarle que su ex estaba viviendo con otra antigua amiga. Le preguntó si había sido muy amiga. Norton no entendió la pregunta.

– ¿Quién fue muy amiga?

– La que actualmente está viviendo con tu ex -dijo Morini.

– No vive con él, lo mantiene, que es diferente.

– Ah -dijo Morini, e intentó cambiar de tema pero no se le ocurrió nada.

Tal vez si le hablara de mi enfermedad, pensó con malevolencia.

Pero eso nunca lo haría.

De los cuatro Morini fue el primero en leer, por aquellas mismas fechas, una noticia sobre los asesinatos de Sonora, aparecida en Il Manifesto y firmada por una periodista italiana que había ido a México a escribir artículos sobre la guerrilla zapatista.

La noticia le pareció horrible. En Italia también había asesinos en serie, pero rara vez superaban la cifra de diez víctimas, mientras que en Sonora las cifras sobrepasaban con largueza las cien.

Después pensó en la periodista de Il Manifesto y le pareció curioso que hubiera ido a Chiapas, que queda en el extremo sur del país, y que hubiera terminado escribiendo sobre los sucesos de Sonora, que, si sus conocimientos geográficos no lo engañaban, quedaba en el norte, en el noroeste, en la frontera con los Estados Unidos. Se la imaginó viajando en autobús, una larga tirada desde México DF hasta la tierra desértica del norte. Se la imaginó cansada después de pasar una semana en los bosques de Chiapas. Se la imaginó hablando con el subcomandante Marcos. Se la imaginó en la capital de México. Allí alguien le contaría lo que estaba sucediendo en Sonora. Y ella, en vez de tomar el próximo avión a Italia, decidió coger un billete de autobús y embarcarse en un largo viaje hacia Sonora.

Durante un instante Morini sintió el deseo irrefrenable de compartir el viaje con la periodista.

Me enamoraría de ella hasta la muerte, pensó. Una hora después ya había olvidado por completo el asunto.

Poco después le llegó un e-mail de Norton. Le pareció extraño que Norton le escribiera y no lo llamara por teléfono.

A poco de leer la carta, sin embargo, comprendió que Norton necesitaba expresar de la manera más ajustada posible sus pensamientos y que por esa razón había preferido escribirle. En la carta le pedía perdón por lo que llamaba su egoísmo, un egoísmo que se materializaba en la autocontemplación de sus propias desgracias, reales o imaginarias. Después le decía que había resuelto, ¡por fin!, el contencioso que aún mantenía con su ex marido. Las nubes oscuras habían desaparecido de su vida.

Ahora tenía deseos de ser feliz y de cantar (sic). También decía que probablemente hasta la semana anterior aún lo amaba y que ahora podía afirmar que esa parte de su historia quedaba definitivamente atrás. Con renovado entusiasmo vuelvo a centrarme en el trabajo y en aquellas cosas pequeñas, cotidianas, que hacen felices a los seres humanos, afirmaba Norton. Y también decía: quiero que seas tú, mi paciente Piero, el primero en saberlo.

Morini releyó la carta tres veces. Con desaliento pensó que Norton se equivocaba cuando afirmaba que su amor y su ex marido y todo lo que había vivido con él quedaba atrás. Nada queda atrás.

Pelletier y Espinoza, por el contrario, no recibieron ninguna confidencia en este sentido. Algo notó Pelletier que no notó Espinoza. Los desplazamientos Londres-París se hicieron más frecuentes que los desplazamientos París-Londres. Y una de cada dos veces Norton aparecía con un regalo, un libro de ensayos, un libro de arte, catálogos de exposiciones que él nunca vería, incluso una camisa o un pañuelo, eventos inéditos hasta entonces.

Por lo demás, todo siguió igual. Follaban, salían a cenar juntos, comentaban las últimas novedades en torno a Archimboldi, nunca hablaban de su futuro como pareja, cada vez que aparecía Espinoza en la conversación (y no era infrecuente el que no apareciera) el tono de ambos era estrictamente imparcial, de discreción y, sobre todo, de amistad. Algunas noches, incluso, se quedaban dormidos el uno en brazos del otro sin hacer el amor, algo que Pelletier estaba seguro de que no hacía con Espinoza. Y se equivocaba, pues la relación entre Norton y el español a menudo era una copia fiel de la que mantenía con el francés.

Diferían las comidas, mejores en París, difería el escenario y la escenografía, más modernos en París, y difería el idioma, pues con Espinoza hablaba mayormente en alemán y con Pelletier mayormente en inglés, pero en líneas generales eran más las semejanzas que las diferencias. Naturalmente, también con Espinoza había habido noches sin sexo.

Si su amiga más íntima (que no la tenía) le hubiera preguntado a Norton con cuál de sus dos amigos lo pasaba mejor en la cama, ésta no hubiera sabido qué responder.

A veces pensaba que Pelletier era un amante más cualificado.

Otras veces pensaba que era Espinoza. Observado el asunto desde fuera, digamos desde un ámbito rigurosamente académico, se podría decir que Pelletier tenía más bibliografía que Espinoza, el cual solía confiar en estas lides más en el instinto que en el intelecto, y que tenía la desventaja de ser español, es decir de pertenecer a una cultura que muchas veces confundía el erotismo con la escatología y la pornografía con la coprofagia, equívoco que se hacía notar (por su ausencia) en la biblioteca mental de Espinoza, quien había leído por primera vez al marqués de Sade sólo para contrastar (y rebatir) un artículo de Pohl en donde éste veía conexiones entre Justine y La filosofía en el boudoir y una novela de la década del cincuenta de Archimboldi.

Pelletier, en cambio, había leído al divino marqués a los dieciséis años y a los dieciocho había hecho un ménage à trois con dos compañeras de universidad y su afición adolescente por los cómics eróticos se había transformado en un adulto y razonable y mesurado coleccionismo de obras literarias licenciosas de los siglos XVII y XVIII. Hablando en términos figurados:

Mnemósine, la diosa-montaña y la madre de las nueve musas, estaba más cerca del francés que del español. Hablando en plata: Pelletier podía aguantar seis horas follando (y sin correrse) gracias a su bibliografía mientras que Espinoza podía hacerlo (corriéndose dos veces, y a veces tres, y quedando medio muerto) gracias a su ánimo, gracias a su fuerza.

Y ya que hemos mencionado a los griegos no estaría de más decir que Espinoza y Pelletier se creían (y a su manera perversa eran) copias de Ulises, y que ambos consideraban a Morini como si el italiano fuera Euríloco, el fiel amigo del cual se cuentan en la Odisea dos hazañas de diversa índole. La primera alude a su prudencia para no convertirse en cerdo, es decir alude a su consciencia solitaria e individualista, a su duda metódica, a su retranca de marinero viejo. La segunda, en cambio, narra una aventura profana y sacrílega, la de las vacas de Zeus u otro dios poderoso, que pacían tranquilamente en la isla del Sol, cosa que despertó el tremendo apetito de Euríloco, quien, con palabras inteligentes, tentó a sus compañeros para que las mataran y se diesen entre todos un festín, algo que enojó sobremanera a Zeus o al dios que fuera, quien maldijo a Euríloco por darse aires de ilustrado o de ateo o de prometeico, pues el dios en cuestión se sintió más molesto por la actitud, por la dialéctica del hambre de Euríloco que por el hecho en sí de comerse sus vacas, y por este acto, es decir, por este festín, el barco en el que iba Euríloco naufragó y murieron todos los marineros, que era lo que Pelletier y Espinoza creían que le pasaría a Morini, no de forma consciente, claro, sino en forma de certeza inconexa o intuición, en forma de pensamiento negro microscópico, o símbolo microscópico, que latía en una zona negra y microscópica del alma de los dos amigos.

Casi a finales de 1996 Morini tuvo una pesadilla. Soñó que Norton se zambullía en una piscina mientras Pelletier, Espinoza y él jugaban una partida de cartas alrededor de una mesa de piedra. Espinoza y Pelletier estaban de espaldas a la piscina, que al principio parecía ser una piscina de hotel, común y corriente.

Mientras jugaban, Morini observaba las otras mesas, los parasoles, las tumbonas que se alineaban a cada lado. Más allá había un parque con setos de color verde oscuro, brillantes, como si acabara de llover. Poco a poco la gente se fue retirando del lugar, perdiéndose por las diferentes puertas que comunicaban el espacio abierto con el bar y con las habitaciones o pequeños departamentos del edificio, departamentos que Morini imaginó se componían de una habitación doble con cocina americana y baño. Al cabo de un rato ya no quedaba nadie afuera y ni siquiera pululaban los aburridos camareros que había visto antes.

Pelletier y Espinoza seguían ensimismados en la partida.

Junto a Pelletier vio un montón de fichas de casino, además de monedas de diversos países, por lo que supuso que él iba ganando.

Espinoza, no obstante, no tenía cara de darse por vencido.

En ese momento Morini miró sus cartas y se dio cuenta de que no tenía nada que hacer. Se descartó y pidió cuatro cartas, que dejó boca abajo sobre la mesa de piedra, sin mirarlas, y puso, no sin dificultad, su silla de ruedas en movimiento. Pelletier y Espinoza ni siquiera le preguntaron adónde iba. Impulsó la silla de ruedas hasta el borde de la piscina. Sólo entonces se dio cuenta de lo enorme que era. De ancho debía de medir por lo menos trescientos metros y de largo superaba, calculó Morini, los tres kilómetros. Sus aguas eran oscuras y en algunas zonas pudo observar manchas oleaginosas, como las que se ven en los puertos. De Norton, ni rastro. Morini lanzó un grito.

– Liz.

Creyó ver, en el otro extremo de la piscina, una sombra, y movió su silla de ruedas en esa dirección. El trayecto era largo.

En una ocasión miró hacia atrás y ya no vio ni a Pelletier ni a Espinoza. Esa zona de la terraza había quedado cubierta por la niebla. Siguió avanzando. El agua de la piscina parecía que trepaba por los bordes, como si en alguna parte se estuviera gestando una borrasca o algo peor, aunque por donde avanzaba Morini todo estaba en calma y silencioso, y nada hacía presagiar un conato de tormenta. Poco después la niebla cubrió a Morini. Al principio intentó seguir avanzando, pero luego se dio cuenta de que corría el riesgo de caer con la silla de ruedas dentro de la piscina y prefirió no arriesgarse. Cuando sus ojos se acostumbraron vio una roca, como un arrecife oscuro e irisado que emergía de la piscina. No le pareció raro. Se acercó al borde y gritó otra vez el nombre de Liz, esta vez con miedo a no volver a verla nunca más. Le hubiera bastado un leve respingo en las ruedas para caer en el interior. Entonces se dio cuenta de que la piscina se había vaciado y de que su profundidad era enorme, como si a sus pies se abriera un precipicio de baldosas negras enmohecidas por el agua. En el fondo distinguió una figura de mujer (aunque resultaba imposible asegurarlo) que se dirigía hacia las faldas de la roca. Ya se disponía Morini a gritar otra vez y a hacerle señas cuando presintió que había alguien a sus espaldas. En un instante tuvo dos certidumbres: se trataba de un ser maligno, el ser maligno deseaba que Morini se volviera y viera su rostro. Con cuidado, retrocedió y siguió bordeando la piscina, procurando no mirar a quien lo seguía y buscando la escalera que acaso podría llevarlo hasta el fondo. Pero por supuesto la escalera, que la lógica le decía que debía estar en un ángulo, no aparecía nunca y tras deslizarse unos metros Morini se detenía y se daba la vuelta y enfrentaba el rostro del desconocido, aguantándose el miedo, un miedo que alimentaba la progresiva certeza de saber quién era la persona que lo seguía y que desprendía ese tufo de malignidad que Morini apenas podía soportar. En medio de la niebla aparecía entonces el rostro de Liz Norton. Una Norton más jóven, probablemente de veinte años o menos, que lo miraba con una fijeza y seriedad que obligaban a Morini a desviar la mirada. ¿Quién era la persona que vagaba por el fondo de la piscina?

Morini todavía podía verla, una mancha diminuta que se aprestaba a escalar la roca convertida ahora en una montaña, y su visión, tan lejana, le anegaba los ojos en lágrimas y le producía una tristeza profunda e insalvable, como si estuviera viendo a su primer amor debatiéndose en un laberinto. O como si se viera a sí mismo, con unas piernas aún útiles, pero perdido en una escalada irremediablemente inútil. También, y no podía evitarlo, y era bueno que no lo evitara, pensaba que aquello se parecía a un cuadro de Gustave Moreau o a uno de Odilon Redon.

Entonces volvía a mirar a Norton y ésta le decía:

– No hay vuelta atrás.

La frase no la oía con los oídos sino directamente en el interior de su cerebro. Norton ha adquirido poderes telepáticos, pensaba Morini. No es mala, es buena. No es malignidad lo que percibí, sino telepatía, se decía para torcer el rumbo de un sueño que en su fuero interno sabía inamovible y fatal. Entonces la inglesa repetía, en alemán, no hay vuelta atrás. Y, paradójicamente, le daba la espalda y se alejaba en dirección contraria a la de la piscina, y se perdía en un bosque apenas silueteado entre la niebla, un bosque del que se desprendía un resplandor rojo, y en ese resplandor rojo Norton se perdía.

Una semana después, tras haber interpretado el sueño al menos de cuatro maneras diferentes, Morini viajó a Londres.

La decisión de emprender este viaje escapaba por completo a su rutina habitual, que era la de viajar únicamente a congresos y encuentros, en donde el billete de avión y el hotel estaban cubiertos por la organización. Ahora, por el contrario, no había ningún motivo profesional y tanto el hotel como el transporte salieron de su bolsillo. Tampoco se puede decir que acudiera a una llamada de auxilio de Liz Norton. Simplemente cuatro días antes habló con ella y le dijo que pretendía viajar a Londres, una ciudad que hacía mucho tiempo no visitaba.

Norton se mostró encantada con la idea y le ofreció su casa, pero Morini mintió diciéndole que ya había hecho la reserva en un hotel. Cuando llegó al aeropuerto de Gatwick Norton lo estaba esperando. Ese día desayunaron juntos, en un restaurante cercano al hotel de Morini, y por la noche cenaron en casa de Norton. Durante la cena, desabrida pero educadamente ponderada por Morini, hablaron de Archimboldi, de su prestigio creciente y de las innumerables lagunas que quedaban por aclarar, pero luego, a los postres, la conversación tomó un derrotero más personal, más propenso a las reminiscencias, y hasta las tres de la mañana, hora en que llamaron un taxi y en que Norton ayudó a bajar a Morini por el viejo ascensor de su piso y luego por un tramo de escalera de seis peldaños, todo fue, según recapituló el italiano, mucho más agradable de lo previsto.

Entre el desayuno y la cena Morini estuvo solo, al principio sin atreverse a salir de su habitación, aunque luego, impulsado por el aburrimiento, se decidió a dar una vuelta que se prolongó hasta Hyde Park, en donde vagó sin rumbo, sumido en sus pensamientos, sin fijarse ni ver a nadie. Algunas personas lo miraban con curiosidad porque nunca habían visto a un paralítico con tanta determinación y con un ritmo tan sostenido.

Cuando por fin se detuvo se encontró delante de un, así llamado, Jardín Italiano, que no le pareció en modo alguno italiano, aunque vaya uno a saber, se dijo, a veces uno ignora olímpicamente lo que tiene delante de las narices.

De uno de los bolsillos de su americana sacó un libro y se puso a leer mientras recuperaba las fuerzas. Al poco rato oyó que alguien lo saludaba y luego el ruido que hace un cuerpo voluminoso al dejarse caer en un banco de madera. Devolvió el saludo. El desconocido tenía el pelo de un color rubio pajizo, encanecido y mal lavado, y debía de pesar por lo menos ciento diez kilos. Se quedaron mirándose un momento y el desconocido le preguntó si era extranjero. Morini dijo que italiano. El desconocido quiso saber si vivía en Londres y luego el título del libro que leía. Morini le contestó que no vivía en Londres y que el libro que leía se llamaba Il libro di cucina di Juana Inés de la Cruz, de Angelo Morino, y que estaba escrito, por supuesto, en italiano, aunque trataba sobre una monja mexicana. Sobre la vida y algunas recetas de cocina de la monja.

– ¿Y a esa monja mexicana le gustaba cocinar? -preguntó el desconocido.

– En cierto modo sí, aunque también escribía poemas -dijo Morini.

– Desconfío de las monjas -dijo el desconocido.

– Pues esta monja era una gran poeta -dijo Morini.

– Desconfío de la gente que come siguiendo un libro de recetas -dijo el desconocido como si no lo hubiera oído.

– ¿Y en quién confía usted? -le preguntó Morini.

– En la gente que come cuando tiene hambre, supongo -dijo el desconocido.

Luego pasó a explicarle que él, hacía tiempo, tuvo un trabajo en una empresa que se dedicaba a fabricar tazas, sólo tazas, de las normales y de esas que llevan escrito un eslogan o un lema o un chiste, como por ejemplo: Ja ja ja, es la hora de mi coffee-break o Papi quiere a mami o La última del día o de la vida, unas tazas con leyendas insulsas, y que un día, seguramente debido a la demanda, cambió radicalmente los lemas de las tazas y además empezó a incluir dibujos junto a los lemas, dibujos sin colorear al principio, pero luego, gracias al éxito de esta iniciativa, dibujos coloreados, de índole chistosa pero también de índole erótica.

– Incluso me aumentaron el sueldo -dijo el desconocido-.

¿Existen en Italia esas tazas? -dijo después.

– Sí -dijo Morini-, algunas con leyendas en inglés y otras con leyendas en italiano.

– Bueno, todo iba a pedir de boca -dijo el desconocido-.

Los trabajadores trabajábamos más a gusto. Los encargados también trabajaban más a gusto y el jefe se veía feliz. Pero al cabo de un par de meses de estar produciendo esas tazas yo me di cuenta de que mi felicidad era artificial. Me sentía feliz porque veía a los otros felices y porque sabía que tenía que sentirme feliz, pero en realidad no estaba feliz. Todo lo contrario: me sentía más desdichado que antes de que me subieran el sueldo.

Pensé que estaba pasando una mala época y traté de no pensar en ello, pero a los tres meses ya no pude seguir fingiendo que no pasaba nada. Se me agrió el humor, me había vuelto más violento que antes, cualquier tontería me enojaba, empecé a beber. Así que enfrenté el problema cara a cara y finalmente llegué a la conclusión de que no me gustaba fabricar ese determinado tipo de tazas. Le aseguro que por las noches sufría como un negro.

Pensaba que me estaba volviendo loco y que no sabía lo que hacía ni lo que pensaba. Aún me dan miedo algunos pensamientos que tenía entonces. Un día me enfrenté con uno de los encargados.

Le dije que estaba harto de fabricar esas tazas idiotas. El tipo era una buena persona, se llamaba Andy, y siempre intentaba dialogar con los trabajadores. Me preguntó si prefería hacer las tazas que hacíamos antes. Eso es, le dije. ¿Hablas en serio, Dick?, me dijo él. Muy en serio, le respondí. ¿Te dan más trabajo las tazas nuevas? En modo alguno, le dije, el trabajo es el mismo, pero antes las jodidas tazas no me herían como ahora me hieren. ¿Qué quieres decir?, dijo Andy. Pues que antes las tazas hijas de puta no me herían y ahora me están destrozando por dentro. ¿Y qué demonios las hace tan distintas, aparte de que ahora son más modernas?, dijo Andy. Justamente eso, le respondí, antes las tazas no eran tan modernas y aunque su intención fuera herirme no conseguían hacerlo, sus alfileretazos no los sentía, en cambio ahora las putas tazas parecen samuráis armados con esas jodidas espadas de samurái y me están volviendo loco. En fin, fue una conversación larga -dijo el desconocido-.

El encargado me escuchó, pero no me entendió ni una sola palabra.

Al día siguiente pedí mi liquidación y me marché de la empresa. Nunca más he vuelto a trabajar. ¿Qué le parece?

Morini dudó antes de contestarle.

Finalmente dijo:

– No sé.

– Es lo que opina casi todo el mundo: no saben -dijo el desconocido.

– ¿Qué hace usted ahora? -preguntó Morini.

– Nada, ya no trabajo, soy un mendigo londinense -dijo el desconocido.

Parece como si me estuviera enseñando una atracción turística, pensó Morini pero se cuidó de expresarlo en voz alta.

– ¿Y usted qué opina de ese libro? -dijo el desconocido.

– ¿De qué libro? -dijo Morini.

El desconocido indicó con uno de sus gruesos dedos el ejemplar de la editorial Sellerio, de Palermo, que Morini sostenía delicadamente en una mano.

– Ah, me parece muy bueno -dijo.

– Léame algunas recetas -dijo el desconocido con un tono de voz que a Morini le pareció amenazante.

– No sé si tengo tiempo -dijo-, debo acudir a una cita con una amiga.

– ¿Cómo se llama su amiga? -dijo el desconocido con el mismo tono de voz.

– Liz Norton -dijo Morini.

– Liz, bonito nombre -dijo el desconocido-. ¿Y cuál es el suyo, si no es una impertinencia preguntárselo?

– Piero Morini -dijo Morini.

– Qué curioso -dijo el desconocido-, su nombre es casi el mismo que el del autor del libro.

– No -dijo Morini-, yo me llamo Piero Morini y él se llama Angelo Morino.

– Si no le importa -dijo el desconocido-, léame al menos los nombres de algunas recetas. Yo cerraré los ojos y las imaginaré.

– De acuerdo -dijo Morini.

El desconocido cerró los ojos y Morini empezó a recitar lentamente y con entonación de actor algunos títulos de las recetas atribuidas a Sor Juana Inés de la Cruz:

Sgonfiotti al formaggio Sgonfiotti alla ricotta Sgonfiotti di vento Crespelle Dolce di tuorli di uovo Uova regali Dolce alla panna Dolce alle noci Dolce di testoline di moro Dolce alle barbabietole Dolce di burro e zucchero Dolce alla crema Dolce di mamey Al llegar al dolce di mamey creyó que el desconocido se había dormido y empezó a alejarse del Jardín Italiano.

El día siguiente fue parecido al primero. Esta vez Norton lo fue a buscar al hotel y mientras Morini pagaba la cuenta ella guardó la única maleta del italiano en el portaequipajes de su coche. Cuando salieron a la calle siguieron la misma ruta que lo había llevado el día anterior a Hyde Park.

Morini se dio cuenta y observó en silencio las calles y luego la aparición del parque, que le pareció como una película de la selva, mal coloreada, tristísima, exaltante, hasta que el coche giró y se perdió por otras calles.

Comieron juntos en un barrio que Norton había descubierto, un barrio cercano al río, en donde antes hubo un par de fábricas y talleres de reparación de barcos y en donde ahora se levantaban, en las reformadas viviendas, tiendas de ropa y de alimentación y restaurantes de moda. Una boutique pequeña equivalía en metros cuadrados, calculó Morini, a cuatro casas de obreros. El restaurante, a doce o dieciséis. La voz de Liz Norton ponderaba el barrio y el esfuerzo de la gente que lo estaba reflotando.

Morini pensó que la palabra reflotar no era la indicada, pese a su aire marinero. Al contrario, mientras comían los postres tuvo deseos, otra vez, de llorar o, aún mejor, de desmayarse, de dejarse desvanecer, caer de su silla suavemente, con los ojos fijos en el rostro de Norton, y no volver nunca más en sí.

Pero ahora Norton contaba una historia sobre un pintor, el primero que había venido a vivir al barrio.

Era un tipo joven, de unos treintaitrés años, conocido en el ambiente pero no lo que se suele llamar famoso. En realidad se vino a vivir aquí porque el alquiler del estudio le salía más barato que en otras partes. En aquella época el barrio no era tan alegre como ahora. Aún vivían viejos obreros que cobraban de la Seguridad Social, pero ya no había gente joven ni niños. Las mujeres brillaban por su ausencia: o bien se habían muerto o bien se la pasaban dentro de sus casas sin salir nunca a la calle.

Sólo había un pub, tan en ruinas como el resto del barrio. En suma, se trataba de un lugar solitario y decadente. Pero esto parece ser que aguijoneó la imaginación y las ganas de trabajar del pintor. Éste también era un tipo más o menos solitario. O que se sentía bien en la soledad.

Así que el barrio no lo asustó, al contrario, se enamoró de él. Le gustaba volver por la noche y caminar calles y calles sin encontrar a nadie. Le gustaba el color de las farolas y la luz que se desparramaba por las fachadas de las casas. Las sombras que se desplazaban a medida que él se desplazaba. Las madrugadas de color ceniza y hollín. La gente de pocas palabras que se reunía en el pub, del que se hizo parroquiano. El dolor, o el recuerdo del dolor, que en ese barrio era literalmente chupado por algo sin nombre y que se convertía, tras este proceso, en vacío. La conciencia de que esta ecuación era posible: dolor que finalmente deviene vacío. La conciencia de que esta ecuación era aplicable a todo o casi todo.

El caso es que se puso a trabajar con más ganas que nunca.

Un año después realizó una exposición en la galería Emma Waterson, una galería alternativa de Wapping, y su éxito fue tremendo.

Inauguró algo que luego se conocería como nuevo decadentismo o animalismo inglés. Los cuadros de la exposición inaugural de esta escuela eran grandes, de tres metros por dos, y mostraban, entre una amalgama de grises, los restos del naufragio de su barrio. Como si entre el pintor y el barrio se hubiera producido una simbiosis total. Es decir que a veces parecía que el pintor pintaba el barrio y otras que el barrio pintaba al pintor con sus lúgubres trazos salvajes. Los cuadros no eran malos. Pese a todo, la exposición no hubiera tenido ni el éxito ni la repercusión que tuvo de no ser por el cuadro estrella, mucho más pequeño que los otros, la obra maestra que empujó a tantos artistas británicos, años después, por la senda del nuevo decadentismo. Éste, de dos metros por uno, era, bien mirado (aunque nadie podía estar seguro de mirarlo bien), una elipsis de autorretratos, en ocasiones una espiral de autorretratos (depende del lugar desde donde fuera contemplado), en cuyo centro, momificada, pendía la mano derecha del pintor.

Los hechos habían sucedido así. Una mañana, despues de dos días de dedicación febril a los autorretratos, el pintor se había cortado la mano con la que pintaba. Acto seguido se había hecho un torniquete en el brazo y le había llevado la mano a un taxidermista a quien conocía y quien ya estaba al tanto de la naturaleza del nuevo trabajo que le esperaba. Luego se había dirigido al hospital, en donde cortaron la hemorragia y procedieron a suturar el brazo. En algún momento alguien le preguntó cómo sucedió el accidente. Él contestó que sin querer, mientras trabajaba, se había cortado la mano de un machetazo.

Los médicos le preguntaron dónde estaba la mano cortada, pues siempre cabía la posibilidad de reimplantársela. Él dijo que de pura rabia y dolor, mientras se dirigía al hospital, la había arrojado al río.

Aunque los precios eran desorbitadamente altos, vendió toda la exposición. La obra maestra, se decía, se la quedó un árabe que trabajaba en la Bolsa, así como también cuatro de los cuadros grandes. Poco después el pintor enloqueció y su mujer, pues entonces ya se había casado, no tuvo más remedio que internarlo en una casa de reposo en los alrededores de Lausana o Montreaux.

Todavía está allí.

Los pintores, en cambio, comenzaron a instalarse en el barrio.

Sobre todo porque era barato, pero también atraídos por la leyenda de aquel que había pintado el autorretrato más radical de los últimos años. Después llegaron los arquitectos y después algunas familias que compraron casas remodeladas y reconvertidas. Después aparecieron las tiendas de ropa, los talleres teatrales, los restaurantes alternativos, hasta convertirse en uno de los barrios más engañosamente baratos y a la moda de Londres.

– ¿Qué te parece la historia?

– No sé qué pensar -dijo Morini.

El deseo de llorar o, en su defecto, de desmayarse proseguía, pero se aguantó.

El té lo tomaron en casa de Norton. Sólo en ese momento ésta se puso a hablar de Espinoza y Pelletier, pero de una manera casual, como si la historia con el francés y el español, de tan sabida, no fuera interesante ni conveniente para Morini (cuyo estado nervioso no le pasó inadvertido, aunque se cuidó de preguntarle nada, sabedora de que con preguntas rara vez se alivia la angustia), e incluso ni siquiera para ella.

La tarde fue muy agradable. Morini, sentado en un sillón desde donde se podía apreciar la sala de Norton con sus libros y sus reproducciones enmarcadas que colgaban de paredes blancas, con sus fotos y souvenirs misteriosos, con su voluntad expresada en cosas tan sencillas como escoger los muebles, de buen gusto, acogedores y nada ostentosos, e incluso con la visión de un trozo de la calle arbolada que la inglesa seguramente veía cada mañana antes de salir de casa, empezó a sentirse bien, como si una presencia múltiple de su amiga lo arropara, como si esa presencia fuera también una afirmación cuyas palabras, como un bebé, no entendía pero lo reconfortaban.

Poco antes de irse le preguntó por el nombre del pintor cuya historia acababa de oír y si tenía el catálogo de aquella dichosa y espantosa exposición. Se llama Edwin Johns, dijo Norton.

Luego se levantó y buscó en una de las estanterías llenas de libros. Encontró un voluminoso catálogo y se lo tendió al italiano.

Antes de abrirlo éste se preguntó si hacía bien al insistir con esa historia, precisamente ahora que se encontraba tan bien. Pero si no lo hago me moriré, se dijo, y abrió el catálogo que más que un catálogo era un libro de arte que cubría o intentaba cubrir toda la trayectoria profesional de Johns, cuya foto estaba en la primera página, una foto anterior a su automutilación, que mostraba a un joven de unos veinticinco años que miraba directamente a la cámara y sonreía con una media sonrisa que podía ser de timidez o burla. Tenía el pelo oscuro y lacio.

– Te lo regalo -oyó que decía Norton.

– Muchas gracias -se oyó contestar.

Una hora después marcharon juntos al aeropuerto y una hora después Morini volaba rumbo a Italia.

Por aquella época un crítico serbio hasta entonces insignificante, profesor de alemán en la Universidad de Belgrado, publicó en la revista que animaba Pelletier un curioso artículo que recordaba en cierta manera los hallazgos minúsculos que, muchos años atrás, había dado a la imprenta un crítico francés sobre el marqués de Sade y que consistían en un muestrario facsimilar de papeles sueltos que vagamente atestiguaban el paso del divino marqués por una lavandería, los aide-mémoire de su relación con cierto hombre de teatro, las minutas de un médico con los nombres de los medicamentos recetados, la compra de un jubón, en donde se especificaba la abotonadura y el color, etc., todo ello provisto de un gran aparato de notas de las cuales sólo podía extraerse una conclusión: Sade había existido, Sade había lavado sus ropas y había comprado ropas nuevas y había sostenido correspondencia con seres ya definitivamente borrados por el tiempo.

El texto del serbio se le parecía mucho. El personaje rastreado, en este caso, no era Sade sino Archimboldi, y su artículo consistía en una minuciosa y a menudo frustrante indagación que partía de Alemania, seguía por Francia, Suiza, Italia, Grecia, otra vez Italia, y terminaba en una agencia de viajes en Palermo, en donde Archimboldi al parecer había comprado un billete de avión con destino a Marruecos. Un anciano alemán, decía el serbio. Las palabras anciano y alemán utilizadas indistintamente como varitas mágicas para develar un secreto y al mismo tiempo como ejemplo de literatura crítica ultraconcreta, una literatura no especulativa, sin ideas, sin afirmaciones ni negaciones, sin dudas, sin pretensiones de guía, ni a favor ni en contra, sólo un ojo que busca los elementos tangibles y no los juzga sino que los expone fríamente, arqueología del facsímil y por lo mismo arqueología de la fotocopiadora.

A Pelletier le pareció un texto curioso. Antes de publicarlo les envió una copia a Espinoza, Morini y Norton. Espinoza dijo que aquello podía llevar a algo, y aunque investigar y escribir de esa manera le parecía un trabajo de ratón de biblioteca, de subalterno de un subordinado, creía, y así lo dijo, que era bueno que la ola archimboldiana contara también con esa clase de fanáticos sin ideas. Norton dijo que ella siempre había tenido la intuición (femenina) de que Archimboldi tarde o temprano acabaría en algún lugar del Magreb, y que lo único que valía la pena del texto del serbio era el billete reservado a nombre de Benno von Archimboldi, una semana antes de que el avión italiano comenzara su singladura hacia Rabat. A partir de ahora podemos imaginarlo perdido en una cueva del Atlas, dijo. Morini, por el contrario, no dijo nada.

Llegados a este punto es necesario aclarar algo para el buen (o mal) entendimiento del texto. Es verdad que hubo una reserva a nombre de Benno von Archimboldi. Sin embargo esa reserva no llegó a concretarse y a la hora de salida no apareció ningún Benno von Archimboldi en el aeropuerto. Para el serbio la cuestión estaba más clara que el agua. En efecto, Archimboldi hizo personalmente una reserva. Lo podemos imaginar en su hotel, probablemente alterado por algo, tal vez borracho, incluso puede que medio dormido, en la hora abismal y no carente de cierto aroma nauseabundo en que se toman las decisiones trascendentales, hablando con la chica de Alitalia y dando por error su nom de plume en lugar de hacer la reserva con el nombre con el que figuraba en su pasaporte, un error que luego, al día siguiente, enmendaría yendo personalmente a la oficina aérea y comprando un billete con su propio nombre. Eso explicaba la ausencia de un Archimboldi en el vuelo a Marruecos.

Por supuesto, también cabían otras posibilidades: que a última hora y tras pensárselo dos veces (o cuatro) Archimboldi decidiera no emprender el viaje, o que a última hora decidiera viajar, pero no a Marruecos sino, por ejemplo, a los Estados Unidos, o que todo no fuera más que una broma o un malentendido.

En el texto del serbio se describía físicamente a Archimboldi.

Era fácil apreciar que esta descripción procedía del retrato del suavo. Por supuesto, en el retrato del suavo Archimboldi era un joven escritor de la posguerra. El serbio lo único que hacía al respecto era envejecer a ese mismo joven que había aparecido por Frisia en 1949, con un único libro publicado, dejándolo convertido en un viejo de entre setentaicinco y ochenta años, con una voluminosa bibliografía detrás de sí, aunque básicamente con los mismos atributos, como si Archimboldi, al contrario de lo que ocurre con la mayoría de las personas, siguiera siendo el mismo. Nuestro escritor, a juzgar por su obra, es, qué duda cabe, un hombre obstinado, decía el serbio, obstinado como una mula, obstinado como un paquidermo, y si durante las horas más melancólicas de una tarde siciliana se propuso viajar a Marruecos, aunque cometiendo el desliz de no hacer la reserva con su nombre legal sino a nombre de Archimboldi, nada nos puede hacer abrigar la esperanza de que al día siguiente cambiara de idea y no se dirigiera personalmente a la agencia de viajes a comprar el billete esta vez con su nombre legal y con su pasaporte legal y no se embarcara, como uno más de los miles de alemanes viejos y solteros que cada día cruzaban solitarios los cielos rumbo a cualquier país del norte de África.

Viejo y soltero, pensó Pelletier. Uno más de los miles de alemanes viejos y solteros. Como la máquina soltera. Como el célibe que envejece de pronto o como el célibe que al volver de un viaje a la velocidad de la luz encuentra a los otros célibes envejecidos o convertidos en estatuas de sal. Miles, cientos de miles de máquinas solteras cruzando a diario un mar amniótico, en Alitalia, comiendo spaghetti al pomodoro y bebiendo chianti o licor de manzana, con los ojos semicerrados y la certeza de que el paraíso de los jubilados no está en Italia (y por lo tanto no puede estar en ningún lugar de Europa) y volando a los aeropuertos caóticos de África o de América, en donde yacen los elefantes. Los grandes cementerios a la velocidad de la luz. No sé por qué pienso esto, pensó Pelletier. Manchas en la pared y manchas en las manos, pensó Pelletier mirándose las manos.

Jodido serbio de mierda.

Al final Espinoza y Pelletier tuvieron que admitir, cuando ya estaba publicado el artículo, que lo del serbio no se sostenía.

Hay que hacer investigación, crítica literaria, ensayos de interpretación, panfletos divulgativos si así la ocasión lo requiriera, pero no este híbrido entre fantaciencia y novela negra inconclusa, dijo Espinoza, y Pelletier estuvo en todo de acuerdo con su amigo.

