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Mulvaney sonrió.
—Marconi, George. ¿Cuál fue la señal más poderosa jamás emitida, cuándo y por quién?
—¿Marconi? ¿Dit-dit-dit? ¿Hace cincuenta y seis años?
—Eres un buen alumno. La primera señal transatlántica, el 12 de diciembre de 1901. Durante tres horas la gran estación de Marconi en Poldhu, con postes de más de sesenta metros, envió una S intermitente, dit-dit-dit, mientras Marconi y dos asistentes, en St. Johns, Terranova, remontaban una antena a ciento veinte metros en una cometa hasta que al fin captaron la señal. A través del Atlántico. George, con chispas que saltaban de las grandes botellas de Leyden en Poldhu y 20.000 voltios brincando de las tremendas antenas...
—Un minuto, Pete, hay algo que no encaja. Si eso fue en 1901 y la primera emisión radial fue en 1906, pasarán cinco años antes que la emisión de Fessenden llegue aquí por la misma ruta. Aun si hay un atajo de cincuenta y seis años-luz en el espacio y aun si esas señales no se debilitaron tanto en el viaje como para que no podamos oírlas... es una locura.
—Te previne que lo era — dijo Pete desanimadamente —. Caray. esas señales serían tan infinitesimales después de viajar tan lejos que en la práctica no existirían. Más aún, están en todas las bandas, desde las microondas para arriba, y en todas tienen la misma fuerza. Y, como dices tú, ya hemos recibido casi cinco años en dos horas, lo cual no es posible. Te dije que era una locura.
—Pero...
—Sshhh. Escucha — dijo Pete.
Una voz borrosa pero inequívocamente humana venía de la radio, mezclándose con los chasquidos del código. Y luego una música débil y cascada, pero inequívocamente de violín. El Largo de Handel.
Sólo que de pronto se agudizó como si escalara de clave en clave, hasta volverse tan estridente que lastimaba el oído. Y siguió hasta pasar el límite de lo audible y no pudieron oírla más.
—Apaguen ya esa maldita cosa — dijo alguien. Alguien la apagó, pero esta vez nadie volvió a encenderla.
—Yo mismo no lo creía — dijo Pete —. Y hay otro elemento en contra, George. Esas señales afectan también la televisión, y las ondas de radio no tienen la longitud adecuada para eso. — Meneó la cabeza lentamente. — Tiene que haber otra explicación, George. Cuanto más lo pienso, más me convenzo de que estoy equivocado.
Tenía razón: estaba equivocado.
—Descabellado — dijo el señor Ogilvie.
Se quitó las gafas, frunció el ceño, y se las caló de nuevo. Miró a través de ellas los papeles que tenía en la mano y los arrojó desdeñosamente sobre el escritorio. Los papeles resbalaron hasta descansar contra la placa triangular que rezaba:
—Descabellado — repitió.
Casey Blair, su mejor reportero, sopló un anillo de humo y lo atravesó con el índice.
—¿Por qué? — preguntó.
—Porque... caramba, es absolutamente descabellado.
—Ahora son las tres de la mañana — dijo Casey Blair —. La interferencia ha durado cinco horas y no hay un solo programa por televisión ni por radio. Todas las estaciones importantes de radio y televisión del mundo entero han dejado de trasmitir. Por dos razones. Una, sólo estaban gastando corriente. Dos, las secretarías de Comunicaciones de sus respectivos gobiernos les solicitaron que cesaran de trasmitir para colaborar en las campañas de rastreo. Hace cinco horas, desde el comienzo de la interferencia, que están trabajando con todo lo que tienen. ¿Y qué han averiguado?
—¡Es descabellado! — dijo el jefe de redacción.
—De acuerdo, pero es cierto. Greenwich, a las once de la noche hora de Nueva York (traduciré todas las horas a la de Nueva York) encontró algo en la dirección de Miami. Viró hacia el norte hasta qué a las dos la dirección era aproximadamente la de Richmond. Virginia. A las once San Francisco encontró algo en la dirección de Denver; tres horas más tarde viró al sur, hacia Tucson. En el hemisferio sur: señales captadas en Ciudad del Cabo, Sudáfrica, viraron de la dirección de Buenos Aires a la de Río de Janeiro, mil quinientos kilómetros al norte. Nueva York a las once recibía señales débiles de Madrid, pero a las dos no recibía ninguna señal. — Soltó otro anillo de humo. — ¿Quizá porque las antenas de cuadro que usan sólo giran en un plano horizontal?
—Absurdo.
—Me gusta más «descabellado», señor Ogilvie. Es descabellado, pero no absurdo. Yo estoy muerto de miedo. Esas líneas, y todas las señales de que hemos oído hablar, corren en la misma dirección si uno las toma como líneas rectas trazadas como tangentes de la Tierra en vez de curvarlas alrededor de la superficie. Yo lo hice con un pequeño globo terráqueo y un mapa estelar. Convergen en la constelación de Leo. — Se inclinó y tocó con el índice la primera página del artículo que acababa de entregar. — Las estaciones que están directamente bajo Leo no reciben ninguna señal. Las estaciones que están en lo que sería el perímetro de la Tierra respecto de ese punto reciben las señales más fuertes. Escuche, si prefiere haga revisar esas cifras por un astrónomo antes de publicar la nota, pero hágalo pronto... a menos que quiera leer la noticia en otros diarios primero.
