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Los sithen, los promontorios del país de los elfos, se levantaban entre la tenue luz, pequeñas montañas de terciopelo que se recortaban contra un cielo anaranjado. La luna de plata ya estaba en lo alto, brillando con un resplandor argentino. Respiré hondo varias veces en aquel aire frío y cortante. En ocasiones, en California, te levantabas por la mañana con un aire que parecía de otoño, y tenías que ponerte pantalones y un jersey ligero hasta el mediodía. Algunas hojas caerían esporádicamente al suelo, sin ningún orden, y habría pequeños montículos de hojas marrones secas que, en determinadas mañanas, bailarían una extraña danza a ras de suelo, empujadas por un viento que parecía de octubre. Luego, al mediodía, tenías que ponerte pantalones cortos y te sentías como en el mes de junio.
Pero ésta era la realidad. El aire era frío, aunque no demasiado. El viento que soplaba a nuestra espalda olía a campos de maíz seco y al perfume oscuro y crujiente de las hojas moribundas.
Si hubiera podido llegar a casa en octubre y ver sólo a la gente que deseaba ver, me habría gustado. Otoño era mi estación favorita, y octubre mi mes preferido.
Me detuve en el camino, y los dos hombres se detuvieron conmigo. Barinthus me miró y arqueó las cejas.
– ¿Qué pasa? -preguntó Galen.
– Nada -dije-, absolutamente nada. -Volví a respirar profundamente el aire de otoño-. El aire nunca huele así en California.
– Siempre te ha gustado el mes de octubre -dijo Barinthus.
Galen sonrió.
– Os llevé a ti y a Keelin a recorrer las casas en la noche de Halloween hasta que fuiste demasiado mayor para ello.
Negué con la cabeza.
– Nunca he sido demasiado mayor. Simplemente, mi encanto se hizo lo bastante poderoso para esconder mi verdadera esencia. Keelin y yo íbamos solas cuando cumplí quince años.
– ¿Tenías suficiente encanto a los quince años para esconder a Keelin de la vista de los mortales? -preguntó Barinthus.
Lo miré y asentí con la cabeza.
– Sí.
Abrió la boca como si quisiera hablar, pero una poderosa voz masculina nos interrumpió:
– Vaya, ¿no es conmovedor?
La voz nos envolvió a todos en un remolino hasta que vimos una mancha en el camino. Galen se colocó delante de mí, ofreciéndome su cuerpo como escudo. Barinthus buscaba en la oscuridad por si había alguien más detrás de nosotros. No había nadie detrás, pero bastaba con lo que había delante.
Mi primo Cel estaba de pie en medio del camino. El pelo suelto caía sobre su cuerpo como una capa larga y recta, con lo cual era difícil discernir dónde acababa el pelo y dónde empezaba la gabardina negra. Iba vestido todo de negro con la excepción de una camisa blanca que destellaba como una estrella en noche cerrada.
No estaba solo. De pie a su lado, dispuesta a colocarse delante de él si era preciso, estaba Siobhan, la capitana de su guardia y su asesina favorita. Era baja, no mucho más alta que yo, pero la había visto levantar un Volkswagen y chafar a alguien con él. La blancura de su cabello relucía en la oscuridad, pero sabía que era blanco y de un gris plateado, como telas de araña. Su piel era pálida, de un blanco apagado, distinto del blanco brillante de Cel o de mí. Sus ojos eran de un gris extinguido, como los de un pez muerto. Llevaba una armadura negra, y un casco bajo un brazo. Era un mal presagio que Siobhan llevara la vestimenta completa de batalla.
– Una armadura completa -dijo Galen-. ¿Y eso?
– La preparación lo es todo en la batalla, Galen. -Su voz, un susurro seco y sibilante, se adecuaba a su presencia.
– ¿Vas a librar una batalla? -preguntó Galen.
Cel rió con aquella misma risa que había contribuido a convertir mi infancia en un infierno.
– No habrá batalla esta noche, Galen, sólo es una paranoia de Siobhan. Tenía miedo de que Meredith hubiera adquirido poderes en su viaje hacia las tierras del oeste, pero ya veo que los temores de Siobhan no estaban justificados.
Barinthus puso sus manos en mis hombros y me atrajo hacia él.
– ¿A qué has venido, Cel? La reina nos ha enviado para que llevemos a Meredith a su presencia.
Cel se deslizó por el camino, tirando de la correa que iba desde su mano a una pequeña figura acurrucada a sus pies. La figura había estado escondida detrás de la gabardina de Cel y el cuerpo de Siobhan. A1 principio, no me di cuenta de quién era.
La figura se incorporó hasta quedar agachada, de manera que su cabeza quedó a la altura del pecho de Cel. Era de una piel tan marrón como la de Gran, pero su cabello grueso le caía en rizos castaños hasta los tobillos. Parecía humano o casi humano en la oscuridad, pero yo sabía que con una buena luz uno apreciaría que su piel estaba cubierta con un vello suave y sedoso. Su cara era plana y anodina, como si estuviera a medio esculpir, inacabada. Su cuerpo delgado y delicado, tenía algunos brazos adicionales y cuatro piernas, con lo cual se desplazaba con un extraño balanceo. La ropa ocultaba aquellos apéndices, pero no el movimiento de su andar.
