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El hotel tenía escaso encanto. Funcional, en cierto modo decorativo, pero continuaba siendo un hotel con toda la monotonía que ello implica.
Franqueamos las puertas del vestíbulo. Barinthus y Galen me llevaban las maletas; yo cargaba con el bolso de mano. Prefiero acarrear yo misma mis armas, no es que crea que llegaré a tiempo de sacarlas si me fallan la pistola y el cuchillo, pero me sentaba bien tenerlas cerca. Llevaba sólo unas horas en San Luis, y ya se había producido un atentado contra mi vida y contra la de Galen. No era una tónica agradable y mi estado de ánimo no mejoró en absoluto cuando vi quién estaba esperando en la sala de estar.
Barry Jenkins había llegado antes que nosotros al hotel. Había hecho reservas a nombre de Merry Gentry, un alias que no había utilizado nunca en San Luis. Y esto significaba que Jenkins sabía que era yo. Mierda.
Se aseguraría de que me encontraran los demás cazanoticias. Y nada de lo que dijera me iba a ayudar. Si le pedía que mantuviera el secreto, todavía disfrutaría más.
Galen me tocó delicadamente el brazo: también había visto a Jenkins. Me condujo al mostrador como si temiera mi reacción, porque había algo muy personal en la cara de Jenkins cuando se levantó de la cómoda silla. Me haría daño si pudiera. Oh, no creo que mc pegara un tiro o que me apuñalara, pero si podía escribir algo capaz de herirme, le gustaría llevarlo a la imprenta.
La mujer que había detrás del mostrador sonreía a Barinthus. Tenía una bonita sonrisa y la estaba explotando al máximo, pero Barinthus sólo pensaba en el trabajo. Nunca le había visto en otra faceta. Nunca provocaba ni tanteaba los límites de las restricciones que la reina le había impuesto. Parecía limitarse a aceptarlas.
La mano de la mujer rozó las mías cuando cogí las llaves. Tuve una vívida impresión de lo que estaba pensando: Barinthus descansando en sábanas blancas, con todo su cabello multicolor esparcido por su cuerpo desnudo como un lecho de seda.
Mi puño se cerró no sólo ante esta imagen, sino también ante la fuerza del deseo de la conserje. Sentía su cuerpo tan tenso como mi puño. Miraba a Barinthus con ojos anhelantes, y hablé sin pensar para romper la conexión con la chica.
Me acerqué y le dije:
– La imagen que tienes en la cabeza de su cuerpo desnudo… Empezó a protestar, pero sus palabras se apagaron. Tenía los ojos muy abiertos y se lamía el labio inferior. Finalmente, se limitó a asentir.
– No le estás haciendo justicia -añadí.
Sus ojos se abrieron más, y miró a Barinthus mientras éste permaneció al lado de los ascensores.
Yo todavía observaba sus emociones. Me ocurría a veces, era como captar al vuelo trozos de programas de televisión o de radio. Pero mi banda era estrecha: imágenes de deseo, principalmente. Imágenes de placer al azar, y sólo de humanos. Nunca capté nada de ningún otro elfo. Jamás he comprendido por qué.
– ¿Quieres que le pida que se saque el abrigo para que lo veas mejor?
Esto le hizo ruborizarse, y la imagen que había construido en su cabeza se destruyó por el peso de la vergüenza. Su mente se convirtió en una maraña de confusiones. Me había liberado de sus pensamientos, de sus emociones.
Uno de los antiguos dioses de la fertilidad de la corte de la Luz me había dicho que poder ver las imágenes lujuriosas de otra gente era un arma útil si estabas buscando sacerdotes y sacerdotisas para tu templo. La gente con un gran deseo podía ser útil en ceremonias, la energía sexual se aprovechaba y se magnificaba para transmitir su deseo a otros. Una vez pensé que el placer era equivalente a la fertilidad. Desgraciadamente, no era así.
Si la lujuria equivaliese a la reproducción, los elfos ya habrían poblado el mundo, al menos eso dicen las antiguas historias. La mujer del mostrador se habría llevado una decepción si se hubiera enterado de que Barinthus era célibe. Si él se hubiera quedado en el hotel, podría haberle advertido acerca de ella. La mujer me dio la sensación de ser capaz de presentarse en su habitación en plena noche. Pero al caer la noche Barinthus ya habría vuelto a la loma. Ningún problema.
