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23

OFRENDA

Nueva York, Nueva York

Alice Bernley y Robert Milner paseaban tranquilamente junto al imponente muro cubierto de hiedra del Raoul Wallenberg Walk y nadie hubiera adivinado por su lento caminar la excitación que sentían al comentar los sucesos de las últimas semanas.

– Siento que las piezas van encajando -dijo Alice-. Creo que, aunque no estuviera aquí, lo sentiría igual. Lo sabría -dijo transcurridos unos instantes-, aunque estuviera en la luna, lo sabría.

Milner sonrió. Ni por un momento habría dudado de su intuición. También él se sentía del mismo modo.

– He recibido llamadas de teléfono, cartas, correos electrónicos y faxes de todos los rincones del mundo. La gente percibe que estamos a un paso de la Nueva Era -continuó Bernley.

– Sí, pero también me preocupa. Me temo que hay a quienes les gustaría acelerar su advenimiento. No lo podemos permitir.

– ¿No habrá nadie que sepa lo de Christopher? -preguntó ella. Su voz denotaba honda preocupación.

– No. Por lo menos, que yo sepa. Si nuestros amigos del Consejo de Seguridad lo supieran, intentarían nombrarle secretario general al instante -Milner hablaba ahora hipotéticamente, pero Bernley se tomó sus palabras muy en serio.

– No podemos permitir que eso ocurra -dijo.

– No, por supuesto que no. No ha llegado el momento. No, no creo que nadie sepa lo de Christopher. No todavía. Pero muchos, obviamente, están al corriente de que tú y yo sabemos algo.

– Sí -dijo Bernley recuperando su entusiasmo-. He recibido llamadas de personas y grupos de gente de los que jamás había oído hablar. Todos desean saber qué es lo que deben hacer.

– ¿Y qué les dices?

– Que se organicen, que incorporen nuevos adeptos, que extiendan la palabra de que la llegada de la Nueva Era está cerca. Y que sean pacientes.

– Buen consejo.

En el paseo, algo más adelante, se había detenido un hombre alto y delgado de pelo cano, con traje de corte europeo. Le flanqueaban otros dos de constitución corpulenta, que fácilmente le doblaban en peso. Los ojos de los dos hombretones se ocultaban detrás de sendas gafas de sol, pero el hombre delgado miraba hacia ellos directamente. De no haber estado tan ensimismados en su conversación, Milner y Bernley se habrían percatado de su presencia mucho antes. Entre los tres casi bloqueaban la totalidad de la acera. Su aspecto no era amenazante, pero exhibían un aire muy resuelto.

– ¿Subsecretario Milner? -preguntó el hombre delgado.

– Sí.

– ¿Señora Alice Bernley?

– Sí.

– Tengo una carta para ustedes -dijo el hombre al tiempo que entregaba un sobre a Bernley. Sólo había pronunciado un puñado de palabras, pero Milner, que había viajado por medio mundo, reconoció de inmediato aquel acento. Cualquiera habría detectado la cadencia francesa, pero había mucho más. Era más áspero, más gutural que el auténtico acento francés. Tenía mucho de alemán también. Resultaba evidente que aquel hombre era natural de Alsacia-Lorena, la región francesa que entre 1870 y 1945 cambió de manos cinco veces entre franceses y alemanes. Aunque no estaba seguro, Milner pensó que sólo podía haber un asunto que trajera a este hombre de Alsacia-Lorena al parque en el que estaban.

Bernley abrió el sobre y comenzó a leer la carta que extrajo de su interior.

– ¡Bob, mira! -dijo levantando la carta para facilitarle la lectura mientras ella continuaba leyendo.

Milner leyó. Era lo que sospechaba, pero resultaba trascendental no mostrarse demasiado ansioso. Las primeras impresiones pueden ser fatales.

– Por favor, traslade al remitente nuestro agradecimiento -dijo Milner tan pronto se hubo asegurado del contenido de la carta, aunque sin acabar de leerla del todo. Sabía que Alice se excitaba con facilidad y quería ser el primero en hablar.

– ¿Aceptan el paquete? -preguntó el hombre delgado.

– Sí -contestó Milner con serenidad.

– Sí, por supuesto que lo haremos -dijo Bernley en un tono mucho más animado-. Será un auténtico placer… -Por el rabillo del ojo captó la turbación de Milner y dejó caer la frase. Había reconocido de inmediato la mirada que éste ponía siempre que ella se sobreexcitaba. No es que él no compartiera su emoción, pero había ocasiones en las que no era prudente exhibirla.

– ¿Dónde desean que se haga la entrega?

Milner pensó con rapidez y contestó ofreciendo la dirección más obvia.