El padre de Keelin era un durig, un duende con un sentido del humor muy sombrío: el tipo de humor que podría costarle la vida a un ser humano. Su madre era una brownie. Keelin había sido escogida como mi compañera casi desde la infancia. Fue una elección de mi padre, y nunca había tenido motivo para quejarme de ello. A1 crecer, nos habíamos hecho grandes amigas. Quizá se debiera a la sangre de brownie que teníamos ambas. Fuera cual fuese la causa, se estableció una conexión inmediata entre nosotras. Habíamos sido amigas desde el primer momento que miré sus ojos marrones.
Ver a Keelin al extremo de la correa de Cel me dejó sin palabras. Había gran variedad de maneras de acabar como «mascota» de Cel. Una era ser castigado por la reina y ser entregado a Cel; otra, voluntariamente. Siempre me había sorprendido cuántas duendes menores permitían a Cel que abusara de ellas de la manera más infame por la sola esperanza de que si quedaban embarazadas se convertirían en miembros de la corte. Exactamente como Gran.
Aunque Gran hubiera clavado una punta de hierro en el corazón de mi abuelo antes que permitir que la tratara como a un perro.
Me aparté de Barinthus hasta que él bajó las manos y me quedé sola en el camino. Galen y Barinthus estaban detrás de mí, cada uno a un lado como buenos guardias reales.
– Keelin -dije-, ¿qué haces… aquí?
No era exactamente la pregunta que quería formular. Mi voz sonó tranquila, razonable, ordinaria. Lo que quería hacer era gritar, chillar.
Cel la atrajo hacia sí, tirándole del pelo, presionándole la cara contra su pecho. Su mano se desplazó por su hombro, cada vez más abajo, hasta que cogió uno de sus pechos, amasándolo.
Keelin volvió la cabeza y su cabello le escondió la cara de mí. El sol ya casi se había puesto, faltaban pocos minutos para la verdadera oscuridad; ella era sólo una sombra más densa contra la oscuridad de Cel.
– Keelin, Keelin, háblame.
– Quiere ser un miembro de la corte -dijo Cel-. Que yo disfrute de ella la hace partícipe de todas las celebraciones. -Se acercó más al cuerpo de Keelin, y su mano se perdía de vista bajo el cuello redondo de su vestido-. Si tiene un hijo, será una princesa, y su hijo heredero al trono. Su hijo te podría desplazar al cuarto lugar de la sucesión al trono -dijo, con voz clara y sosegada mientras su mano se desplazaba por el cuerpo de Keelin.
Di un paso hacia adelante, estirando el brazo.
– Keelin…
– Merry -dijo ella, girándose para mirarme durante un momento, con una voz con el mismo sonido dulce que había tenido siempre.
– No, no, animalito mío -dijo Cel-. No hables. Ya hablaré yo por los dos.
Keelin se quedó en silencio y ocultó de nuevo la cara.
Me quedé allí, y hasta que Barinthus me tocó el hombro no me di cuenta de que mis puños estaban apretados… Volvía a temblar, pero no de miedo, sino de ira.
– La reina nos ha prohibido contarte nada, Merry. Debería haberte avisado de todos modos -se disculpó Galen, moviéndose hacia el otro lado.
Era casi como si los dos esperaran tener que agarrarme para retenerme antes de que hiciera algo descabellado. Pero no iba a hacerlo. Eso era lo que buscaba Cel. Había venido para hacer ostentación de Keelin, para enrabiarme, con Siobhan a su espalda para matarme. Estoy segura de que habría urdido alguna historia, habría explicado que yo le había atacado y su guardia se había visto obligada a defenderle. La reina se había creído historias con menos fundamento a lo largo de los años. Tenía motivos para mostrarse confiado respecto a la reina. Yo debía mantener la calma, porque lo único que podía hacer ahí era morir. Podía haberme llevado a Cel por delante. Era una de las pocas personas con las que utilizaría la mano de carne sin perder el sueño por ello. Pero Siobhan era diferente. Siobhan me mataría.
– ¿Cuánto tiempo lleva Keelin con él? -pregunté.
Cel empezó a contestar, pero levanté una mano.
– No, no hables, primo. He preguntado a Galen.
Cel me sonrió, como un destello de blanco en la oscuridad. Curiosamente, permaneció en silencio. Me sorprendió, aunque también sabía que si tenía que oír su voz todavía una vez más, empezaría a gritar hasta acallarle.
– Respóndeme, Galen.
– Casi desde que te fuiste.
Sentí una opresión en el pecho, me ardían los ojos. Ése era mi castigo, mi castigo por escapar de la corte. A pesar de que no le había dicho a Keelin que me iba, aunque ella era inocente, le habían hecho daño para hacérmelo a mí. Cel la había conservado como mascota durante casi tres años, esperando que yo regresara a casa. Pasándoselo bien sin duda, y si nacía un niño, tanto mejor. Pero no era el deseo de niños lo que había motivado la elección de Keelin. Miré el rostro petulante de Cel, y hasta a la luz de la luna interpreté su expresión. Ella había sido elegida por venganza, para castigarme. Y yo había estado a miles de kilómetros, desaparecida.
Cel y mi tía habían esperado pacientemente para mostrarme su sorpresa. Tres años de tormento de Keelin y nadie me lo había dicho. Mi tía me conocía mejor de lo que yo imaginaba, porque saber que Keelin había sufrido durante todo el tiempo que yo había estado fuera me hubiera corroído. Y si me reservaba la libertad de Keelin como pago por aquello que quería de mí, me podría tener. Necesitaba hablar a solas con Keelin.
