124201.fb2 La ciudad y las estrellas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

La ciudad y las estrellas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

Alvin dejó de preguntarse cuál de aquellas silenciosas estructuras blancas era el Computador Central. Tuvo la certeza que era la suma de todo aquello y que se extendía, además, mucho más allá de aquel recinto enorme, incluyendo también en su ser a todas las otras incontables máquinas existentes en Diaspar, tanto si eran móviles o estáticas. Por lo mismo que su propio cerebro era la suma de miles de millones de células independientes, dispuestas en un pequeño volumen de unas cuantas pulgadas de extensión, así los elementos físicos del Computador Central se hallaban esparcidos a través y por toda la anchura y largura de toda Diaspar. Aquella cámara podría sólo mantener el sistema de conexiones mediante el cual aquellas dispersas unidades se mantenían en contacto unas con otras.

Incierto respecto a dónde dirigirse primero, Alvin miró fijamente las grandes rampas en declive y al gigantesco espacio circular que se extendía a sus pies. El Computador Central tenía que saber que estaba allí, por la misma razón que sabía todo lo que ocurría en Diaspar en todos sus detalles y aspectos. Sólo tenía que esperar recibir instrucciones.

La ahora ya familiar y con todo, aún temible voz, habló tan suavemente y tan próxima a él que llegó a suponer que ni su propia escolta pudiese oiría.

— Baja por la rampa de la izquierda — le dijo —. Te dirigiré desde allí.

Descendió lentamente la rampa señalada, con el robot flotando por encima de él. No le siguieron ni Jeserac ni los agentes de custodia. Alvin imaginó si no habrían recibido instrucciones a su vez en tal sentido, o si por el contrario, hubiesen decidido espontáneamente permanecer allí para observar lo que ocurriese desde aquel punto ventajoso, sin la molestia de tan largo descenso. O tal vez, se habían aproximado tanto a aquella especie de santuario de Diaspar, que tuviesen miedo de seguirle…

Al pie de la rampa, la voz calmosa del Computador Central volvió a dar nuevas instrucciones a Alvin y siguió caminando entre una avenida de formas titánicas sumidas en un eterno sueño. Por tres veces volvió aquella voz a hablarle, hasta que llegó el momento en que comprobó que había llegado al sitio señalado.

La máquina que tenía ante él, era más pequeña que muchas de sus compañeras, aunque se sintió como un enano en su presencia. Las cinco hileras transversales en que estaba dispuesta, daban en cierto modo la impresión de una bestia acurrucada, y mirándola y después al robot de Alvin, éste encontró difícil de creer que ambos productos fuesen resultado de la misma evolución, y ambos descritos por el mismo nombre.

A unos tres pies del suelo, un amplio panel transparente corría a todo lo largo de la estructura. Alvin apoyó la frente contra la suave y curiosamente tibia constitución de aquel material, y escudriñó con toda atención en el interior de la máquina. Al principio no distinguió nada; pero algo más tarde, una vez que sus ojos se acostumbraron y escudándoselos con las manos, pudo distinguir unos leves puntos de luz por millares y millares suspendidos en la nada. Estaban alineados unos tras otros en un enrejado como una especie de celosía tridimensional, tan extraño para él como lo habían sido las estrellas para el hombre de la antigüedad. Aunque estuvo observando durante unos cuantos minutos, con un completo olvido del paso del tiempo, aquellas luces coloreadas nunca cambiaban de lugar, no variando tampoco su intensidad luminosa y su multiforme coloración.

De haber podido mirar en el interior de su propio cerebro, pensó Alvin, el resultado habría sido idéntico. La máquina parecía inerte e inmóvil, ya que le resultaba imposible ver sus pensamientos. Por primera vez, comenzó a tener una sombra de entendimiento de los poderes y fuerzas que sostenían a la ciudad. Toda su vida había aceptado, sin discusión alguna, el milagro de los sintetizadores, que edad tras edad, habían provisto de cuanto hubiera sido necesario para la fácil y cómoda vida de Diaspar. Millares de veces había visto aquel acto de creación, recordando rara vez que en alguna parte debería existir el prototipo de lo que había visto cobrar la realidad del mundo visible.

