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Me desperté con un mechón de pelo plateado en la nariz. Moví la cabeza, y el pelo me recorrió la cara como una telaraña brillante. Frost estaba tumbado boca abajo, con el rostro vuelto hacia otro lado. Las sábanas estaban enredadas por su cintura, dejando su torso al descubierto. Su cabello descansaba a un lado, como un segundo cuerpo tumbado entre nosotros, y en parte sobre mí.
Claro que había un segundo cuerpo en la cama, o quizá debería decir un tercer cuerpo. Kitto dormía a mi otro lado. Estaba acurrucado, dándome la espalda, ovillado, como si se escondiera de algo en sueños. O quizás era simplemente que tenía frío, porque estaba desnudo. Su piel era pálida, como una muñequita de porcelana china. Nunca había estado tan cerca de un hombre que me evocara semejantes analogías. El hombro me dolía donde había grabado su marca: el molde perfecto de su dentadura. Me había dejado un moretón en torno a la herida, casi caliente al tacto. No era veneno, sólo un mordisco verdaderamente profundo. Me quedaría una cicatriz, y de eso se trataba.
En algún momento durante el tercer o cuarto encuentro con Frost invité a Kitto a nuestra cama. Había esperado hasta que el cuerpo de Frost me llevó a un punto en el que se fundían dolor y placer, y había dejado a Kitto escoger su trozo de carne. No me hizo daño cuando me mordió, lo cual indica lo lejos que había llegado esa noche. Cuando finalmente nos dormimos, me empezaba a doler y al despertarme esa mañana, me dolía más. No era lo único que me dolía. Todo mi cuerpo se quejaba, dándome a entender que había abusado de él durante la noche, o mejor dicho que había dejado a Frost abusar de él.
Me deleitaba con los pequeños dolores, me estiraba para explorar qué era exactamente lo que me hacía daño. Me sentía como después de una sesión de entrenamiento con pesas y carreras, con la diferencia de que el dolor muscular se localizaba en otros sitios. No lograba recordar la última vez que me había levantado con la sensación de que el sexo había dejado en mi cuerpo una quemadura de seda. Hacía mucho tiempo.
Kitto se sentía honrado de que le hubiese permitido marcarme para que todo el mundo supiera que yo era su amante. No sé si se dio cuenta de que nunca iba a tener relaciones sexuales conmigo, pero no me lo había preguntado. En realidad, había estado sumamente dócil, haciendo sólo aquello a lo que se le invitaba, o se le pedía, pero sin entrometerse en ningún momento. Era el público ideal, porque no decía nada hasta que se le llamaba, y luego seguía las instrucciones mejor que ningún hombre con el que hubiera estado.
A1 incorporarme sentí el roce del cabello de Frost como algo vivo. Acaricié mi propio cabello, deplorablemente corto. Una vez identificada como la princesa Meredith, ya nada me impedía dejármelo crecer otra vez. Las muñecas me dolían cuando me tocaba el pelo, y no tenía nada que ver con el sexo. Las vendas no habían sobrevivido al baño de la última noche, y no me había puesto otras. Sin embargo, las marcas de las espinas se habían secado, casi curado, como si tuvieran una semana o más, en lugar de horas. Pasé los dedos por las heridas. Nunca me había restablecido tan rápidamente con anterioridad. Y eso que Kitto me había mordido después de la cuarta vez, de otro modo se me habría curado más. Suponiendo, claro está, que el sexo era lo que me curaba, porque todavía no lo sabíamos con certeza.
Sólo conservaba para mí una esquina de la sábana: Frost era un acaparador de mantas. Hacía frío en la habitación. Tiré de las mantas, pero lo único que conseguí fue arrancarle una protesta. Entonces contemplé su ancha espalda desnuda y se me ocurrió una idea para quitárselas.
Bajé la lengua por su espalda, y dejó escapar un suspiro. Me apoyé en él, dibujando una línea húmeda a lo largo de su columna vertebral.
Frost levantó la cabeza de la almohada, despacio, como un hombre que despierta de un sueño profundo y oscuro. Su mirada estaba ligeramente desenfocada, pero cuando me miró sus labios se curvaron lentamente en una sonrisa complacida.
– ¿No has tenido suficiente?