Jenkins estaba de pie al lado de los ascensores, recostado en la pared, riendo. Intentaba hablar con Barinthus cuando Galen y yo nos dirigimos hacia ellos. Barinthus hacía caso omiso de él, como sólo puede hacerlo una divinidad, con un desprecio absoluto, como si la voz de Jenkins fuese el zumbido de un insecto insignificante. Iba más allá del desprecio. Era como si, para Barinthus, el reportero no existiera en absoluto.
Era una habilidad de la que carecía, y le envidiaba.
– Bueno, Meredith, qué gracioso encontrarte aquí. -Jenkins se las apañó para que su voz sonara agradable y cruel a un tiempo.
Intenté no hacerle caso, pero sabía que si el ascensor no llegaba pronto no lo conseguiría.
– Merry Gentry, la verdad es que no es un apellido muy original.
Se me ocurrió algo y me volví hacia él mostrando una dulce sonrisa.
– ¿Crees que utilizaría un apellido tan obvio si me preocupara lo más mínimo que alguien me descubra?
La duda recorrió su semblante. Se enderezó y se alejó hasta quedar fuera del alcance de mi brazo.
– ¿Quieres decir que no te importa que publique tu mote? -Barry, no me importa lo que publiques, pero creo que estás a medio metro de mí. -Miré a la sala de estar-. En realidad, no creo que haya en este vestíbulo nada que esté a más de quince metros de mí. -Me dirigí a Galen-: ¿Podrías pedirle por favor a la conserje que llame a la policía -miré a Jenkins- y que les diga que me están acosando?
– Será un placer -dijo Galen. Se dirigió al mostrador.
Barinthus y yo nos quedamos allí con el equipaje. Jenkins dejó de mirarme a mí y miró a Galen.
– No me harán nada.
– Ya lo veremos, ¿verdad? -dije.
Galen estaba hablando con la misma conserje que había mirado a Barinthus. ¿Se estaría imaginando a Galen desnudo, ahora? Me gustaba estar al otro lado del vestíbulo y fuera de peligro de un contacto accidental. Poder sentir a intervalos el deseo de la gente quizá resultara útil para reclutar sacerdotisas, pero dado que yo no tenía ningún templo, era simplemente irritante.
Jenkins me miraba.
– Me alegro de que hayas vuelto a casa, Meredith, me alegro mucho.
Sus palabras eran suaves, pero su tono destilaba veneno. Su odio hacia mí era casi palpable.
Ambos vimos que la conserje levantaba el teléfono. Dos hombres jóvenes, uno con una placa que decía «Ayudante de Dirección», y otro con una placa que sólo indicaba su nombre, empezaron a caminar hacia nosotros.
– Barry, creo que van a echarte. Pásatelo bien esperando a la policía.
– Ninguna orden judicial me va a apartar de ti, Meredith. Las manos me pican cuando estoy cerca de una noticia. Cuanto mejor es la noticia, más me pican. Siento ganas de rascarme cada vez que estoy cerca de ti, Meredith. Se avecina algo importante, y lo siento a tu alrededor.
– Vaya, Barry, ¿cuándo te convertiste en profeta?
– Una tarde cerca de una carretera local -dijo. Se me acercó tanto que percibí su aftershave bajo el olor a tabaco-. Tuve lo que podría llamarse una revelación, y desde entonces he tenido este don.
Los empleados del hotel ya casi habían llegado. Jenkins se inclinó tanto que, a distancia, debió parecer como un beso. Murmuró:
– Los dioses enloquecen primero a quienes quieren destruir. Los empleados lo agarraron por los brazos y lo apartaron de mí. Jenkins no se opuso.
Galen dijo:
– Lo retendrán en el despacho del gerente hasta que llegue la policía. No van a detenerlo, Merry, ya lo sabes.
– No, Missouri no tiene leyes de acoso todavía.
Tuve una idea divertida. Si consiguiera que Jenkins me siguiera hasta California, la cosa sería diferente. Hay leyes de acoso muy estrictas en el condado de Los Ángeles. Si Jenkins se ponía demasiado pesado, quizá trataría de atraerlo a donde lo que acababa de hacer le costaría una estancia en la cárcel. Me besó contra mi voluntad en público -o de eso podía acusarle- ante testigos imparciales. En un marco jurídico adecuado, esto le convertía en un chico muy malo.
Se abrieron las puertas del ascensor. Fantástico, justo cuando ya no necesitaba que me rescataran. Las puertas del ascensor se cerraron, dejándonos solos en la cabina. Todos nos concentramos en nuestros reflejos en el espejo, pero Galen rompió el silencio.
