124256.fb2 La maldici?n del rub? - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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Mensajes

Desde la muerte de Higgs, la vida en la oficina se había vuelto aburrida. Las rencillas entre el conserje y Jim, el chico de los recados, se habían diluido; el conserje ya no tenía más escondites y el muchacho ya no tenía más revistas baratas. Jim no tenía nada mejor que hacer esa tarde, de hecho, que lanzar trocitos de papel con una goma elástica al retrato de la reina Victoria, que estaba encima de la chimenea, en conserjería.

Adelaide llegó y dio un golpecito en el cristal, pero Jim al principio no se dio cuenta. Estaba enfrascado intentando mejorar su puntería. El viejo conserje abrió la ventanilla y le dijo:

– ¿Sí? ¿Qué quieres?

– ¿Está la señorita Lockhart? -susurró Adelaide.

Jim aguzó el oído y la miró.

– ¿La señorita Lockhart? -dijo el conserje-. ¿Estás segura?

Ella asintió.

– ¿Por qué la buscas? -dijo Jim.

– ¡Y a ti qué te importa, energúmeno! -dijo el anciano.

Jim lanzó una bolita de papel a la cabeza del conserje luego esquivó el cachete que éste pretendía propinarle como respuesta.

– Si tienes un mensaje para la señorita Lockhart, yo se lo haré llegar -dijo el chico-. Ven aquí un momento.

Llevó a Adelaide al pie de la escalera, fuera del alcance del oído del conserje.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó.

– Adelaide.

– ¿Por qué buscas a la señorita Lockhart?

– No lo sé.

– Vale, ¿quién te envía?

– Un señor.

Se agachó hacia ella, muy cerca, para escuchar lo que le iba decir, y percibió el aroma de la Pensión Holland en su ropa, y en ella, que iba muy sucia. Pero no era quisquilloso y se había acordado de algo importante.

– ¿Has oído alguna vez hablar -dijo él- de algo llamado Las Siete Bendiciones?

En las últimas dos semanas se lo había preguntado a varias personas, excepto a Selby; y siempre había obtenido la misma respuesta: no, no lo habían oído.

Pero ella sí. Estaba asustada. Pareció encogerse dentro de su raída capa y sus ojos se tornaron más obscuros que nunca.

– ¿Sabes algo? -susurró ella.

– Tú sí, ¿verdad?

Ella asintió.

– Bueno, ¿qué es? -prosiguió el chico-. Es importante.

– No lo sé.

– ¿Dónde has oído hablar de eso?

Torció la boca y apartó la mirada. Dos empleados salieron de sus despachos en la parte superior de las escaleras y los vieron.

– ¡Eh! -dijo uno de ellos-. Mira cómo liga Jimmy.

– ¿Quién es tu amorcito, Jim? -dijo el otro.

Jim miró hacia arriba y disparó tal ráfaga de insultos y palabrotas que habría hundido incluso a un acorazado. El chico no respetaba a los oficinistas; eran una clase de gente muy baja y vulgar.

– Cor, escucha eso -dijo el primer empleado, mientras Jim retomaba el aliento-. ¡Qué elocuencia!

– Esa forma de expresarse es lo que más admiro -añadió el otro-. ¡Le pone una pasión tan inhumana!

– Inhumano, tú lo has dicho -dijo el primero.

– Cállate la boca, Skidmore, y ocúpate de tus asuntos -dijo Jim-. No puedo perder el tiempo escuchándoos. ¡Ejem! -carraspeó, dirigiéndose a Adelaide-, vayamos fuera.

Ante los silbidos e insultos crecientes de los dos oficinistas, cogió la mano de Adelaide y tiró de ella violentamente mientras atravesaban el pasillo, hasta que salieron a la calle.

– No les hagas caso -dijo Jim-. Oye, me tienes que contar lo de Las Siete Bendiciones. Un hombre murió aquí dentro por eso.

Jim le contó lo que había sucedido. Ella no alzó la mirada, pero sus ojos se abrieron, sorprendidos.

