124269.fb2 La Nebulosa de Andromeda - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

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El más vivo era el de un sol, rojo como la sangre, que se iba agrandando en el campo visual de las pantallas durante los últimos meses del cuarto año de viaje. El cuarto para todos los habitantes de la astronave, que volaba a una velocidad de 5/6 de la unidad absoluta: la velocidad de la luz. Pero en la Tierra habían pasado ya cerca de siete años, de los llamados independientes.

Unos filtros superpuestos en las pantallas protegían los ojos humanos, atenuando el color y la intensidad de los rayos de cualquier astro, como hacía la atmósfera terrestre mediante sus capas protectoras de ozono y de vapor de agua. La luz violeta de los astros de temperaturas elevadas, una luz fantasmagórica, indescriptible, parecía azul celeste o blanca, mientras las sombrías estrellas gris-rosáceas se tornaban alegres y de un color amarillo de oro, semejante al de nuestro Sol. Allí, el astro que brillaba victorioso con claros fulgores escarlata tomaba esa intensa tonalidad de sangre en la que el observador terrestre reconoce las estrellas de la clase espectral M 5. El planeta se encontraba bastante más cerca de su sol que la Tierra del suyo. A medida que se aproximaban a Zirda, el astro de ella se iba convirtiendo en un enorme disco bermejo que lanzaba multitud de radiaciones térmicas.

Dos meses antes de llegar a Zirda, la Tantra había tratado de comunicar con la estación exterior del planeta. No había allí más que esa estación en un pequeño satélite natural, sin atmósfera, que se hallaba más cerca de Zirda que la Luna de la Tierra.

La astronave continuó llamando a Zirda cuando quedaban treinta millones de kilómetros para llegar a ella y la fantástica velocidad de la Tantra había sido reducida a tres mil kilómetros por segundo. Estaba de guardia Niza, pero toda la tripulación también permanecía en vela, sentada expectante ante las pantallas en el puesto central de comando.

Niza lanzaba las llamadas ampliando la potencia de emisión y proyectando los rayos en abanico.

Por fin, vieron el diminuto punto luminoso del satélite. La nave empezó a trazar una curva alrededor del planeta, aproximándose a él poco a poco, en espiral, y adaptando su velocidad a la del satélite. La Tantra y éste parecían unidos por un cable invisible; la astronave pendía sobre el pequeño planeta, que corría raudo por su órbita. Los estereotelescopios electrónicos del gran navío cósmico exploraban la superficie del satélite.

Y de pronto, ante la tripulación apareció un espectáculo inolvidable.

Un enorme edificio de cristal brillaba cegador a los reflejos del sol sangrante. Bajo la plana techumbre había una estancia, semejante a un gran salón de actos. En él permanecía inmóvil una multitud de seres que no se parecían a los terrenales, pero eran, sin duda, humanos. Pur Hiss — astrónomo de la expedición, novato en el Cosmos, que había sustituido poco antes de partir a un compañero experto — siguió regulando con mano trémula el foco, para ampliar las imágenes. Las filas de hombres, que se veían borrosos bajo el cristal, continuaban en inmovilidad absoluta. Pur Hiss amplió más. Ya se distinguía un estrado con una larga mesa y bordeado de aparatos e instrumentos diversos. Sobre la mesa, de cara al auditorio, estaba sentado un hombre con las piernas cruzadas, perdida en la lejanía la mirada demencial de sus ojos fijos, aterradores.

— ¡Están muertos, congelados! — exclamó Erg Noor.

La astronave seguía suspendida sobre el satélite de Zirda. Catorce pares de ojos observaban aquella tumba de cristal, sin poder apartarse de ella. Sí, era en verdad una tumba. ¿Cuántos años llevaban allí aquellos cadáveres? Hacía setenta que el planeta había enmudecido, y si agregaban los seis de recorrido de los rayos, resultaban más de tres cuartos de siglo…

Luego, todas las miradas se tendieron hacia el jefe. Erg Noor, pálido el semblante, escudriñaba en la opalina niebla de la atmósfera que rodeaba al planeta. A través de ella, se columbraban apenas los tenues contornos de las montañas y los reflejos del mar, pero nada daba la respuesta que habían venido a buscar los astronautas.

— ¡La estación ha quedado inutilizada y no ha sido reconstruida en setenta y cinco años! Por consiguiente, en el planeta ha ocurrido una catástrofe. Hay que descender, penetrar en la atmósfera, tal vez tomar tierra… Aquí están todos reunidos. Yo pregunto cuál es la opinión del Consejo…

El astrónomo Pur Hiss fue el único que hizo objeciones. Niza miraba con indignación a su narizota corva, como el pico de una ave de rapiña, y a sus feas orejas asoplilladas.

— Si en el planeta ha ocurrido una catástrofe, no tendremos ninguna posibilidad de aprovisionarnos de anamesón. El vuelo a poca altura en torno al planeta, y tanto más la toma de tierra, disminuirán nuestras reservas de combustible planetario. Además, no sabemos qué ha pasado. Puede haber allí potentes radiaciones que nos maten a todos.