– Jenkins no aprenderá nunca. Después de lo que le has hecho, pensarás que te tiene miedo.
Vi que mi reflejo mostraba sorpresa y mis ojos se ensanchaban. Cuando me recuperé, era demasiado tarde.
– Eso era una conjetura -afirme.
– Pero correcta -dijo Calen.
– ¿Qué le has hecho, Meredith? -preguntó Barinthus-. Conoces las reglas.
– Conozco las reglas.
Empecé a caminar hacia el pasillo, pero Galen me detuvo, colocando una mano sobre mi hombro.
– Somos los guardaespaldas. Deja que uno de nosotros te preceda.
– Perdón, he perdido la costumbre -expliqué.
Barinthus dijo:
– Recupera la costumbre rápidamente. No quiero que resultes herida por no haberte escondido detrás de nosotros. Nuestro trabajo es asumir los riesgos y mantenerte a salvo.
Apretó el botón de apertura de la puerta.
– Lo sé, Barinthus.
– Y aun así ibas a salir al pasillo -dijo.
Galen miró a ambos lados con mucho cuidado y a continuación, salió del ascensor.
– No hay nada.
Hizo una pequeña reverencia. La trenza resbaló sobre su hombro hasta tocar el suelo. Recuerdo cuando su pelo se derramaba como una cascada verde hasta sus pies. Había una parte de mí que pensaba que así es como debería ser el cabello de un hombre. Lo bastante largo para tocar el suelo. Suficientemente largo para cubrir mi cuerpo como una sábana de seda al hacer el amor. Lloré cuando se lo cortó, pero no era asunto de mi incumbencia.
– Levántate, Galen. -Empecé a caminar por el pasillo, con la llave en la mano.
Estaba de pie y corría y danzaba por el pasillo para ponerse delante de mí.
– Oh, no, mi señora. Forzosamente tengo que abrir la cerradura.
– Para, Galen. Lo digo en serio.
Barinthus nos siguió tranquilamente, con la maleta en la mano, como un padre que ve a sus hijos ya creciditos comportándose de manera inadecuada. No, no nos hacía el menor caso, casi igual que antes con Jenkins. Lo volví a mirar, pero no pude leer nada en aquella cara pálida, reservada e impenetrable. Hubo una época en la que reía más, sonreía más, ¿verdad? Me acordaba de sus brazos levantándome del agua en medio de una carcajada, con su cabello flotando sobre su cuerpo como una nube. Me habría sumergido en esa nube, me habría aferrado a ella con mis manitas. Habíamos reído juntos. La primera vez que nadé en el Pacífico, pensé en Barinthus. Le quería mostrar aquel vasto océano nuevo. Que yo supiera, no lo había visto nunca.
Galen me aguardaba ante la puerta. Me detuve y esperé a que Barinthus me alcanzara.
– Pareces muy serio hoy Barinthus.
Me miró con aquellos ojos y el segundo párpado pestañeó. Estaba nervioso. ¿Tenía miedo de mí? Le había gustado el anillo, y no le había gustado el hechizo del coche. Pero no le había desagradado demasiado, ni le había impresionado demasiado, como si fuera algo normal. De alguna manera, sí lo era.
– ¿Qué pasa, Barinthus? ¿Qué es lo que todavía no me has dicho?
– Confía en mí, Meredith.
Cogí su mano libre con las mías, y desplacé mis dedos por los suyos. Mi mano estaba perdida en la suya.
– Confío en ti, Barinthus.
Sostuvo mi mano delicadamente como si temiera quebrarla.
– Meredith, mi pequeña Meredith. -Su cara se enterneció al hablar-. Siempre has sido una mezcla de franqueza, orgullo y ternura.
– Ya no soy tan tierna como antes, Barinthus.
Asintió.
– Desgraciadamente, el mundo intenta arrebatarte estas cualidades.
Puso mi mano en sus labios y me dio un tierno beso en los dedos. Sus labios frotaron el anillo y enviaron una ola palpitante sobre nosotros.
Recuperó el semblante serio cuando me soltó la mano.
– ¿Qué, Barinthus? ¿Qué ocurre? -Le cogí el brazo.
Negó con la cabeza.
– Ha pasado mucho tiempo desde que este anillo cobró vida de esta manera.
– ¿Qué tiene que ver el anillo en todo esto? -pregunté.
– Se había convertido en sólo un trozo de metal, y ahora vuelve a vivir.
– ¿Y? -pregunté.
Miró a Galen.