Lo mismo que una mente humana puede retener durante un cierto tiempo un simple pensamiento, así aquel cerebro infinitamente más poderoso, suma a su vez de muchos otros maravillosos cerebros, que eran los componentes del Computador Central podían retener y captar para siempre las ideas más intrincadas. Los modelos y pautas de todas las cosas creadas se hallaban congeladas en aquellas mentes eternas, no precisando más que el toque de una voluntad humana para convertirlas en realidad.

El mundo había adelantado mucho, desde que hora tras hora, el primer hombre de las cavernas había afilado pacientemente sus cabezas de flechas y sus cuchillos contra el duro pedernal…

Alvin esperó, sin preocuparse de hablar nada, hasta u e recibiese un ulterior signo de reconocimiento. Hubiera deseado saber de qué forma el Computador Central se hallaría advertido de su presencia, pudiendo verle y oír su voz. En ninguna parte se advertían signos de órganos sensoriales, ninguna de las rejillas o pantallas, u ojos de cristal estaban desprovistos de toda emoción a través de los cuales los robots tenían normalmente conocimiento del mundo que les rodeaba.

— Cuenta tu problema — dijo la quieta voz que sonó en su oído. Resultaba increíble que tan gigantesca maquinaria pudiera producir un lenguaje tan perfecto y con un tono tan sensible y delicado. Después, Alvin comprobó que estaba halagándose a sí mismo, puesto que quizás ni una millonésima parte del cerebro del Computador Central se hallaba ocupado en su asunto particular. Él constituía pura y llanamente uno de los innumerables incidentes que reclamaban su atención simultánea por toda la ciudad de Diaspar.

Resulta difícil hablar a una presencia que llena por completo la totalidad del espacio que envuelve a una persona. Las palabras de Alvin parecieron morir en el vacío tan pronto como eran pronunciadas.

— ¿Quién soy yo? — preguntó.

Si hubiera hecho tal pregunta a una de las máquinas de información diseminadas por toda la ciudad, Alvin sabía de antemano la respuesta adecuada que hubiese recibido. Lo había hecho con frecuencia y la respuesta era invariablemente: «Eres un hombre». Pero ahora estaba encarándose con una inteligencia de otro orden muy diferente, y no era preciso emplear agudezas semánticas. El Computador Central, sabía lo que él quería decir; pero no suponía en sí que tuviera que responderle. Pero la respuesta fue justamente la que Alvin se había temido.

— No puedo responder a esa pregunta. Hacerlo, sería como revelar el propósito de los que me construyeron, y en consecuencia, anularlo.

— Entonces… el papel que yo juego en la vida fue planeado cuando se construyó la ciudad, ¿no es cierto?

— Eso mismo puede decirse de todos los hombres.

Aquella respuesta evasiva hizo que Alvin reflexionara. Era cierto, todos los habitantes de Diaspar habían sido diseñados tan cuidadosamente como las máquinas. El hecho de que fuese un Único, daba a Alvin una cierta rareza; pero no necesariamente una virtud especial.

Alvin sabía que no podría saber nada más allí con respecto al misterio de su origen. Resultaba inútil intentar emplear trucos con aquella vasta inteligencia o esperar que dejase escapar alguna información que hubiese sido ordenada mantener en secreto por el gran cerebro del Computador Central. El joven no se sintió realmente decepcionado, sintió que ya había comenzado a otear la verdad desde lejos, y en todo caso, aquélla no era la causa fundamental de su visita.

Miró al robot que había traído y pensó en la forma de dar el siguiente paso. Podría reaccionar violentamente, de conocer lo que estaba planeando, por lo que resultaba esencial que no pudiese oír lo que intentaba decir al Computador Central.

— ¿Puedes disponer de una zona de silencio? — preguntó.

Instantáneamente, sintió la inequívoca formación de una zona muerta, impenetrable, totalmente aislada de todo sonido, que se producía al crear aquella zona de aislamiento. La voz del Computador, ahora curiosamente enérgica y siniestra en cierto modo, le habló de nuevo.

