121093.fb2 Besos Oscuros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

Besos Oscuros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

19

Doyle me cedió amablemente la ventana. Se agarraba con fuerza a los brazos del asiento y tenía el cinturón abrochado. Cerró los ojos cuando despegó el avión. Normalmente, me gusta ver cómo la tierra va quedando cada vez más abajo, pero ese día observar el rostro de Doyle era una experiencia mucho más divertida.

– ¿Cómo es posible que te dé miedo volar? -pregunté.

Me respondió sin abrir los ojos:

– No tengo miedo a volar. Tengo miedo a volar en avión.

Su voz sonó muy razonable, como si todo respondiera a una lógica aplastante.

– Entonces, ¿podrías cabalgar en un corcel volador y no tener miedo?

Asintió, y por fin abrió los ojos cuando el aparato se niveló.

– He montado las bestias del aire muchas veces.

– ¿Entonces, por qué te preocupan los aviones?

Me miró como si yo tuviera que haber conocido la respuesta.

– Es el metal, princesa Meredith. No me siento a gusto rodeado por tanto metal fabricado por el hombre. Crea una barrera entre la tierra y yo, y yo soy una criatura terrestre.

– Como dijiste, Doyle, hay ventajas de no ser una sidhe pura. Yo no tengo ningún problema con el metal.

Giró la cabeza para mirarme.

– ¿Puedes utilizar los arcanos mayores dentro de una tumba de metal como ésta?

Asentí.

– No hay magia que no pueda realizar igual de bien en una tumba de metal.

– Esto podría resultar muy útil, princesa.

La auxiliar de vuelo, una rubia alta impecablemente maquillada, se detuvo junto al asiento de Doyle, inclinándose lo suficiente para asegurarse de que ofrecía una espléndida panorámica de su escote. Se había asegurado de ello las tres veces que había pasado en los últimos veinte minutos para preguntar si quería algo, lo que fuera. Él dijo que no. Yo pedí un vino tinto.

Esta vez, me trajo mi vino, servido en una copa alta, puesto que viajábamos en primera clase. Ideal para que te salpicara por encima cuando el avión entrara en una turbulencia, que es lo que ocurrió.

El avión dio una sacudida y realizó un viraje tan repentino que devolví el vino a la auxiliar de vuelo, y ella me entregó un montón de servilletas.

Doyle cerró nuevamente los ojos y contestaba a todas sus preguntas: «No, gracias, estoy bien.» No le ofreció explícitamente quitarse la ropa y tener relaciones sexuales en el suelo del avión, pero el ofrecimiento era claro. Si Doyle entendía la invitación, realmente sabía esquivarla muy bien. No sé si realmente no se daba cuenta de que le estaba tirando los tejos, o si es que ya estaba acostumbrado a que las mujeres humanas actuaran de ese modo con él. Finalmente, ella captó la indirecta y se alejó, sujetándose a los asientos para no caerse.

Era una turbulencia peligrosa. Doyle tenía un aspecto gris. Creo que era su forma de mostrar miedo.

– ¿Te encuentras bien?

Cerró los ojos todavía con más fuerza.

– Estaré bien cuando estemos a salvo en el suelo.

– ¿Puedo hacer algo para que se te haga más corto el viaje?

Abrió los ojos sólo un poquito.

– Creo que la azafata ya ha hecho esa oferta.

– Azafata es una palabra sexista -dije-. Es una auxiliar de vuelo. Así que has captado sus indirectas.

– No creo que apretarme los muslos y frotar mis hombros con sus pechos sean indirectas, yo más bien considero que son invitaciones.

– La has rechazado con gracia.

– Tengo mucha experiencia.

El avión se agitó tanto que yo misma me intranquilicé. Doyle volvió a cerrar los ojos.

– ¿De verdad quieres hacerme el vuelo más corto?

– Te debo al menos eso después de que mostraras tu placa de la Guardia y nos permitieran subir al avión con nuestras armas. Sé que legalmente los dos estamos autorizados a llevar armas en Estados Unidos, pero no suele ser tan fácil ni rápido.

– Nos ayudó el hecho de que la policía nos escoltara hasta las puertas, princesa.

