124201.fb2 La ciudad y las estrellas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 19

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— ¡Oh, Alvin! — le dijo llorando. ¿Qué es lo que van a hacer contigo?

Alvin le tomó las manos con una ternura que sorprendió a ambos.

— No te preocupes, Mystra — le dijo. Todo irá bien. Después de todo, y como lo peor, el Consejo me enviará de nuevo a los Bancos de Memoria… pero de alguna forma el corazón me dice que no va a ocurrir así.

Su belleza y su pena resultaban tan impresionantes en aquel momento, que Alvin sintió su cuerpo responder a su presencia al viejo estilo. Pero era sólo el señuelo de su cuerpo, que no desdeñó, y procuró descartar inmediatamente sus sentimientos. Gentilmente se desprendió de sus manos y se volvió hacia Jeserac encaminándose ambos a la Cámara del Consejo.

El corazón de Mystra quedó solitario; pero sin amargura, al observar a Alvin alejarse entonces. Sabía que no le había perdido ya que nunca le había pertenecido por entero a ella. Y con la aceptación del hecho concreto, Mystra trató de superar aquellas vanas lamentaciones.

Alvin apenas si se dio cuenta de las curiosas y aterradas miradas de sus conciudadanos mientras que caminaba por las calles en compañía del fantástico robot y de su tutor. Se hallaba preocupado en instrumentar los argumentos que debería usar en el tribunal y de arreglar su relato de la forma más favorable para él. De vez en cuando se aseguró a sí mismo de no sentir miedo y de que seguía siendo dueño de la situación.

Esperaron unos minutos en la antecámara aunque le resultó demasiado tiempo para imaginar el porqué. Si creyó no sentir temor alguno, sus piernas le temblaban ligeramente de una forma curiosa. La única vez anterior que había conocido tal sensación, fue cuando se había esforzado en subir las colinas distantes de Lys, donde Hilvar le había mostrado la catarata y desde cuya cima hubieron sido testigos de la explosión de luz procedente de Shalmirane. Entonces pensó en Hilvar y qué sería lo que estaría haciendo en aquel momento y si volviesen a verse de nuevo alguna vez. De repente, sintió que aquello debería producirse a toda costa.

Se abrieron las grandes puertas y siguió a Jeserac hasta el interior de la Cámara del Consejo. Sus veinte miembros ya estaban sentados alrededor de la mesa en forma de media luna creciente y Alvin se sintió aplanado al comprobar que no había ningún lugar vacante. Aquélla tenía que ser la primera vez en muchos siglos, en que la totalidad del Consejo se hubiese reunido, sin una simple abstención. Aquellas raras reuniones, eran usualmente de una mera formalidad, ya que los asuntos corrientes se trataban con una simple llamada o conversación por el visífono y de ser preciso, una entrevista entre el Presidente y el Computador Central.

Alvin conocía de vista a la mayor parte de los miembros del Consejo y se sintió más seguro al ver a su alrededor muchos rostros familiares. Como Jeserac, no tenían aspecto hostil hacia él, sino más bien de hallarse ansiosos y confundidos. Después de todo, todos eran hombres razonables y comprensivos. Podían molestarse de que cualquiera les demostrase que estaban equivocados; pero Alvin no creyó que ninguno de ellos le guardase ningún resentimiento. En tiempos pasados, aquello habría sido una falsa presunción, pero la naturaleza humana había mejorado mucho en ciertos aspectos.

Le escucharían en su relato; pero lo que aquellos miembros pensaran, no tendría demasiada importancia. Su juez no sería entonces el Consejo. Lo sería el Computador Central.

CAPÍTULO XVI

Apenas si hubo formalidades. El Presidente declaró abierta la sesión y se volvió hacia Alvin.

— Alvin — le dijo con bastante afabilidad— quisiéramos saber qué es lo que ha ocurrido desde que desapareciste de la ciudad, desde hace diez días.

El uso de la palabra «desaparecer» resultó para Alvin altamente significativo. Incluso entonces, El Consejo se resistía a admitir que en realidad había estado fuera de Diaspar. Trató de imaginar si aquellas venerables personas conocían que había extranjeros en la ciudad; pero lo puso en duda. De haber sido así, habrían mostrado una alarma mucho más considerable.

