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— No — dijo rápidamente —, ¡no son seres de otra raza! Es la colonia humana de Thalassa, que no está destruida como creíamos. Al contrario, su situación es floreciente.

Ésa fue la segunda sorpresa, aunque muy agradable, por cierto. Thalassa — ¡el mar, el mar! — era un mundo al que jamás pensé que vería. Se suponía que yo debía despertar cuando Thalassa quedara varios siglos y años luz atrás.

— ¿Cómo es la gente? ¿Han hablado ya con ellos?

— No, ésa es su tarea. Usted conoce mejor que nadie los errores que se cometieron en el pasado. Queremos evitarlos. Si está listó para subir al puente, tendrá una visión a vuelo de pájaro de nuestros primos lejanos.

Eso sucedió hace una semana, Evelyn, y no sabes cuán agradable es poder trabajar sin estar apremiado por el tiempo, después de tantas décadas de vivir bajo plazos perentorios. Ahora sabemos todo cuanto se puede saber acerca de los habitantes de Thalassa sin conocerlos en persona. Esta noche bajaremos a hablar con ellos.

Hemos escogido un lugar para descender que simbolice nuestro origen común. El sitio del primer descenso se ve claramente. Está bien conservado, parece un parque o tal vez un santuario. Es una buen señal, siempre que no lo consideren un sacrilegio. Si creen que somos dioses, tal vez eso facilitará nuestra tarea. Además, una cosa que me interesa averiguar es si los habitantes de Thalassa han creado algún dios.

He vuelto a vivir, mi amor. Si, sí, eras más sabia que yo, ¡el hombre a quien llamaban filósofo! Ningún hombre tiene derecho de morir mientras pueda servir a sus semejantes. Yo esperaba yacer junto a ti, en el sitio que habíamos elegido, allá lejos y hace tiempo: ahora comprendo que fui egoísta. Puedo resignarme a cualquier cosa, incluso a la idea de que tus cenizas se encuentran esparcidas por todo el sistema solar, junto con todo lo que yo amaba en la Tierra.

9 — En busca del superespacio

Ninguno de los golpes psicológicos que sufrieron los científicos del siglo veinte fue tan devastador — e inesperado — como el descubrimiento de que nada es menos vacío que el «vacío».

Fue la demostración definitiva de la antigua máxima aristotélica, de que la naturaleza detesta el vacío. Cuando a un volumen determinado de la llamada materia sólida se lo despojaba de todos sus átomos, lo que quedaba era un torbellino infernal de energía, de una intensidad y magnitud inimaginables para la mente humana. Al lado de él, la materia en su forma más condensada — la estrella neutrónica, de una masa equivalente a cien millones de toneladas por centímetro cúbico — era un espectro impalpable, una perturbación imperceptible en la estructura inconcebiblemente densa y a la vez espumosa del «superespacio».

La clásica obra de Lamb y Rutherford, publicada en 1947, demostró que el espacio era mucho más complejo de lo que mostraba una visión superficial. El estudio del elemento más sencillo, el átomo de hidrógeno, con un solo electrón, llevó a un descubrimiento muy curioso. El electrón solitario, lejos de describir una órbita regular en torno al núcleo, se comportaba como si lo agitaran ondas incesantes a una escala sub-sub-microscópica. La conclusión era inequívoca, aunque difícil de concebir: se producían fluctuaciones en el vacío.

Ya en la época de los antiguos griegos los filósofos se habían dividido en dos escuelas: unos creían que los procesos naturales eran evolutivos; otros rechazaban esa tesis por ilusoria, sostenían que los procesos se producían en saltos o convulsiones discretas, de magnitud imperceptible en la vida cotidiana. La confirmación de la teoría atómica dio la razón a estos últimos; y la teoría cuántica de Planck, según la cual la luz y la energía se trasmitían en paquetes en lugar de ondas continuas, puso fin a la milenaria polémica.

En última instancia, el mundo natural era granular, discontinuo. Una cascada de agua y una lluvia de ladrillos, tan distintas una de otra a simple vista, en realidad eran muy parecidas. Los diminutos «ladrillos» de H2O eran invisibles a los ojos, pero fácilmente perceptibles con ayuda de los instrumentos de los físicos.

Entonces, el análisis avanzó un paso más. La granulosidad del espacio resultaba difícil de aprehender, no sólo por su magnitud sub-sub-microscópica sino también por su inconcebible violencia.