Por mucho que odiara a Cel, ésta era una de las pocas maneras en las que Keelin podría entrar en la corte. Había sido una de mis damas durante la espera, mi compañera. Pero ser mi amiga y mi sirvienta le había permitido ver los tejemanejes de la corte. Sabía que tenía gran necesidad de ser aceptada entre aquella turba, hambre suficiente, quizá, para resistir a Cel y quedar resentida si yo ponía fin a la situación. El hecho de que yo lo viera como un rescate no significaba necesariamente que Keelin lo viera igual. Hasta saber exactamente cómo se sentía, no podía hacer nada.
La mano de Cel apareció finalmente a la vista. Ver su mano pálida en el hombro de Keelin en lugar de en las profundidades de su vestido me ayudaba a quedarme mirando, sin actuar.
– La reina me ha enviado para escoltar a mi prima hasta sus aposentos. Vosotros dos tenéis una cita en el salón del trono.
– Ya sé lo que tengo que hacer -dijo Barinthus.
– ¿Cómo podemos confiar en que no le harás daño? -preguntó Galen.
– ¿Yo? ¿Hacer daño a mi prima? -Cel volvió a reír.
– No deberíamos marchar. -La voz de Barinthus sonó grave y firme. Había que conocerle muy bien para percibir su ira.
– ¿Tú también tienes miedo de que le haga daño, Barinthus?
– No -dijo Barinthus-. Tengo miedo de que te haga daño ella a ti, príncipe Cel. La vida de su único heredero es de gran importancia para nuestra reina.
Cel soltó una carcajada larga y sonora. Continuó riendo hasta que le saltaron las lágrimas, o fingió limpiárselas.
– Quieres decir, Barinthus, que tienes miedo de que intente hacerme daño y yo la coloque en su sitio.
Barinthus se inclinó hacia mí y murmuró:
– No puedes permitir mostrarte débil ante Cel. No creo que se enfrente a nosotros. Sería una osadía. Si has adquirido poder en las tierras del oeste, muéstralo ahora, Meredith.
Me di la vuelta para mirarle a la cara. Estaba tan cerca de mí que su cabello me rozaba el pecho; olía a océano y a hierba fresca. Volví a murmurarle:
– Si le muestro mis poderes ahora, perderé el factor sorpresa. Su voz era como el delicado murmullo de agua sobre un lecho de guijarros. Usaba su propio poder para asegurarse de que Cel no nos podría oír.
– Si Cel insiste en que nos vayamos y nosotros desobedecemos, será malo para nosotros.
– ¿Desde cuándo la Guardia de la Reina debe obediencia a su hijo? -pregunté.
– Desde que la reina lo decretó.
Cel dijo en voz alta:
– Te ordeno a ti, Barinthus, y a ti, Galen, que acudáis a vuestra cita. Nosotros escoltaremos a mi prima hasta la reina.
– Asústale, Meredith -dijo Barinthus-. Haz que desee que nos quedemos. Cel tendría acceso al anillo de su madre.
Lo miré. No me molesté en preguntarle a Barinthus si realmente pensaba que Cel había intentado matarme en el coche. De no haberlo creído posible, no lo habría dicho.
– Os he dado a los dos una orden directa-dijo Cel. Levantó la voz porque el viento arreciaba.
El viento tomó fuerza, soplando por las largas gabardinas de los hombres, chirriando entre las hojas secas de los árboles de la linde del bosque que se abría a nuestra derecha. Me volví hacia los árboles. Casi podía entender el viento y los árboles, casi distinguía el lamento de los árboles al percibir la llegada del invierno y el frío que se avecinaba. El viento arreció y arrastró un pequeño montón de hojas recién caídas a lo largo del camino rocoso, pasando por Cel y sus mujeres, hasta que rozaron mis pies. El viento levantó las hojas en un remolino que sentí como delicadas manos jugueteando con mis piernas. Las hojas eran arrastradas por un empuje repentino de dulce viento otoñal. Cerré los ojos y respiré aquel aire.
Me separé de Barinthus y me acerqué un poco a Cel, pero no me dirigía hacia él. Era la llamada de la tierra. El país estaba contento de mi regreso y su poder me recibió de una manera nueva para mí.
Levanté los brazos a cada lado y me abrí a la noche. Sentía el viento soplando no contra mi cuerpo sino a través de él, como si yo fuera uno de los árboles de arriba, no un obstáculo al viento sino parte de él. Sentí el movimiento de la noche, su pulso apresurado e impetuoso. Bajo mis pies el suelo se hundía a profundidades inimaginables, y las podía sentir todas, y durante un momento noté cómo el mundo giraba. Experimenté un balanceo lento y pesado alrededor del Sol. Estaba de pie, plantada sólidamente, como las raíces de un árbol que penetra más y más profundamente hacia la tierra viva y fría. Pero esto era lo único sólido que había en mí. El viento sopló a través de mi cuerpo como si no estuviera allí, y supe en ese momento que podría haber envuelto la noche en torno a mí y caminar de forma invisible entre los mortales. Pero no estaba tratando con mortales.
