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Las Siete Bendiciones

Era una tarde fría y obscura de principios de octubre, en 1872. Un cabriolé se acercaba a las oficinas de Lockhart y Selby, Agentes Marítimos, en Cheapside. La ciudad estaba en plena efervescencia, y el viento, que soplaba con fuerza, contribuía a esa frenética actividad. Los carruajes colapsaban las calles. El ruido constante, monótono, del ir y venir de las pesadas ruedas de los carruajes, el repiqueteo de los cascos de los caballos y el tintineo de los arreos mostraban perfectamente la agitación reinante. A cada instante morían y nacían grandes negocios…, el preludio de inmensas fortunas. Los mensajeros, empapados de sudor y extenuados, más que correr volaban de un lado a otro, entre el banco y la compañía naviera, el agente de seguros y la Bolsa, el abogado y el financiero; casi tan rápido como las bolsas de cuero, bien cerradas y llenas de billetes, que salían succionadas por los tubos neumáticos que acababan de instalar en las paredes de Crouch's Emporium, La-Tienda-que-lo-Vende-Todo, en la esquina de Holborn y Chancery Lane.

Mientras un viento artificial recorría esos tubos metálicos, el viento del exterior, bajo el cielo gris, hacía ondear las banderas situadas en los edificios más altos, sedes de las empresas más importantes de la ciudad. De vez en cuando, pequeñas ráfagas juguetonas descendían en forma de remolinos para hacer volar y dejar caer, una y otra vez, los papeles y la suciedad esparcidos por el suelo. En toda la calle, la calma sólo existía en los ojos de la muchacha que salía del cabriolé.

Tenía unos dieciséis años, estaba sola y era extraordinariamente hermosa: delgada y pálida, con ojos de un marrón obscuro que contrastaba con el color de los suaves y dispersos mechones de cabello rubio que se escapaban de su gorra negra. Iba de luto. Se llamaba Sally Lockhart, y al cabo de quince minutos, ¡iba a matar a un hombre!

Observó el edificio durante unos instantes; luego subió tres escalones y entró. Atravesó un obscuro pasillo y vio la conserjería a su derecha, donde un anciano estaba sentado delante del fuego leyendo la revista Penny Dreadful. Sally dio unos golpecitos en el cristal, y el hombre se incorporó consciente de su negligencia, lanzando la revista a un lado.

– Discúlpeme, señorita -dijo-. No la he visto llegar.

– He venido a ver al señor Selby -dijo ella-. Pero no me está esperando.

– ¿Su nombre, por favor, señorita?

– Me llamo Lockhart. Mi padre era… el señor Lockhart.

De repente la actitud del conserje cambió y se tornó mucho más amable.

– La señorita Sally, ¿verdad? ¡Ya estuvo usted antes aquí, señorita!

– ¿Sí? Lo siento, no me acuerdo…

– Debe de hacer por lo menos diez años. Se sentó al lado del fuego y me contó cosas sobre su pony. ¿No se acuerda? Claro, ha pasado mucho tiempo… Siento mucho lo de su padre, señorita. Fue algo terrible, hundirse el barco de esa forma. Él era un auténtico caballero, señorita.

– Sí…, gracias. En parte es por mi padre que he venido. ¿Está el señor Selby? ¿Puedo verle?

– Bueno, siento tener que decirle que no está, señorita. Está en el Muelle de las Indias Occidentales por negocios. Pero el señor Higgs sí que está; es el secretario de la empresa, señorita. Estará encantado de hablar con usted.

– Gracias. Será mejor que lo vea, entonces.

El conserje hizo sonar una campana y apareció un muchacho bajito, con un aspecto desaliñado, que parecía acumular toda la suciedad que flotaba en el aire de Cheapside. Su chaqueta estaba llena de agujeros, le colgaba el cuello de la camisa y tenía el cabello erizado como si hubiera sufrido una descarga eléctrica.

– ¿Qué quieres? -dijo el chico, cuyo nombre era Jim.

– Compórtate -dijo el conserje. Lleva a esta señorita a ver al señor Higgs, y rápido. Es la señorita Lockhart.

