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Capítulo 1

Samantha O’Ryan llevaba horas viendo hombres semidesnudos y mojados con la excusa de enseñarles a hacer surf. Se habían ofrecido a pagarle, pero ella ya obtenía la mejor parte del trato. Le encantaba estar en el agua, en su tabla. Después de aconsejar al grupo de universitarios, caminó por la playa y subió las escaleras de su café al aire libre, para dedicarse a su segunda pasión: la creación de emparedados exóticos y divertidos.

Mientras atendía a sus clientes se dio cuenta de que no tenía planes para después del trabajo. Era el tipo de noche que le gustaba. Si quería, podía hacer surf a la luz de la luna o conducir por el paseo marítimo, bordeando el Pacífico, rumbo a ninguna parte.

Era lo mejor de no tener compromisos afectivos.

Aunque disfrutaba de sus noches libres y no le importaba estar temporalmente sola, hacía demasiado tiempo que no había un hombre en su vida. Y ella tenía la culpa.

– Lo has vendido todo -dijo Lorissa Barrett, su mejor amiga y camarera a tiempo parcial en el Wild Cherries, mirando sorprendida los expositores casi vacíos-. Bueno, salvo los brownies. Haces unos brownies horribles.

– Gracias.

Por mucho que le pesara, Lorissa tenía razón. Con excepción de los brownies, se había vendido todo, incluso el nuevo emparedado de pavo con mango. Sam era capaz de combinar los ingredientes con una audacia admirable y de preparar las galletas más sabrosas del mundo, pero los brownies siempre le salían mal. Sabía por qué, y prefería no pensar en ello.

Lorissa se apoyó en la barra, y su expresión divertida desapareció lentamente.

– Oh, oh -dijo Sam-. ¿Qué pasa?

– Nada.

Su amistad se remontaba largo tiempo atrás, y se conocían mejor que nadie.

– Si no es nada, deja de mirarme como si quisieras decirme algo.

– No te estoy mirando así.

Sam se encogió de hombros y se volvió para limpiar el mostrador.

Lorissa suspiró.

– Está bien -reconoció-. Necesito que me hagas un favor.

– Ni hablar.

Hacía mucho calor, y Sam se enjugó la frente antes de pasar un trapo a los expositores.

– No puedes negarte cuando ni siquiera sabes de qué se trata.

Lorissa se echó hacia atrás su larga cabellera roja y frunció los labios, en un gesto que podía funcionar muy bien con los hombres, pero no con su amiga.

– Por supuesto que puedo. De hecho, acabo de hacerlo -replicó Sam, saliendo a cerrar las sombrillas de la terraza con vistas al Pacífico-. Te conozco y sé que cuando me pides un favor con ese tono puede tratarse de un entierro.

Sam movió el cuello para estirar los músculos y pensó que, a falta de un hombre, salir a nadar a medianoche era justo lo que necesitaba.

– Al menos podrías escuchar de qué se trata.

– No quiero una cita a ciegas -declaró Sam, tajante.

Lorissa puso los ojos en blanco.

– Me da pavor cómo me lees la mente.

– No hace falta ser adivino. Estás saliendo con ese tal Cole, y te ha pedido que les consigas chicas a sus amigos.

– Perdón, pero es lo que pasa cuando se es la mejor amiga de alguien.

– Los halagos no te van a servir de nada. Sabes que he tenido mucha paciencia con todas las espantosas citas a ciegas que me has organizado a lo largo de los años, y no tengo ninguna gana de soportar otra.

– No todas fueron espantosas.

– Sólo diré dos palabras: don Dedos.

– De acuerdo, pero ésa la puedo explicar. Se me había olvidado tu extraña manía con los pies, pero además, ¿por qué iba a saber lo de su accidente con la cortadora de césped?

– Esta noche no quiero salir con nadie.

– Mejor, porque la cita es mañana.

Sam volvió a la cocina y echó un vistazo para comprobar que todo estuviera en orden. Lo único que le quedaba por hacer era apagar las luces. Podía salir o sencillamente subir a su piso, situado justo encima del café. Era un apartamento muy pequeño, pero le gustaba y era suyo. Era su casa.

– Mañana estaré ocupada.

– Por favor, Sam -dijo Lorissa, con gesto de súplica-. Lo único que te pido es que salgas un día con el amigo de Cole. Me ha asegurado que es rico.

Apagó las luces, cerró con llave la puerta de la cocina y desplegó la verja de la zona del patio.