Abrí los ojos con una sonrisa. La ira, el desconcierto, todo había desaparecido, había sido barrido por aquel viento que olía a hojas secas y a especias, como si pudiera sentir en él cosas a medio recordar, a medio soñar. Era una noche salvaje, y desprendía una magia salvaje, si uno la podía reconocer. La magia de la Tierra se puede arrancar por alguien lo suficientemente poderoso para hacerlo, pero la Tierra es tenaz y se resiente si se abusa de ella. Siempre se acaba pagando por la fuerza ejercida contra los elementos. Sin embargo, algunas noches, o incluso algunos días, la Tierra se ofrece como una mujer deseosa de echarse en los brazos de su amante. Acepté su invitación. Bajé las barreras y sentí que el viento arrancaba pequeñas partes de mí como polvo en la noche, pero por cada trozo que arrancaba, me llenaba con otro mayor. Me entregué a la noche y la noche me llenó, el suelo me abrazó, deslizándose por las plantas de mis pies, hacia arriba, hacia arriba, como un árbol que se alimenta, profundamente, con tranquilidad y frialdad.
Durante un momento no estuve segura de si quería mover los pies lo suficiente para caminar. Tenía miedo de romper aquel contacto. El viento se arremolinaba a mi alrededor, colocándome el pelo por la cara, trayéndome el aroma de hojas quemadas, y reí. Avancé por el camino de piedras y, a cada taconazo, la Tierra se movía conmigo. Anduve a través de la noche como si estuviera nadando, nadando por corrientes de poder. Caminé hacia mi primo, sonriente.
Siobhan se puso delante de él, con su cabello enmarañado oculto bajo el casco completamente negro. Sólo brillaban sus manos blancas, como fantasmas flotantes en la oscuridad. Podía herir o matar con un toque de aquella piel pálida.
Barinthus me siguió. Sabía sin necesidad de mirar que levantaba el brazo hacia mí, podía sentirle avanzando a través del poder, a mi espalda. Casi podía verle, como si yo tuviera ojos en la nuca. Toda la magia que siempre había poseído había sido muy personal. Ésta no era personal. Sentía mi propia pequeñez, lo vasto que era el mundo, pero no se trataba de una sensación de soledad. Durante aquel momento, me sentí abrazada toda yo. Querida.
Barinthus volvió a bajar el brazo, sin tocarme. Su voz silbó como agua encima de arena.
– Si hubiera sabido que podías hacer esto, no me habría preocupado por ti.
Reí, y el sonido era jovial, libre. Seguí abriéndome, como una puerta dejada de par en par. No; como si la puerta, la pared en la que se encontraba y la casa que la albergaba se fundieran en el poder.
Barinthus respiró bruscamente.
– Por la gracia de la Tierra, ¿qué has hecho, Merry? -Nunca utilizaba este nombre.
– Compartir -murmuré.
Galen se dirigió a nosotros, y el poder se abrió ante él sin que mediara pensamiento alguno por mi parte. Nosotros tres estábamos allí llenos de noche. Era un poder generoso, una presencia que reía y que daba la bienvenida.
El poder brotó de mí hacia el exterior, o quizá fui yo quien me moví hacia adelante a través de algo que siempre había estado allí, pero aquella noche lo podía sentir. Siobhan dio un paso hacia adelante, pero el poder no la llenó, la rechazó. La magia de Siobhan era un insulto contra la Tierra y el lento ciclo de la vida, porque Siobhan robaba la vida, precipitaba la muerte hacia la puerta de alguien o de algo antes de que llegara su hora. Por primera vez comprendí que, de alguna manera, Siobhan estaba fuera del círculo, que era muerte que todavía se movía como si viviera, pero la Tierra no la conocía.
El poder habría saludado a Cel, pero pensó que yo había provocado el primer ímpetu y se protegió de él. Sentí que sus escudos se colocaban en su sitio, lo sostenían detrás de las paredes metafísicas, a salvo pero incapaz de compartir la ofrenda.
Pero Keelin no se cerró ni se apartó. Quizá no tenía suficientes escudos para levantar paredes, o quizá no deseaba construirlas. Pero noté que ella entraba en el poder, que se abría a él, y oí su voz derramándose en un suspiro que se mezcló con el viento.
Keelin avanzó hasta el límite que establecía la correa, levantando cada uno de sus cuatro brazos para saludar la noche.
Cel tiró de ella hacia atrás con la correa de piel. Keelin dio un traspié, y sentí cómo su espíritu se desmoronaba.
Dirigí una mano hacia ella y el poder, aunque escapaba a mi control, se amplió y abrazó a Keelin. Empujó a Cel igual que el agua empuja una roca que se halla en el centro de una corriente, como algo que rodear, como si no existiera. El empujón le hizo trastabillar y la correa se le escapó de la mano. Su cara pálida se levantó hacia la luna creciente, y su bello rostro reflejó el terror más absoluto.
La visión me gustó, era un placer. El flujo generoso de poder se curvó a mi alrededor, tiró como la madre tira del brazo de su hijo travieso. No había lugar para la delicadeza en medio de una vida así. Keelin estaba de pie en medio del camino, con los brazos extendidos y la cabeza hacia atrás, de manera que el claro de luna brillaba de lleno en su cara a medio formar. Para Keelin fue un momento extraño y maravilloso mostrar su cara claramente a la luz.
Siobhan vino hacia mí con un brillo oscuro de manos blancas y el brillo negro de la armadura. Reaccioné sin pensar, moviendo la mano hacia adelante como si aquel gran poder aletargado fuera a responder a mi gesto. Y lo hizo.