Los demás miembros de la expedición apoyaron al jefe.

— Ninguna clase de radiaciones planetarias pueden ser peligrosas para una nave con coraza cósmica, como la nuestra. ¿A qué se nos ha enviado aquí? A poner en claro lo ocurrido, ¿no es cierto? ¿Qué va a responder la Tierra al Gran Circuito? No basta con constatar el hecho. Eso es muy poco; hay que explicarlo además. ¡Perdónenme estos razonamientos de escolar! — dijo Erg Noor. Y en el habitual timbre metálico de su voz había un dejo de ironía —. No creo que podamos eludir nuestro indeclinable deber…

— ¡La temperatura de las capas superiores de la atmósfera es normal! — exclamó Niza con alegría.

Erg Noor sonrió e inició el descenso con precaución, espira tras espira, aminorando la marcha de la astronave a medida que se iban aproximando a la superficie del planeta.

Zirda era un poco más pequeña que la Tierra, y para circundarla en bajo vuelo no se requería una velocidad muy grande. Los astrónomos y el geólogo confrontaban los mapas del planeta con las indicaciones de los aparatos ópticos de la Tantra. Los continentes conservaban sus contornos, idénticos a los de antes, los mares brillaban serenos a la roja luz del sol. Las cadenas montañosas tampoco habían cambiado de configuración y tenían el mismo aspecto que en las fotografías anteriores, pero el planeta callaba.

La gente llevaba treinta y cinco horas en sus puestos de observación, sin abandonarlos ni un momento.

La composición de la atmósfera, la irradiación del sol rojo, todo coincidía con los datos que se poseían acerca de Zirda. Erg Noor abrió el anuario correspondiente a este planeta y buscó las tablas con los datos de su estratosfera. La ionización era más fuerte que de ordinario. Una vaga sospecha empezó a alentar en su mente, llenándole de inquietud.

A la sexta espira del descenso, se divisaron los contornos de las grandes ciudades.

Pero en los receptores de la astronave, al igual que antes, no se oía señal alguna.

Niza Krit, que había sido relevada para que tomase un refrigerio, creía estar sumida en leve sopor. Le parecía haber dormido nada más que unos minutos. La astronave volaba sobre la parte de Zirda envuelta en las sombras de la noche, a una velocidad no superior a la de un simple espiróptero terrestre. Allí abajo debían de extenderse las ciudades, las fábricas, los puertos. Mas ni una sola luz se columbraba en las profundas tinieblas, por mucho que los potentes estereotelescopios las explorasen. El trepidante fragor de la atmósfera, al ser hendida por la astronave, tenía que oírse a decenas de kilómetros.

Pasó una hora. Seguía sin aparecer la menor luz. La angustiosa espera se iba haciendo insoportable. Noor conectó las sirenas de aviso. Un espantoso rugido se expandió hacia la insondable negrura de allá abajo. Los hombres de la Tierra confiaban en que, fundido con el fragor del aire, lo oirían los moradores de Zirda, que guardaban un enigmático silencio.

Un resplandor de fuego rasgó las siniestras tinieblas. La Tantra había entrado en la zona iluminada del planeta. Abajo, todo continuaba envuelto en una oscuridad aterciopelada. Las fotografías, ampliadas rápidamente, mostraron que aquello era un tapiz de flores semejantes a negras amapolas terrestres, que se extendía en millares de kilómetros, sustituyendo todo: bosques, matorrales, juncos y hierbas. Las calles de las ciudades resaltaban en el manto sombrío como costillas de esqueletos gigantescos, las construcciones de hierro parecían rojas heridas. No había en parte alguna ni un solo ser vivo, ni un árbol; únicamente aquellas amapolas negras…

La Tantra lanzó una estación-bomba de observación y entró de nuevo en la noche. Al cabo de seis horas, la estación-robot informó acerca de la composición del aire, de la temperatura, de la presión y demás condiciones existentes en la superficie del planeta.

Todo era allí normal, excepto un exceso de radiactividad.

— ¡Monstruosa tragedia! — barbotó con sofocada voz el biólogo Eon Tal, en tanto anotaba los últimos datos suministrados por la estación —. ¡Se han matado ellos mismos y han destruido todo su planeta!

— ¿Será posible? — preguntó Niza, tratando de contener las lágrimas —. ¡Qué espanto!

No me lo explico, pues la ionización no es tan fuerte…

— Desde entonces, han pasado bastantes años — respondió severo el biólogo. Su rostro circasiano, de nariz aguileña y aspecto viril, a pesar de su juventud, tenía una expresión dura —. Esta desintegración radiactiva es precisamente peligrosa porque va aumentando de un modo imperceptible. La cantidad total de emanaciones ha podido ir creciendo durante siglos, kor a kor, como llamamos nosotros a las biodosis de radiación, y de pronto, un salto cualitativo! Se anula la procreación, viene la esterilidad y surgen, por añadidura, las epidemias de origen radiactivo… No es la primera vez que esto ocurre. El Gran Circuito ha conocido catástrofes semejantes…

— Como la del llamado « Planeta del sol violáceo » — resonó detrás de ellos la voz de Erg Noor.