– En el Lucius Trust, en la plaza de Naciones Un… -Milner se detuvo en seco. Era absurdo que cruzara el Atlántico para luego enviarlo de regreso hasta su destino final-. No -dijo-. Envíen la entrega a la embajada de Italia en Tel Aviv.

– Necesitaremos que nos ayuden con los trámites de la aduana -dijo el hombre.

– Por supuesto -contestó Milner.

– La entrega se realizará aproximadamente dentro de una semana, si les parece conveniente.

– Sí, me parece bien -dijo Milner.

El hombre metió la mano en su bolsillo y extrajo un llavero de anilla con cuatro llaves.

– Van a necesitarlas -dijo sin más explicación-. Señora Bernley. Subsecretario Milner. -Asintió en señal de despedida, y sin más palabra, los tres hombres dieron media vuelta y se fueron. Milner examinó entonces la carta con más detenimiento.

«Consideramos que determinado objeto, en nuestro poder desde hace años, podría resultarles útil en la empresa que les ocupa. Si así lo desean, estaremos muy complacidos en entregarles dicho objeto para que lo empleen a su discreción.»

La carta pasaba a ofrecer a continuación los pormenores de la entrega del objeto y recalcaba las precauciones a tomar en su transporte y manejo, que el remitente daba por hecho conocerían ellos ya.

Bernley estaba en lo cierto, las piezas iban encajando.

– Sabía que se pondrían en contacto con nosotros -dijo Milner-. Era cuestión de tiempo.

Tiviarius, Israel

– Y bien, ¿de qué es de lo que querías que habláramos? -preguntó el rabino Eleazar Ben David a Scott Rosen mientras tomaba asiento en su butaca preferida. La luz en el despacho del rabino era algo tenue para el gusto de Scott; una de las bombillas estaba apagada y la única ventana de la habitación por la que podría haber entrado algo de luz natural permanecía oculta detrás de una librería abarrotada, que se extendía por el resto de las paredes. Aquélla era una biblioteca impresionante, con algunos de los libros en cada una de las tres lenguas que el rabino hablaba con soltura.

– Me preocupa Joel -empezó Scott.

– ¿Joel Felsberg? -le interrumpió el rabino Ben David.

– Sí -le confirmó Scott.

– No veo a Joel desde la última vez que fuimos los tres juntos a escuchar a la Sinfónica de Jerusalén. ¿Cómo está? ¿Le ocurre algo?

– Por eso estoy aquí. Ayer vino al Templo a buscarme. Llegó corriendo y agitando los brazos -exageró Scott- y gritaba: «¡Le he encontrado! ¡Le he encontrado!». Le pedí que se tranquilizara y luego le pregunté a qué se refería, y entonces me dijo que había visto al Mesías.

Al escuchar esto, el rabino levantó una ceja, pero su reacción transmitía más introspección que alarma. La expresión del rabino dio a Scott la impresión de que éste no le había estado escuchando.

– ¿Rabí? -le dijo buscando la confirmación de que éste le escuchaba.

– ¿El Mesías? -preguntó pasado un instante.

– Sí.

– Y ¿te dijo dónde lo había visto?

– En un sueño, pero está convencido de que fue algo más que eso. Supongo que cree que tuvo una visión o algo así.

– Hmm… -murmuró el rabino con el mismo aire pensativo. Permaneció en silencio unos segundos y luego preguntó-: ¿Podemos estar seguros de que no fue así?

– Sí. Absolutamente.

– ¿Por qué? -preguntó el rabino.

Scott frunció el ceño, molesto por tener que contestar.

– Sólo decirlo me incomoda -dijo. El rabino Ben David esperaba-. Al parecer, lo que vio en el sueño le ha convencido de que Jesús o «Yeshua», así le llamó, es el Mesías.

El rabino levantó esta vez las dos cejas y sacó hacia afuera el labio inferior. Estaba visiblemente sorprendido, pero no mostraba señas de disgusto. Scott había esperado una reacción más enérgica, por lo menos más rápida. El rabino parecía totalmente abstraído. Otro le habría preguntado en qué pensaba, pero no era el caso de Scott. Él nunca había mostrado interés hacia los demás, no abiertamente. Prefería una habitación llena de ordenadores que una llena de gente. Su sola presencia en el despacho del rabino, para expresar su preocupación por Joel Felsberg, era prueba de la profunda amistad que les unía.

– Bueno, entonces, ¿qué hago? -preguntó Scott gesticulando con las manos en un intento por atraer de nuevo la atención del rabino hacia el asunto que les ocupaba.

– ¿Qué haces con qué?

– Con Joel -dijo Scott sin dejar de mover las manos, esta vez a causa de su frustración.

– No creo que haya nada que puedas hacer. Si sólo ha sido un sueño, lo superará. Ten paciencia.

– ¿Qué quiere decir con eso de si sólo ha sido un sueño? -preguntó incrédulo.