Había tenido mucho cuidado al llamarme «princesa», o «princesa Meredith», desde que me levanté por la mañana. Ya no nos tratábamos por el nombre.

– Parece que la policía estaba ansiosa por meterme en el avión.

– Temían que te asesinaran en su jurisdicción. No querían ser responsables de tu seguridad.

– O sea que así es como conseguiste embarcarme armada en el avión.

Asintió, con los ojos todavía cerrados.

– Les expliqué que con un solo guardaespaldas estarías más segura si tú misma ibas armada. Todo el mundo estuvo de acuerdo. Sholto me había devuelto la LadySmith de nueve milímetros. Llevaba una cartuchera interior en los pantalones, ideal para desenfundar cruzando el brazo. Normalmente, la llevaba a la espalda, cubierta con una chaqueta, pero la policía me había dado carta blanca para llevar armas, con lo cual no tenía que preocuparme por esconderla.

Tenía un cuchillo de treinta centímetros en una funda lateral, cuyo extremo se mantenía atado a mi pierna con una correa de piel, para poder sacarlo con más rapidez, como un pistolero del Oeste. La correa de piel también permitía que la funda se adaptara al movimiento de mi pierna. Sin una funda atada, acababas teniendo que moverla cada vez que cambiabas de postura, de lo contrario se te clavaba al cuerpo o se enganchaba en cualquier lado.

Llevaba también una navaja Spyderco enganchada al aro de mi sujetador. En la corte tenía la norma de llevar siempre dos cuchillos como mínimo. Sólo estaban admitidas en determinados sithen, los promontorios de los elfos. Pero se me había permitido conservar los cuchillos. Antes del banquete que esa noche iba a celebrarse en mi honor, según me había informado Doyle, todavía cogería más cuchillos. Una chica nunca lleva demasiadas joyas… ni demasiadas armas.

Doyle conservaba Temor Mortal en la funda de la espalda y llevaba un petate lleno de armas. Cuando le pregunté por qué no las había utilizado contra los sluagh, dijo:

– Sólo Temor Mortal podía provocarles la muerte, ninguna otra arma. Quería que supieran que iba en serio.

Francamente, siempre he pensado que hacerle a alguien un agujero en la espalda por el que se puede meter un puño indica que uno va en serio. Pero muchos guardias consideran que las pistolas son armas inferiores. Llevan pistola cuando están entre humanos, pero casi nunca las usamos entre nosotros, salvo en tiempos de guerra. El hecho de que Doyle hubiese cogido una significaba que las cosas iban mal, o quizá se había producido un cambio de política durante mi ausencia. Lo sabría en cuanto viera si los otros guardias también iban armados.

El avión cayó tan de repente que incluso yo ahogué un grito. Doyle gemía:

– Háblame, Meredith.

– ¿De qué?

– De lo que quieras.

– Podríamos hablar sobre la noche pasada -dije.

Abrió los ojos lo justo para fulminarme con la mirada. El avión se sacudió de nuevo, y Doyle volvió a cerrar los ojos.

– Cuéntame un cuento -dijo casi en un susurro.

– No soy muy buena contando cuentos.

– Por favor, Meredith.

Me había llamado «Meredith», una mejora.

– Te puedo contar una historia que ya conoces. -Muy bien -dijo.

– Mi abuelo por parte de madre es Uar el Cruel. Además de ser un hijo de puta de la peor calaña, se ganó este nombre porque engendró a tres hijos que eran monstruos, incluso según los criterios de los elfos. Ninguna mujer hada se acostaría con él después del nacimiento de sus hijos. Le habían dicho que quizá engendrara hijos normales si encontraba a alguien con sangre de elfo que quisiera meterse en la cama voluntariamente con él.

Miré los ojos cerrados y el rostro inexpresivo de Doyle.

– Continúa, por favor -dijo.

– Gran es medio brownie y medio humana. Estaba dispuesta a meterse en la cama con él, porque quería ser miembro de la corte de la Luz más que cualquier otra cosa. -En silencio, porque no formaba parte de la historia, disculpé a Gran. Ella, más incluso que yo misma, sabía lo que era pisar dos mundos distintos.