– Llevémosla a la habitación. A la reina no le gusta esperar indefinidamente.
Galen me cogió la llave y abrió la puerta. Comprobó que no hubiera hechizos ni peligros ocultos en la habitación mientras Barinthus y yo esperábamos en la entrada.
– Dime qué significa que el anillo reaccione ante ti y ante Galen, pero no ante mi abuela.
Suspiró.
– En una ocasión, la reina utilizó el anillo para elegir a sus consortes.
Arqueé las cejas.
– ¿Y eso qué significa?
– Reacciona ante hombres que el anillo considera dignos de ti.
Lo miré, buscando su cara agradable y exótica.
– ¿Qué significa eso de dignos de mí?
– La reina es la única que conoce los poderes completos del anillo. Yo sólo sé que desde hace siglos el anillo está vivo en su mano. Que el anillo viva para ti es al mismo tiempo bueno y peligroso. Puede que la reina esté celosa de que el anillo sea tuyo ahora.
– Ella me lo dio, ¿por qué tendría que estar celosa?
– Porque es la Reina del Aire y la Oscuridad.
Lo dijo como si esto lo explicara todo. En cierto modo sí lo explicaba; en cierto modo, no. Como tantas cosas de nuestra reina, era una paradoja.
Galen se acercó a la puerta.
– Todo está limpio.
Barinthus pasó junto a él, obligando a Galen a apartarse.
– ¿Cuál es el problema? -preguntó Galen.
– El anillo, creo. -Entré en la habitación. Era una típica habitación encajonada pintada con sombras de azul.
Barinthus había colocado la maleta en una de las colchas azul oscuro.
– Por favor, date prisa, Meredith. Galen y yo todavía nos hemos de vestir para la cena.
Lo miré. Estaba de pie en la habitación azul, vestido de azul. Se adecuaba al decorado. Si la habitación hubiese sido verde, habría combinado con Galen. Uno podía dar a los guardaespaldas el código de color que correspondiera a la habitación. Me eché a reír.
– ¿Qué pasa? -preguntó Barinthus.
Me acerqué a él.
– Haces juego con la habitación.
Miró a su alrededor como si se fijara por primera vez en el papel pintado de azul, las colchas azul oscuro y la moqueta azul.
– Pues sí. Ahora, por favor, vístete.
Abrió la maleta para hacer hincapié en su petición, aunque tenía el regusto de una orden, con independencia de su formulación.
– ¿Hay algún plazo del que no sea consciente? -pregunté.
Galen se sentó en la otra cama.
– En esto estoy de acuerdo con el grandullón. La reina te está organizando una ceremonia de bienvenida, y no querrá esperar a que nos vistamos, y si no nos vestimos con la ropa que nos ha preparado, se enfadará con nosotros.
– ¿Vais a tener problemas los dos? -pregunté.
– No si te das prisa -dijo Galen.
Me metí en el cuarto de baño con el bolso de mano. Había colocado mi vestido para esa noche en el bolso por si se perdía la maleta. No quería tener que comprar a última hora un vestido que contara con el beneplácito de mi tía, un vestido a la moda de la corte. Los pantalones no eran ropa adecuada para una mujer en una cena. Sexista pero verdadero. A las cenas era preciso asistir siempre con ropa formal. Si uno no quería vestirse, tenía que comer en su habitación.
Me puse bragas de satén negro con puntillas. El sujetador era de aros y también llevaba puntillas. Las medias eran negras y altas hasta los muslos. El antiguo dicho humano de que hay que llevar ropa interior limpia por si te atropella un autobús también se aplicaba en la corte de la Oscuridad. Allí, uno llevaba ropa interior bonita porque la reina podía verla. Aunque, a decir verdad, me gustaba saber que todo lo que llevaba era bonito, incluso las prendas que tocaban mi piel.
Me puse sombra de ojos y rímel oscuros y me apliqué suficiente delineador para que mis ojos resaltaran como esmeraldas y oro incrustados en ébano. Escogí una tonalidad de pintura de labios color burdeos.
Tenía dos navajas Spyderco. Abrí una de ellas. Su hoja de quince centímetros, larga y fina, brillaba como la plata, pero era de acero, el modelo militar. Acero o hierro era lo que uno necesitaba contra mis familiares. La otra navaja era mucho más pequeña, una Delica. Cada navaja tenía un clip para sujetarla a la ropa. Comprobé que las dos fueran fáciles de sacar, después las cerré y me las puse. La Delica encajaba perfectamente en el centro del sujetador, en el aro. Me puse una liga negra en la pierna izquierda, no para aguantar las medias (no lo necesitaban), sino para sostener la navaja militar.