El rabino se echó hacia adelante en su butaca.

– Bueno, es curioso que haya tenido ese sueño justo ahora. -Scott seguía demasiado sorprendido para caer en la cuenta de que el rabino ya no parecía sumido en sus pensamientos-. Recientemente he topado con un interesante pasaje en mis estudios. Permíteme que te lo lea. -El rabino cogió de la mesita que había junto a su butaca las gafas de cerca y un libro, abrió este último por una página marcada y leyó:

¿Quién hubiera creído lo oído por nosotros (dicen los pueblos)?,

¿a quién ha sido revelado el brazo del Señor?

Pues crecía (Israel en la diáspora) delante de Él como una planta tierna, y como una raíz en tierra seca; no tenía forma ni hermosura, para que le mirásemos, ni tenía buen parecer, para que nos complaciésemos de él.

Despreciado y desechado de los hombres; varón de dolores, y que sabe de padecimientos, y como uno de quien se aparta la vista, despreciado fue, y no hicimos aprecio de él.

Ciertamente él ha llevado nuestros padecimientos, y con nuestros dolores él se cargó; mas nosotros le reputamos como herido, castigado de Dios y afligido.

Pero fue traspasado por causa de nuestras transgresiones, quebrantado por causa de nuestras iniquidades; el castigo que caía sobre él nos traía la paz, y en sus llagas veíamos nuestra curación.

Nosotros todos, como ovejas, nos hemos extraviado; nos hemos apartado cada cual por su propio camino; y el Señor carga sobre Él la iniquidad de todos nosotros. <strong>[61]</strong>

– Rabí -le interrumpió Scott-, ¿por qué me lee esto?

– Tú escucha -le contestó el rabino. Scott no entendía por qué un rabino habría de leer lo que obviamente correspondía a un pasaje del Nuevo Testamento cristiano, pero le tenía demasiado respeto como para expresar su reparo. El rabino continuó:

Era oprimido, pero él mismo se humillaba y no abría su boca como cordero que era conducido al matadero; y como es muda la oveja delante de los que la esquilan, así él no abría su boca.

Fue apartado del poder y del derecho; y en cuanto a los de su generación (dice cada pueblo): «¿Quién pensaba que fue cortado de la tierra de los vivientes y que la desgracia lo alcanzó por la transgresión de los pueblos?».

Y pusieron su sepulcro con los inicuos y los malhechores en su muerte, aunque no hizo violencia, ni hubo engaño en su boca.

Mas el Señor quiso quebrantarle con enfermedades (para ver), si hiciere su vida ofrenda por el pecado, entonces verá linaje y prolongará sus días, y el placer del Señor prosperará en su mano.

Verá el fruto del trabajo de su alma, y quedará satisfecho con su ciencia. Mi justo siervo (el pueblo de Israel) justificará a muchos; pues que él mismo cargará con las iniquidades de ellos.

Por tanto Yo le daré porción con los grandes, y con los poderosos repartirá los despojos; por cuanto derramó su alma hasta la muerte, y con los transgresores fue contado; y él mismo llevó el pecado de muchos, y por los transgresores oraba. <strong>[62]</strong>

Scott no estaba seguro de si el rabino había terminado, pero no deseaba escuchar más.

– ¿Por qué me ha leído esto? -preguntó.

– ¿Qué opinas? -le interrogó el rabino a su vez, ignorando la pregunta de Scott por el momento.

– Creo que los escritores cristianos hacen mal en imitar el estilo de los profetas judíos.

El rabino esbozó una amplia sonrisa. No era exactamente la respuesta que esperaba oír pero le servía de todas formas.

– Y ¿por qué asumes que estas Escrituras son cristianas?

Scott seguía sin adivinar las intenciones del rabino, pero aquel método de enseñanza basado en preguntas y respuestas le recordó a los días en que asistía a la escuela hebrea. «Será su método para llegar a alguna conclusión final sobre el delirio de Joel», pensó.

– Bueno -contestó Scott como si estuviese en clase-, por dos razones. La primera es que quien escribe es obvio que se refiere a Jesús, con todo eso que dice sobre que fue traspasado por nuestras transgresiones y quebrantado por nuestras iniquidades. Ésa es una creencia cristiana, que Jesús se sacrificó para el perdón de los pecados de la humanidad. Es evidente que se trata de uno de los pasajes de las Escrituras cristianas en los que se intenta convencer al lector de que Jesús fue el Mesías.

– ¿Es eso lo que dice? -preguntó el rabino antes de que Scott pudiera continuar con la segunda razón.

– Por supuesto. Es evidente. No puede ser otra cosa.

– ¿Y la segunda razón?