Los penetrantes ojos del chico la inspeccionaron durante un instante, y luego se volvió, amenazante, hacia el portero.

– Tienes mi revista -dijo-. He visto que la escondías cuando el viejo Higgsy ha entrado antes.

– Yo no -dijo el conserje, sin convicción. Muévete y haz lo que se te manda.

– Ya la conseguiré, ya -dijo el chico-. Tú espera; no te creas que me vas a robar lo que es mío. Venga, vámonos -añadió, dirigiéndose a Sally, y se adelantó a ella sin apenas esperarla.

– Tendrá que perdonarle, señorita Lockhart -dijo el conserje-. No lo cogimos lo suficientemente joven como para domarlo a ése.

– Da igual -dijo Sally-. Gracias. Miraré dentro y me despediré antes de irme.

El chico la estaba aguardando al pie de la escalera.

– ¿El jefe Lockhart era su viejo? -dijo mientras subían por la escalera.

– Sí -dijo intentando decir más, pero sin encontrar las palabras.

– Era un buen tipo.

Fue un gesto de simpatía, pensó, y se sintió agradecida.

– ¿Conoces a alguien que se llame Marchbanks? -dijo la chica-. ¿Hay alguien que trabaje aquí que se llame Marchbanks?

– No. Nunca he oído ese nombre.

– Y… has oído hablar alguna vez de… -Ya estaban cerca del final de la escalera y ella se detuvo para acabar la pregunta-: ¿Has oído hablar alguna vez de Las Siete Bendiciones?

– ¿Eh?

– Por favor -dijo la chica-. Es importante.

– No, pues no -dijo él-. Suena como a un pub o algo así, ¿no? ¿Qué es?

– Sólo es algo que he oído. No es nada. Olvídalo, por favor -dijo la chica, y acabó de subir las escaleras-. ¿Dónde puedo encontrar al señor Higgs?

– Aquí -dijo mientras llamaba a la puerta de una forma exagerada. Sin esperar respuesta, el chico abrió la puerta y anunció la visita-: Una señora le viene a ver. Se llama Señorita Lockhart.

Sally entró y la puerta se cerró tras de sí. En la habitación se respiraba un aire enrarecido por el humo de un buen puro, y una elegancia excesiva, cargante, por las lujosas butacas de piel, el mobiliario de caoba, los tinteros de plata, los cajones con tiradores dorados y los pisapapeles de cristal.

Un hombre gordo, bien cebado, estaba intentando enrollar, haciendo esfuerzos casi sobrehumanos, un enorme mapa colgado de la pared.

Le brillaba la calva, sus botas relucían, y también la cadena de oro del pesado reloj que colgaba sobre su barriga. Su cara brillaba por el sudor, roja de tantos años de buen vino y abundante comida.

Acabó de enrollar el mapa y alzó la mirada. Su expresión era solemne y piadosa.

– ¿La señorita Lockhart? ¿La hija del difunto Matthew Lockhart?

– Sí -dijo Sally.

Extendió sus manos.

– Mi querida señorita Lockhart -dijo-, sólo puedo decirle lo mucho, lo muchísimo que lo sentimos todos nosotros cuando nos enteramos de su triste pérdida. Era un buen hombre; un empresario generoso; un caballero cristiano; un soldado valiente…, un…, hum…, una enorme pérdida, una triste y trágica pérdida.

Sally inclinó la cabeza con un gesto de agradecimiento. -Es usted muy amable -dijo la chica-. Pero me gustaría saber si le podría preguntar algo.

– ¡Mi querida chica! -Se había transformado en un ser afectuoso y simpático. Le acercó una silla y puso su amplio trasero encarado hacia el fuego, sonriendo alegremente como si se conocieran de toda la vida-. ¡Haré por usted cualquier cosa que esté a mi alcance, se lo aseguro!

– Bueno, no es que quiera que haga algo, es más sencillo que eso… Sólo… Bueno, ¿alguna vez mi padre mencionó a un tal señor Marchbanks? ¿Conoce a alguien con ese nombre?

