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BELISARIO
¿Y dónde estaba el pecado en que a la señorita se le ocurriera que el caballero le daba una paliza a ella? Eso no era pecado, sino tontería. ¿Y, además, de qué Señora Carlota hablas? ¿Ésa no era la mujer mala de Tacna?
MAMAÉ
Claro que era pecado. ¿No es pecado hacer daño al prójimo? Y si a la señorita se le antojó que el caballero la maltratara, quería que el caballero ofendiera a Dios. ¿No te das cuenta?
El Abuelo se levanta. Con un gesto de disgusto despacha a la Señora Carlota, quien se marcha lanzando una mirada burlona a la Mamaé. El Abuelo se pasa la mano por la cara, se arregla la ropa.
ABUELO
Cuando vaya a Arequipa, me echaré a tus pies hasta que me perdones. Te exigiré una penitencia más dura que mi falta. Sé generosa, sé comprensiva, amor mío. Te besa, te quiere, te adora más que nunca, tu amante esposo, Pedro.
Sale.
MAMAÉ
Ese mal pensamiento fue su castigo, por leer cartas ajenas. Así que aprende la lección. No pongas nunca los ojos donde no se debe.
BELISARIO
Hay cosas que no se entienden. ¿Por qué le pegó el caballero a la india? Dijiste que ella era perversa y él buenísimo, pero en el cuento es a ella a la que le pegan. ¿Qué había hecho?
MAMAÉ
Seguramente algo terrible para que el pobre caballero perdiera así los estribos. Debía de ser una de esas mujeres que hablan de pasión, de placer, de esas inmundicias.
BELISARIO
¿Se fue a confesar la señorita de Tacna sus malos pensamientos?
MAMAÉ
Lo terrible, Padre Venancio, es que leyendo esa carta sentí algo que no puedo explicar. Una exaltación, una curiosidad, un escozor en todo el cuerpo. Y, de pronto, envidia por la víctima de lo que contaba la carta. Tuve malos pensamientos, Padre.
BELISARIO
El demonio está al acecho y no pierde oportunidad de tentar a Eva, como al principio de la historia.
MAMAÉ
No me había pasado nunca, Padre. Había tenido ideas torcidas, deseos de venganza, envidias, cóleras. ¡Pero pensamientos como ése, no! Y, sobre todo asociados con una persona que respeto tanto. El caballero de la casa donde vivo, el esposo de la prima que me ha dado un hogar. ¡Ayyy! ¡Ayyy!
BELISARIO
(Poniéndose de pie, yendo hacia su escritorio, comenzando a escribir) Mira, señorita de Tacna, te voy a dar la receta del Hermano Leoncio contra los malos pensamientos. Apenas te asalten caes de rodillas, donde estés, y llamas en tu ayuda a la Virgen. A gritos, si hace falta. (Imitando al Hermano Leoncio.) «María ahuyenta las tentaciones como el agua a los gatos.»
MAMAÉ
(A un Belisario invisible, que seguiría a sus pies. Belisario sigue escribiendo) Cuando tu abuelita Carmen y yo estábamos chicas, en Tacna, una temporada nos dio por ser muy piadosas. Nos imponíamos penitencias más severas que las del confesionario. Y cuando la mamá de tu abuelita —mi tía Amelia— se enfermó, hicimos una promesa, para que Dios la salvara. ¿Sabes qué? Bañarnos todos los días en agua fría. (Se ríe.) En ese tiempo parecía una locura bañarse a diario. Esa moda vino más tarde, con los gringos. Era un acontecimiento. Las sirvientas calentaban baldes de agua, se clausuraban puertas y ventanas, se preparaba el baño con sales y, al salir de la tina, una se metía a la cama para no pescar una pulmonía. Así que nosotras, por salvar a la tía
Amelia, nos adelantamos a la época. Durante un mes, calladitas, nos zambullimos cada mañana en agua helada. Salíamos con piel de gallina y los labios amoratados. La tía Amelia se recuperó y creíamos que era por nuestra promesa. Pero un par de años después volvió a enfermarse y tuvo una agonía atroz, de muchos meses. Llegó a perder la razón de tanto sufrimiento. A veces es difícil entender a Dios, chiquitín. Tu abuelito Pedro, por ejemplo, ¿es justo que, a pesar de ser siempre tan honrado y tan bueno, todo le saliera mal?
BELISARIO
(Alzando la vista, dejando de escribir)
¿Y tú, Mamaé? ¿Por qué no tuviste una vida donde todo te saliera bien? ¿Por qué pecadito de juventud te castigaron a ti? ¿Fue por leer esa carta? ¿Leyó esa carta la señorita de Tacna? ¿Existió alguna vez esa carta?
La Mamaé ha sacado, de entre sus viejas ropas, un primoroso abanico de nácar, de principios de siglo. Luego de abanicarse un instante, se lo acerca a los ojos y lee algo que hay escrito en él. Mira a derecha y a izquierda, temerosa de que vayan a oírla. Va a recitar, con voz conmovida, el poema del abanico, cuando Belisario se le adelanta y dice el primer verso:
BELISARIO
Tan hermosa eres, Elvira, tan hermosa…
MAMAÉ
(Continúa recitando)
Que dudo siempre que ante mí apareces…
BELISARIO
Si eres un ángel o eres una diosa.
MAMAÉ
Modesta, dulce, púdica y virtuosa…
BELISARIO
La dicha has de alcanzar, pues la mereces.
MAMAÉ
Dichoso, sí, dichoso una y mil veces…
BELISARIO
Aquel que al fin pueda llamarte esposa.
MAMAÉ
Yo, humilde bardo del hogar tacneño…
BELISARIO