Me tumbé desnuda sobre su espalda, aunque las mantas nos impedían tocarnos por debajo de la cintura.
– Nunca tengo suficiente -dije.
Rió, con una risita grave y alegre. Rodó hacia un lado y se apoyó en un codo para mirarme. También había soltado las mantas. Cubrí con ellas a Kitto, que todavía parecía estar profundamente dormido.
El brazo de Frost ceñía mi cintura y me empujaba de nuevo hacia la cama. Yo me recosté en las almohadas, y él se inclinó para darme un delicado beso en los labios. Mis manos se desplazaron por su hombro, su espalda, apretándolo contra mí.
Deslizó la rodilla entre mis piernas, y ya había iniciado un movimiento de caderas para colocarse encima de mí, cuando se quedó paralizado, y su expresión cambió por completo. Se puso alerta.
– ¿Qué pasa, Frost?
– Tranquila.
Estaba tranquila. Era mi guardaespaldas. ¿Se trataba de la gente de Cel? Ése era el último día que tenían para matarme sin que ello le costara la vida al príncipe. Frost rodó al suelo para agarrar la espada, Beso de Invierno, y cruzó la habitación hasta las ventanas en un movimiento ágil, como un relámpago plateado.
Cogí la pistola de debajo de las almohadas. Kitto estaba despierto, mirando a su alrededor con los ojos desorbitados.
Frost apartó las cortinas de la ventana, y su espada avanzaba hacia el cristal, cuando se quedó paralizado a medio movimiento. Al otro lado de la ventana había un hombre con una cámara. Lo vi por un instante mientras levantaba la cara, asustado. Acto seguido, el puño de Frost atravesó la ventana y agarró al periodista por el cuello.
– Frost, no, ¡no le mates!
Corrí desnuda por la habitación, todavía empuñando la pistola. La puerta se abrió de golpe detrás de nosotros, y me volví, apuntando con la pistola, ya con el seguro quitado. Doyle estaba en el pasillo, blandiendo una espada. Hubo un momento de contacto visual en el que él vio el arma en mi mano. Bajé la pistola, y él entró en la habitación y cerró la puerta de una patada. No envainó la espada, pero la tiró a la cama mientras se dirigía hacia Frost.
La cara del periodista había adquirido aquella tonalidad amoratada que indicaba que no podía respirar. El rostro de Frost era irreconocible, desgarrado por la rabia.
– Frost, lo vas a matar.
Doyle se colocó a su lado.
– Frost, si matas a este periodista, la reina te castigará por ello.
Frost no parecía escuchar a nadie, como si estuviese en algún lugar remoto y todo lo que le quedase allí de él fuera su mano en la garganta de aquel hombre.
Doyle le pegó a Frost una patada en los riñones que hizo caer a éste hacia delante. El cristal se rompió todavía más, pero Frost soltó por fin al periodista. Cuando se volvió, chorreaba sangre de su mano y su mirada era la de un animal enfurecido.
Doyle había adoptado una posición de pelea, sin ningún arma en sus manos. Frost tiró su espada al suelo y adoptó una postura idéntica. Kitto, acurrucado en la cama, observaba la escena con los ojos como platos.
Corrí hacia las cortinas, con la intención de cerrarlas, y vi a una nube de periodistas corriendo hacia nosotros como una jauría. Algunos tomaban fotos mientras corrían, otros gritaban:
– ¡Princesa, princesa Meredith!
Corrí las cortinas, así que no había lugar por el que pudiesen mirar, pero eso no duraría mucho. Teníamos que entrar en la habitación contigua, donde habían dormido Galen y los otros. Ajusté la mira de la pistola a la cabecera de la cama, a un lado de los dos guardias. Kitto me miró y se tiró al suelo por el otro lado.
Disparé una sola vez, y el disparo atronó en la habitación. Los dos hombres se volvieron y me observaron con ojos desorbitados. Apunté el arma hacia el techo.
– Hay casi cien reporteros a punto de echarse sobre nosotros. Tenemos que ir a la otra habitación. ¡Ahora!
Nadie discutió conmigo. Frost, Kitto y yo cogimos sábanas y ropa y pasamos a la otra habitación antes de que los periodistas empezaran a colarse por la ventana rota. Doyle se situó en la retaguardia con las armas. Él, Galen y Rhys se fueron a buscar las maletas. Llamé a la policía y denuncié a los periodistas por entrar ilegalmente en nuestra habitación.