—Pero la ionosfera, Casey... ¿no se supone que detiene todas las ondas de radio y las hace rebotar?
—Claro que sí. Pero quizá hay una filtración. O quizá las señales pueden atravesarla desde afuera aunque no puedan salir desde adentro. No es una pared sólida.
—Pero...
—Lo sé, es descabellado. Pero allí está. Y nos falta sólo una hora para cerrar. Será mejor que mande esta nota pronto y la haga componer mientras hace revisar mis datos y direcciones. Además, usted querrá cerciorarse de algo más.
—¿Qué?
—Yo no tenía los datos para corroborar la posición de los planetas. Leo está en la eclíptica; un planeta podría interponerse entre aquí y allá. Marte, tal vez.
Los ojos del señor Ogilvie se iluminaron y se opacaron de nuevo.
—Blair — dijo —, si usted se equivoca seremos el hazmerreír del mundo.
—¿Y si tengo razón?
El jefe de redacción tomó el teléfono y ladró una orden.
Titular del 6 de abril del Morning Messenger de Nueva York, última edición (6 de la mañana):
INTERFERENCIA RADIAL VIENE DEL ESPACIO SE ORIGINA EN LEO
Seres ajenos al sistema solar intentarían comunicarse.
Todas las emisiones de radio y televisión fueron suspendidas.
Las acciones de las empresas radiales y televisivas abrieron varios puntos por encima de la cotización del día anterior, y luego bajaron abruptamente hasta mediodía, cuando una moderada estampida de compradores las hizo subir un poco.
La reacción del público era ambigua; la gente que no tenía radio salió precipitadamente a comprar una, y las ventas subieron, especialmente en aparatos portátiles y de mesa. Por otra parte, no se vendió ningún televisor. Con la suspensión de las emisiones no había imágenes en las pantallas, ni siquiera imágenes borrosas. Los circuitos de audio, cuando se los encendía, emitían el mismo murmullo que los receptores de radio. Lo cual, como Pete Mulvaney le había señalado a George Bailey, era imposible; las ondas de radio no pueden activar los circuitos de audio de los televisores. Pero éstas los activaban, y eran ondas de radio.
En los aparatos de radio aparecían ondas de radio, aunque horriblemente trituradas. Nadie podía escucharlas mucho tiempo. Había momentos fugaces en que, por varios segundos consecutivos, uno podía reconocer la voz de Will Rogers o Geraldine Farrar, o pescar instantes de la pelea Dempsey-Carpentier o la excitación de Pearl Harbor (¿recuerdan Pearl Harbor?). Pero las cosas dignas de oírse eran raras. En general era una mezcla ininteligible de radioteatro, publicidad y jirones desafinados de lo que una vez había sido música. Era totalmente indiscriminado, y totalmente insoportable.
Peco la curiosidad es una motivación poderosa. Hubo un breve auge de venta de radios por unos días.
Hubo otros auges, menos explicables, más difíciles de analizar. Hubo un alza repentina en la venta de escopetas y armas portátiles que evocaba el pánico causado en 1938 por los marcianos de Wells-Welles. Las Biblias se vendían tanto como los libros de astronomía, y los libros de astronomía se vendían como pan caliente. Una zona del país demostró un repentino interés en los pararrayos; los constructores fueron inundados con pedidos de instalación inmediata.
Por alguna razón que nunca se ha aclarado del todo hubo una fiebre de venta de anzuelos en Mobile, Alabama; todas las ferreterías y tiendas deportivas los vendieron en pocas horas.
Las bibliotecas públicas y las librerías fueron despojadas de los libros de astrología y los libros sobre Marte. Sí, sobre Marte, pese a que Marte estaba en ese momento del otro lado del sol y que toda nota periodística sobre el tema enfatizaba que ningún planeta se interponía entre la Tierra y la constelación de Leo.
Algo extraño ocurría, y no se disponía de noticias sobre las novedades excepto a través de los diarios. La gente se apiñaba frente a los edificios de los diarios a la espera de cada edición. Los jefes de producción enloquecían.
La gente también se reunía en pequeños grupos de curiosos alrededor de los silenciosos estudios y estaciones de emisión, hablando en voz baja como en un velorio. Las puertas de la emisora estaban cerradas, aunque había un portero encargado de hacer entrar a los técnicos que intentaban encontrar una respuesta al problema. Algunos de los técnicos que habían trabajado el día anterior acababan de pasar más de veinticuatro horas en vela.
George Bailey despertó al mediodía, con sólo una pequeña jaqueca. Se afeitó y duchó, salió, tomó un desayuno ligero y se sintió mejor. Compró las primeras ediciones de los diarios de la tarde, las leyó, sonrió.
Su corazonada había sido correcta: fuera lo que fuese, no era una trivialidad.