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Tres semanas después. Nueva York, Nueva York
La embajadora Lee Yun-Mai de China abrió la sesión del pleno del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y dio la bienvenida a los nuevos miembros permanentes y temporales en nombre del Consejo. El cargo de presidente del Consejo de Seguridad rotaba mensualmente entre sus diez miembros principales y aunque era un puesto que carecía de atractivo, en ausencia de un secretario general, constituía el único punto de referencia para la prensa. La embajadora Lee era uno de los miembros más experimentados del Consejo. Había cumplido los setenta y, con más de treinta años de servicio diplomático a sus espaldas, podía presumir de haber trabajado para Naciones Unidas durante todo el mandato de Hansen, salvo durante un periodo de tres años. Deseaba, como el que más, reducir al máximo la espectacularidad del evento que se aproximaba, pero era prácticamente imposible que la elección del primer sucesor de Jon Hansen como secretario general se desarrollara sin ciertas dosis de dramatismo. La sesión se retransmitía en directo en buena parte del mundo, y se esperaba una audiencia total de quinientos millones de oyentes y espectadores. Dadas las circunstancias, era poco realista esperar que los miembros no recurrieran a la grandilocuencia y la ostentación.
El embajador italiano Christopher Goodman ocupaba silencioso su lugar en la mesa de media luna asignada al representante temporal de Europa ante el Consejo de Seguridad. Poco podía hacer sino observar; como miembro temporal no tenía poder para nominar, apoyar ni tampoco votar al nuevo secretario general. Los miembros como él podían participar en casi todos los debates abiertos, pero en el caso de la elección del secretario general no iba a haber debate, sólo nominaciones, apoyos y votos.
A falta de distracción, eran muchos los asuntos urgentes que tenía en mente. Los cálculos del ex subsecretario Milner sobre la India habían sido acertados; Nikhil Gandhi, el ex primer ministro indio había conseguido el cargo de representante permanente de la India y, tal y como se esperaba, Rajiv Advani intentaba ahora reemplazarle como primer ministro. Más acuciante aún era la hambruna en Pakistán y el norte de la India. La muerte de Hansen había paralizado casi por completo las tareas de ayuda. El sustituto de Christopher a la cabeza de la FAO, y el director ejecutivo del ECOSOC, Louis Colleta, hacían lo imposible con los recursos a su alcance, pero el asunto estaba en suspenso, a la espera de que fuera debatido en el Consejo de Seguridad. Aunque consiguiera entrar por fin en el pleno para su votación, sin el empuje de Hansen había pocas esperanzas de que las regiones productoras de alimentos aportaran la ayuda suficiente.
Poco podía hacer Christopher desde su posición. Como representante temporal de Europa, había sustituido a Faure en el cargo de presidente de la Organización Mundial para la Paz (OMP). Por su experiencia, habría sido más idóneo para ocupar el cargo del representante temporal encargado del ECOSOC, pero hacía dos años que lo ostentaba el embajador australiano. En la situación mundial del momento, el ECOSOC ofrecía mayor proyección pública, y el representante de Australia no estaba dispuesto a renunciar a su parcela de protagonismo.
Los campamentos de refugiados de Pakistán estaban cada vez más abarrotados, y quienes podían intentaban cruzar la frontera de la India. Muchos eran interceptados y repatriados a Pakistán por el grupo de Observadores Militares de las Naciones Unidas en la India y Pakistán (UNMOGIP), encargado de supervisar la frontera entre ambos países desde 1949. Pero con dos mil quinientos setenta y cinco kilómetros de frontera, la mitad de ellos transitables (la otra mitad se extendía a lo largo del desierto de Thar), el número de refugiados que conseguía entrar en la India superaba con creces la capacidad de contención de las fuerzas de la ONU.
El gobierno indio, tras lamentar la situación de los refugiados, había respondido a los intentos de entrada con el envío de tropas para proteger sus fronteras de la «invasión». La India también tenía que hacer frente a una hambruna y no deseaba más comensales en su exigua mesa. El ejército indio había hecho un esfuerzo de moderación hasta el momento, limitándose a escoltar a los refugiados de vuelta al otro lado de la frontera con serias advertencias. Se habían producido unos cuantos incidentes con disparos y golpes, pero eran los menos. Quedaba por ver si esta política de contención se mantendría bajo el mandato de Rajiv Advani. A pesar de los esfuerzos para detener la migración, el UNMOGIP calculaba que cientos de refugiados conseguían pasar la frontera a diario. Y era imposible calcular el tiempo que aguantaría el gobierno indio sin recurrir a una seria intervención militar.