— Lo más trágico — comentó el taciturno Pur Hiss — es que su extraño sol, setenta y ocho veces más luminoso que el nuestro y de la clase espectral A-cero, aseguraba a los habitantes una energía muy elevada…

— ¿Dónde está ese planeta? — inquirió el biólogo Eon Tal —. ¿No es el que el Consejo se propone poblar?

— El mismo. En su honor se dio el nombre de Algrab a la nave que acaba de perecer.

— ¡La estrella Algrab o Delta del Cuervo! — exclamó asombrado el biólogo —. ¡Pero ésa está muy lejos!

— A cuarenta y seis parsecs. Mas nosotros construimos astronaves que hacen raids cada vez más largos…

El biólogo asintió con la cabeza y barbotó que no había sido un acierto dar a aquella astronave el nombre de un planeta perecido.

— Mas la estrella sigue existiendo, y el planeta también. Antes de un siglo, la habremos cubierto de vegetación y poblado — repuso Erg Noor, con convencimiento.

Se había decidido a una maniobra difícil, consistente en cambiar el curso orbital de la nave, que era latitudinal, haciéndolo longitudinal para seguir a lo largo del eje de rotación de Zirda.

¿Cómo iban a abandonar el planeta sin tener la certeza de que todos sus habitantes habían muerto? Tal vez los supervivientes no pudieran pedir socorro, debido a que las centrales energéticas estuviesen destruidas y los aparatos averiados.

No era la primera vez que Niza veía a Erg Noor ante el cuadro de comando en un momento crítico. Con el rostro impenetrable, lleno de firmeza, los movimientos bruscos y siempre exactos, le parecía un héroe legendario.

De nuevo, la Tantra recorría sin esperanza su ruta alrededor de Zirda; ahora de un polo a otro. En algunos lugares, sobre todo en las latitudes medias, aparecían anchas zonas de terreno sin vegetación alguna. Allí flotaba en el aire una niebla amarilla, a través de la cual se vislumbraban, como un mar encrespado, unas gigantescas dunas de arena roja, azotadas por el viento.

Más allá, volvían a extenderse, como un fúnebre manto de terciopelo, las amapolas negras, únicas plantas que habían resistido a la radiactividad o experimentado, bajo su influencia, una mutación viable.

Todo estaba claro. Era inútil, e incluso peligroso, buscar entre aquellas ruinas muertas los depósitos de anamesón reservado, por recomendación del Gran Circuito, para los viajeros procedentes de otros mundos (Zirda no tenía aún astronaves y sólo contaba con navíos trasplanetarios). La Tantra empezó a desenrollar lentamente la espira de su vuelo, en sentido inverso, para alejarse del planeta. Tomando una velocidad de diecisiete kilómetros por segundo con sus motores iónicos a chorro, utilizados para los viajes interplanetarios, despegues y tomas de tierra, la astronave dejó atrás el planeta muerto.

Puso rumbo a un sistema inhabitado, únicamente conocido por una cifra convencional, al que se habían lanzado unos faros-bomba y donde debía esperar el Algrab. Los motores de anamesón fueron conectados. En cincuenta y dos horas, con su fuerza, imprimieron a la astronave su velocidad normal de novecientos millones de kilómetros por hora. Hasta el lugar del encuentro quedaban quince meses de viaje, once computando por el tiempo dependiente de la nave. Toda la tripulación, salvo el grupo de guardia, podía sumirse en el sueño. Pero la discusión general, los cálculos y la preparación del informe al Consejo ocuparon un mes entero. En los anuarios referentes a Zirda se mencionaban peligrosos experimentos realizados con combustibles atómicos de desintegración parcial. Había allí discursos de eminentes sabios del planeta ahora muerto que señalaban la aparición de síntomas de influencia nociva sobre la vida e insistían en que cesasen las pruebas. Hacía ciento dieciocho años, se había transmitido por el Gran Circuito una breve advertencia que debía haber bastado para convencer a hombres de preclaro intelecto, pero que, por lo visto, no había tomado en serio el gobierno de Zirda.

No cabía duda de que el planeta había perecido a consecuencia de una acumulación de radiaciones, después de numerosos ensayos imprudentes y del empleo irreflexivo de formas peligrosas de energía nuclear, en vez de haber buscado, sensatamente, otras menos nocivas.

El enigma estaba ya esclarecido desde hacía tiempo; la tripulación había pasado, por dos veces, de un sueño de tres meses a una vida normal de igual duración.

Y la Tantra llevaba ya muchos días dando vueltas en torno al planeta gris; la esperanza de encontrar al Algrab disminuía de hora en hora. Algo amenazador se presagiaba…