124210.fb2 La espada del Lictor - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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VII — Atracciones

Casi me ahogué en el placer que ella me dio, pues aunque no la amaba como una vez había amado a Thecla, ni como aun entonces amaba a Dorcas, y no era bella como en un tiempo lo había sido jolenta, sentía por ella una ternura nacida sólo en parte del vino inquieto, y se parecía a la mujer que yo había soñado en la Torre Matachina cuando era un niño andrajoso, antes de haber visto nunca el rostro acorazonado de Thea al borde de la tumba abierta; y sabía de las artes del amor mucho más que cualquiera de las tres.

Cuando nos levantamos fuimos a lavarnos a una pila de plata con agua corriente. Allí había dos mujeres que habían sido amantes como nosotros, y nos miraron y se rieron; pero al comprender que no porque fuesen mujeres iba yo a perdonarlas, huyeron chillando.

Luego nos limpiamos mutuamente. Sé que Cyriaca creía que iba a dejarla en ese momento, como yo creía que ella iba a dejarme a mí; pero en vez de separarnos (lo que tal vez habría sido lo mejor) salimos al pequeño jardín silencioso, que estaba lleno de noche, y nos quedamos allí junto a una fuente solitaria.

Ella me tomó la mano y yo tomé la suya, como hacen los niños.

—¿Has estado alguna vez en la Casa Absoluta?—preguntó. Miraba nuestros reflejos en el agua embebida de luna, y hablaba en voz tan baja que yo apenas podía oírla.

Le dije que sí, y ella me apretó más la mano. —¿Visitaste la Fuente de las Orquídeas? Sacudí la cabeza.

—Yo también he estado en la Casa Absoluta, pero nunca he visto la Fuente. Se dice que cuando el autarca tiene una consorte —lo que no ocurre con el nuestro—, ella se establece allí, en el lugar más hermoso del mundo. Aún ahora, sólo a los más bellos se permite entrar en ese rincón. Cuando yo estuve nos hospedamos, mi señor y yo, en cierta pequeña habitación apropiada a nuestro rango armigéreo. Una noche que mi señor se había ido y yo no sabía adónde, salí al corredor, y estaba allí mirando a un lado y otro cuando pasó un alto funcionario de la corte. Yo no sabía quién era ni qué cargo tenía, pero le pregunté si podía ir a la Fuente de las Orquídeas.

Calló un momento. Por el lapso de tres o cuatro respiraciones no hubo otro sonido que la música de los pabellones y el tintineo de la fuente.

—Y él se detuvo y me miró, creo que un poco sorprendido. No puedes imaginarte lo que es ser una pequeña armigesa del norte, en un traje cosido por sus criadas, y que te mire alguien que se ha pasado la vida entre los exultantes de la Casa Absoluta. Entonces él sonrió.

Ahora me aferraba la mano con mucha fuerza. —Y me lo dijo. Siga por tal y tal corredor y doble en tal estatua, suba cierta escalera y tome el sendero de marfil. ¡Ah, Severian, mi amante!

Tenía la cara radiante como la misma luna. Comprendí que lo que me había descrito era el momento culminante de su vida, y que en parte, y acaso en gran medida, ahora atesoraba el amor que yo le había dado porque le había recordado ese momento, aquel en que su belleza, ponderada por alguien que ella creía apto para regirla, no había sido juzgada deficiente. La razón me decía que debía ofenderme, pero no pude encontrar en mi interior resentimiento alguno.

—Se alejó, y yo empecé a andar por donde me había dicho: una docena de zancadas, quizá dos. Luego me encontré con mi señor, y me ordenó que volviese a nuestra habitación.

—Comprendo —dije, y cambié la espada de lugar. —Creo que sí. ¿Está mal entonces que lo traicione así? ¿Tú qué piensas?

—Yo no soy magistrado.

—Todo el mundo me juzga…, todas mis amigas…, mis amantes, de los cuales no eres el primero ni el último; hasta esas mujeres de hace un rato, en el caldarium.

—A nosotros nos instruyen desde niños no para juzgar, sino para ejecutar las sentencias dictadas por los tribunales de la Mancomunidad. No os juzgaré, ni a ti ni a él.

—Yo juzgo —dijo ella, y volvió la cara hacia la brillante, dura luz de las estrellas. Por primera vez desde que la había divisado a través de la atestada sala de baile, entendí cómo había podido tomarla por una monja de la orden cuyo hábito llevaba—. O al menos me digo que juzgo. Y me encuentro culpable, pero no puedo parar. Creo que atraigo a hombres como tú. ¿A ti te atraje? Sé que había allí mujeres más bonitas de lo que soy yo ahora.

—No estoy seguro —dije—. Mientras veníamos a Thrax…

—Tú también tienes una historia, ¿no? Cuéntame, Severian. Yo ya te he contado casi lo único interesante que me sucedió nunca.

—En el camino hacia aquí nos cruzamos (otra vez te explicaré con quién estaba viajando) con una bruja y su fámula y su cliente, que habían ido a cierto lugar a reanimar el cuerpo de un hombre muerto mucho tiempo atrás.

—¿De veras? —Los ojos de Cyriaca chispearon.

¡Qué fantástico! He oído hablar de esas cosas pero nunca las he visto. Cuéntamelo todo, aunque asegúrate de decir la verdad.