– Tengo que encontrar a la señorita Lockhart, porque él me lo dijo -dijo ella cuando el chico había acabado-. Pero no le tengo que contar nada a la señora Holland; si no, me matará.

– Cuéntame qué diantres te dijo, ¡venga! Ella se lo contó, vacilante, poco a poco, ya que no tenía la fluidez verbal de Jim y, como no estaba acostumbrada a que la escucharan, no sabía el tono de voz que debía usar. Jim le tuvo que pedir varias veces que le repitiera lo que decía.

– De acuerdo -dijo al fin-. Iré a buscar a la señorita Lockhart y así podrás hablar con ella. ¿Vale?

– No puedo -dijo ella-. No puedo salir nunca. Sólo cuando la señora Holland me manda a buscar algo.

– ¡No digas tonterías! Quizá tengas que volver a salir…

– No puedo -dijo la niña-. Mató a la última chica que tuvo. Le arrancó todos los huesos. Me lo dijo.

– Bueno, y entonces ¿cómo vas a encontrar a la señorita Lockhart?

– No lo sé.

– ¡Maldita sea! A ver… Pasaré por Wapping por las noches cuando vuelva a casa; nos encontraremos en algún sitio y entonces me cuentas lo que sepas. ¿Dónde quedamos?

– Junto a las Escaleras Viejas -contestó ella.

– Vale. Al lado de las Escaleras Viejas, todas las noches, a las seis y media.

– Me tengo que ir ya -dijo ella.

– No te olvides -insistió el chico-. A la seis y media.

Pero Adelaide ya se había ido.

J 3, Fortune Buildings

Chandler 's Row

Clerkenwell

Viernes, 25 de octubre de 1872

Señorita S. Lockhart 9, Peveril Square Islington

Estimada señorita Lockhart:

Deseo informarla de que he descubierto algo sobre Las Siete Bendiciones. Hay un caballero apellidado Bedwell actualmente alojado en la Pensión Holland, en el Muelle del Ahorcado, en Wapping; ha estado fumando opio y hablando sobre usted. También ha mencionado Las Siete Bendiciones, pero no sé lo que significa. La propietaria es la señora Holland, que es de poca confianza.

Si viene al quiosco de música que hay en los jardines Clerkenwell mañana a las dos de la tarde, podré contarle más cosas.

Quedo a su disposición.

Su humilde y obediente servidor,

J. Taylor (Jim)

Así le escribió Jim, con sus mejores habilidades para la correspondencia comercial. Envió la carta un viernes, con la firme esperanza (estamos en el siglo XIX, al fin y al cabo) de que repartirían el correo antes de que acabase el día y de que Sally al día siguiente le respondería.

Pensión Holland Muelle del Ahorcado

Wapping

25 de octubre de 1872

Sr. D. Samuel Selby

Lockhart & Selby

Cheapside

Londres

Estimado señor Selby:

Tengo el honor de representar a un caballero que posee cierta información referida a sus operaciones comerciales en Oriente. Dicho caballero desea hacer público todo lo que sabe, y se verá obligado a publicarlo en la prensa si no llegan a un acuerdo antes. Como muestra de lo que conoce, me pidió que le mencionara la goleta Lavinia y aun marinero llamado Ah Ling.

Espero que esta propuesta sea de su interés y que le llegue lo más pronto posible…

Atentamente,

Sra. Holland

P.D.: Una respuesta rápida sería muy conveniente para todos.

Y así escribió la señora Holland, mientras volvía (con las manos vacías, pero no insatisfecha) de Swaleness.

Llovía. Sally se refugió, aunque de poco le sirvió, bajo un tilo casi sin hojas en los jardines Clerkenwell mientras esperaba a Jim. Su capa y su sombrero estaban completamente empapados, y las gotas de lluvia empezaron a resbalarle por el cuello. Para poder salir había tenido que desobedecer a la señora Rees; le aterrorizaba el recibimiento que le esperaba cuando volviese a casa.

Pero Sally no tuvo que esperar mucho. En ese momento Jim llegó corriendo, aún más mojado que ella, y la arrastró hacia el quiosco, situado en una zona de césped encharcada.

