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Durante la cena en el apartamento de Decker, Christopher le puso al corriente de su viaje a Israel y de las circunstancias de la muerte de Alice Bernley. Robert Milner se había quedado en Israel para encargarse del cuerpo de Alice. Christopher explicó a Decker que, aunque quedaban por limar algunos flecos, esperaba que el tratado con Israel se firmara a mediados de septiembre y fuese efectivo a partir de finales del mismo mes, coincidiendo con Rosh Hashaná, el Año Nuevo judío. Luego, Decker ofreció a Christopher un detallado resumen de los esfuerzos realizados hasta el momento para la elección del nuevo secretario general. Los dos candidatos, Kruszkegin, del Norte de Asia, y Clark, de Norteamérica, habían intentado sin éxito reunir más apoyos a su favor.
Era un proceso curioso de contemplar, por cuanto quienquiera que fuera finalmente el elegido necesitaría de la aprobación del resto de miembros, y ninguno de los dos quería arriesgarse a pisar al otro en su escalada a la cima. Pasaron dos sin que se apreciase cambio alguno entre los miembros del Consejo de Seguridad. Entonces, la embajadora Lee de China, que hasta el momento se había abstenido, decidió que no podía apoyar a ninguno de los dos candidatos a pesar de su amistad personal con Kruszkegin. En un rápido movimiento, los miembros que, para empezar, habían nominado al representante de la Cuenca del Pacífico y luego se habían decantado a favor de Kruszkegin para ganar los votos de África oriental y África occidental volvieron a cambiar su intención de voto.
El nuevo candidato era el francés Albert Faure. Faure contaba con los votos de quienes antes habían apoyado a Kruszkegin, y con el de China, que consideraba al europeo el candidato menos censurable. Ante el dilema de tener que elegir entre el americano y el europeo, la India, que hasta el momento había favorecido al estadounidense Jackson Clark, decidió abstenerse. Así las cosas, la balanza parecía decantarse a favor de Faure, con seis votos a favor y tres en contra.
Decker esperó al final de la cena para referirse a Faure. No había necesidad de arruinarle la comida a Christopher.
Justo entonces sonó el teléfono. Cuando descolgó, Decker pudo escuchar una voz familiar. Era Jackie Hansen, que llamaba desde el despacho de Christopher en la ONU. Tras la muerte de su padre, Christopher la había contratado como jefa de su secretaría. Llamaba porque había surgido una inesperada petición para concertar una cita a primera hora del día siguiente. Christopher solía llegar a la oficina hacia las siete y media, pero tenía pensado entrar un poco más tarde la mañana siguiente para recuperar algo de sueño. Las circunstancias de la cita le obligaron a desechar sus planes. Dos de los máximos altos cargos de la Organización Mundial de la Paz, el teniente general Robert McCoid, comandante en jefe del grupo de Observadores Militares de las Naciones Unidas en India y Pakistán (UNMOGIP), y el general de división Alexander Duggan, destinado recientemente al cuartel general militar de la OMP en Bruselas, acababan de llegar a Nueva York sin previo aviso y solicitaban reunirse con Christopher lo antes posible. La petición era del todo insólita y por esa misma razón Christopher accedió rápidamente a recibirlos en su oficina a las siete menos cuarto del día siguiente.
Tal y como habían deseado, los dos hombres pasaron totalmente desapercibidos cuando acudieron esa mañana a reunirse con Christopher. Jackie Hansen había madrugado para ofrecer una falsa impresión de actividad en la oficina a hora tan temprana; el resto de personal no llegaría hasta una hora después y no le pareció correcto que los generales se encontraran con una oficina vacía. Christopher y Jackie esperaban en la recepción cuando llegó la visita.
Los generales son, por norma, gente muy seria, pero estos parecían especialmente circunspectos. Ambos hubiesen preferido ir directamente al grano, pero los asuntos de esta magnitud debían abordarse con mucha cautela.
En Kerem, Israel
Scott Rosen cenaba a solas, sentado a la mesa de su cocina. En la calle, según caía la noche, oyó como una vecina llamaba a sus hijos, que jugaban. Por un momento pensó en su infancia y en las veces que había jugado con los niños de su barrio. Su abuelo, que vivía con ellos, solía salir para intercambiar unos lanzamientos de pelota con él; otras veces paseaban juntos por un parque cercano y hablaban sobre lo que le enseñaban a Scott en la escuela hebrea o sobre el tiempo. En ocasiones, le hablaba de la abuela. Él no había llegado a conocerla y podía pasar horas escuchando a su abuelo contar cosas sobre ella.