Los tres que estábamos desnudos nos vestimos por turnos en el cuarto de baño, no por pudor, sino porque allí no había ventanas. Cuando salí del cuarto de baño cargada de toallas, Doyle y Frost estaban sentados en las dos únicas sillas de la habitación. No había nadie más. Los dos tenían su cara típica de guardia, ilegible, inescrutable. Pero había algo raro en su comportamiento.
– ¿Qué ha sucedido? -pregunté.
Caminaba con normalidad: había olvidado que me había torcido el tobillo hasta que Galen me lo hizo notar. Ninguno de los dos jefes de la Guardia hablaba, y esto me ponía nerviosa.
Los hombres se miraron uno al otro. Doyle se puso de pie. Se había puesto unos vaqueros negros. Éstos cubrían unas botas cortas del mismo color, que bien podían pasar por zapatos para alguien que no supiera qué estaba mirando. La camisa, de seda negra y con largas mangas, destacaba por su brillo en la piel oscura del capitán de la Guardia. La pistolera del hombro era asimismo negra y también el arma, una Beretta de diez milímetros, del modelo antiguo.
Daba la impresión de que llevaba el pelo muy corto, porque ocultaba su cabellera en la coleta habitual, que le caía por la espalda y se perdía bajo sus vaqueros negros. En sus orejas puntiagudas brillaban unos pendientes de plata. Éstas y un pequeño cinturón, también plateado, eran lo único que distraía de la total monocromía de su aspecto. Había completado su atuendo poniéndose en una oreja una cadena de plata, al extremo de la cual pendía un pequeño rubí.
– Tenemos un problema -dijo.
– Te refieres a un periodista fotografiándonos a Frost y a mí juntos en la cama. Sí, diría que tenemos un problema.
– No se trata sólo de un periodista -dijo Frost.
– Los he visto, como un montón de tiburones que han olido sangre. -Empecé a colocar un montón de toallas en la maleta abierta que esperaba en la cama-. He sido objetivo de la prensa, pero nunca así.
Frost cruzó las piernas. Llevaba pantalones grises y mocasines del mismo color, pero sin calcetines. Frost nunca llevaría pantalones lo bastante cortos para dejar a la vista los calcetines, era algo pasado de moda. En un bolsillo de la chaqueta, confeccionada a medida y a juego con los pantalones, lucía un pequeño pañuelo celeste. Una camisa blanca con corbata gris perla y alfiler plateado completaba su atuendo. Se había recogido el pelo en una cola de caballo, de manera que resaltaban los rasgos marcados de su rostro. Sin la distracción del cabello llamaba poderosamente la atención la deslumbrante belleza de su rostro. Tenía un aspecto tranquilo, perfecto, completamente distinto del hombre que casi me había molido la noche anterior en el cuarto de baño. Pero sabía que el otro Frost permanecía agazapado allí debajo, esperando el permiso para salir.
Coloqué los últimos artículos de tocador en la maleta y empecé a cerrar la cremallera. Miré a los dos hombres.
– Chicos, tenéis una cara que parece que haya sucedido algo malo de verdad. Algo sobre lo que todavía no sé nada. ¿Dónde están los demás?
Frost respondió:
– Están vigilando la puerta y la ventana. Intentan apartar a los periodistas, pero es una batalla perdida, Meredith.
Doyle colocó las manos en la cómoda, con la cabeza baja. La gruesa cola de caballo se enredaba entre sus piernas como un extraño animal doméstico.
– Me estáis asustando. ¿Qué ha pasado?
Frost tocó el periódico que estaba sobre la mesilla. Un simple gesto, pero…
– ¿Es el St. Louis Post-Dispatch? – pregunté.
Doyle dirigió una mirada a Frost, y éste levantó las manos en señal de rendición.
– Ella tiene que saberlo.
– Sí -sentenció Doyle.
– Hablé con Barry Jenkins ayer -dije-. Me advirtió que publicaría que Merry Gentry era la princesa del país de los elfos. Supongo que la amenaza iba en serio.