Por aquellos días, principios de 1997, Norton experimentó un deseo de cambio. Tener vacaciones. Visitar Irlanda o Nueva York. Alejarse perentoriamente de Espinoza y Pelletier. Los citó a ambos en Londres. Pelletier, de alguna forma, intuyó que nada grave o bien nada irreversible ocurría y acudió a la cita con aire tranquilo, dispuesto a escuchar y hablar poco. Espinoza, por el contrario, se temió lo peor (que Norton los citara para decirles que prefería a Pelletier, pero asegurándole a él que su amistad seguiría incólume, incluso puede que invitándolo como padrino a su inminente boda).

El primero en aparecer por el piso de Norton fue Pelletier.

Le preguntó si ocurría algo grave. Norton le dijo que prefería hablar del asunto cuando llegara Espinoza y así se ahorraría tener que repetir el mismo discurso dos veces. Como no tenían nada más importante que decirse, se pusieron a hablar del tiempo. Pelletier no tardó en rebelarse y cambió de tema. Norton entonces se puso a hablar de Archimboldi. El nuevo tema de conversación casi descompuso a Pelletier. Volvió a pensar en el serbio, volvió a pensar en ese pobre escritor viejo y solitario y posiblemente misántropo (Archimboldi), volvió a pensar en los años perdidos de su propia vida hasta que apareció Norton.

Espinoza se retrasaba. La vida entera es una mierda, pensó Pelletier con asombro. Y luego: si no hubiéramos formado un equipo ahora sería mía. Y luego: si no hubiera habido afinidad y amistad y almas gemelas y alianza ahora sería mía. Y un poco después: si no hubiera habido nada ni siquiera la habría conocido.

Y: puede que la hubiera conocido pues nuestros intereses archimboldianos son de cada uno y no nacieron del conjunto de nuestra amistad. Y: puede también que ella me hubiera odiado, que me hubiera encontrado pedante, demasiado frío, arrogante, narcisista, un intelectual excluyente. El término intelectual excluyente le divirtió. Espinoza se retrasaba. Norton parecía muy tranquila. En realidad Pelletier también parecía muy tranquilo, pero distaba de estarlo.

Norton dijo que era normal que Espinoza llegara tarde. Los aviones sufren retrasos, dijo. Pelletier imaginó el avión de Espinoza envuelto en llamas derrumbándose sobre una pista del aeropuerto de Madrid con un estrépito de hierros retorcidos.

– Tal vez deberíamos poner la tele -dijo.

Norton lo miró y le sonrió. Nunca enciendo la tele, dijo sonriendo, extrañada de que Pelletier aún no lo supiera. Por supuesto, Pelletier lo sabía. Pero no había tenido suficiente presencia de ánimo para decir: veamos las noticias, veamos si no aparece en la pantalla algún avión siniestrado.

– ¿Puedo encenderla? -dijo.

– Claro -dijo Norton, y Pelletier, mientras se inclinaba sobre los botones del aparato la vio de reojo, luminosa, tan natural, preparando una taza de té o moviéndose de una habitación a otra, poniendo en su lugar un libro que le acababa de enseñar, contestando una llamada telefónica que no era de Espinoza.

Encendió la tele. Hizo un recorrido por diferentes canales.

Vio a un tipo barbudo y vestido con ropas pobres. Vio a un grupo de negros caminando por una pista de tierra. Vio a dos señores de traje y corbata hablando pausadamente, ambos con las piernas cruzadas, ambos mirando de tanto en tanto un mapa que aparecía y desaparecía a sus espaldas. Vio a una señora gordita que decía: hija… fábrica… reunión… médicos… inevitable, y luego sonreía con media sonrisa y bajaba la mirada.

Vio la cara de un ministro belga. Vio los restos de un avión humeante a un costado de una pista de aterrizaje, rodeado de ambulancias y coches de bomberos. Llamó de un grito a Norton.

Ésta aún hablaba por teléfono.

El avión de Espinoza se ha estrellado, dijo Pelletier sin volver a alzar la voz, y Norton en vez de mirar la pantalla del televisor lo miró a él. Le bastaron pocos segundos para darse cuenta de que el avión en llamas no era un avión español. Junto a los bomberos y los equipos de rescate se podía apreciar a pasajeros que se alejaban, algunos cojeando, otros cubiertos con mantas, los rostros demudados por el miedo o por el susto, pero aparentemente indemnes.

Veinte minutos después llegó Espinoza y durante la comida Norton le contó que Pelletier había creído que él viajaba en el avión siniestrado. Espinoza se rió pero miró a Pelletier de una forma extraña, que pasó desapercibida a Norton, pero que Pelletier captó al instante. La comida, por lo demás, fue triste, aunque la actitud de Norton era perfectamente normal, como si se los hubiera encontrado a ambos por casualidad y no los hubiera hecho ir expresamente a Londres. Lo que tenía que decirles lo adivinaron antes de que ella dijera nada: Norton quería suspender, al menos por un tiempo, las relaciones amorosas que sostenía con ambos. El motivo que adujo fue que necesitaba pensar y centrarse, luego dijo que no quería romper su amistad con ninguno de los dos. Necesitaba pensar, eso era todo.

Espinoza aceptó las explicaciones de Norton sin hacer ni una sola pregunta. A Pelletier, por el contrario, le habría gustado preguntarle si su ex marido tenía algo que ver con esta decisión, pero ante el ejemplo de Espinoza prefirió callarse. Después de comer salieron a pasear por Londres en el coche de Norton. Pelletier insistió en sentarse en el asiento de atrás, hasta que vio un relampagueo sarcástico en los ojos de Norton y entonces aceptó sentarse en donde fuera, que fue, precisamente, en el asiento posterior.

Mientras conducía por Cromwell Road Norton les dijo que tal vez lo más apropiado, aquella noche, sería acostarse con los dos. Espinoza se rió y dijo algo que pretendía ser gracioso, una continuación de la broma, pero Pelletier no estaba seguro de que Norton bromeara y aún estaba menos seguro de que él estuviera preparado para participar en un ménage à trois. Después fueron a esperar la caída del sol cerca de la estatua de Peter Pan en Kensington Gardens. Se sentaron en un banco al lado de un gran encino, el sitio preferido de Norton que desde pequeña sentía una gran atracción por aquel lugar. Al principio vieron a algunas personas tiradas en el césped pero poco a poco los alrededores se fueron quedando vacíos. Pasaban parejas o mujeres solas vestidas con cierta elegancia, aprisa, en dirección a la Serpentine Gallery o al Albert Memorial, y en dirección contraria hombres con periódicos arrugados o madres arrastrando el carrito de sus bebés se dirigían a Bayswater Road.

Cuando la penumbra comenzó a extenderse vieron a una pareja de jóvenes que hablaban en español y que se acercaron a la estatua de Peter Pan. La mujer tenía el pelo negro y era muy guapa y estiró la mano como si quisiera tocar la pierna de Peter Pan. El tipo que iba con ella era alto y tenía barba y bigote y sacó una libreta de un bolsillo y anotó algo en ella. Luego dijo en voz alta:

– Kensington Gardens.

La mujer ya no miraba la estatua sino el lago o más bien algo que se movía entre las hierbas y la maleza que separaban aquel caminito del lago.

– ¿Qué es lo que ella mira? -dijo Norton en alemán.

– Parece una serpiente -dijo Espinoza.

– ¡Aquí no hay serpientes! -dijo Norton.

Entonces la mujer llamó al tipo: Rodrigo, ven a ver esto, dijo. El joven no pareció oírla. Había guardado la libretita en un bolsillo de su chaqueta de cuero y contemplaba en silencio la estatua de Peter Pan. La mujer se inclinó y bajo las hojas algo reptó en dirección al lago.

– Pues parece, efectivamente, una serpiente -dijo Pelletier.

– Es lo que yo había dicho -dijo Espinoza.

Norton no les contestó pero se puso de pie para ver mejor.

Aquella noche Pelletier y Espinoza durmieron unas pocas horas en la sala de la casa de Norton. Aunque tenían a su disposición el sofá cama y la alfombra, no hubo manera de que pudieran conciliar el sueño. Pelletier trató de hablar, de explicarle a Espinoza lo del avión accidentado, pero Espinoza le dijo que no hacía falta que le explicara nada, que él lo comprendía todo.

A las cuatro de la mañana, de común acuerdo, encendieron la luz y se pusieron a leer. Pelletier abrió un libro sobre la obra de Berthe Morisot, la primera mujer que perteneció al grupo impresionista, pero al cabo de un rato le dieron ganas de estrellarlo contra la pared. Espinoza, por el contrario, sacó de su bolso de viaje La cabeza, la última novela que había publicado Archimboldi, y se puso a repasar las notas que había escrito en los márgenes de las hojas y que constituían el núcleo de un ensayo que pensaba publicar en la revista que dirigía Borchmeyer.

La tesis de Espinoza, tesis compartida por Pelletier, era que con esta novela Archimboldi daba por cerrada su aventura literaria.

Después de La cabeza, decía Espinoza, ya no hay más Archimboldi en el mercado del libro, opinión que otro ilustre archimboldista, Dieter Hellfeld, consideraba demasiado arriesgada, basada tan sólo en la edad del escritor, pues lo mismo se había dicho de Archimboldi cuando éste publicó La perfección ferroviaria e incluso lo mismo dijeron unos profesores berlineses cuando apareció Bitzius. A las cinco de la mañana Pelletier se dio una ducha y luego preparó café. A las seis Espinoza estaba dormido otra vez pero a las seis y media volvió a despertarse con un humor de perros. A las siete menos quince llamaron a un taxi y arreglaron la sala.

Espinoza escribió una nota de despedida. Pelletier la miró de pasada y tras pensarlo unos segundos decidió dejar él también otra nota de despedida. Antes de marcharse le preguntó a Espinoza si no se quería duchar. Me ducharé en Madrid, contestó el español. Allí el agua es mejor. Es verdad, dijo Pelletier, aunque su respuesta le pareció estúpida y conciliadora. Después los dos se fueron sin hacer ruido y desayunaron, como ya lo habían hecho tantas veces, en el aeropuerto.

Mientras el avión de Pelletier lo llevaba de vuelta a París, éste, incomprensiblemente, se puso a pensar en el libro sobre Berthe Morisot que la noche anterior había deseado estampar sobre la pared. ¿Por qué?, se preguntó Pelletier. ¿Es que no le gustaba Berthe Morisot o lo que ésta en un momento dado podía representar? En realidad a él le gustaba Berthe Morisot. De golpe se dio cuenta de que aquel libro no lo había comprado Norton sino él, de que había sido él quien había viajado de París a Londres con el libro envuelto en papel de regalo, que las primeras reproducciones de Berthe Morisot que Norton vio en su vida fueron las que aparecían en aquel libro, con Pelletier al lado, acariciándole la nuca y comentándole cada cuadro de Berthe Morisot. ¿Se arrepentía ahora de haberle regalado ese libro?

No, por supuesto que no. ¿Tenía algo que ver la pintora impresionista con su separación? Ésa era una idea ridícula. ¿Por qué entonces había deseado estampar el libro sobre la pared?

Y más importante aún: ¿por qué pensaba en Berthe Morisot y en el libro y en la nuca de Norton y no en la posibilidad cierta de un ménage à trois que aquella noche había levitado como un brujo indio aullador en el piso de la inglesa sin llegar a materializarse jamás?

Mientras el avión de Espinoza lo llevaba de vuelta a Madrid, éste, al contrario que Pelletier, pensaba en lo que él creía la última novela de Archimboldi y en que si tenía razón, como creía tenerla, no iba a haber más novelas de Archimboldi, con todo lo que eso significaba, y también pensaba en un avión en llamas y en los deseos ocultos de Pelletier (muy moderno el jodido hijo de puta, pero sólo cuando le conviene), y de vez en cuando miraba por la ventanilla y les echaba un vistazo a los motores y se moría de ganas de estar de vuelta en Madrid.

Durante un tiempo Pelletier y Espinoza estuvieron sin llamarse por teléfono. Pelletier llamaba de vez en cuando a Norton, aunque las conversaciones con Norton cada vez eran más, ¿cómo decirlo?, afectadas, como si la relación se sostuviera únicamente gracias a los buenos modales, y tan a menudo como antes a Morini, con quien nada había cambiado.

Lo mismo le sucedía a Espinoza, aunque éste tardó un poco más en darse cuenta de que lo de Norton iba en serio.

Por supuesto, Morini percibió que algo había sucedido con sus amigos, pero por discreción o por pereza, una pereza torpe y al mismo tiempo dolorosa que a veces lo atenazaba, prefirió no darse por enterado, actitud que Pelletier y Espinoza agradecieron.

Incluso Borchmeyer, que en cierta manera temía al tándem que formaban el español y el francés, notó algo nuevo en la correspondencia que mantenía con ambos, insinuaciones veladas, ligeras retractaciones, mínimas dudas, pero elocuentísimas tratándose de ellos, sobre la metodología hasta entonces común.

Después vino una Asamblea de Germanistas en Berlín, un Congreso sobre Literatura Alemana del siglo XX en Sttutgart, un simposio sobre literatura alemana en Hamburgo y un encuentro sobre el futuro de la literatura alemana en Maguncia.

A la asamblea de Berlín asistieron Norton, Morini, Pelletier y Espinoza, pero por una razón o por otra sólo una vez pudieron verse los cuatro, durante un desayuno, rodeados, además, por otros germanistas que luchaban denodadamente por la mantequilla y la mermelada. Al congreso asistieron Pelletier, Espinoza y Norton, y si bien Pelletier pudo hablar con Norton a solas (mientras Espinoza intercambiaba puntos de vista con Schwarz), cuando le tocó el turno a Espinoza de hablar con Norton, Pelletier se marchó discretamente con Dieter Hellfeld.

Esta vez Norton se dio cuenta de que sus amigos no querían hablar entre sí, en ocasiones ni siquiera verse, lo que no dejó de afectarla pues de alguna manera se sentía culpable del distanciamiento experimentado entre ambos.

Al simposio asistieron únicamente Espinoza y Morini, y procuraron no aburrirse, y ya que estaban en Hamburgo fueron de visita a la editorial Bubis y cumplimentaron a Schnell, pero no pudieron ver a la señora Bubis, a quien habían comprado un ramo de rosas, pues ésta se encontraba de viaje por Moscú. Esta mujer, les dijo Schnell, no sé de dónde saca tanta vitalidad, y luego soltó una risa satisfecha que a Espinoza y a Morini les pareció excesiva. Antes de marcharse de la editorial le entregaron las rosas a Schnell.

Al encuentro sólo asistieron Pelletier y Espinoza y esta vez ya no les quedó más remedio que enfrentarse y poner las cartas sobre la mesa. Al principio, como es natural, ambos trataron de evitarse de forma cortés la mayor parte de las veces, o de forma abrupta en algunas contadas ocasiones, pero al final no les quedó más remedio que hablar. El acontecimiento tuvo lugar en el bar del hotel, a altas horas de la noche, cuando ya sólo quedaba un camarero, el más joven de todos los camareros, un chico alto y rubio y soñoliento.

Pelletier estaba sentado en un extremo de la barra y Espinoza en el otro. Después el bar empezó a vaciarse paulatinamente y cuando ya sólo quedaban ellos el francés se levantó y se acomodó al lado del español. Intentaron hablar del encuentro, pero al cabo de pocos minutos se dieron cuenta de que resultaba ridículo avanzar o fingir que avanzaban en esa dirección.

Fue Pelletier, más ducho en el arte de las aproximaciones y de las confidencias, quien dio otra vez el primer paso. Preguntó por Norton. Espinoza confesó que no sabía nada. Luego dijo que a veces la llamaba por teléfono y que era como hablar con una desconocida. Esto último lo infirió Pelletier, pues Espinoza, que en ocasiones se expresaba mediante elipsis ininteligibles, no llamó desconocida a Norton sino que mencionó la palabra ocupada y después la palabra ausente. El teléfono en el departamento de Norton, durante un rato, los acompañó en la conversación. Un teléfono blanco que sostenía la mano blanca, el antebrazo blanco de una desconocida. Pero no era una desconocida.

No en la medida en que ambos se habían acostado con ella. Oh cierva blanca, cervatilla, blanca cierva, susurró Espinoza.

Pelletier supuso que citaba a un clásico, pero no hizo ningún comentario y le preguntó si iban a convertirse definitivamente en enemigos. La pregunta pareció sorprender a Espinoza, como si nunca hubiera pensado en esa posibilidad.

– Eso es absurdo, Jean-Claude -dijo, aunque Pelletier notó que lo decía tras pensarlo durante mucho tiempo.

Terminaron la noche borrachos y el camarero joven tuvo que ayudarlos a ambos a abandonar el bar. Del final de aquella velada Pelletier recordaba, sobre todo, la fuerza del camarero, que cargó con uno a cada lado hasta los ascensores del lobby, como si Espinoza y él fueran adolescentes de no más de quince años, dos adolescentes alfeñiques atrapados entre los brazos poderosos de aquel joven camarero alemán que se quedaba hasta la última hora, cuando todos los demás camareros veteranos ya se habían marchado a sus casas, un chico de campo a juzgar por su cara y su complexión física, o un obrero, y también recordaba algo así como un susurro que luego se dio cuenta de que era una especie de risa, la risa de Espinoza mientras era transportado por el camarero campesino, una risa bajita, una risa discreta, como si la situación no sólo fuera ridícula sino también una válvula de escape para sus inconfesadas penas.

Un día, cuando ya llevaban más de tres meses sin visitar a Norton, uno de ellos llamó por teléfono al otro y le sugirió un fin de semana en Londres. No se sabe si fue Pelletier quien llamó o si fue Espinoza. En teoría el autor de la llamada debería haber sido aquel que tenía el más alto sentido de la fidelidad, o el que tenía el más alto sentido de la amistad, que esencialmente es lo mismo, pero la verdad es que ni Pelletier ni Espinoza tenían un concepto muy grande de dicha virtud. Verbalmente, por descontado, la aceptaban, aunque con matices. En la práctica, por el contrario, ninguno de los dos creía en la amistad ni en la fidelidad. Creían en la pasión, creían en un híbrido de felicidad social o pública -ambos votaban socialista, aunque de tanto en tanto se abstenían-, creían en la posibilidad de la autorrealización.

Pero lo cierto es que uno de los dos llamó y el otro aceptó y un viernes por la tarde se encontraron en el aeropuerto de Londres, en donde tomaron un taxi que primero los llevó a un hotel y luego otro taxi, ya muy cercana la hora de la cena (habían reservado previamente una mesa para tres en Jane amp; Chloe), que los llevó al departamento de Norton.

Desde la acera, tras pagarle al taxista, contemplaron las ventanas iluminadas. Después, mientras el taxi se alejaba, vieron la sombra de Liz, la sombra adorada, y luego, como si un soplo de aire fétido irrumpiera en un anuncio de compresas, la sombra de un hombre que los dejó paralizados, Espinoza con un ramo de flores en la mano, Pelletier con un libro de Sir Jacob Epstein envuelto en un finísimo papel de regalo. Pero el teatro chinesco aéreo no acabó allí. En una ventana, la sombra de Norton movió los brazos, como si intentara explicar algo que su interlocutor no quería entender. En la otra ventana, la sombra del hombre, para horror de sus dos únicos y boquiabiertos espectadores, hizo un movimiento como de hulla-hop, o algo que a Pelletier y a Espinoza les pareció un movimiento de hulla-hop, primero las caderas, luego las piernas, el tronco, ¡incluso el cuello!, un movimiento en donde se dejaba entrever sarcasmo y burla, a menos que tras las cortinas el hombre se estuviera desnudando o derritiendo, lo que ciertamente no parecía ser el caso, un movimiento o una serie de movimientos, más bien, que denotaba no sólo sarcasmo sino también maldad, seguridad y maldad, una seguridad obvia, pues en el departamento él era el más fuerte, él era el más alto y el más musculoso y el que podía jugar al hulla-hop.

En la actitud de la sombra de Liz, sin embargo, había algo extraño.

Hasta donde ellos la conocían, y creían conocerla bien, la inglesa no era de las que permiten desplantes, menos aún si éstos se producen en su propia casa. Por lo que cabía la posibilidad, decidieron, de que la sombra del hombre no estuviera, finalmente, jugando al hulla-hop ni insultando a Liz sino más bien riéndose, y no de ella sino con ella. Pero la sombra de Norton no parecía reírse. Después la sombra del hombre desapareció: tal vez se había acercado a mirar libros, tal vez al baño o a la cocina. Tal vez se había dejado caer en el sofá y aún se reía. Y acto seguido la sombra de Norton se acercó a la ventana, pareció empequeñecerse, y luego hizo a un lado las cortinas y abrió la ventana, con los ojos cerrados, como si necesitara respirar el aire nocturno de Londres, y luego abrió los ojos y miró hacia abajo, hacia el abismo, y los vio.

La saludaron como si el taxi acabara de dejarlos allí. Espinoza agitó su ramo de flores en el aire y Pelletier su libro y luego, sin quedarse a ver el rostro perplejo de Norton, se dirigieron a la entrada del edificio y esperaron a que Liz les franqueara el portal.

Lo daban todo por perdido. Mientras subían las escaleras, sin hablar, oyeron cómo se abría una puerta y aunque no la vieron ambos presintieron la presencia luminosa de Norton en el rellano. El piso olía a tabaco holandés. Apoyada en el vano de la puerta Norton los miró como si fueran dos amigos muertos hace mucho, cuyos fantasmas regresan del mar. El hombre que los aguardaba en la sala era menor que ellos, probablemente un tipo nacido en los setenta, a mediados de los setenta, y no en los sesenta. Llevaba un suéter de cuello alto, aunque el cuello parecía cedido, y bluejeans deslavazados y zapatillas deportivas.

Daba la impresión de ser alumno de Norton o un profesor suplente.

Norton dijo que se llamaba Alex Pritchard. Un amigo. Pelletier y Espinoza le estrecharon la mano y sonrieron, incluso sabiendo que sus sonrisas serían lamentables. Pritchard, por el contrario, no sonrió. Dos minutos después estaban todos sentados en la sala bebiendo whisky y sin hablar. Pritchard, que bebía zumo de naranja, se sentó junto a Norton y le pasó un brazo por encima del hombro, un gesto que la inglesa, al principio, pareció no darle importancia (de hecho, el largo brazo de Pritchard se apoyaba en el respaldo del sofá y sólo sus dedos, alargados como los de una araña o un pianista, rozaban de tanto en tanto la blusa de Norton), pero a medida que el tiempo transcurría Norton se fue poniendo cada vez más nerviosa y sus viajes a la cocina o a su dormitorio se hicieron más frecuentes.

Pelletier ensayó algunos temas de conversación. Trató de hablar de cine, de música, de las últimas obras teatrales, sin recibir la ayuda ni siquiera de Espinoza, que en la mudez parecía rivalizar con Pritchard, si bien la mudez de éste, como mínimo, era la del observador, a partes iguales distraído e interesado, y la mudez de Espinoza era la del observado, sumido en la desdicha y la vergüenza. De repente, y sin que nadie pudiera decir a ciencia cierta quién lo inició, se pusieron a hablar de los estudios archimboldianos. Probablemente fue Norton, desde la cocina, la que mencionó el trabajo en común. Pritchard esperó a que ella volviera y luego, nuevamente su brazo extendido a lo largo del respaldo y sus dedos de araña sobre el hombro de la inglesa, dijo que la literatura alemana le parecía una estafa.

Norton se rió, como si alguien hubiera contado un chiste.

Pelletier le preguntó qué conocía él, Pritchard, de la literatura alemana.

– En realidad, muy poco -dijo el joven.

– Pues entonces usted es un cretino -dijo Espinoza.

– O un ignorante, por lo menos -dijo Pelletier.

– En cualquier caso, un badulaque -dijo Espinoza.

Pritchard no entendió el significado de la palabra badulaque, que Espinoza pronunció en español. Tampoco Norton lo entendió y quiso saberlo.

– Badulaque -dijo Espinoza- es alguien inconsistente, también puede aplicarse esta palabra a los necios, pero hay necios consistentes, y badulaque se aplica sólo a los necios inconsistentes.

– ¿Me está usted insultando? -quiso saber Pritchard.

– ¿Se siente usted insultado? -dijo Espinoza, que empezó a sudar de forma copiosísima.

Pritchard bebió un sorbo de su zumo de naranja y dijo que sí, que en realidad se sentía insultado.

– Pues entonces tiene usted un problema, señor -dijo Espinoza.

– Típica reacción de un badulaque -añadió Pelletier.

Pritchard se levantó del sofá. Espinoza se levantó del sillón.

Norton dijo ya basta, os estáis comportando como niños imbéciles.

Pelletier se echó a reír. Pritchard se acercó a Espinoza y le golpeó el pecho con el dedo índice, que era casi tan largo como el dedo medio. Golpeó el pecho una, dos, tres, cuatro veces, mientras decía:

– Uno: no me gusta que me insulten. Dos: no me gusta que me tomen por necio. Tres: no me gusta que un español de mierda se burle de mí. Cuatro: si tienes algo más que decirme salgamos a la calle.

Espinoza miró a Pelletier y le preguntó, en alemán, por supuesto, qué podía hacer.

– No salgas a la calle -dijo Pelletier.

– Alex, márchate de aquí -dijo Norton.

Y como Pritchard en el fondo no tenía intención de pegarse con nadie, le dio un beso en la mejilla a Norton y se marchó sin despedirse de ellos.

Esa noche cenaron los tres en el Jane amp; Chloe. Al principio estaban algo alicaídos, pero la cena y el vino los animaron y al final volvieron a casa riéndose. No quisieron, sin embargo, preguntarle a Norton quién era Pritchard ni ella hizo ningún comentario destinado a iluminar la figura alargada de aquel joven malhumorado. Por el contrario, casi al final de la cena, a modo de explicación, hablaron de ellos mismos, de lo cerca que habían estado de estropear, acaso irremediablemente, la amistad que cada uno sentía por el otro.

El sexo, convinieron, era demasiado bonito (aunque casi enseguida se arrepintieron de haber utilizado este adjetivo) como para convertirse en el obstáculo de una amistad cimentada tanto en las afinidades emocionales como intelectuales.

Pelletier y Espinoza se cuidaron, no obstante, de dejar en claro, allí, uno delante del otro, que lo ideal para ellos, y suponían que también para Norton, era que finalmente, y de forma no traumática (soft-landing, dijo Pelletier), ella se decidiera definitivamente por uno de los dos, o por ninguno, dijo Espinoza, en cualquier caso una decisión que quedaba en sus manos, en las de Norton, y que ella podía tomar cuando quisiera, en el momento en que más le acomodara, incluso no tomar nunca, postergarla y diferirla y retrasarla y dilatarla y prorrogarla y aplazarla hasta su lecho de muerte, a ellos les daba lo mismo, pues tan enamorados se sentían ahora, que Liz los mantenía en el limbo, como antes, cuando eran sus amantes o coamantes en activo, como la iban a amar después, cuando ella eligiera a uno, o después (un después sólo un poco más amargo, de amargura compartida, es decir de amargura en cierta forma mitigada), cuando ella, si así era su voluntad, no eligiera a ninguno.

A lo cual Norton respondió con una pregunta, en la que era dable ver algo de retórica, pero una pregunta plausible al fin y al cabo: ¿qué sucedería si, mientras ella deshojaba la margarita, uno de ellos, Pelletier, por ejemplo, se enamoraba instantáneamente de una alumna más joven y más guapa que ella, y también más rica, y mucho más encantadora? ¿Debía ella considerar roto el pacto y desechar automáticamente a Espinoza? ¿O debía, por el contrario, quedarse con el español, puesto que no podía quedarse con nadie más? A lo que Pelletier y Espinoza respondieron que la posibilidad real de que su ejemplo se cumpliera era remotísima, y que ella, con o sin ejemplo, podía hacer lo que quisiera, incluso meterse monja, si ése era su deseo.

– Cada uno de nosotros lo que quiere es casarse contigo, vivir contigo, tener hijos contigo, envejecer contigo, pero ahora, en este momento de nuestras vidas, lo único que queremos es conservar tu amistad.

A partir de esa noche los vuelos a Londres se reanudaron.

A veces aparecía Espinoza, otras veces Pelletier, y en algunas ocasiones aparecían ambos. Cuando esto sucedía solían alojarse en el hotel de siempre, un hotel pequeño e incómodo en Foley Street, cerca del Middlesex Hospital. Cuando abandonaban la casa de Norton, a veces solían dar un paseo por los alrededores del hotel, generalmente silenciosos, frustrados, de alguna forma agotados por la simpatía y el encanto que se obligaban a desplegar durantes estas visitas conjuntas. En no pocas ocasiones se quedaban quietos, detenidos junto al farol de la esquina, observando a las ambulancias que entraban o salían del hospital.

Los enfermeros ingleses hablaban a gritos, aunque el sonido de sus vozarrones les llegaba en sordina.

Una noche, mientras contemplaban la entrada desacostumbradamente vacía del hospital, se preguntaron por qué, cuando venían juntos a Londres, ninguno de los dos se quedaba en el departamento de Liz. Por cortesía, probablemente, se dijeron. Pero ninguno de los dos creía ya en ese tipo de cortesía.

Y también se preguntaron, al principio renuentes y al final con vehemencia, por qué no se acostaban los tres juntos. Aquella noche una luz verde y enfermiza salía de las puertas del hospital, un verde claro como de piscina, y un enfermero fumaba un cigarrillo, de pie, en medio de la acera, y entre los coches aparcados había uno con la luz encendida, una luz amarilla como de nido, pero no un nido cualquiera sino un nido posguerra nuclear, un nido en donde ya no tenían cabida las certezas sino el frío y el abatimiento y la desidia.

Una noche, mientras hablaba por teléfono con Norton desde París o desde Madrid, uno de ellos sacó a colación el tema. Para su sorpresa Norton le dijo que ella también, desde hacía tiempo, se había planteado esa posibilidad.

– No creo que te lo propongamos nunca -dijo el que hablaba por teléfono.

– Ya lo sé -dijo Norton-. Os da miedo. Esperáis que sea yo la que dé el primer paso.

– No lo sé -dijo el que hablaba por teléfono-, tal vez no sea tan simple como eso.

En un par de ocasiones volvieron a encontrarse a Pritchard.

El joven larguirucho ya no se mostraba tan malhumorado como antes, si bien es cierto que los encuentros fueron casuales, sin tiempo para desplantes ni violencias. Espinoza llegaba al piso de Norton cuando Pritchard se iba, Pelletier se cruzó con él una vez en la escalera. Este último encuentro, sin embargo, aunque breve fue significativo. Pelletier saludó a Pritchard, Pritchard saludó a Pelletier, y cuando ya ambos se habían dado la espalda Pritchard se volvió y llamó a Pelletier con un siseo.

– ¿Quieres un consejo? -le dijo. Pelletier lo miró alarmado -. Ya sé que no lo quieres, viejo, pero igual te lo voy a dar.

Ten cuidado -dijo Pritchard.

– ¿Cuidado de qué? -atinó a decir Pelletier.

– De la Medusa -dijo Pritchard-, guárdate de la Medusa.

Y luego, antes de seguir bajando la escalera, añadió:

– Cuando la tengas en las manos te va a explotar.

Durante un rato Pelletier se quedó inmóvil, oyendo los pasos de Pritchard en la escalera y luego el ruido de la puerta de la calle que se abría y se cerraba. Sólo cuando el silencio se hizo insoportable volvió a subir por la escalera, pensativo y a oscuras.

Nada le contó a Norton de su incidente con Pritchard, pero cuando estuvo en París le faltó tiempo para llamar a Espinoza por teléfono y narrarle este enigmático encuentro.

– Es extraño -dijo el español-. Parece un aviso, pero también una amenaza.

– Además -dijo Pelletier-, Medusa es una de las tres hijas de Forcis y Ceto, las llamadas Gorgonas, tres monstruos marinos.

Según Hesíodo, Esteno y Euríale, las otras dos hermanas, eran inmortales. Medusa, por el contrario, era mortal.

– ¿Has estado leyendo mitología clásica? -dijo Espinoza.

– Es lo primero que he hecho apenas llegué a casa -dijo Pelletier -. Escucha esto: cuando Perseo le cortó la cabeza a Medusa de su cuerpo salió Crisaor, el padre del monstruo Geríones, y el caballo Pegaso.

– ¿El caballo Pegaso salió del cuerpo de Medusa? Joder -dijo Espinoza.

– Sí, Pegaso, el caballo alado, que para mí representa el amor.

– ¿Para ti Pegaso representa el amor? -dijo Espinoza.

– Pues sí.

– Es raro -dijo Espinoza.

– Bueno, son las cosas del liceo francés -dijo Pelletier.

– ¿Y tú crees que Pritchard sabe estas cosas?

– Es imposible -dijo Pelletier-, aunque vaya uno a saber, pero no, no creo.

– ¿Entonces qué conclusión sacas?

– Pues que Pritchard me pone, nos pone, en guardia contra un peligro que nosotros no vemos. O bien que Pritchard quiso decirme que sólo tras la muerte de Norton yo encontraré, nosotros encontraremos, el amor verdadero.

– ¿La muerte de Norton? -dijo Espinoza.

– Claro, ¿es que no lo ves?, Pritchard se ve a sí mismo como Perseo, el asesino de Medusa.

Durante un tiempo, Espinoza y Pelletier anduvieron como espiritados. Archimboldi, que volvía a sonar como claro candidato al Nobel, los dejaba indiferentes. Sus trabajos en la universidad, sus colaboraciones periódicas con revistas de distintos departamentos de germánicas del mundo, sus clases e incluso los congresos a los que asistían como sonámbulos o como detectives drogados, se resintieron. Estaban pero no estaban. Hablaban pero pensaban en otra cosa. Lo único que les interesaba de verdad era Pritchard. La presencia ominosa de Pritchard que rondaba a Norton casi todo el tiempo. Un Pritchard que identificaba a Norton con Medusa, con la Gorgona, un Pritchard del que ellos, espectadores discretísimos, apenas sabían nada.

Para compensarlo empezaron a preguntar por él a la única persona que podía darles algunas respuestas. Al principio Norton se mostró renuente a hablar. Era profesor, tal como habían supuesto, pero no trabajaba en la universidad sino en una escuela de enseñanza secundaria. No era de Londres sino de un pueblo cercano a Bournemouth. Había estudiado en Oxford durante un año, y luego, incomprensiblemente para Espinoza y Pelletier, se había trasladado a Londres, en cuya universidad terminó sus estudios. Era de izquierdas, de una izquierda posible, y según Norton en alguna ocasión le había hablado de sus planes, que nunca se concretaban en una acción definida, de ingresar en el Partido Laborista. La escuela donde daba clases era una escuela pública con una buena porción de alumnos procedentes de familias de inmigrantes. Era impulsivo y generoso y no tenía demasiada imaginación, algo que Pelletier y Espinoza ya daban por sentado. Pero esto no los tranquilizaba.

– Un cabrón puede no tener imaginación y luego realizar un único acto de imaginación, en el momento más inesperado -dijo Espinoza.

– Inglaterra está llena de cerdos de esta especie -fue la opinión de Pelletier.

Una noche, mientras hablaban por teléfono desde Madrid a París, descubrieron sin sorpresa (la verdad es que sin un ápice de sorpresa) que ambos odiaban, y cada vez más, a Pritchard.

Durante el siguiente congreso al que asistieron («La obra de Benno von Archimboldi como espejo del siglo XX», un encuentro de dos días de duración en Bolonia, copado por los jóvenes archimboldianos italianos y por una hornada de archimboldianos neoestructuralistas de varios países de Europa) decidieron contarle a Morini todo lo que les había pasado en los últimos meses y todos los temores que abrigaban con respecto a Norton y Pritchard.

Morini, que estaba un poco más desmejorado que la última vez (aunque ni el español ni el francés se dieron cuenta), los escuchó pacientemente en el bar del hotel y en una trattoria cercana a la sede del encuentro y en un restaurante carísimo de la parte vieja de la ciudad y paseando al azar por las calles boloñesas mientras ellos empujaban su silla de ruedas sin dejar de hablar en ningún momento. Al final, cuando quisieron recabar su opinión sobre el embrollo sentimental, real o imaginario, en el que estaban metidos, Morini sólo preguntó si alguno de ellos, o ambos, le había preguntado a Norton si amaba o si se sentía atraída por Pritchard. Tuvieron que confesar que no, que por delicadeza, por tacto, por finura, por consideración a Norton, en fin, no se lo habían preguntado.

– Pues teníais que haber empezado por ahí -dijo Morini, que aunque se sentía mal, y mareado además por tantas vueltas, no dejó escapar ni un suspiro de queja.