– Y aun así necesita que le consigan una chica. Hay algo que no me cuadra.

Lorissa se llevó los dedos a las sienes y cerró los ojos. Cuando los abrió, estaban llenos de emoción.

– Este tipo me gusta mucho, Sammie.

Samantha la miró con detenimiento. Hacía veinte años que se conocían, desde el jardín de infancia, y habían pasado juntas por muchas cosas. El desagradable divorcio de los padres de Lorissa; el suicidio de su madre cuando tenían doce años; y la sobredosis de un amigo cuando tenían trece. Y a los catorce, Sam había perdido a sus padres en un accidente de tráfico. Entre las dos habían recorrido más kilómetros en la carretera de la vida que la mayoría de las personas de su edad.

Y habían sobrevivido, cada una a su manera. Lorissa se había quedado con su padre, que había vuelto a casarse, y había tratado de estudiar en la Universidad de San Diego, pero finalmente había decidido que estudiar no era para ella. De momento, hacía caricaturas en la playa y, los fines de semana, en la feria de artesanía de Malibú. Se le daba suficientemente bien como para vivir holgadamente. Para complementar sus ingresos, entre semana trabajaba como camarera en el Wild Cherries, cuando no estaba haciendo surf.

En cuanto a Sam, se había ido a vivir con Red, un hermano de su madre muy aficionado a la playa, que no había sabido lidiar con el dolor de su sobrina, porque era incapaz de sobrellevar su propia pena. El accidente en el que habían muerto los padres de Sam había sido culpa de su padre, y habían tardado años en superarlo. Para entonces, a ella apenas le quedaba dinero y había empezado a trabajar en el local de Red, el Wild Cherries. Era feliz por tener a sus amigos y vivía el momento, haciendo surf por las mañanas y trabajando para el maniático de su tío por las tardes.

Las pocas veces que pensaba en su vida, se recordaba su lema. Disfrutar de todo y valorar cada segundo Se lo repetía a menudo, como un mantra, porque sabía que si pensaba en todo lo que había pasado, se derrumbaría. Como mecanismo de defensa, había funcionado.

Con el paso de los años, las cosas habían cambiado poco. Red se había jubilado, y Sam se había endeudado para comprarle el negocio. Pero con veintiséis años tenía la impresión de que las cosas le iban bien. Si no se había comprometido mucho emocionalmente, era porque no había querido. Era consciente de ello, y suficientemente inteligente para saber que no podía zambullirse en aquella piscina, porque era demasiado profunda.

Al igual que Sam, Lorissa era poco propensa a entablar relaciones amorosas. Era raro que saliera más de una vez con un hombre y mucho menos que reconociera que le gustaba de verdad.

– ¿Estás segura con el tal Cole? -preguntó Sam-. Ya sabes que los ricos son como los hombres muy guapos. Siempre terminan siendo unos imbéciles.

– Este no -afirmó Lorissa, con una sonrisa embelesada-. Por favor, Sam. Sólo una cita. Sólo una noche…

Sam estaba impresionada por el interés que mostraba su amiga por Cole.

– De acuerdo -accedió a regañadientes.

– No será tan terrible, y tienes el móvil; puedes llamarme todas las veces que quieras. Si me necesitas, iré a rescatarte. Te lo prometo. Además…

– He dicho que sí.

– Te daré…

– Lor, cariño, voy a quedar con él.

Lorissa parpadeó y sonrió aliviada.

– ¿En serio?

– Sí, pero te advierto que si tiene el pelo sucio, le huele el aliento a ajo o trata de indagar en mis sentimientos, me largo.

– Hecho.

Sam se dio la vuelta y miró hacia la playa. Había cuatro o cinco surfistas, y varias personas corriendo por la arena. Para ser una noche cálida de agosto, el lugar estaba tranquilo.

– Vamos a nadar.

Lorissa miró el reloj, algo que hacía raras veces. De hecho, Sam no se podía creer que llevara puesto un reloj.

– Tengo una hora antes de salir con Cole -advirtió.

– Has llegado tarde desde el día en que naciste. ¿A qué se debe esta repentina preocupación por la puntualidad?

– Voy a conocer a sus padres.

Samantha tardó en reaccionar. Al parecer, la relación con Cole era más sería de lo que había pensado.

– ¿Cuánto hace que estáis juntos? ¿Una semana?

– Sí, pero parece toda la vida -suspiró Lorissa.