— Nadie puede oírnos ahora. Di cuanto tengas que decir.

Alvin miró de reojo al robot, que no se había movido de su posición. Tal vez no sospechase nada y hubiera estado completamente equivocado al suponer que pudiese hacer planes por su propia cuenta. Podría muy bien haberle seguido a Diaspar como un sirviente confiado y leal, en cuyo caso lo que estaba planeando entonces no tenía por qué ocultarlo.

— Tienes que haber oído de la forma en que este robot — comenzó a decir Alvin —. Debe poseer conocimientos del pasado que no tienen precio, ya que proceden de los días en que nuestra ciudad aún no existía como ahora la conocemos. Puede incluso estar en condiciones de decirnos cosas respecto a otros mundos diferentes de la Tierra, ya que siguió al Maestro en sus viajes. Desgraciadamente, sus circuitos de lenguaje se hallan bloqueados totalmente. Ignoro de qué forma tan efectiva puedan estarlo; pero solicito de ti que los suprimas.

Su voz sonaba a hueco en aquella zona de silencio que absorbía cada palabra antes de que pudiese formar un eco. Esperó dentro de aquel vacío falto de reverberaciones, ya que su solicitud tenía que ser obedecida o rehusada.

— Tu orden implica dos problemas — replicó el Computador —. Uno es moral y el otro de orden técnico. Ese robot fue diseñado para obedecer las órdenes de cierto hombre. ¿Qué derecho tengo yo a contrarrestarías, aunque pudiera?

Era una pregunta a la que Alvin se había anticipado y para la que había preparado varias respuestas.

— No sabemos qué forma exacta tuvo la prohibición del Maestro — replicó. Si puedes hablar con el robot, podrías con toda seguridad persuadirle, de que las circunstancias en las que ese bloqueo fue impuesto, han cambiado.

Aquél era, evidentemente, el paso siguiente hacia su — objetivo. Alvin lo había intentado sin éxito; pero esperó —que el Computador Central, con sus recursos mentales — infinitamente más grandes, pudiese llevar a cabo lo que él había fallado en realizar.

— Eso depende completamente de la naturaleza de ese — bloqueo — fue la respuesta que le llegó a Alvin —. Es posible disponer un bloqueo mental, de tal forma, que entrometiéndose en él, tendría como causa final la erradicación de las células de memoria que lo han causado. Sin embargo, creo que el Maestro no poseyese suficiente destreza — como para hacer tal cosa; eso requiere unas técnicas altamente especializadas. Preguntaré a tu máquina si se ha insertado un circuito suprimible en sus unidades de memoria.

_Pero supongamos que tiene por causa la supresión de la memoria simplemente por preguntar si existe un circuito suprimible — advirtió entonces Alvin en una súbita alarma.

— Para tales casos, existe un procedimiento típico, que es el que voy a poner en práctica. Le insertaré unas instrucciones secundarias, diciéndole a la máquina que ignore mi pregunta, si tal situación existe en ella. Así, es simple asegurarse de que se convertirá en una paradoja lógica, de forma tal que tanto si me contesta o si no me dice nada, se verá forzado a desobedecer sus instrucciones. En tales casos, todos los robots actúan de la misma manera, por su propia protección. Se desentienden de sus circuitos de fuerza mecánica y actúan como si no se les hubiera hecho ninguna pregunta.

Alvin casi lamentó haber planteado aquella cuestión y tras un momento de lucha mental decidió que él también adoptaría la misma táctica y pretender que nunca había preguntado tal cuestión. Al menos había recibido la seguridad en un punto importante: el Computador Central se hallaba totalmente preparado para encararse con cualquier trampa que pudiera existir en las unidades de memoria de cualquier robot, de la clase que fuera. Alvin no tenía el menor deseo de ver su máquina reducida a una pila de chatarra, sino por el contrario, volver a toda costa a Shalmirane con él y sus secretos intactos.