Siobhan se detuvo al topar contra un muro. Sus manos blancas brillaban con una llama pálida que no era tal. Su poder se dirigió hacia algo que ni tan siquiera yo podía ver. No obstante, sentí su frialdad intentando devorar la noche cálida, y aquí no tenía poder. Si hubiera estado entre los verdaderamente vivos, si su tacto hubiera provocado una muerte ordinaria, la Tierra no la habría detenido. El poder era más neutral que todo eso. Me quería, de alguna manera me daba la bienvenida, pero daría igualmente la bienvenida a mi cuerpo en descomposición con su abrazo caliente y lleno de gusanos. Tomaría mi espíritu en el viento y lo llevaría a algún otro lugar.
Sin embargo, la magia de Siobhan no era natural, y no podía pasar. Entenderlo podía darme la clave de su destrucción. Pero se necesitaría a alguien con más experiencia en hechizos ofensivos para descifrar la clave.
Se produjo un movimiento más allá de nuestro grupito. Cel y Siobhan se volvieron para ver su última amenaza, y cuando advirtieron que se trataba de Doyle, sus cuerpos no se relajaron. El príncipe y heredero al trono y su guardia personal tenían miedo de la Oscuridad de la Reina. Me resultó interesante. Tres años atrás, Cel no tenía miedo de Doyle. No temía a nadie, excepto a su madre. Y ni siquiera ante ella temía la muerte, porque él era lo único que tenía para transmitir su sangre. Su único hijo. Su único heredero. Nadie retó a Cel a duelo, nunca, porque no osaban ganar, y perder podría significar la muerte. Había vivido durante los tres últimos siglos intacto, sin desafíos, sin temor, hasta entonces.
Entonces vi, casi percibí, la incomodidad de Cel. Tenía miedo. ¿Por qué?
Doyle iba vestido con una capa negra, con capucha, que le caía hasta los tobillos y lo cubría por completo. Su cara era tan oscura que el blanco de sus ojos parecía flotar en el negro círculo de su capucha.
– ¿Qué está ocurriendo aquí, príncipe Cel?
Cel se apartó del camino para poder controlar a Doyle y al resto de nosotros. Siobhan lo acompañó. Keelin se quedó en el camino, pero el poder se estaba retirando, como si se moviera con el viento y pasara a nuestro lado para viajar a otro sitio. Me dio una última caricia fría, picante, y se escurrió.
Nuevamente había solidez bajo mi piel. Había un precio para toda magia, pero no para ésta. Se me había ofrecido sin que yo la pidiera. Quizás ése fuera el motivo por el que no me sentía cansada, sino fuerte y entera.
Keelin avanzó por el camino hacia mí, y me tendió sus manos primitivas. Sin duda, se sentía tan renovada como yo, porque sonreía y aquel miedo atroz había desaparecido, barrido por el dulce viento.
Tomé sus manos entre las mías. Nos besamos las dos, en las dos mejillas, y luego la atraje hacia mí y ella me rodeó los hombros con sus brazos superiores, y por la cintura con los inferiores. Nos apretamos con tanta fuerza que sentí la presión de sus pequeños pechos, los cuatro. Me asaltó un pensamiento: ¿le habría gustado a Cel estar con alguien que tenía tantos pechos? En mi cabeza se formó una imagen y me froté los ojos, como si así fuera a conseguir liberarme de ella.
Le recorrí la espalda con la mano hasta su cabello espeso, como una piel, y me di cuenta de que yo ya estaba llorando.
La voz de Keelin, dulce y casi como la de un pájaro, me consolaba.
– Todo va bien, Merry. Todo va bien.
Negué con la cabeza y me eché hacia atrás para poder verle la cara.
– No va todo bien.
Me tocó la cara, cogiendo mis lágrimas con los dedos. Ella no tenía lagrimales, una mala jugada de la genética la había dejado sin ellos.
– Siempre has llorado por mí, pero no llores ahora.
– ¿Cómo puedo evitarlo?
Volví a mirar a Cel, que susurraba algo a Doyle. Siobhan me estaba observando. Podía sentir su mirada muerta a través del casco que llevaba, aunque no le viera los ojos. No iba a olvidar fácilmente que había utilizado magia contra ella y había ganado o, mejor dicho, no había perdido. Ni lo olvidaría ni me perdonaría. Pero éste era un problema para otra noche. Volví a centrarme en Keelin: los desastres de uno en uno, por favor. Mis manos se dirigieron al duro collar de piel que le ceñía el cuello. Me tocó las muñecas.
– ¿Qué haces, Merry?
– Te estoy quitando esto.
Delicadamente, retiró mis manos.
– No.
Negué con la cabeza.
– ¿Cómo puedes…? ¿Cómo has podido?
– No vuelvas a llorar -dijo Keelin-. Sabes por qué lo hice. Sólo me quedan algunas semanas, sólo hasta Samhain. Tres años en total. Si no estoy embarazada, quedaré libre de él. Si quedo embarazada, deberá tratarme como a una esposa, o no tocarme en absoluto. Mantenía la calma al respecto, una calma terrible, sólida, como si se tratara de una situación… habitual.
– No lo entiendo -dije.