(Y llegados a este punto hay que decir que es cierto el refrán que dice: cría fama y échate a dormir, pues la participación, ya no digamos el aporte, de Espinoza y Pelletier al encuentro «La obra de Benno von Archimboldi como espejo del siglo XX» fue en el mejor de los casos nula, en el peor catatónica, como si de pronto estuvieran desgastados o ausentes, envejecidos de forma prematura o bajo los efectos de un shock, algo que no pasó inadvertido para algunos de los asistentes acostumbrados a la energía que el español y el francés solían desplegar, a veces incluso sin miramientos, en este tipo de eventos, ni tampoco pasó inadvertida para la camada última de archimboldianos, chicos y chicas recién salidos de la universidad, chicos y chicas con un doctorado todavía caliente bajo el brazo y que pretendían, sin parar mientes en los medios, imponer su particular lectura de Archimboldi, como misioneros dispuestos a imponer la fe en Dios aunque para ello fuera menester pactar con el diablo, gente en general, digamos, racionalista, no en el sentido filosófico sino en el sentido literal de la palabra, que suele ser peyorativo, a quienes no les interesaba tanto la literatura como la crítica literaria, el único campo según ellos -o según algunos de ellos- en donde todavía era posible la revolución, y que de alguna manera se comportaban no como jóvenes sino como nuevos jóvenes, en la misma medida en que hay ricos y nuevos ricos, gente en general, repitámoslo, lúcida, aunque a menudo negada para hacer la O con un palito, y quienes, aunque advirtieron un estar y no estar, una presencia ausencia en el paso fugaz de Pelletier y Espinoza por Bolonia, fueron incapaces de apercibirse de lo que verdaderamente importaba: su absoluto aburrimiento por todo lo que se decía allí sobre Archimboldi, su forma de exponerse a las miradas ajenas, similar, en su falta de astucia, a los andares de las víctimas de los caníbales, que ellos, caníbales entusiastas y siempre hambrientos, no vieron, sus rostros de treintañeros abotargados por el éxito, sus visajes que iban desde el hastío hasta la locura, sus balbuceos en clave que sólo decían una palabra: quiéreme, o tal vez una palabra y una frase: quiéreme, déjame quererte, pero que nadie, evidentemente, entendía.) Así que Pelletier y Espinoza, que pasaron por Bolonia como dos fantasmas, en su siguiente visita a Londres le preguntaron a Norton, diríase que resollantes, como si no hubieran dejado de correr o de trotar, en sueños o en la realidad, pero ininterrumpidamente, si ésta, la querida Liz que no había podido ir a Bolonia, amaba o quería a Pritchard.

Y Norton les dijo que no. Y luego les dijo que tal vez sí, que era difícil dar una respuesta concluyente a este respecto.

Y Pelletier y Espinoza le dijeron que ellos necesitaban saberlo, es decir que necesitaban una confirmación definitiva. Y Norton les dijo que por qué ahora, precisamente, se interesaban por Pritchard.

Y Pelletier y Espinoza le dijeron, casi al borde de las lágrimas, que si no ahora, ¿cuándo?

Y Norton les preguntó si estaban celosos. Y entonces ellos le dijeron que hasta ahí podíamos llegar, que celosos en modo alguno, que tal como llevaban ellos su amistad acusarlos de tener celos casi era un insulto.

Y Norton les dijo que sólo era una pregunta. Y Pelletier y Espinoza le dijeron que no estaban dispuestos a responder a una pregunta tan cáustica o capciosa o mal intencionada.

Y luego se fueron a cenar y los tres bebieron más de la cuenta, felices como niños, hablando de los celos y de las funestas consecuencias de éstos. Y también hablando de la inevitabilidad de los celos. Y hablando de la necesidad de los celos, como si los celos fueran necesarios en medio de la noche. Para no mencionar la dulzura y las heridas abiertas que en ocasiones, y bajo ciertas miradas, son golosinas. Y a la salida tomaron un taxi y siguieron discurseando.

Y el taxista, un paquistaní, durante los primeros minutos los observó por el espejo retrovisor, en silencio, como si no diera crédito a sus oídos, y luego dijo algo en su lengua y el taxi pasó por Harmsworth Park y el Imperial War Museum, por Brook Street y luego por Austral y luego por Geraldine, dando la vuelta al parque, una maniobra a todas luces innecesaria.

Y cuando Norton le dijo que se había perdido y le indicó qué calles debía tomar para enderezar el rumbo el taxista permaneció, otra vez, en silencio, sin más murmullos en su lengua incomprensible, para luego reconocer que, en efecto, el laberinto que era Londres había conseguido desorientarlo.

Algo que llevó a Espinoza a decir que el taxista, sin proponérselo, coño, claro, había citado a Borges, que una vez comparó Londres con un laberinto. A lo que Norton replicó que mucho antes que Borges Dickens y Stevenson se habían referido a Londres utilizando ese tropo. Cosa que, por lo visto, el taxista no estaba dispuesto a tolerar, pues acto seguido dijo que él, un paquistaní, podía no conocer a ese mentado Borges, y que también podía no haber leído nunca a esos mentados señores Dickens y Stevenson, y que incluso tal vez aún no conocía lo suficientemente bien Londres y sus calles y que por esa razón la había comparado con un laberinto, pero que, por contra, sabía muy bien lo que era la decencia y la dignidad y que, por lo que había escuchado, la mujer aquí presente, es decir Norton, carecía de decencia y de dignidad, y que en su país eso tenía un nombre, el mismo que se le daba en Londres, qué casualidad, y que ese nombre era el de puta, aunque también era lícito utilizar el nombre de perra o zorra o cerda, y que los señores aquí presentes, señores que no eran ingleses a juzgar por su acento, también tenían un nombre en su país y ese nombre era el de chulos o macarras o macrós o cafiches.

Discurso que, dicho sea sin exagerar, pilló por sorpresa a los archimboldianos, los cuales tardaron en reaccionar, digamos que los improperios del taxista fueron soltados en Geraldine Street y que ellos pudieron articular palabra en Saint George’s Road. Y las palabras que pudieron articular fueron: detenga de inmediato el taxi que nos bajamos. O bien: detenga su asqueroso vehículo que nosotros preferimos apearnos. Cosa que el paquistaní hizo sin demora, accionando, al tiempo que aparcaba, el taxímetro, y anunciando a sus clientes lo que éstos le adeudaban. Acto consumado o última escena o último saludo que Norton y Pelletier, tal vez aún paralizados por la injuriosa sorpresa, no consideraron anormal, pero que rebalsó, y con creces, el vaso de la paciencia de Espinoza, el cual, al tiempo que bajaba, abrió la puerta delantera del taxi y extrajo violentamente de éste a su conductor, quien no esperaba una reacción así de un caballero tan bien vestido. Menos aún esperaba la lluvia de patadas ibéricas que empezó a caerle encima, patadas que primero sólo le daba Espinoza, pero que luego, tras cansarse éste, le propinó Pelletier, pese a los gritos de Norton que intentaba disuadirlos, las palabras de Norton que decía que con violencia no se arreglaba nada, que, por el contrario, este paquistaní después de la paliza iba a odiar aún más a los ingleses, algo que por lo visto traía sin cuidado a Pelletier, que no era inglés, menos aún a Espinoza, los cuales, sin embargo, al tiempo que pateaban el cuerpo del paquistaní, lo insultaban en inglés, sin importarles en lo más mínimo que el asiático estuviera caído, hecho un ovillo en el suelo, patada va y patada viene, métete el islam por el culo, allí es donde debe estar, esta patada es por Salman Rushdie (un autor que ambos, por otra parte, consideraban más bien malo, pero cuya mención les pareció pertinente), esta patada es de parte de las feministas de París (parad de una puta vez, les gritaba Norton), esta patada es de parte de las feministas de Nueva York (lo vais a matar, les gritaba Norton), esta patada es de parte del fantasma de Valerie Solanas, hijo de mala madre, y así, hasta dejarlo inconsciente y sangrando por todos los orificios de la cabeza, menos por los ojos.

Cuando cesaron de patearlo permanecieron unos segundos sumidos en la quietud más extraña de sus vidas. Era como si, por fin, hubieran hecho el ménage à trois con el que tanto habían fantaseado.

Pelletier se sentía como si se hubiera corrido. Lo mismo, con algunas diferencias y matices, Espinoza. Norton, que los miraba sin verlos en medio de la oscuridad, parecía haber experimentado un orgasmo múltiple. Por Saint George’s Road pasaban algunos coches, pero ellos eran invisibles a cualquiera que a aquella hora transitara a bordo de un vehículo. En el cielo no había ni una sola estrella. La noche, sin embargo, era clara: lo veían todo con detalle, incluso los contornos de las cosas más pequeñas, como si de pronto un ángel hubiese puesto sobre sus ojos unos lentes de visión nocturna. Sentían la piel tersa, suavísima al tacto, aunque en realidad los tres estaban sudando. Por un momento Espinoza y Pelletier creyeron que habían matado al paquistaní. Por la cabeza de Norton debió de pasar una idea parecida, pues se inclinó sobre el taxista y le buscó el pulso.

Moverse, agacharse, le dolió como si los huesos de sus piernas estuvieran desencajados.

Un grupo de personas salió por Garden Row cantando una canción. Se reían. Tres hombres y dos mujeres. Sin moverse, giraron la cabeza en aquella dirección y esperaron. El grupo empezó a caminar hacia donde estaban ellos.

– El taxi -dijo Pelletier-, vienen a por el taxi.

Sólo en ese momento se dieron cuenta de que la luz interior del taxi estaba encendida.

– Vamos -dijo Espinoza.

Pelletier cogió a Norton por los hombros y la ayudó a levantarse.

Espinoza se había sentado al volante y les daba prisa.

A empujones, Pelletier metió a Norton en el asiento posterior y luego entró él. El grupo de Garden Row avanzaba directo hacia el rincón donde yacía el taxista.

– Está vivo, respira -dijo Norton.

Espinoza puso en marcha el coche y salieron de allí. Al otro lado del Támesis, en una callecita cercana a Old Marylebone, abandonaron el taxi y caminaron durante un rato. Quisieron hablar con Norton, explicarle lo que había sucedido, pero ella ni siquiera les permitió que la acompañaran hasta su casa.

Al día siguiente buscaron en la prensa, mientras se servían un copioso desayuno en el hotel, alguna noticia sobre el taxista paquistaní, pero en ninguna parte lo mencionaban. Después de desayunar salieron en busca de los periódicos sensacionalistas.

Tampoco allí encontraron nada.

Llamaron por teléfono a Norton, la cual ya no parecía tan enojada como la noche anterior. Le aseguraron que era urgente que se vieran esa tarde. Que tenían algo importante que decirle.

Norton les contestó que ella también tenía algo importante que decirles. Para matar el tiempo salieron a dar una vuelta por el barrio. Durante unos minutos se entretuvieron contemplando las ambulancias que entraban y salían del Middlesex Hospital, alucinando con cada enfermo y herido que ingresaba, en cada uno de los cuales creían ver los rasgos del paquistaní a quien habían triturado, hasta que se aburrieron y se fueron a pasear, con la conciencia más tranquila, por Charing Cross hasta el Strand. Se hicieron, como es natural, confidencias. Abrieron mutuamente sus corazones. Lo que más les preocupaba era que la policía los buscara y finalmente los atrapara.

– Antes de abandonar el taxi -confesó Espinoza- borré mis huellas con el pañuelo.

– Ya lo sé -dijo Pelletier-, te vi e hice lo mismo: borré mis huellas y las huellas de Liz.

Recapitularon, cada vez con menor énfasis, la concatenación de hechos que los arrastraron a pegarle, finalmente, al taxista.

Pritchard, sin duda. Y la Gorgona, esa Medusa inocente y mortal, segregada del resto de sus hermanas inmortales. Y la amenaza velada o no tan velada. Y los nervios. Y la ofensa de aquel patán ignorante. Echaron de menos un aparato de radio, para enterarse de los sucesos de última hora. Hablaron de la sensación que ambos sintieron mientras golpeaban el cuerpo caído. Una mezcla de sueño y deseo sexual. ¿Deseo de follar a aquel pobre desgraciado? ¡En modo alguno! Más bien, como si se estuvieran follando a sí mismos. Como si escarbaran en sí mismos. Con las uñas largas y las manos vacías. Aunque si uno tiene las uñas largas tampoco se puede decir que tenga necesariamente las manos vacías. Pero ellos, en esa especie de sueño, escarbaban y escarbaban, desgajando tejidos y destrozando venas y dañando órganos vitales. ¿Qué buscaban? No lo sabían.

Tampoco, a esas alturas, les interesaba.

Por la tarde vieron a Norton y le dijeron todo lo que sabían o temían de Pritchard. La Gorgona, la muerte de la Gorgona.

La mujer que explota. Ella los dejó hablar hasta que se les acabaron las palabras. Luego los tranquilizó. Pritchard era incapaz de matar una mosca, les dijo. Ellos pensaron en Anthony Perkins, que aseguraba ser incapaz de hacerle daño a una mosca y luego pasó lo que pasó, pero prefirieron no discutir y aceptaron, sin convencimiento, sus argumentos. Después Norton se sentó y les dijo que lo que no tenía explicación era lo que había pasado la noche anterior.

Le preguntaron, como para desviar su culpabilidad, si sabía algo del paquistaní. Norton dijo que sí. En el informativo local de una televisión había aparecido la noticia. Un grupo de amigos, probablemente la gente que ellos vieron salir de Garden Row, encontraron el cuerpo del taxista y llamaron a la policía.

Tenía cuatro costillas rotas, conmoción cerebral, la nariz partida y había perdido toda la parte superior de la dentadura. Ahora estaba en el hospital.

– La culpa fue mía -dijo Espinoza-, sus insultos me hicieron perder los nervios.

– Lo mejor será que dejemos de vernos durante un tiempo -dijo Norton-, tengo que pensar detenidamente en esto.

Pelletier estuvo de acuerdo, pero Espinoza siguió echándose la culpa: que Norton dejara de verlo a él le parecía justo, no así que dejara de ver a Pelletier.

– Basta ya de decir tonterías -le dijo Pelletier en voz baja, y Espinoza sólo entonces se dio cuenta de que, en efecto, estaba diciendo sandeces.

Esa misma noche volvieron a sus respectivas casas.

Al llegar a Madrid Espinoza sufrió una pequeña crisis nerviosa.

En el taxi que lo llevaba hasta su casa se puso a llorar, de forma discreta, tapándose los ojos con la mano, pero el taxista se dio cuenta de que lloraba y le preguntó qué le pasaba, si se sentía mal.

– Me siento bien -dijo Espinoza-, sólo un poco nervioso.

– ¿Es usted de aquí? -dijo el taxista.

– Sí -dijo Espinoza-, soy madrileño.

Durante un rato ambos permanecieron sin decir nada.

Luego el taxista volvió al ataque y le preguntó si le interesaba el fútbol. Espinoza dijo que no, que nunca le había interesado ni ese ni ningún otro deporte. Y añadió, como para no cortar de golpe la conversación, que anoche casi había matado a un hombre.

– No me diga -dijo el taxista.

– Pues sí -dijo Espinoza-, casi lo maté.

– ¿Y eso por qué? -dijo el taxista.

– Por un pronto -dijo Espinoza.

– ¿En el extranjero? -dijo el taxista.

– Sí -dijo Espinoza riéndose por primera vez-, fuera de aquí, fuera de aquí, y además el tipo tenía una profesión muy rara.

Pelletier, por el contrario, ni tuvo una pequeña crisis nerviosa ni habló con el taxista que lo llevó hasta su apartamento.

Al llegar se duchó y se preparó un poco de pasta italiana con aceite de oliva y queso. Luego revisó su correspondencia electrónica, contestó algunas cartas y se fue a la cama con una novela de un joven autor francés, más bien intrascendente pero divertida, y con una revista de estudios literarios. Al poco rato se durmió y tuvo el siguiente y extrañísimo sueño: estaba casado con Norton y vivían en una amplia casa, cerca de un acantilado desde el que se veía una playa llena de gente en bañador que tomaba el sol o practicaba la natación sin alejarse, por otra parte, demasiado de la orilla.

Los días eran breves. Desde su ventana veía, casi sin cesar, puestas de sol y amaneceres. En ocasiones Norton se acercaba a donde estaba él y le decía algo, pero sin trasponer jamás el umbral de la habitación. La gente de la playa siempre estaba allí.

A veces tenía la impresión de que por las noches no volvían a sus casas o que se iban, todos juntos, cuando estaba oscuro, para volver, en una larga procesión, cuando aún no había amanecido.

Otras veces, si cerraba los ojos, podía sobrevolar la playa como una gaviota y podía ver a los bañistas de cerca. Los había de todos los tipos, aunque predominaban los adultos, treintañeros, cuarentañeros, cincuentañeros, y todos daban la impresión de estar concentrados en actividades nimias, como echarse aceite por el cuerpo, comer un sándwich, escuchar con más educación que interés la conversación de un amigo, de un pariente o de un vecino de toalla. En ocasiones, sin embargo, aunque con discreción, los bañistas se levantaban y contemplaban, no más de un segundo o dos, el horizonte, un horizonte calmo, sin nubes, de un azul transparente.

Cuando Pelletier abría los ojos reflexionaba sobre la actitud de los bañistas. Era evidente que esperaban algo, pero tampoco se podía decir que les fuera la vida en esa espera. Simplemente, cada cierto tiempo, adquirían una actitud más atenta, sus ojos vigilaban durante uno o dos segundos el horizonte, y luego volvían a integrarse en el flujo del tiempo de la playa, sin dejar entrever un quiebre o una vacilación. Ensimismado en la observación de los bañistas Pelletier olvidaba a Norton, confiado, tal vez, en su presencia en la casa, una presencia que atestiguaban los ruidos que de tanto en tanto procedían del interior, de las habitaciones que no tenían ventanas o cuyas ventanas daban al campo o a la montaña, no al mar ni a la playa rebosante. Dormía, eso lo descubrió cuando el sueño ya estaba muy avanzado, sentado en una silla, junto a su mesa de trabajo y la ventana.

Y seguramente dormía pocas horas, incluso cuando el sol se ponía procuraba mantenerse despierto el máximo tiempo posible, con los ojos fijos en la playa, ahora un lienzo negro o el fondo de un pozo, por si veía alguna luz, el dibujo de una linterna, las llamas vacilantes de una hoguera. Perdía la noción del tiempo. Vagamente recordaba una escena confusa que lo avergonzaba y enfervorizaba a partes iguales. Los papeles que tenía sobre la mesa eran manuscritos de Archimboldi o como tales los había comprado, aunque al repasarlos se daba cuenta de que estaban escritos en francés y no en alemán. Junto a él había un teléfono que nunca sonaba. Los días cada vez eran más calurosos.

Una mañana, cerca del mediodía, vio a los bañistas que suspendían sus actividades y contemplaban, todos a la vez, como era usual, el horizonte. No pasaba nada. Pero entonces, por primera vez, los bañistas se daban la vuelta y empezaban a abandonar la playa. Algunos se deslizaban por una carretera de tierra que había entre dos cerros, otros marchaban a campo abierto, agarrándose a las matas y a las piedras. Unos pocos se perdían en dirección al desfiladero y Pelletier no los veía pero sabía que iniciaban una lenta escalada. Sobre la playa sólo quedaba un bulto, una mancha oscura que sobresalía de una fosa amarilla. Durante un instante Pelletier sopesaba la conveniencia de bajar a la playa y proceder a enterrar, con todas las precauciones que el caso exigía, el bulto en el fondo del agujero.

Pero tan sólo de imaginar el largo camino que tenía que recorrer para llegar a la playa se ponía a sudar, y cada vez sudaba más, como si una vez abierta la espita no pudiera cerrarse.

Y entonces observaba un temblor en el mar, como si el agua también sudara, es decir, como si el agua se pusiera a hervir.

Un hervor apenas perceptible que se desparramaba en ondas, hasta montarse en las olas que iban a morir a la playa.

Y entonces Pelletier sentía que se estaba mareando y un ruido de abejas llegaba del exterior. Y cuando el ruido de abejas cesaba se instalaba un silencio aún peor en la casa y en las áreas circundantes.

Y Pelletier gritaba el nombre de Norton y la llamaba, pero nadie acudía a su llamado, como si el silencio se hubiera tragado su llamada de auxilio. Y entonces Pelletier se ponía a llorar y veía que del fondo del mar metalizado emergía lo que quedaba de una estatua. Un trozo de piedra informe, gigantesco, desgastado por el tiempo y por el agua, pero en donde aún se podía ver, con total claridad, una mano, la muñeca, parte del antebrazo. Y esa estatua salía del mar y se elevaba por encima de la playa y era horrorosa y al mismo tiempo muy hermosa.

Durante unos días Pelletier y Espinoza se mostraron, cada uno por su lado, compungidos por el affaire con el taxista paquistaní, que daba vueltas alrededor de su mala conciencia como un fantasma o como un generador de electricidad.

Espinoza se preguntó si su comportamiento no revelaba lo que verdaderamente era, es decir un derechista xenófobo y violento.

A Pelletier, por el contrario, lo que alimentaba su mala conciencia era el hecho de haber pateado al paquistaní cuando éste ya estaba en el suelo, lo que resultaba francamente antideportivo.

¿Qué necesidad había de hacerlo?, se preguntaba. El taxista ya había recibido su merecido y no hacía falta que él añadiera más violencia a la violencia.

Una noche ambos hablaron largamente por teléfono. Se expusieron sus respectivas aprensiones. Procedieron a reconfortarse.

Pero al cabo de pocos minutos volvieron a lamentar el incidente, por más que en su fuero íntimo estuvieran convencidos de que el verdadero derechista y misógino era el paquistaní, de que el violento era el paquistaní, de que el intolerante y mal educado era el paquistaní, de que el que se lo había buscado era el paquistaní, una y mil veces. En estas ocasiones, la verdad, si el taxista se hubiera materializado ante ellos, seguramente lo habrían matado.

Durante mucho tiempo se olvidaron de sus viajes semanales a Londres. Se olvidaron de Pritchard y de la Gorgona. Se olvidaron de Archimboldi, cuyo prestigio crecía a espaldas suyas.

Se olvidaron de sus trabajos, que escribían de forma rutinaria y desabrida y que más que trabajos suyos eran de sus discípulos o de profesores ayudantes de sus respectivos departamentos captados para la causa archimboldiana a base de vagas promesas de contratos fijos o subidas de sueldo.

En el curso de un congreso visitaron ambos, mientras Pohl daba una conferencia magistral sobre Archimboldi y la vergüenza en la literatura alemana de posguerra, un burdel en Berlín, en donde se acostaron con dos chicas rubias, muy altas y de largas piernas. Al salir, cerca de medianoche, estaban tan contentos que se pusieron a cantar como niños bajo el diluvio. La experiencia con las putas, algo nuevo en sus vidas, se repitió varias veces en distintas ciudades europeas y finalmente terminó por instalarse en la cotidianidad de sus respectivas ciudades.

Otros es posible que se hubieran acostado con alumnas. Ellos, que temían enamorarse o que temían dejar de amar a Norton, se decidieron por las putas.

En París, Pelletier las buscaba a través de Internet y sus resultados casi siempre fueron óptimos. En Madrid, Espinoza las encontraba leyendo los anuncios de relax de El País, que al menos en este punto le daba un servicio fiable y práctico, no como el suplemento cultural, en donde no se hablaba casi nunca de Archimboldi, y en donde campeaban héroes portugueses, igual que sucedía en el suplemento cultural del ABC.

– Ay -se quejaba Espinoza en sus conversaciones con Pelletier, buscando acaso algún consuelo-, en España siempre hemos sido provincianos.

– Es verdad -le contestaba Pelletier tras reflexionar su respuesta exactamente dos segundos.

En la singladura de las putas, por otra parte, tampoco salieron indemnes.

Pelletier conoció a una chica llamada Vanessa. Estaba casada y tenía un hijo. A veces se pasaba semanas enteras sin verlos.

Según ella, su marido era un santo. Tenía algunos defectos, por ejemplo era árabe, marroquí concretamente, y también era flojo, pero en líneas generales, según Vanessa, se trataba de un tipo con buen rollo, que casi nunca se enojaba por nada y que cuando lo hacía, al contrario que el resto de los hombres, no se ponía violento ni mal educado sino melancólico, triste, apesadumbrado ante un mundo que de pronto se le revelaba demasiado grande e incomprensible. Cuando Pelletier le preguntó si el árabe sabía que hacía de puta, Vanessa dijo que sí, que lo sabía pero que no le importaba pues creía en la libertad de los individuos.

– Entonces es tu chulo -le dijo Pelletier.

Ante esta afirmación Vanessa contestó que era posible, que bien mirado sí era su chulo, pero un chulo distinto del resto de los chulos, que solían exigir demasiado de sus mujeres. El marroquí no le exigía nada. Había épocas, dijo Vanessa, en que ella también entraba en una suerte de pereza consuetudinaria, de languidez permanente, y entonces los tres pasaban apreturas económicas. El marroquí, durante aquellos días, se conformaba con lo que había y procuraba, con poca fortuna, realizar chapuzas que les permitían a los tres ir tirando. Era musulmán y a veces rezaba inclinado hacia La Meca, pero no cabía duda de que se trataba de un musulmán distinto. Según él Alá lo permitía todo o casi todo. Que alguien, conscientemente, le hiciera daño a un niño, eso no lo permitía. Que alguien abusara de un niño, que matara a un niño, que abandonara un niño a una muerte cierta, eso estaba prohibido. Todo lo demás era relativo y a la postre admitido.

En cierta ocasión, le contó Vanessa a Pelletier, viajaron a España. Ella, su hijo y el marroquí. En Barcelona se encontraron con el hermano pequeño del marroquí, que vivía con otra francesa, una chica gorda y alta. Eran músicos, le dijo el marroquí a Vanessa, pero lo cierto es que eran mendigos. Nunca como durante aquellos días vio al marroquí más feliz. Siempre se estaba riendo y contando historias y no se cansaba de caminar por los barrios de Barcelona, hasta llegar al extrarradio o a las montañas desde donde se veía toda la ciudad y el esplendor del Mediterráneo. Nunca, según Vanessa, había visto a un tipo con mayor vitalidad. Niños así de vitales sí que había visto. No muchos, pero unos cuantos. Pero adultos ninguno.

Cuando Pelletier le preguntó a Vanessa si su hijo era también hijo del marroquí la puta le respondió que no, y algo en su respuesta denotaba que la pregunta a ella le parecía ofensiva o hiriente, como una manera de menospreciar a su hijo. Éste era blanco, casi rubio, dijo, y había cumplido seis años cuando ella, si mal no recordaba, conoció al marroquí. En una época terrible de mi vida, dijo sin entrar en detalles. La aparición del marroquí tampoco podía denominarse una aparición providencial.

Para ella, cuando lo conoció, era una mala época, pero él, literalmente, era un muerto de hambre.

A Pelletier le gustaba Vanessa y se vieron varias veces. Era una chica joven y alta, de nariz recta, como una griega, y mirada acerada y arrogante. Su desdén por la cultura, sobre todo por la cultura libresca, tenía un algo de liceano, algo en donde se mezclaban la inocencia y la elegancia, algo que concentraba, según creía Pelletier, lo inmaculado en grado tal que Vanessa podía permitirse el lujo de decir cualquier tipo de barbaridad sin que nadie se lo tuviera en cuenta. Una noche, después de hacer el amor, Pelletier se levantó desnudo y buscó entre sus libros una novela de Archimboldi. Después de dudar un rato se decidió por La máscara de cuero, pensando que Vanessa, con suerte, podía leerla como una novela de terror, podía sentirse atraída por la parte siniestra del libro. A ella, al principio, le sorprendió el regalo y después la emocionó, pues estaba acostumbrada a que sus clientes le regalaran ropa o zapatos o lencería.

La verdad es que se puso muy feliz con el libro, más aún cuando Pelletier le explicó quién era Archimboldi y el papel que el escritor alemán tenía en su vida.

– Es como si me regalaras algo tuyo -dijo Vanessa.

Esta afirmación dejó a Pelletier un tanto confuso, pues por una parte efectivamente era así, Archimboldi era ya algo suyo, le pertenecía en la medida en que él, junto con unos pocos más, había iniciado una lectura diferente del alemán, una lectura que iba a durar, una lectura tan ambiciosa como la escritura de Archimboldi y que acompañaría a la obra de Archimboldi durante mucho tiempo, hasta que la lectura se agotara o hasta que se agotara (pero esto él no lo creía) la escritura archimboldiana, la capacidad de suscitar emociones y revelaciones de la obra archimboldiana, si bien por otra parte no era así, pues en ocasiones, sobre todo después de que él y Espinoza suspendieran sus vuelos a Londres y dejaran de ver a Norton, la obra de Archimboldi, es decir sus novelas y cuentos, era algo, una masa verbal informe y misteriosa, completamente ajena a él, algo que aparecía y desaparecía de forma por demás caprichosa, literalmente un pretexto, una puerta falsa, el alias de un asesino, una bañera de hotel llena de líquido amniótico en donde él, JeanClaude Pelletier, terminaría suicidándose, porque sí, gratuitamente, aturdidamente, porque por qué no.

Tal como él esperaba, Vanessa nunca le dijo qué le había parecido el libro. Una mañana la acompañó hasta su casa. Vivía en un barrio obrero en donde no escaseaban los inmigrantes.

Cuando llegaron su hijo estaba viendo la tele y Vanessa lo regañó porque no había ido a la escuela. El niño le dijo que se sentía mal del estómago y Vanessa le preparó de inmediato una infusión de hierbas. Pelletier la observó moverse por la cocina. La energía desplegada por Vanessa no tenía freno y el noventa por ciento se perdía en movimientos inútiles. La casa era un completo desorden, que atribuyó en parte al niño y al marroquí, pero del que básicamente era responsable Vanessa.

Al poco rato, atraído por los ruidos de la cocina (cucharas que se caían al suelo, un vaso roto, gritos dirigidos a nadie preguntando en dónde diablos estaba la hierba para la infusión), apareció el marroquí. Sin que nadie los presentara se estrecharon la mano. El marroquí era bajito y delgado. Pronto el niño iba a ser más alto y más fuerte que él. Llevaba un bigote poblado y se estaba quedando calvo. Después de saludar a Pelletier, aún medio dormido, se sentó en el sofá y se puso a contemplar los dibujos animados junto con el niño. Cuando Vanessa salió de la cocina Pelletier dijo que se tenía que marchar.

– No hay ningún problema -dijo ella.

Su respuesta le pareció contener cierta dosis de agresividad, pero luego recordó que Vanessa era así. El niño probó un sorbo de la infusión y dijo que le faltaba azúcar y ya no volvió a tocar el vaso humeante en donde flotaban unas hojas que a Pelletier le parecieron extrañas y sospechosas.

Esa mañana, mientras estaba en la universidad, se pasó los ratos muertos pensando en Vanessa. Cuando la volvió a ver no hicieron el amor, aunque le pagó como si lo hubieran hecho, y durante horas estuvieron hablando. Antes de quedarse dormido Pelletier había sacado algunas conclusiones:

Vanessa estaba perfectamente preparada, tanto anímica como físicamente, para vivir en la Edad Media. Para ella el concepto «vida moderna» no tenía sentido. Confiaba mucho más en lo que veía que en los medios de comunicación. Era desconfiada y valiente, aunque su valor, contradictoriamente, la hacía confiar, por ejemplo, en un camarero, un revisor de tren, una colega en apuros, los cuales casi siempre traicionaban o defraudaban la confianza depositada en ellos. Estas traiciones la ponían fuera de sí y podían llevarla a situaciones de violencia impensables. También era rencorosa y se jactaba de decir las cosas a la cara, sin tapujos. Se consideraba a sí misma una mujer libre y tenía respuestas para todo. Lo que no entendía no le interesaba. No pensaba en el futuro, ni siquiera en el futuro de su hijo, sino en el presente, un presente perpetuo. Era bonita pero no se consideraba bonita. Más de la mitad de sus amigos eran inmigrantes magrebíes pero ella, que no llegó a votar jamás a Le Pen, veía en la inmigración un peligro para Francia.

– A las putas -le dijo Espinoza la noche en que Pelletier le habló de Vanessa- hay que follárselas, no servirles de psicoanalista.

Espinoza, al contrario que su amigo, no recordaba el nombre de ninguna. Por un lado estaban los cuerpos y las caras, por el otro lado, en una suerte de tubo de ventilación, circulaban las Lorenas, las Lolas, las Martas, las Paulas, las Susanas, nombres carentes de cuerpos, rostros carentes de nombres.

Nunca repetía. Conoció a una dominicana, a una brasileña, a tres andaluzas, a una catalana. Aprendió, desde la primera vez, a ser el hombre silencioso, el tipo bien vestido que paga e indica, a veces con un gesto, lo que quiere, y que luego se viste y se marcha como si nunca hubiera estado allí. Conoció a una chilena que se anunciaba como chilena y a una colombiana que se anunciaba como colombiana, como si ambas nacionalidades tuvieran un morbo añadido. Lo hizo con una francesa, con dos polacas, con una rusa, con una ucraniana, con una alemana. Una noche se acostó con una mexicana y ésa fue la mejor.

Como siempre, se metieron en un hotel y al despertar por la mañana la mexicana ya no estaba. Aquel día fue extraño.

Como si algo hubiera reventado dentro de él. Se quedó largo rato sentado en la cama, desnudo, con los pies apoyados en el suelo, intentando recordar algo impreciso. Al meterse en la ducha se dio cuenta de que tenía una marca debajo de la ingle.

Era como si alguien le hubiera succionado o puesto una sanguijuela en la pierna izquierda. El morado era grande como el puño de un niño. Lo primero que pensó fue que la puta le había hecho un chupón y trató de recordarlo, pero no pudo, las únicas imágenes que recordaba eran las de él encima de ella, las de sus piernas encima de sus hombros, y unas palabras vagas, indescifrables, que no supo si las pronunciaba él o la mexicana, probablemente algunas frases obscenas.

Durante unos días creyó que la había olvidado, hasta que una noche se descubrió a sí mismo buscándola por las calles de Madrid frecuentadas por putas o por la Casa de Campo. Una noche creyó verla y la siguió y le tocó el hombro. La mujer que se volvió era española y no se parecía en nada a la puta mexicana.

Otra noche, en un sueño, creyó recordar lo que ella le había dicho. Se dio cuenta de que estaba soñando, se dio cuenta de que el sueño iba a acabar mal, se dio cuenta de que la posibilidad de olvidar sus palabras eran altas y que tal vez eso fuera lo mejor, pero se propuso hacer todo lo posible para recordarlas después de despertar. Incluso, en medio del sueño, cuyo cielo se movía como un remolino en cámara lenta, intentó forzar un despertar abrupto, intentó encender la luz, intentó gritar y que su propio grito lo trajera de vuelta a la vigilia, pero las bombillas de su casa parecían haberse fundido y en vez de un grito sólo oyó un gemido lejano, como el de un niño o una niña o tal vez un animal refugiado en una habitación aislada.

Al despertar, por supuesto, no recordaba nada, sólo que había soñado con la mexicana y que ésta estaba de pie en medio de un largo pasillo mal iluminado y que él la observaba sin que ella se diera cuenta. La mexicana parecía leer algo en la pared, graffitis o mensajes obscenos escritos con rotulador que ella deletreaba lentamente, como si no supiera leer en silencio. Durante unos días siguió buscándola, pero luego se cansó y se acostó con una húngara, con dos españolas, con una gambiana, con una senegalesa y con una argentina. Nunca más volvió a soñar con ella y finalmente consiguió olvidarla.

El tiempo, que todo lo mitiga, terminó por borrar de sus conciencias el sentimiento de culpabilidad que el violento suceso de Londres les había inoculado. Un día volvieron a sus respectivos trabajos frescos como lechugas. Reanudaron sus escritos y sus conferencias con un vigor inusitado, como si la época de las putas hubiese sido un crucero de descanso por el Mediterráneo.

Aumentaron la frecuencia de sus contactos con Morini, a quien de alguna manera habían mantenido primero al margen de sus aventuras y luego, indisimuladamente, en el olvido. Encontraron al italiano un poco más desmejorado que de costumbre, pero igual de cálido, inteligente y discreto, lo que equivale a decir que el profesor de la Universidad de Turín no les hizo ni una sola pregunta, no los obligó a realizar ni una sola confidencia.

Una noche, con no poca sorpresa para ambos, Pelletier le dijo a Espinoza que Morini era como un premio. El premio que los dioses les concedían a ellos dos. Tal afirmación no tenía agarradero y argumentarla hubiera sido incursionar directamente en los pantanosos terrenos de la cursilería, pero Espinoza, que pensaba lo mismo, aunque con otras palabras, le dio de inmediato la razón. La vida volvía a sonreírles. Viajaron a algunos congresos. Disfrutaron de los placeres de la gastronomía. Leyeron y fueron leves. Todo lo que a su alrededor se había detenido y crujía y se oxidaba volvió a entrar en movimiento. La vida de los demás se hizo visible, aunque sin exageraciones. Los remordimientos desaparecieron como las risas en una noche de primavera.