Higgs pareció pensarlo muy detenidamente. -Marchbanks -dijo-. Marchbanks… Hay un suministrador de material para barcos en Rotherhithe que se llama así; deletreado Mar-jo-ri-banks, ¿sabe? ¿Podría tratarse de ése? Aunque no recuerdo que su pobre padre hubiera tenido nunca tratos con él.

– Puede ser -dijo Sally-. ¿Sabe su dirección?

– En el Muelle de Tasmania, creo -dijo el señor Higgs.

– Gracias. Pero hay algo más. Quizá le parezca una tontería… No quisiera importunarle, de verdad, pero…

– ¡Mi querida señorita Lockhart! Todo lo que se pueda hacer, se hará. Sólo debe decirme cómo puedo ayudarla.

– Bueno, ¿alguna vez ha oído la frase «Las Siete Bendiciones»?

Entonces sucedió algo inesperado.

El señor Higgs era un hombre gordinflón, bien alimentado; pero quizá no fueron tanto las palabras de Sally como los años de oporto, los puros habanos y las suculentas comidas que los precedían, lo que provocó un colapso en su corazón.

Dio un paso hacia delante; su cara se puso cada vez más morada, sus manos agarraron su chaleco y se desplomó con gran estrépito sobre la alfombra turca. Uno de sus pies dio hasta cinco patadas, debido a los movimientos espasmódicos de su cuerpo; era horrible. Su ojo abierto estaba pegado a la pata de la silla, labrada en forma de garra, donde Sally estaba sentada.

Ella no se movió. Ni gritó ni tampoco se desmayó; lo único que hizo fue cogerse el dobladillo de su vestido, por donde rozaba con la bóveda brillante del cráneo de ese hombre, y respirar profundamente, varias veces, con los ojos cerrados. Su padre le había enseñado esta técnica para superar situaciones de pánico. Y había hecho bien, porque funcionaba.

Ya calmada, se levantó con mucho cuidado y se alejó del cuerpo. Se sentía muy aturdida, pero sus manos -se dio cuenta de ello- no le temblaban en absoluto. «Bien -pensó-. Cuando estoy asustada, puedo fiarme de mis manos.» Este descubrimiento la complació absurdamente; y entonces oyó que alguien vociferaba en el pasillo.

– Samuel Selby, agente marítimo. ¿Lo entiendes? -dijo la voz.

– ¿No tengo que poner Lockhart? -dijo otra voz tímidamente.

– El señor Lockhart ya no existe. El señor Lockhart descansa a casi doscientos metros de profundidad bajo el agua en los mares del sur de China, maldito sea. Quiero decir que su alma descanse en paz. Dale una buena capa de pintura encima, ¿me oyes? ¡Tápalo con pintura! Y no me gusta el verde. Yo prefiero un color vistoso, bonito y alegre, con líneas onduladas alrededor. Con estilo, ¿me entiendes?

– Sí, señor Selby -fue la respuesta.

Se abrió la puerta, y el propietario de la primera voz entró. Era un hombre achaparrado, con un tupé que parecía paja, por el color del pelo, y unas patillas pelirrojas que desentonaban desagradablemente con el color subido de sus pómulos. Miró a su alrededor y no vio el cuerpo del señor Higgs, que estaba oculto tras el ancho escritorio de caoba. En cambio, clavó sus ojillos feroces en Sally.

– ¿Quién eres tú? -le pidió-. ¿Quién te ha dejado entrar?

– El conserje -respondió la chica.

– ¿Cómo te llamas? ¿Qué quieres?

– Soy Sally Lockhart. Pero. Pero…

– ¿Lockhart?

El profirió un silbido casi inaudible.

– Señor Selby, yo…

– ¿Dónde está Higgs? Él te podrá atender.

– Señor Selby…, está muerto…

El hombre se quedó mudo y miró hacia donde la chica estaba señalando. Entonces rodeó el escritorio.

– ¿Qué ha pasado? ¿Cuándo ha sucedido?

– Hace un momento. Estábamos hablando y de repente… se desplomó. Quizá su corazón…, señor Selby.