Nadie puede visualizar una millonésima de centímetro, pero la cifra en si — mil multiplicado por mil — aparece con frecuencia en asuntos mundanos tales como los presupuestos estatales y los censos de población. La mente puede aprehender la idea de que un millón de virus alineados miden un centímetro.

¿Pero qué decir de una billonima de centímetro, el orden de magnitud del electrón? Invisible a cualquier instrumento, podía ser aprehendida por el intelecto, pero no por la psiquis.

Los procesos a nivel de la estructura del espacio se producían en una escala increíblemente menor: tanto que, en comparación con ellos, el elefante y la hormiga eran del mismo tamaño. Se solía describir esa estructura como una masa burbujeante y espumosa, lo cual daba una imagen casi totalmente falsa pero a la vez una primera aproximación a la verdad. Y el diámetro de esas burbujas era de...

...una milésima de millonésima de millonésima de millonésima de millonésima de millonésima... de centímetro.

Esas burbujas explotaban continuamente, liberaban una energía comparable a la de la bomba nuclear, la reabsorbían, la liberaban y así sucesivamente, para siempre jamás.

Tal era, en términos excesivamente simplificados, la estructura fundamental del espacio descubierta por los físicos a fines del Siglo XX. En esa época, la sola idea de aprovechar su energía intrínseca debía de parecer ridícula.

Lo mismo había pensado la humanidad, una generación antes, de la idea de liberar las fuerzas contenidas en El núcleo del átomo; cosa que, empero, se logró medio siglo después. La liberación controlada de las «fluctuaciones cuánticas» que encarnaban las energías del espacio era una tarea incomparablemente más difícil... y el premio era incomparablemente mayor.

Entre otras cosas, le permitiría a la humanidad recorrer libremente el universo. Las naves espaciales podrían recorrer espacios ilimitados. ya que prescindirían de combustible. El único factor limitante de la velocidad sería, paradójicamente, el mismo que había afectado a los primeros aparatos de navegación aéreas, la fricción del medio circundante. En el espacio interestelar existían cantidades apreciables de hidrógeno y otros átomos, que causarían problemas mucho antes de que la nave alcanzara el límite infranqueable, la velocidad de la luz.

El empuje cuántico podría haberse inventado en cualquier momento a partir del año 2500, lo cual hubiera modificado por completo la historia de la humanidad. Desgraciadamente, se repitió un hecho bastante frecuente en la historia de la ciencia: una serie de observaciones defectuosas y teorías erróneas demoraron el descubrimiento final durante casi un milenio.

En los siglos febriles que precedieron a los Últimos Días se produjo un gran florecimiento artístico, con manifestaciones extraordinarias, aunque en cierta medida decadentes, pero escasos avances en el conocimiento. Además, la larga serie de fracasos había convencido a la mayoría de la humanidad de que la liberación de la energía del espacio era como el movimiento perpetuo: imposible en teoría, ni que hablar de la práctica. Sin embargo, a diferencia del movimiento perpetuo, la imposibilidad aún no había sido demostrada, razón por la cual subsistían algunas esperanzas.

Ciento cincuenta años antes del fin, un grupo de físicos del satélite de investigaciones de ingravidez Lagrange-1 anunció que había hallado la prueba; existían razones fundamentales por las cuales jamás se podría liberar la colosal energía del superespacio. A nadie le interesaba el aseo de ese oscuro rincón de la ciencia.

Un año más tarde, Lagrange-1 carraspeó: habían encontrado un error en la demostración. Algo que en el pasado había sucedido más de una vez, pero jamás con consecuencias de tanta magnitud.

Un signo menos se había convertido por accidente en un más.

Ahí cambió la historia del mundo. El camino a las estrellas quedó expedito... cinco minutos antes de la medianoche.

III — ISLA AUSTRAL

10 — Primer contacto

Tal vez fui demasiado brusco, pensó Moses Kaldor; parece que les provoqué un shock. Pero eso no deja de ser una buena señal. Significa que esta gente comprende, a pesar de su atraso tecnológico (¡ese auto!) que sólo un milagro de la ingeniería podía habernos trasportado desde la Tierra a Thalassa. Primero se preguntarán cómo lo hicimos; después se preguntarán por qué.

En realidad, ésta fue la primera pregunta que se hizo la alcaldesa Waldron. Evidentemente, los dos tripulantes del minúsculo vehículo eran sólo una avanzada. Allá arriba tal vez había miles — tal vez millones — de seres humanos.