Esperó con paciencia, mientras se llevaba a cabo el silencioso e impalpable encuentro de aquellos dos intelectos. Allí estaba produciéndose la reunión entre dos mentes, ambas creadas por el genio humano en una edad dorada, tiempo atrás perdida, en el más grande de sus logros científicos. Y ahora se hallaban mucho más allá de la completa comprensión de cualquier hombre viviente.

Muchos minutos más tarde, la hueca voz sin ecos del Computador Central, habló de nuevo.

— He establecido un contacto parcial con tu robot — le dijo —. Al menos, conozco la naturaleza del bloqueo y creo saber ahora por qué le fue impuesto. Sólo existe una forma de poder romperlo. El robot no volverá a hablar jamás, a menos que los Grandes no vuelvan a la Tierra.

— ¡Pero eso es absurdo! — protestó Alvin —. El otro discípulo del Maestro también creía en ellos y trató de explicar que eran como nosotros. La mayor parte del tiempo, lo que dijo fue una pura jerga. Los Grandes no han existido, y nunca existirán.

Aquello parecía un callejón sin salida y Alvin sintió un amargo desamparo. Se hallaba imposibilitado de conocer la verdad por los deseos de un hombre que había muerto hacía ya mil millones de años atrás.

— Puede que estés en lo cierto al decir que los Grandes nunca han existido — dijo el Computador Central —. Pero eso no significa que nunca existirán.

Se produjo otro silencio mientras que Alvin analizaba aquel comentario del Computador Central, en tanto que los dos robots volvían de nuevo a realizar otro delicado contacto. Y entonces, sin previo aviso, se encontró en Shalmirane.

CAPÍTULO XVII

Era exactamente el mismo lugar en que se había encontrado con Hilvar, teniendo ante él el gigantesco embudo de ébano bebiendo la luz del sol, sin reflejar nada para el ojo humano. Permaneció entre las ruinas de la fortaleza, mirando a través del lago de aguas inmóviles, donde el enorme pólipo era ahora sólo una nube de animáculos dispersos, no siendo ya un animal sensible ni organizado.

El robot continuaba junto a él; pero de Hilvar no había ni el menor signo. No tuvo tiempo de calcular lo que aquello significaba, ni de lamentar la ausencia de su amigo, ya que casi al instante se produjo algo tan fantástico que todas las demás sensaciones y pensamientos quedaron barridos de su mente.

El cielo comenzó a rajarse en dos. Una delgada hendidura de total oscuridad abarcaba desde el horizonte hasta el cenit, ensanchándose lentamente, como si la noche y el caos fueran a precipitarse sobre el mundo. Inexorablemente, la hendidura se expandió hasta abarcar una cuarta parte del cielo. Por todos sus conocimientos de los hechos reales de la Astronomía, Alvin no pudo luchar contra la abrumadora impresión de que él y su mundo se encontraban protegidos bajo una gran cúpula azul… y que algo estaba entonces introduciéndose por aquella cúpula, procedente del exterior del espacio cósmico.

Aquella hendidura negra como la más negra noche, había cesado de aumentar. Los poderes que la habían causado escudriñaban dentro de aquel universo de juguete que habían descubierto, tal vez conferenciando entre ellos respecto a sí valía la pena dedicar su atención. Bajo tal cósmico escrutinio, Alvin no sintió ni alarma ni terror. Sabía que se hallaba cara a cara con el poder y la sabiduría, ante cuyas fuerzas un hombre puede sentir asombro, pero nunca temor.

Y pareció que hubieron decidido… gastar algunos fragmentos de eternidad sobre la Tierra y sus habitantes. Llegaban a través de aquella ventana que habían abierto en el cielo.

Como chispas procedentes de alguna forja celestial, comenzaron a caer sobre la Tierra. Se fueron haciendo más y más espesas hasta que una catarata de fuego parecía desprenderse desde los cielos y llegar a la Tierra aplastándose en charcos de luz líquida al tocar el suelo. Alvin no tuvo necesidad de oír las palabras que sonaron en sus oídos como una bendición.

— «Los Grandes han Llegado».