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—Y yo por él —contestó a toda prisa.
El microcéfalo alzó sus tentáculos en torno al pequeño nódulo del cerebro, entre los hombros.
—Como comprenderán, no voy a votar por mí mismo —dijo suavemente— y me es imposible elegir entre los dos. Rechazo esa responsabilidad. Hay que encontrar otro método.
Dejamos aquello de momento. Aún disponíamos de unos cuantos días antes de que llegara la hora crítica.
Deseé de todo corazón ver a Miranda en el monitor. Le acarrearía la muerte, o al menos una mutación en su personalidad abrasiva, si participaba en la agonía de la estrella oscura. Estaba dispuesto a no detenerme ante nada para proporcionarle aquella experiencia notable y demoledora.
Lo que iba a sucederle a nuestra estrella tal vez resulte extraño para un lego, pero la teoría ya había sido esbozada por Einstein y Schwarzschild hacía mil años, confirmándose después muchas veces, aunque jamás —hasta nuestra expedición— se observara tan de cerca. Cuando la materia alcanza una densidad suficientemente elevada, puede forzar la curvatura local del espacio para que se cierre en torno a ella, formando una bolsa aislada del resto del universo. El núcleo de una supernova en peligro de extinguirse crea esa singularidad de Schwarzschild. Una vez que se ha enfriado a una temperatura próxima a cero, un núcleo de la adecuada masa Chandrasekhar sufre un colapso violento, reduciéndose a volumen cero y adquiriendo simultáneamente una densidad infinita.
En cierto modo, es como si se tragara a sí misma y se desvaneciera del universo. En efecto, ¿cómo podría tolerar la fábrica del continuum un punto de densidad infinita y volumen cero?
Tales colapsos son raros. La mayoría de las estrellas alcanzan un estado de equilibrio frío y permanecen en él. Estábamos en el umbral de algo muy singular y en disposición de situar un vehículo de observación en la misma superficie de la estrella fría, que enviaría una descripción exacta de los sucesos hasta el momento final, cuando el núcleo colapsado estallara a través de los muros del universo y desapareciera.
Sin embargo, alguien había de manejar el equipo. Lo que significaba en realidad participar en la muerte de la estrella. Sabíamos por otros casos que al monitor le resulta difícil distinguir entre la realidad y el efecto. Acepta las percepciones sensoriales de una toma distante como experiencias propias. De ello resulta una especie de reacción psíquica. Con frecuencia, un cerebro imprudente se quema por completo.
¿Qué impacto supondría la experiencia directa de verse privado de la existencia en la posición singular de un observador en el monitor?
Estaba ansioso por descubrirlo. Pero no como la víctima propiciatoria.
Empecé a buscar algún modo de meter a Miranda en aquella cápsula. Ella, naturalmente, hacía lo mismo en mi favor. Y fue la que ganó el primer movimiento, tratando de drogarme para que cediera.
No tengo la menor idea de qué droga utilizó. Esa gente es muy aficionada a los alucinógenos no adictivos, que les ayudan a romper la monotonía de su mundo inmenso e inflexible. No sé cómo, Miranda interfirió la programación de mi comida e introdujo en ella uno de sus alcaloides favoritos. Empecé a sentir los efectos una hora después de haber comido. Me dirigí a la pantalla para estudiar la masa creciente de la estrella oscura, que presentaba ahora un aspecto muy distinto del de hacía pocos meses. Mientras miraba, la imagen en la pantalla empezó a girar y a caer. Lenguas de fuego se pusieron a danzar en torno al horizonte de la estrella.
Me aferré a la barandilla. El sudor brotó por todos mis poros. ¿Se estaría fundiendo la nave? El suelo se balanceaba bajo mis pies. Me miré el dorso de la mano y vi islas de ceniza en un mar de magma rugiente. Miranda apareció detrás de mí.
—Ven conmigo a la cápsula —susurró—. El rastreador está dispuesto para bajar ahora. Te parecerá maravilloso contemplar los últimos momentos.