– Oh, vaya. ¡Será idiota! No tú: él. ¿Por qué no ha tenido ni la decencia de morir en su propio despacho? Supongo que está muerto. ¿Lo has comprobado?

– No creo que aún esté vivo.

Selby arrastró el cuerpo hacia un lado y escrutó los ojos del muerto, que estaba mirando fijamente hacia el techo de un modo ciertamente desagradable. Sally no dijo nada.

– Más muerto que una momia -dijo Selby-. Ahora supongo que debemos llamar a la policía. Maldita sea. ¿Qué hacías tú aquí, de todas formas? Han empaquetado todas las cosas de tu padre y se las han enviado al abogado. Aquí no hay nada para ti.

Sally intuyó que debía ir con cuidado. Sacó un pañuelo y se enjugó ligeramente los ojos.

– Yo… Yo sólo quería ver el despacho de mi padre -dijo la chica.

Selby gruñó, mostrando desconfianza, abrió la puerta y llamó a gritos al conserje, escaleras abajo, para que avisase a la policía.

Un administrativo pasó por delante de la puerta, que estaba abierta, cargado hasta las cejas de libros de contabilidad y miró hacia dentro, estirando el cuello como si fuera una grúa. Sally se levantó.

– ¿Puedo irme ya?

– Será mejor que no -dijo Selby-. Eres un testigo presencial, deberías saberlo. Tendrás que dejar tu nombre y dirección, y te llamarán en su momento para interrogarte. Pero… ¿y tú por qué querías ver el despacho de tu padre?

Sally inspiró profundamente por la nariz y se tocó suavemente pero de forma exagerada los ojos. Se preguntaba si podría intentar producir algún sollozo. Quería irse y pensar; y estaba empezando a tener miedo de la curiosidad de ese pequeño hombre violento. Si el hecho de mencionar Las Siete Bendiciones realmente había matado al señor Higgs, no quería de ningún modo arriesgarse a experimentar cuál sería la reacción de Selby.

Pero ponerse a llorar era una buena idea. Selby no era lo suficientemente sutil para sospechar que se trataba de una treta y, con un cierto aire de repugnancia, le indicó con la mano que saliera.

– Oh, ve y siéntate en la conserjería -dijo él con impaciencia-. La poli querrá hablar contigo, pero no hay razón para que te quedes aquí lloriqueando. Anda, ve abajo.

Se fue. En el rellano se habían congregado dos o tres empleados y la miraron fijamente con curiosidad.

En la conserjería encontró al chico de los recados, reclamando su Penny Dreadful desde detrás del buzón.

– Tú tranquila -dijo-. No te delataré. He oído que has matado a Higgsy, pero no se lo voy a decir a nadie.

– ¡Yo no lo hice! -dijo la chica.

– Pues claro que lo hiciste. Estaba al otro lado de la puerta.

– ¡Estabas escuchando! Eso es horrible.

– No quise hacerlo. Me sentí cansado de golpe, y claro, me apoyé en la puerta y, no sé cómo, las palabras parecía que me entraban por las orejas -dijo con una sonrisa burlona-.

Murió de terror, Higgsy. Muerto de miedo. No sé que deben de ser Las Siete Bendiciones, pero él sabía muy bien de qué se trataba. Será mejor que pienses bien a quién preguntas sobre eso.

Sally se sentó en la silla del conserje.

– Ya no sé qué hacer -dijo la chica.

– ¿Hacer sobre qué?

Ella miró los ojos brillantes y la cara decidida del chico, y decidió confiar en él.

– Es esto -dijo la chica-. Me ha llegado esta mañana. -Abrió su bolso y sacó una carta arrugada-. Me la han enviado desde Singapur. Ese fue el último lugar donde estuvo mi padre, antes de que el barco se hundiera… Pero no es su letra. No sé de quién es.

Jim la abrió. La carta decía:

SALI TEN CUIDADO CON LAS SIETE BENDICIONES

MARCHBANKS TE AYUDARA

CHATTUM

CUIDADO CARIÑO

– ¡Caray! -dijo el chico-. Te diré lo que pasa: sea quién sea, no sabe escribir.