De camino hacia el agua, Sam adoptó una actitud protectora.

– ¿A qué se dedica?

– A la mercadotecnia.

– Mercadotecnia… -repitió, pensando en lo imprecisa que era aquella contestación.

Siempre llevaban el traje de baño puesto, y se quitaron el vestido.

– Te prometo que te va a encantar -dijo Lorissa.

Sam no acababa de creerla. En su fuero interno, estaba dispuesta a odiar al hombre que había cautivado el corazón de su mejor amiga. Más le valía tratarla bien, porque de lo contrario tendría que vérselas con ella.

– Lo que me recuerda -añadió Lorissa, con una mueca- que hay una condición para tu cita.

– ¿Una condición?

– Además de ser amigo suyo, el tipo es cliente de Cole. Tienes que ir con él a una gala benéfica…

– ¿Con ropa de fiesta?

– Sí. Tienes que ser amable en la cena y en la subasta, y no puedes hablar con la prensa.

– ¿Quién es ese tipo?

Sam imaginó a un hombre de negocios meloso y estrafalario de Hollywood.

– Sólo recuerda que es rico.

– Genial.

– Entonces, ¿aceptas la condición? ¿Lo de no hablar con la prensa y eso? -preguntó Lorissa, mirándola con preocupación-. Aunque como nunca les has tenido mucho cariño a los periodistas, no debería ser ningún problema, ¿verdad?

La noche siguiente iba a ser un gran ejercicio de paciencia para Sam. No tenía nada en contra de las citas. Bien al contrario, le gustaba salir y conocer a hombres. Pero salir con uno al que no había elegido y teniendo que atenerse a ciertas reglas iba en contra de sus principios.

Aun así, al ver el gesto esperanzado de su amiga no pudo negarse.

– No hay problema -dijo, con una sonrisa poco convincente.

A Lorissa se le iluminó la cara.

– Te debo una.

– Sí. No lo olvides.

Acto seguido se zambulleron en una ola en perfecta sincronía.

Al anochecer del día siguiente, Sam estaba tumbada en la tabla entre las olas, mirando el sol que se hundía en el mar; era aquella hora deliciosa entre el día y la noche, en la que los pájaros y las estrellas pugnaban por un espacio en el cielo oscuro. No había viento, el aire estaba caliente y el agua fresca le acariciaba la piel con su vaivén tranquilizante.

Sam pensó que podría quedarse así el resto de la noche y que nunca se cansaría.

– ¡Sam!

Lorissa la había encontrado y, probablemente, justo a tiempo para la cita. Por el vocabulario soez que oía por encima del rumor de las olas, Sam supo que no le quedaba mucho tiempo para la hora convenida, pero permaneció en el agua, como si esperase que se llevara las dudas. No solía angustiarse, o al menos era lo que le gustaba pensar, pero aquel día estaba muy inquieta.

Le habría gustado no haber accedido a quedar con aquel desconocido. Habría preferido quedarse viendo la televisión y cenando sola. Sabía que tenía los ingredientes del último emparedado de queso que había creado, y nada le apetecía más que darse un atracón.

– ¡Samantha Anne O’Ryan, sal del agua!

Con un suspiro, se dio la vuelta y dejó que una ola la arrastrase a la playa. Al llegar a la arena caliente, se apartó el pelo de los ojos y sonrió.

– Hola.

Lorissa puso los brazos en jarras y la miró con seriedad.

– No le veo la gracia.

– Bueno, voy a llegar un poco tarde.

– ¿Te parece bonito?

– Aún faltan diez minutos para que venga a buscarme.

– Ya está aquí.

– Oh, no -dijo Sam, sentándose y tomando la toalla que Lorissa le había arrojado a la cara-. Un obsesivo compulsivo.

– Le he dado un refresco. Está en una de las mesas de la terraza.

– Pero si ya he cerrado.

– Y yo he vuelto a abrir. Cerraré cuando te hayas ido. Vamos. Entremos por la puerta trasera e iremos al cuarto de baño para que te arregles.

Samantha se miró el biquini. Estaba cubierta de arena y tenía cardenales en el muslo y en la cadera, por culpa de la caída que había sufrido aquella mañana con la tabla.

– Estoy bien así -dijo.

– Ni se te ocurra.

– Era una broma. Anímate; soy yo la que tiene una noche aburrida por delante -replicó Sam, poniéndose en pie y acariciándole la mejilla-. La verdad es que estás tan mona cuando te pones maternal y me gritas, usando hasta mi segundo nombre…

– Si no te das prisa, seré menos maternal al gritarte.