El avión se había enderezado, pero todavía se movía cuando el viento le azotaba. Un vuelo difícil.

– ¿Ya te he aburrido? -pregunté.

– Todo lo que digas será fascinante hasta que aterricemos sanos y salvos.

– Sabes, estás guapo cuando tienes miedo.

Entreabrió un instante los ojos para mirarme y los volvió a cerrar a continuación.

– Sigue, por favor.

– Gran dio a luz a dos niñas gemelas preciosas. La maldición de Uar se había acabado, y Gran se convirtió en una de las mujeres de la corte; la mujer de Uar, en realidad, porque le había dado hijos. Por lo que sé, mi abuelo nunca volvió a tocar a su esposa. Era uno de los caballeros refinados y brillantes. Gran era demasiado vulgar para él, una vez que se había liberado de la maldición.

– Es un guerrero poderoso -dijo Doyle, con los ojos todavía cerrados.

– ¿Quién?

– Uar.

– Es cierto; debes haber luchado contra él en las guerras de Europa.

– Era un digno contrincante.

– ¿Intentas que mejore la consideración que tengo de él?

El avión había estado volando en línea recta y con relativa facilidad durante tres minutos, y eso bastó para que Doyle abriera completamente los ojos.

– Hablas con mucha amargura.

– Mi abuelo maltrató a Gran durante muchos años. Pensaba que si le pegaba lo suficiente conseguiría que abandonara la corte, porque legalmente no se podía divorciar de ella sin su permiso. No la podía repudiar, porque le había dado hijos.

– ¿Y por qué no lo dejó ella?

– Porque sin ser la mujer de Uar, no habría sido bien recibida en la corte y no le habrían permitido llevar a sus hijas consigo. Se quedó para asegurarse de que sus hijas estarían a salvo.

– La reina se quedó perpleja cuando tu padre invitó a la madre de tu madre a que os acompañara a las dos al exilio.

– Gran era la señora de la casa. Supervisaba para él el funcionamiento de la casa.

– Era una sirviente, entonces -dijo Doyle.

Esta vez fui yo quien lo fulminó con la mirada.

– No, era… era su mano derecha. Me educaron juntos durante aquellos diez años.

– Cuando dejaste la corte esta última vez, también lo hizo tu madre. Abrió una pensión.

– He visto los anuncios en las revistas: «Victoria. Buen servicio. Pensión con cama y desayuno de brownie, buena atención y excelente comida a cargo de un ex miembro de la corte real».

– ¿No has hablado con ella desde que te fuiste hace tres años? -preguntó.

– No me he puesto en contacto con nadie, Doyle. Les hubiese puesto en peligro. Simplemente desaparecí. Esto significa que lo dejé todo y a todo el mundo.

– Había joyas, reliquias de familia que te pertenecían por derecho. A la reina le sorprendió que te marcharas sólo con lo puesto.

– Hubiera sido imposible vender las joyas sin regresar a la corte; y lo mismo digo de las reliquias.

– Tenías dinero que tu padre había guardado para ti. -Me miraba, intentando comprender, creo.

– He vivido por mi cuenta durante tres años, un poco más. No he cogido nunca nada de nadie. He sido una mujer autónoma, libre de obligaciones con los elfos.

– Lo cual significa que puedes invocar derechos de virgen cuando regreses a la corte.

Asentí.

– Exactamente.

Virgen, en el antiguo ideal céltico, era una mujer que vivía de forma autónoma, que no debía nada a nadie durante cierto tiempo. Se precisaba un mínimo de tres años para reclamar esta condición en la corte. Ser virgen significaba que se estaba al margen de cualquier disputa o rencilla. No se me podía obligar a manifestar mi opinión sobre algo, porque estaba al margen de todo. Era una manera de estar en la corte, sin ser de la corte.

– Muy bien, princesa, muy bien. Conoces la ley y cómo usarla en tu beneficio. Eres inteligente, además de educada, francamente maravilloso para una soberana de la Oscuridad.

– Ser virgen me permitió hacer reservas de hotel sin arriesgarme a la ira de la reina -dije.