– Te refieres a mi nombre, ¿no?

– ¿Cómo te llamas?

– Sally.

– No. Me refiero a esto. -Le señaló la palabra CHATTUM.

– ¿Qué puede ser? ¿Lo sabes?

– Pues claro. C-H-A-T-H-A-M, Chatham, en Kent.

– Es posible.

– Y ese Marchbanks vive allí. ¿Qué te apuestas? Por eso lo pone en la nota. Oye -dijo él, viendo cómo Sally miraba hacia arriba-, no tienes que preocuparte por Higgsy, porque, si no hubieras sido tú, seguramente otra persona se lo hubiese dicho algún día. Era culpable de algo. ¡Ya lo creo! Y Selby también. No le has dicho nada, ¿verdad? Ella negó con la cabeza.

– Sólo te lo he dicho a ti. Pero no sé ni cómo te llamas.

– Jim Taylor. Y si quieres encontrarme, estoy en el 13 de Fortune Buildings, Clerkenwell. Te ayudaré.

– ¿De verdad lo harás?

– ¡Ya lo creo!

– Bueno, si… Si te enteras de algo, escríbeme a la atención del señor Temple, de Lincoln's Inn.

Se abrió la puerta y el conserje entró.

– ¿Está bien, señorita? -preguntó-. ¡Qué terrible suceso! ¿Otra vez tú? -le dijo a Jim-. Deja de merodear por aquí. La poli ha pedido un médico para certificar la muerte. Venga, lárgate y encuentra a un médico.

Jim guiñó el ojo a Sally y se fue. El conserje se acercó directamente al buzón y se puso a maldecir al no encontrar nada debajo.

– Será sinvergüenza el chaval -murmuró-. Me lo tenía que haber imaginado. ¿Desea una taza de té, señorita? No creo que el señor Selby haya pensado en eso, ¿verdad?

– No, gracias. Debo marcharme. Mi tía debe de estar ya un poco preocupada… ¿Quería verme el agente de policía?

– Creo que vendrá dentro de poco. Bajará cuando la necesite. ¿Qué…, hum…, cómo pasó lo del señor Higgs?

– Estábamos hablando sobre mi padre -dijo Sally- y de repente…

– Tenía el corazón débil -dijo el conserje-. A mi hermano le pasó lo mismo en las últimas Navidades. Después de una copiosa cena encendió un puro y luego perdió el sentido, y su cara acabó dentro del bol de frutos secos. Oh, vaya, le ruego que me disculpe, señorita. No pretendía molestarla con mis historias.

Sally le disculpó negando con la cabeza. Justo entonces llegó el policía, anotó el nombre y la dirección de la chica y se fue. Sally permaneció un minuto o quizá dos con el viejo conserje, aunque, recordando la advertencia de Jim, no le comentó nada sobre la carta de las Indias Orientales. Y fue una pena, porque él le hubiese podido decir algo.

Sally no tenía ninguna intención de matar a nadie, a pesar de llevar un arma en su bolso. La causa real de la muerte de Higgs, la carta, había llegado aquella misma mañana, enviada por el abogado a la casa de Peveril Square, Islington, donde Sally vivía. La casa pertenecía a un pariente lejano de su padre, una viuda severa, la señora Rees; Sally se alojaba allí desde el mes de agosto y no se sentía precisamente muy feliz. Pero no tenía otra opción. La señora Rees era el único familiar vivo que tenía.

Su padre había muerto hacía tres meses, al hundirse la goleta Lavinia en los mares del sur de China. Su objetivo era investigar algunas extrañas anomalías detectadas en los informes de los agentes de la compañía en el Extremo Oriente…, algo que debía ser investigado sin demora y que no se podía llevar a cabo desde Londres. Antes de partir, su padre ya le había advertido que podía ser peligroso.

– Quiero hablar con nuestro responsable en Singapur -había dicho él-. Es un holandés llamado Van Eeden. Sé que es de confianza. Si por casualidad no regreso, él te explicará el porqué.

– ¿No podrías enviar a otra persona?