Volvieron a llamar a Norton por teléfono.

Conmovidos aún por el reencuentro, Pelletier, Espinoza y Norton se dieron cita en un bar o en la cafetería mínima (liliputiense de verdad: dos mesas, y una barra en donde cabían, hombro con hombro, no más de cuatro clientes) de una heterodoxa galería sólo un poco más grande que el bar, que se dedicaba a la exhibición de cuadros pero también a la venta de libros usados y ropa usada y zapatos usados, cita en Hyde con Park Gate, muy cerca de la embajada de Holanda, país al que los tres dijeron admirar por su coherencia democrática.

Allí, según Norton, servían los mejores cócteles Margarita de todo Londres, algo que a Pelletier y Espinoza les traía sin cuidado aunque fingieron entusiasmarse. Por supuesto, eran los únicos clientes del establecimiento, cuyo único empleado o propietario daba toda la impresión, a aquella hora, de estar dormido o de haberse acabado de levantar, expresión que contrastaba con los semblantes de Pelletier y Espinoza, que pese a haberse levantado a las siete de la mañana y haber tomado un avión y haber tenido, cada uno por su lado, que soportar los respectivos retrasos de sus líneas aéreas, estaban frescos y lozanos, dispuestos a agotar un fin de semana londinense.

Al principio, eso es verdad, les costó hablar. Pelletier y Espinoza aprovecharon el silencio para observar a Norton: la encontraron tan bonita y atractiva como siempre. De vez en cuando su atención era atraída por los pasitos de hormiga del propietario de la galería, que descolgaba vestidos de un colgador y los llevaba hacia una habitación en el fondo, de donde volvía a salir con vestidos idénticos o muy similares, que depositaba en el sitio donde habían estado colgados los otros.

El mismo silencio, que no incomodaba a Pelletier y Espinoza, a Norton le resultaba abrumador y la empujó a relatar, con rapidez y algo de ferocidad, sus actividades docentes durante el período de tiempo en que no se habían visto. El tema era aburrido y pronto se agotó, lo que llevó a Norton a comentar todo lo que había hecho el día anterior y el anterior al anterior, pero una vez más se quedó sin nada que decir. Durante un rato, sonriendo como ardillas, los tres se dedicaron a los Margarita, pero el silencio empezó a hacerse cada vez más insoportable, como si en su interior, en el interregno de silencio, se estuvieran formando lentamente las palabras que se laceran y las ideas que laceran, lo que no es un espectáculo o una danza digna de contemplar con displicencia. Por lo que Espinoza consideró pertinente evocar un viaje a Suiza, un viaje en el que Norton no había participado y por lo tanto el relato tal vez consiguiera distraerla.

En su evocación Espinoza no excluyó ni las ordenadas ciudades ni los ríos que invitaban al estudio ni las laderas en primavera cubiertas de un vestido verde. Y luego habló de un viaje en tren, concluido ya el trabajo que había reunido allí a los tres amigos, hacia la campiña, hacia uno de los pueblos a medio camino entre Montreaux y las estribaciones de los Alpes berneses, en donde contrataron un taxi que los llevó, siguiendo una senda zigzagueante, pero escrupulosamente asfaltada, hacia una clínica de reposo que ostentaba el nombre de un político o un financiero suizo de finales del siglo XIX, la Clínica Auguste Demarre, inobjetable nombre tras el cual se escondía un civilizado y discreto manicomio.

La idea de ir a semejante lugar no era de Pelletier ni de Espinoza, sino de Morini, que vaya uno a saber cómo se había enterado de que allí vivía un pintor al que el italiano reputaba como uno de los más inquietantes de finales del siglo XX. O no. Tal vez el italiano no había dicho eso. En cualquier caso el nombre de este pintor era Edwin Johns y se había cortado la mano derecha, la mano con la que pintaba, la había embalsamado y la había pegado a una especie de autorretrato múltiple.

– ¿Cómo es que nunca me contasteis esta historia? -lo interrumpió Norton.

Espinoza se encogió de hombros.

– Creo que te la conté -dijo Pelletier.

Aunque al cabo de pocos segundos se dio cuenta de que efectivamente no se la había contado.

Norton, para sorpresa de todos, lanzó una risotada impropia de ella y pidió otro Margarita. Durante un rato, lo que tardó el propietario, que seguía descolgando y colgando vestidos, en llevarles los cócteles, los tres permanecieron en silencio.

Después, a ruegos de Norton, Espinoza tuvo que reanudar su historia. Pero Espinoza no quiso.

– Hazlo tú -le dijo a Pelletier-, tú también estabas allí.

La historia de Pelletier comenzaba entonces con los tres archimboldianos contemplando la verja de hierro negro que se alzaba para dar la bienvenida o impedir la salida (y algunas entradas inoportunas) del manicomio Auguste Demarre, o bien, unos segundos antes, con Espinoza y Morini ya en su silla de ruedas observando el portón de hierro y el vallado de hierro que se perdía a derecha e izquierda, oculto por una arboleda añosa y bien cuidada, mientras Espinoza, con medio cuerpo dentro del taxi, le pagaba al taxista al tiempo que convenía con él una hora prudencial para que subiera del pueblo a buscarlos.

Después los tres se enfrentaron con la silueta del manicomio, que parcialmente se dejaba ver al final del camino, como una fortaleza del siglo XV, no en su trazado arquitectónico, sino en lo que su inercia inspiraba al observador.

¿Y qué inspiraba? Una sensación extraña. La certeza de que el continente americano, por ejemplo, no había sido descubierto, es decir de que el continente americano jamás había existido, lo que no era óbice, ciertamente, para un crecimiento económico sostenido o para un crecimiento demográfico normal o para la marcha democrática de la república helvética. En fin, dijo Pelletier, una de esas ideas extrañas e inútiles que se comparten durante los viajes, más aún si el viaje era manifiestamente inútil, como aquél probablemente lo fuera.

A continuación procedieron a pasar por todos los formulismos y trabas burocráticas de un manicomio suizo. Finalmente, sin haber visto en ningún momento a ninguno de los enfermos mentales que hacían su cura en el establecimiento, una enfermera de mediana edad y rostro inescrutable los condujo hasta un pequeño pabellón en los jardines de atrás de la clínica, que eran enormes y gozaban de una espléndida vista pero cuya inclinación topográfica era descendente, lo que a juicio de Pelletier, que era quien empujaba la silla de ruedas de Morini, no resultaba demasiado lenitivo para una naturaleza con perturbaciones graves o muy graves.

El pabellón, contra lo que esperaban, resultó ser un sitio acogedor, rodeado de pinos, con rosales en los pretiles, y en el interior sillones que imitaban el confort de la campiña inglesa, una chimenea, una mesa de roble, un estante de libros medio vacío (los títulos estaban casi todos en alemán y en francés, aunque había alguno en inglés), una mesa especial con un ordenador provisto de módem, un diván de tipo turco que desentonaba con el resto del mobiliario, un baño con wáter, lavamanos e incluso con una ducha con cortina de plástico duro.

– No viven mal -dijo Espinoza.

Pelletier prefirió acercarse a una ventana y contemplar el paisaje. Al fondo de las montañas creyó ver una ciudad. Tal vez fuera Montreaux, se dijo, o tal vez el pueblo en donde habían tomado el taxi. El lago, ciertamente, no se distinguía de ninguna manera. Cuando Espinoza se acercó a la ventana fue de la opinión de que aquellas casas eran del pueblo, jamás de Montreaux.

Morini se quedó quieto en su silla de ruedas, con la vista fija en la puerta.

Cuando la puerta se abrió Morini fue el primero en verlo.

Edwin Johns tenía el pelo lacio, aunque ya le comenzaba a ralear por la coronilla, la piel pálida, y no era demasiado alto aunque seguía siendo delgado. Iba vestido con un suéter gris de cuello alto y una delgada chaqueta de cuero. En lo primero que se fijó fue en la silla de ruedas de Morini, que le sorprendió agradablemente, como si evidentemente no esperara esta súbita materialización. Morini, por su parte, no pudo evitar mirarle el brazo derecho, donde la mano no existía, y su sorpresa, que esta vez no tuvo nada de agradable, fue mayúscula al constatar que del puño de la chaqueta, donde debía haber sólo un vacío, sobresalía ahora una mano, evidentemente de plástico, pero tan bien hecha que sólo un observador paciente y avisado sería capaz de percibir que era una mano artificial.

Detrás de Johns entró una enfermera, no la que los había atendido, sino otra, un poco más joven y mucho más rubia, que se sentó en una silla junto a una de las ventanas y sacó un librito de bolsillo, de muchas páginas, que empezó a leer desentendiéndose del todo de Johns y de los visitantes. Morini se presentó a sí mismo como filólogo de la Universidad de Turín y como admirador de la obra de Johns y luego procedió a presentar a sus amigos. Johns, que durante todo el rato había permanecido de pie y sin moverse, les extendió la mano a Espinoza y a Pelletier, quienes se la estrecharon con cuidado, y luego se sentó en una silla, junto a la mesa, y se dedicó a observar a Morini, como si en aquel pabellón sólo existieran ellos dos.

Al principio Johns hizo un ligero, casi imperceptible esfuerzo por entablar un diálogo. Preguntó si Morini había adquirido alguna de sus obras. La respuesta de Morini fue negativa.

Dijo que no, después añadió que las obras de Johns eran demasiado caras para su bolsillo. Espinoza notó entonces que el libro al que la enfermera no le quitaba ojo era una antología de literatura alemana del siglo XX. Con el codo, avisó a Pelletier, y éste le preguntó a la enfermera, más por romper el hielo que por curiosidad, si estaba Benno von Archimboldi entre los antologados.

En ese momento todos escucharon el canto o la llamada de un cuervo. La enfermera respondió afirmativamente.

Johns se puso a bizquear y luego cerró los ojos y se pasó la mano ortopédica por la cara.

– El libro es mío -dijo-, yo se lo he prestado.

– Es increíble -dijo Morini-, qué casualidad.

– Pero naturalmente yo no lo he leído, no sé alemán.

Espinoza le preguntó por qué motivo, entonces, lo había comprado.

– Por la portada -dijo Johns-. Trae un dibujo de Hans Wette, un buen pintor. Por lo demás -dijo Johns-, no se trata de creer o no creer en las casualidades. El mundo entero es una casualidad. Tuve un amigo que me decía que me equivocaba al pensar de esta manera. Mi amigo decía que para alguien que viaja en un tren el mundo no es una casualidad, aunque el tren esté atravesando territorios desconocidos para el viajero, territorios que el viajero no volverá a ver nunca más en su vida.

Tampoco es una casualidad para el que se levanta a las seis de la mañana muerto de sueño para ir al trabajo. Para el que no tiene más remedio que levantarse y añadir más dolor al dolor que ya tiene acumulado. El dolor se acumula, decía mi amigo, eso es un hecho, y cuanto mayor es el dolor menor es la casualidad.

– ¿Como si la casualidad fuera un lujo? -preguntó Morini.

En ese momento, Espinoza, que había seguido el monólogo de Johns, vio a Pelletier junto a la enfermera, con el codo apoyado en el reborde de la ventana mientras con la otra mano, en un gesto cortés, ayudaba a ésta a buscar la página donde estaba el cuento de Archimboldi. La enfermera rubia sentada en la silla con el libro sobre el regazo y Pelletier, de pie a su lado, en una postura que no carecía de aplomo. Y el marco de la ventana y las rosas afuera y más allá el cesped y los árboles y la tarde que iba avanzando por entre los riscos y cañadas y solitarios peñascos. Las sombras que se desplazaban imperceptiblemente por el interior del pabellón creando ángulos donde antes no los había, inciertos dibujos que aparecían de pronto en las paredes, círculos que se difuminaban como explosiones sin sonido.

– La casualidad no es un lujo, es la otra cara del destino y también algo más -dijo Johns.

– ¿Qué más? -dijo Morini.

– Algo que se le escapaba a mi amigo por una razón muy sencilla y comprensible. Mi amigo (tal vez sea una presunción de mi parte llamarlo aún así) creía en la humanidad, por lo tanto creía en el orden, en el orden de la pintura y en el orden de las palabras, que no con otra cosa se hace la pintura. Creía en la redención. En el fondo hasta es posible que creyera en el progreso. La casualidad, por el contrario, es la libertad total a la que estamos abocados por nuestra propia naturaleza. La casualidad no obedece leyes y si las obedece nosotros las desconocemos.

La casualidad, si me permite el símil, es como Dios que se manifiesta cada segundo en nuestro planeta. Un Dios incomprensible con gestos incomprensibles dirigidos a sus criaturas incomprensibles. En ese huracán, en esa implosión ósea, se realiza la comunión. La comunión de la casualidad con sus rastros y la comunión de sus rastros con nosotros.

Entonces, justo entonces, Espinoza y también Pelletier oyeron o intuyeron que Morini formulaba en voz baja la pregunta que había ido a hacer, adelantando el torso hacia adelante, en una postura que los hizo temer que se fuera a caer de la silla de ruedas.

– ¿Por qué se mutiló?

El rostro de Morini parecía atravesado por las últimas luces que rodaban por el parque del manicomio. Johns lo escuchó imperturbable. Por su actitud se hubiera dicho que sabía que el hombre de la silla de ruedas había ido a visitarlo para buscar, como tantos otros antes que él, una respuesta. Entonces Johns sonrió y formuló a su vez otra pregunta.

– ¿Va usted a publicar esta entrevista?

– De ningún modo -dijo Morini.

– ¿Entonces qué sentido tiene preguntarme una cosa así?

– Deseo escuchárselo decir a usted -susurró Morini.

Con un gesto que a Pelletier le pareció lento y ensayado, Johns levantó la mano derecha y la sostuvo a pocos centímetros de la cara expectante de Morini.

– ¿Usted cree parecerse a mí? -dijo Johns.

– No, yo no soy un artista -respondió Morini.

– Yo tampoco soy un artista -dijo Johns-. ¿Usted cree parecerse a mí?

Morini movió la cabeza de un lado a otro y su silla de ruedas también se movió. Durante unos segundos Johns lo miró con una leve sonrisa dibujada en sus labios finísimos y sin sangre.

– ¿Por qué cree usted que lo hice? -preguntó.

– No lo sé, sinceramente no lo sé -dijo Morini mirándolo a los ojos.

El italiano y el inglés estaban ahora rodeados de penumbra.

La enfermera hizo el gesto de levantarse para encender las luces, pero Pelletier se llevó un dedo a los labios y no la dejó. La enfermera volvió a sentarse. Los zapatos de la enfermera eran blancos. Los zapatos de Pelletier y Espinoza eran negros. Los zapatos de Morini eran marrones. Los zapatos de Johns eran blancos y estaban hechos para correr grandes distancias, ya fuera en el pavimento de las calles de una ciudad como a campo través. Eso fue lo último que vio Pelletier, el color de los zapatos y su forma y su quietud, antes de que la noche los sumergiera en la nada fría de los Alpes.

– Le diré por qué lo hice -dijo Johns, y por primera vez su cuerpo abandonó la rigidez y el porte erguido, marcial, y se inclinó y se acercó a Morini y le dijo algo al oído.

Luego se levantó y se acercó a Espinoza y le dio la mano muy correctamente y luego hizo lo mismo con Pelletier y luego abandonó el pabellón y la enfermera salió detrás de él.

Al encender la luz, Espinoza les hizo notar, por si no se habían dado cuenta, que Johns no le había estrechado la mano a Morini ni al principio ni al final de la entrevista. Pelletier contestó que él sí se había dado cuenta. Morini no dijo nada. Al cabo de un rato llegó la primera enfermera y los acompañó a la salida. Mientras caminaban por el parque les dijo que un taxi los estaba esperando en la entrada.

El taxi los condujo hasta Montreaux, en donde pasaron la noche en el Hotel Helvetia. Los tres estaban muy cansados y decidieron no salir a cenar. Al cabo de un par de horas, sin embargo, Espinoza llamó a la habitación de Pelletier y le dijo que tenía hambre, que iba a salir a dar una vuelta a ver si encontraba algo abierto. Pelletier le dijo que lo esperara, que él lo acompañaría.

Cuando se encontraron en el lobby Pelletier le preguntó si había llamado a Morini.

– Lo hice -dijo Espinoza-, pero nadie contesta al teléfono.

Decidieron que el italiano ya debía de estar durmiendo.

Esa noche llegaron tarde al hotel y un poco achispados. A la mañana siguiente fueron a buscar a Morini a su habitación y no lo hallaron. El recepcionista del hotel les dijo que el cliente Piero Morini había cancelado su cuenta y abandonado el establecimiento a las doce de la noche del día anterior (mientras Pelletier y Espinoza cenaban en un restaurante italiano), según constaba en el ordenador. A esa hora había bajado a la recepción y ordenado que le llamaran a un taxi.

– ¿Se marchó a las doce de la noche? ¿Adónde?

El recepcionista, naturalmente, no lo sabía.

Esa mañana, tras asegurarse de que Morini no estaba en ningún hospital de Montreaux y sus alrededores, Pelletier y Espinoza se fueron en tren hasta Ginebra. Desde el aeropuerto de Ginebra telefonearon a casa de Morini en Turín. Sólo oyeron el contestador automático, al que ambos insultaron efusivamente.

Después cada uno tomó un avión hacia sus respectivas ciudades.

Nada más llegar a Madrid Espinoza telefoneó a Pelletier.

Éste, que ya hacía una hora que estaba instalado en su casa, le dijo que no había ninguna novedad respecto a Morini. Durante todo el día, tanto Espinoza como Pelletier estuvieron dejando breves mensajes cada vez más resignados en el contestador del italiano. Al segundo día se pusieron nerviosos de verdad e incluso jugaron con la idea de volar de inmediato a Turín y, caso de no encontrar a Morini, poner el asunto en manos de la justicia. Pero no quisieron precipitarse ni hacer el ridículo y se quedaron quietos.

El tercer día fue idéntico al segundo: llamaron a Morini, se llamaron entre ellos, sopesaron diversas formas de actuación, sopesaron la salud mental de Morini, su grado innegable de madurez y sentido común, y no hicieron nada. Al cuarto día Pelletier llamó directamente a la Universidad de Turín. Habló con un joven austriaco que trabajaba temporalmente en el departamento de alemán. El austriaco no tenía idea de dónde podía hallarse Morini. Le pidió que se pusiera al aparato la secretaria del departamento. El austriaco le informó de que la secretaria había salido a desayunar y todavía no había vuelto.

Pelletier llamó de inmediato a Espinoza y le contó la llamada telefónica con lujo de detalles. Espinoza le dijo que lo dejara probar suerte a él.

Esta vez no contestó al teléfono el austriaco sino un estudiante de filología alemana. El alemán del estudiante, sin embargo, no era óptimo, por lo que Espinoza se puso a hablar con él en italiano. Preguntó si la secretaria del departamento había vuelto. El estudiante le contestó que estaba solo, que todos, por lo visto, se habían marchado a desayunar y que no había nadie en el departamento. Espinoza quiso saber a qué hora desayunaban en la Universidad de Turín y cuánto solía durar un desayuno.

El estudiante no entendió el deficiente italiano de Espinoza y éste tuvo que repetir la pregunta dos veces más, hasta ponerse un poco ofensivo.

El estudiante le dijo que él, por ejemplo, no desayunaba casi nunca, pero que eso no significaba nada, que cada persona tenía gustos diferentes. ¿Lo entendía o no lo entendía?

– Lo entiendo -dijo Espinoza haciendo rechinar los dientes -, pero es necesario que hable con alguna persona responsable del departamento.

– Hable conmigo -dijo el estudiante.

Espinoza entonces le preguntó si el doctor Morini había faltado a alguna de sus clases.

– A ver, déjeme pensar -dijo el estudiante.

Y luego Espinoza oyó que alguien, el mismo estudiante, susurraba Morini… Morini… Morini, con una voz que no parecía la suya sino más bien la voz de un mago, o más concretamente, la voz de una maga, una adivina de la época del Imperio Romano, una voz que llegaba como el goteo de una fuente de basalto pero que no tardaba en crecer y desbordarse con un ruido ensordecedor, el ruido de miles de voces, el estruendo de un gran río salido de cauce que contiene, cifrado, el destino de todas las voces.

– Ayer tenía que dar una clase y no vino -dijo el estudiante después de reflexionar.

Espinoza le dio las gracias y colgó. A media tarde llamó una vez más al domicilio de Morini y luego a Pelletier. No había nadie en ninguna de las dos casas y se tuvo que resignar a dejar sendos mensajes en el contestador automático. Luego se puso a meditar. Pero sus pensamientos sólo llegaron a lo que acababa de ocurrir, el pasado estricto, el pasado que ilusoriamente es casi presente. Recordó la voz del contestador de Morini, es decir la voz grabada del propio Morini que avisaba escueta pero educadamente que aquél era el número de Piero Morini y que procediera a dejar un mensaje, y la voz de Pelletier que en lugar de decir que aquél era el teléfono de Pelletier repetía su propio número, para que no cupiera duda, y luego instaba a quien llamaba a decir su nombre y dejar su número telefónico con la vaga promesa de llamarlo después.

Esa noche Pelletier llamó a Espinoza y decidieron de común acuerdo, tras despejarse mutuamente los presagios que pendían sobre ambos, dejar pasar unos días, no caer en un histerismo barato y recordar constantemente que, hiciera lo que hiciera, Morini era muy libre de hacerlo y en ese punto ellos nada podían (ni debían) hacer para evitarlo. Aquella noche, por primera vez desde que habían vuelto de Suiza, pudieron dormir tranquilos.

A la mañana siguiente ambos partieron hacia sus respectivas ocupaciones con el cuerpo descansado y el espíritu sereno, aunque a las once de la mañana, poco antes de salir a almorzar con unos colegas, Espinoza no se resistió y volvió a llamar al departamento de alemán de la Universidad de Turín, con el resultado estéril ya conocido. Más tarde Pelletier lo llamó desde París y le consultó sobre la conveniencia o no de poner a Norton al corriente.

Sopesaron los pros y los contras y decidieron resguardar la intimidad de Morini tras un velo de silencio al menos hasta que supieran algo más concreto acerca de él. Dos días después, casi como un acto reflejo, Pelletier llamó al piso de Morini y esta vez alguien descolgó el teléfono. Las primeras palabras de Pelletier expresaron el asombro que experimentó al oír la voz de su amigo al otro lado de la línea.

– No es posible -gritó Pelletier-, cómo es posible, es imposible.

La voz de Morini sonaba igual que siempre. Luego vinieron las felicitaciones, el alivio, el despertar de un sueño no sólo malo sino también incomprensible. En medio de la conversación Pelletier le dijo que tenía que avisar a Espinoza inmediatamente.

– ¿No te vas a mover de allí? -preguntó antes de colgar.

– ¿Adónde quieres que vaya? -dijo Morini.

Pero Pelletier no llamó a Espinoza sino que se sirvió un vaso de whisky y se dirigió a la cocina y luego al baño y luego a su estudio, dejando encendidas todas las luces de la casa. Sólo después llamó a Espinoza y le contó que había encontrado a Morini sano y salvo y que acababa de hablar con él por teléfono, pero que ya no podía seguir hablando. Tras colgar se bebió otro whisky. Media hora más tarde lo llamó Espinoza desde Madrid. En efecto, Morini estaba bien. No quiso decirle dónde se había metido durante aquellos días. Dijo que necesitaba descansar.

Aclararse las ideas. Según Espinoza, que no había querido abrumarlo con preguntas, Morini daba la impresión de querer ocultar algo. ¿Pero qué?, Espinoza no tenía ni la más remota idea.

– En realidad sabemos muy poco de él -dijo Pelletier, que empezaba a hartarse de Morini, de Espinoza, del teléfono.

– ¿Le preguntaste por el estado de su salud? -dijo Pelletier.

Espinoza dijo que sí y que Morini le había asegurado que estaba perfectamente.

– Ya nada podemos hacer -concluyó Pelletier con un tono de tristeza que no le pasó desapercibido a Espinoza.

Poco después colgaron y Espinoza cogió un libro y trató de leer, pero no pudo.

Norton entonces les dijo, mientras el empleado o el propietario de la galería seguía descolgando y colgando vestidos, que durante aquellos días en que desapareció, Morini había estado en Londres.

– Los dos primeros días los pasó solo, sin telefonearme ni una sola vez.

Cuando lo vi me dijo que se había dedicado a visitar museos y a pasear sin rumbo determinado por barrios desconocidos de la ciudad, barrios que vagamente recordaba de los cuentos de Chesterton pero que ya nada tenían que ver con Chesterton aunque la sombra del padre Brown aún perdurara en ellos, de una forma no confesional, dijo Morini, como si pretendiera desdramatizar hasta el hueso su errancia solitaria por la ciudad, pero la verdad es que ella más bien se lo imaginaba encerrado en el hotel, con las cortinas descorridas, observando hora tras hora un paisaje mezquino de traseras de edificios y leyendo.

Después la llamó por teléfono y la invitó a comer.

Naturalmente, Norton se alegró de oírlo y de saberlo en la ciudad y a la hora oportuna apareció por la recepción, en donde Morini, sentado en su silla de ruedas, con un paquete sobre el regazo, capeaba con paciencia y desinterés el tráfico de clientes y visitas que convulsionaba el lobby con un muestrario móvil de maletas, rostros cansados, perfumes que seguían a los cuerpos como meteoritos, la actitud hierática y ansiosa de los botones, las ojeras filosóficas del jefe titular o suplente de la recepción acompañado siempre por un par de auxiliares que emanaban frescura, la misma frescura pronta al sacrificio que despedían (en forma de carcajadas fantasmas) algunas jóvenes y que Morini, por delicadeza, prefería no ver. Al llegar Norton se marcharon a un restaurante en Notting Hill, un restaurante brasileño y vegetariano que ella acababa de conocer.

Cuando Norton supo que Morini llevaba ya dos días en Londres le preguntó qué demonios había estado haciendo y por qué diablos no la había llamado. Morini le dijo entonces lo de Chesterton, dijo que se había dedicado a pasear, alabó las disposiciones urbanas para el buen tránsito de los minusválidos, todo lo contrario que Turín, una ciudad llena de obstáculos para las sillas de ruedas, dijo que había estado en algunas librerías de viejo, que había comprado algunos ejemplares que no nombró, mencionó dos visitas a la casa de Sherlock Holmes, Baker Street era una de sus calles preferidas, una calle que para él, un italiano de mediana edad, culto y baldado y lector de novelas policiacas, estaba fuera del tiempo o más allá del tiempo, amorosamente (aunque la palabra no era amorosa sino primorosa) preservada en las páginas del doctor Watson. Después fueron a casa de Norton y entonces Morini le entregó el regalo que le había comprado, un libro sobre Brunelleschi, con excelentes fotografías de fotógrafos de cuatro nacionalidades diferentes sobre los mismos edificios del gran arquitecto del Renacimiento.

– Son interpretaciones -dijo Morini-. El mejor es el francés -dijo-. El que menos me gusta es el americano. Demasiado aparatoso. Con demasiadas ganas de descubrir a Brunelleschi.

De ser Brunelleschi. El alemán no está mal, pero el mejor, creo, es el francés, ya me dirás tú qué opinas.

Aunque nunca había visto el libro, que en el papel y la encuadernación ya era una joya por sí mismo, a Norton le pareció que había algo familiar en él. Al día siguiente se encontraron delante de un teatro. Morini tenía dos entradas, que había comprado en el hotel, y vieron una comedia mala, vulgar, que los hizo reír, a Norton más que a Morini, quien perdía el sentido de algunas frases dichas en argot londinense. Esa noche cenaron juntos y cuando Norton quiso saber qué había hecho Morini durante el día éste le confesó que visitar Kensington Gardens y los Jardines Italianos de Hyde Park y pasear sin rumbo fijo, aunque Norton, sin saber por qué, más bien se lo imaginó quieto en el parque, a veces estirando el cuello para divisar algo que se le escapaba, las más de las veces con los ojos cerrados, fingiendo dormir. Mientras cenaban Norton le explicó las cosas que no había entendido de la comedia. Sólo entonces Morini se dio cuenta de que la comedia era más mala de lo que creía. Su aprecio por el trabajo de los actores, sin embargo, subió mucho y de vuelta en su hotel, mientras se desnudaba parcialmente, sin bajar aún de la silla de ruedas, delante del televisor apagado que lo reflejaba a él y la habitación como figuras espectrales de una obra de teatro que la prudencia y el miedo aconsejaban no montar jamás, concluyó que tampoco la comedia era tan mala, que había estado bien, él también se había reído, los actores eran buenos, las butacas cómodas, el precio de las entradas no excesivamente caro.

Al día siguiente le dijo a Norton que tenía que marcharse.

Norton lo fue a dejar al aeropuerto. Mientras esperaban Morini, adoptando un tono de voz casual, le dijo que creía saber por qué Johns se había cercenado la mano derecha.

– ¿Qué Johns? -dijo Norton.

– Edwin Johns, el pintor que tú me descubriste -dijo Morini.

– Ah, Edwin Johns -dijo Norton-. ¿Por qué?

– Por dinero -dijo Morini.

– ¿Por dinero?

– Porque creía en las inversiones, en el flujo de capital, quien no invierte no gana, esa clase de cosas.

Norton puso cara de pensárselo dos veces y luego dijo:

puede ser.

– Lo hizo por dinero -dijo Morini.

Después Norton le preguntó (y fue la primera vez) por Pelletier y Espinoza.

– Preferiría que no supieran que he estado aquí -dijo Morini.

Norton lo miró interrogante y dijo que no se preocupara, que le guardaría el secreto. Luego le preguntó si la llamaría por teléfono cuando llegara a Turín.

– Por supuesto -dijo Morini.

Una azafata vino a hablar con ellos y al cabo de pocos minutos se alejó sonriendo. La cola de los pasajeros empezó a moverse.

Norton le dio a Morini un beso en la mejilla y se marchó.

Antes de abandonar la galería, más que cabizbajos, pensativos, el propietario y único empleado de ésta les contó que pronto el establecimiento cerraría sus puertas. Con un vestido de lamé colgando del brazo, les dijo que la casa, de la que la galería formaba parte, había sido de su abuela, una señora muy digna y avanzada. Al morir la abuela la casa fue heredada por sus tres nietos, en teoría a partes iguales. Pero por entonces él, que era uno de los nietos, vivía en el Caribe, en donde además de aprender a hacer cócteles Margarita se dedicaba a labores de información y espionaje. A todos los efectos era una especie de desaparecido. Un espía hippie de costumbres más bien viciosas, fueron sus palabras. Cuando volvió a Inglaterra se encontró con que sus primos habían ocupado toda la casa. A partir de ese momento empezó a pleitear con ellos. Pero los abogados costaban caro y finalmente se tuvo que conformar con tres habitaciones, en donde puso su galería de arte. Pero el negocio no funcionaba: ni vendía cuadros, ni vendía ropa usada, y pocas personas iban a degustar sus cócteles. Este barrio es demasiado chic para mis clientes, dijo, ahora las galerías están en viejos barrios obreros remodelados, los bares en el tradicional circuito de bares y la gente de por aquí no compra ropa usada. Cuando Norton, Pelletier y Espinoza ya se habían levantado y se disponían a bajar la escalerilla de metal que conducía a la calle, el propietario de la galería les comunicó que, para colmo, en los últimos tiempos había empezado a aparecérsele el fantasma de su abuela. Esta confesión suscitó el interés de Norton y sus acompañantes.

¿La ha visto?, preguntaron. La he visto, dijo el propietario de la galería, al principio sólo oía ruidos desconocidos, como de agua y de burbujas de agua. Unos ruidos que nunca antes había escuchado en esta casa, si bien, al subdividirla para vender los pisos y, por lo tanto, al instalar nuevos servicios sanitarios, alguna razón lógica tal vez explicara los ruidos, aunque él nunca antes los hubiera oído. Pero después de los ruidos vinieron los gemidos, unos ayes que no eran precisamente de dolor sino más bien de extrañeza y frustración, como si el fantasma de su abuela recorriera su antigua casa y no la reconociera, reconvertida como estaba en varias casas más pequeñas, con paredes que ella no recordaba y muebles modernos que a ella le debían de parecer vulgares y espejos donde nunca antes hubo ningún espejo.

A veces el propietario, de tan deprimido que estaba, se quedaba a dormir en la tienda. No estaba deprimido, por supuesto, por los ruidos o gemidos del fantasma, sino por cómo le iba el negocio, al borde de la ruina. En esas noches podía oír los pasos con total claridad, los gemidos de su abuela, que se paseaba por el piso de arriba como si no entendiera nada del mundo de los muertos y del mundo de los vivos. Una noche, antes de cerrar la galería, la vio reflejada en el único espejo que había, en un rincón, un viejo espejo victoriano de cuerpo entero que estaba allí para que las clientas se probaran los vestidos.

Su abuela miraba uno de los cuadros colgados en la pared y luego trasladaba la vista a la ropa que colgaba de los percheros y también miraba, como si aquello ya fuera el colmo, las dos únicas mesas del establecimiento.

Su gesto era de horror, dijo el propietario. Aquélla había sido la primera y la última vez que la había visto, aunque de tanto en tanto volvía a escucharla pasear por los pisos superiores, en donde seguramente se movía a través de las paredes que antes no existían. Cuando Espinoza le preguntó por la naturaleza de su antiguo trabajo en el Caribe, el propietario sonrió tristemente y les aseguró que no estaba loco, como cualquiera hubiera podido creer. Había sido espía, les dijo, de la misma forma en que otros trabajan en el censo o en algún departamento de estadística. Las palabras del propietario de la galería, sin que ellos pudieran precisar el porqué, los entristecieron muchísimo.

Durante un seminario en Toulouse conocieron a Rodolfo Alatorre, joven mexicano entre cuyas variopintas lecturas se encontraba la obra de Archimboldi. El mexicano, que disfrutaba de una beca para la creación y que pasaba sus días empeñado, al parecer vanamente, en escribir una novela moderna, asistió a algunas conferencias y luego se presentó a sí mismo a Norton y a Espinoza, quienes se lo sacaron de encima sin miramientos, y luego a Pelletier, quien lo ignoró soberanamente, pues Alatorre en nada se diferenciaba de la horda de jóvenes universitarios europeos más bien pesados que pululaban alrededor de los apóstoles archimboldianos. Para mayor vergüenza, Alatorre ni siquiera sabía hablar alemán, lo que lo descalificaba de antemano.

El seminario de Toulouse, por otra parte, fue un éxito de público y entre aquella fauna de críticos y especialistas que se conocían de anteriores congresos y que, al menos exteriormente, parecían felices de volver a verse y deseosos de proseguir antiguas discusiones, el mexicano no tenía nada que hacer salvo marcharse a casa, algo que no quería hacer pues su casa era un cuarto desangelado de becario en donde sólo lo esperaban sus libros y manuscritos, o quedarse en un rincón y sonreír a diestra y siniestra fingiendo estar concentrado en problemas de índole filosófica, que es lo que finalmente hizo. Esta posición o esta toma de posición, no obstante, le permitió fijarse en Morini, que, recluido en su silla de ruedas y contestando distraídamente los saludos de los demás, ofrecía o eso le pareció a Alatorre un desamparo similar al suyo. Al cabo de poco rato, tras presentarse a Morini, el mexicano y el italiano deambulaban por las calles de Toulouse.

Primero hablaron de Alfonso Reyes, a quien Morini conocía pasablemente, y luego de Sor Juana, de quien Morini no podía olvidar aquel libro escrito por Morino, ese Morino que parecía ser él mismo, en donde se reseñaban las recetas de cocina de la monja mexicana. Luego hablaron de la novela de Alatorre, la novela que pensaba escribir y la única novela que ya había escrito, de la vida de un joven mexicano en Toulouse, de los días invernales que pese a ser cortos se hacían interminablemente largos, de los pocos amigos franceses que tenía (la bibliotecaria, otro becario de nacionalidad ecuatoriana a quien sólo veía de vez en cuando, el mozo de un bar cuya idea de México a Alatorre le parecía mitad estrambótica, mitad ofensiva), de los amigos que había dejado en el DF y a quienes, diariamente, escribía largos e-mails monotemáticos sobre su novela en curso y sobre la melancolía.

Uno de estos amigos del DF, según Alatorre, y esto lo dijo inocentemente, con esa pizca de fanfarronería poco astuta de los escritores menores, había conocido hacía poco tiempo a Archimboldi.