Los refugiados que conseguían entrar en la India no tardaban en constatar la futilidad de sus esfuerzos. Aunque la escasez de alimentos no era tan grave como en Pakistán, era imposible comprarlos y casi imposible mendigar o robar. Ni siquiera con dinero; los comerciantes hindúes preferían vender lo poco que tenían a sus compatriotas, salvo cuando la oferta de una prima sustanciosa les convencía de lo contrario. A los problemas de los refugiados se sumaban las diferencias culturales y religiosas entre paquistaníes, en su mayoría musulmanes, e indios, predominantemente hindúes.
Desde el ECOSOC Christopher podría posiblemente haber echado una mano. Como presidente de la OMP, su labor consistía en evitar que los refugiados atravesaran en masa la frontera y minimizar así la necesidad de una intervención militar india.
La frontera entre Pakistán y la India era algo más que un punto de encuentro entre dos países y dos culturas diferentes. Demarcaba también el límite entre las regiones de India y Oriente Próximo establecidas por la ONU y separaba a musulmanes e hindúes. Tercero en discordia era China, que comparte frontera con la India y Pakistán. Incluso con el alivio de las tensiones bajo el mandato de Hansen, el gobierno indio había apoyado de forma encubierta durante décadas a los seguidores budistas tibetanos del Dalai Lama, defensores de la independencia del Tibet. Mientras tanto, China había mantenido una relación de extrema proximidad con Pakistán.
Si ello no era suficiente para que Christopher se abstrajera de cuanto ocurría en el Consejo de Seguridad, había aún otro asunto que requería su atención. Su predecesor en la OMP, Albert Faure, había dejado mucho trabajo pendiente. Una de las tareas inacabadas era la firma de un tratado entre Naciones Unidas e Israel para ampliar la validez de varios acuerdos diplomáticos ya prescritos, asegurar el intercambio y la entrega segura de valijas diplomáticas y proporcionar inmunidad diplomática a los funcionarios de visita en el país. El tratado carecía de contenido militar, pero después de haber estado dos años y medio pasando de agencia en agencia porque nadie conseguía convencer a los israelíes de la conveniencia de que lo firmaran, alguien había decidido darle traslado a la OMP, dado que una de sus disposiciones más controvertidas era un acuerdo mutuo de no agresión.
Como fuere, el tratado estaba ahora sobre el tejado de Christopher y el éxito de la negociación con los israelíes constituía la primera prueba de fuego en la que el nuevo embajador habría de demostrar sus supuestas cualidades. Resultaba irónico que se necesitara semejante tratado, pero Israel -convertida en nación como resultado de una votación en la Asamblea General de la ONU- había renunciado a su condición de miembro debido a la reorganización del Consejo de Seguridad y era ya el único país del mundo que se negaba a pertenecer al organismo.
En lo que afectaba a los israelíes, los antiguos acuerdos con la ONU podían permanecer como estaban. No veían razón alguna para renegociar y eran reacios a abrirse a nuevas exigencias. La retirada israelí de la ONU había sido interpretada en un primer momento por sus vecinos árabes como una oportunidad para aislar a Israel del resto del mundo. Habían intentado interrumpir por completo y de forma inmediata todas las transacciones comerciales con Israel, pero era una tentativa condenada al fracaso desde el principio. En última instancia, la Asamblea General había aprobado una resolución y declaración de principios no vinculantes por las que se prohibía la venta de armas de alta tecnología a Israel, pero la resolución había tenido justamente el efecto contrario al deseado por los adversarios de Israel. Durante los siete primeros años posteriores a las guerras que Israel había mantenido con los Estados árabes y la Federación Rusa después, su arsenal defensivo lo componían principalmente los enormes depósitos de armas dejados atrás por los rusos. La mayor parte del armamento ruso era inferior a aquel del que Israel había dispuesto antes de la guerra, pero varias modificaciones lo habían hecho servible de nuevo. Desde entonces, mientras el presupuesto militar de casi todos los países sufría importantes recortes, Israel había incrementado de forma constante su gasto de defensa. Como resultado, y a pesar de las protestas de sus vecinos musulmanes, éstos carecían de una capacidad real para atacar a Israel en el futuro próximo, e Israel podía permitirse ser algo autocomplaciente.
Albert Faure, que no había derrochado esfuerzos en el ejercicio de sus responsabilidades como presidente de la OMP, ni siquiera había intentado que Israel firmara el nuevo tratado. Todo parecía indicar que, al igual que en este caso, había descuidado o gestionado mal otro buen número de obligaciones. Lo que sí había hecho bien era cubrir determinados cargos de la administración de la OMP con amigos suyos.