Doyle se volvió y se recostó en la cómoda, con los brazos cruzados, de manera que su mano derecha acariciaba la pistola. Era uno de sus gestos de nerviosismo característicos. Cuando se colocaba detrás de la reina acariciando el arma se interpretaba como una amenaza, pero no era sino otro gesto de nerviosismo.
Me acerqué a la mesilla.
– ¿Qué está ocurriendo? Jenkins es un cerdo, pero nunca mentiría, ni tan siquiera en el Post.
– Léelo, y después dime que no hay nada por lo que preocuparse -dijo Doyle.
La foto de Galen y yo en el aeropuerto casi llenaba la portada. Pero fue el titular lo que me preocupó.
«La princesa Meredith vuelve a casa para encontrar marido». En letras más pequeñas, debajo de la foto: «¿Es éste el elegido?».
Me volví hacia Doyle y Frost.
– Jenkins estará haciendo conjeturas. Galen y yo sabíamos que había fotógrafos en el aeropuerto. -Los miré a los dos, y la preocupación seguía reflejada en sus rostros-. ¿Qué os pasa a vosotros dos? Todos hemos aparecido en los periódicos anteriormente.
– No así -dijo Frost.
– La cosa se pone mejor, o peor -dijo Doyle-. Lee el artículo.
Empecé a leer por encima el artículo, pero me quedé en el primer párrafo.
– Griffin concedió una entrevista a Jenkins -dije casi sin aliento, y de golpe tuve que sentarme en un extremo de la cama-. Que la Diosa nos guarde.
– Sí -confirmó Doyle.
– La reina ya se ha puesto en contacto con nosotros. Lo castigará por haber traicionado tu confianza. Ha convocado una conferencia de prensa para esta noche.
– Por favor, Meredith, lee el artículo -me instó Doyle.
Leí el artículo. Lo leí dos veces. No me preocupaba que Griffin hubiese dado detalles personales, pero sí que los hubiera dado sin mi consentimiento. Había compartido mi vida privada con todo el mundo. Los sidhe tienen reglas extrañas acerca de la intimidad. No valoramos los secretos íntimos igual que los humanos, pero no nos gusta que se espié nuestra vida privada. Espiar suele comportar la pena de muerte. Y a Griffin podía costarle la vida. La reina consideraría muy poco elegante chismorrear con un reportero.
Finalmente, me senté en la cama, mirando al periódico pero sin verlo realmente. Observé a los dos hombres.
– Da detalles de nuestra relación, indirectas, trapos sucios. Suerte que al menos es un periódico serio y no uno sensacionalista.
Se miraron el uno al otro.
– Oh, no, por favor, por favor, decidme que estáis bromeando.
Frost me ofreció una revista.
Dejé caer al suelo el periódico y cogí la revista en color. La portada estaba ocupada por una foto de Griffin y yo juntos en la cama. Sólo sus manos impedían que mis pechos se vieran por completo. Estaba riendo. Los dos reíamos. Me acordé de las fotos. Me acordé de su deseo de fotografiarlo todo. Yo todavía conservaba algunas de esas fotos, pero no todas. No todas.
Cuando por fin hablé, mi voz sonó calmada, aunque lejana.
– ¿Cómo? ¿Cómo han podido publicar el artículo con tanta rapidez? Pensaba que las revistas no salían tan pronto.
– Parece que se puede hacer -dijo Doyle.
Miré la foto. El titular era: «Los secretos sexuales de la princesa Meredith y de su amante sidhe, desvelados».
– Por favor, dime que ésta es la única foto.
– Lo siento -dijo Doyle.
Frost empezó a darme una palmadita en la mano, pero enseguida se arrepintió del gesto.
– No hay palabras para expresar lo que siento porque te haya hecho esto.
Miré a los ojos grises de Frost. Vi compasión, pero no había rabia en ellos. Y eso era lo que deseaba ver.
– ¿Lo sabe la reina?
– Sí -dijo Doyle.
Cogí la revista y traté de abrirla para ver el resto de las fotos, pero no pude hacerlo. No tenía la fuerza suficiente para mirar.
Le devolví la revista a Frost.
– ¿Es muy malo?
Miró a Doyle, y después nuevamente a mí. La máscara arrogante y distante se desvaneció un poco, y el Frost con el que me había levantado asomó a sus ojos.
– No han publicado ningún desnudo frontal. Aparte de eso, sí, es malo.