—En realidad no hay mucho que contar. Nuestro camino pasaba por una ciudad abandonada, y al ver una fogata nos acercamos porque con nosotros iba una enferma. Cuando la bruja trajo de vuelta al hombre que había ido a revivir, al principio pensé que estaba restaurando la ciudad entera. Sólo unos días más tarde comprendí…

Me di cuenta de que no podía decir qué era lo que había comprendido; que de hecho estaba en un nivel de sentido superior al del lenguaje, un nivel que preferimos creer que apenas existe, aunque sin esa constante disciplina que hemos aprendido a ejercer sobre nuestros pensamientos, éstos siempre estarían trepando a él de manera inconsciente. — Continúa.

—Realmente no comprendí, claro. Todavía lo pienso, y sigo sin comprender. Pero sé que de algún modo lo estaba resucitando, y que él estaba resucitando la ciudad de piedra, como un marco para sí mismo. A veces se me ocurre que quizá la ciudad nunca haya tenido realidad independiente de él, de modo que cuando cabalgábamos por sus calzadas y los escombros de sus paredes, en realidad avanzábamos entre los huesos de él.

—¿Y volvió en sí? —preguntó ella—. ¡Cuéntame! —Sí, regresó. Y luego el cliente se murió, y también la mujer enferma que había llegado con nosotros. Yapu-Punchau, así se llamaba el muerto, volvió a expirar. Las brujas escaparon corriendo, creo, aunque quizá volaran. Pero lo que quería decir es que al día siguiente nosotros seguimos a pie, y pasamos la noche en la choza de unos pobres. Y esa noche, mientras la mujer que viajaba conmigo dormía, yo hablé con el hombre de la familia, que al parecer sabía mucho sobre la ciudad de piedra, aunque ignoraba el nombre original. Y también hablé con la madre de él, que creo que sabía algo más, aunque no quiso contarme tanto. —Vacilé, pues me resultaba difícil hablar de semejantes cosas con una mujer. Al principio supuse que los ancestros de ellos podrían haber nacido en la ciudad, pero me dijeron que la habían destruido mucho antes de que llegara la raza. A pesar de todo, sabían muchas historias, porque el hombre había buscado tesoros en ella desde niño, aunque nunca había encontrado nada, dijo, salvo piedras rotas y vasijas rotas, y las huellas de buscadores que habían estado allí mucho antes que él.

»“En tiempos antiguos”, me dijo la madre, “se creía que era posible atraer el oro enterrado poniendo unas monedas tuyas en el suelo y usando algún embrujo. Muchos lo hicieron, y olvidaron el lugar, o no pudieron recoger nunca más sus monedas. Eso es lo que encuentra mi hijo. Ése es el pan que comemos.”

Recordé a la mujer tal como había sido aquella noche, vieja y encorvada mientras se calentaba las manos en un pequeño fuego de turba. Tal vez se pareciera a una de las niñeras de Thecla, pues algo en ella puso a Thecla más cerca de la superficie de mi mente de lo que había estado desde que me encarcelaron con Jonas en la Casa Absoluta, de modo que una o dos veces, reparando en mis manos, me había asombrado del grosor de los dedos, de su color marrón, y de verlas desnudas de anillos.

—Sigue, Severian —volvió a decir Cyriaca.

—Luego la anciana me dijo que en la ciudad de piedra había algo que verdaderamente atraía a quienes eran como ella. «Habrá oído usted historias de nigromantes», dijo, «que pescan los espíritus de los muertos. ¿Sabe dónde se encuentran los vitomantes de los muertos, los que llaman a quienes pueden revivirlos? En la ciudad de piedra hay uno, y una o dos veces cada saros alguno de los que él ha llamado viene a cenar con nosotros.» Y luego le dijo a su hijo: «Tú tienes que acordarte de ese hombre silencioso que dormía al lado de esta maza. Eras una criatura, pero creo que tienes que acordarte. Hasta el momento fue el último». Entonces supe que yo también había sido atraído por el vitomante Apu-Punchau, aunque no había sentido nada.

Cyriaca me miró de reojo.

—Entonces, ¿estoy muerta? ¿Es eso lo que quieres decir? Me dijiste que había una bruja que era nigromante, y que tropezaste con su fuego. Yo creo que la bruja de que hablas era un brujo, tú, y no cabe duda de que la enferma que mencionaste era tu cliente, y la mujer, tu sirvienta.

—Eso es porque he omitido contarte las partes de la historia que tienen alguna importancia —dije.

Me habría reído si hubieran pensado que yo era brujo; pero la Garra volvió a oprimirme el esternón, diciéndome que gracias a su poder robado yo era por cierto un brujo en todo salvo en saber; y comprendí entonces —en el mismo sentido en que había «comprendido» antes— que aunque Apu-Punchau la había tenido en su mano, no había podido (¿o no había querido?) arrebatármela.

—Lo más importante —continué— es que cuando el aparecido se desvaneció, detrás de él quedó en el barro una capa escarlata de Peregrina como la que tú llevas ahora. La tengo en mi alforja. ¿Se interesan las Peregrinas por la nigromancia?

Nunca llegué a oír la respuesta, porque en el mismo momento en que hablaba la alta figura del arconte se acercó por el sendero angosto que llevaba hasta la fuente. Iba enmascarado, y disfrazado de canedro, de modo que viéndolo a plena luz no lo habría reconocido; pero la penumbra del jardín lo despojaba de su disfraz con tanta eficacia como un par de manos humanas, y por eso me bastó divisar la altura de su mole, y su paso, para reconocerlo en seguida.

—Vaya dijo—. La ha encontrado. Tendría que haberlo previsto.

—Lo mismo pensé yo —le dije—, pero no estaba seguro.