– La segunda -dijo Scott- es que nunca antes había escuchado ni leído este pasaje. Si perteneciera a los libros de los profetas, lo habría escuchado leer en la sinagoga.

El rabino Ben David se inclinó hacia adelante y entregó el libro todavía abierto a Scott. Luego se arrellanó en la butaca, cruzó las manos sobre el vientre y resopló con fuerza a través de su espesa barba gris. Scott dio enseguida con el pasaje; estaba claramente marcado. Entonces miró el encabezamiento de la página, y allí pudo leer «Isaías».

De repente su mirada se turbó de ira.

– ¿Es que no tenían suficiente con añadir sus escrituras al final de nuestra Biblia con su llamado «Nuevo» Testamento -rugió-, para dedicarse ahora a insertar sus mentiras en el texto mismo del Tanaj? ¿Dónde ha comprado esto, rabino? ¡Debemos detenerles antes de que engañen a más gente!

– Como ves -dijo el rabino pasando las hojas hasta la del título-, la traducción es fiel al texto masorético y está publicada por The Jewish Publication Society of America. [63] Lo que te he leído también está en tu Biblia, Scott. Puedes comprobarlo en casa.

– No puede ser. La mía me la dio mi abuelo. Los cristianos no pueden haber…

– Scott, son las palabras del profeta Isaías.

Los ojos de Scott se abrieron de par en par, atónitos.

– Pero ¿por qué no las conocía de antes?

– Porque este pasaje nunca se lee en la sinagoga. No aparece en ninguna antología rabínica de lecturas para ser leídas en la sinagoga el día del sabbat. Siempre se obvia.

– Y ¿a quién puede estar refiriéndose el profeta?

La mirada escudriñadora del rabino instó a Scott a contestar su propia pregunta.

– Pero no puede ser. El profeta estará hablando en sentido alegórico.

– Tal vez. En la escuela rabínica, cuando era joven y me creía todo lo que me contaban, estudiamos este pasaje brevemente y nos enseñaron que Isaías se refería alegóricamente a Israel. Pero ¿si el masculino singular «él» de la profecía simboliza a Israel, entonces quiénes son «nosotros»? Está claro que se habla de dos entes distintos. Y si «él» es Israel, entonces de quiénes son los pecados, las iniquidades, que hemos cargado sobre nosotros? ¿Quién vio su curación en nuestras llagas?

»Fue cortado de la tierra de los vivientes y la desgracia lo alcanzó por la transgresión de los pueblos -continuó el rabino, recitando un versículo de texto que acababa de leer-. ¿No es acaso Israel el pueblo de Dios? Y si lo es, y «él» fue cortado de la tierra de los vivientes por nuestra transgresión, entonces ¿quién es «él»? -El rabino Ben David frunció el ceño y concluyó-: Esto nos lleva de nuevo al principio, ¿a quién se refiere el profeta?

– Pero ¿qué hay de lo de que murió por enfermedades? Se supone que Jesús fue crucificado -dijo Scott.

– En realidad -contestó el rabino- la elección de esa palabra se debe a una traducción muy selectiva. Lo puedes ver aquí mismo -dijo apuntando a la nota del editor que aparecía al pie de la página [64] de la que acababa de leer-, el significado original en hebreo no está claro. «Enfermedades» es una posibilidad entre muchas. Pero aparte de eso, el mensaje del profeta es cristalino.

Scott no contestó.

El rabino suspiró.

– He ahí el porqué de mi ensimismamiento -dijo-, y el porqué de que encuentre tan curioso el sueño de Joel o por lo menos el momento en que se ha producido. Verás, el caso es que fue un sueño lo que me llevó recientemente a leer ese extracto de Isaías. No es que fuera tan revelador como el descrito por Joel. Ni siquiera estoy seguro de haber estado dormido. Pero oí una voz que me llamaba y me decía que leyera el capítulo 53 de Isaías. Su lectura me sorprendió tanto como a ti. No entendía cómo podía haber ignorado durante tanto tiempo lo que tú acabas de decir que resulta tan obvio; tan asombrosa similitud no puede atribuirse sencillamente a una alegoría. Si existe una profecía que se haya cumplido con mayor exactitud, ésta… -El rabino se retrajo de continuar la frase-: Bueno -siguió-, esto me crea un dilema. Como has dicho, resulta evidente a quién parece referirse el profeta, y con todo soy incapaz de admitirlo. Pero -dijo haciendo una pausa- tampoco puedo negarlo.