– No. Es mi empresa y debo ir yo mismo.

– Pero padre, ¡tienes que volver!

– Por supuesto que volveré. Pero debes estar preparada para… para cualquier cosa. Eres una chica valiente. Ten la pistola a punto, mi niña, y piensa en tu madre…

La madre de Sally había muerto durante el Motín de la India, quince años atrás. Una bala que provenía del rifle de un cipayo atravesó su corazón al mismo tiempo que ella le disparaba con una pistola y le mataba. Sally sólo tenía algunos meses, y era su único hijo. Su madre había sido una mujer joven, romántica, luchadora y salvaje, que cabalgaba como un cosaco, disparaba como un campeón de tiro y fumaba (para escándalo y fascinación del regimiento) pequeños puros negros con una boquilla de marfil. Era zurda, y por esa razón empuñaba la pistola con la mano izquierda, y también por eso estrechaba a Sally con la derecha, y eso explica que la bala penetrara en su corazón sin alcanzar al bebé; aunque le rozó el bracito y le dejó una cicatriz. Sally no podía recordar a su madre, pero la quería; desde entonces había sido educada por su padre, de forma extraña, según los entrometidos. Un tiempo después, el capitán Matthew Lockhart dejó la Armada para iniciar la carrera de agente marítimo, lo que resultó ciertamente extraño. Lockhart se dedicaba a enseñar él mismo a su hija por las noches y le daba total libertad durante el día. Como resultado, sus conocimientos sobre literatura inglesa, francés, historia, arte y música eran nulos, pero en cambio tenía sólidos conocimientos de estrategia militar y de contabilidad, estaba familiarizada con el mundo de la Bolsa y dominaba una de las lenguas que se hablan en la India, el indostaní. Además, sabía montar a caballo perfectamente (aunque a su pony no le gustaría eso de trotar como un cosaco), y al cumplir catorce años su padre le había regalado una pequeña pistola belga, que llevaba a todas partes, y le había enseñado a disparar. Ahora era casi tan buena disparando como su madre. Sally era una chica solitaria, pero completamente feliz; la única mancha de su niñez fue la Pesadilla.

La asaltaba una o dos veces al año. Se asfixiaba por un calor insoportable -en medio de una intensa obscuridad- y en alguna parte, muy cerca, oía gritar a un hombre que sufría una agonía terrible. Después, liberada de la obscuridad, aparecía una luz temblorosa, algo parecido a una vela que alguien llevaba en la mano, alguien que se acercaba a ella apresuradamente, y entonces otra voz gritaba: «¡Mira! ¡Mírale! Dios mío…, mira». Pero ella no quería mirar. Era la última cosa en el mundo que quería hacer, y justo en ese instante era cuando se despertaba, bañada en sudor, sofocada y sollozando de miedo. Su padre acudía rápidamente, la calmaba y luego ella se dormía otra vez; pero necesitaba más o menos un día para superarlo.

Entonces llegó lo del viaje de su padre, y esas semanas en las que estuvieron tan alejados y, finalmente, el telegrama anunciando su muerte. El abogado de su padre, el señor Temple, se había encargado del asunto inmediatamente. La casa en Norwood se cerró, los criados recibieron las pagas que les correspondían y fueron despedidos, el pony se vendió. Al parecer había algunas irregularidades en el testamento de su padre o en el fideicomiso que él había dispuesto y, en consecuencia, Sally iba a obtener mucho menos dinero de lo que nadie hubiera pensado. Fue encomendada a la prima segunda de su padre, la señora Rees, y allí había vivido hasta esa misma mañana, justamente cuando recibió la carta.

Sally pensó, antes de leerla, que la debía de haber enviado el agente holandés, el señor Van Eeden. Pero el papel estaba rasgado, y la redacción era torpe e infantil; ¡un hombre de negocios europeo no podía escribir así! Además, no estaba firmada. Después se había acercado a la oficina de su padre con la esperanza de que alguien supiera lo que significaba.

Y había encontrado a alguien que lo sabía.

Volvió a Peveril Square (ella nunca pensó que fuera su casa) en el autobús de tres peniques y se preparó para enfrentarse con la señora Rees.