El vapor del caldo de pollo, receta de su madre, se elevó hasta él y le sacó de su ensoñación, pero al echar un vistazo a su alrededor, cayó en la cuenta de que no se encontraba donde creía. Aquélla era la casa de sus padres, la que tenían en Estados Unidos cuando era niño. Ante él, la mesa estaba dispuesta para cinco. Cerca del sitio de su padre descansaba una gran fuente de latón con unas ramas de perejil, un montoncito de pasta de rábano picante, otro montoncito algo más cuantioso del potaje de manzana llamado jaroset, una pierna de cordero y un huevo duro asado. Junto a él había otra bandeja con una pila de matzá. La mesa estaba obviamente dispuesta para Pésaj, la Pascua judía. Cuatro de los cinco platos eran para Scott, sus padres y su abuelo. El quinto, siguiendo la tradición, se reservaba al profeta Elías, por si éste decidía descender del firmamento y honrarles con su presencia.
Scott sacudió la cabeza y como no surtiera efecto sobre aquella visión, lo intentó restregándose los ojos.
– Scott, ven y ayuda a tu madre -oyó que le llamaba una voz femenina desde la cocina. Era su madre, Ilana Rosen. Al oír su voz sintió como si los recuerdos de su vida adulta se tornaran en un sueño. Intentó recordar lo que había estado pensando, pero su memoria se esfumaba a toda velocidad. Sólo podía retener un puñado de pequeños detalles deslavazados. Recordó que en el sueño sobre su futuro moría su abuelo y que él viajaba a Israel, que sus padres se trasladaban a Israel y que él acudía a las autoridades para contarles que ellos… Pero no recordaba qué pasaba luego… sí que sus padres fallecían… que había una guerra con Rusia… que… Scott desechó aquellos pensamientos como vestigios triviales de quien sueña despierto y se apresuró a echar una mano a su madre en la cocina.
– Tú padre y el abuelo no tardarán en llegar -dijo su madre al entrar él en la cocina-. Tenemos que darnos prisa con los preparativos para Pésaj. -Afuera empezaba a ponerse el sol, marcando el comienzo del sabbat de Pascua. Ilana Rosen intentaba descorchar una botella de vino tinto-: Anda, toma -dijo pasándosela a Scott-, a ver si puedes tú. -Scott asió la botella con firmeza y tiró con decisión. El corcho, ya flojo, salió entero-. ¡Fantástico! -exclamó Ilana con un aplauso-. Ahora llévalo a la mesa, pero ten cuidado de no derramar nada al servir los vasos.
Scott vertió el vino en los vasos de sus padres y el de su abuelo, llenó el suyo hasta la mitad, y luego, con mucho tiento, llenó la copa de Elías. Ésta era una copa de vino muy especial tallada en cristal de plomo, algo que siempre le había extrañado porque el cristal era completamente transparente y él no veía plomo por ninguna parte. Con todo, era una copa muy especial que sólo se sacaba para Pascua. Por un instante, a Scott le pareció recordar haber roto la copa al sacarla del armario cuando tenía quince años. Pero era una tontería, él sólo tenía once.
A su espalda oyó abrirse la puerta de la entrada y al girarse vio a su padre y su abuelo. Scott dejó lo que estaba haciendo, corrió hasta su abuelo y le abrazó con todas sus fuerzas. Pensó cuán maravilloso era volver a abrazar a su abuelo, y al hacerlo recordó parte de su ensoñación. Su abuelo había muerto. Aquel pensamiento hizo que sintiera un escalofrío. Pero no era más que un sueño. Y aún le embargó un enorme placer al sentirse estrechado entre sus brazos una vez más.
Poco después empezaron con la cena de Pascua o séder, respetando cada uno de los pasos que marca el Hagadá, que sirve como una especie de libro guía para la Pascua y que incluye descripciones, recitaciones y la letra de las canciones que se entonan a lo largo de la cena. Primero iba el brejat baner o encendido de velas. Luego el quidush, la primera copa, que es la copa de la bendición; el urjatz, que es el primero de los dos lavados rituales de manos; y el carpas, cuando se come el perejil después de sumergirlo en agua salada, símbolo de las lágrimas derramadas por el pueblo de Israel durante su esclavitud en Egipto y del agua salada del mar Rojo. A continuación iba el yajutz, que es cuando el padre toma la matzá del medio (de la pila de tres) envuelta en un lienzo blanco llamado ejad (que significa «unidad» o «uno»), lo parte en dos, devuelve una mitad al ejad y envuelve la segunda mitad en otra servilleta blanca. Más tarde, como indica la Hagadá, el padre oculta la segunda mitad de la matzá, llamada aficomén (que en griego significa «he llegado») en algún lugar de la mesa. El miembro más joven de la familia debe entonces buscarlo. Cuando lo encuentra, devuelve el aficomén a su padre, que lo redime a cambio de un presente o dinero. Ésta había sido siempre la parte del séder que más gustaba a Scott. Pero eso venía mucho más adelante en la cena.