– Lo sé, pero tú siempre has tenido sangre real, Merry. -Me puso una mano en los labios antes de que pudiera protestar, y sus otras manos todavía sostenían las mías-. Sé que te han tratado como un pariente pobre, Merry, pero eres una de ellos. Su sangre fluye en tus venas, y… -Levantó la cabeza, quitando su mano de mi boca, pero me apretó las manos con más fuerza todavía-. Eres un miembro del club, Merry. Estás dentro de la casa grande, mientras que nosotros esperamos fuera bajo el frío y la nieve con nuestras caras contra el cristal.
Me aparté de aquellos tiernos ojos marrones.
– Utilizas mi propia metáfora contra mí.
Me tocó la cara con la mano superior izquierda, su mano dominante.
– Te la he oído decir muchas veces.
– Si te lo hubiera pedido, ¿habrías venido conmigo?
Se puso a reír, pero incluso al claro de luna, era una sonrisa amarga.
– A no ser que estuvieras conmigo a todas horas del día y de la noche, no podrías usar tu encanto para protegerme. -Agitó la cabeza-. Soy demasiado espantosa para los ojos humanos.
– No lo eres…
Esta vez, me detuvo con sólo una mirada.
– Soy como tú, Merry. No soy ni durig ni brownie.
– ¿Y Kurag? Cuidó de ti.
Bajó la cabeza.
– Es cierto que entre cierto tipo de trasgos, se me considera bastante peculiar. Tener miembros y pechos adicionales es una marca de gran belleza entre ellos.
Sonreí.
– Me acuerdo del año en que me llevaste al Baile de los Trasgos. Me veían fea.
Keelin se echó a reír pero sacudió la cabeza.
– Pero todos intentaron bailar contigo, fea o no. -Me miró, conduciendo mi mirada hacia la suya-. Todos querían tocar la piel de una princesa con sangre real, porque sabían que a no ser que te violaran no podrían tocar nunca tu dulce cuerpo.
No sabía cómo reaccionar ante la amargura de su voz.
– No eres responsable de tu aspecto, ni yo del mío. No es culpa de nadie. Nosotros somos lo que somos. A través de ti vi la corte y la multitud brillante. No podía regresar a Kurag y a sus duendes después de la vida que me habías mostrado. Hubiera estado contenta de estar detrás de tu silla en los banquetes durante el resto de mis días, pero ver que desaparecías de golpe… -Me soltó las manos y se apartó de mí-. No podía resistir perderlo todo cuando te fuiste. -Rió; la risa era todavía como la de un pájaro, pero ahora era burlona, y oí en ella el eco de Cel-. Además, a Cel le gusta una mujer de cuatro pechos y dice que nunca se ha acostado con nadie que pudiera colocar dos juegos de piernas alrededor de su cuerpo blanco.
Keelin hizo un pequeño sonido de succión, y supe que estaba llorando. Que no tuviera lágrimas no significaba que no pudiera llorar.
Se volvió hacia Cel, y yo la dejé marchar. Me acusaba de mostrarle la luna cuando no la podría tener. Quizá Keelin tenía razón. Quizá le había hecho daño, pero no era mi intención. Por supuesto, que lo hiciera sin querer no suponía que le doliera menos.
Tomé aire varias veces en aquella noche otoñal, intentando no volver a llorar. El aire era todavía tan dulce como antes, pero se le había ido una parte del placer.
– Lo siento, Meredith -dijo Barinthus.
– No lo sientas por mí, Barinthus, no soy yo la que está al extremo de la correa de Cel.
Galen me tocó el hombro y empezó a abrazarme, pero le aparté.
– No, por favor. Si me consuelas, lloraré.
Esbozó una sonrisa fugaz.
– Intentaré recordarlo para el futuro.
Doyle se nos acercó. Se había bajado la capucha, pero era prácticamente imposible decir dónde acababa su pelo negro y dónde empezaba la capa. Lo que sí veía era que la parte frontal de su cabello estaba recogida en un pequeño moño en el centro de su cabeza, dejando al desnudo sus exóticas orejas puntiagudas. Los pendientes de plata brillaban a la luz de la luna. Había cambiado algunos por aros más grandes, de manera que chocaban entre sí cuando se movía, produciendo un leve tintineo. Cuando llegó a nuestra altura observé que llevaba aros adornados con plumas, tan largas que le rozaban los hombros.
– Barinthus, Galen, creo que nuestro príncipe os ha dado órdenes.
Barinthus dio un paso adelante para mirar a su interlocutor. Si Doyle estaba intimidado por la presencia física del otro, no lo mostró.
– El príncipe Cel dijo que llevaría a Meredith a la presencia de la reina. Me pareció poco sensato.
Doyle asintió.
– Yo escoltaré a Meredith hasta la reina. -Miró por encima de Barinthus hasta encontrarme. Era difícil afirmarlo en la oscuridad, pero me pareció percibir una leve, muy leve sonrisa-. Creo que nuestro príncipe ya ha tenido suficiente de su prima por hoy. No sabía que podías invocar a la Tierra.
– No la invoqué. Se me ofreció ella misma -dije.
Le oí tomar aire y expulsarlo.
– Ah, eso es distinto. No es tan poderoso como los que pueden apartar a la Tierra de su curso, pero, en algunos aspectos, es más desconcertante, porque el país te ha dado la bienvenida. Te reconoce. Interesante.
Miró a Barinthus.
– Creo que se os requiere a los dos en otro lugar.
Su voz era muy sosegada, pero bajo estas sencillas palabras se percibía algo oscuro y amenazador. Doyle siempre había podido controlar a sus hombres con la voz, profiriendo las más dulces palabras junto con las más terribles amenazas.