Nueva York, Nueva York

El Consejo de Seguridad abrió la sesión a fin de evaluar los avances logrados para alcanzar un acuerdo definitivo sobre la elección del nuevo secretario general. Todavía quedaba mucho camino por recorrer, pero se habían dado algunos pasos para su consecución. El primer cambio notable era la retirada de la candidatura del embajador de Arabia Saudí. Enseguida había quedado patente que determinados representantes regionales, el de la India por ejemplo, no iban a votar jamás a un musulmán como secretario general y puesto que la elección tenía que ser unánime, el embajador saudí se había retirado voluntariamente. Al hacerlo, dejó claro que quienquiera que fuera el elegido final, éste debería pagar un precio por el espíritu de compromiso y cooperación que con este gesto mostraba la región musulmana. Los representantes de África oriental y África occidental que habían secundado su candidatura fueron entonces abordados por los embajadores americano y japonés para que apoyaran sus candidaturas, pero ambos se mostraban reticentes a ponerse del lado de ninguno de los dos.

Tras horas de deliberaciones nocturnas entre los partidarios del embajador japonés Tanaka y los africanos, el embajador francés Albert Faure, cada vez más asentado en el papel de mediador imparcial, preguntó al representante de África occidental a qué candidato podría ofrecer su voto. Los representantes africanos se encerraron a tratar el asunto en privado y una hora después contestaron que apoyarían al representante del Norte de Asia, el embajador Yuri Kruszkegin. Faure pasó la información y a la mañana siguiente Tanaka se retiraba y ofrecía su voto a Kruszkegin.

Mientras tanto, el saudí, representante de Oriente Próximo, había no obstante decidido apoyar al embajador Clark de Estados Unidos. Así, cuando la votación fue de nuevo aplazada en el Consejo de Seguridad, lo hacía con cinco votos a favor de Kruszkegin, cuatro a favor del americano Clark y una abstención de China. En consecuencia, la elección quedaba postergada siete días más.

Diez días después. Jerusalén, Israel

La larga limusina negra del embajador italiano en Israel, Paulo D'Agostino, dejó atrás las barreras de seguridad y se detuvo delante de la entrada principal de la Kneset israelí. Acompañaban a D'Agostino Christopher Goodman, Robert Milner y la invitada de Milner, Alice Bernley. Un camión blindado del cuerpo de seguridad de la embajada seguía de cerca a la limusina cargado con un enorme embalaje de madera que recientemente había llegado a la embajada procedente del departamento francés de Alsacia-Lorena.

Dentro del edificio de la Kneset, acababan de hacer su entrada en el despacho del primer ministro el sumo sacerdote de Israel Chaim Levin y dos levitas, que intercambiaban cortesías con el primer ministro y el ministro de Asuntos Exteriores mientras aguardaban la llegada de sus invitados.

– Le agradezco encarecidamente que haya venido, rabí -le dijo el primer ministro al sumo sacerdote.

– Siempre es un placer servir a Israel -contestó el sacerdote, natural de Nueva York-. Pero, dígame, ¿todavía no le han dicho por qué era tan importante que atendiera a esta reunión? Y ¿por qué, con tantos días como hay, tenía que ser precisamente hoy?

– No, rabí. La reunión tiene como propósito brindar al nuevo embajador italiano ante Naciones Unidas la oportunidad de presentar sus argumentos para renegociar nuestro tratado con la ONU; asunto que en nada le concierne ni a usted ni tampoco a mí, realmente. El tratado anterior ha vencido y, aunque he de reconocer que tiene sus fallos, soy reacio a aceptar cualquier tipo de nueva negociación. Lo cierto es que habría declinado el ofrecimiento de mantener esta reunión desde el principio si no es porque me fue propuesta por el ex subsecretario general Milner, un hombre de cierta influencia y bien relacionado con el mundo de la banca en Estados Unidos. En cuanto a la razón de que le hayan invitado a usted y el porqué de la fecha, lo ignoro. Sólo me dijo que traían algo que le iba a interesar.

* * *

La reunión no tardó en dar comienzo y Christopher procedió a dirigirse a los presentes. Alice Bernley era la única mujer en la sala. Resultó algo complicado justificar su presencia en una reunión de Estado oficial, pero no había forma de que Bernley aceptara perderse este momento. Christopher fue breve y directo; no había ningún argumento a favor de la renegociación del tratado que no hubiese sido presentado con anterioridad. Pero éste no era, en realidad, el asunto por el que habían convocado la reunión. Con todo, Christopher estimaba necesario explicar con absoluta claridad el propósito del tratado y las razones por las que la ONU consideraba precisa la firma de uno nuevo y no la ampliación del antiguo. El acuerdo que proponían tendría una validez de siete años y haría posible que ambas partes, por mutuo acuerdo, ampliaran sus efectos durante tres periodos adicionales de siete años cada uno. El tratado no tenía nada de especial; se trataba del típico conjunto de disposiciones entre Estados. El único punto de relativo interés consistía en una provisión por la que se establecía un acuerdo mutuo de no agresión. Pero incluso éste aparecía incluido como mera formalidad diplomática. Israel no tenía ninguna intención de atacar a nadie. Después de haber pasado tantos años bajo una amenaza de guerra constante y todavía con serios problemas de terrorismo, el país se había establecido militarmente como una nación a la que ninguno de sus vecinos contemplaría como objetivo de ataque.