Tras partir la matzá por la mitad se recitaba el Maguid, la historia de Moisés y la Pascua, y luego venían las Ma-nishtaná o cuatro preguntas. Como miembro más joven de la familia, Scott recitaba en su mejor hebreo cuatro preguntas sobre la Pascua, que le eran contestadas una a una por su padre. Luego se recitaban las diez plagas caídas sobre los egipcios. Esta parte siempre le había divertido a Scott, porque la Hagadá establece que, al pronunciar cada una de las plagas, los comensales deben introducir un dedo en su vino y echar una gota en el plato.
Todo se desarrollaba como los demás años hasta que la familia empezó a entonar una de las canciones tradicionales de Pascua llamada dayenu, que significa «hubiera sido suficiente». Se trata de un canto alegre en hebreo, que enumera algunas de las cosas que Dios hizo por el pueblo de Israel. A cada verso sigue el coro, que consiste en repetir la palabra dayenu. La traducción de la letra diría algo así como:
Si sólo nos hubiese rescatado de Egipto, y no hubiese castigado a los egipcios,
Dayenu (hubiera sido suficiente)
Si sólo hubiese castigado a los egipcios, y no hubiese destruido sus dioses,
Dayenu
Si sólo hubiese destruido sus dioses, y no hubiese castigado con la muerte a todos sus primogénitos,
Dayenu
Y así continúa la canción, afirmando en cada estrofa que si Dios sólo hubiese hecho lo que menciona el verso anterior y no las cosas que se añaden después, quienes cantan, que representan a todo el pueblo de Israel, habrían estado satisfechos.
Al llegar al último verso, que habla del Templo, el abuelo de Scott dejó de cantar de repente y gritó-: ¡No! -Scott le miró confuso-. No es verdad -dijo su abuelo-. ¡Dayenu es mentira! No hacemos sino engañarnos.
– ¡No hacemos sino engañarnos! -sancionaron los padres de Scott.
Esto no aparecía en la Hagadá. Tenía que haber un error. Y entonces, sin mediar un solo sonido, apareció de repente otro comensal en la mesa. El hombre se inclinó sobre la mesa desde enfrente de Scott y cogió el aficomén, todavía sin esconder, de donde descansaba junto al plato del padre de Scott. Ocupaba el sitio reservado para el profeta Elías. Scott le reconoció de inmediato, era el rabino Saul Cohen. Pero aquello no tenía sentido alguno. Scott no conocía a nadie llamado Saul Cohen, salvo… salvo, tal vez, de aquel sueño tan extraño. ¿Cómo era posible que estuviera allí, en su casa, sentado en el lugar reservado a Elías bebiendo de la copa del profeta; la copa especial que sus padres reservaban para el séder y de la que nadie podía beber?
– No nos engañemos más -dijo Cohen.
Era casi medianoche cuando Scott descubrió que de nuevo era un adulto y estaba en su casa de los suburbios de Jerusalén. Hacía horas que su sopa se había quedado fría y la única luz en la habitación era la de un reloj digital y la que se colaba desde una farola de la calle. Estaba agotado. Por un momento permaneció allí sentado. La creencia de que los sucesos de las últimas horas en el hogar de su infancia habían sido un sueño se disipó rápidamente. Junto a él, sobre la mesa, ocupando el lugar que había estado reservado a Elías en su sueño o visión, allí donde había visto a Cohen, reposaba una copa de vino casi vacía. Era la copa de Elías, la que él había roto en mil pedazos al sacarla del armario a los quince años. Aun en la penumbra reinante la reconoció. Scott se arrellanó en la silla y advirtió que el plato que antes descansaba bajo el cuenco de sopa yacía ahora boca abajo delante de él. Había algo debajo. Lo levantó y descubrió el aficomén, oculto allí para que él lo encontrara y se redimiera.
Nueva York, Nueva York
La secretaria del embajador francés Albert Faure acompañó a Christopher al interior del despacho donde le esperaban Faure y su jefe de gabinete.
– Buenos días, embajador -saludó Faure a Christopher-. Por favor, adelante.
– Gracias, embajador -repuso Christopher-. Le agradezco que me reciba así tan de improviso. Sé lo ocupado que debe de estar.
– Bueno, decía que se trata de algo urgente.
– Lo es.
– ¿Conoce a mi jefe de gabinete, el señor Poupardin?
– Sí, ya nos han presentado -contestó Christopher tendiendo la mano.
– Bueno, a lo que vamos. Su mensaje decía que tenía algo que ver con la Organización Mundial de la Paz.