Al principio Morini, que no le prestaba demasiada atención y que se dejaba arrastrar por los sitios que Alatorre consideraba dignos de interés, y que efectivamente, sin ser paradas turísticas obligatorias, poseían un interés cierto, como si la vocación secreta y auténtica de Alatorre, más que la de novelista, fuera la de guía turístico, creyó que el mexicano, el cual, por lo demás, sólo había leído dos novelas de Archimboldi, fanfarroneaba o él lo había entendido mal o no sabía que Archimboldi estaba desaparecido desde siempre.

La historia que contó Alatorre, sucintamente, era ésta: su amigo, un ensayista y novelista y poeta llamado Almendro, un tipo de unos cuarenta y tantos años más conocido entre los amigos por el mote del Cerdo, había recibido una llamada telefónica a medianoche. El Cerdo, tras hablar un momento en alemán, se vistió y salió en su coche rumbo a un hotel cercano al aeropuerto de Ciudad de México. Pese a que no había mucho tráfico a esa hora, llegó al hotel pasada la una de la mañana.

En el lobby del hotel encontró a un recepcionista y a un policía. El Cerdo sacó su identificación como alto funcionario del gobierno y luego subió con el policía a una habitación del tercer piso. Allí había dos policías más y un viejo alemán que estaba sentado en la cama, despeinado, vestido con una camiseta gris y pantalones vaqueros, descalzo, como si la llegada de la policía lo hubiera sorprendido durmiendo. Evidentemente el alemán, pensó el Cerdo, dormía vestido. Uno de los policías estaba mirando la tele. El otro fumaba reclinado en la pared. El policía que llegó con el Cerdo apagó la tele y les dijo que lo siguieran.

El policía que estaba reclinado sobre la pared pidió explicaciones, pero el policía que había subido con el Cerdo le dijo que mantuviera la boca cerrada. Antes de que los policías abandonaran la habitación el Cerdo preguntó, en alemán, si le habían robado algo. El viejo dijo que no. Querían dinero, pero no habían robado nada.

– Eso está bien -dijo el Cerdo en alemán-, parece que estamos mejorando.

Luego preguntó a los policías a qué comisaría estaban adscritos y los dejó marchar. Cuando los policías se hubieron ido el Cerdo se sentó junto a la tele y le dijo que lo sentía. El viejo alemán se levantó de la cama sin decir nada y se metió en el lavabo.

Era enorme, le escribió el Cerdo a Alatorre. Casi dos metros.

O un metro noventaicinco. En cualquier caso: enorme e imponente. Cuando el viejo salió del baño el Cerdo se dio cuenta de que ahora estaba calzado y le preguntó si le apetecía salir a dar una vuelta por el DF o ir a tomar algo.

– Si tiene sueño -añadió-, dígamelo y me marcharé de inmediato.

– Mi avión sale a las siete de la mañana -dijo el viejo.

El Cerdo miró el reloj, eran las dos de la mañana pasadas, y no supo qué decir. Él, como Alatorre, conocía apenas la obra literaria del viejo, sus libros traducidos al español se publicaban en España y llegaban tarde a México. Hacía tres años, cuando dirigía una editorial, antes de convertirse en uno de los dirigentes culturales del nuevo gobierno, intentó publicar Los bajos fondos de Berlín, pero los derechos ya los tenía una editorial de Barcelona. Se preguntó cómo, quién le había dado al viejo su número de teléfono. Plantearse la pregunta, una pregunta que no pensaba responder de ninguna manera, ya lo hizo feliz, lo llenó de una felicidad que en cierta forma lo justificaba como persona y como escritor.

– Podemos salir -dijo-, yo estoy dispuesto.

El viejo se puso una chaqueta de cuero sobre la camiseta gris y lo siguió. Lo llevó a la plaza Garibaldi. Cuando llegaron no había mucha gente, la mayoría de los turistas había regresado a sus hoteles y sólo quedaban borrachos y noctámbulos, gente que iba a cenar y corros de mariachis que hablaban del último partido de fútbol. Por las bocacalles de la plaza se deslizaban sombras que en ocasiones se detenían y los escrutaban.

El Cerdo se tanteó la pistola que desde que trabajaba en el gobierno solía llevar. Entraron en un bar y el Cerdo pidió tacos de carnita. El viejo bebió tequila y él se conformó con una cerveza.

Mientras el viejo comía el Cerdo se puso a pensar en los cambios que da la vida. Menos de diez años atrás, si él hubiera entrado en ese mismo bar y se hubiera puesto a hablar en alemán con un viejo larguirucho como aquél, no habría faltado alguien que lo insultara o se sintiera, por los motivos más peregrinos, ofendido. La pelea inminente, entonces, hubiera acabado con el Cerdo pidiendo disculpas o dando explicaciones e invitando a una ronda de tequilas. Ahora nadie se metía con él, como si el hecho de llevar una pistola debajo de la camisa o trabajar en un alto puesto en el gobierno fuera un aura de santidad que los matones y los borrachos eran capaces de percibir desde lejos. Pinches mamones cobardes, pensó el Cerdo. Me huelen, me huelen y se cagan en los pantalones. Luego se puso a pensar en Voltaire (¿por qué Voltaire, chingados?) y luego se puso a pensar en una vieja idea que le rondaba desde hacía un tiempo por la cabeza, la de pedir una embajada en Europa, o al menos una agregaduría cultural, aunque con las conexiones que él tenía lo menos que podían darle era una embajada. Lo malo es que en una embajada sólo iba a tener un salario, el salario de embajador. Mientras el alemán comía el Cerdo puso sobre la balanza los pros y los contras de ausentarse de México.

Entre los pros se hallaba, sin duda, el poder retomar su trabajo como escritor. Le seducía la idea de vivir en Italia o cerca de Italia y pasar largas temporadas en la Toscana y en Roma escribiendo un ensayo sobre Piranesi y sus cárceles imaginarias, que él veía extrapoladas, más que en las cárceles mexicanas, en el imaginario y en la iconografía de algunas cárceles mexicanas.

Entre los contras estaba, sin duda, la lejanía física del poder.

Alejarse del poder nunca es bueno, eso lo había descubierto muy temprano, antes de acceder al poder real, cuando dirigía la editorial que intentó publicar a Archimboldi.

– Oiga -le dijo de pronto-, ¿no se decía que a usted no lo había visto nadie?

El viejo lo miró y le sonrió educadamente.

Esa misma noche, después de que Pelletier, Espinoza y Norton volvieran a escuchar de labios de Alatorre la historia del alemán, llamaron por teléfono a Almendro, alias el Cerdo, quien no opuso ningún reparo en relatarle a Espinoza lo que en líneas generales Alatorre ya les había contado. La relación entre éste y el Cerdo era, en cierta manera, una relación maestroalumno o una relación hermano mayor-hermano menor, de hecho había sido el Cerdo quien le consiguió la beca en Toulouse a Alatorre, lo que de alguna manera clarificaba el grado de aprecio que el Cerdo sentía por su hermanito, pues en su poder estaba el conseguir becas más vistosas y en parajes más prestigiosos, para no hablar de una agregaduría cultural en Atenas o en Caracas, que sin ser mucho son algo y que Alatorre hubiera agradecido de corazón, aunque tampoco, en honor a la verdad, le hizo ascos a la bequita en Toulouse. Para la próxima, estaba seguro, el Cerdo sería más munificiente con él. Almendro, por su parte, no había cumplido aún los cincuenta años y su obra, fuera de las fronteras del DF, era inconmensurablemente desconocida. Pero en el DF, y en algunas universidades norteamericanas, todo hay que decirlo, su nombre era familiar, incluso excesivamente familiar. ¿De qué manera, pues, Archimboldi, suponiendo que aquel viejo alemán fuera en verdad Archimboldi y no un bromista, se hizo con su teléfono? Según creía el Cerdo, el teléfono se lo había proporcionado su editora alemana, la señora Bubis. Espinoza le preguntó, no sin cierta perplejidad, si conocía él a la insigne dama.

– Por supuesto -dijo el Cerdo-, estuve en una fiesta en Berlín, en una charreada cultural con algunos editores alemanes y allí nos presentaron.

«¿Qué demonios es una charreada cultural?», escribió Espinoza en un papel que vieron todos y que sólo Alatorre, a quien iba dirigido, atinó a descifrar.

– Le debí de dar mi tarjeta -dijo el Cerdo desde el DF.

– Y en su tarjeta iba su número de teléfono particular.

– Así es -dijo el Cerdo-. Le debí de dar mi tarjeta A, en la tarjeta B sólo está el número del teléfono de la oficina. Y en la tarjeta C sólo está el número del teléfono de mi secretaria.

– Entiendo -dijo Espinoza armándose de paciencia.

– En la tarjeta D no hay nada, está en blanco, sólo mi nombre y nada más -dijo el Cerdo riéndose.

– Ya, ya -dijo Espinoza-, en la tarjeta D sólo su nombre.

– Eso -dijo el Cerdo-, sólo mi nombre y punto. Ni número de teléfono ni oficio ni calle donde vivo ni nada, ¿entiende?

– Lo entiendo -dijo Espinoza.

– A la señora Bubis le di, obviamente, la tarjeta A.

– Y ella se la debió de dar a Archimboldi -dijo Espinoza.

– Correcto -dijo el Cerdo.

Hasta las cinco de la mañana estuvo el Cerdo con el viejo alemán. Después de comer (el viejo tenía hambre y pidió más tacos y más tequila, mientras el Cerdo hundía la cabeza como una avestruz en reflexiones sobre la melancolía y el poder) se fueron a dar una vuelta por los alrededores del Zócalo, en donde visitaron la plaza y los yacimientos aztecas que surgían como lilas en una tierra baldía, según expresión del Cerdo, flores de piedra en medio de otras flores de piedra, un desorden que seguro no iba a llevar a ninguna parte, sólo a más desorden, dijo el Cerdo, mientras él y el alemán caminaban por las calles aledañas al Zócalo, hasta la plaza de Santo Domingo, en donde por el día, bajo las arcadas, se aposentaban los escribanos con sus máquinas de escribir, para redactar cartas o petitorios de índole legal o judicial. Después fueron a ver el Ángel en Reforma, pero aquella noche el Ángel estaba apagado y el Cerdo, mientras giraban alrededor de la glorieta, sólo pudo explicárselo al alemán, que miraba hacia arriba desde la ventanilla abierta del coche.

A las cinco de la mañana volvieron al hotel. El Cerdo esperó en el lobby, fumándose un cigarrillo. Cuando el viejo salió del ascensor sólo llevaba una maleta e iba vestido con la misma camiseta gris y los pantalones vaqueros. Las avenidas que llevaban hacia el aeropuerto estaban vacías y el Cerdo se saltó varios semáforos en rojo. Intentó buscar un tema de conversación pero fue imposible. Ya le había preguntado, mientras comían, si había estado antes en México y el viejo le respondió que no, lo que resultaba extraño, pues casi todos los escritores europeos en algún momento habían estado allí. Pero el viejo dijo que aquélla era la primera vez. Cerca del aeropuerto había más coches y el tráfico dejó de ser fluido. Cuando entraron en el párking el viejo quiso despedirse pero el Cerdo insistió en acompañarlo.

– Déme su maleta -dijo.

La maleta tenía ruedas y apenas pesaba. El viejo volaba desde el DF hasta Hermosillo.

– ¿Hermosillo? -dijo Espinoza-, ¿dónde queda eso?

– En el estado de Sonora -dijo el Cerdo-. Es la capital de Sonora, en el noroeste de México, en la frontera con los Estados Unidos.

– ¿Qué va a hacer usted a Sonora? -dijo el Cerdo.

El viejo dudó un momento antes de responder, como si se le hubiera olvidado hablar.

– Voy a conocer -dijo.

Aunque el Cerdo no estaba seguro. Tal vez dijo aprender y no conocer.

– ¿Hermosillo? -dijo el Cerdo.

– No, Santa Teresa -dijo el viejo-. ¿La conoce usted?

– No -dijo el Cerdo-, he estado un par de veces en Hermosillo, dando conferencias sobre literatura, hace tiempo, pero nunca en Santa Teresa.

– Creo que es una ciudad grande -dijo el viejo.

– Es grande, sí -dijo el Cerdo-, hay fábricas, y también problemas. No creo que sea un lugar bonito.

El Cerdo sacó su identificación y pudo acompañar al viejo hasta la puerta de embarque. Antes de separarse le dio una tarjeta.

Una tarjeta A.

– Si tiene algún problema, ya sabe -dijo.

– Muchas gracias -dijo el viejo.

Después se dieron la mano y ya no lo volvió a ver.

Optaron por no decirle a nadie más lo que sabían. Callar, juzgaron, no era traicionar a nadie sino actuar con la debida prudencia y discreción que el caso ameritaba. Se convencieron rápidamente de que era mejor no levantar aún falsas expectativas.

Según Borchmeyer aquel año el nombre de Archimboldi volvía a sonar entre los candidatos al Premio Nobel. El año anterior también su nombre había estado en las quinielas del premio.

Falsas expectativas. Según Dieter Hellfeld un miembro de la academia sueca, o el secretario de un miembro de la academia, se había puesto en contacto con su editora para sondearla acerca de la actitud del escritor caso de resultar premiado. ¿Qué podía decir un hombre de más de ochenta años? ¿Qué importancia podía tener el Nobel para un hombre de más de ochenta años, sin familia, sin descendientes, sin un rostro conocido? La señora Bubis dijo que él estaría encantado. Probablemente sin consultarlo con nadie, pensando en los libros que se venderían.

¿Pero la baronesa se preocupaba por los libros vendidos, por los libros que se acumulaban en los almacenes de la editorial Bubis en Hamburgo? No, seguramente no, dijo Dieter Hellfeld. La baronesa rondaba los noventa años y el estado del almacén la traía sin cuidado. Viajaba mucho, Milán, París, Frankfurt.

A veces se la podía ver hablando con la señora Sellerio en el stand de Bubis en Frankfurt. O en la embajada alemana en Moscú, con trajes de Chanel y dos poetas rusos por banda, disertando sobre Bulgákov y sobre la belleza (¡incomparable!) de los ríos rusos en otoño, antes de las heladas invernales. A veces, dijo Pelletier, da la impresión de que la señora Bubis ha olvidado la existencia de Archimboldi. Eso, en México, es lo más normal, dijo el joven Alatorre. De todas maneras, según Schwarz, cabía la posibilidad, puesto que estaba en la lista de los favoritos.

Y tal vez los académicos suecos tenían ganas de un cierto cambio.

Un veterano, un desertor de la Segunda Guerra Mundial que sigue huyendo, un recordatorio para Europa en tiempos convulsos. Un escritor de izquierdas al que respetaban hasta los situacionistas. Un tipo que no pretendía conciliar lo irreconciliable, que es lo que está de moda. Imagínate, dijo Pelletier, Archimboldi gana el Nobel y justo en ese momento aparecemos nosotros, con Archimboldi de la mano.

No se plantearon qué estaba haciendo Archimboldi en México.

¿Por qué alguien con más de ochenta años viaja a un país que nunca antes ha visitado? ¿Interés repentino? ¿Necesidad de observar sobre el terreno los escenarios de un libro en curso?

Era improbable, adujeron, entre otras razones porque los cuatro creían que ya no habría más libros de Archimboldi.

De forma tácita se inclinaron por la respuesta más fácil, pero también la más descabellada: Archimboldi había ido a México a hacer turismo, como tantos alemanes y europeos de la tercera edad. La explicación no se mantenía en pie. Imaginaron a un viejo prusiano misántropo que una mañana despierta y ya está loco. Sopesaron las posibilidades de la demencia senil.

Desecharon las hipótesis y se atuvieron a las palabras del Cerdo.

¿Y si Archimboldi estuviera huyendo? ¿Y si Archimboldi, de pronto, hubiera encontrado otra vez un motivo para huir?

Al principio Norton fue la más renuente a salir en su busca.

La imagen de ellos regresando a Europa con Archimboldi de la mano le parecía la imagen de un grupo de secuestradores.

Por supuesto, nadie pensaba secuestrar a Archimboldi. Ni siquiera someterlo a una batería de preguntas. Espinoza se conformaba con verlo. Pelletier se conformaba con preguntarle quién era la persona con cuya piel se había fabricado la máscara de cuero de su novela homónima. Morini se conformaba con ver las fotos que ellos le tomarían en Sonora.

Alatorre, a quien nadie le había pedido su opinión, se conformaba con iniciar una amistad epistolar con Pelletier, Espinoza, Morini y Norton y tal vez, si no era molestia, visitarlos de vez en cuando en sus respectivas ciudades. Sólo Norton tenía reservas. Pero al final decidió viajar. Creo que Archimboldi vive en Grecia, dijo Dieter Hellfeld. O eso o está muerto. También hay una tercera opción, dijo Dieter Hellfeld: que el autor que conocemos por el nombre de Archimboldi sea en realidad la señora Bubis.

– Sí, sí -dijeron nuestros cuatro amigos-, la señora Bubis.

A última hora Morini decidió no viajar. Su salud quebrantada, dijo, se lo impedía. Marcel Schwob, que tenía una salud igual de frágil, en 1901 había emprendido un viaje en peores condiciones para visitar la tumba de Stevenson en una isla del Pacífico. El viaje de Schwob fue de muchos días de duración, primero en el Ville de La Ciotat, después en el Polynésienne y después en el Manapouri. En enero de 1902 enfermó de pulmonía y estuvo a punto de morir. Schwob viajó con su criado, un chino llamado Ting, el cual se mareaba a la primera ocasión.

O tal vez sólo se mareaba si hacía mala mar. En cualquier caso el viaje estuvo plagado de mala mar y de mareos. En una ocasión Schwob, acostado en su camarote, sintiéndose morir, notó que alguien se acostaba a su lado. Al volverse para ver quién era el intruso descubrió a su sirviente oriental, cuya piel estaba verde como una lechuga. Tal vez sólo en ese momento se dio cuenta de la empresa en la que se había metido. Cuando llegó, al cabo de muchas penalidades, a Samoa, no visitó la tumba de Stevenson. Por un lado se encontraba demasiado enfermo y, por otro lado, ¿para qué visitar la tumba de alguien que no ha muerto? Stevenson, y esta revelación simple se la debía al viaje, vivía en él.

Morini, que admiraba (aunque más que admiración era cariño) a Schwob, pensó al principio que su viaje a Sonora podía ser, a escala reducida, una suerte de homenaje al escritor francés y también al escritor inglés cuya tumba fue a visitar el escritor francés, pero cuando volvió a Turín se dio cuenta de que no podía viajar. Así que telefoneó a sus amigos y les mintió que el médico le había prohibido terminantemente un esfuerzo de esa naturaleza. Pelletier y Espinoza aceptaron sus explicaciones y prometieron que lo llamarían regularmente para tenerlo informado de la búsqueda, esta vez definitiva, que iban a emprender.

Con Norton fue distinto. Morini repitió que no iba a viajar.

Que el médico se lo prohibía. Que pensaba escribirles todos los días. Incluso se rió y se permitió una broma tonta que Norton no entendió. Un chiste de italianos. Un italiano, un francés y un inglés en un avión en donde sólo hay dos paracaídas.

Norton creyó que se trataba de un chiste político. En realidad era un chiste de niños, aunque el italiano del avión (que perdía primero un motor y luego el otro y luego empezaba a capotar) se parecía, tal como contaba el chiste Morini, a Berlusconi.

En realidad Norton apenas abrió la boca. Dijo ahá, ahá, ahá. Y luego dijo buenas noches, Piero, en un inglés muy dulce o que a Morini le pareció insoportablemente dulce y luego colgó.

Norton, de alguna manera, se sintió insultada por la negativa de Morini a acompañarlos. No volvieron a llamarse por teléfono.

Morini hubiera podido hacerlo, pero a su modo y antes de que sus amigos emprendieran la búsqueda de Archimboldi, él, como Schwob en Samoa, ya había iniciado un viaje, un viaje que no era alrededor del sepulcro de un valiente sino alrededor de una resignación, una experiencia en cierto sentido nueva, pues esta resignación no era lo que comúnmente se llama resignación, ni siquiera paciencia o conformidad, sino más bien un estado de mansedumbre, una humildad exquisita e incomprensible que lo hacía llorar sin que viniera a cuento y en donde su propia imagen, lo que Morini percibía de Morini, se iba diluyendo de forma gradual e incontenible, como un río que deja de ser río o como un árbol que se quema en el horizonte sin saber que se está quemando.

Pelletier, Espinoza y Norton viajaron desde París al DF, en donde los esperaba el Cerdo. Allí pasaron la noche en un hotel y a la mañana siguiente volaron a Hermosillo. El Cerdo, que no entendía gran parte de la historia, estaba encantado de atender a tan ilustres académicos europeos aunque éstos, para su disgusto, no aceptaran pronunciar ninguna conferencia en Bellas Artes o en la UNAM o en el Colegio de México.

La noche que pasaron en el DF Espinoza y Pelletier fueron con el Cerdo al hotel en donde había pernoctado Archimboldi.

El recepcionista no puso ningún inconveniente en dejarles ver el ordenador. Con el ratón el Cerdo repasó los nombres que aparecieron en la pantalla iluminada y que correspondían al día en que había conocido a Archimboldi. Pelletier se dio cuenta de que tenía las uñas sucias y comprendió la razón de su mote.

– Aquí está -dijo el Cerdo-, es éste.

Pelletier y Espinoza buscaron el nombre que indicaba el mexicano. Hans Reiter. Una noche. Pago al contado. No había utilizado tarjeta ni había abierto el minibar. Después se marcharon al hotel aunque el Cerdo les preguntó si les interesaba conocer algún lugar típico. No, dijeron Espinoza y Pelletier, no nos interesa.

Norton, mientras tanto, estaba en el hotel y aunque no tenía sueño había apagado las luces y dejado sólo el televisor encendido y con el volumen muy bajo. Por las ventanas abiertas de su cuarto llegaba un zumbido lejano, como si a muchos kilómetros de allí, en un zona del extrarradio de la ciudad, estuvieran evacuando a la gente. Pensó que era el televisor y lo apagó, pero el ruido persistía. Se apoyó en la ventana y contempló la ciudad. Un mar de luces vacilantes se extendía hacia el sur.

El zumbido, con la mitad del cuerpo fuera de la ventana, no se oía. El aire era frío y le resultó confortable.

En la entrada del hotel un par de porteros discutían con un cliente y un taxista. El cliente estaba borracho. Uno de los porteros lo sostenía del hombro y el otro escuchaba lo que tenía que decir el taxista, que parecía, a juzgar por los aspavientos que realizaba, cada vez más excitado. Al poco rato un coche se detuvo delante del hotel y vio bajar de él a Espinoza y a Pelletier, seguidos por el mexicano. Desde allí arriba no estaba muy segura de que fueran sus amigos. En cualquier caso, si lo eran parecían distintos, caminaban de otra manera, mucho más viriles, si esto era posible, aunque la palabra virilidad, sobre todo aplicada a la forma de caminar, a Norton le sonaba monstruosa, un sinsentido sin pies ni cabeza. El mexicano le dio las llaves del coche a uno de los porteros y luego los tres se introdujeron en el hotel. El portero que tenía las llaves del coche del Cerdo se subió a éste y entonces el taxista dirigió sus aspavientos en dirección al portero que sostenía al borracho. Norton tuvo la impresión de que el taxista exigía más dinero y que el cliente borracho del hotel no quería pagarle. Desde su posición Norton creyó que el borracho tal vez fuera norteamericano.

Llevaba una camisa blanca, por fuera del pantalón de lona, de color claro, como un capuchino o como un batido de café. Su edad era indiscernible. Cuando el otro portero volvió, el taxista retrocedió dos pasos y les dijo algo.

Su actitud, pensó Norton, resultaba amenazante. Entonces uno de los porteros, el que sostenía al cliente borracho, dio un salto y lo cogió por el cuello. El taxista no esperaba esa reacción y sólo atinó a retroceder, pero ya resultaba imposible sacudirse de encima al portero. Por el cielo, presumiblemente lleno de nubes negras cargadas de contaminación, aparecieron las luces de un avión. Norton levantó la vista, sorprendida, pues entonces todo el aire empezó a zumbar, como si millones de abejas rodearan el hotel. Por un instante se le pasó por la cabeza la idea de un terrorista suicida o de un accidente aéreo. En la entrada del hotel los dos porteros le pegaban al taxista, que estaba en el suelo. No se trataba de patadas continuadas. Digamos que lo pateaban cuatro o seis veces y paraban y le daban oportunidad de hablar o de irse, pero el taxista, que estaba doblado sobre su estómago, movía la boca y los insultaba y entonces los porteros le daban otra tanda de patadas.

El avión descendió un poco más en la oscuridad y Norton creyó ver a través de las ventanillas los rostros expectantes de los pasajeros. Luego el aparato dio un giro y volvió a subir y pocos segundos después penetró una vez más en el vientre de las nubes. Las luces de cola, centellas rojas y azules, fue lo último que vio antes de que desapareciera. Cuando miró hacia abajo uno de los recepcionistas del hotel había salido y se llevaba, como a un herido, al cliente borracho que apenas podía caminar, mientras los dos porteros arrastraban al taxista no en dirección al taxi sino en dirección al párking subterráneo.

Su primer impulso fue bajar al bar, en donde encontraría a Pelletier y Espinoza charlando con el mexicano, pero al final decidió cerrar la ventana y meterse en la cama. El zumbido seguía y Norton pensó que lo debía de producir el aire acondicionado.

– Hay una especie de guerra entre taxistas y porteros -dijo el Cerdo-. Una guerra no declarada, con sus altibajos, momentos de gran tensión y momentos de alto el fuego.

– ¿Y ahora qué va a pasar? -dijo Espinoza.

Estaban sentados en el bar del hotel, junto a uno de los ventanales que daba a la calle. Afuera el aire tenía una textura líquida. Agua negra, azabache, que daba ganas de pasarle la mano por el lomo y acariciarla.

– Los porteros le darán una lección al taxista y éste va a tardar mucho tiempo en volver al hotel -dijo el Cerdo-. Es por las propinas.

Después el Cerdo sacó su agenda electrónica de direcciones y ellos copiaron en sus respecivas libretas el teléfono del rector de la Universidad de Santa Teresa.

– Yo platiqué con él hoy -dijo el Cerdo- y le pedí que los ayudara en todo lo posible.

– ¿Quién va a sacar de aquí al taxista? -dijo Pelletier.

– Saldrá por su propio pie -dijo el Cerdo-. Le darán una madriza en toda regla en el interior del párking y luego lo despertarán con baldazos de agua fría para que se meta en su coche y se largue.

– ¿Y si los porteros y los taxistas están en guerra, cómo lo hacen los clientes cuando necesitan un taxi? -dijo Espinoza.

– Ah, entonces el hotel llama a una compañía de radiotaxis.

Los radiotaxis están en paz con todo el mundo -dijo el Cerdo.

Cuando salieron a despedirlo a la entrada del hotel vieron al taxista que emergía renqueando del párking. Tenía el rostro intacto y la ropa no parecía mojada.

– Seguro que hizo un trato -dijo el Cerdo.

– ¿Un trato?

– Un trato con los porteros. Dinero -dijo el Cerdo-, les debió de dar dinero.

Pelletier y Espinoza, por un segundo, imaginaron que el Cerdo se iba a marchar en el taxi, que estaba estacionado a pocos metros de allí, en la otra acera, y que tenía un aspecto de abandono absoluto, pero con un gesto de la cabeza el Cerdo le ordenó a uno de los porteros que fuera a buscar su coche.

A la mañana siguiente volaron a Hermosillo y desde el aeropuerto telefonearon al rector de la Universidad de Santa Teresa y después alquilaron un coche y partieron hacia la frontera.

Al salir del aeropuerto los tres percibieron la luminosidad del estado de Sonora. Era como si la luz se sumergiera en el océano Pacífico produciendo una enorme curvatura en el espacio.

Daba hambre desplazarse bajo aquella luz, aunque también, pensó Norton, y tal vez de forma más perentoria, daba ganas de aguantar el hambre hasta el final.

Entraron por el sur de Santa Teresa y la ciudad les pareció un enorme campamento de gitanos o de refugiados dispuestos a ponerse en marcha a la más mínima señal. Alquilaron tres habitaciones en el cuarto piso del Hotel México. Las tres habitaciones eran iguales, pero en realidad estaban llenas de pequeñas señales que las hacían diferentes. En la habitación de Espinoza había un cuadro de grandes proporciones en donde se veía el desierto y a un grupo de hombres a caballo, en el lado izquierdo, vestidos con camisas de color beige, como si fueran del ejército o de un club de equitación. En la habitación de Norton había dos espejos en vez de uno. El primer espejo estaba junto a la puerta, como en las otras habitaciones, el segundo estaba en la pared del fondo, junto a la ventana que daba a la calle, de tal manera que si uno adoptaba determinada postura, ambos espejos se reflejaban. En la habitación de Pelletier faltaba un pedazo de la taza del baño. A simple vista no se veía, pero al levantar la tapa del wáter el pedazo que faltaba se hacía presente de forma repentina, casi como un ladrido. ¿Cómo demonios nadie ha reparado esto?, pensó Pelletier. Norton nunca habia visto una taza en esas condiciones. Faltaban unos veinte centímetros. Debajo del enlosado blanco había un material rojo, como arcilla de ladrillos, con forma de galletas untadas de yeso. El trozo que faltaba tenía forma de medialuna. Parecía como si lo hubieran arrancado con un martillo. O como si alguien hubiera levantado a otra persona que ya estaba en el suelo y hubiera estampado su cabeza contra la taza del baño, pensó Norton.

El rector de la Universidad de Santa Teresa les pareció un tipo amable y tímido. Era muy alto y tenía la piel ligeramente bronceada, como si a diario realizara largos paseos meditabundos por el campo. Los invitó a una taza de café y escuchó sus explicaciones con paciencia y un interés más fingido que real.

Después los llevó a dar una vuelta por la universidad, señalando los edificios e indicándoles a qué facultades pertenecían.

Cuando Pelletier, por cambiar de tema, habló de la luz de Sonora, el rector se explayó hablando de las puestas de sol en el desierto y mencionó a algunos pintores, cuyos nombres ellos desconocían, que se habían instalado a vivir en Sonora o en la vecina Arizona.

Al regresar a la rectoría volvió a ofrecerles café y les preguntó en qué hotel estaban alojados. Cuando se lo dijeron anotó el nombre del hotel en una hoja que se guardó en el bolsillo superior de la chaqueta y luego los invitó a cenar a su casa. Poco después ellos se marcharon. Mientras recorrían el trecho que había desde la rectoría hasta el aparcadero de coches vieron a un grupo de estudiantes de ambos sexos que caminaban por un prado justo en el momento en que se ponían en funcionamiento los aspersores de riego. Los estudiantes pegaron un grito y echaron a correr, alejándose de allí.

Antes de volver al hotel dieron una vuelta por la ciudad.

Les pareció tan caótica que se pusieron a reír. Hasta entonces no estaban de buen humor. Observaban las cosas y escuchaban a las personas que los podían ayudar, pero únicamente como parte de una estrategia mayor. Durante el regreso al hotel desapareció la sensación de estar en un medio hostil, aunque hostil no era la palabra, un medio cuyo lenguaje se negaban a reconocer, un medio que transcurría paralelo a ellos y en el cual sólo podían imponerse, ser sujetos únicamente levantando la voz, discutiendo, algo que no tenían intención de hacer.

En el hotel encontraron una nota de Augusto Guerra, el decano de la facultad de Filosofía y Letras. La nota estaba dirigida a sus «colegas» Espinoza, Pelletier y Norton. Queridos colegas, había escrito sin un ápice de ironía. Esto los hizo reír aún más, aunque acto seguido los entristeció, pues el ridículo de un «colega», a su manera, tendía puentes de hormigón armado entre Europa y aquel rincón trashumante. Es como oír llorar a un niño, dijo Norton. En su nota Augusto Guerra, además de desearles una buena y feliz estancia en su ciudad, les hablaba de un tal profesor Amalfitano, «experto en Benno von Archimboldi», el cual diligentemente se presentaría en el hotel aquella misma tarde para ayudarlos en todo lo posible. La despedida estaba adornada con una frase poética que comparaba el desierto con un jardín petrificado.

A la espera del experto en Benno von Archimboldi decidieron no salir del hotel, una decisión que por lo que vieron a través de las ventanas del bar compartían con un grupo de turistas norteamericanos que se estaban emborrachando a conciencia en la terraza engalanada con algunas variedades de cactus sorprendentes, algunos de casi tres metros de altura. De vez en cuando uno de los turistas se levantaba de la mesa y se acercaba a los balaustres cubiertos de plantas semisecas y echaba una mirada a la avenida. Luego, trastabillando, regresaba junto a sus compañeros y compañeras y al cabo de un rato todos se reían, como si el que se había levantado les contara un chiste picante pero muy gracioso. No había ningún joven entre ellos, aunque tampoco había ningún viejo, era un grupo de turistas cuarentones y cincuentones que probablemente aquel mismo día iba a volver a los Estados Unidos. Poco a poco la terraza del hotel se fue llenando de más gente, hasta que no quedó ni una mesa libre.

Cuando por el este empezó a avanzar la noche por los altavoces de la terraza se oyeron las primeras notas de una canción de Willy Nelson.

Uno de los borrachos, al reconocerla, pegó un grito y se levantó. Espinoza, Pelletier y Norton creyeron que se iba a poner a bailar, pero en lugar de eso se acercó a la barandilla de la terraza, asomó el pescuezo, miró arriba y abajo y luego volvió muy tranquilo a sentarse junto a su mujer y sus amigos. Estos tipos están medio locos, dijeron Espinoza y Pelletier. Norton, por el contrario, pensó que algo raro estaba pasando, en la avenida, en la terraza, en las habitaciones del hotel, incluso en el DF con esos taxistas y porteros irreales, o al menos sin un asidero lógico por donde agarrarlos, e incluso algo raro, que escapaba a su comprensión, estaba pasando en Europa, en el aeropuerto de París en donde se habían reunido los tres, y tal vez antes, con Morini y su negativa a acompañarlos, con ese joven un tanto repulsivo que conocieron en Toulouse, con Dieter Hellfeld y sus repentinas noticias sobre Archimboldi.

E incluso algo raro pasaba con Archimboldi y con todo lo que contaba Archimboldi y con ella misma, irreconocible, si bien sólo a ráfagas, que leía y anotaba e interpretaba los libros de Archimboldi.

– ¿Has pedido que arreglen el wáter de tu habitación? -dijo Espinoza.

– Sí, les he dicho que hagan algo -dijo Pelletier-. Pero en la recepción me sugirieron un cambio de habitación. Querían ponerme en el tercero. Así que les dije que ya estaba bien así, que me pensaba quedar en mi habitación y que ellos podían arreglar la taza cuando yo me marchara. Prefiero seguir juntos -dijo Pelletier con una sonrisa.

– Has hecho bien -dijo Espinoza.

– El recepcionista me dijo que pensaban cambiar la taza del baño pero que no encontraban el modelo apropiado. Que no me fuera a marchar con una mala impresión del hotel. Un tipo amable, después de todo -dijo Pelletier.

La primera impresión que los críticos tuvieron de Amalfitano fue más bien mala, perfectamente acorde con la mediocridad del lugar, sólo que el lugar, la extensa ciudad en el desierto, podía ser vista como algo típico, algo lleno de color local, una prueba más de la riqueza a menudo atroz del paisaje humano, mientras que Amalfitano sólo podía ser visto como un náufrago, un tipo descuidadamente vestido, un profesor inexistente de una universidad inexistente, el soldado raso de una batalla perdida de antemano contra la barbarie, o, en términos menos melodramáticos, como lo que finalmente era, un melancólico profesor de filosofía pasturando en su propio campo, el lomo de una bestia caprichosa e infantiloide que se habría tragado de un solo bocado a Heidegger en el supuesto de que Heidegger hubiera tenido la mala pata de nacer en la frontera mexicanonorteamericana.

Espinoza y Pelletier vieron en él a un tipo fracasado, fracasado sobre todo porque había vivido y enseñado en Europa, que intentaba protegerse con una capa de dureza, pero cuya delicadeza intrínseca lo delataba en el acto. La impresión de Norton, por el contrario, fue la de un tipo muy triste, que se apagaba a pasos de gigante, y que lo último que deseaba era servirles de guía por aquella ciudad.

Aquella noche los tres críticos se fueron a acostar relativamente temprano. Pelletier soñó con su taza de baño. Un ruido apagado lo despertaba y él se levantaba desnudo y veía por debajo de la puerta que alguien había encendido la luz del baño.

