124363.fb2 Las cascadas de Gibraltar - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 1

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La base de la Patrulla del Tiempo sólo estaría allí durante el centenar de años más o menos que duraría la afluencia. A lo largo ese periodo, poca gente, aparte de los científicos y el personal de mantenimiento, se quedaría allí demasiado tiempo. Por tanto era pequeña, un refugio y un par de edificios de servicio, casi perdidos en la tierra.

Cinco millones de años y medio antes de su nacimiento, Tom Nomura descubrió que el sur de Iberia era más empinado de lo que recordaba. Las colinas trepaban abruptamente hacia el norte hasta convertirse en montañas bajas que amurallaban el cielo, atravesadas por cañones en los que las sombras eran azules. Era una región seca, con lluvias violentas pero breves en el invierno, con ríos convertidos en arroyuelos o en nada cuando la hierba ardía en el verano. Los árboles y los arbustos crecían muy apartados: espino, mimosa, acacia, pino, áloe; alrededor del agua había palmeras, helechos, orquídeas.

Con todo, era rica en vida. Los halcones y los buitres siempre flotaban en el cielo despejado. Manadas de rumiantes se entremezclaban; había ponis rayados, rinocerontes primitivos, antepasados de la jirafa con aspecto de okapi, en ocasiones mastodontes —de fino pelo rojo, con grandes colmillos— o extraños elefantes. Entre los depredadores y carroñeros se contaban los dientes de sable, formas primarias de los grandes gatos, las hienas y los correteantes monos de tierra que en ocasiones caminaban sobre sus patas traseras. Los hormigueros se levantaban a casi dos metros sobre el suelo. Las marmotas silbaban.

Olía a heno, a quemado, mierda cocida y carne caliente. Cuando se despertaba el viento, corría con fuerza, empujando y arrojando polvo y calor a la cara. A menudo la tierra resonaba por las pisadas de los animales, los pájaros clamaban y las bestias barritaban. Por la noche llegaba un frío súbito, y las estrellas eran tantas que uno no distinguía las extrañas constelaciones.

Así habían sido las cosas hasta hacía poco. Y todavía no se había producido ningún gran cambio. Pero había comenzado un siglo de trueno. Cuando terminase, nada volvería a ser igual.

Manse Everard miró con los ojos entrecerrados a Tom Nomura y a Feliz a Rach durante un breve momento antes de sonreír y decir:

—No, gracias, hoy me quedaré por aquí. Divertíos.

¿Había caído uno de los párpados del hombre alto, con nariz rota y algo canoso en dirección a Nomura? Éste no podía estar seguro. Eran del mismo entorno, del mismo país. Que Everard hubiese sido reclutado en Nueva York en 1954 y Nomura en San Francisco en 1972 no debería representar gran diferencia. Los trastornos de esa generación no eran más que burbujas en comparación con lo sucedido antes y lo que vendría después. Sin embargo, Nomura acababa de salir de la Academia, con apenas veinticinco años de tiempo vital a las espaldas. Everard no había dicho cuántos años sumaban sus propios viajes por el tiempo; y, considerando el tratamiento de longevidad que la Patrulla ofrecía a sus miembros, era imposible adivinarlo. Nomura sospechaba que el agente No asignado había visto suficiente existencia como para haberse convertido en más extraño para él que Feliz, que había nacido a dos milenios de ambos.

—Muy bien, empecemos —dijo ella. Por cortante que fuese, Nomura pensaba que su voz convertía el temporal en música.

Salieron del porche y atravesaron el patio. Un par de patrulleros los saludaron, con un placer dirigido a ella. Nomura estaba de acuerdo. La mujer era joven y alta, la fuerza de sus rasgos quedaba suavizada por unos grandes ojos verdes, y tenía la boca grande y un pelo castaño que relucía a pesar de llevarlo cortado a la altura de las orejas. El habitual mono gris y las botas resistentes no podían ocultar su figura y la agilidad de su paso.

Nomura sabía que él mismo no era mal parecido —un cuerpo ancho pero flexible, rasgos regulares de altos pómulos, piel bronceada pero ella hacía que se sintiese soso.

También por dentro —pensó él—. ¿Cómo se las arregla un patrullero novato, ni siquiera asignado a labores policiales, sino un simple naturalista, para decirle a una aristócrata del Primer Matriarcado que se ha enamorado de ella?