– No comprendía por qué no deseabas alojarte en la corte. Al fin y al cabo, quieres regresar con nosotros, ¿verdad?

Asentí.

– Sí, pero también quiero tomar cierta distancia hasta que vea lo segura que voy a estar en la corte.

– Pocos se arriesgarían a que la reina se enfade con ellos -dijo.

Busqué su mirada para poder captar su opinión sobre lo que me disponía a decir.

– El príncipe Cel se arriesga a su ira, porque nunca lo ha castigado seriamente por ninguno de sus actos.

El rostro de Doyle se tensó cuando mencioné el nombre de Cel, pero nada más. Si no lo hubiera mirado, no habría advertido ninguna reacción.

– Cel es su único heredero, Doyle; no lo matará. Él lo sabe.

Doyle me dirigió una mirada vacía.

– Lo que hace o deja de hacer la reina con su hijo y heredero no es cuestionable.

– Doyle, todos sabemos quién es Cel.

– Un príncipe sidhe poderoso que ha heredado el oído de su madre, la reina -advirtió Doyle.

– Sólo tiene una mano de poder, y el resto de sus habilidades tampoco son tan impresionantes.

– Es el príncipe de la Sangre Antigua, y yo no quisiera que utilizara esta capacidad conmigo en un duelo. Podría hacer sangrar a la vez todas las heridas que he sufrido en más de mil años de batallas.

– No dije que no fuera una capacidad terrorífica, Doyle. Pero hay otros con una magia más poderosa, sidhe que pueden provocar la muerte con sólo tocarte. He visto cómo tu llama devoraba a algunos sidhe, cómo se los comía vivos.

– Y tú mataste a los dos últimos sidhe que te retaron a duelo, princesa Meredith.

– Hice trampa -dije.

– No, no hiciste trampa. Simplemente empleaste tácticas para las que no estaban preparados. Es la impronta de buen guerrero utilizar las armas que tiene a su disposición.

Nos miramos el uno al otro.

– ¿Sabe alguien, aparte de la reina, que ahora tengo la mano de carne?

– Lo sabe Sholto, y sus sluagh. Ya no será un secreto cuando aterricemos.

– Podría asustar a posibles oponentes -dije.

– Quedar atrapado para siempre como una masa de carne deforme, sin poder morir nunca, ni envejecer, simplemente continuar; oh, sí, princesa, creo que se asustarán. Después de que Griffin… te dejara, muchos se convirtieron en enemigos tuyos, porque pensaron que no tenías poder. Todos se acordarán de los insultos que te dirigieron y estarán preguntándose si vuelves con rencor.

– Invoco derechos de virgen, eso significa que empiezo de cero, igual que ellos. Si exijo la venganza a la que tengo derecho, perderé mi estatus de virgen, y volverán a arrastrarme al centro de toda esa mierda. -Sacudí la cabeza-. No, les dejaré en paz si ellos me dejan tranquila.

– Eres más inteligente de lo que te corresponde por edad, princesa.

– Tengo treinta y tres años, Doyle, ya no soy una niña según los criterios humanos.

Se puso a reír, una risotada sombría que me hizo pensar en su aspecto de la última noche, con la mitad de la ropa. Intenté apartar este pensamiento, y seguramente lo conseguí, porque su expresión no cambió.

– Me acuerdo de cuando Roma era simplemente un descampado, princesa. Treinta y tres años es ser un niño para mí.

Dejé que lo que pensaba se reflejara en mi mirada.

– No recuerdo que me trataras como a una niña anoche.

Doyle desvió la mirada.

– Eso fue un error.

– Si tú lo dices.

Miré por la ventana, observando las nubes. Doyle estaba dispuesto a fingir que la última noche no había ocurrido nada. Yo estaba cansada de intentar sacar el tema, cuando él, obviamente, no quería discutir al respecto.

La auxiliar de vuelo regresó. Esta vez se arrodilló, con la falda ajustada a los muslos. Sonrió a Doyle y sostuvo las revistas formando un abanico.

– ¿Quiere algo para leer?

Puso su mano libre sobre la pierna de Doyle y la desplazó por el interior de su muslo.

Tenía la mano a un centímetro de la ingle cuando Doyle le agarró por la muñeca y le apartó la mano.