Al principio pensaba que era Norton, incluso Espinoza, pero al acercarse ya sabía que no podía ser ninguno de los dos. Al abrir la puerta el baño estaba vacío. En el suelo veía grandes manchas de sangre. La bañera y la cortina de la bañera exhibían costras no del todo endurecidas de una materia que al principio Pelletier creía que era barro o vómito, pero que no tardaba en descubrir que era mierda. El asco que le producía la mierda era mucho mayor que el miedo que le producía la sangre. A la primera arcada se despertó.

Espinoza soñó con el cuadro del desierto. En el sueño Espinoza se erguía hasta quedar sentado en la cama y desde allí, como si viera la tele en una pantalla de más de un metro y medio por un metro y medio, podía contemplar el desierto estático y luminoso, de un amarillo solar que hacía daño en los ojos, y a las figuras montadas a caballo, cuyos movimientos, los de los jinetes y los de los caballos, eran apenas perceptibles, como si habitaran en un mundo diferente del nuestro, en donde la velocidad era distinta, una velocidad que para Espinoza era lentitud, aunque él sabía que gracias a esa lentitud, quienquiera que fuera el observador del cuadro no se volvía loco. Y luego estaban las voces. Espinoza las escuchó. Voces apenas audibles, al principio sólo fonemas, cortos gemidos lanzados como meteoritos sobre el desierto y sobre el espacio armado de la habitación del hotel y del sueño. Algunas palabras sueltas sí que fue capaz de reconocerlas. Rapidez, premura, velocidad, ligereza.

Las palabras se abrían paso a través del aire enrarecido del cuadro como raíces víricas en medio de carne muerta. Nuestra cultura, decía una voz. Nuestra libertad. La palabra libertad le sonaba a Espinoza como un latigazo en un aula vacía. Cuando despertó estaba sudando.

En el sueño de Norton ésta se veía reflejada en ambos espejos.

En uno de frente y en el otro de espaldas. Su cuerpo estaba ligeramente sesgado. Con certeza resultaba imposible decir si pensaba avanzar o retroceder. La luz de la habitación era escasa y matizada, como la de un atardecer inglés. No había ninguna lámpara encendida. Su imagen en los espejos aparecía vestida como para salir, con un traje sastre gris y, cosa curiosa, pues Norton rara vez usaba esta prenda, con un sombrerito gris que evocaba páginas de moda de los años cincuenta. Probablemente llevaba zapatos de tacón, de color negro, aunque no se los podía ver. La inmovilidad de su cuerpo, algo en él que inducía a pensar en lo inerte y también en lo inerme, la llevaba a preguntarse, sin embargo, qué era lo que estaba esperando para partir, qué aviso aguardaba para salir del campo en que ambos espejos se miraban y abrir la puerta y desaparecer. ¿Tal vez había oído un ruido en el pasillo? ¿Tal vez alguien había intentado al pasar abrir su puerta? ¿Un huésped despistado del hotel?

¿Un empleado, alguien enviado por la recepción, una mujer de la limpieza? El silencio, no obstante, era total y tenía, además, algo de calmo, de los largos silencios que preceden a la noche.

De pronto Norton se dio cuenta de que la mujer reflejada en el espejo no era ella. Sintió miedo y curiosidad y permaneció quieta, observando si cabe con mayor detenimiento a la figura en el espejo. Objetivamente, se dijo, es igual a mí y no tengo ninguna razón para pensar lo contrario. Soy yo. Pero luego se fijó en su cuello: una vena hinchada, como si estuviera a punto de reventar, lo recorría desde la oreja hasta perderse en el omóplato.

Una vena que más que real parecía dibujada. Entonces Norton pensó: tengo que marcharme de aquí. Y recorrió la habitación con los ojos intentando descubrir el lugar exacto en que se encontraba la mujer, pero le fue imposible verla. Para que se reflejase en ambos espejos, se dijo, tenía que estar justo entre el pequeño pasillo de entrada y la habitación. Pero no la vio. Al mirarla en los espejos notó un cambio. El cuello de la mujer se movía de forma casi imperceptible. Yo también estoy siendo reflejada en los espejos, se dijo Norton. Y si ella sigue moviéndose finalmente ambas nos miraremos. Veremos nuestras caras. Norton apretó los puños y esperó. La mujer del espejo también apretó los puños, como si el esfuerzo que hacía fuera sobrehumano. La tonalidad de la luz que entraba en la habitación se hizo cenicienta. Norton tuvo la impresión de que afuera, en las calles, se había desatado un incendio. Empezó a sudar. Agachó la cabeza y cerró los ojos. Cuando volvió a mirar los espejos, la vena hinchada de la mujer había crecido de volumen y su perfil comenzaba a insinuarse. Tengo que huir, pensó.

También pensó: ¿dónde están Jean-Claude y Manuel? También pensó en Morini. Sólo vio una silla de ruedas vacía y atrás un bosque enorme, impenetrable, de un verde casi negro, que tardó en reconocer como Hyde Park. Cuando abrió los ojos la mirada de la mujer del espejo y la de ella se intersecaron en algún punto indeterminado de la habitación. Los ojos de ella eran iguales a los suyos. Los pómulos, los labios, la frente, la nariz.

Norton se puso a llorar o creyó que lloraba de pena o de miedo.

Es igual a mí, se dijo, pero ella está muerta. La mujer ensayó una sonrisa y luego, casi sin transición, una mueca de miedo le desfiguró el rostro. Sobresaltada, Norton miró hacia atrás, pero atrás no había nadie, sólo la pared de la habitación. La mujer volvió a sonreírle. Esta vez la sonrisa no fue precedida por una mueca sino por un gesto de profundo abatimiento.

Y luego la mujer volvió a sonreírle y su rostro se hizo ansioso y luego inexpresivo y luego nervioso y luego resignado y luego pasó por todas las expresiones de la locura y siempre volvía a sonreírle, mientras Norton, recuperada la sangre fría, había sacado una libretita y tomaba notas muy rápidas de todo lo que sucedía, como si en ello estuviera cifrado su destino o su cuota de felicidad en la tierra, y así estuvo hasta despertar.

Cuando Amalfitano les dijo que él había traducido para una editorial argentina, en el año 1974, La rosa ilimitada, la opinión de los críticos cambió. Quisieron saber en dónde había aprendido alemán, cómo había conocido la obra de Archimboldi, qué libros había leído de él, qué opinión le merecía.

Amalfitano dijo que el alemán lo había aprendido en Chile, en el Colegio Alemán, al que había ido desde pequeño, aunque al cumplir los quince años se había ido a estudiar, por motivos que no venían al caso, a un liceo público. Entró en contacto con la obra de Archimboldi, según creía recordar, a la edad de veinte años, entonces había leído, en alemán y cogiendo los libros en préstamo de una biblioteca de Santiago, La rosa ilimitada, La máscara de cuero y Ríos de Europa. En aquella biblioteca sólo tenían aquellos tres libros y Bifurcaria bifurcata, pero este último lo empezó y no lo pudo terminar. Era una biblioteca pública enriquecida con los fondos de un señor alemán que había acumulado muchísimos libros en dicha lengua y que antes de morir los donó a su comuna, en el barrio de Ñuñoa, en Santiago.

Por supuesto, la opinión que Amalfitano tenía de Archimboldi era buena, aunque distaba mucho de la adoración que por el autor alemán sentían los críticos. A Amalfitano, por ejemplo, le parecía igual de bueno Günter Grass o Arno Schmidt. Cuando los críticos quisieron saber si la traducción de La rosa ilimitada había sido idea suya o un encargo de los editores, Amalfitano dijo que, según creía recordar, fueron los editores de aquella editorial argentina los que tuvieron la idea.

Por aquella época, dijo, yo traducía todo lo que podía, y además trabajaba como corrector de galeradas. La edición, hasta donde sabía, había sido una edición pirata, aunque esto lo pensó mucho después y no podía confirmarlo.

Cuando los críticos, ya mucho más benevolentes con su aparición, le preguntaron qué hacía él en Argentina en el año 1974, Amalfitano los miró a ellos y luego miró su cóctel Margarita y dijo, como si lo hubiera repetido muchas veces, que en 1974 él estaba en Argentina por el golpe de Estado en Chile, el cual lo obligó a emprender el camino del exilio. Y luego pidió disculpas por esa forma un tanto grandilocuente de expresarse.

Todo se pega, dijo, pero ninguno de los críticos le dio mayor importancia a esta última frase.

– El exilio debe de ser algo terrible -dijo Norton, comprensiva.

– En realidad -dijo Amalfitano- ahora lo veo como un movimiento natural, algo que, a su manera, contribuye a abolir el destino o lo que comúnmente se considera el destino.

– Pero el exilio -dijo Pelletier- está lleno de inconvenientes, de saltos y rupturas que más o menos se repiten y que dificultan cualquier cosa importante que uno se proponga hacer.

– Ahí precisamente radica -dijo Amalfitano- la abolición del destino. Y perdonen otra vez.

A la mañana siguiente encontraron a Amalfitano esperándolos en el lobby del hotel. Si el profesor chileno no hubiera estado allí seguramente se habrían contado mutuamente las pesadillas de aquella noche y quién sabe lo que hubiera salido a la luz. Pero allí estaba Amalfitano y se fueron los cuatro juntos a desayunar y a planificar las actividades del día. Examinaron las posibilidades. En primer lugar estaba claro que Archimboldi no se había presentado a la universidad. Al menos no a la facultad de Filosofía y Letras. No existía un consulado alemán en Santa Teresa, por lo que cualquier movimiento en esa dirección quedaba descartado de antemano. Le preguntaron a Amalfitano cuántos hoteles había en la ciudad. Éste contestó que no lo sabía pero que podía averiguarlo en el acto, apenas acabaran de desayunar.

– ¿De qué manera? -quiso saber Espinoza.

– Preguntándolo en la recepción -dijo Amalfitano-. Ahí deben tener una lista completa de todos los hoteles y moteles de los alrededores.

– Claro -dijeron Pelletier y Norton.

Mientras acababan de desayunar especularon una vez más sobre cuáles podían ser los motivos que habían impulsado a Archimboldi a viajar hasta ese lugar. Amalfitano supo entonces que nunca nadie había visto en persona a Archimboldi. La historia le pareció, sin que pudiera decir a ciencia cierta por qué, divertida, y les preguntó los motivos por los que querían encontrarlo si estaba claro que Archimboldi no quería que nadie lo viera. Porque nosotros estudiamos su obra, dijeron los críticos.

Porque se está muriendo y no es justo que el mejor escritor alemán del siglo XX se muera sin poder hablar con quienes mejor han leído sus novelas. Porque queremos convencerlo de que vuelva a Europa, dijeron.

– Yo creía -dijo Amalfitano- que el mejor escritor alemán del siglo veinte era Kafka.

Bueno, pues entonces el mejor escritor alemán de la posguerra o el mejor escritor alemán de la segunda mitad del siglo XX, dijeron los críticos.

– ¿Han leído a Peter Handke? -les preguntó Amalfitano-.

¿Y Thomas Bernhard?

Uf, dijeron los críticos y a partir de este momento hasta que dieron por concluido el desayuno Amalfitano fue atacado hasta quedar reducido a una especie de Periquillo Sarniento abierto en canal y sin una sola pluma.

En la recepción les dieron la lista de los hoteles de la ciudad.

Amalfitano sugirió que podían llamar desde la universidad, ya que al parecer la relación entre Guerra y los críticos era óptima, o el respeto que sentía Guerra por los críticos era reverencial y no exento de temblores, temblores a su vez no exentos de vanidad o coquetería, aunque también hay que añadir que tras la coquetería o los temblores se agazapaba la astucia, pues si bien la disposición favorable de Guerra estaba dictada por el deseo del rector Negrete, no se le ocultaba a Amalfitano que Guerra pensaba sacar tajada de la visita de los ilustres profesores europeos, sobre todo si se tiene en cuenta que el futuro es un misterio y que uno nunca sabe a ciencia cierta en qué momento se tuerce el camino y hacia qué extraños lugares lo encaminan sus pasos. Pero los críticos se negaron a utilizar el teléfono de la universidad e hicieron las llamadas con cargo a sus propias habitaciones.

Para ganar tiempo, Espinoza y Norton llamaron desde la habitación de Espinoza, y Amalfitano y Pelletier desde la habitación del francés. Al cabo de una hora el resultado no podía ser más descorazonador. En ningún hotel se había registrado ningún Hans Reiter. Al cabo de dos horas decidieron suspender las llamadas y bajar al bar a beber una copa. Sólo quedaban unos pocos hoteles y algunos moteles de las afueras de la ciudad.

Al observar la lista con mayor detenimiento, Amalfitano les dijo que la mayoría de los moteles que aparecían en la lista eran lugares de paso, prostíbulos encubiertos, sitios en donde resultaba difícil imaginarse a un turista alemán.

– No estamos buscando a un turista alemán sino a Archimboldi -le respondió Espinoza.

– Eso es cierto -dijo Amalfitano, y se imaginó, efectivamente, a Archimboldi en un motel.

La pregunta es qué vino a hacer Archimboldi a esta ciudad, dijo Norton. Después de discutir un rato los tres críticos llegaron a la conclusión, y Amalfitano estuvo de acuerdo con ellos, de que sólo podía haber venido a Santa Teresa a ver a un amigo o a recabar información para una próxima novela o por ambas razones. Pelletier se inclinó por la posibilidad del amigo.

– Un viejo amigo -conjeturó-, es decir un alemán como él.

– Un alemán al que no ha visto desde hace muchos años, podríamos decir desde el fin de la Segunda Guerra Mundial -dijo Espinoza.

– Un compañero del ejército, alguien que significó mucho para Archimboldi y que desapareció apenas terminó la guerra o incluso puede que antes de que terminara la guerra -dijo Norton.

– Alguien que sabe, sin embargo, que Archimboldi es Hans Reiter -dijo Espinoza.

– No necesariamente, tal vez el amigo de Archimboldi no tiene ni idea de que Hans Reiter y Archimboldi son la misma persona, él sólo conoce a Reiter y sabe cómo ponerse en contacto con Reiter y poco más -dijo Norton.

– Pero eso no es tan fácil -dijo Pelletier.

– No, no es tan fácil, pues presupone que Reiter, desde la última vez que vio a su amigo, digamos que en 1945, no ha cambiado de dirección -dijo Amalfitano.

– Estadísticamente no hay ningún alemán nacido en 1920 que no haya cambiado de dirección al menos una vez en su vida -dijo Pelletier.

– Así que puede que el amigo no se haya puesto en contacto con él sino que sea el propio Archimboldi quien se puso en contacto con su amigo -dijo Espinoza.

– Amigo o amiga -dijo Norton.

– Yo me inclino a creer más en un amigo que en una amiga -dijo Pelletier.

– A menos que no se trate ni de un amigo ni de una amiga y todos nosotros estemos aquí dando palos de ciego -dijo Espinoza.

– Pero, entonces, qué vino a hacer Archimboldi a este lugar -dijo Norton.

– Tiene que ser un amigo, un amigo muy querido, lo suficientemente querido como para forzar a Archimboldi a hacer este viaje -dijo Pelletier.

– ¿Y si estamos equivocados? ¿Y si Almendro nos mintió o se confundió o le mintieron a él? -dijo Norton.

– ¿Qué Almendro? ¿Héctor Enrique Almendro? -dijo Amalfitano.

– Ese mismo, ¿lo conoces? -dijo Espinoza.

– No personalmente, pero yo no le daría excesivo crédito a una pista de Almendro -dijo Amalfitano.

– ¿Por qué? -dijo Norton.

– Bueno, es el típico intelectual mexicano preocupado básicamente en sobrevivir -dijo Amalfitano.

– Todos los intelectuales latinoamericanos están preocupados básicamente en sobrevivir, ¿no? -dijo Pelletier.

– Yo no lo expresaría con esas palabras, hay algunos que están más interesados en escribir, por ejemplo -dijo Amalfitano.

– A ver, explícanos eso -dijo Espinoza.

– En realidad no sé cómo explicarlo -dijo Amalfitano-. La relación con el poder de los intelectuales mexicanos viene de lejos.

No digo que todos sean así. Hay excepciones notables.

Tampoco digo que los que se entregan lo hagan de mala fe. Ni siquiera que esa entrega sea una entrega en toda regla. Digamos que sólo es un empleo. Pero es un empleo con el Estado. En Europa los intelectuales trabajan en editoriales o en la prensa o los mantienen sus mujeres o sus padres tienen buena posición y les dan una mensualidad o son obreros y delincuentes y viven honestamente de sus trabajos. En México, y puede que el ejemplo sea extensible a toda Latinoamérica, salvo Argentina, los intelectuales trabajan para el Estado. Esto era así con el PRI y sigue siendo así con el PAN. El intelectual, por su parte, puede ser un fervoroso defensor del Estado o un crítico del Estado. Al Estado no le importa. El Estado lo alimenta y lo observa en silencio.

Con su enorme cohorte de escritores más bien inútiles, el Estado hace algo. ¿Qué? Exorciza demonios, cambia o al menos intenta influir en el tiempo mexicano. Añade capas de cal a un hoyo que nadie sabe si existe o no existe. Por supuesto, esto no siempre es así. Un intelectual puede trabajar en la universidad o, mejor, irse a trabajar a una universidad norteamericana, cuyos departamentos de literatura son tan malos como los de las universidades mexicanas, pero esto no lo pone a salvo de recibir una llamada telefónica a altas horas de la noche y que alguien que habla en nombre del Estado le ofrezca un trabajo mejor, un empleo mejor remunerado, algo que el intelectual cree que se merece, y los intelectuales siempre creen que se merecen algo más. Esta mecánica, de alguna manera, desoreja a los escritores mexicanos. Los vuelve locos. Algunos, por ejemplo, se ponen a traducir poesía japonesa sin saber japonés y otros, ya de plano, se dedican a la bebida. Almendro, sin ir más lejos, creo que hace ambas cosas. La literatura en México es como un jardín de infancia, una guardería, un kindergarten, un parvulario, no sé si lo podéis entender. El clima es bueno, hace sol, uno puede salir de casa y sentarse en un parque y abrir un libro de Valéry, tal vez el escritor más leído por los escritores mexicanos, y luego acercarse a casa de los amigos y hablar. Tu sombra, sin embargo, ya no te sigue. En algún momento te ha abandonado silenciosamente. Tú haces como que no te das cuenta, pero sí que te has dado cuenta, tu jodida sombra ya no va contigo, pero, bueno, eso puede explicarse de muchas formas, la posición del sol, el grado de inconsciencia que el sol provoca en las cabezas sin sombrero, la cantidad de alcohol ingerida, el movimiento como de tanques subterráneos del dolor, el miedo a cosas más contingentes, una enfermedad que se insinúa, la vanidad herida, el deseo de ser puntual al menos una vez en la vida. Lo cierto es que tu sombra se pierde y tú, momentáneamente, la olvidas. Y así llegas, sin sombra, a una especie de escenario y te pones a traducir o a reinterpretar o a cantar la realidad.

El escenario propiamente dicho es un proscenio y al fondo del proscenio hay un tubo enorme, algo así como una mina o la entrada a una mina de proporciones gigantescas. Digamos que es una caverna. Pero también podemos decir que es una mina. De la boca de la mina salen ruidos ininteligibles.

Onomatopeyas, fonemas furibundos o seductores o seductoramente furibundos o bien puede que sólo murmullos y susurros y gemidos. Lo cierto es que nadie ve, lo que se dice ver, la entrada de la mina. Una máquina, un juego de luces y de sombras, una manipulación en el tiempo, hurta el verdadero contorno de la boca a la mirada de los espectadores. En realidad, sólo los espectadores que están más cercanos al proscenio, pegados al foso de la orquesta, pueden ver, tras la tupida red de camuflaje, el contorno de algo, no el verdadero contorno, pero sí, al menos, el contorno de algo. Los otros espectadores no ven nada más allá del proscenio y se podría decir que tampoco les interesa ver nada. Por su parte, los intelectuales sin sombra están siempre de espaldas y por lo tanto, a menos que tuvieran ojos en la nuca, les es imposible ver nada. Ellos sólo escuchan los ruidos que salen del fondo de la mina. Y los traducen o reinterpretan o recrean. Su trabajo, cae por su peso decirlo, es pobrísimo. Emplean la retórica allí donde se intuye un huracán, tratan de ser elocuentes allí donde intuyen la furia desatada, procuran ceñirse a la disciplina de la métrica allí donde sólo queda un silencio ensordecedor e inútil. Dicen pío pío, guau guau, miau miau, porque son incapaces de imaginar un animal de proporciones colosales o la ausencia de ese animal. El escenario en el que trabajan, por otra parte, es muy bonito, muy bien pensado, muy coqueto, pero sus dimensiones con el paso del tiempo son cada vez menores. Este achicamiento del escenario no lo desvirtúa en modo alguno. Simplemente cada vez es más chico y también las plateas son más chicas y los espectadores, naturalmente, son cada vez menos. Junto a este escenario, por supuesto, hay otros escenarios. Escenarios nuevos que han crecido con el paso del tiempo. Está el escenario de la pintura, que es enorme, y cuyos espectadores son pocos pero todos, por decirlo de algún modo, son elegantes. Está el escenario del cine y de la televisión. Aquí el aforo es enorme y siempre está lleno y el proscenio crece a buen ritmo año tras año. En ocasiones, los intérpretes del escenario de los intelectuales se pasan, como actores invitados, al escenario de la televisión. En este escenario la boca de la mina es la misma, con un ligerísimo cambio de perspectiva, aunque tal vez el camuflaje sea más denso y, paradójicamente, esté preñado de un humor misterioso y que sin embargo apesta. Este camuflaje humorístico, naturalmente, se presta a muchas interpretaciones, que finalmente siempre se reducen, para mayor facilidad del público o del ojo colectivo del público, a dos. En ocasiones los intelectuales se instalan para siempre en el proscenio televisivo. De la boca de la mina siguen saliendo rugidos y los intelectuales los siguen malinterpretando. En realidad, ellos, que en teoría son los amos del lenguaje, ni siquiera son capaces de enriquecerlo. Sus mejores palabras son palabras prestadas que oyen decir a los espectadores de primera fila. A estos espectadores se les suele llamar flagelantes. Están enfermos y cada cierto tiempo inventan palabras atroces y su índice de mortalidad es elevado. Cuando acaba la jornada laboral se cierran los teatros y se tapan las bocas de las minas con grandes planchas de acero. Los intelectuales se retiran. La luna es gorda y el aire nocturno es de una pureza tal que parece alimenticio. En algunos locales se oyen canciones cuyas notas llegan a las calles. A veces un intelectual se desvía y penetra en uno de estos locales y bebe mezcal. Piensa entonces qué sucedería si un día él. Pero no. No piensa nada.

Sólo bebe y canta. A veces alguno cree ver a un escritor alemán legendario. En realidad sólo ha visto una sombra, en ocasiones sólo ha visto a su propia sombra que regresa a casa cada noche para evitar que el intelectual reviente o se cuelgue del portal.

Pero él jura que ha visto a un escritor alemán y en esa convicción cifra su propia felicidad, su orden, su vértigo, su sentido de la parranda. A la mañana siguiente hace un buen día. El sol chisporrotea, pero no quema. Uno puede salir de casa razonablemente tranquilo, arrastrando su sombra, y detenerse en un parque y leer unas páginas de Valéry. Y así hasta el fin.

– No entiendo nada de lo que has dicho -dijo Norton.

– En realidad sólo he dicho tonterías -dijo Amalfitano.

Más tarde llamaron a los hoteles y moteles que faltaban y en ninguno de ellos estaba alojado Archimboldi. Durante unas horas pensaron que Amalfitano tenía razón, que la pista de Almendro probablemente era fruto de su imaginación calenturienta, que el viaje de Archimboldi a México sólo existía en los recovecos mentales del Cerdo. El resto del día lo pasaron leyendo y bebiendo y ninguno de los tres se animó a salir del hotel.

Esa noche Norton, mientras revisaba su correspondencia electrónica en el ordenador del hotel, recibió un e-mail de Morini.

En su carta Morini hablaba del tiempo, como si no tuviera nada mejor que decir, de la lluvia que empezó a caer oblicuamente sobre Turín a las ocho de la noche y no paró de hacerlo hasta la una de la mañana, y le deseaba a Norton, de corazón, un tiempo mejor en el norte de México, en donde según creía no llovía nunca y sólo hacía frío por las noches y eso únicamente en el desierto. Esa noche, también, después de contestar algunas cartas (no la de Morini), Norton subió a su habitación, se peinó, se lavó los dientes, se puso crema hidratante en la cara, se quedó un rato sentada en la cama, con los pies en el suelo, pensando, y luego salió al pasillo y llamó a la puerta de Pelletier y luego a la puerta de Espinoza y sin decir palabra los guió hasta su habitación, en donde hizo el amor con ambos hasta las cinco de la mañana, hora en que los críticos, por indicación de Norton, volvieron a sus respectivas habitaciones, en donde pronto cayeron en un sueño profundo, sueño que no alcanzó a Norton, quien arregló un poco las sábanas de su cama y apagó las luces del cuarto, pero no pudo pegar ojo.

Pensó en Morini, mejor dicho vio a Morini sentado en la silla de ruedas delante de una ventana de su apartamento en Turín, un apartamento que ella no conocía, mirando la calle y las fachadas de los edificios vecinos y observando cómo caía incesante la lluvia. Los edificios de enfrente eran grises. La calle era oscura y amplia, una avenida, aunque no pasaba ni un solo coche, con algunos árboles raquíticos plantados cada veinte metros, diríase una broma pesada del alcalde o del urbanista del ayuntamiento. El cielo era una manta tapada por una manta que a su vez tapaba otra manta aún más gruesa y húmeda.

La ventana por la que Morini observaba el exterior era grande, casi una ventana balcón, más estrecha que ancha y, eso sí, muy alargada, y limpia hasta el punto de que se podría decir que el vidrio, por el que se deslizaban las gotas de lluvia, más que vidrio era puro cristal. Los marcos de la ventana eran de madera pintada de blanco. La habitación tenía las luces encendidas. El parquet relucía, los estantes con libros aparecían ordenados con pulcritud, de las paredes colgaban pocas pinturas de un buen gusto envidiable. No había alfombras y los muebles, un sofá de cuero negro y dos sillones de cuero blanco, no entorpecían en modo alguno el libre tránsito de la silla de ruedas. Tras la puerta, de doble hoja, que permanecía entornada, se abría un pasillo a oscuras.

¿Y qué decir con respecto a Morini? Su posición en la silla de ruedas expresaba un cierto grado de abandono, como si la contemplación de la lluvia nocturna y del vecindario dormido colmara todas sus expectativas. A veces apoyaba los dos brazos en la silla, otras veces apoyaba la cabeza en una mano y el codo lo apoyaba en el reposabrazos de la silla. Sus piernas inermes, como las piernas de un adolescente agónico, estaban enfundadas en unos pantalones vaqueros tal vez demasiado anchos. Llevaba puesta una camisa blanca, con los botones del cuello desabrochados, y en su muñeca izquierda tenía un reloj cuya correa le iba grande, aunque no tan grande como para caérsele. No llevaba zapatos sino zapatillas, muy viejas, de tela negra y reluciente como la noche. Toda la ropa era cómoda, de andar por casa, y por la actitud de Morini casi se podía afirmar que al día siguiente no tenía intenciones de ir a trabajar o que pensaba llegar tarde al trabajo.

La lluvia, al otro lado de la ventana, tal como decía en su e-mail, caía oblicuamente y la lasitud de Morini, su quietud y abandono tenían algo de mortalmente campesino, sometido en cuerpo y alma al insomnio sin una queja.

Al día siguiente salieron a dar una vuelta por el mercado de artesanías, inicialmente concebido como lugar de comercio y de trueque para la gente de los alrededores de Santa Teresa y adonde llegaban artesanos y campesinos de toda la zona, llevando sus productos en carretas o a lomos de burro, incluso vendedores de ganado de Nogales y de Vicente Guerrero, y tratantes de caballos de Agua Prieta y Cananea, y que ahora se mantenía únicamente para turistas norteamericanos de Phoenix, que llegaban en autobús o en caravanas de tres o cuatro coches y que se marchaban de la ciudad antes de que anocheciera.

A los críticos, sin embargo, les gustó el mercado y aunque no pensaban comprar nada al final Pelletier adquirió por un precio irrisorio una figurilla de barro de un hombre sentado en una piedra leyendo el periódico. El hombre era rubio y en la frente le despuntaban dos pequeños cuernos de diablo. Espinoza, por su parte, le compró una alfombra india a una muchacha que tenía un puesto de alfombras y sarapes. La alfombra, en realidad, no le gustaba mucho, pero la chica era simpática y se pasó un buen rato hablando con ella. Le preguntó de dónde era, pues tenía la impresión de que había viajado con sus alfombras desde un lugar muy lejano, pero la chica le respondió que de la mera Santa Teresa, de un barrio al oeste de donde estaba el mercado. También le dijo que estaba estudiando la preparatoria y que si las cosas le iban bien pensaba estudiar después para enfermera. A Espinoza le pareció una chica no sólo guapa, tal vez demasiado menuda para su gusto, sino también inteligente.

En el hotel los esperaba Amalfitano. Lo invitaron a comer y después salieron los cuatro a visitar los periódicos que había en Santa Teresa. Allí repasaron todos los ejemplares de un mes antes de que Almendro viera a Archimboldi en el DF, hasta los ejemplares del día anterior. No encontraron ni una sola señal que les indicara que Archimboldi había pasado por la ciudad.

Buscaron primero en las notas necrológicas. Luego se internaron en Sociedad y Política e incluso leyeron las notas de Agricultura y Ganadería. Uno de los periódicos no tenía suplemento cultural. Otro dedicaba una página a la semana a reseñar un libro y a informar de las actividades artísticas de Santa Teresa, aunque más le hubiera valido dedicar la página a Deportes.

A las seis de la tarde se separaron del profesor chileno en las puertas de uno de los periódicos y volvieron al hotel. Se ducharon y luego cada uno se dedicó a revisar su correspondencia. Pelletier y Espinoza le escribieron a Morini contándole los magros resultados obtenidos. En ambas cartas anunciaban que, si nada cambiaba, pronto, a lo sumo en un par de días, regresarían a Europa. Norton no le escribió a Morini. No había contestado a su carta anterior y no tenía ganas de enfrentarse a ese Morini inmóvil que contemplaba la lluvia, como si quisiera decirle algo y en el último segundo prefiriera no hacerlo. En lugar de eso, y sin decirles nada a sus dos amigos, llamó por teléfono a Almendro, al DF, y tras algunos intentos infructuosos (la secretaria del Cerdo y luego su empleada doméstica no sabían inglés, aunque las dos se esforzaban) pudo comunicarse con él.

Con una paciencia envidiable el Cerdo volvió a referirle, en un inglés pulido en Stanford, todo lo que había pasado desde que lo llamaron de aquel hotel en donde Archimboldi estaba siendo interrogado por tres policías. Volvió a narrar, sin caer en contradicciones, su primer encuentro con él, el rato que pasaron en la plaza Garibaldi, la vuelta al hotel en donde Archimboldi cogió su maleta y el viaje hasta el aeropuerto, un viaje más bien silencioso, en donde Archimboldi tomó el avión rumbo a Hermosillo y ya nunca más lo volvió a ver. A partir de este momento, Norton se limitó a preguntarle por el físico de Archimboldi.

Alto, más de un metro noventa, pelo canoso, abundante aunque calvo en la parte de la nuca, delgado, seguramente fuerte.

– Un superviejo -dijo Norton.

– No, yo no diría eso -dijo el Cerdo-. Cuando abrió la maleta vi muchas medicinas. Tiene la piel llena de manchas. A veces parece cansarse mucho aunque se recobra o simula recobrarse con facilidad.

– ¿Cómo son sus ojos? -preguntó Norton.

– Azules -dijo el Cerdo.

– No, yo ya sé que son azules, he leído todos sus libros más de una vez, es imposible que no sean azules, quiero decir cómo eran, qué impresión le causaron a usted sus ojos.

Al otro lado del teléfono se hizo un silencio prolongado, como si esa pregunta el Cerdo no se la esperara en modo alguno o como si esa pregunta ya se la hubira formulado él mismo muchas veces, sin encontrar todavía una respuesta.

– Es difícil contestar a eso -dijo el Cerdo.

– Es usted la única persona que puede contestarla, nadie lo ha visto en mucho tiempo, su situación, permítame que se lo diga, es privilegiada -dijo Norton.

– Híjole -dijo el Cerdo.

– ¿Cómo? -dijo Norton.

– Nada, nada, estoy pensando -dijo el Cerdo.

Y al cabo de un rato dijo:

– Tiene los ojos de un ciego, no digo que esté ciego pero son igualitos que los de un ciego, es posible que me equivoque.

Esa noche fueron a la fiesta que daba en su honor el rector Negrete, aunque ellos sólo se enteraron más tarde de que la fiesta era en su honor. Norton paseó por los jardines de la casa y admiró las plantas que la mujer del rector iba nombrando una a una, aunque luego olvidó todos los nombres. Pelletier platicó largamente con el decano Guerra y con otro profesor de la universidad que había hecho su tesis en París sobre un mexicano que escribía en francés (¿un mexicano que escribía en francés?), sí, sí, un tipo muy singular y curioso y buen escritor al que el profesor universitario nombró varias veces (¿un tal Fernández?, ¿un tal García?), un hombre con un destino un tanto turbulento pues había sido colaboracionista, sí, sí, amigo íntimo de Céline y de Drieu La Rochelle y discípulo de Maurras, al que la Resistencia fusiló, no a Maurras, al mexicano, que supo, sí, sí, comportarse como un hombre hasta el final, no como muchos de sus colegas franceses que huyeron a Alemania con la cola entre las piernas, pero este Fernández o García (¿o López o Pérez?) no se movió de su casa, esperó como un mexicano a que fueran a buscarlo y las piernas no le flaquearon cuando lo bajaron a la calle (¿a rastras?) y lo arrojaron contra una pared, en donde lo fusilaron.

Espinoza, por su parte, estuvo sentado todo el rato al lado del rector Negrete y de varios prohombres de la misma edad que el anfitrión y que sólo sabían hablar español y algo, muy poco, de inglés, y tuvo que aguantar una conversación dedicada a elogiar los últimos signos del progreso imparable de Santa Teresa.

A ninguno de los tres críticos le pasó desapercibido el acompañante que tuvo Amalfitano toda la noche. Un joven apuesto y atlético, de piel muy blanca, que se le pegó al profesor chileno como una lapa y que de tanto en tanto gesticulaba de manera teatral y hacía visajes como si se estuviera volviendo loco, y otras veces sólo se dedicaba a escuchar lo que Amalfitano le decía, negando siempre con la cabeza, pequeños movimientos de negación casi espasmódicos, como si acatara las reglas universales del diálogo a regañadientes o como si las palabras de Amalfitano (admoniciones, a juzgar por su cara) no dieran nunca en el blanco.

De la cena salieron con varias propuestas y una sospecha.

Las propuestas eran: dar una lección en la universidad sobre literatura española contemporánea (Espinoza), dar una lección sobre literatura francesa contemporánea (Pelletier), dar una lección sobre literatura inglesa contemporánea (Norton), dar una clase magistral sobre Benno von Archimboldi y la literatura alemana de posguerra (Espinoza, Pelletier y Norton), participar en un coloquio sobre las relaciones económicas y culturales entre Europa y México (Espinoza, Pelletier y Norton, más el decano Guerra y dos profesores de economía de la universidad), visitar las estribaciones de la Sierra Madre, y finalmente asistir a una barbacoa de borrego en un rancho cercano a Santa Teresa, barbacoa que se preveía multitudinaria, con asistencia de muchos profesores, en un paisaje, según Guerra, de singular belleza, aunque el rector Negrete puntualizó que el paisaje más bien era bravío y que, en ocasiones, resultaba chocante.

La sospecha era: cabía la posibilidad de que Amalfitano fuera homosexual y que aquel joven vehemente fuera su amante, horrenda sospecha pues antes de que acabara la noche se enteraron de que el joven en cuestión era el hijo unigénito del decano Guerra, el jefe directo de Amalfitano, la mano derecha del rector, y que o mucho se equivocaban o Guerra no tenía ni idea de los líos en los que andaba metido su hijo.

– Esto puede terminar a balazos -dijo Espinoza.

Luego hablaron de otras cosas y más tarde se fueron a dormir, agotados.