Cumplidas las formalidades, la embajadora Lee dio paso a las nominaciones a secretario general. Uno de los legados menos democráticos previos a la reorganización del Consejo de Seguridad era el proceso de elección del secretario general, que requería la aprobación unánime del Consejo de Seguridad y el apoyo posterior de la totalidad de los votos de los miembros de la Asamblea General. [56] Bajo la presidencia del secretario general Hansen, este procedimiento no había salido a debate; durante los cinco años de su primer mandato, demostró una absoluta imparcialidad con todas las regiones, la suya incluida. Al término de cada uno de los dos primeros mandatos, Hansen había vuelto a ser nominado por el Consejo de Seguridad y aprobado por la Asamblea General. Y la mayoría daba por sentado que repetiría al final del tercer mandato. Su muerte había obligado al Consejo de Seguridad a hacer frente al espinoso problema de dar con un candidato que satisficiera a los diez miembros permanentes. La desaprobación por parte de cualquiera de ellos vetaría la nominación. El resultado final era que todos sabían antes de empezar que en esta sesión no se iba a llegar a un consenso sobre la selección de un candidato.
La presidencia dio primero la palabra al embajador Yuri Kruszkegin, de la República de Khakasia, representante del Norte de Asia. Tras la devastación de la Federación Rusa, Kruszkegin había abandonado su cargo en la ONU para contribuir a formar el nuevo gobierno de su provincia natal, Khakasia, pero había regresado al organismo cinco años después. Su elección como representante del Norte de Asia en el Consejo de Seguridad había recibido el apoyo unánime de los miembros de esta región. Kruszkegin se puso en pie y nominó al embajador Tanaka de Japón, representante de la región Cuenca del Pacífico. Japón había participado activamente con todo su apoyo en la reconstrucción de los países del Norte de Asia tras la guerra con Israel. Incluso antes de que Naciones Unidas votara a favor de la desaparición de las fronteras comerciales, Japón había eliminado muchas de las trabas que impedían el libre comercio entre su país y las naciones del Norte de Asia. Esta política había sido crucial para la reconstrucción de la región y Kruszkegin saldaba así la deuda contraída. Su nominación fue secundada por el embajador francés Albert Faure, representante de Europa. Las razones de su apoyo al candidato japonés no estaban nada claras, pero la mayoría de los observadores opinaba que Faure buscaba algo a cambio.
La presidencia abrió el turno para la presentación de nuevos candidatos y pasó a dar la palabra al embajador de Ecuador, representante de Suramérica, quien nominó a Jackson Clark, embajador de Estados Unidos. La nominación fue secundada por el embajador indio Nikhil Gandhi, de formación americana. Aunque esta nominación entraba dentro de las apuestas de casi todos los observadores, nadie adivinaba cómo iba a resultar. Clark había renunciado recientemente a la presidencia de Estados Unidos a fin de reemplazar a Walter Bishop, fallecido junto a Hansen en el accidente. Sus razones eran más que evidentes; quería ser secretario general. Se esperaba que el representante permanente de Norteamérica, el canadiense Howell, que a pesar de su enfermedad postergaba su dimisión, fuera quien otorgara un tercer voto a la candidatura de su vecino del sur.
Para la tercera ronda de presentación de nominaciones, la presidencia dio la palabra al embajador Ngordon, del Chad, representante de África occidental, que nombró al embajador Fahd, de Arabia Saudí, como su candidato. Dicha candidatura fue apoyada a continuación por el embajador de Tanzania, representante de África Oriental. Esta coalición entre las dos regiones africanas respondía claramente a razones de proximidad y creencias religiosas comunes.
El voto no podía estar más dividido. Puesto que ningún miembro podía hacer efectiva su candidatura sin el apoyo de dos regiones como mínimo, y ninguna región podía nominar ni apoyar a nadie de su propia región, tres era el número máximo posible de nominaciones. Sólo China se abstuvo; el resto de miembros hizo efectivo su voto. Quienquiera que fuere el finalmente elegido, necesitaría la aprobación de las diez regiones, unanimidad que, por lo pronto, no parecía fuera a alcanzarse de manera inminente. De momento habría que seguir trabajando.