Christopher concluyó su exposición sumarial en poco menos de quince minutos. Se ofreció a contestar cualquier pregunta de los asistentes, pero nadie formuló ninguna. El primer ministro parecía querer dejar atrás el tema lo antes posible.

– Embajador Goodman -dijo el primer ministro tan pronto quedó claro que no había preguntas-. Hay quienes alaban la candidez de mis palabras y quienes me critican por mi excesiva franqueza. Sea como fuere, es mi manera de ser, y espero no ofenderle ahora. Lo que dice, aunque elocuente y bien razonado, ya lo hemos oído antes. Y lo que faltaba antes sigue faltando ahora, que es como decir que a una manzana siempre le van a faltar las cualidades que harían de ella una naranja. Usted nos ofrece una manzana y nos garantiza que nos gustará tanto como una naranja. Nosotros, por otro lado, estamos contentos con la naranja que tenemos. No buscamos garantías de que nos levantaremos de la mesa de negociación satisfechos con los acuerdos incluidos en el nuevo tratado; nos satisface el antiguo. No hay razón de peso alguna que nos anime a cambiar de posición.

– Le agradezco su opinión -contestó Christopher- y la sinceridad de su respuesta. Espero que también sepa usted apreciar que le hable con franqueza. -Christopher hablaba con rapidez, evitando ofrecer la oportunidad de ser interrumpido. Estaba a punto de revelar el verdadero propósito de la reunión-. Lo que nos divide en este asunto no es la necesidad de una ampliación formal de los acuerdos del viejo tratado. Estoy convencido de que ambos somos conscientes de la importancia que tiene la formalización de acuerdos para la salvaguardia de las partes afectadas. Tampoco existen discrepancias relativas a cada una de las disposiciones. Inmunidad diplomática, libre circulación de valijas diplomáticas y acuerdos mutuos de no agresión, son temas poco controvertidos. Lo que nos divide, señor primer ministro, es la confianza.

»Los antiguos -continuó Christopher- resolvían estos estancamientos diplomáticos con el intercambio de presentes. Yo nunca me atrevería a contemplar la posibilidad de comprar su aprobación de semejante manera, pero sé de este precedente y por ello acudo con unos regalos.

Christopher, que ya se había puesto en pie, se dirigió hacia la entrada de la sala y abrió la enorme puerta de doble hoja, con una ceremonia que estaba seguro le sería excusada cuando los presentes conocieran la naturaleza de lo que traía.

Afuera, en el corredor, cuatro guardias de seguridad italianos desarmados custodiaban una caja de madera del tamaño de un pequeño refrigerador, que se elevaba casi un metro sobre el suelo y descansaba sobre una robusta mesa metálica con ruedas. Christopher hizo una señal al encargado de la comitiva, y los cuatro hombres introdujeron rodando la mesa y su carga en el interior de la sala, para luego abandonar la habitación cerrando las puertas tras de sí.

La caja, de cedro y una obra de arte en sí, tenía más de urna de exposición que de embalaje. Los cuatro costados presentaban en la parte inferior sendas bisagras que posibilitaban abrir los lados para dejar al descubierto el contenido. Arriba, en el centro de cada costado, había una cerradura que mantenía sellada cada una de las cuatro hojas. Christopher extrajo del bolsillo un manojo de cuatro llaves.

– No pido nada a cambio -dijo-, porque yo también salgo ganando con la entrega de este presente. Lo que gano es esperanza. La esperanza de que aumente el grado de confianza entre nosotros y que, con ella, logremos todo aquello que por necesidad deben alcanzar los Gobiernos para proceder de acuerdo con el imperio de la ley.

El llamamiento de Christopher podía interpretarse de dos maneras; como elocuente súplica para implorar algo a lo que ninguna persona razonable se podía negar o como pura palabrería. Como fuere, le brindaba a Christopher una ocasión para exponer sus intenciones. Si todo lo dicho hasta ese momento en efecto era pura palabrería, cierto era que no pedía nada a cambio por este obsequio. Y si sus últimas palabras también se tomaban por pura labia, daba lo mismo; lo que estaban a punto de ver era de tanta importancia para el pueblo de Israel que no había concesión posible que el primer ministro pudiera hacer en el nuevo tratado comparable a lo que ganaban con esto.