Arrastrándome tras ella, crucé una nave extrañamente alterada. La forma adaptada de Miranda parecía menos humana de lo habitual; sus músculos se expandían, su pelo dorado tenía todos los colores del espectro, la carne parecía absurdamente arrugada y llena de cráteres, y cimbreantes filamentos surgían de su piel. Yo afrontaba muy tranquilo la idea de entrar en la cápsula. Miranda descorrió la compuerta, revelando la brillante consola del panel interior. Me dispuse a entrar. Y de pronto, se agudizó la alucinación y vi, en la oscuridad de la cápsula, un diablo que superaba toda imaginación.
Caí al suelo y quedé allí temblando.
Miranda me tomó en sus brazos. Para ella, yo apenas era un juguete. Me levantó y empezó a introducirme en la cápsula. El sudor me bañaba todo el cuerpo. Volví a la realidad, me solté con violencia y, rechazándola, caí redondo hacia el casco. Como una bestia de los bosques primitivos, se lanzó inmediatamente contra mí.
—No —dije—. No quiero entrar.
Se detuvo. Su rostro se contrajo de cólera, pero se alejó de mí derrotada. Quedé en el suelo, temblando y jadeando, hasta librar mi mente de todo fantasma. ¡Qué cerca había estado!
Tuve mi oportunidad poco más tarde. Me dije que había de luchar con sus propias armas. No podía arriesgarme a otra traición por parte de Miranda. Se nos acababa el tiempo.
De nuestro equipo quirúrgico, cogí una sonda hipnótica de las que se utilizan para anestesia y la puse en onda con una de las antenas telescópicas de Miranda. Programándola para inducción a la docilidad, la dejé que actuara sobre ella. Cuando Miranda hiciera sus observaciones, la sonda hipnótica dejaría sonar su canto de sirena en siniestra inducción. Tal vez ella se rindiera a mis deseos.
No funcionó.
La vi cuando iba al telescopio. Vi aquel cuerpo monstruoso ocupar su lugar. En mi mente, oía ya el suave susurro de la sonda hipnótica, como ella debía oírlo. Yo le estaba diciendo que se relajara, que obedeciera: «La cápsula… Métete en la cápsula… Tú dirigirás el monitor de rastreo… Tú…, tú… lo harás…»
Esperaba que se levantara y se dirigiera como una sonámbula a la cápsula que la esperaba. Su cuerpo se mantenía inmóvil. Los músculos se agitaban bajo aquella carne obscenamente desnuda. La sonda la dominaba. Sí. Ya la tenía…
¡No!
Se agarró al telescopio como si éste fuera el aguijón de una avispa de acero clavado en su cerebro. El aparato retrocedió, y Miranda se apartó de él, girando en redondo. Sus ojos me miraron con rabia. Su cuerpo enorme se alzó ante mí. Parecía medio loca. La sonda había hecho algún efecto en ella. Advertía sus movimientos descontrolados y sabía que estaba alterada. No obstante, no había sido lo bastante potente. En aquel cerebro adaptado había algo que le infundía fuerzas para luchar contra la niebla del hipnotismo.
—¡Tú lo hiciste! —chilló—. ¡Hiciste trampa con el telescopio! ¿No es cierto?
—No sé qué quieres decir.
—¡Embustero! ¡Ladrón! ¡Tramposo!
—Cálmate. Harás que nos salgamos de órbita.
—¡Me saldré si quiero! ¿Qué era eso que se apoderaba de mi cerebro? ¡Tú lo pusiste! ¿No fue una sonda hipnótica lo que usaste?
—Sí —admití fríamente—. ¿Y qué fue lo que tú pusiste en mi comida? ¿Un alucinógeno?
—No funcionó.
—Ni tampoco mi hipnotismo. Miranda, alguien tiene que meterse en esa cápsula. En pocas horas, estaremos en el punto crítico. No nos atreveremos a volver sin las observaciones esenciales. Haz ese sacrificio.
—¿Por ti?
—Por la ciencia —dije, apelando a tan noble abstracción.