– Sí, señor. Como bien sabe, la situación en Pakistán ha alcanzado el nivel crítico. La ayuda humanitaria enviada voluntariamente no es suficiente. Y mucho de lo que se envía no está llegando a los más necesitados. Cada día mueren de hambre cientos de personas, y son miles las amenazadas con seguir la misma suerte. El cólera se está cobrando miles de vidas más. Si Naciones Unidas no responde de inmediato con el envío de alimentos y medicinas suficientes y el personal necesario para distribuirlos, podríamos estar hablando de la muerte de millones de personas.
Mientras hablaba, Faure y Poupardin intercambiaron miradas de extrañeza. El gesto de sorpresa no se había borrado del rostro de Faure cuando empezó a hablar.
– Permítame asegurarle, embajador, que la situación en la región me preocupa tanto como a usted. Es más, hace sólo dos semanas que me reuní con el nuevo embajador de Pakistán, para tratar del tema junto con el embajador Gandhi. Deseo de todo corazón que se haga más y pronto, pero -continuó Faure frunciendo aún más el entrecejo por su extrañeza- ¿no tendrían que ocuparse de esto el ECOSOC y la Organización para la Agricultura y la Alimentación? Pensaba que quería hablarme de la OMP.
– La responsable de proporcionar alimentos a la región es, sin duda alguna, la FAO -repuso Christopher-, pero los disturbios resultantes de la escasez de alimentos son asunto de la OMP. -Faure dejó que Christopher continuara sin responder-: Como ex presidente de la OMP, doy por hecho que estará al corriente de los problemas que ha sufrido el servicio de suministro de la OMP durante los dos últimos años. Se han perdido armamento y equipamiento por valor de treinta y seis millones de dólares a causa de robos sufridos en los arsenales; catorce millones y dos vidas en el secuestro de diferentes remesas; y otros ciento cuarenta y un millones en equipamiento sin justificar.
Faure y Poupardiruse miraron atónitos. Faure no tenía ni idea de que las pérdidas fueran tan cuantiosas. No quería que se descubriese el escaso seguimiento que había hecho de este asunto durante su presidencia, pero se vio obligado a preguntar.
– Sólo a modo de aclaración -empezó-, ¿qué porcentaje de esas pérdidas se produjo bajo mi mandato, y cuántas se han denunciado durante las tres semanas y media que lleva usted en el cargo?
– Le hablo del total de pérdidas contabilizadas seis semanas antes de que yo fuera nombrado presidente de la OMP.
– Oh -repuso Faure-. No sabía que fueran tan elevadas. Consciente de que era mejor admitir su ignorancia que reconocer su negligencia, lo dejó estar así. La expresión de Christopher no dejó traslucir sorpresa ni ira ante la confesión de Faure. -¿Y qué tiene que ver la situación en Pakistán con este asunto? -preguntó Faure, que deseaba dejar atrás el tema de su negligencia lo antes posible.
– En el transcurso de las últimas veinticuatro horas me han sido presentadas pruebas a mi parecer incontrovertibles de que el director de la OMP, el general Brooks, es el responsable directo de al menos el noventa y cinco por ciento del armamento y el equipo desaparecidos.
Faure y su jefe de gabinete volvieron a intercambiar miradas. Empezaba a parecer que tenían algún medio de comunicación no verbal y que ninguno de los dos iba a hablar sin medir antes al otro.
– Pero ¿por qué razón iba el general Brooks a robar su propio armamento? -preguntó el jefe de gabinete de Faure.
Christopher ignoró la ingenuidad de la pregunta.
– Todo indica que lo ha estado vendiendo a grupos insurgentes, en algunos casos por sumas en efectivo y en otros a cambio de droga, que era a su vez vendida por dinero.
– Se trata de una acusación muy grave -dijo Poupardin, sin intercambiar esta vez miradas con Faure-. Doy por hecho que tendrá pruebas que lo evidencien.
– No lanzaría semejantes acusaciones si no estuviera seguro de poderlas demostrar.
Faure y Poupardin meditaron la respuesta durante unos instantes, sin pronunciar palabra.
– Bueno -dijo Faure por fin-, he de suponer que abrirá una investigación sobre el asunto.
– Sí. El tiempo es primordial, pero no creo que sea posible llevar a cabo una investigación completa y exhaustiva mientras el general Brooks siga al mando. Ésa es la razón de que esté aquí. Mi intención es pedir autorización al Consejo de Seguridad para suspender de inmediato al general, poner al teniente general McCoid temporalmente al mando y asumir personalmente autoridad plena sobre la agencia hasta que el asunto esté resuelto. Sin embargo, como reciente sucesor suyo que soy en la presidencia de la OMP, he considerado que la cortesía profesional requería que antes de hacerlo le informara de mis intenciones y de las razones de éstas.