Saqué el vestido de su funda. Era de un color granate oscuro y su escote a duras penas tapaba el sujetador. El corpiño era satinado, grueso y ajustado; el resto del vestido, de una tela más fina y con un aspecto más delicado, caía hasta el suelo dibujando mi figura. La chaqueta a juego estaba tejida en la misma tela color burdeos, salvo las solapas que eran de satén.
Tenía una cartuchera de tobillo con una Beretta Tomcat en su interior, el modelo de pistola automática más moderno, de calibre treinta y dos. El arma pesaba cuatrocientos gramos. Había armas más pequeñas, pero si tenía que disparar a alguien esa noche, quería contar con algo más que una veintidós. El verdadero problema con las cartucheras de tobillo es que te hacen caminar de forma extraña. Una tiene tendencia a arrastrar el pie en cuya pierna está la cartuchera, a ampliar el paso con un pequeño movimiento raro. Las medias suponían un problema adicional, y las posibilidades de que no se quedaran enganchadas en la cartuchera mientras caminaba eran prácticamente nulas. Pero era el único sitio que se me ocurría para esconder un arma que no resultaba evidente con sólo mirarme, y no me importaba sacrificar las medias para conservar el arma.
Caminé hacia adelante y hacia atrás con zapatos granates de tacón. En realidad eran de sólo cinco centímetros, por si tenía que moverme con rapidez. Además, con un vestido tan largo, la gente no se daría cuenta de lo altos, o lo bajos, que eran. En la tienda donde había comprado el vestido me lo arreglaron para que quedara bien con los zapatos. Con una altura de un metro y medio, no puedes llevar tacones de cinco centímetros y no necesitar que te arreglen el dobladillo del vestido.
Finalmente, me puse las joyas. El collar era de metal antiguo, oscurecido hasta casi parecer negro, con sólo destellos escondidos del verdadero color de la plata. Las piedras eran granates. Deliberadamente, no había limpiado el metal, para que conservara su color oscuro. Pensé que el granate destacaba en la plata vieja.
Me había tomado la molestia de rizarme las puntas del cabello para que me quedara sobre los hombros. Brillaba con un rojo tan oscuro como el de las piedras del collar. El vestido color burdeos daba un brillo similar a mi cabello.
No sabía si mi tía me permitiría conservar las armas. Probablemente, no me retarían a duelo en mi primera noche, teniendo en cuenta que mi presencia respondía a una petición especial de la propia reina, pero… siempre es mejor ir armado. Hay elementos de la corte que no son reales y que no participan en duelos. Son elementos que han sido siempre del Huésped (los monstruos de nuestra raza, de nuestra especie) y no razonan como hacemos nosotros. En ocasiones, por un motivo que nadie puede explicar, uno de los monstruos ataca. Cualquiera puede morir antes de que se le pueda detener.
¿Por qué mantener entonces estos inestables horrores? Muy sencillo, porque la única regla que ha habido siempre en la corte de la Oscuridad es que todos son bienvenidos. No se puede rechazar a nadie, ni a nada. Somos el fondo oscuro de pesadillas demasiado malvadas, demasiado retorcidas, para la claridad de la corte de la Luz. Es así, siempre ha sido así y siempre lo será. Aunque ser aceptado en la corte no significa ser aceptado como sidhe. Tanto Sholto como yo podíamos atestiguarlo.
Volví a mirarme al espejo y añadí un último toque de lápiz de labios. Puse el lápiz de labios en el monederito bordado con lentejuelas, que hacía juego con el vestido. ¿Qué quería la reina de mí? ¿Por qué había insistido en que regresara? ¿Por qué en ese momento? Dejé escapar un largo suspiro, mirando cómo el satén se levantaba y volvía a caer en mi pecho. Todo brillaba en mí: la piel, los ojos, el cabello, los reflejos de las gemas granates en mi cuello. Tenía un aspecto fantástico. Hasta yo lo admitía. Lo único que revelaba que no era pura sidhe era mi estatura. Sencillamente, era demasiado baja para ser uno de ellos.
Metí un cepillo junto con el lápiz de labios en mi bolso, luego me tocó decidir si coger más maquillaje para retocarme durante la noche o un aerosol de defensa personal. Entre más maquillaje o más armas hay que escoger siempre las armas. Sólo el hecho de que uno se debata entre estas dos posibilidades demuestra que va a necesitar más las armas.