Jerusalén, Israel
Scott Rosen estaba sumido en sus pensamientos cuando cruzó el abarrotado patio exterior que rodeaba el edificio recientemente reconstruido del Templo judío. Como en el pasado, este espacio de planta prácticamente cuadrangular, llamado Patio de los Gentiles, constituía la zona más próxima a los espacios sagrados del Templo a la que los no judíos tenían autorizado acercarse. Y no había lugar donde ello fuera más evidente que en la columnata porticada que rodeaba el perímetro del patio. Allí, en una maraña de puestos y tenderetes destartalados, los cambistas del Templo regateaban con los fieles el tipo de cambio para convertir diferentes divisas al nuevo shekel, la única moneda aceptada para las ofrendas del Templo. Muy cerca, los mercaderes vendían pichones, palomas, corderos, carneros y toros para los sacrificios.
Scott hizo caso omiso a la cacofonía. No podía evitar pensar en la conversación que había mantenido la víspera. El día no podía haber empezado mejor. El tiempo era muy agradable y apenas había tráfico. La reunión que tanto había querido evitar y para la que no estaba preparado se pospuso indefinidamente. El tiempo extra lo había dedicado a un asunto de gran importancia e interés y en dos horas había logrado dar con la solución a un serio problema que hasta ahora todos habían pensado irresoluble. Con el correo de la mañana había llegado un cheque atrasado por el alquiler de la casa que había pertenecido a sus padres. Sol, el propietario del colmado kósher que frecuentaba, había añadido una cucharada extra de atún a su sándwich y le había servido el pepinillo más grande que Scott había visto jamás.
Y entonces el día empezó a agriarse.
Sol se acercó a hablar con él mientras comía y Scott le invitó a sentarse. Todo había empezado de manera muy inocente. Hablaron de política y de la subida de los precios; de religión y de los últimos cotilleos del barrio del Templo, nada de lo que no hubiesen discutido antes y sobre lo que casi siempre estaban de acuerdo. Entonces Sol le comentó que había estado leyendo en su Biblia el noveno capítulo del libro de Daniel.
«¡La profecía al final del capítulo dice que el Mesías debía llegar antes de la destrucción del segundo Templo! -dijo Sol-. ¡Eso ocurrió en el 70 E. C., [57] así que tiene que haber llegado ya!»
«¡Eso es absurdo, Sol! -le corrigió él con tono cortante-. Si el Mesías hubiese llegado, lo habríamos sabido, seguro.»
Pero Sol no se dio por vencido.
«De acuerdo con la profecía de Daniel, el Mesías debía llegar cuatrocientos ochenta y tres años después de decretarse la reconstrucción de Jerusalén, cuando la ciudad fue destruida por los babilonios. Si nos basamos en el capítulo séptimo de Esdras, [58] podemos fechar ese decreto en el 457 A. C. E. [59] Y si tenemos en cuenta que no hubo un año cero, ¡significa que el Mesías vino el año 27 E. C.!» Sol sacó entonces una calculadora para demostrar a Scott sus cálculos, pero él le detuvo.
«Sol, lo que haces es muy grave. Lo prohíbe el Talmud.»
«¿Cómo?», le preguntó Sol sorprendido.
«Calcular la llegada del Mesías a partir del noveno capítulo de Daniel está prohibido», contestó él, tajante.
«Pero…»
«En el Talmud, el rabino Jochanan maldice a todo aquel que calcule la llegada del Mesías a partir de las profecías de Daniel», le aclaró él. [60]
Sol recapacitó un momento, y él, que había dado por zanjado el tema, le dio otro bocado al sándwich. Aprovechando que tenía la boca llena, Sol retomó la conversación.
«Pero no puede ser -dijo para mortificación de Scott, a quien empezaba a amargarle la comida-, ¿por qué no iba a querer el Talmud que supiéramos cuándo iba a venir el Mesías según Daniel?»
Scott tragó con esfuerzo.
«Sol, las profecías no son fáciles de interpretar. No se puede sacar una calculadora sin más y deducir con ella el significado de una profecía.»
«¿Por qué no? Eso es lo que hizo Daniel para interpretar el anuncio del profeta Jeremías. Así aparece también en el capítulo noveno del libro de Daniel, el mismo en el que hace la profecía sobre la venida del Mesías. Es evidente que Daniel no tenía una calculadora, pero todo se reduce a simple aritmética.»
«Mira, Sol, estás hablando de cosas que no entiendes.»
Pero Sol no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer.
«Pero ¿no lo ves, Scott? Si el Mesías vino en el 27 E. C., no le reconocimos. ¿No lo entiendes? ¡El 27 E. C.! ¡Sólo hay una persona que encaja con la descripción!»