Faure pensó con rapidez. Su expresión dejaba traslucir que había algo en los planes de Christopher que no casaba del todo con los suyos.
– Bien. Se lo agradezco -dijo Faure-. Es más, creo que es muy importante que haya acudido a mí antes de hacer nada. -De pronto, Faure cambió su tono a otro mucho más cordial-. Me temo que éste sea el peor de los momentos para que presente el caso ante el Consejo de Seguridad.
– No creo que obviarlo sea una opción -repuso Christopher-. La situación en la frontera indopaquistaní requiere una intervención inmediata.
– Comprendo su preocupación, pero… Está bien, permítame que le ponga al día sobre un par de asuntos. -Faure se incorporó, rodeó la mesa y continuó hablando con su tono más conciliador-: Como sabe, el proceso de selección del nuevo secretario general lleva en marcha ya varias semanas. Y estoy convencido de que no le coge de nuevas que en este momento preciso la elección está entre el embajador Clark de Estados Unidos y yo. En la última votación recibí el apoyo de seis regiones; tres votaron al embajador Clark y la India se abstuvo. La siguiente ronda de votaciones está programada para el lunes, eso es dentro de cuatro días. Nadie lo sabe todavía, pero el embajador Fahd se ha comprometido a apoyar mi candidatura en la siguiente votación y estamos a punto de alcanzar un acuerdo con la India. Esto dejará al embajador Clark con tan sólo dos votos, los de Norteamérica y Suramérica. Y ante esa mayoría, Clark no tendrá más remedio que ceder.
»Bien, usted es un hombre razonable -continuó Faure-. Si resulta estar en lo cierto en lo que atañe al general Brooks y su empleo de los recursos de la OMP, sabrá, como es obvio, que yo no he tenido nada que ver con el asunto. Pero es posible que no todo el mundo lo vea de ese modo.
La falta de Faure era, como mínimo, de omisión; había desatendido casi por completo sus responsabilidades como presidente de la OMP y nombrado a dedo a Brooks cuando se había jubilado el anterior general al mando. Brooks y Faure eran viejos aliados.
– Es probable que intenten cargarme a mí con la culpa de Brooks -dijo Faure-. Si el asunto sale ahora a la luz, es más que posible que el americano lo aproveche para arruinar mi candidatura a secretario general. -Christopher le iba a interrumpir, pero Faure levantó la mano para detenerle-. Ahora bien -continuó Faure-, sé que es urgente llegar al fondo de la cuestión, pero seguro que puede llevar a cabo su investigación sin necesidad de plantear el asunto ante el Consejo de Seguridad de forma inminente.
– Embajador -respondió Christopher-, todo lo que signifique desviarse de la vía directa conlleva una pérdida de tiempo que no nos podemos permitir. Aun cuando el Consejo de Seguridad apruebe de inmediato mi petición, serán necesarias entre seis y ocho semanas para realizar los cambios de personal y garantizar que el equipamiento y los suministros adecuados llegan a nuestras tropas en la frontera indopaquistaní.
– Comprenderá que por nada del mundo quiero detenerle en la toma de medidas que considera justas y necesarias -contestó Faure-. No es mi estilo. Y, además, en el caso de que fuera elegido como único candidato a secretario general y de que dicha candidatura fuera aprobada por la Asamblea General, bueno, nunca se sabe, pero es muy posible que fuera usted quien me sustituyera en el cargo de miembro permanente ante el Consejo de Seguridad. -Faure quería recalcar este punto, sólo por si Christopher no había caído en la posibilidad-. Nada más lejos de mi intención que ensombrecer nuestras relaciones en el futuro. Pero -Faure hizo una pausa- es tanto lo que hay en juego, tanto para nuestros intereses como para los del mundo entero, que yo le sugeriría que estudie todas las opciones posibles antes de cometer una imprudencia.
La respuesta de Christopher fue tajante, pero su tono no dejaba traslucir enfado alguno.
– Ya he explorado todas las opciones posibles.
– ¿Y opina que éste es el único modo de hacerlo?
– Sí.
A Faure le costaba cada vez más disimular su frustración.
– ¿Puede por lo menos esperar cuatro días? -urgió.
– No, no creo que pueda.
Faure miró a su jefe de gabinete y negó con la cabeza.
– Creo que está de acuerdo con el embajador americano -interpoló Poupardin-. Puede que ahora sea ciudadano italiano, pero nació en América. -Poupardin se dirigió entonces directamente a Christopher-: ¿Por qué si no habría de mostrarse tan inflexible?
– ¡Gerard! -dijo Faure con severidad, intentando meter en cintura a su jefe de gabinete.