El ruido que siempre llenaba el aire, esos kilómetros de distancia de las cataratas, a él le sonaba como un coro. ¿Era su imaginación, o realmente sentía un interminable estremecimiento por el suelo hasta sus huesos?

Feliz abrió un cobertizo. En su interior había varios saltadores, que se asemejaban vagamente a motocicletas de dos asientos sin ruedas, propulsados por antigravedad y capaces de saltar varios miles de años (ellos y sus actuales jinetes habían sido transportados hasta allí por transbordadores de carga). El de ella estaba cargado de equipos de grabación. Él no había conseguido convencerla de que estaba cargado en exceso y sabía que nunca le perdonaría que se lo advirtiera a alguien de fuera. Su invitación a Everard —el oficial de mayor rango disponible, aunque allí estaba sólo de vacaciones—, para que se uniese a ellos, había sido realizada con la vaga esperanza de que Everard viese la carga y le ordenase permitir que su asistente llevase una parte.

Ella saltó a la silla.

—¡Vamos! —dijo—. La mañana avanza.

Nomura montó en su vehículo y tocó los controles. Los dos se deslizaron hacia el exterior y hacia lo alto. A la altura de un águila, recuperaron la horizontal y se dirigieron al sur, donde el río Océano vertía a la Mitad de la Tierra.

Bancos de niebla elevados siempre marcaban el horizonte, pasando del plata al azul celeste. A medida que uno de acercaba, ganaban altura. Más adelante, el universo se convertía en gris, estremecido por el rugido, amargo a los labios humanos, mientras el agua fluía entre las rocas y atravesaba el barro. Tan espesa era la fría niebla salina que era poco recomendable respirarla más de unos cuantos minutos.

Desde lo alto, la imagen era todavía más asombrosa. Allí podía verse el final de una era geológica. Durante millón y medio de años la cuenca del Mediterráneo había sido un desierto. Ahora las Puertas de Hércules se habían abierto y el Atlántico entraba.

Con el viento del movimiento a su alrededor, Nomura miró al oeste a través de una inmensidad inquieta, de muchos colores y llena de espuma. Podía ver las corrientes, atraídas hacia el nuevo espacio abierto entre Europa y África. Allí entrechocaban y retrocedían, un caos blanco y verde cuya violencia iba de tierra a cielo y regresaba, desmoronaba los acantilados, tapaba valles y cubría las costas de espuma durante kilómetros hacia el interior. Desde allí venía una corriente, del color de la nieve por su furia, con resplandores esmeralda, para situarse en una pared de doce kilómetros entre los continentes y bramar. La espuma saltaba a lo alto, ocultando torrente tras torrente donde el mar penetraba.

Los arco iris llenaban las nubes resultantes. A esa altura, el ruido no era más que una monstruosa piedra de molino chirriando, Nomura podía oír con claridad la voz de Feliz en su receptor cuando ésta detuvo el vehículo y levantó un brazo.

—Un momento. Quiero unas muestras más antes de volver.

—¿No tienes suficientes? —preguntó él.

Las palabras de ella fueron suaves.

—¿Cómo puede haber suficiente de un milagro?

A él le dio un vuelco el corazón. Ella no es una guerrera, nacida para dominar a un montón de súbditos. A pesar de su vida anterior no lo es. Ella siente el temor, la belleza, sí, la sensación de Dios en su obra…

Un a sonrisa triste para sí mismo: ¡Mejor que sea así!

Después de todo, la tarea de Feliz era realizar una grabación multisensorial de todo aquello, desde el comienzo hasta el día en que, cien años después, la cuenca estuviese llena y en calma el mar donde navegaría Odiseo. Precisaría meses de su tiempo vital. ¡Y, del mío, por favor, del mío! Todos en el cuerpo querían experimentar aquel espectáculo estupendo; la esperanza de aventura era prácticamente un requisito para el reclutamiento. Pero no era posible que tantos viniesen al pasado remoto y se acumularan en una zona temporal tan limitada. La mayoría tendría que experimentarlo de segunda mano. Sus jefes no hubiesen elegido a nadie que no fuese un artista consumado, para vivirlo y pasarles la experiencia.

Nomura recordó su asombro cuando le encomendaron que fuese su ayudante. Tan corta como andaba siempre de personal, ¿podía permitirse artistas la Patrulla?

