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Desde el ascensor fue directamente hacia la oficina del propio J.R. McGee.
Se oían voces estridentes detrás de la puerta de vidrio. George estiró la mano hacia el picaporte y Maisie trató de detenerlo.
—Pero George — susurró —, ¡te despedirá!
—Hay momentos para todo — dijo George —. Aléjate de la puerta, primor.
Apartó a Maisie con suavidad pero también con firmeza.
—Pero George, ¿qué te propones...?
—Observa — dijo él.
Entreabrió la puerta y las voces frenéticas cesaron. Al asomar la cabeza todos los ojos se volvieron hacia él.
—Dit-dit-dit — dijo —. Dit-dit-dit.
Se echó hacia atrás y hacia un costado justo a tiempo para escapar del vidrio astillado por el pisapapeles y el tintero que atravesaron el panel de la puerta.
Aferró a Maisie y corrió hacia las escaleras.
—Ahora beberemos una copa, — le dijo.
Había una multitud en el bar de enfrente, pero era una multitud extrañamente silenciosa. Por respeto al hecho de que la mayoría de los clientes eran gente de la radio ese bar no tenía televisor sino un gran gabinete de radio, y casi todos estaban agolpados alrededor.
—Dit — decía la radio —. Dit-dad-da-di-daditda-dit...
—¿No es hermoso? — le susurró George a Maisie.
Alguien movió la perilla. Alguien preguntó qué banda era ésa y alguien dijo: «La policial.» Alguien dijo «Busca la onda corta», y alguien la buscó. «Esto debería ser Buenos Aires», dijo alguien. «Ditd-da-dit», dijo la radio.
Alguien se pasó los dedos por el pelo y dijo: «Apaguen esa maldita cosa.» Alguien la apagó y alguien la encendió de nuevo.
George sonrió y se dirigió hacia un reservado donde había visto a Pete Mulvaney sentado a solas con una botella delante. George y Maisie se sentaron frente a Pete.
—Hola — dijo George, muy serio.
—Demonios — dijo Pete, que era jefe del personal de investigación técnica de la radio.
—Una bella noche, Mulvaney — dijo George — ¿Viste la luna remontando las algodonosas nubes cual un áureo galeón arrojado sobre olas de plateada cresta en un huracanado...
—Cállate — dijo Pete —. Estoy pensando.
—Whisky sours — le dijo George al mozo. Se volvió hacia Pete —. Piensa en voz alta, para que oigamos todos. Pero antes, ¿cómo escapaste del manicomio de enfrente?
—Me patearon, me echaron, me despidieron.
—Choca esos cinco. Y luego explícate. ¿Les dijiste dit-dit-dit?
Pete lo miró con repentina admiración.
—¿Eso hiciste?
—Tengo una testigo. ¿Qué hiciste tú?
—Les dije lo que pensaba que era y creen que estoy loco.
—¿Lo estás?
—Sí.
—Bien — dijo George —. Entonces queremos oírlo... — Chasqueó los dedos. — ¿Qué pasa con la televisión?
—Lo mismo. El mismo sonido en audio, y la imagen tiembla y se desdibuja con cada punto o guión. En este momento es sólo un borrón.
—Maravilloso. Y ahora dime qué ocurre. No me importa lo que sea, mientras no sea una trivialidad, pero quiero saber.
—Creo que es el espacio. El espacio está distorsionado.
—El viejo amigo, el espacio — dijo George Bailey.
—George — dijo Maisie —, cáIlate por favor. Quiero oír esto.
—El espacio — dijo Pete — también es finito. — Se sirvió otra copa. — Recorres cierta distancia en cualquier dirección y vuelves al punto de partida. Como una hormiga arrastrándose alrededor de una manzana.
—Mejor una naranja — dijo George.
—De acuerdo, una naranja. Ahora supongamos que las primeras ondas de radio jamás emitidas acaban de terminar el viaje de vuelta. En cincuenta y seis años.
—¿Cincuenta y seis años? Pero pensé que las ondas de radio viajaban a la misma velocidad que la luz. Si es así, en cincuenta y seis años sólo pudieron recorrer cincuenta y seis años-luz, y eso no puede ser todo el universo porque se sabe que hay galaxias a millones o quizá miles de millones de años-luz. No recuerdo las cifras, Pete, pero nuestra galaxia sola tiene mucha más extensión que cincuenta y seis años-luz.
Pete Mulvaney suspiró.
—Por eso digo que el espacio debe estar distorsionado. Hay un atajo en alguna parte.
—¿Un atajo tan corto? No puede ser.
—Pero George, escucha lo que se está recibiendo. ¿Entiendes el código?
—Ya no. No a esa velocidad, al menos.
—Bien, yo sí lo entiendo — dijo Pete —. Ésa es la jerga de los primeros radioaficionados norteamericanos. Son los sonidos que llenaban el aire antes que se iniciaran las emisiones radiales normales. Es la jerga, las abreviaturas, la cháchara del granero al altillo de los aficionados con claves, con cohesores Marconi o detectores Fessenden... y pronto oirás un solo de violín. Te diré cuál es.
—¿Cuál?
—El Largo de Handel. El primer disco fonográfico transmitido por radio. Fessenden lo emitió desde Brant Rock en 1906. Oirás su CQ-CQ en cualquier momento. Te apuesto un trago.