– ¿Tengo tu palabra de que no se le hará ningún daño? -preguntó Barinthus.
Galen se colocó al lado de Barinthus. Tocó el brazo del hombre más alto. Una pregunta así casi equivalía a cuestionar una orden. Y eso podía costarle ser desollado vivo.
– Barinthus -dijo Galen.
– Te doy mi palabra de que llegará sana y salva a la presencia de la reina.
– No es eso lo que he preguntado -dijo Barinthus.
Doyle se acercó lo suficiente a Barinthus para que su capa se mezclara con el abrigo del hombre más alto.
– Ten cuidado, dios del mar, de no preguntar más de lo que deberías.
– Lo cual significa que temes por su seguridad en manos de la reina, igual que yo -dijo Barinthus, con una voz neutra.
Doyle levantó una mano perfilada en fuego verde. Yo empecé a caminar hacia ellos antes de tener tiempo de pensar en algo adecuado que decir cuando llegara allí.
Barinthus centró su atención en Doyle y aquella mano que quemaba, pero Doyle vio que me aproximaba a ellos. Galen estaba al lado, obviamente sin saber qué hacer. Intentó alcanzarme, para detenerme, creo.
– Quédate al margen, Galen. No voy a hacer ninguna locura.
Dudó un momento, pero luego se retiró y dejó que me encarase con los otros dos hombres. El fuego de la mano de Doyle derramaba sobre ambos sombras de luz verde y amarilla. Los ojos de Doyle no reflejaban el fuego, sino que parecían arder a su vez. A tan corta distancia, percibía no sólo su poder como un desfile de insectos sobre mi piel, sino también el lento despertar del poder de Barinthus, el poder del mar que golpea las rocas.
Sacudí la cabeza.
– Parad, los dos.
– ¿Qué has dicho? -preguntó Doyle.
Empujé a Barinthus con fuerza suficiente para hacerlo tambalear. Quizá no podía levantar coches y aplastar con ellos a la gente, pero podía meter mi puño por la puerta de un coche y no romperme la mano. Lo empujé de nuevo, hasta que estuvieron lo bastante separados para no temer que se liaran a bofetadas.
– Has recibido órdenes del heredero al trono y del capitán de tu Guardia. Obedécelas y vete. Doyle te ha dado su palabra de que llegaré a salvo a presencia de la reina.
Barinthus me miró. Su semblante parecía neutral, pero sus ojos no. Doyle siempre había sido uno de los obstáculos entre la reina y la muerte prematura. Por un momento, me pregunté si Barinthus buscaba una excusa para enfrentarse a la Oscuridad de la Reina. Si era el caso, yo no iba a proporcionársela. Matar a Doyle supondría el estallido de una revolución. Miré la cara de Barinthus e intenté comprender qué pensaba. ¿Había sentido la acogida del país? ¿O había alguna nueva tensión entre los dos hombres, sobre la que no se me había informado? No importaba.
– No -dije. Continué con mi mirada clavada en él y repetí-: No.
Barinthus miró por encima de mí hasta fijar su mirada en Doyle.
Doyle dobló su mano libre hasta unirla con la mano de fuego para formar con ambas una sola mecha.
Me situé entre él y Barinthus.
– Basta de teatro, Doyle.
Sentía su cruce de miradas como un peso que aprisiona el aire. Siempre había habido tensión entre ellos, pero no tanta.
Caminé hacia Doyle hasta que el fuego coloreado dibujó sombras horribles en mi cara y en mi vestido. Estaba lo suficientemente cerca para ver que el fuego no daba ni calor, ni vida, ni nada, pero no era una ilusión. Había visto de qué era capaz el fuego de Doyle. Igual que las manos de Siobhan, podía matar.
Tenía que hacer algo para disipar la tensión existente entre ellos. Había visto empezar muchos duelos por menos. Demasiada sangre, demasiada muerte por estas cosas estúpidas.
Toqué los dos codos de Doyle y moví mis manos lentamente por sus antebrazos.
– Ver a Keelin me ha roto el corazón, tal y como Andáis sabía, de modo que llévame ante ella.
Mis manos se deslizaron lentamente por sus brazos, y observé que su negra piel estaba al descubierto; llevaba manga corta debajo de la larga capa.
– El país te recibe, pequeña, y tu osadía crece -dijo Doyle.
– No era osadía, Doyle. -Mis manos estaban casi en sus muñecas, casi en el interior de las llamas. No había calor para avisarme, sólo el recuerdo de ver a un hombre retorciéndose de dolor y muriendo devorado por una llama verde-. Esto es osadía.
Hice dos cosas a la vez. Llevé mis manos hacia arriba, allí donde estaba la llama y soplé, como si estuviera apagando una vela.
Las llamas se desvanecieron como si las hubiera apagado, pero no lo había hecho. Doyle las había apagado una fracción de segundo antes de que mi piel las tocara.
Estaba lo suficientemente cerca para que, a la luz de la luna, pudiera ver que estaba conmovido y aterrorizado por lo que casi había hecho.
– Estás loca.
– Me diste tu palabra de que llegaría a la reina sana y salva. Siempre mantienes tu palabra, Doyle.
– Confiaste en que no te haré daño.
– Confié en tu sentido del honor, sí.