– Está bien. Ya voy.

Acto seguido, con cuidado de que no las vieran, entraron en la cocina del Wild Cherries y se escabulleron por detrás de la barra. Ya en el cuarto de baño, Sam se acercó al lavabo y se miró al espejo. El reflejo no mentía; tenía el pelo enredado y no llevaba maquillaje.

– Empieza a arreglarte; estás hecha un asco -dijo su supuesta mejor amiga, señalando el agua fría que salía del grifo.

– De verdad que me debes una.

Sam maldijo, pero se sacudió la arena del cuerpo y metió la cabeza bajo el agua para quitarse la sal del pelo. Después pidió una toalla y empezó a secarse.

– Recuerda que no debes hablar con la prensa.

– Lo recuerdo -afirmó Sam, descolgando el vestido negro de fiesta que tenía en el ropero del baño-. Lo que no recuerdo es que me hayas dicho si es atractivo o no.

Lorissa la miró a los ojos a través del espejo mientras Sam se ponía el estrecho vestido sobre el biquini y se calzaba unas sandalias de tacón de las que sus compañeros de surf se habrían reído, sabiendo que, como mucho, tendría media hora de comodidad antes de que sus pies se convirtieran en un infierno de ampollas.

– No puedes ponerte el biquini debajo del vestido -dijo Lorissa.

– ¿Cuánto te apuestas a que sí?

– Se ven los tirantes.

– De acuerdo.

Sam levantó los brazos, se quitó la parte de arriba, aún húmeda, y la guardó en el bolso.

– Por si acaso -añadió.

– ¿Por si acabas nadando en el club de campo Palisades?

Cuando se había enterado del lugar al que iban, Sam lo había buscado en Internet y había visto que era el lugar más elegante de la ciudad. Imaginaba que debían de servir caviar y cócteles que ni siquiera sabría pronunciar. Se tocó el pelo mientras se echaba otro vistazo en el espejo. No estaba bien.

– Debería secármelo, ¿verdad?

– El secador se rompió hace seis meses, y no te compraste otro.

– No importa -afirmó Sam, haciéndose un moño y buscando algo con qué sujetárselo.

Lorissa puso los ojos en blanco y se quitó el broche que llevaba para ofrecérselo,

– Maquillaje -dijo.

Samantha sabía que no era una petición y levantó la cara para que su amiga pudiera ponerle colorete, rímel y brillo de labios.

– Quédate con el brillo y ponte un poco de vez en cuando. No te olvides, por favor. Ahora, sal y…

En aquel momento se oyó que llamaban a la puerta y una voz masculina preguntaba:

– ¿Hay alguien ahí?

Sam miró a Lorissa en el espejo y arqueó una ceja.

– Disculpa -insistió él, detrás de la puerta.

– Un encanto de tipo -murmuró Sam entre dientes.

– Estoy segura de que sólo…

Sonó otro golpe a la puerta.

– ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

– Tiene prisa -concluyó Lorissa, en voz baja.

– Más le vale ser atractivo -declaró Sam, antes de abrir la puerta.

Y de toparse cara a cara con el hombre con el que saldría aquella noche. O, mejor dicho, con el amplio pecho del hombre con el que saldría.

– Creo que ese aspecto lo tiene cubierto -le susurró Lorissa al oído.

Mientras levantaba la cabeza para mirarlo a la cara, Sam pensó que era una suerte que fuera bastante alta, porque él debía de medir casi dos metros.

– Bueno -dijo él, con evidente alivio mientras le recorría el cuerpo con la mirada-. Estás lista.

El hombre le tendió el brazo, pero ella no lo tomó.

– No salgo con desconocidos -declaró. Él pareció sorprendido, como si lo impresionara que no supiera quién era.

– Jack Knight.

Sam tenía que reconocer que no era un mal nombre. De hecho, le sonaba vagamente.

– Sam O’Ryan.

– Sí, lo sé. Encantado de conocerte.

Jack llevaba un esmoquin negro y, para alivio de Sam, no era feo ni gordo. En realidad, Lorissa lo había definido bien. Era atractivo. Era moreno y de ojos oscuros; tenía una boca grande y sensual que, aunque en aquel momento no sonreía, parecía tener posibilidades; y una mandíbula pronunciada, con la barba ligeramente crecida. Todo encima de un cuerpo largo, delgado y fuerte. Sam no podía negar que el conjunto resultaba muy agradable.