Al día siguiente dieron una vuelta en coche por toda la ciudad, dejándose llevar por el azar, sin ninguna prisa, como si de verdad esperaran encontrar caminando por una acera a un viejo alemán de gran estatura. Hacia el oeste la ciudad era muy pobre, con la mayoría de las calles sin asfaltar y un mar de casas construidas con rapidez y materiales de desecho. En el centro la ciudad era antigua, con viejos edificios de tres o cuatro plantas y plazas porticadas que se hundían en el abandono y calles empedradas que recorrían a toda prisa jóvenes oficinistas en mangas de camisa e indias con bultos a la espalda, y vieron putas y jóvenes macarras holgazaneando en las esquinas, estampas mexicanas extraídas de una película en blanco y negro. Hacia el este estaban los barrios de clase media y clase alta. Allí vieron avenidas con árboles cuidados y parques infantiles públicos y centros comerciales.

Allí también estaba la universidad. En el norte encontraron fábricas y tinglados abandonados, y una calle llena de bares y tiendas de souvenirs y pequeños hoteles, donde se decía que nunca se dormía, y en la periferia más barrios pobres, aunque menos abigarrados, y lotes baldíos en donde se alzaba de vez en cuando una escuela. En el sur descubrieron vías férreas y campos de fútbol para indigentes rodeados por chabolas, e incluso vieron un partido, sin bajar del coche, entre un equipo de agónicos y otro de hambrientos terminales, y dos carreteras que salían de la ciudad, y un barranco que se había transformado en un basurero, y barrios que crecían cojos o mancos o ciegos y de vez en cuando, a lo lejos, las estructuras de un depósito industrial, el horizonte de las maquiladoras.

La ciudad, como toda ciudad, era inagotable. Si uno seguía avanzando, digamos, hacia el este, llegaba un momento en que los barrios de clase media se acababan y aparecían, como un reflejo de lo que sucedía en el oeste, los barrios miserables, que aquí se confundían con una orografía más accidentada: cerros, hondonadas, restos de antiguos ranchos, cauces de ríos secos que contribuían a evitar el agolpamiento. En la parte norte vieron una cerca que separaba a Estados Unidos de México y más allá de la cerca contemplaron, bajándose esta vez del coche, el desierto de Arizona. En la parte oeste rodearon un par de parques industriales que a su vez estaban siendo rodeados por barrios de chabolas.

Tuvieron la certeza de que la ciudad crecía a cada segundo.

Vieron, en los extremos de Santa Teresa, bandadas de auras negras, vigilantes, caminando por potreros yermos, pájaros que aquí llamaban gallinazos, y también zopilotes, y que no eran sino buitres pequeños y carroñeros. Donde había auras, comentaron, no había otros pájaros. Bebieron tequila y cervezas y comieron tacos en la terraza panorámica de un motel en la carretera de Santa Teresa a Caborca. El cielo, al atardecer, parecía una flor carnívora.

Cuando regresaron Amalfitano los esperaba en compañía del hijo de Guerra, el cual los invitó a cenar a un restaurante especializado en comida norteña. El sitio tenía cierto encanto, pero la comida les sentó fatal. Descubrieron, o creyeron descubrir, que la relación entre el profesor chileno y el hijo del decano era más socrática que homosexual y eso de alguna manera los tranquilizó, pues de forma inexplicable los tres se habían encariñado con Amalfitano.

Durante tres días vivieron como sumergidos en un mundo submarino. Buscaban en la tele las noticias más bizarras y peregrinas, releían novelas de Archimboldi que de pronto ya no entendían, se echaban largas siestas, por las noches eran los últimos en abandonar la terraza, hablaban de sus infancias como nunca antes lo habían hecho. Por primera vez se sintieron, los tres, como hermanos o como soldados veteranos de una compañía de choque a quienes ya no les interesa la mayoría de las cosas. Se emborrachaban y se levantaban muy tarde y sólo de vez en cuando condescendían a salir con Amalfitano a pasear por la ciudad, a visitar los lugares de interés de la ciudad que acaso podían atraer a un hipotético turista alemán entrado en años.

Y sí, en efecto, asistieron a la barbacoa de borrego, y sus movimientos fueron medidos y discretos, como los de tres astronautas recién llegados a un planeta donde todo era incierto.

En el patio donde se celebraba la barbacoa contemplaron múltiples agujeros humeantes. Los profesores de la Universidad de Santa Teresa demostraron inusitadas dotes para las labores del campo. Dos de ellos hicieron una carrera a caballo. Otro cantó un corrido de 1915. En un tentadero de reses bravas algunos ensayaron la suerte del lazo, con desigual fortuna. Cuando apareció el rector Negrete, que había permanecido encerrado en la casa mayor con un tipo que parecía ser el capataz del rancho, procedieron a desenterrar la barbacoa, y un olor a carne y a tierra caliente se extendió por el patio bajo la forma de una delgada cortina de humo que los envolvió a todos como la niebla que precede a los asesinatos y que se esfumó de manera misteriosa, mientras las mujeres llevaban los platos a la mesa, dejando impregnadas las vestimentas y las pieles con su aroma.

Aquella noche, tal vez por efecto de la barbacoa y de la bebida ingerida, los tres tuvieron pesadillas, que al despertar, aunque se esforzaron, no pudieron recordar. Pelletier soñó con una página, una página que miraba al derecho y al revés, de todas las formas posibles, moviendo la página y a veces moviendo la cabeza, cada vez más rápido, aunque sin encontrarle ningún sentido. Norton soñó con un árbol, un roble inglés que ella levantaba y movía de un lugar a otro de la campiña, sin que ningún sitio la satisficiera plenamente. El roble a veces carecía de raíces y otras veces arrastraba unas raíces largas como serpientes o como la cabellera de la Gorgona. Espinoza soñó con una chica que vendía alfombras. Él quería comprar una alfombra, cualquier alfombra, y la chica le enseñaba muchas alfombras, una detrás de otra, sin parar. Sus brazos delgados y morenos nunca estaban quietos y eso a él le impedía hablar, le impedía decirle algo importante, cogerla de la mano y sacarla de allí.

A la mañana siguiente Norton no bajó a desayunar. La llamaron por teléfono, pensando que se sentía mal, pero Norton les aseguró que sólo tenía ganas de dormir, que se las arreglaran sin ella. Desanimados, esperaron a Amalfitano y luego salieron en coche hacia el noreste de la ciudad, en donde se estaba instalando un circo. Según Amalfitano, en el circo había un ilusionista alemán llamado Doktor Koenig. Lo supo la noche anterior, al volver de la barbacoa y encontrar un anuncio publicitario no más grande que un folio que alguien se había tomado la molestia de dejar en todos los jardines del barrio. Al día siguiente, en la esquina donde esperaba el autobús para la universidad, vio un cartel en color pegado sobre una pared azul celeste que anunciaba a las estrellas del circo. Entre ellas estaba el ilusionista alemán y Amalfitano pensó que ese tal Doktor Koenig podía ser el disfraz de Archimboldi. Examinada con frialdad, la idea era estúpida, pensó, pero tal como estaba de decaído el ánimo de los críticos, le pareció pertinente sugerir una visita al circo.

Cuando se lo dijo a los críticos éstos lo miraron como se mira al más tonto de la clase.

– ¿Qué podría hacer Archimboldi en un circo? -dijo Pelletier ya en el coche.

– No lo sé -dijo Amalfitano-, ustedes son los expertos, yo sólo sé que es el primer alemán que encontramos.

El circo se llamaba Circo Internacional y unos hombres que montaban la carpa mediante un complicado sistema de cordeles y poleas (o eso les pareció a los críticos) les indicaron la caravana donde vivía el dueño. Éste era un chicano de unos cincuenta años que había trabajado durante mucho tiempo en circos europeos que recorrían el continente desde Copenhague hasta Málaga, actuando en pueblos pequeños y con desigual suerte, hasta que decidió volver a Earlimart, California, de donde era originario, y fundó su propio circo. Lo llamó Circo Internacional porque una de sus ideas originales era tener artistas de todo el mundo, aunque a la hora de la verdad la mayoría de éstos eran mexicanos y norteamericanos, si bien de vez en cuando iba a buscar trabajo algún centroamericano y una vez tuvo a un domador canadiense de setenta años al que no querían en ningún otro circo de los Estados Unidos. Su circo era modesto, dijo, pero era el primer circo cuyo dueño era un chicano.

Cuando no estaban de viaje se los podía encontrar en Bakersfield, que no está lejos de Earlimart, en donde tenía sus cuarteles de invierno, aunque en ocasiones se establecía en Sinaloa, México, no por mucho tiempo, sólo el suficiente para hacer un viaje al DF y cerrar contratos en localidades del sur, hasta la frontera con Guatemala, desde donde volvían a subir hasta Bakersfield. Cuando los extranjeros le preguntaron por el Doktor Koenig, el empresario quiso saber si había algún contencioso o deuda entre éstos y su ilusionista, a lo que Amalfitano se apresuró a declarar que no, que cómo, que aquí los señores eran respetadísimos profesores de universidad de España y Francia respectivamente y que él mismo, sin ir más lejos y guardando las distancias, era profesor de la Universidad de Santa Teresa.

– Ah, bueno -dijo el chicano-, siendo así yo los llevo a ver al Doktor Koenig, que también, según creo, fue profesor universitario.

El corazón de los críticos les dio un vuelco al oír semejante declaración. Después siguieron al empresario por entre las caravanas y jaulas rodantes del circo hasta llegar a lo que, a todos los efectos, era la linde del campamento. Más allá sólo había tierra amarilla y una que otra casucha negra y la reja de la frontera mexicano-norteamericana.

– Le gusta la tranquilidad -dijo el empresario sin que se lo preguntaran.

Con los nudillos golpeó la puerta de la pequeña caravana del ilusionista. Alguien abrió la puerta y una voz desde la oscuridad preguntó qué querían. El empresario dijo que era él y que traía a unos amigos europeos que querían saludarlo. Pasen, pues, dijo la voz, y ellos subieron el único escalón y accedieron al interior de la caravana cuyas dos únicas ventanas, sólo un poco mayores que un ojo de buey, tenían las cortinas corridas.

– Vamos a ver dónde nos acomodamos -dijo el empresario, y acto seguido procedió a descorrer las cortinas.

Tirado en la única cama vieron a un tipo calvo, de piel olivácea, vestido únicamente con unos enormes shorts negros, que los miró parpadeando con dificultad. El tipo no podía tener más de sesenta años, si llegaba, lo que lo descartaba de inmediato, pero decidieron quedarse un rato y, al menos, agradecerle el que los hubiera recibido. Amalfitano, que era el que de mejor humor estaba, le explicó que estaban buscando a un amigo alemán, un escritor, y que no lo podían encontrar.

– ¿Y creyeron que lo iban a encontrar en mi circo? -dijo el empresario.

– No a él sino a alguien que lo conociera -dijo Amalfitano.

– Nunca he empleado a un escritor -dijo el empresario.

– Yo no soy alemán -dijo el Doktor Koenig-, soy norteamericano, me llamo Andy López.

Acompañó estas palabras extrayendo de un saco que colgaba en una percha su billetera y tendiéndoles su carnet de conducir.

– ¿En qué consiste su número de ilusionismo? -le preguntó Pelletier en inglés.

– Empiezo haciendo desaparecer pulgas -dijo el Doktor Koenig, y los cinco se rieron.

– Es la mera verdad -dijo el empresario.

– Luego hago desaparecer palomas, luego hago desaparecer un gato, luego un perro, y finalizo mi acto haciendo desaparecer a un niño.

Después de dejar el Circo Internacional Amalfitano los invitó a comer a su casa.

Espinoza salió al patio trasero y vio un libro que colgaba de una cuerda para tender ropa. No se quiso acercar a ver de qué libro se trataba, pero cuando volvió a entrar en la casa le preguntó a Amalfitano por él.

– Es el Testamento geométrico, de Rafael Dieste -dijo Amalfitano.

– Rafael Dieste, un poeta gallego -dijo Espinoza.

– Ese mismo -dijo Amalfitano-, pero éste no es un libro de poesía sino de geometría, las cosas que se le ocurrieron a Dieste mientras ejerció como profesor de instituto.

Espinoza le tradujo a Pelletier lo que Amalfitano le había dicho.

– ¿Y está colgado en el patio? -dijo Pelletier con una sonrisa.

– Sí -dijo Espinoza mientras Amalfitano buscaba en el refrigerador algo que pudieran comer-, como si fuera una camisa puesta a secar.

– ¿Les gustan los frijoles? -dijo Amalfitano.

– Cualquier cosa, cualquier cosa, ya nos hemos acostumbrado a todo -dijo Espinoza.

Pelletier se acercó a la ventana y contempló el libro, cuyas hojas se movían imperceptiblemente con la suave brisa de la tarde. Luego salió y se acercó a él y lo estuvo examinando.

– No lo descuelgues -oyó que decía a sus espaldas Espinoza.

– Este libro no está puesto aquí para que se seque, lleva aquí mucho tiempo -dijo Pelletier.

– Algo así me imaginé yo -dijo Espinoza-, pero mejor no lo toques y volvamos a la casa.

Desde la ventana Amalfitano los observaba mordiéndose los labios, aunque ese gesto en él, y en ese preciso instante, no era un gesto de desesperación o de impotencia sino de profunda, inabarcable tristeza.

Cuando los críticos hicieron el primer ademán de darse la vuelta, Amalfitano retrocedió y rápidamente volvió a la cocina, en donde fingió estar muy concentrado preparando la comida.

Cuando volvieron al hotel Norton les comunicó que se marchaba al día siguiente y ellos recibieron la noticia sin sorpresa, como si desde hacía tiempo la esperaran. El vuelo que Norton había conseguido salía desde Tucson y pese a las protestas de ella, que pensaba tomar un taxi, decidieron acompañarla al aeropuerto. Esa noche hablaron hasta tarde, le contaron a Norton la visita que habían hecho al circo y le aseguraron que si todo seguía igual ellos no tardarían más de tres días en marcharse. Luego Norton se fue a dormir y Espinoza propuso que pasaran juntos aquella última noche en Santa Teresa. Norton no lo entendió y dijo que sólo se iba ella, que para ellos aún quedaban más noches en aquella ciudad.

– Quiero decir los tres juntos -dijo Espinoza.

– ¿En la cama? -dijo Norton.

– Sí, en la cama -dijo Espinoza.

– No me parece una buena idea -dijo Norton-, prefiero dormir sola.

Así que la acompañaron hasta el ascensor y luego volvieron al bar y pidieron dos Bloody Mary y mientras esperaban permanecieron en silencio.

– He metido la pata hasta el fondo -dijo Espinoza cuando el barman les llevó sus bebidas.

– Me parece que sí -dijo Pelletier.

– ¿Te has dado cuenta -dijo Espinoza después de otro silencio – de que durante todo el viaje sólo hemos estado una vez en la cama con ella?

– Claro que me he dado cuenta -dijo Pelletier.

– ¿Y de quién es la culpa -dijo Espinoza-, de ella o de nosotros?

– No lo sé -dijo Pelletier-, la verdad es que estos días no he tenido muchas ganas de hacer el amor. ¿Y tú?

– Yo tampoco -dijo Espinoza.

Volvieron a callarse durante un rato.

– Supongo que a ella le pasará algo parecido -dijo Pelletier.

Salieron de Santa Teresa muy temprano. Antes telefonearon a Amalfitano y le dijeron que iban a los Estados Unidos y que probablemente estarían fuera todo el día. En la frontera la policía de aduanas norteamericana quiso ver los papeles del coche y luego los dejó pasar. Se metieron, siguiendo las instrucciones del recepcionista del hotel, por una carretera no pavimentada y durante un tiempo atravesaron un paraje lleno de quebradas y de bosques, como si se hubieran internado por despiste en un domo con un ecosistema propio. Durante un rato pensaron que no iban a llegar a tiempo al aeropuerto e incluso que no iban a llegar nunca a ninguna parte. La carretera no pavimentada, sin embargo, acababa en Sonoita y desde allí cogieron la carretera 83 hasta la autopista 10 que los llevó directo a Tucson. En el aeropuerto tuvieron aún tiempo de tomarse un café y hablar de lo que harían cuando se volvieran a reencontrar en Europa. Después Norton tuvo que cruzar las puertas de embarque y al cabo de media hora su avión emprendió vuelo rumbo a Nueva York en donde enlazaría con otro que la dejaría en Londres.

Para volver tomaron la autopista 19 que iba hasta Nogales, aunque ellos se desviaron poco después de Río Rico y comenzaron a bordear la frontera por el lado de Arizona, hasta Lochiel, en donde volvieron a entrar en México. Tenían hambre y sed pero no se detuvieron en ningún pueblo. A las cinco de la tarde llegaron al hotel y después de darse una ducha bajaron a comer un sándwich y a telefonear a Amalfitano. Éste les dijo que no se movieran del hotel, que tomaría un taxi y estaría allí en menos de diez minutos. No tenemos ninguna prisa, le dijeron.

A partir de ese momento la realidad, para Pelletier y Espinoza, pareció rajarse como una escenografía de papel, y al caer dejó ver lo que había detrás: un paisaje humeante, como si alguien, tal vez un ángel, estuviera haciendo cientos de barbacoas para una multitud de seres invisibles. Dejaron de levantarse temprano, dejaron de comer en el hotel, entre los turistas norteamericanos, y se trasladaron al centro de la ciudad, optando por los locales oscuros para el desayuno (cerveza y chilaquiles picantes) y por los locales con grandes ventanales en donde los camareros, sobre el vidrio, escribían con tinta blanca los platos del menú, para las comidas. Las cenas las hacían en cualquier parte.

Aceptaron la propuesta del rector y dictaron dos conferencias sobre la literatura francesa y española actuales, que más que conferencias semejaron carnicerías y que al menos tuvieron la virtud de dejar temblorosos a los espectadores, chicos jóvenes en su mayoría, lectores de Michon y Rolin o lectores de Marías y Vila-Matas. Después, y esta vez juntos, dieron la clase magistral sobre Benno von Archimboldi con una disposición, más que de carniceros, de triperos o de achuradores, pero algo, al principio indiscernible, algo que evocaba, aunque en silencio, un encuentro no casual, sofrenó sus impulsos: entre el público, y, sin contar a Amalfitano, había tres jóvenes lectores de Archimboldi que casi los hicieron llorar. Uno de ellos, que sabía francés, incluso había llevado uno de los libros traducido por Pelletier. Así pues, eran posibles los milagros. Las librerías de Internet funcionaban. La cultura, pese a las desapariciones y a la culpa, seguía viva, en permanente transformación, como no tardaron en comprobar cuando los jóvenes lectores de Archimboldi, finalizada la conferencia, fueron, por petición expresa de Pelletier y Espinoza, a la sala de honor de la universidad donde se celebró un ágape o mejor dicho un cóctel o tal vez un coctelito o puede que tan sólo una fineza en homenaje a los ilustres conferenciantes y en donde, a falta de un tema mejor, se habló de lo bien que escribían los alemanes, todos, y del peso histórico de universidades como la Sorbona o la de Salamanca, en las cuales, para pasmo de los críticos, dos de los profesores (uno que enseñaba derecho romano y otro que enseñaba derecho penal en el siglo XX, habían estudiado). Más tarde, en un aparte, el decano Guerra y una secretaria de la rectoría les hicieron entrega de sus cheques y poco después, aprovechando una lipotimia que le dio a la mujer de uno de los profesores, se marcharon subrepticiamente.

Los acompañaron Amalfitano, que detestaba aunque tenía que sufrir de vez en cuando estas fiestas, y los tres estudiantes lectores de Archimboldi. Primero fueron a cenar al centro y luego dieron vueltas por la calle que nunca dormía. El coche de alquiler, aunque era grande, los obligaba a ir muy pegados y la gente que transitaba por las aceras los miraba con curiosidad, como miraban a todos en aquella calle, hasta que descubrían a Amalfitano y a los tres estudiantes apelotonados en el asiento trasero y entonces desviaban la mirada rápidamente.

Se metieron en un bar que uno de los muchachos conocía.

El bar era grande y en la parte trasera tenía un patio con árboles y un pequeño palenque para peleas de gallo. El muchacho dijo que su padre en una ocasión lo había llevado allí. Hablaron de política, y Espinoza le traducía a Pelletier lo que los muchachos decían. Ninguno de éstos tenía más de veinte años y exhibían un aspecto sano, fresco, con ganas de aprender. Amalfitano, por el contrario, aquella noche les pareció más cansado y más derrotado que nunca. En voz baja Pelletier le preguntó si le pasaba algo. Amalfitano negó con la cabeza y dijo que no, aunque los críticos, cuando volvieron al hotel, comentaron que la actitud de su amigo, que fumaba un cigarrillo detrás de otro y bebía sin parar y además apenas abrió la boca en toda la noche, denotaba o bien una depresión en ciernes o un estado de extremo nerviosismo.

Al día siguiente, cuando se levantó, Espinoza encontró a Pelletier sentado en la terraza del hotel, vestido con unas bermudas y sandalias de cuero, leyendo las ediciones del día de los periódicos de Santa Teresa armado con un diccionario españolfrancés que probablemente aquella misma mañana había adquirido.

– ¿Nos vamos a desayunar al centro? -le preguntó Espinoza.

– No -dijo Pelletier-, ya basta de alcohol y comidas que me están destrozando el estómago. Quiero enterarme de qué está pasando en esta ciudad.

Espinoza recordó entonces que durante la noche pasada uno de los muchachos les había contado la historia de las mujeres asesinadas. Sólo recordaba que el muchacho había dicho que eran más de doscientas y que tuvo que repetirlo dos o tres veces, pues ni él ni Pelletier daban crédito a lo que oían. No dar crédito, sin embargo, pensó Espinoza, es una forma de exagerar.

Uno ve algo hermoso y no da crédito a sus ojos. Te cuentan algo sobre… la belleza natural de Islandia…, gente bañándose en aguas termales, entre géiseres, en realidad tú ya lo has visto en fotos, pero igual dices que no te lo puedes creer… Aunque evidentemente lo crees… Exagerar es una forma de admirar cortésmente… Das el pie para que tu interlocutor diga: es verdad…

Y entonces dices: es increíble. Primero no te lo puedes creer y luego te parece increíble.

La noche anterior eso fue probablemente lo que dijeron él y Pelletier después de que el muchacho, sano y fuerte y puro, les asegurara que habían muerto más de doscientas mujeres.

Pero no en un período corto, pensó Espinoza. Desde 1993 o 1994 hasta la fecha… Y puede que el número de asesinadas fuera mayor. Tal vez doscientas cincuenta o trescientas. El muchacho había dicho, en francés, nunca se sabrá. El muchacho que había leído un libro de Archimboldi traducido por Pelletier y conseguido gracias a los buenos oficios de una librería de Internet.

No hablaba un francés correcto, pensó Espinoza. Pero uno puede hablar mal una lengua o no hablarla en absoluto y sin embargo ser capaz de leerla. En cualquier caso muchas mujeres muertas.

– ¿Y culpables? -preguntó Pelletier.

– Hay gente detenida desde hace mucho, pero siguen muriendo mujeres -dijo uno de los muchachos.

Amalfitano, recordó Espinoza, estaba callado, como ausente, probablemente borracho como una cuba. En una mesa cercana había un grupo de tres tipos que de vez en cuando los miraban como si estuvieran muy interesados en lo que hablaban.

¿Qué más recuerdo?, pensó Espinoza. Alguien, uno de los muchachos, habló del virus de los asesinos. Alguien dijo copycat.

Alguien pronunció el nombre de Albert Kessler. En determinado momento se levantó y fue al baño a vomitar. Mientras lo hacía oyó que alguien, fuera, alguien que probablemente se estaba lavando las manos y la cara o acicalándose delante del espejo, le decía:

– Guacaree tranquilo, compadre.

Esa voz me tranquilizó, pensó Espinoza, pero eso implica que en aquel momento me sentía intranquilo, y ¿por que había de estarlo? Cuando salió del baño no había nadie, sólo el ruido de la música del bar que llegaba ligeramente atenuada y un ruido, más bajo, espasmódico, de cañerías. ¿Quién nos trajo de vuelta al hotel?, pensó.

– ¿Quién condujo de vuelta? -le preguntó a Pelletier.

– Tú -dijo Pelletier.

Aquel día Espinoza dejó a Pelletier leyendo periódicos en el hotel y salió solo. Aunque era tarde para desayunar entró en un bar de la calle Arizpe en donde nunca había estado y pidió algo para reponer el cuerpo.

– Esto es lo mejor para la cruda, señor -le dijo el barman, y le puso un vaso de cerveza fría.

Desde el interior le llegó un ruido de fritanga. Pidió algo de comer.

– ¿Unas quesadillas, señor?

– Una sola -dijo Espinoza.

El camarero se encogió de hombros. El bar estaba vacío y no era tan oscuro como los bares donde él solía meterse por las mañanas. La puerta del lavabo se abrió y salió un hombre muy alto. A Espinoza le dolían los ojos y empezaba a sentirse otra vez mareado, pero la aparición del tipo alto lo sobresaltó. En la oscuridad no podía verle la cara ni calcular su edad. El tipo alto, sin embargo, se sentó junto a la ventana y una luz amarilla y verde iluminó sus facciones.

Espinoza se dio cuenta de que no podía ser Archimboldi.

Parecía un agricultor o un ganadero de visita en la ciudad. El camarero le puso una quesadilla delante. Al tomarla con las manos se quemó y pidió una servilleta. Después le dijo al camarero que le pusiera tres más. Cuando salió del bar se dirigió al mercado de artesanías. Algunos comerciantes estaban recogiendo sus mercaderías y levantando las mesas plegables. Era la hora de comer y había poca gente. Al principio le costó dar con el puesto de la muchacha que vendía alfombras. Las calles del mercado estaban sucias, como si en lugar de artesanías allí vendieran comida hecha o frutas y verduras. Cuando la vio la muchacha estaba ocupada enrollando alfombras y atándolas por los extremos. Las más pequeñas, los choapinos, las metía dentro de una caja de cartón de forma oblonga. Tenía una expresión ausente, como si en realidad estuviera muy lejos de allí.

Espinoza se acercó y acarició una de las alfombras. Le preguntó si se acordaba de él. La muchacha no dio muestra alguna de sorpresa. Levantó los ojos, lo miró y dijo que sí con una naturalidad que lo hizo sonreír.

– ¿Quién soy? -dijo Espinoza.

– Un español que me compró una alfombra -dijo la muchacha -, estuvimos platicando.

Después de descifrar los periódicos Pelletier tuvo ganas de ducharse y sacarse de encima toda la mugre que se le había adherido a la piel. Vio llegar a Amalfitano desde lejos. Lo vio entrar en el hotel y luego hablar con el recepcionista. Antes de entrar en la terraza Amalfitano levantó débilmente una mano en señal de reconocimiento. Pelletier se levantó y le dijo que pidiera lo que quisiera, que él se iba a duchar. Al marcharse observó que Amalfitano tenía los ojos enrojecidos y ojerosos, como si aún no hubiera dormido. Mientras cruzaba el lobby cambió de idea y encendió uno de los dos ordenadores que el hotel ponía al servicio de sus clientes y que estaban en una salita adyacente al bar. Al revisar su correspondencia encontró una larga carta de Norton en donde le comunicaba cuáles eran, a su juicio, los verdaderos motivos por los que se había marchado tan abruptamente. La leyó como si estuviera todavía borracho.

Pensó en los jóvenes lectores de Archimboldi de la noche anterior y quiso, vagamente, ser como ellos, cambiar su vida por la de uno de ellos. Se dijo a sí mismo que ese deseo era una forma de lasitud. Después llamó al ascensor y subió junto con una norteamericana de unos setenta años que leía un periódico mexicano, un ejemplar idéntico a uno de los que él había leído esa mañana. Mientras se desnudaba pensó en cómo se lo diría a Espinoza. Probablemente en su correo había también una carta de Norton esperándolo. ¿Qué puedo hacer?, se dijo.

La tarascada en la taza del baño seguía allí y durante unos segundos la contempló fijamente y dejó que el agua tibia le corriera por el cuerpo. ¿Qué es lo razonable?, pensó. Lo más razonable es volver y diferir en lo posible cualquier conclusión.

Sólo cuando le entró jabón en los ojos pudo apartar éstos de la taza del baño. Puso la cara bajo el chorro de la ducha y cerró los ojos. No estoy tan triste como hubiera imaginado, se dijo.

Todo esto es irreal, se dijo. Luego cerró la ducha, se vistió y bajó a reunirse con Amalfitano.

Acompañó a Espinoza a mirar sus e-mails. Se situó a sus espaldas hasta asegurarse de que había uno de Norton y cuando lo comprobó, con la certeza de que en él diría lo mismo que en el suyo, se sentó en un sillón, a pocos pasos de los ordenadores, y se puso a hojear una revista de turismo. De vez en cuando levantaba la mirada y veía a Espinoza, que no parecía dispuesto a abandonar el asiento. Con ganas, le hubiera palmeado la espalda y la nuca, pero optó por no hacer ningún movimiento.

Cuando Espinoza se volvió a mirarlo, le dijo que él había recibido uno igual.

– No lo puedo creer -dijo Espinoza con un hilo de voz.

Pelletier dejó la revista sobre la mesa de vidrio y se acercó al ordenador, en donde leyó someramente la carta de Norton.

Después, sin sentarse, tecleando con un solo dedo, buscó su propio correo y le mostró a Espinoza la carta que él había recibido.

Le pidió, con extrema suavidad, que leyera. Espinoza se puso otra vez de cara a la pantalla y leyó varias veces la carta de Pelletier.

– Casi no hay variantes -dijo.

– Qué más da -dijo el francés.

– Al menos hubiera podido tener esa delicadeza -dijo Espinoza.

– En estos casos la delicadeza es informar -dijo Pelletier.

Cuando salieron a la terraza del hotel ya casi no había nadie.

Un camarero, vestido con chaqueta blanca y pantalones negros, recogía las copas y botellas de las mesas desocupadas.

En un extremo, junto a la baranda, una pareja que no pasaba de los treinta años miraba la avenida silenciosa, de un verde oscuro profundo, con las manos entrelazadas. Espinoza le preguntó a Pelletier qué pensaba.

– En ella -dijo Pelletier-, naturalmente.

También le dijo que era extraño, o que al menos no dejaba de tener sus gotas de extrañeza, el que ellos estuvieran allí, en ese hotel, en esa ciudad, cuando Norton, por fin, se había decidido.

Espinoza lo miró largamente y luego con un gesto de desprecio dijo que le daban ganas de vomitar.

Al día siguiente Espinoza volvió al mercado de artesanías y le preguntó a la chica cómo se llamaba. Ella dijo que su nombre era Rebeca y Espinoza sonrió porque el nombre, pensó entonces, le venía que ni pintado. Durante tres horas estuvo allí, de pie, conversando con Rebeca mientras los turistas y los curiosos vagaban de una punta a otra observando las mercancías con desgana, como si alguien los obligara a ello. Sólo en dos ocasiones se acercaron clientes al puesto de Rebeca, pero en ambas se fueron sin haber comprado nada, dejando a Espinoza avergonzado pues de alguna manera la mala suerte comercial de la muchacha se la achacaba a sí mismo, a su terca presencia delante del puesto. Decidió subsanar el mal comprando él lo que supuso que hubieran comprado los otros. Se llevó una alfombra grande, dos alfombras pequeñas, un sarape en donde predominaba el verde, otro en donde predominaba el rojo, y una especie de morral hecho con la misma tela y los mismos motivos de los sarapes. Rebeca le preguntó si se marchaba pronto a su país y Espinoza sonrió y le dijo que no sabía. Luego la muchacha llamó a un niño, que cargó sobre su espalda todas las compras de Espinoza y que lo acompañó hasta donde había dejado aparcado el coche.

La voz de Rebeca al llamar al niño (que surgió de la nada o de la muchedumbre, que venía a ser lo mismo), su tono, la tranquila autoridad que emanaba de su voz, hizo estremecer a Espinoza.

Mientras caminaba detrás del niño notó que la mayoría de los comerciantes empezaban a recoger sus mercaderías. Al llegar al coche metieron las alfombras en el portaequipajes y Espinoza le preguntó al niño desde cuándo trabajaba con Rebeca. Es mi hermana, dijo éste. Pues no se parecen en nada, pensó Espinoza.

Luego contempló al niño, que era bajito pero que también parecía ser fuerte, y le dio un billete de diez dólares.

Cuando llegó al hotel encontró a Pelletier en la terraza leyendo a Archimboldi. Le preguntó qué libro era y Pelletier, sonriendo, le contestó que era Santo Tomás.

– ¿Cuántas veces lo has leído? -dijo Espinoza.

– He perdido la cuenta, aunque éste es uno de los que menos he leído -dijo Pelletier.

Igual que yo, igual que yo, pensó Espinoza.

Más que de dos cartas, se trataba de una sola, aunque con variantes, con bruscos giros personalizados que se abrían ante un mismo abismo. Santa Teresa, esa horrible ciudad, decía Norton, la había hecho pensar. Pensar en un sentido estricto, por primera vez desde hacía años. Es decir: se había puesto a pensar en cosas prácticas, reales, tangibles, y también se había puesto a recordar. Pensaba en su familia, en los amigos y en el trabajo, y casi al mismo tiempo recordaba escenas familiares o laborales, escenas en donde los amigos levantaban las copas y brindaban por algo, tal vez por ella, tal vez por alguien que ella había olvidado. Este país es increíble (aquí hacía una digresión, pero sólo en la carta a Espinoza, como si Pelletier no pudiera entenderlo o como si supiera de antemano que ambos iban a cotejar sus respectivas cartas), uno de los mandamases de la cultura, alguien a quien se supone refinado, un escritor que ha llegado a las más altas esferas del gobierno, es apodado, con toda naturalidad, además, el Cerdo, decía, y relacionaba esto, el apodo o la crueldad del apodo o la resignación del apodo, con los hechos delictivos que estaban ocurriendo desde hacía tiempo en Santa Teresa.

Cuando yo era pequeña había un niño que me gustaba. No sé por qué, pero me gustaba. Yo tenía ocho años y él tenía la misma edad. Se llamaba James Crawford. Creo que era un niño muy tímido. Hablaba sólo con los otros niños y evitaba mezclarse con las niñas. Tenía el pelo muy oscuro y los ojos marrones.

Siempre iba con pantalones cortos, incluso cuando los otros niños empezaron a llevar pantalones largos. La primera vez que hablé con él, lo he recordado hace muy poco, yo no lo llamé James sino Jimmy. Nadie le decía así. Fui yo. Los dos teníamos ocho años. Su rostro era muy serio. ¿Por qué razón hablé con él? Creo que olvidó algo en el pupitre, tal vez una goma o un lapiz, eso ya no lo recuerdo, y yo le dije: Jimmy, se te ha olvidado la goma. Sí recuerdo que yo sonreía. Sí recuerdo por qué razón lo llamé Jimmy y no James o Jim. Por cariño. Por placer.

Porque Jimmy me gustaba y me parecía muy hermoso.

Al día siguiente Espinoza pasó a primera hora por el mercado de artesanías, con el corazón latiendo más aprisa de lo normal, mientras los comerciantes y artesanos recién empezaban a montar sus puestos y la calle adoquinada aún estaba limpia.

Rebeca disponía sus alfombras encima de una mesa portátil y le sonrió al verlo. Algunos comerciantes bebían café o tomaban refrescos de cola, de pie, y conversaban de un puesto a otro. Detrás de los puestos, en la acera, bajo los viejos arcos y los toldos de algunas tiendas con mayor solera, se arremolinaban grupos de hombres que discutían sobre partidas de alfarería al por mayor cuya venta estaba garantizada en Tucson o en Phoenix. Espinoza saludó a Rebeca y la ayudó a ordenar las últimas alfombras. Después le preguntó si quería ir a desayunar con él y la muchacha le dijo que no podía y que ya había desayunado en su casa. Sin darse por rendido, Espinoza le preguntó dónde estaba su hermano.

– En la escuela -dijo Rebeca.

– ¿Y quién te ayuda a traer toda la mercancía?

– Mi mamá -dijo Rebeca.

Durante un rato Espinoza se quedó quieto, mirando el suelo, sin saber si comprarle otra alfombra o marcharse sin decir palabra.

– Te invito a comer -dijo finalmente.

– Bueno -dijo la muchacha.

Cuando Espinoza volvió al hotel encontró a Pelletier leyendo a Archimboldi. Visto desde lejos, el rostro de Pelletier, y en realidad no sólo su rostro, todo su cuerpo, traslucía una especie de sosiego que le pareció envidiable. Al acercarse un poco más vio que el libro no era Santo Tomás, sino La ciega, y le preguntó si había tenido paciencia para releer el otro de principio a final.

Pelletier alzó la mirada y no le contestó. Dijo, en cambio, que era sorprendente, o que a él no dejaba de sorprenderle, la manera en que Archimboldi se aproximaba al dolor y a la vergüenza.