Llaves en mano, Christopher fue abriendo rápidamente cada una de las cuatro cerraduras, respetando el orden indicado en la carta que les había sido entregada a Alice Bernley y Robert Milner. Cuando hubo abierto la última, dio un paso atrás y todos pudieron contemplar cuán especial era aquella caja. Tres segundos después de extraer la llave de la cuarta cerradura, ocho pistones se deslizaron simultáneamente en el interior de sus cilindros hidráulicos y permitieron que los cuatro costados de la caja se abrieran lentamente. La cubierta descansaba sobre la estructura a la que los cuatro lados habían permanecido sellados. A excepción de Christopher, de pie, todos los presentes estaban sentados y tuvieron que esperar a que los laterales estuviesen medio abiertos para atisbar el interior. Al hacerlo, abrieron los ojos de par en par y se pusieron todos en pie. Por un instante nadie pronunció palabra, sino que siguieron allí plantados, contemplando maravillados la caja. Entonces se oyó un sonido, casi un chillido, al fondo de la sala. El más joven de los dos levitas que asistían al sumo sacerdote alzó las manos a modo de escudo y salió corriendo de la sala gritando algo en hebreo.

La reacción del levita sacó al primer ministro de su aturdimiento. Por un momento había llegado a creer que era auténtica. Ahora sabía que no era así.

– Bonita reproducción, señor embajador -le dijo a Christopher, y volvió a tomar asiento. Habló en un tono muy elevado, dirigiendo su voz hacia su ministro de Asuntos Exteriores y el sumo sacerdote en un intento por traerles de vuelta a la realidad-. Estoy convencido de que alguno de nuestros museos la acogerá con sumo agrado. Esto ha debido de salir carísimo.

Las palabras del primer ministro surtieron el efecto deseado. El ministro de Asuntos Exteriores, el sumo sacerdote y el segundo levita, por último, cayeron en la cuenta de que aquello sólo podía ser una reproducción. No había posibilidad alguna de que aquélla fuera la auténtica Arca de la Alianza. No podía ser. No se tenía noticia del Arca desde hacía miles de años. Con todo, no dejaba de ser una singular e impresionante reproducción. El trabajo y esmero que se habían dedicado a aquella obra eran admirables.

– Le aseguro, primer ministro, que ésta es el Arca de la Alianza. -Quien hablaba ahora era Alice Bernley. Su tono era seguro, sus palabras, tajantes. Era la primera vez que hablaba desde que habían sido presentados. Sabía que su presencia en la reunión era inapropiada; ella no representaba a ningún gobierno, no era más que un observador, pero ahora ya no desentonaba. No esperó una contestación. En realidad, le importaba bien poco lo que el primer ministro pudiera pensar. Sólo le interesaba contemplar el Arca y se acercó para verla mejor.

– Alice dice la verdad, primer ministro -dijo Milner.

El primer ministro soltó una carcajada.

– Señor Milner, no dudo de su sinceridad y aprecio las molestias que haya podido tomarse para procurarnos este presente pero, sencillamente, es imposible que se trate de la auténtica Arca de la Alianza.

Christopher consideró que era tiempo de intervenir en la conversación.

– Primer ministro, soy consciente de la relevancia de este día en la historia de su nación. Es Tisha Beab, Día de Ayuno, el día en que se conmemora la destrucción de los dos templos. No es casualidad que haya elegido este día para celebrar nuestra reunión. Lo hice así para ofrecer a su pueblo una señal y un símbolo de esperanza para el futuro; una muestra de que hoy, de entre todos los días, existe una esperanza para toda la humanidad si cooperamos y trabajamos juntos. Lo que ve aquí, primer ministro -concluyó Christopher señalando el Arca con la palma abierta-, es el Arca de la Alianza. No es una reproducción. No es una imitación. ¡Es auténtica!

– ¡Señor embajador! -exclamó el primer ministro elevando la voz-, ¿nos toma por necios?

– Podemos demostrar su autenticidad -contestó Christopher enfáticamente, pero sin alzar la voz.

– ¿Cómo? -exigió el primer ministro.

– Por el contenido del Arca.

El primer ministro se quedó callado de golpe. La sugerencia le había sorprendido. Por supuesto. Podían mirar dentro. La comprobación no podía ser más sencilla. Tanto, es más, que tal vez había algo de verdad después de todo en lo que afirmaba el embajador italiano.

– De acuerdo -dijo-. Echemos un vistazo al interior. -Tan pronto lo hubo dicho, se percató de que no era lo más apropiado si se trataba del Arca auténtica.

– Oh, no, primer ministro -dijo Christopher-. No me refería a eso exactamente. El Arca debe manejarse con mucha cautela. No sería sensato que la abriera cualquiera. Según las Escrituras, son muchos los que han muerto por manipular el Arca de forma indebida. [65]

– Bueno, entonces, ¿cómo veremos lo que hay en el interior? -preguntó.

– Yo sugiero que sólo el sumo sacerdote la abra.