Alvin relató su historia claramente, prescindiendo de todo dramatismo. El relato en sí era fantástico y casi increíble para sus mismos oídos, por lo que no necesitaba ser exagerado ni embellecido. Sólo en un aspecto, se aparta de la estricta verdad de lo ocurrido, ya que no dijo nada de la forma en que tuvo que escapar de Lys. Le pareció más que verosímilmente, que tal procedimiento tendría que ser utilizado de nuevo.

Resultaba fascinante observar la forma en que fue cambiando la actitud de los miembros del Consejo durante el curso de su narración. Al principio, parecían escépticos, rehusando aceptar la negación de todas sus creencias, la violación de sus más arraigados prejuicios. Cuando Alvin les dijo su apasionado deseo de explorar el mundo existente más allá de la ciudad y su irracional convicción de que tal mundo existía, se le quedaron mirando con fijeza como si fuese algún extraño e incomprensible animal. Para sus mentes, lo era, ciertamente. Pero finalmente, se vieron compelidos a admitir que el joven había estado en lo cierto y que ellos se habían equivocado. Conforme fue desarrollándose el largo relato de Alvin, cualquier duda que pudiesen haber tenido hasta entonces fue disolviéndose lentamente. Podría no haberles gustado lo que les dijo; pero ya no podían por más tiempo negar la verdad. De haber lo intentado, sólo tenían que echar un vistazo al silencioso compañero de Alvin.

Hubo sólo un aspecto en su relato que levantó la indignación general del Consejo… y no estaba dirigido precisamente hacia él. Un murmullo de sorda irritación se produjo en todo el Consejo al explicar Alvin la ansiedad que mostraba Lys para evitar la contaminación con Diaspar y los pasos que Seranis había dado y las precauciones adoptadas para prevenir semejante catástrofe. La ciudad estaba orgullosa de su cultura y con buenas razones. Que cualquiera pudiese considerarle como inferiores, era mucho más de lo que cualquier miembro del Consejo podía tolerar.

Alvin tuvo mucho cuidado en que no apareciese ninguna ofensa en cuanto dijo; deseaba, a toda costa, inclinar al Consejo de su parte. A través de sus palabras y de todo el relato, trató de dar la impresión de que no había nada malo ni fuera de razón en cuanto había hecho, esperando una alabanza más bien que una censura por sus estupendos descubrimientos. Era la mejor política que podía haber adoptado, ya que así desarmaba a los que le hubieran criticado por anticipado. Además, tenía el efecto — aunque no lo hubiera intentado ex profeso— de transferir parte de la culpa sobre el desaparecido Khedrom. El propio Alvin era demasiado joven para ver ningún peligro en lo que hacía, cosa que parecieron ver clara todos los miembros del Consejo. El Bufón, sin embargo, debería ciertamente haber conocido mejor la cuestión y haber actuado de una forma mucho más responsable.

El propio Jeserac, como tutor de Alvin, se merecía de todas formas algunas censura, y de tanto en tanto varios de los miembros le dirigieron miradas en tal sentido. No pareció importarle mucho aunque se hallaba perfectamente advertido de lo que estaban pensando. Existía un cierto honor y orgullo en haber instruido a la mente más original que había aparecido en Diaspar desde las Edades del Amanecer, y nadie podía quitar a Jeserac semejante mérito.

Hasta no haber terminado por completo su exposición de los hechos acaecidos en sus aventuras, no intentó un poco de persuasión. De algún modo, tenía que convencer a aquellos hombres de las verdades que había conocido en Lys; pero, ¿cómo hacerles comprender realmente algo que ellos no habían visto jamás y que apenas podían imaginar?

— Creo que es una gran tragedia — dijo el joven— que dos ramas supervivientes de la raza humana hayan podido estar tan separadas por tan enormes períodos de tiempo. Un día, tal vez, podamos conocer lo ocurrido; pero es más importante ahora reparar el daño causado… y prevenir de que vuelva a suceder otra vez. Cuando estuve en Lys, protesté contra su punto de vista de considerarse superior a nosotros; tienen, ciertamente, mucho que enseñarnos; pero nosotros también tenemos mucho que enseñarles a ellos. Si ambos creemos que nada tenemos que aprender los unos de los otros, ¿no será obvio que ambos estemos equivocados?