Bien, después de contestar a un críptico anuncio, someterse a varias pruebas desconcertantes y aprender sobre el tráfico intertemporal, se había preguntado si el trabajo policial y de rescate era posible y le habían dicho que, generalmente, lo era. Podía entender la necesidad de personal administrativo, agentes residentes, historiadores, antropólogos y, sí, naturalistas como él mismo. Durante las semanas que llevaban trabajando juntos, Feliz le había convencido de que unos cuantos artistas eran al menos igualmente vitales. El hombre no vive sólo de pan, ni de pistolas, burocracia, tesis y otros detalles prácticos.

Ella volvió a poner en marcha su aparato.

—Vamos— ordenó.

Mientras se alejaba hacia al este por delante de él, su pelo reflejó un rayo de sol y brilló como si estuviese fundido. Nomura la siguió en silencio.

El suelo del Mediterráneo se encontraba a 3.000 metros por debajo del nivel del mar. El flujo caía por un estrecho de 80 km. de ancho. Su volumen representaba unos 40.000 km3 al año, un centenar de cataratas Victoria o un millar de Niágaras.

Hasta ahí las estadísticas. La realidad era un estruendo de agua blanca, cubierta de espuma, capaz de agitar la tierra y estremecer montañas. Los hombres podían ver, oír, sentir, oler y saborear el espectáculo; no podían imaginarlo.

Donde el canal se ensanchaba, el flujo se suavizaba, hasta correr verde y negro. Después la neblina se desvanecía y aparecían las islas, como barcos que produjesen enormes estelas; y la vida podía de nuevo crecer o llegar a la orilla. Pero la mayoría de esas islas desaparecerían por la erosión antes de que terminase el siglo, y la mayor parte de esa vida perecería debido a los cambios climáticos. Porque ese acontecimiento llevaría al planeta del Mioceno al Plioceno.

Al avanzar volando, Nomura no oía menos ruido, sino más. Aunque allí la corriente era más tranquila, se movía hacia un clamor bajo que se incrementaba hasta que el cielo era un infierno bronco. Reconoció una cabeza de tierra cuyo resto gastado llevaría algún día el nombre de Gibraltar. No muy lejos, una catarata de 30 km. de ancho producía casi la mitad de toda el agua que entraba.

Con terrible facilidad, las aguas saltaban ese obstáculo. Eran de un verde cristalino sobre los acantilados oscuros y el ocre profundo de los continentes, La luz encendía sus cumbres. Al fondo, otro banco de nubes se desplazaba blanco por entre los vientos sin fin. Más allá había una hoja azul, un lago cuyos ríos grababan cañones, sobre el centelleo alcalino, el polvo del diablo y el estremecimiento de espejismos de una tierra homo que convertirían en un mar.

Feliz volvió a detener su volador. Nomura se situó a su lado. Estaban a gran altitud; el aire corría frío a su alrededor.

—Hoy —le dijo ella— quiero intentar conseguir una impresión del tamaño. Me acercaré a la parte alta, grabando mientras me muevo, y luego hacia abajo.

—No demasiado cerca —le advirtió él.

Ella mostró su desagrado.

—Eso lo juzgaré yo.

—Bueno, yo… no intentaba darte órdenes ni nada parecido. —Mejor que no lo haga. Yo, un plebeyo y un hombre. Hazlo por mi, por favor… —Nomura se estremeció al oír sus propias palabras torpes—. Ten cuidado, ¿sí? Es decir, para mí eres importante.

La sonrisa de Feliz le dio ánimos. Ella se inclinó en el arnés de seguridad para cogerle la mano.

—Gracias, Tom. —Después de un momento se puso seria—: Los hombres como tú me hacen comprender lo equivocada que estaba la época de la que vengo.

Ella a menudo le hablaba con amabilidad: de hecho, casi siempre. Si hubiese sido una militante estridente, la belleza no le hubiese mantenido despierto por las noches. Se preguntó si no habría empezado a amarla cuando se dio cuenta del cuidado que ponía en tratarlo como a un igual. No era fácil para ella, casi tan novata en la Patrulla como él… no más fácil de lo que era para hombres de otras épocas creer, en el interior, donde importaba, que ella tenía sus mismas capacidades y que estaba bien que las usase hasta el límite.

Ella no pudo permanecer solemne.

—¡Vamos! —gritó—. ¡Date prisa! ¡Esa caída recta no va a durar veinte años más!