– Le ruego que me disculpe, embajador -farfulló Poupardin con un gesto de pesar muy bien ensayado.
– Sí, espero que sepa perdonar a Gerard por tan desatinada salida -dijo Faure-. Pero ha de reconocer que en Europa muchos lo interpretarán de la misma manera.
Faure desesperaba. Poupardin había lanzado la acusación intencionadamente para que Faure pudiera llamarle la atención y formular a continuación la misma acusación sin riesgo de ser irreverente, puesto que el tema ya había salido a colación. Era una jugada efectiva, y no era la primera vez que se valían de ella.
– Considere lo siguiente -dijo Faure-. De aquí a una semana yo podría ser secretario general y usted, el nuevo representante permanente de Europa. El comportamiento del general Brooks es del todo reprochable, si efectivamente queda demostrado que es culpable de cuanto usted le acusa, pero su suspensión del cargo apenas tendrá impacto en el problema de forma inmediata. Usted mismo ha reconocido que tardará entre seis y ocho semanas en hacer efectivos los cambios necesarios. Y, seamos realistas, aun con todos esos cambios, es muy limitado el efecto que tendrá en la entrega de alimentos a los necesitados, que es, después de todo, lo que en el fondo deseamos todos. Ahora bien, si retrasa su intervención hasta que se haya realizado la votación, tiene mi palabra de que usaré toda la influencia y el poder del cargo de secretario general para acelerar los cambios que estima necesarios en la OMP y garantizar la adecuada distribución de alimentos, para que lleguen a quienes los necesitan.
Christopher meditó sobre la oferta de Faure. Tenía su mérito. Finalmente cedió.
– ¡Excelente! -dijo Faure.
– Pero -añadió Christopher- a cambio quiero que me prometa que, sea cual sea el resultado final de la votación del lunes, me ayudará a que mi propuesta sea aprobada por el Consejo de Seguridad.
– Cuente con ello -prometió Faure.
Poupardin volvió a excusarse por su comentario y Christopher abandonó el despacho minutos después.
– Ese hombre puede ser peligroso -dijo Poupardin tan pronto Christopher se hubo ido-. ¿Qué habría hecho si se niega a retrasar su petición?
– Gerard, está escrito en las estrellas que yo haya de ser secretario general. Habría hecho lo que fuera necesario.
Poupardin sonrió, rodeó la butaca de Faure y empezó a masajearle los hombros.
– Parece que el apoyo de Robert Milner para mi elección en el Consejo de Seguridad va a salir más caro de lo que anticipamos en un primer momento -dijo Faure-. Habrá que vigilar de cerca a ese joven.
– ¿Telefoneo al general Brooks? -preguntó Poupardin.
Faure aspiró hondo y contuvo la respiración mientras pensaba.
– Sí, supongo que es lo correcto -dijo con un resoplido-. Dile que ya puede ir empezando a ordenar sus asuntos, y rápido, si quiere conservar el puesto. Pero no te demores demasiado con Brooks; tenemos cosas más importantes de las que ocuparnos. Hay que sacarle un compromiso al embajador Gandhi e intentar debilitar el apoyo de Suramérica al embajador Clark. Debemos asumir que nuestro amigo el señor Goodman no esperará si al final hay que celebrar otra votación más.
La situación en la frontera indopaquistaní no mejoró en los cuatro días siguientes; los cargamentos de ayuda eran escasos y su distribución muy lenta, y el número de refugiados que intentaba cruzar la frontera continuaba aumentando. A fin de contener la riada, el gobierno indio había multiplicado por seis su presencia militar en la frontera. Llegaban noticias de abusos, torturas y ejecuciones sumarias de refugiados que cruzaban a la India. En respuesta al progresivo reforzamiento de tropas indias, el gobierno de Pakistán había incrementado a su vez el número de efectivos a lo largo de la frontera.
En Nueva York había llegado el día en que el Consejo de Seguridad intentaría de nuevo elegir al nuevo secretario general. También llegaba a su término el plazo que Christopher había prometido esperar para pedir el traspaso urgente de autoridad sobre la Organización Mundial de la Paz. En un rincón de la antesala del salón de plenos del Consejo de Seguridad, antes de la reunión, Christopher Goodman discutía con el embajador Gandhi sobre la situación en Pakistán. El día anterior, por la tarde, había mantenido un encuentro con el embajador paquistaní y el embajador saudí Fahd, representante de Oriente Próximo en el Consejo de Seguridad.
En el interior del salón de plenos, Albert Faure y Gerard Poupardin repasaban los preparativos de última hora. Desde el comienzo, cuatro días habían parecido más que suficientes para hacerse con el voto de la India. Pero el embajador Gandhi había postergado su decisión de apoyar a Faure hasta el final, para conseguir que se le garantizase la concesión de diversas prerrogativas.