Y miró con expectación a lo largo de aquella línea de graves rostros. Se le alentó para que continuase.

— Nuestros antepasados — continuó Alvin— construyeron un Imperio que llegó a las estrellas. Los hombres iban y venían entre todos esos incontables mundos del espacio exterior… y ahora, sus descendientes tienen miedo de sacar una mano al exterior de las murallas que protegen la ciudad: ¿Tendré que decir por qué? —Hizo una pausa pero no se movió absolutamente nada dentro de aquella Inmensa cámara del Consejo —. Y es porque tenemos miedo, miedo de algo que ocurrió al principio — de nuestra historia. Se me dijo la verdad en Lys, aunque yo la había sospechado tiempo ha. ¿Es que debemos seguir escondidos como cobardes en Diaspar, pretendiendo que no existe nada… porque hace mil millones de años los Invasores hicieron que volviésemos a la Tierra?

Alvin había puesto el dedo en la llaga y en el secreto temor de la verdad… el temor que él nunca había compartido con sus conciudadanos y cuyo poder y alcance nunca comprendería a partir de aquel momento. Ahora, que ellos hicieran lo que quisieran, él había dicho la verdad tal y como la había visto con sus propios ojos.

El Presidente le miró con aire grave.

— ¿Tienes algo más que decir, antes de que consideremos los hechos?

— Sólo una cosa. Me gustaría llevar a este robot hasta el Computador Central.

— Pero… ¿para qué? Tú ya sabes que el Computador sabe todo cuanto haya ocurrido u ocurra en esta sala.

— A pesar de eso, quisiera hacerlo — replicó Alvin cortés pero obstinadamente —. Solicito el permiso del honorable Consejo y del Computador.

Antes de que el Presidente pudiera hablar, una voz calmosa, clara y potente sonó a través de la cámara. Alvin no la había oído jamás en su vida; pero sabía lo que iba a decir. Las máquinas de información, que no eran más que fragmentos fronterizos de su gran inteligencia, podían hablar a los hombres; pero ninguna de ellas poseía aquel inequívoco acento de sabiduría y autoridad.

— Permitan que vengan a mí —dijo el Computador Central.

Alvin miró al Presidente. A su crédito estaba el no querer explotar aquella victoria. Se limitó a preguntar, siempre con la mayor cortesía:

— ¿Tengo permiso para salir?

El Presidente miró a todos los miembros del Consejo, no vio ningún signo de oposición y replicó un tanto desamparado:

— Muy bien. Los agentes te acompañarán y volverán a traerte cuando hayas terminado tu discusión.

Alvin se inclinó gentilmente dando las gracias; las grandes puertas se abrieron de par en par y salió lentamente de la Cámara. Le acompañaba Jeserac y cuando las puertas se cerraron tras ellos, se volvió hacia su tutor.

— ¿Qué crees que hará ahora el consejo? — preguntó con ansiedad.

Jeserac sonrió.

— Impaciente como siempre, ¿verdad? No creo que el valor de mis suposiciones sean ciertas; pero imagino que decidirán sellar la Tumba de Yarlan Zey para que nadie más intente volver a hacer ese viaje. Después, Diaspar continuará su vida como antes, sin ser molestada por el mundo exterior.

— Eso es lo que peor temo — dijo Alvin con amargura.

— ¿Es que acaso intentas evitarlo?

Alvin no replicó al instante; sabía que Jeserac había leído sus intenciones; pero al menos, su tutor no podía prever sus planes ya que no tenía ninguno por el momento. Había llegado a la situación en que sólo podían improvisarse las cosas y enfrentarse con cada nueva situación, según fuera apareciendo.

— ¿Acaso me lo reprochas? — dijo a poco y Jeserac pareció sorprendido por el nuevo tono de su voz. En ella existía un matiz de humildad, como si fuese la primera vez que Alvin buscase la aprobación de sus conciudadanos. Jeserac se sintió afectado; pero era demasiado prudente y sabio para tomarlo demasiado en serio. Alvin se hallaba bajo una fuerte impresión y habría resultado poco seguro asumir que cualquier mejoramiento de su carácter especial pudiese ser algo permanente.