No era que se dejara llevar por las apariencias, pero de camino al baño había visto el Escalade negro aparcado en la puerta. No cabía duda de que era rico, y, como le había dicho a Lorissa, los ricos no solían dar mucho de sí, por lo que no tenía grandes esperanzas.

Sin embargo, se había comprometido a salir con él aquella noche. Miró de reojo a Lorissa por última vez, puso la mano en el brazo de Jack y dejó que la escoltara fuera del café.

– Tal vez deberíamos haber quedado en un lugar más seguro que éste -dijo Jack, mientras salían del local.

El aire exterior no estaba más fresco que el del cuarto de baño, pero Sam no dijo nada al respecto, porque la había descolocado con el comentario sobre la seguridad. Se volvió a mirar el cartel del Wild Cherries, que ella misma había pintado cinco años atrás, cuando le había comprado el local a Red.

– Es perfectamente seguro -contestó.

– Ahora, puede ser, pero no quiero dejarte en un cuchitril apartado de todo cuando esté oscuro. Fuera no hay luces.

– Mira -le advirtió ella-. Este cuchitril es mío, y resulta que le tengo mucho aprecio, tenga luces o no.

Como no abría de noche, Sam jamás había sentido la necesidad de poner iluminación exterior.

Él la miró mientras abría el seguro del coche con el mando a distancia, pero ella le esquivó la mirada hasta que abrió la puerta y se volvió, bloqueándole el paso con sus largos brazos y sus anchos hombros.

Sin amedrentarse, Sam levantó la cabeza y arqueó una ceja, hasta que se dio cuenta de que no estaba tratando de intimidarla. No con aquellos ojos llenos de arrepentimiento.

– No quería decir…

– Olvídalo.

Sam no estaba dispuesta a bajar la guardia sólo por una mirada tierna; y menos cuando, por lo que sabía, aquel hombre podía estar lleno de artimañas encantadoras.

– No, en serio -insistió él, mirándola a los ojos-. Es obvio que te he dado una pésima primera impresión.

Ella no pudo evitar sonreír.

– ¿Y eso te importa?

– En realidad, no había planeado que me importara. Pero…

– ¿Pero?

Él le examinó las facciones detenidamente.

– He descubierto que sí me importa -reconoció, con una sonrisa sincera que le hizo sentir cosquillas en el estómago-. Quiero disfrutar de esta velada contigo.

– ¿Por qué? ¿Por qué soy relativamente atractiva?

– Yo diría que eres muy atractiva. Pero no; no quiero disfrutar de esta velada sólo porque hayas resultado ser una grata sorpresa, sino porque podríamos pasarlo muy bien.

– ¿Estás seguro de que dos personas que no querían hacer esto podrían disfrutarlo?

Jack agrandó la sonrisa, y a Sam se le aceleró el corazón.

– Sí, algo así.

– Deja de hacer eso -dijo ella, señalándole la boca.

– Que deje de hacer, ¿qué?

– Sonreír.

– ¿Por qué? ¿Tengo algo en los dientes?

Él no sólo sabía que no tenía nada, sino que era absolutamente consciente de lo guapo que era.

– Voy a ser sincera contigo -anunció Sam.

– Adelante.

– Tengo una larga y horrible historia con las citas a ciegas, y pensaba incluirte en el apartado de las peores, pero no puedo hacerlo cuando sonríes.

La sonrisa de Jack se hizo aún mayor.

– ¿En serio? A mí me pasa lo mismo -afirmó-. Tengo una idea. ¿Por qué no empezamos de nuevo? -Extendió la mano-. Hola, me llamo Jack Knight.

– No me comprometo a empezar de nuevo. Aún podrías convertirte en una cita a ciegas desastrosa.

– Sí -dijo él, frotándose la barbilla-. Puede que tengas razón.

Ella entró en el Escalade.

– Suelo tenerla.

Jack soltó una carcajada que la hizo estremecer.

– Algo me dice que esto va a ser mucho más interesante de lo que había imaginado.

– ¿Eso es bueno o es malo?

Él rodeó el coche, se puso al volante y la miró mientras encendía el motor.

– Aún no lo tengo claro.

– En ese caso, también lo dejaremos en el aire.

Acto seguido, Sam se puso el cinturón de seguridad y se preparó para la noche que le esperaba, pero con una leve sonrisa de anticipación en la cara.