– Aquí abajo -dijo él, levantando una losa suelta, en un extremo del pequeño escenario.

El chico se sumergió en la penumbra como si fuera un topo. Ella le siguió con más cuidado a través de túneles repletos de sillas plegables, hasta que finalmente llegaron a una cueva, una especie de hondonada, donde Jim no tuvo más remedio que utilizar un trozo de vela para alumbrarse. Sally se puso delante de él. El suelo estaba lleno de polvo, aunque seco; sobre sus cabezas se oía el tamborileo de la lluvia. Jim colocó la vela cuidadosamente bien derecha entre ambos.

– ¿Bueno? -dijo él-. ¿Quieres que te lo explique, o no?

– ¡Pues claro que sí!

Jim repitió todo lo que Adelaide le había contado, aunque de una forma más contundente. Sabía expresarse muy bien, y todo gracias a la revista Penny Dreadful. -¿Qué te parece? -le dijo cuando acabó.

– ¡Jim, tiene razón! La señora Holland… Es el nombre de la mujer que el comandante Marchbanks me mencionó. Ayer, en Kent…

Ella le explicó lo que había sucedido.

– Un rubí -dijo el chico, impresionado. -Pero no veo cómo se puede relacionar con todo lo demás. Quiero decir que el comandante Marchbanks nunca había oído hablar de Las Siete Bendiciones.

– Y ese tipo del que habla Adelaide nunca dijo nada sobre un rubí. A lo mejor hay dos misterios y no uno. A lo mejor no hay ninguna relación.

– Sí que hay una relación -dijo Sally-. Yo y la señora Holland. Se produjo una pausa. -Tengo que ver a ese hombre -dijo Sally.

– No puedes. No mientras la señora Holland lo retenga. ¡Ah, sí! Casi se me olvidaba… Él tiene un hermano que es sacerdote. Su nombre es Nicholas. Son gemelos.

– El reverendo Nicholas Bedwel! -dijo Sally-. Me pregunto si podríamos encontrarlo. A lo mejor él podría sacar a su hermano de…

– Es adicto al opio -dijo Jim-. Y Adelaide dice que Bedwell tiene miedo de los chinos. Cuando ve a un chino en sus visiones, grita.

Se quedaron en silencio unos instantes.

– Ojalá no hubiese perdido ese manuscrito -dijo Sally.

– Nunca lo perdiste. Te lo robaron.

– ¿Crees que lo hizo ella? Pero si era un hombre. Subió al tren en Chatham.

– ¿Cómo alguien iba a querer un manuscrito viejo y roto sin saber lo que contenía? ¡Pues claro que lo hizo ella!

Sally parpadeó; ¿cómo era posible que ella no hubiese logrado atar cabos antes? Después de haberlo dicho, eso era evidente.

– O sea, que ahora ella tiene el libro -dijo ella-. ¡Jim, me voy a volver loca! ¿Para qué demonios lo quiere?

– No eres muy avispada -le contestó con cierta dureza-. Es el rubí lo que quiere. ¿Qué dice en el trozo de papel que se cayó del libro?

Ella se lo enseñó.

– Aquí lo tienes. Cógelo, dice quien lo ha escrito. Él está escondido en algún lugar fuera de su alcance y te está indicando dónde está la piedra. Y además te diré algo: si ella quiere el rubí, volverá a por esta hoja.

La noche siguiente, tres personas estaban sentadas en la cocina de la Pensión Holland; una vieja y cochambrosa estufa de leña, de hierro colado, alumbraba ligeramente la estancia. Una de ellas era Adelaide, pero Adelaide no contaba; estaba sentada en un rincón, olvidada. La señora Holland estaba sentada a la mesa, pasando las páginas del diario del comandante Marchbanks; y la tercera persona era un visitante, sentado en una butaca al lado de la estufa de leña, bebiendo de una taza de té mientras se rascaba una ceja. Llevaba un elegante traje a cuadros, un bombín marrón y un brillante alfiler en la corbata.

La señora Holland se puso la dentadura en su lugar y habló:

– Buen trabajo, señor Hopkins -dijo ella-. Extraordinario.