Doyle volvió a mirar a Cel y a Siobhan. Keelin se había reunido con ellos. Cel nos observaba con una expresión que indicaba que casi creía que yo había hecho exactamente lo que parecía que había hecho, apagar la llama de Doyle.
Dejé una mano en la muñeca de Doyle y le lancé un beso a mi primo con mi mano libre.
Saltó como si el beso le hubiese golpeado. Keelin se había acurrucado cerca de él y me estaba mirando, con ojos no del todo amistosos.
Siobhan se interpuso, y esta vez desenvainó su espada, una línea brillante de gélido acero. Sabía que el mango era de hueso labrado, y la armadura, de bronce; pero, para matar, utilizábamos acero o hierro. Tenía una espada corta de bronce a su lado, pero había sacado el filo de acero que portaba en su espalda. Para la defensa, habría sacado el bronce, pero había desenvainado el acero. Quería matar. Resultaba interesante saber que era honesta.
Doyle me sujetó los dos brazos y me dio la vuelta para que lo mirara.
– Esta noche no quiero luchar contra Siobhan porque has asustado a tu primo.
Sus dedos se me clavaron en la piel y supe que me había magullado, pero reí. Y mi risa sonó con una amargura que me recordó a alguien, a alguien con ojos marrones sin lágrimas.
– No olvides que también he asustado a Siobhan. Esto es mucho más impresionante que asustar a Cel.
Me sacudió con fuerza.
– Y más peligroso.
Me soltó tan de golpe que trastabillé y estuve a punto de caer. Sólo su mano en mi codo impidió mi caída.
Miró más allá de mí.
– Barinthus, Galen, marchad ahora.
Había auténtica preocupación en su voz, y pocas veces dejaba traslucir esta emoción primitiva. Yo estaba desconcertando a todo el mundo, y una pequeña parte oscura de mí estaba complacida.
Doyle continuó cogiéndome del brazo y empezó a conducirme por el camino.
No miré hacia atrás para ver marchar a Barinthus y a Galen, ni para inquietar más a Siobhan. No se trataba de prudencia. No quería ver a Keelin abrazada a Cel.
Trastabillé, y Doyle tuvo que sujetarme de nuevo.
– Vas demasiado rápido para los zapatos que llevo -dije.
En realidad era culpa de la cartuchera del tobillo, pero lo achacaría a los zapatos mientras pudiera. Caminaba al lado de la persona que me quitaría la pistola si la encontraba.
Redujo el paso.
– Deberías haberte puesto algo más cómodo.
– He visto a la reina obligando a algunos sidhe a desnudarse en los banquetes cuando no le gustaba su ropa. Así que perdóname, pero quiero que le guste el vestido. -Sabía que no podía soltar el brazo sin luchar, y aun así no tenía las de ganar; intenté recurrir al razonamiento-. Dame el brazo, Doyle, escóltame como a una princesa, no como a un prisionero.
Redujo todavía más el paso, mirándome con el rabillo del ojo.
– Tú sí que sabes hacer teatro, ¿verdad, princesa Meredith?
– Me defiendo -contesté.
Se detuvo y me ofreció el brazo. Enlacé el mío y dejé mi mano sobre su muñeca. Podía sentir los pequeños pelos de su brazo bajo mis dedos.
– Hace un poco de frío para llevar mangas cortas, ¿no? -pregunté.
Me recorrió con la mirada de la cabeza a los pies.
– Bueno, como mínimo tú has elegido bien.
Puse mi mano libre encima de la otra, dándole una especie de doble abrazo, pero nada que no estuviera permitido.
– ¿Te gusta?
Miró mi mano. Se detuvo y me agarró la mano derecha, y en el momento en que su piel tocó el anillo cobró vida, bañándonos a los dos con una danza eléctrica. Independientemente de la magia que hubiera en el anillo, reconocía a Doyle igual que había reconocido a Barinthus y a Galen.
Apartó su mano como si le hubiese hecho daño.
– ¿Dónde conseguiste este anillo? -su voz sonaba extraña.
– Lo dejaron en el coche para mí.
Negó con la cabeza.
– Sabía que se había perdido, pero no esperaba encontrarlo en tu mano.
Me miró, y si se hubiera tratado de cualquier otra persona, habría dicho que estaba asustado. Sin embargo, la mirada se desvaneció cuando yo todavía intentaba descifrarla. Recuperó su expresión impenetrable, se inclinó formalmente y me ofreció el brazo como lo haría un caballero.
Lo cogí, rodeándolo con mis dos manos, pero dado que mi mano derecha estaba encima de la izquierda, no le toqué la piel. Pensé en tocarle simulando hacerlo accidentalmente, pero no sabía qué hacía exactamente el anillo. No sabía para qué servía, y hasta que lo supiera, seguramente no era una buena idea continuar invocando su magia.
Caminamos cogidos del brazo, con paso tranquilo pero constante. Mis tacones repiqueteaban en las piedras. Doyle caminaba en silencio a mi lado, como una sombra; sólo la solidez de su brazo y el roce de su capa contra mi cuerpo me recordaban que estaba allí. Sabía que si le soltaba el brazo, podría fundirse en la oscuridad que era su tocaya: nunca vería el golpe que acabaría con mi vida a no ser que él lo quisiera. No, a no ser que mi tía lo quisiera.
Me gustaría haber llenado el silencio con una conversación, pero a Doyle nunca le había gustado charlar, y esa noche yo tampoco estaba de humor.