– Ojalá pudiera estar más tranquilo con el voto de Gandhi -comentó Poupardin-. No sé si podemos fiarnos de él.
– Oh, no te preocupes por el indio -repuso Faure con serenidad-. Él sabe que nunca conseguirá de ningún otro las prerrogativas que yo le he prometido.
– Al entrar he visto que estaba afuera hablando con el embajador Goodman.
– ¿Has podido oír sobre qué discutían?
– No, no quería resultar tan descarado.
– Bueno, seguro que no tiene la menor importancia.
– Probablemente, pero anoche también vieron a Goodman con el embajador Fahd.
Un destello de inquietud nubló la mirada de Faure.
– ¿Por qué no he sido informado de esto antes? -preguntó.
– Me acabo de enterar.
La expresión de Faure denotaba ensimismamiento más que preocupación.
– ¿Por qué no sales e intentas enterarte de qué están hablando? Si es necesario, te acercas y te unes a la conversación. Si notas que tu presencia les incomoda o ves que cambian de tema, vuelve enseguida y házmelo saber.
Poupardin se levantó para salir, pero demasiado tarde; en ese momento el embajador y Christopher entraban en la sala para ocupar sus respectivos lugares para la reunión. La embajadora Lee Yun-Mai de China abrió la sesión y unos momentos después daba paso al primer punto del orden del día, la elección del nuevo secretario general. Como era de esperar, los nominados eran el embajador de Estados Unidos Jackson Clark y el embajador de Francia Albert Faure. La votación se realizó, como era costumbre, a mano alzada. La embajadora Lee sometió primero a votación la candidatura del embajador Clark. Al instante, el embajador canadiense, representante de la región norteamericana, y el embajador ecuatoriano, representante de Suramérica, levantaron la mano. Todo se desenvolvía como Faure tenía planeado; casi podía saborear la victoria tan largamente esperada. Entonces, muy lentamente, y evitando que sus ojos se toparan con la atónita mirada de Faure, el saudí levantó la suya. Por el rabillo del ojo, Faure dirigió su atención a su jefe de gabinete, Gerard Poupardin. Incluso desde el otro extremo de la sala, la palabra que formularon sus labios quedó tan clara como un grito.
– Goodman -dijo conteniendo la respiración.
Faure murmuró un epíteto.
A la izquierda de Faure, la puerta de entrada al salón de plenos del Consejo de Seguridad se abrió de par en par y una mujer alta y rubia rondando los cuarenta se precipitó al interior. Impertérrita, la embajadora Lee apuntó el resultado de la votación, tres regiones apoyaban al embajador de Estados Unidos. Sin pausa, procedió a someter a votación la candidatura del embajador francés. Lo que Faure vio entonces no hizo más que acentuar su desánimo. Incluyendo la suya, sólo se levantaron en la sala cinco manos, los embajadores Kruszkegin, del Norte de Asia, y Lee, de China, habían decidido abstenerse. A diferencia del embajador Fahd, Kruszkegin miró directamente a Faure mientras Lee hacía el recuento. Poseído por la ira, Faure se volvió para mirar a Christopher, pero Christopher no estaba allí.
La mirada de Faure recorrió rápidamente la sala en busca de Christopher, pero sin éxito. Sus ojos se tornaron de nuevo hacia Poupardin, interrogándole sobre el paradero de Christopher. Poupardin señaló con el dedo. En un rincón de la amplia sala, Christopher hablaba con Jackie Hansen, que había entrado en plena votación con un mensaje urgente. La ira de Faure le pasó inadvertida o por lo menos no la reconoció como tal, tan concentrado estaba en escuchar a Jackie y en leer a toda velocidad el contenido del mensaje. Sin separar la mirada del papel, Christopher dirigió sus pasos con decisión hacia la embajadora Lee.
Al contrario de lo que Faure había deducido, la verdadera razón del cambio en la intención de voto era que los embajadores Fahd, Kruszkegin y Lee se habían enterado de las prerrogativas que Faure había prometido al embajador indio para conseguir su voto. A ninguno le interesaba tener un secretario general atrapado por el tipo de compromisos que Faure había contraído. Como resultado, Lee y Kruszkegin habían decidido abstenerse; Fahd, sin embargo, prefería devolver la confianza al americano, a quien había votado anteriormente. Faure nunca llegaría a enterarse de lo sucedido. Y lo que estaba a punto de acontecer no iba sino a convencerle del todo de que Christopher estaba detrás de cuanto acababa de ocurrir.