No le habían dado la llave de casa. Ésa era una de las formas que tenía la señora Rees de hacer que se sintiera una extraña: tenía que llamar al timbre cada vez que quería entrar, y la sirvienta que le abría la puerta siempre tenía aquel ademán de haber sido interrumpida de alguna tarea más importante.

– La señora Rees está en el salón, señorita -le dijo recatadamente-. Dice que la vaya a ver tan pronto como llegue.

Sally encontró a la mujer sentada delante de un fuego casi extinto, leyendo un tomo de sermones de su difunto esposo. No levantó la mirada cuando Sally entró, y la chica, de pie, miró detenidamente su cabello pelirrojo, desteñido, y su piel blanda y blanca como la de un muerto. La odiaba.

La señora Rees aún no había alcanzado la cincuentena, pero pronto había descubierto que el papel de vieja tirana le iba de perilla y representaba ese papel a la perfección. Se comportaba como si fuera una frágil señora de setenta años; nunca en toda su vida había movido un dedo ni había tenido el menor gesto de amabilidad con los demás, y si había aceptado la presencia de Sally era únicamente porque eso le daba la posibilidad de dominarla.

Sally se acercó al fuego y esperó, y finalmente habló:

– Perdone por haber llegado tarde, señora Rees, pero yo…

– Oh, llámame tía Caroline, tía Caroline -dijo la mujer, con rabia contenida-. He sido informada por mi abogado de que soy tu tía. No lo esperaba; ni tampoco lo había pedido; pero no renegaré de ello.

Su voz sonaba desafinada, y hablaba tan lentamente…

– La sirvienta me ha dicho que deseaba verme, tía Caroline.

– He estado pensando mucho sobre tu futuro, y la verdad es que no he llegado muy lejos. Me parece que tienes la intención de permanecer bajo mi tutela para siempre, ¿no es verdad? ¿O quizá cinco años serán suficientes, o diez? Sólo intento dejar las cosas bien claras. Es evidente que no tienes porvenir, Verónica. Me pregunto si lo has pensado alguna vez. ¿Qué sabes hacer?

Sally odiaba el nombre de Verónica, pero la señora Rees consideraba que Sally era nombre de criada y se negaba a usarlo. En ese instante se quedó muda, incapaz de hallar una respuesta educada, y vio que sus manos empezaban a temblar.

– La señorita Lockhart se está esforzando en comunicarse conmigo por telepatía, Ellen -dijo la señora Rees a la sirvienta, que permanecía de pie en la puerta, sumisa, con las manos entrelazadas y los ojos muy abiertos, dejando entrever su inocencia-. Supongo que debo entenderla sin la intervención del lenguaje. Mi educación, desgraciadamente, no me preparó para esta tarea; en mi época, utilizábamos las palabras con bastante frecuencia. Hablábamos cuando se nos hablaba, por ejemplo.

– Me temo que no sé hacer… nada, tía Caroline -dijo Sally en voz baja.

– ¿Insinúas que no tienes ninguna preparación? ¿O es que la modestia simplemente es una cualidad más de las muchas que reúnes? No puedo creer que un caballero de la talla de tu difunto padre te haya dejado tan poco preparada para la vida… ¿De veras no tienes ninguna formación?

Sally movió la cabeza en señal de impotencia. La muerte de Higgs, y ahora esto…

– ¡Vaya! -dijo la señora Rees, radiante por la humillación que le infligía-. Ya veo que incluso el modesto objetivo de institutriz no es válido para ti. Tendremos que pensar en algo aún más modesto. Posiblemente alguna de mis amigas (la señorita Tullett, quizá, o la señora Ringwood) podría, por caridad, encontrar a alguna señora que necesite una dama de compañía. Lo consultaré. Ellen, ya puedes traer el té, por favor.

La sirvienta hizo una reverencia y se retiró. Sally se sentó, apesadumbrada, dispuesta a aguantar otra noche de sarcasmo e insinuaciones, sabiendo que ahí fuera la esperaban peligros y misterios por resolver.