Y la población de Thalassa, gracias a los estrictos controles de natalidad, ya había llegado al noventa por ciento de la cifra ecológicamente óptima.

— Me llamo Moses Kaldor — dijo el hombre mayor — Mi compañero es el capitán de corbeta Loren Lorenson, subjefe de ingenieros de la nave estelar Magallanes. Sepan disculpar estos trajes. Venimos en paz, pero tal vez nuestras bacterias no piensan lo mismo.

Qué hermosa voz, pensó la alcaldesa Waldron, y con toda razón. En otra época había sido la voz más difundida del mundo, la que había reconfortado y animado a millones de seres humanos en las décadas anteriores al fin.

La mirada inquieta de la alcaldesa no se detuvo mucho tiempo en Moses Kaldor; evidentemente tenía más de sesenta años, era mucho mayor que ella. El joven le resultaba mucho más atractivo, a pesar de la desagradable palidez de su piel. Loren Lorenson (¡un nombre encantador!) medía casi dos metros y su cabello era tan claro que no parecía rubio sino platinado. No era tan robusto como... si, como Brant, pero indudablemente era mucho más atractivo.

La alcaldesa Waldron sabía juzgar a hombres y mujeres, y extrajo rápidamente sus conclusiones sobre Lorenson. Un hombre inteligente, resuelto, incluso implacable. Un hombre al que no convenía tener de enemigo, pero seria interesante tenerlo como amigo. Y algo más...

Kaldor, en cambio, irradiaba bondad. Su rostro y su voz trasuntaban sabiduría, compasión y también una profunda tristeza. Lo cual era lógico, si se tenía en cuenta que toda su vida había trascurrido bajo una sombra trágica.

Se acercaron los demás integrantes del comité de recepción para ser presentados. Después de un saludo brevísimo, Brant se dirigió directamente a la nave para inspeccionaría de punta a punta.

Loren lo siguió; sabía reconocer a un colega, y quería observar sus reacciones. Anticipó correctamente la primera pregunta de Brant:

— ¿Qué sistema de propulsión emplean? Esos orificios son demasiados pequeños, ridículos, diría yo, si es que son eso.

Loren decidió decírselo de golpe, para dejarlo estupefacto:

— Es un estratorreactor de régimen cuántico adaptado al vuelo atmosférico mediante el uso de aire como fluido propulsor. Opera sobre las fluctuaciones de Planck, diez a la menos treinta y tres centímetros. Por eso, desde luego, su autonomía de vuelo es infinita, tanto en el aire como en el espacio — concluyó Loren con una sonrisa de satisfacción.

Para su sorpresa, Brant asimiló el golpe casi sin pestañear, incluso murmuró un «qué interesante» de lo más convincente.

— ¿Puedo ver el interior?

Loren vaciló brevemente y decidió que su negativa podría interpretarse como un desaire. Lo hizo pasar a la antecámara de compresión, un cuarto demasiado reducido para dos hombres. Brant tuvo que retorcerse para introducirse en el traje espacial de repuesto.

— Espero que pronto podamos dejar de usarlos — dijo Loren en tono de disculpa —, pero antes debemos completar las pruebas microbiológicas. Cierra los ojos mientras pasamos por el ciclo de esterilización.

Brant advirtió un leve resplandor violáceo y un siseo de gas. Luego se abrió la puerta interior y pasaron a la cabina de mando.

Loren iba a decirle, «Por favor, no toques los controles», pero se detuvo justo a tiempo. Semejante advertencia hubiera resultado innecesaria e insultante. Esta gente era atrasada, pero no salvaje.

Se sentaron frente al tablero de mando. La película resistente, aunque casi invisible, que envolvía sus cuerpos no impedía los movimientos, pero estaban completamente aislados uno del otro, como si los separara un mundo de distancia. Lo cual, en un sentido, era cierto.

Loren debió reconocer que Brant aprendía rápido. Con pocas horas de aprendizaje sería capaz de manejar la máquina, aunque jamás llegaría a comprender la teoría que le servía de base. En realidad, de acuerdo a la leyenda, sólo un puñado de hombres había sido capaz de comprender la geodinámica del superespacio, y todos habían muerto siglos atrás.

Se enfrascaron en una discusión técnica hasta el punto de olvidarse del mundo. Los interrumpió una voz levemente preocupada, que parecía venir del tablero de mando:

— Loren, llamo desde la nave. ¿Qué pasa? Hace media hora que no tenemos noticias de ustedes.