Escondí mi cara entre las manos, con los codos en las rodillas.
– Oh, Dios mío, si Griffin las vendió a Jenkins, a los periódicos, entonces puede haberlas vendido en muchos otros lugares. -Me levanté como un buzo que sale a la superficie desde aguas profundas. De repente, me faltaba el aire-. Hay revistas en Europa que publicarían todas las fotos. No me importan los desnudos, pero eran fotos privadas, sólo para Griffin y para mí. Si hubiera querido publicar fotos, le habría dicho que sí a Playboy hace años. ¿Cómo puede haber hecho Griffin algo así? -Tuve un pensamiento terrible. Miré a Frost-. Por favor dime que recuperaste la cámara y el carrete del periodista que intentaste estrangular esta mañana.
Me miró a los ojos, aunque se notaba que no lo deseaba.
– Lo siento, Meredith, la cámara debería haber sido mi prioridad, pero me dejé llevar por la ira. Haría lo que fuera para solucionar esto.
– Frost, publicarán las fotos, ¿lo entiendes? Fotos de ti y de mí y mierda, de Kitto en la cama, juntos. Las publicarán en la prensa sensacionalista, y aquéllas en las que estoy desnuda irán a Europa. -Tenía ganas de insultar, de gritar, pero no se me ocurría nada lo bastante fuerte para hacerme sentir mejor.
– Griffin debería saber lo que la reina le haría por esto -dijo Doyle-. Tendrá suerte si no le mata.
Asentí, intentando concentrarme en respirar más despacio, tratando de mantener la calma, pero era imposible.
– Hará tanto daño como pueda antes de que lo atrapen. -Realicé tres inspiraciones rápidas-. Supongo que se ha largado.
– Le encontraremos -dijo Frost-. El mundo no es tan grande.
Esto me hizo reír, pero la risa se convirtió en lágrimas. Resbalé de la silla y me caí al suelo entre los trozos desperdigados del PostDispatch. Me hice daño al caer de ese modo. Además, todavía me sentía magullada por la noche de sexo. Sin embargo, el dolor me ayudó a recordar cosas que no eran tan malas: todavía podía acostarme con los hombres de la corte. Todavía era bien recibida en el país de los elfos. La reina había dado su palabra de que me protegería. Podría ser peor. O como mínimo intentaba convencerme de eso a mí misma.
Conseguí controlar la respiración, pero no la rabia.
– Anoche no quería hacerle daño, pero ahora…
Le quité la revista a Frost y me obligué a mirar en su interior. No era la desnudez parcial lo que me dolía, sino la felicidad de nuestras caras, de nuestros cuerpos. Estábamos enamorados y se notaba. Pero si Griffin era capaz de hacerme eso, entonces no me había querido nunca. Me deseaba, me quería poseer, quizá, pero el amor… El amor no hace estas cosas.
Lancé las páginas al aire y contemplé cómo aterrizaban nuevamente en el suelo.
– Quiero que muera por esto. No se lo digas a la reina. Dentro de unos días puede que cambie de opinión, y no quiero que haga nada radical. -Mi voz sonaba fría a causa de la rabia que sentía, el tipo de rabia que se instala en tu corazón y nunca lo abandona. La rabia caliente te hierve en la sangre y no es tan distinta de la pasión, pero la rabia fría es hermana del odio. Yo odiaba a Griffin por lo q ue me había hecho, pero no lo suficiente-. No quiero que la reina me envíe la cabeza o el corazón de Griffin en un cubo.
– Puede que esté planeando matarle de todas formas -dijo Doyle.
– Sí, pero si lo hace, será responsabilidad suya, no mía. No pediré su muerte. Si la reina decide matarlo es cosa suya.
Frost se arrodilló a mi lado, mirándome con aquellos ojos del color de las nubes de tormenta. Tomó mis manos entre las suyas. Su piel estaba caliente, lo cual significaba que yo estaba fría. Estaba más alterada de lo que pensaba, casi en estado de shock.
– Estoy segura de que nuestra reina ya ha decidido su suerte -sentenció Frost.
– No -dije. Me levanté y me separé de Frost, de sus manos, de su mirada. Me abracé a mí misma, porque sabía que podía confiar en mis propios brazos y estaba empezando a dudar de todos los demás-. No, si lo encuentra ahora mismo, lo matará. Pero cuanto más tiempo permanezca huido, más creativa se mostrará la reina.