– Fue muy fácil -dijo el visitante con modestia-. Se quedó dormida, ¿sabe? Lo único que tuve que hacer fue cogerlo de su regazo.

– Muy bien. ¿Qué tal si le ofrezco otro trabajo?

– A su disposición, señora H. Siempre a punto para lo que desee.

– Hay un abogado que vive en Hoxton. Su nombre es Blyth. Se encargó de algunos asuntos míos la semana pasada, sólo que salió mal, porque no actuó con la prudencia que requería la situación. Es por eso que yo misma tuve que ir a Kent para arreglarlo.

– ¡Oh, ya veo! -dijo el hombre mostrando un sutil interés-. Le gustaría que le diera a ese abogado una buena lección, ¿me equivoco?

– Ha dado en el clavo, señor Hopkins.

– Bueno, creo que podré encargarme de eso -dijo con toda tranquilidad, mientras soplaba el té-. Es… curioso el manuscrito, ¿verdad?

– Para mí no -dijo la señora Holland-. Conozco ya toda la historia de memoria.

– ¿Ah, sí? -dijo el señor Hopkins con mucho tiento.

– Pero sí que podría ser interesante para esa jovencita. Estoy segura de que si leyese esto, sería un gran desastre. Todos mis planes se vendrían abajo.

– ¿De verdad?

– Así que creo que será mejor que tenga un accidente.

Se hizo el silencio. Él no sabía cómo ponerse en la silla.

– Bien -dijo él por fin-, no estoy seguro de que quiera saber nada sobre eso, señora Holland.

– Pues yo creo que no tiene otra opción, señor Hopkins -le respondió la señora, hojeando las páginas del diario-. Por Dios, estas páginas están sueltas. Espero que no haya perdido ninguna.

– No la entiendo, señora H., ¿qué quiere decir con eso de que no tengo otra opción?

Pero ella ya no le escuchaba. Sus ojos de anciana se habían concentrado en la lectura; leyó la última página del diario, volvió atrás, hojeó el resto, lo volvió a leer, sostuvo el manuscrito en alto y lo sacudió, y finalmente lo cerró de golpe profiriendo una maldición. El señor Hopkins se echó atrás, inquieto.

– ¿Qué sucede? -dijo él.

– ¡Estúpido! ¡Maldito idiota! ¡Es usted un auténtico inepto! ¡Ha perdido la página más importante de todo el maldito diario!

– Pensaba que había dicho que conocía su contenido de memoria, señora.

Le lanzó el diario de malas maneras.

– Lea esto, si puede. ¡Léalo!

La señora hincó un dedo, calloso y arrugado, en el último párrafo del manuscrito. Él lo leyó en voz alta:

– «Por tanto, he sacado el rubí del banco. Es la única oportunidad que me queda de redimirme y salvar algo de mi desastrosa vida. El testamento que hice, siguiendo las instrucciones de esa mujer, ha quedado invalidado; su abogado no consiguió encontrar ninguna solución a lo que ya estaba firmado. Moriré sin testamento. Pero quiero que tengas la piedra. La he escondido y, para asegurarme aún más, ocultaré el lugar exacto mediante un mensaje en clave. Está en…»

Ya no había nada más. Él la miró.

– Sí, señor Hopkins -dijo ella con una sonrisa-. ¿Se da cuenta de lo que ha hecho? Él se encogió de miedo.

– No estaba en el diario, señora -dijo él-. ¡Se lo juro!

– He dicho algo acerca de un accidente, ¿verdad? El hombre tragó saliva.

– Bien, como he dicho antes, yo…

– Sí, hombre, sí, usted se encargará de que tenga un pequeño accidente. Lo hará muy bien, señor Hopkins. Una simple mirada al periódico de mañana y hará lo que yo quiera.

– ¿Qué quiere decir?

– Espere y lo verá -dijo ella-. Va a conseguir el trozo de papel, señor Hopkins, lo tiene que tener ella en alguna parte, y entonces la eliminará.

– No puedo hacerlo -respondió con tristeza.

– Por supuesto que lo va a hacer, señor Hopkins. No le quepa la menor duda.