El primer ministro miró al sumo sacerdote, que asintió, indicando que, por lo menos en ese aspecto, Christopher tenía razón.

– Algunos problemas sí que plantea -empezó el sumo sacerdote en respuesta al rostro interrogante del primer ministro. Se aproximó al primer ministro, a Christopher y a Milner, dejando que Bernley examinara, inadvertida, el Arca. A ella le daba lo mismo, no tenía el más mínimo interés en lo que se hablaba-. Si en verdad se trata del Arca -continuó el sumo sacerdote- entonces sólo debería abrirse en el Templo. Pero si no lo es, entonces sería una aberración colocarla en el sanctasanctórum para abrirla, aún más sin estar seguros de qué es lo que contiene. Se podría, tal vez, meter en el Templo pero no en…

De pronto un grito breve y espeluznante llenó la sala. A sus espaldas, el cuerpo exánime de Alice Bernley se desplomó encogido y la cabeza golpeó contra la alfombra con un sonido apagado.

– ¡Alice! -gritó Milner abalanzándose sobre ella.

– ¿Qué ha sido? -exclamó el primer ministro.

Según 1 Samuel 6, 19, porque las gentes de Betsemes habían curioseado el Arca de Yahveh, setenta de entre ellos murieron (la mayoría de manuscritos hebreos y la Septuaginta hablan de cincuenta mil setenta muertos). Para otro ejemplo, véase 2 Samuel 6, 6.

El asistente del sumo sacerdote, que había visto lo ocurrido, parecía sumido en estado de choque.

– Ella… ella ha tocado el Arca -contestó.

El embajador italiano en Israel, Paulo D'Agostino, que había permanecido en silencio hasta ahora, corrió hasta la puerta y pidió a gritos que alguien llamara a un médico.

Tras comprobar que no había pulso, el desesperado Robert Milner empezó a aplicarle maniobras de resucitación cardiorrespiratoria. A los pocos segundos llegó el médico oficial asignado a la Kneset, quien emprendió de inmediato los procedimientos de emergencia al tiempo que Bernley era tendida en una camilla, para su traslado en ambulancia al hospital más cercano. Veinte minutos después era declarada muerta oficialmente.

Mientras el cuerpo era sacado de la sala, con Robert Milner detrás desecho en sollozos, el sumo sacerdote Chaim Levin pronunció una cita de la Biblia: «Entonces se encendió la ira de Yahveh contra Uzzá e hirióle por haber extendido su mano sobre el Arca». [66]

El primer ministro paseó su mirada del sumo sacerdote al Arca y luego al resto de los presentes. El levita hojeaba nervioso su Sidur, el libro tradicional de oraciones que contiene plegarias para casi todas las ocasiones imaginables. Pero no encontraba nada para este momento preciso. Christopher se aproximó al Arca y cerró cuidadosamente los laterales de la caja de madera para evitar que otros sufrieran el mismo final que Bernley.

Finalmente, el primer ministro se decidió a hablar.

– El sumo sacerdote examinará su arca, señor Goodman. Y si, en efecto, se trata del Arca del Señor, tendrá su tratado y la gratitud del pueblo de Israel.


  1. <a l:href="#_ftnref61">[61]</a> Isaías 53, La Biblia: los cinco libros de Moshé; Torá, los primeros profetas; Nviim Rishonim, los profetas posteriores; Nvi'im Aharani'im, Escrituras; Kthuv'im, versión castellana de León Dujovne, Manases Konstanynowski, Moisés Konstantinowsky (1998): Buenos Aires, Sigal, págs. 723-724. (N. de la T.)

  2. <a l:href="#_ftnref62">[62]</a> Ibíd.

  3. <a l:href="#_ftnref63">[63]</a> El texto original se refiere en todo momento a la versión de Isaías 53 de The Prophets Nevi'im, nueva traducción de las Sagradas Escrituras a partir del texto masorético, segunda sección, publicada por The Jewish Publication Society of America (1978), Philadelphia (págs. 477-478). (N. de la T.)

  4. <a l:href="#_ftnref64">[64]</a> En nuestro caso, Dujovne no incluye nota aclaratoria alguna sobre la traducción de este extracto. Sí aparece, sin embargo, en F. Cantera y M. Iglesias: op. cit., pág. 415. (N. de la T.)

  5. <a l:href="#_ftnref65">[65]</a> Según 1 Samuel 6, 19, porque las gentes de Betsemes habían curioseado el Arca de Yahveh, setenta de entre ellos murieron (la mayoría de manuscritos hebreos y la Septuaginta hablan de cincuenta mil setenta muertos). Para otro ejemplo, véase 2 Samuel 6, 6.

  6. <a l:href="#_ftnref66">[66]</a> Crónicas 13,10.