Recibí la carcajada brutal que merecía. De pronto, Miranda se dirigió a mí. Había recuperado ya toda su coordinación y pensé que planeaba introducirme en la cápsula por la fuerza bruta. Sus brazos poderosos me envolvieron. El olor de su piel casi me hizo vomitar. Sentí que me rompía las costillas. Cubrí su cuerpo de puñetazos, buscando los puntos sensibles que la harían caer en un montón confuso. Nos castigamos mutua y cruelmente, gruñendo por todo el camarote. Era una lucha hercúlea de habilidad contra masa. Ella no caía, ni yo me dejaba vencer.
Nos interrumpió el susurro ronco del microcéfalo:
—¡Sepárense! La estrella moribunda está ya próxima al radio de Schwarzschild. Hay que actuar inmediatamente.
Los brazos de Miranda me soltaron. Me eché atrás, mirándola con furia, tratando de introducir un poco de aire en mi cuerpo destrozado. En su piel iban apareciendo los moretones. Habíamos alcanzado la mutua comprensión de nuestra fuerza, pero la cápsula seguía vacía. El odio, como un globo de fuego, ardía entre nosotros. La criatura gris y alienígena seguía en pie, a un lado.
No quiero saber a cuál de los dos se le ocurrió primero la idea, si a Miranda o a mí. El caso es que nos movimos con. toda rapidez. El microcéfalo apenas logró murmurar una palabra de protesta cuando ya lo lanzábamos por el pasaje hacia la cámara que contenía la cápsula. Miranda sonreía. Me sentí aliviado. Ella sujetó apretadamente al alienígena mientras yo descorría la compuerta y, luego, lo introdujo en ella. Cerramos la puerta entre los dos.
—Lanza el vehículo de rastreo —dijo.
Asentí y me encaminé a los controles. Como el dardo disparado por una cerbatana, el rastreador fue expelido de nuestra nave y se dirigió a toda velocidad hacia la superficie de la estrella oscura. Contenía un vehículo compacto, con patas articuladas y manipulado por control remoto desde la cápsula de observación, a bordo de la nave. Mientras el observador movía brazos y piernas en los mandos de control, los servorrelés ponían en marcha los pistones hidráulicos en el monitor, a ocho días luz de distancia. Éste se movía en respuesta paralela, subiendo por los montones de escoria de la superficie solar, incapaces de toda vida orgánica.
El microcéfalo operaba el vehículo con habilidad. Nosotros observábamos por video fonocaptor, obteniendo una extensa visión de aquel infierno. Incluso un sol frío es más ardiente que cualquier plantea.
Las señales procedentes de la estrella se alteraban a cada momento conforme la fuerza del espectro captaba la luz moribunda. Algo extraño se desarrollaba allá abajo, y la mente de nuestro microcéfalo estaba unida a la escena. Fuerzas gravitacionales hacían vacilar la estrella. El vehículo era alzado, comprimido, sometido a tensiones que iban haciéndole pedazos. El alienígena lo presenciaba todo y dictaba la relación de cuanto veía lenta y metódicamente, sin un chispazo de temor.
Se aproximaba el instante de aquel hecho singular. El impulso de la conmoción aspiraba hacia el infinito. El microcéfalo pareció desconcertado por fin al tratar de describir el fenómeno topológico que ningún ojo humano había visto antes. Densidad infinita, volumen cero… ¿Cómo podía entenderlo la mente? El vehículo se contorsionaba en forma inconcebible y, sin embargo, sus sensores seguían obstinadamente enviando datos, filtrados a través de la mente del microcéfalo y los bancos de nuestra computadora.
Al fin, se hizo el silencio. Las pantallas se oscurecieron. Lo inconcebible había ocurrido, y la estrella oscura había desaparecido en el radio de la singularidad. Se había hundido en el olvido, llevándose con ella al monitor. Para el alienígena, encerrado en la cápsula de observación a bordo de nuestra nave, era como si también él se hubiera desvanecido en la bolsa del hiperespacio, que sobrepasa a toda comprensión.
Miré hacia el cielo. La estrella oscura se había eclipsado. Nuestros detectores recogían el estallido de energía característico de la aniquilación. Fuimos agitados brevemente por la onda expansiva, que saltó hacia nosotros desde el lugar donde había estado la estrella, y todo quedó en paz.