– Por favor, señorita.

Ella se arrodilló más cerca de él y puso una mano en cada una de sus rodillas, escondiendo parcialmente con las revistas lo que estaba haciendo. Se inclinó de tal manera que los pechos rozaban las piernas de Doyle.

– Por favor -susurró-, por favor, hace tanto tiempo que no he estado con uno de vosotros.

Esto captó mi atención.

– ¿Cuánto tiempo? -pregunté.

Parpadeó, como si no pudiera concentrarse lo suficiente en mí estando Doyle sentado tan cerca.

– Seis semanas.

– ¿Quién fue?

Negó con la cabeza.

– Puedo guardar un secreto, no me rechaces. -Miró a Doyle-. Por favor, por favor.

Se había acostado con un elfo. Si un sidhe mantiene relaciones sexuales con un humano y no intenta rebajar la magia, puede convertir al humano en una especie de adicto. Los humanos en estas circunstancias pueden llegar a morir por esta ansia de tocar carne de sidhe. Me acerqué al oído de Doyle, tan cerca que mis labios acariciaban sus pendientes. Experimenté el irresistible impulso de lamerle uno de los aros, pero me contuve. Sólo era una de aquellas perversas necesidades que uno tiene a veces. Murmuré:

– Apunta su nombre y número de teléfono. Tendremos que comunicárselo a la Oficina de Asuntos Humanos y Feéricos.

Doyle hizo lo que pedía.

La asistente de vuelo tenía lágrimas de agradecimiento en los ojos cuando Doyle le tomó el nombre, número y dirección. En realidad, le besó la mano y hubiese podido hacer más si otro auxiliar de vuelo no la hubiese apartado.

– Es ilegal tener relaciones sexuales con humanos sin proteger sus mentes -dije.

– Sí, lo es -dijo Doyle.

– Sería interesante saber quién era su amante sidhe.

– Sus amantes, creo -dijo Doyle.

– Me pregunto si ella siempre hace la ruta de Los Ángeles a San Luis.

Doyle me miró.

– Podría saber quién ha volado desde y hacia Los Ángeles con la frecuencia necesaria para instituir un culto.

– Un hombre no constituye un culto -dije.

– Me dijiste que la mujer mencionó a otros, algunos de ellos con implantes en las orejas, o quizá fueran sidhe ellos mismos.

– Sigue sin ser un culto. Es un brujo con seguidores, un aquelarre adorador de sidhe, como mucho.

– O un culto, en el peor de los casos. No tenemos ni idea de cuánta gente había implicada, princesa, y el hombre que habría podido responder la pregunta está muerto.

– Es curioso que a la policía no le importara que abandonara el estado con una investigación por asesinato en curso.

– No me sorprendería en absoluto que tu tía, nuestra reina, hubiera hecho algunas llamadas telefónicas. Puede ser bastante encantadora cuando quiere.

– Y cuando eso falla, es aterradora -dije.

Asintió.

– Eso también.

El asistente de vuelo varón se ocupó de la primera clase durante el resto del viaje. La mujer ya no volvió a acercarse hasta que bajamos del avión. Entonces, cogió la mano de Doyle.

– ¿Me llamarás, verdad? -preguntó con voz urgente.

Doyle le besó la mano.

– Oh, sí, te llamaré, y tú responderás honestamente a todas mis preguntas, ¿verdad?

La mujer asintió, y resbalaban lágrimas por su mejilla.

– Haré todo lo que quieras.

Tuve que apartar a Doyle de ella.

– Yo de ti no iría solo a hacerle preguntas -murmuré.

– No pretendía ir solo -dijo. Me miró, y nuestras caras estaban muy juntas porque estábamos murmurando-. He descubierto hace muy poco que no soy inmune a las insinuaciones sexuales.

– Su mirada era muy franca, abierta, la mirada que me hubiera gustado verle en el avión-. Tendré que ir con más cuidado en el futuro.

Dicho esto, se levantó y empezó a caminar por el estrecho pasillo hacia el aeropuerto. Le seguí.

Dejamos atrás el ruido de los motores y caminamos hacia el murmullo de la gente.