Christopher terminó de leer la nota y cruzó la sala directamente hasta la embajadora Lee. Tras entregarle el despacho, le susurró algo al oído y ella comenzó a leer. Mientras lo hacía, Christopher regresó a su lugar, donde permaneció de pie a la espera de que la presidencia le diera la palabra formalmente. Todos los ojos se concentraron en ella mientras leía. Cuando hubo concluido, dio un golpe con el mazo y declaró que no se había alcanzado un consenso; la elección del nuevo secretario general se posponía dos semanas más. A continuación dirigió su mirada a Christopher y habló de nuevo.
– La presidencia otorga la palabra al embajador de Italia.
– Señora presidenta -empezó Christopher dirigiéndose a la embajadora Lee-, como acaba de leer en el despacho del que le he hecho entrega, en el transcurso de la última hora un contingente de aproximadamente veintisiete mil soldados indios de infantería ha cruzado la frontera con Pakistán respondiendo, al parecer, a la continua afluencia masiva de refugiados paquistaníes que cruzan la frontera en busca de alimento. Todo apunta a que se dirigen hacia los tres campos de acogida de Naciones Unidas. En respuesta a la incursión, las fuerzas de la ONU al mando del teniente general Robert McCoid han atacado al ejército indio.
La sala entró en erupción. Los miembros de la prensa intentaron mejorar su posición para obtener primeros planos de Christopher mientras hablaba; varios miembros del personal abandonaron la sala apresuradamente. El embajador de Arabia Saudí, representante de Oriente Próximo, y el embajador de la India pidieron la palabra a la presidencia. Pero la embajadora Lee se negó a otorgársela y Christopher continuó su discurso.
– Por el momento, carecemos de información sobre bajas, pero las tropas indias desplazadas en la zona superan seis veces en número a las fuerzas de la ONU. El general McCoid ha ordenado el traslado de refuerzos al lugar, pero no se espera su llegada hasta dentro de varias horas y advierte que este movimiento de tropas debilitará la presencia de la ONU en otros puntos de la frontera.
Christopher completó su informe ante el Consejo de Seguridad y a continuación, en ejercicio de su derecho como miembro temporal, procedió a realizar su petición de retirar al general Brooks de su cargo y asumir con urgencia la autoridad sobre la OMP. Probablemente no hubiese cambiado las cosas haber realizado la petición cuatro días antes. Pero los últimos acontecimientos iban a complicar y dificultar aún más la solución de los problemas.
Cerca de Cafarnaún, Israel
Sin saber por qué, Scott Rosen tenía la certeza de encontrarse en el lugar que debía. Estaba sentado en una verde colina de la orilla norte del mar de Galilea, cerca de Cafarnaún, y aguardaba, aunque no estaba muy seguro el qué. Llevaba allí casi una hora sentado esperando, y el sol empezaba a ocultarse. A su alrededor, el terreno formaba un anfiteatro natural con unas propiedades acústicas que hacían posible que una persona situada en la ladera pudiera oír claramente a alguien emplazado al pie de la colina. Según los guías turísticos locales, aquél era el lugar donde Jesús había transmitido sus enseñanzas a sus seguidores.
Cuando llegó, había turistas paseando por las laderas. Pero la caída de la tarde le había dejado prácticamente a solas durante unos instantes. Ahora, hacía quince minutos que un flujo constante de personas, todas ellas hombres, había empezado a poblar la ladera. Pero no se trataba de turistas; no había cámaras, ni prismáticos, ni guías charlatanes. Es más, aunque eran ya cientos, miles, los allí reunidos, nadie pronunciaba palabra. Cada uno daba con el que creía era un buen sitio y se sentaba.
En pocos minutos, el goteo se convirtió en marea; ahora eran miles los que llegaban a cada minuto. Y aún no se oía ni una palabra. Scott reconoció a varios de entre ellos. Primero al rabino Eleazar Ben David, con el que días antes había conversado sobre Joel. Luego vio a Joel, con la mano y la muñeca enyesadas como resultado de su último encuentro. Joel escrutó la multitud de hombres que poblaba la colina en busca de Scott y esbozó una amplia sonrisa cuando lo encontró. Scott le devolvió una sonrisa vehemente, y Joel se sentó cerca. Ninguno pronunció palabra.
Una hora después superaban los cien mil, y seguían sin decir palabra. Pronto dejó de llegar gente, y cierto ajetreo al pie de la colina atrajo la atención de la muchedumbre. Dos hombres se pusieron en pie y uno empezó a hablar. Su voz era grave, resonante y templada. Scott estaba demasiado lejos para verle con claridad, pero todos podían oírle. Scott reconoció la voz al instante. Era Saul Cohen.
Junto a Cohen, el otro hombre guardó silencio mientras contemplaba la muchedumbre y recordaba un verano crucial en el que él, su hermano y su padre habían pescado en esas mismas aguas dos mil años atrás.