— Esa es una pregunta difícil de contestar — repuso Jeserac con lentitud —. Estoy tentado a decir que todo conocimiento es valioso y no puede negarse que tú has aportado mucho al nuestro. Pero al propio tiempo, has aportado peligros y en el largo devenir de ambas cosas, ¿cuál será la más importante? ¿Con cuánta frecuencia te has detenido a considerarlo?

Por unos instantes, maestro y discípulo se miraron el uno al otro pensativamente, tal vez viendo cada uno respecto al otro su punto de vista más claramente que en ninguna ocasión anterior de sus vidas. Entonces, a un solo impulso, se volvieron juntos hacia el largo pasaje que procedía de la Cámara del Consejo, siguiéndoles a retaguardia la escolta de guardianes, pacientemente y en silencio.

* * *

Alvin sabía que aquel mundo no había sido hecho para el hombre. Bajo el terrible resplandor de las luces azules… tan brillantes que herían los ojos, aquellos largos y amplios corredores parecían extenderse hacia el infinito. Por todos aquellos pasadizos los robots de Diaspar podían ir y venir a través de sus vidas sin fin y con todo, en siglos enteros, no había resonado el eco de unas pisadas humanas. Allí estaba la ciudad subterránea, la ciudad de las máquinas, sin las cuales Diaspar no existiría. A unos centenares de yardas hacia delante, el corredor se abría en una cámara circular de más de una milla de distancia, con el techo soportado por grandes columnas que deberían aguantar el inimaginable peso de la Central de Energía. Allí, de acuerdo con los mapas, el Computador Central cobijaba eternamente el destino de Diaspar.

La cámara estaba allí presente, y aun siendo más vasta de lo que Alvin hubiera podido imaginar… pero ¿dónde estaba el Computador? En cierta forma, había esperado encontrarse con alguna gigantesca máquina solitaria de impresionantes proporciones. Aquel tremendo panorama, sin significación concreta para él, hizo que se detuviera asombrado.

El corredor por el que habían llegado terminaba a la altura de la pared de la cámara — seguramente la mayor cavidad jamás construida por el hombre —, y a cada lado unas largas rampas se inclinaban hacia abajo, para llegar al piso distante del enorme espacio. Recubriendo la totalidad de la Instalación con una brillante luz, y esparcidas a lo largo y a lo ancho de aquella fabulosa construcción, aparecían centenares de blancas estructuras grandes y amplias, tan inesperadas, que por un momento Alvin pensó que estaba mirando a una ciudad subterránea. La impresión era impresionantemente vívida y era algo que Alvin no olvidaría jamás. Por ninguna parte apareció lo que el joven esperaba, el brillo familiar del metal que desde los principios del tiempo el Hombre había aprendido a asociar con sus sirvientes.

Allí se encontraba el fin de una evolución casi tan duradera como el propio Hombre. Sus principios se hallaban perdidos en las brumas de las Edades del Amanecer, cuando la humanidad hubo comenzado a utilizar el uso de la energía y a enviar sus ruidosos ingenios por la faz del mundo. Vapor, agua, viento, todo había sido dominado y utilizado y después abandonado. Durante siglos, la energía de la materia había gobernado al mundo hasta ser también pospuesta y con cada cambio, las viejas máquinas habían sido olvidadas para dejar paso a otras. Muy lentamente, a lo largo de millares de años, el ideal de la máquina perfecta se iba aproximando más y más, el ideal que una vez fue sólo un sueño, después una perspectiva lejana y finalmente una realidad:

— Una máquina que no contuviese ninguna pieza en movimiento.

Y allí estaba la última expresión de aquel ideal antiguo. Su logro había costado al Hombre quizá cien millones de años y en el momento del triunfo había vuelto la espalda a la máquina para siempre. Había alcanzado la finalidad y de allí en adelante podría sostenerse a sí misma eternamente, a la par que servía en todo al Hombre que la había creado.