– De forma delicada -dijo Espinoza.

– Así es -dijo Pelletier-. De forma delicada.

En Santa Teresa, en esa ciudad horrible, decía la carta de Norton, pensé en Jimmy, pero sobre todo pensé en mí, en la que yo era a la edad de ocho años, y al principio las ideas saltaban, las imágenes saltaban, parecía que tenía un terremoto dentro de la cabeza, era incapaz de fijar con precisión o con claridad ningún recuerdo, pero cuando finalmente lo logré fue peor, me vi a mí misma diciendo Jimmy, vi mi sonrisa, el rostro serio de Jimmy Crawford, el tropel de niños, sus espaldas, el oleaje repentino cuyo remanso era el patio, vi mis labios que advertían a aquel niño de su olvido, vi la goma, o tal vez fuera un lápiz, vi con los ojos que ahora tengo los ojos que en ese instante tenía, y oí una vez más mi llamada, el timbre de mi voz, la extrema cortesía de una niña de ocho años que llama a un niño de ocho años para advertirle que no olvide su goma de borrar, y que sin embargo no puede hacerlo llamándolo por su nombre, James, o Crawford, tal como es usual en la escuela, y prefiere, consciente o inconscientemente, emplear el diminutivo Jimmy, que denota cariño, un cariño verbal, un cariño personal, pues sólo ella, en ese instante que es un mundo, lo llama así, y que de alguna manera reviste con otros ropajes el cariño o la atención implícita en el gesto de advertirle un olvido, no olvides tu goma, o tu lápiz, y que, en el fondo, no era más que la expresión, verbalmente pobre o verbalmente rica, de la felicidad.

Comieron en un restaurante barato cerca del mercado, mientras el hermano pequeño de Rebeca vigilaba el carrito en el cual cada mañana trasladaban las alfombras y la mesa plegable.

Espinoza le preguntó a Rebeca si no era posible dejar el carrito sin vigilancia e invitar a comer al niño, pero Rebeca le dijo que no se preocupara. Si el carrito quedaba sin vigilancia lo más probable era que cualquiera se lo llevara. Desde la ventana del restaurante Espinoza podía ver al niño subido encima del montón de alfombras como un pájaro, oteando el horizonte.

– Le voy a llevar algo -dijo-, ¿qué le gusta a tu hermano?

– Los helados -dijo Rebeca-, pero aquí no tienen helados.

Durante unos segundos Espinoza contempló la idea de salir a buscar helados en otro local, pero la desechó por miedo a no encontrar a la muchacha cuando volviera. Ella le preguntó cómo era España.

– Distinta -dijo Espinoza mientras pensaba en los helados.

– ¿Distinta de México? -dijo ella.

– No -dijo Espinoza-, distinta entre sí, variada.

De pronto a Espinoza se le ocurrió la idea de llevarle un sándwich al niño.

– Aquí se llaman tortas -dijo Rebeca-, a mi hermano le gustan las de jamón.

Parece una princesa o una embajadora, pensó Espinoza. Le preguntó a la mesera si le podía preparar una torta de jamón y un refresco. La mesera le preguntó cómo quería la torta.

– Di que la quieres completa -dijo Rebeca.

– Completa -dijo Espinoza.

Más tarde salió a la calle con la torta y el refresco y se las tendió al niño, que seguía retrepado en lo más alto del carrito.

Al principio el niño negó con la cabeza y dijo que no tenía hambre. Espinoza vio que en la esquina tres niños, un poco mayores, los observaban conteniendo la risa.

– Si no tienes hambre tómate sólo el refresco y guarda la torta -dijo-, o dásela a los perros.

Cuando volvió a sentarse junto a Rebeca se sentía bien. De hecho, se sentía pletórico.

– Esto no puede ser -dijo-, no está bien, la próxima vez comeremos los tres juntos.

Rebeca lo miró a los ojos, con el tenedor detenido en el aire, y luego dibujó una semisonrisa y se llevó la comida a la boca.

En el hotel, tendido en una tumbona junto a la piscina vacía, Pelletier estaba leyendo un libro y Espinoza supo, aun antes de ver el título, que no era ni Santo Tomás ni La ciega, sino otro libro de Archimboldi. Cuando se sentó junto a él pudo observar que se trataba de Letea, una novela que no lo entusiasmaba tanto como otros libros del alemán, aunque, a juzgar por el rostro de Pelletier, la relectura era fructífera y muy placentera.

Al tomar asiento en la tumbona de al lado le preguntó qué había hecho durante el día.

– Leer -le contestó Pelletier, quien a su vez le hizo la misma pregunta.

– Dar vueltas por ahí -dijo Espinoza.

Esa noche, mientras cenaban juntos en el restaurante del hotel, Espinoza le contó que había comprado algunos souvenirs y que incluso le había comprado uno para él. La noticia alegró a Pelletier, que le preguntó qué clase de souvenir le había comprado.

– Una alfombra india -dijo Espinoza.

Al llegar a Londres después de un viaje agotador, decía Norton en su carta, me puse a pensar en Jimmy Crawford o tal vez me puse a pensar en él mientras esperaba el vuelo Nueva York-Londres, en cualquier caso Jimmy Crawford y mi voz de ocho años que lo llamaba ya estaba conmigo en el momento en que saqué las llaves de mi piso y encendí la luz y dejé las maletas tiradas en el recibidor. Fui a la cocina y me preparé un té.

Luego me duché y me fui a la cama. En previsión de que no pudiera dormirme, me tomé un somnífero. Recuerdo que me puse a hojear una revista, recuerdo que pensé en vosotros, dando vueltas por esa ciudad horrible, recuerdo que pensé en el hotel. En mi cuarto había dos espejos rarísimos, que en los últimos días me daban miedo. Cuando supe que iba a quedarme dormida, sólo tuve fuerzas suficientes para alargar el brazo y apagar la luz.

No tuve sueños de ninguna especie. Al despertar no sabía dónde estaba, pero esta sensación sólo duró unos segundos, pues de inmediato identifiqué los ruidos característicos de mi calle. Todo ha pasado, pensé. Me siento descansada, estoy en mi casa, tengo muchas cosas que hacer. Cuando me senté en la cama, sin embargo, lo único que hice fue ponerme a llorar como una loca, sin motivo ni causa aparente. Todo el día estuve así. Por momentos deseaba no haber salido de Santa Teresa, haber permanecido junto a vosotros hasta el final. En más de una ocasión sentí el impulso de largarme al aeropuerto y coger el primer avión con destino a México. Esos impulsos eran seguidos de otros más destructivos: prenderle fuego a mi apartamento, cortarme las venas, no volver nunca más a la universidad y llevar en adelante una vida de vagabunda.

Pero las vagabundas, al menos en Inglaterra, a menudo son sometidas a vejaciones, según leí en un reportaje de una revista cuyo nombre he olvidado. En Inglaterra las vagabundas son sometidas a violaciones en grupo, son golpeadas, y no es raro que algunas aparezcan muertas en las puertas de los hospitales.

Quienes hacen estas cosas a las vagabundas no son, como yo hubiera pensado a los dieciocho años, los policías ni las bandas de gamberros neonazis, sino los vagabundos, lo que confiere a la situación un regusto si cabe aún más amargo. Confundida, salí a dar una vuelta por la ciudad, con la esperanza de animarme y tal vez llamar por teléfono a alguna amiga con la cual irme a cenar. No sé cómo, de pronto me vi enfrente de una galería de arte en donde hacían una retrospectiva de Edwin Johns, el artista aquel que se cortó la mano derecha para exhibirla en un retrato autobiográfico.

En su siguiente visita Espinoza consiguió que la muchacha le permitiera acompañarla hasta su casa. Dejaron el carrito guardado, tras pagar Espinoza un exiguo alquiler a una mujer gorda cubierta por un viejo delantal de operaria fabril, en el cuarto de atrás del restaurante en donde antes habían comido, entre cajas de botellas vacías y pilas de latas de chile y carne.

Luego metieron las alfombras y los sarapes en el asiento trasero del coche y se acomodaron los tres delante. El niño estaba feliz y Espinoza le dijo que decidiera él adónde iban a comer aquel día. Terminaron en un McDonald’s del centro.

La casa de la muchacha estaba en los barrios del poniente de la ciudad, en las zonas en donde, por lo que había leído en la prensa, se cometían los crímenes, pero el barrio y la calle donde vivía Rebeca sólo le pareció un barrio pobre y una calle pobre, en donde lo siniestro estaba ausente. Dejó el coche estacionado enfrente de la casa. En la entrada había un jardín minúsculo, con tres jardineras hechas de caña y alambre, cubiertas de macetas con flores y plantas verdes. Rebeca le dijo a su hermano que se quedara vigilando el coche. La casa era de madera y al caminar los tablones del suelo emitían un sonido a cosa hueca, como si debajo corriera un desagüe o hubiera un cuarto secreto.

La madre, contra lo que esperaba Espinoza, lo saludó amablemente y le ofreció un refresco. Luego ella misma le presentó al resto de sus hijos. Rebeca tenía dos hermanos y tres hermanas, aunque la mayor ya no vivía allí pues se había casado. Una de las hermanas era igualita a Rebeca, sólo que más joven. Se llamaba Cristina y todos en la casa decían que era la más inteligente de la familia. Después de un tiempo prudencial Espinoza le pidió a Rebeca que salieran a dar una vuelta por el barrio. Al salir vieron al niño encaramado sobre el techo del coche. Leía un cómic y tenía algo en la boca, probablemente un caramelo.

Cuando volvieron del paseo el niño aún seguía allí, aunque ya no leía nada y el caramelo se había terminado.

Cuando volvió al hotel Pelletier estaba otra vez con Santo Tomás. Al sentarse a su lado Pelletier levantó la mirada del libro y le dijo que había cosas que aún no entendía y que probablemente no iba a entender jamás. Espinoza soltó una risotada y no hizo ningún comentario.

– Hoy he estado con Amalfitano -dijo Pelletier.

Según creía, el profesor chileno tenía los nervios destrozados.

Pelletier lo había invitado a darse con él un chapuzón en la piscina. Como no tenía traje de baño le había conseguido uno en la recepción. Todo parecía ir bien. Pero cuando se metió en la piscina Amalfitano se quedó quieto, como si de pronto hubiera visto al demonio, y se hundió. Antes de que se hundiera, Pelletier recordaba que se había tapado la boca con las dos manos.

En cualquier caso no hizo el más mínimo esfuerzo por nadar.

Afortunadamente, Pelletier estaba allí y no le costó nada sumergirse y volverlo a traer a la superficie. Luego se tomaron un whisky cada uno y Amalfitano le explicó que hacía mucho que no nadaba.

– Estuvimos hablando de Archimboldi -dijo Pelletier.

Después se vistió, devolvió el traje de baño y se marchó.

– ¿Y tú qué hiciste? -dijo Espinoza.

– Me duché, me vestí, bajé a comer y seguí con mis lecturas.

Por un instante, decía Norton en su carta, me sentí como una vagabunda deslumbrada por las luces de un teatro repentino.

No estaba en la mejor disposición para entrar en una galería de arte, pero el nombre de Edwin Johns me atrajo como un imán. Me acerqué a la puerta de la galería, que era de vidrio, y en el interior vi a mucha gente y vi a camareros vestidos de blanco que apenas podían moverse manteniendo en equilibrio bandejas cargadas de copas de champán o de vino rojo. Decidí esperar y volví a la acera de enfrente. Poco a poco la galería se fue vaciando y llegó el momento en que pensé que ya podía entrar y ver al menos una parte de la retrospectiva.

Cuando traspuse la puerta de vidrio sentí algo extraño, como si todo lo que a partir de ese instante viera o sintiera fuera a ser decisivo para el curso posterior de mi vida. Me detuve delante de una especie de paisaje, un paisaje de Surrey, de la primera etapa de Johns, que me pareció melancólico y a la vez dulce, profundo y en modo alguno grandilocuente, como sólo pueden serlo los paisajes ingleses pintados por pintores ingleses. De golpe me dije que con ver ese cuadro ya tenía suficiente y me disponía a marcharme cuando un camarero, tal vez el último de los camareros de la empresa de cátering que quedaba en la galería, se me acercó con una sola copa de vino en la bandeja, una copa servida especialmente para mí. No me dijo nada. Sólo me la ofreció y yo le sonreí y tomé la copa.

Entonces vi el póster de la exposición, al otro lado de donde yo me encontraba, el póster que exhibía el cuadro con la mano cortada, la pieza maestra de Johns, y en donde con números blancos se señalaba su fecha de nacimiento y su fecha de muerte.

Yo no sabía que había muerto, decía Norton en su carta, yo creía que aún vivía en Suiza, en un confortable manicomio, en donde se reía de sí mismo y sobre todo se reía de nosotros.

Recuerdo que la copa de vino se me cayó de las manos. Recuerdo que una pareja, ambos muy altos y delgados, que miraban un cuadro, me miraron con extrema curiosidad, como si yo fuera una ex amante de Johns o un cuadro viviente (e inacabado) que de pronto se entera de la muerte de su pintor. Sé que salí sin mirar atrás y que anduve durante mucho rato hasta que me di cuenta de que no lloraba, sino que llovía y que estaba empapada. Esa noche no pude dormir.

Por las mañanas Espinoza iba a buscar a Rebeca a su casa.

Dejaba el coche frente a la puerta, se tomaba un café y luego, sin decir nada, metía las alfombras en el asiento trasero y se dedicaba a limpiar el polvo de la carrocería con un trapo. Si hubiera sabido algo de mecánica hubiera levantado el capó y habría mirado el motor, pero no sabía nada de mecánica y el motor del coche, por lo demás, funcionaba como una seda.

Después salían de la casa la muchacha y su hermano y Espinoza les abría la puerta del copiloto, sin pronunciar una palabra, como si aquella rutina durara años, y luego él entraba por la puerta del conductor, guardaba el trapo del polvo en la guantera y partían hacia el mercado de artesanías. Ya allí los ayudaba a montar el puesto y cuando habían terminado iba a un restaurante cercano y compraba dos cafés para llevar y una CocaCola, que se tomaban de pie, contemplando los otros puestos o el horizonte achaparrado, pero dignísimo, de edificios coloniales que los cercaban. En ocasiones Espinoza reñía al hermano de la muchacha, le decía que beber Coca-Cola por las mañanas era una mala costumbre, pero el niño, que se llamaba Eulogio, se reía y no le hacía caso, pues sabía que el enfado de Espinoza era en un noventa por ciento fingido. El resto de la mañana Espinoza se lo pasaba en una terraza, sin salir de aquel barrio, el único de Santa Teresa, además del barrio de Rebeca, que le gustaba, leyendo los periódicos locales y tomando café y fumando.

Cuando iba al baño y se miraba en un espejo, pensaba que sus facciones estaban cambiando. Parezco un señor, se decía a veces.

Parezco más joven. Parezco otro.

En el hotel, al volver, siempre encontraba a Pelletier en la terraza o en la piscina o tumbado en uno de los sillones de alguna de las salas, releyendo Santo Tomás o La ciega o Letea, que al parecer eran los únicos libros de Archimboldi que había traído consigo a México. Le preguntó si preparaba algún artículo o ensayo sobre esos tres libros en concreto y la respuesta de Pelletier fue vaga. Al principio, sí. Pero ahora no. Simplemente los leía porque eran los únicos que tenía. Espinoza pensó en dejarle alguno de los suyos, y de inmediato se dio cuenta, con alarma, de que había olvidado los libros de Archimboldi que ocultaba en su maleta.

Esa noche no pude dormir, decía Norton en su carta, y se me ocurrió llamar a Morini. Era muy tarde, era de mala educación molestarlo a esa hora, era una imprudencia de mi parte, era una intromisión grosera, pero lo llamé. Recuerdo que marqué su número y acto seguido apagué la luz de la habitación, como si al estar a oscuras Morini no pudiera verme la cara. Mi llamada, sorprendentemente, fue contestada en el acto.

– Soy yo, Piero -le dije-, Liz, ¿te has enterado de que murió Edwin Johns?

– Sí -dijo la voz de Morini desde Turín-. Murió hace un par de meses.

– Pero yo sólo lo he sabido ahora, esta noche -dije.

– Pensé que ya lo sabías -dijo Morini.

– ¿Cómo murió? -dije.

– En un accidente -dijo Morini-, salió a dar un paseo, quería dibujar una pequeña cascada que hay cerca del sanatorio, se subió a una roca y resbaló. Encontraron el cadáver al fondo de un barranco de cincuenta metros.

– No puede ser -dije.

– Sí que puede ser -dijo Morini.

– ¿Salió a dar un paseo solo? ¿Sin nadie que lo vigilara?

– No iba solo -dijo Morini-, lo acompañaba una enfermera y uno de los muchachos fuertes del sanatorio, de esos que pueden reducir en un segundo a un loco furioso.

Me reí, era la primera vez que me reía, ante la expresión loco furioso, y Morini, al otro lado de la línea, se rió, aunque sólo fue un instante, conmigo.

– Esos chicos fuertes y atléticos se llaman en realidad auxiliares -le dije.

– Pues lo acompañaban una enfermera y un auxiliar -dijo-.

Johns se subió a una roca y el muchacho fuerte subió detrás de él. La enfermera, por indicación de Johns, se sentó en un tocón y fingió leer un libro. Entonces Johns comenzó a dibujar con su mano izquierda, con la cual había adquirido cierta habilidad.

El paisaje comprendía la cascada, las montañas, los salientes de roca, el bosque y la enfermera que ajena a todo leía el libro.

Entonces ocurrió el accidente. Johns se levantó de la roca, resbaló y, aunque el muchacho fuerte y atlético trató de agarrarlo, cayó al abismo.

Eso era todo.

Durante un rato permanecimos sin decir nada, decía Norton en su carta, hasta que Morini rompió el silencio y me preguntó cómo me había ido en México.

– Mal -le dije.

No hizo más preguntas. Oía su respiración, pausada, y él oía mi respiración, que se iba serenando rápidamente.

– Te llamaré mañana -le dije.

– De acuerdo -dijo él, pero durante unos segundos ninguno de los dos se atrevió a colgar el teléfono.

Esa noche pensé en Edwin Johns, pensé en su mano que ahora probablemente se exhibía en su retrospectiva, esa mano que el auxiliar del sanatorio no pudo coger y así impedir su caída, aunque esto último resultaba demasiado obvio, como una fábula tramposa que ni siquiera se acercaba a lo que Johns había sido. Mucho más real resultaba el paisaje suizo, ese paisaje que vosotros visteis y que yo desconozco, con las montañas y los bosques, con las piedras irisadas y las cascadas de agua, con los barrancos mortales y las enfermeras lectoras.

Una noche Espinoza llevó a Rebeca a bailar. Estuvieron en una discoteca del centro de Santa Teresa a la que la muchacha no había ido nunca, pero de la cual hablaban sus amigas en los mejores términos. Mientras bebían cubalibres Rebeca le contó que al salir de aquella discoteca habían secuestrado a dos de las muchachas que tiempo después aparecieron muertas. Sus cadáveres fueron abandonados en el desierto.

A Espinoza le pareció de mal augurio el que ella dijera que el asesino tenía por costumbre visitar esa discoteca. Cuando la fue a dejar a su casa la besó en los labios. Rebeca olía a alcohol y tenía la piel muy fría. Le preguntó si quería hacer el amor y ella asintió con la cabeza, varias veces, sin decir nada. Luego ambos pasaron de los asientos de delante al asiento de atrás y lo hicieron. Un polvo rápido. Pero después ella recostó la cabeza sobre su pecho, sin decir palabra, y él estuvo mucho rato acariciándole el pelo. El aire nocturno olía a productos químicos que llegaban en oleadas. Espinoza pensó que cerca de allí había una fábrica de papel. Se lo preguntó a Rebeca y ella dijo que cerca de allí sólo había casas construidas por sus propios moradores y descampados.

Volviera al hotel a la hora que volviera siempre encontraba a Pelletier despierto, leyendo un libro y esperándolo. Con ese gesto, pensó, Pelletier le reafirmaba su amistad. También cabía la posibilidad de que el francés no pudiera dormir y que su insomnio lo condenara a leer por las salas vacías del hotel hasta la llegada del alba.

A veces Pelletier estaba en la piscina, abrigado con un suéter o con una toalla, bebiendo whisky a sorbitos. Otras veces lo encontraba en una sala presidida por un paisaje enorme de la frontera, pintado, eso se adivinaba en el acto, por un artista que no había estado nunca allí: la industriosidad del paisaje y su armonía revelaban más un deseo que una realidad. Los camareros, incluso los del turno de noche, satisfechos con sus propinas, procuraban que nada le faltara. Cuando llegaba, durante un rato, se dedicaban a intercambiar frases cortas y amables.

A veces Espinoza, antes de buscarlo por las salas vacías del hotel, se iba a revisar sus e-mails, con la esperanza de encontrar cartas de Europa, de Hellfeld o de Borchmeyer, que arrojaran algo de luz sobre el paradero de Archimboldi. Después buscaba a Pelletier y más tarde ambos subían silenciosos a sus respectivas habitaciones.

Al día siguiente, decía Norton en su carta, me dediqué a limpiar mi apartamento y a poner en orden mis papeles. Terminé mucho antes de lo que esperaba. Por la tarde me encerré en un cine y al salir, aunque estaba tranquila, ya no me acordaba del argumento de la película ni de los actores que la interpretaban.

Esa noche cené con una amiga y me acosté temprano, aunque hasta las doce no fui capaz de conciliar el sueño. Nada más despertarme, de buena mañana y sin hacer una reserva previa, me fui al aeropuerto y compré el primer billete para Italia. Volé de Londres a Milán y desde allí cogí un tren para Turín. Cuando Morini me abrió la puerta le dije que había venido a quedarme, que decidiera él si me iba a un hotel o me quedaba en su casa. No contestó a mi pregunta, apartó la silla de ruedas y me pidió que pasara. Fui al baño a lavarme la cara. Cuando volví Morini había preparado té y puesto sobre un plato azul tres pastelillos que me ofreció con encomio. Probé uno y era delicioso.

Parecía un dulce griego, con pistacho e higo confitado en su interior.

Pronto di cuenta de los tres pastelillos y me tomé dos tazas de té. Morini, mientras tanto, hizo una llamada telefónica, y luego se dedicó a escucharme y a intercalar de vez en cuando preguntas que yo contestaba de buen grado.

Durante horas estuvimos hablando. Hablamos de la derecha en Italia, del rebrote del fascismo en Europa, de los inmigrantes, de los terroristas musulmanes, de la política británica y norteamericana y a medida que hablábamos yo me iba sintiendo cada vez mejor, lo que es curioso pues los temas de conversación eran más bien deprimentes, hasta que ya no pude más y le pedí otro pastelillo mágico, al menos uno más, y entonces Morini miró la hora y dijo que era normal que tuviera hambre, y que haría algo mejor que darme un pastelillo de pistacho, había reservado mesa en un restaurante turinés y me iba a llevar a cenar allí.

El restaurante estaba en medio de un jardín en donde había bancos y estatuas de piedra. Recuerdo que yo empujaba la silla de Morini y él me enseñaba las estatuas. Algunas eran figuras mitológicas, pero otras representaban simples campesinos perdidos en la noche. En el parque había otras parejas que paseaban y a veces nos cruzábamos con ellas y otras veces sólo veíamos sus sombras. Mientras comíamos Morini me preguntó por vosotros. Le dije que la pista que situaba a Archimboldi en el norte de México era una pista falsa y que probablemente ni siquiera había pisado aquel país. Le conté lo de vuestro amigo mexicano, el gran intelectual llamado el Cerdo, y nos reímos un buen rato. La verdad es que yo cada vez me sentía mejor.

Una noche, después de hacer el amor por segunda vez con Rebeca en el asiento trasero del coche, Espinoza le preguntó qué pensaba su familia de él. La muchacha le dijo que sus hermanas creían que era guapo y que su madre había dicho que tenía cara de hombre responsable. El olor a productos químicos pareció levantar el coche del suelo. Al día siguiente Espinoza compró cinco alfombras. Ella le preguntó para qué quería tantas alfombras y Espinoza contestó que pensaba regalarlas. Al volver al hotel dejó las alfombras en la cama que no ocupaba, luego se sentó en la suya y durante una fracción de segundo las sombras se retiraron y tuvo una fugaz visión de la realidad. Se sintió mareado y cerró los ojos. Sin darse cuenta se quedó dormido.

Cuando despertó le dolía el estómago y tenía deseos de morirse. Por la tarde salió a hacer compras. Entró en una lencería y en una tienda de ropa de mujer y en una zapatería. Esa noche se llevó a Rebeca al hotel y después de ducharse juntos la vistió con un tanga y ligueros y medias negras y un body negro y zapatos de tacón de aguja de color negro y la folló hasta que ella no fue más que un temblor entre sus brazos. Después pidió que le subieran a la habitación una cena para dos y tras comer le entregó los otros regalos que le había comprado y después volvieron a follar hasta que empezó a amanecer. Entonces ambos se vistieron, ella guardó sus regalos en las bolsas y él la acompañó primero a su casa y luego hasta el mercado de artesanías, en donde la ayudó a montar el puesto. Antes de que se despidiera ella le preguntó si lo iba a volver a ver. Espinoza, sin saber por qué, tal vez únicamente porque estaba cansado, se encogió de hombros y dijo que eso nunca se sabía.

– Sí que se sabe -dijo Rebeca con una voz triste que no le conocía-. ¿Te marchas de México? -le preguntó.

– Algún día tengo que irme -contestó él.

Al volver al hotel no encontró a Pelletier ni en la terraza ni junto a la piscina ni en ninguna de las salas en donde éste solía recluirse para leer. Preguntó en la recepción si hacía mucho que había salido su amigo y le dijeron que Pelletier no había abandonado el hotel en ningún momento. Subió a la habitación y llamó a la puerta, pero nadie le contestó. Volvió a llamar, golpeando varias veces, con el mismo resultado. Le dijo al recepcionista que temía que a su amigo le hubiera pasado algo, tal vez un ataque al corazón, y el recepcionista, que los conocía a ambos, subió con Espinoza.

– No creo que haya ocurrido nada malo -le dijo mientras iban en el ascensor.

Al abrir la habitación con la llave maestra el recepcionista no traspuso el umbral. La habitación estaba a oscuras y Espinoza encendió la luz. Sobre una de las camas vio a Pelletier tapado con el cobertor hasta el cuello. Estaba boca arriba, con el rostro sólo ligeramene ladeado, y tenía las manos cruzadas sobre el pecho. En su expresión Espinoza vio una paz que nunca antes había notado en el rostro de Pelletier. Lo llamó:

– Pelletier, Pelletier.

El recepcionista, ganado por la curiosidad, avanzó un par de pasos y le aconsejó que no lo tocara.

– Pelletier -gritó Espinoza, y se sentó a su lado y lo zarandeó de los hombros.

Entonces Pelletier abrió los ojos y le preguntó qué ocurría.

– Creíamos que estabas muerto -dijo Espinoza.

– No -dijo Pelletier-, estaba soñando que me iba de vacaciones a las islas griegas y que allí alquilaba un bote y conocía a un niño que todo el día se lo pasaba buceando.

– Es un sueño muy bonito -dijo.

– Efectiviwonder -dijo el recepcionista-, parece un sueño muy relajante.

– Lo más curioso del sueño -dijo Pelletier- es que el agua estaba viva.

Las primeras horas de mi primera noche en Turín, decía Norton en su carta, las pasé en la habitación de huéspedes de Morini. No me costó nada quedarme dormida, pero de repente un trueno, que no sé si era real o soñado, me despertó, y creí ver, al fondo del pasillo, la silueta de Morini y de la silla de ruedas.

Al principio no le hice caso y procuré volver a dormirme, hasta que de pronto recapitulé lo que había visto: por un lado la silueta de la silla de ruedas en el pasillo y por otro lado, ya no en el pasillo sino en la sala, de espaldas a mí, la silueta de Morini. Me desperté de un salto, empuñé un cenicero y encendí la luz. El pasillo estaba desierto. Fui hasta la sala y no había nadie. Meses antes lo normal hubiera sido tomar un vaso de agua y volver a la cama, pero ya nada era ni volvería a ser como entonces. Así que lo que hice fue ir a la habitación de Morini.

Al abrir la puerta vi primero la silla de ruedas, a un lado de la cama, y luego el bulto de Morini, que respiraba pausadamente.

Murmuré su nombre. No se movió. Alcé la voz y la voz de Morini me preguntó qué pasaba.

– Te he visto en el pasillo -le dije.

– ¿Cuándo? -dijo Morini.

– Hace un momento, cuando oí el trueno.

– ¿Llueve? -dijo Morini.

– Seguramente -dije yo.

– No he salido al pasillo, Liz -dijo Morini.

– Yo te vi allí. Te habías levantado. La silla de ruedas estaba en el pasillo, de cara a mí, pero tú estabas al final del pasillo, en la sala, de espaldas a mí -dije.

– Debió ser un sueño -dijo Morini.

– La silla de ruedas estaba de cara a mí y tú estabas de espaldas a mí -dije.

– Tranquilízate, Liz -dijo Morini.

– No me pidas que me tranquilice, no me trates como a una estúpida. La silla de ruedas me miraba, y tú, que estabas de pie, tan tranquilo, no me mirabas. ¿Lo entiendes?

Morini se concedió unos segundos para reflexionar, apoyado en los codos.

– Creo que sí -dijo-, mi silla te vigilaba mientras yo te ignoraba, ¿no? Como si la silla y yo fuéramos una sola persona o un solo ente. Y la silla era mala, precisamente porque te miraba, y yo también era malo, porque te había mentido y no te miraba.

Entonces me eché a reír y le dije que para mí, bien pensado, él jamás iba a ser malo, y tampoco la silla de ruedas, puesto que le prestaba un servicio tan necesario.

El resto de la noche lo pasamos juntos. Le dije que se hiciera a un lado y me dejara sitio y Morini me obedeció sin decir nada.

– ¿Cómo pude tardar tanto en darme cuenta de que me querías? -le dije más tarde-. ¿Cómo pude tardar tanto en darme cuenta de que yo te quería?

– La culpa es mía -dijo Morini en la oscuridad-, soy muy torpe.

Por la mañana Espinoza regaló a los recepcionistas y vigilantes y camareros del hotel algunas de las alfombras y sarapes que atesoraba. También regaló alfombras a las dos mujeres que iban a hacerle la limpieza del cuarto. El último sarape, uno muy bonito, en donde predominaban las figuras geométricas en rojo, verde y lila, lo metió en una bolsa y le dijo al recepcionista que se lo subiera a Pelletier.

– Un regalo anónimo -dijo.

El recepcionista le guiñó el ojo y dijo que así se haría.

Cuando Espinoza llegó al mercado de las artesanías ella estaba sentada en una banqueta de madera leyendo una revista de música popular, llena de fotos en color, en donde había noticias sobre cantantes mexicanos, sus bodas, divorcios, giras, discos de oro y platino, sus temporadas en la cárcel, sus muertes en la miseria.

Se sentó a su lado, en el bordillo de la acera, y dudó si saludarla con un beso o no. Enfrente había un puesto nuevo que vendía figuritas de barro. Desde donde estaba Espinoza distinguió unas horcas diminutas y se sonrió tristemente. Le preguntó a la muchacha dónde estaba su hermano y ella le respondió que se había ido a la escuela, como todas las mañanas.

Una mujer muy arrugada, vestida de blanco como si se fuera a casar, se detuvo a hablar con Rebeca y entonces él cogió la revista, que la muchacha había dejado bajo la mesa, encima de una lonchera, y la estuvo hojeando hasta que la amiga de Rebeca se marchó. Intentó decir algo en un par de ocasiones, pero no pudo. El silencio de ella, sin embargo, no era desagradable ni implicaba rencor o tristeza. No era denso sino transparente. Casi no ocupaba espacio. Incluso, pensó Espinoza, uno podría acostumbrarse a este silencio y ser feliz. Pero él no se iba a acostumbrar jamás, eso también lo sabía.

Cuando se cansó de estar sentado se fue a un bar y pidió una cerveza en la barra. A su alrededor sólo había hombres y nadie estaba solo. Espinoza abarcó el bar con una mirada terrible y de inmediato se percató de que los hombres bebían pero también comían. Masculló la palabra joder y escupió en el suelo, a pocos centímetros de sus propios zapatos. Luego se tomó otra y volvió al puesto con la botella a medias. Rebeca lo miró y sonrió. Espinoza se sentó en la acera, junto a ella, y le dijo que iba a volver. La muchacha no dijo nada.

– Voy a volver a Santa Teresa -dijo-, en menos de un año, te lo juro.

– No jures -dijo la muchacha mientras sonreía complacida.

– Volveré contigo -dijo Espinoza bebiendo hasta la última gota de su cerveza-. Y puede que entonces nos casemos y tú te vengas a Madrid conmigo.

Pareció que la muchacha decía: sería bonito, pero Espinoza no la entendió.

– ¿Qué?, ¿qué? -dijo.

Rebeca permaneció callada.

Cuando volvió, de noche, encontró a Pelletier leyendo y bebiendo whisky junto a la piscina. Se sentó en la tumbona de al lado y le preguntó cuáles eran los planes. Pelletier sonrió y puso el libro sobre la mesa.

– He encontrado en mi habitación tu regalo -dijo-, es muy apropiado y no carece de encanto.

– Ah, el sarape -dijo Espinoza, y se dejó caer de espaldas sobre la tumbona.

En el cielo se veían muchas estrellas. El agua verdeazulada de la piscina danzaba sobre las mesas y los macizos de flores y cactus, en una cadena de reflejos que llegaba hasta un muro de ladrillo de color crema, detrás del cual había una pista de tenis y unos baños sauna que había evitado con éxito. De vez en cuando oían raquetazos y voces en sordina que comentaban el juego.

Pelletier se levantó y dijo caminemos. Se dirigió hacia la pista de tenis, seguido por Espinoza. Las luces de la pista estaban encendidas y dos tipos con panzas prominentes se esforzaban en un juego torpe, provocando la risa de dos mujeres que los observaban sentadas en un banco de madera, debajo de un parasol similar a los que rodeaban la piscina. Al fondo, detrás de una reja de alambre, estaba el baño sauna, una caja de cemento con dos ventanas diminutas, como los ojos de buey de un buque hundido. Sentado sobre el muro de ladrillos, Pelletier dijo:

– No vamos a encontrar a Archimboldi.

– Hace días que lo sé -dijo Espinoza.

Luego dio un salto y luego otro, hasta que pudo sentarse en el borde del muro, las piernas colgando hacia la pista de tenis.

– Sin embargo -dijo Pelletier-, estoy seguro de que Archimboldi está aquí, en Santa Teresa.

Espinoza se miró las manos, como si temiera haberse hecho daño. Una de las mujeres se levantó de su asiento e invadió la pista. Al llegar junto a uno de los hombres, le dijo algo al oído y después volvió a salir. El hombre que había hablado con la mujer levantó los brazos hacia arriba, abrió la boca y echó la cabeza atrás, aunque sin proferir el más mínimo sonido. El otro hombre, vestido, al igual que el primero, de blanco impoluto, esperó a que la algarabía silenciosa de su contrincante cesara y cuando acabaron los visajes de éste le lanzó la pelota. El partido se reanudó y las mujeres se volvieron a reír.

– Créeme -dijo Pelletier con una voz muy suave, como la brisa que soplaba en ese instante y que impregnaba todo con un aroma de flores-, sé que Archimboldi está aquí.

– ¿En dónde? -dijo Espinoza.

– En alguna parte, en Santa Teresa o en los alrededores.

– ¿Y por qué no lo hemos hallado? -dijo Espinoza.

Uno de los tenistas se cayó al suelo y Pelletier sonrió:

– Eso no importa. Porque hemos sido torpes o porque Archimboldi tiene un gran talento para esconderse. Es lo de menos.

Lo importante es otra cosa.

– ¿Qué? -dijo Espinoza.

– Que está aquí -dijo Pelletier, y señaló la sauna, el hotel, la pista, las rejas metálicas, la hojarasca que se adivinaba más allá, en los terrenos del hotel no iluminados. A Espinoza se le erizaron los pelos del espinazo. La caja de cemento en donde estaba la sauna le pareció un búnker con un muerto en su interior.

– Te creo -dijo, y en verdad creía lo que decía su amigo.

– Archimboldi está aquí -dijo Pelletier-, y nosotros estamos aquí, y esto es lo más cerca que jamás estaremos de él.

No sé cuánto tiempo vamos a durar juntos, decía Norton en su carta. Ni a Morini (creo) ni a mí nos importa. Nos queremos y somos felices. Sé que vosotros lo comprenderéis.