Frost continuaba arrodillado en el suelo, mirándome.
– Yo en su lugar creo que preferiría ser capturado pronto, mientras todavía fuera posible una muerte rápida.
– Se escapará -dije-. Se escapará tan lejos y tan deprisa como pueda. Retrasará el momento con la esperanza de que lo salve algún milagro.
– ¿Le conoces bien? -preguntó Frost.
Lo miré a la cara y me eché a reír. La risa tenía un tono salvaje.
– Eso creía, aunque quizá no lo haya conocido nunca. Quizá todo haya sido una gran mentira.
Miré a Frost. Estaba contenta de no quererle, contenta de no ver en él nada más que carne apetecible. En ese momento, confiaba más en el deseo que en el amor.
Doyle se levantó y me agarró delicadamente por los antebrazos.
– No dejes que Griffin te haga dudar de ti, Meredith. No le dejes que te haga dudar de nosotros.
Lo miré a los ojos.
– ¿Cómo has sabido que era exactamente eso en lo que estaba pensando?
– Porque es exactamente lo que pensaría yo en tu lugar.
– No, no lo es, tú estarías planeando cómo matarle.
Doyle me abrazó, apoyando su mejilla en mi cabello. Estaba tensa pero no me aparté.
– Di que deseas su muerte y así será. Elige una parte de su cuerpo y te la entregaré.
– Te la entregaremos -dijo Frost, poniéndose de pie.
Me relajé lo suficiente para pasar un brazo en torno a la cintura de Doyle y apoyé la cara en su camisa de seda. Podía oír el latido de su corazón, firme y un poco acelerado.
Alguien golpeó la puerta. Doyle hizo una señal a Frost y éste acudió a contestar. Doyle sacó la pistola, después me colocó a un lado, de manera que su cuerpo me ocultaba parcialmente la visión.
– Soy Galen, abrid.
Frost observó por la mirilla, con una cuarenta y cuatro niquelada en la mano.
– Es él y Rhys.
Doyle asintió, bajando la pistola pero sin soltarla. El nivel de tensión era alto, muy alto. Creo que todos estábamos esperando otro ataque de Cel y compañía. Yo sin duda lo esperaba, y estaba paranoica por necesidad. Los guardias eran paranoicos de profesión.
Kitto entró detrás de los dos guardias. Iba vestido con vaqueros, un polo amarillo claro con un cocodrilo en el pecho y zapatos blancos de sport. Todo parecía nuevo, recién comprado.
Galen se fijó en los periódicos y luego me miró.
– Lo siento mucho, Merry.
Doyle dejó que me apartara de detrás de él, para poder reunirme con Galen. Enterré mi cara en su pecho, coloqué los brazos en su cintura y lo abracé. Me sentía segura con Doyle, apasionada con Frost, pero eran los brazos de Galen los que me reconfortaban.
Quería quedarme con él, cerrar los ojos y simplemente quedarme pegada a él. Pero se había convocado una conferencia de prensa y la reina nos había llamado a la corte para que todos pudiésemos discutir la versión de la verdad que íbamos a comunicar a los medios. Había asistido a conferencias de prensa desde que era niña y nunca había estado en ninguna en la que se contara la verdad, toda la verdad. No había manera de limpiar lo que Griffin había ensuciado. Podía ser castigado, pero los artículos y las fotos ya estaban en la calle, y nada cambiaría eso. Todavía no tenía ni idea de qué versión podría explicar las fotos de Frost, Kitto y yo desnudos en la cama. Eso sí, si había alguien capaz de inventarse una mentira que lo explicará, ésa era sin duda mi tía. Andais, Reina del Aire y la Oscuridad, podía darle la vuelta a cualquier escándalo. Ofuscados por sus encantos, los periodistas tendían a escribir lo que ella les pedía que escribieran, aunque limpiar este escándalo en particular iba a poner a prueba su talento. Siempre había soñado con ver fracasar a mi tía, pero en ese momento deseaba con todas mis fuerzas que obtuviera un éxito brillante. ¿Era un actitud hipócrita? Quizá sí, o quizá simplemente práctica.