«¡Ya está bien, Sol! No sé en qué estarás pensando, pero te equivocas, y no quiero oír hablar más de ello. Si temes a HaShem, ya puedes ir mañana al Templo a implorar su perdón con una ofrenda.»
Scott, por siempre devoto, empleó la voz ortodoxa para Dios, HaShem, que significa «el nombre», en lugar de Yahweh o Dios, para evitar pronunciar una blasfemia.
Sol no volvió a pronunciar palabra, pero era evidente que no sentía haber cometido falta alguna como para hacer una ofrenda en el Templo. Scott cogió lo que quedaba de sándwich y el pepinillo y se fue. «Sol no sabe de lo que habla -pensó-. Si hace algo parecido con sus otros clientes, perderá el negocio.»
Al bajar la ancha escalinata que descendía desde el exterior del Templo a la calle, una voz que le llamaba distrajo a Scott de sus pensamientos. Al dirigir la mirada hacia el lugar de donde provenía, divisó un grupo numeroso de turistas, reconocibles por sus cámaras de fotos y kipás de papel, así que supuso que era a otro Scott al que llamaban.
«Scott», llamó de nuevo la voz, pero esta vez localizó al emisor acercándose a él a grandes zancadas.
– Joel -dijo él, saludando a su amigo y colega profesional de tantos años. Joel Felsberg había formado parte del equipo de Scott quince años atrás, durante la invasión rusa-. ¿Qué te trae al Templo?
A diferencia de Scott Rosen, Joel Felsberg nunca había dedicado demasiado tiempo a la religión. Y sólo acudía al Templo para acompañar a parientes o amigos venidos desde Estados Unidos de visita.
– Scott -le llamó de nuevo Joel, casi sin respiración e ignorando su pregunta-. ¡Le he encontrado! Es decir, él me ha encontrado.
– Tranquilízate, Joel -dijo Scott-. ¿A quién has encontrado? ¿De qué hablas?
Joel, de constitución normal y algo por debajo del metro setenta de estatura, se acercó al enorme Scott Rosen y susurró:
– Al Mesías.
Scott Rosen miró rápidamente a su alrededor para comprobar si alguien más escuchaba, agarró a Joel del brazo y echó a andar precipitadamente cuesta abajo, atravesando otro grupo de turistas que ascendía el monte del Templo.
– ¡Calla! -le advirtió a Joel mientras tiraba de él.
Una vez en el aparcamiento, unos ciento cincuenta metros más adelante, Scott se detuvo junto a su furgoneta y antes de hablar se cercioró de que nadie les escuchaba.
– ¡¿Te has vuelto loco?! ¡No bromees con estas cosas, y menos en la escalinata del Templo! Puede que tú no te tomes en serio ni tu religión ni tu herencia, pero otros sí lo hacemos. Si llega a oírte alguien…
– Te equivocas, Scott. No bromeo. He visto al Mesías. Le he visto -interrumpió Joel.
– ¡Calla, Joel! No has visto a nadie, así que ¡cierra la boca!
– Pero…
– ¡Cierra la boca! -repitió Scott agarrando esta vez a Joel de la camisa y alzando su puño delante del rostro de su amigo. Joel enmudeció, pero la mirada de Scott seguía llena de ira. Scott bajó el puño y aflojó la mano con la que le agarraba-. Pero ¿os habéis vuelto todos locos? ¡Primero Sol y ahora tú!
– Pero… -dijo Joel de nuevo. Esta vez, Scott le agarró de la camisa con las dos manos, lo elevó hasta que estuvo de puntillas y lo atrajo hacia sí, para poder mirarle directamente a los ojos.
– Si vuelves a decir una sola palabra -le dijo entre dientes-, te juro por el Templo de HaShem que te… -Scott se contuvo. Jurar por el Templo era algo muy serio, casi tanto como jurar en nombre de Dios; no había juramento más grave o vinculante, y por lo tanto, no era algo que debiera hacerse con ira o precipitación. Scott abrió los puños y empujó a Joel, que se tambaleó hacia atrás y chocó contra el lateral del coche-. Anda, vete y no vuelvas hasta que no estés en tus cabales.
Joel se recompuso y miró a Scott a los ojos con una sinceridad que ni siquiera Scott podía poner en duda.
– Le he visto, de verdad -insistió.
No había nada que hacer. Scott se sentía incapaz de pegar a su viejo amigo. Era demasiado lo que habían pasado juntos. Quince años atrás habían luchado por Israel uno al lado del otro desde aquel bunker del subsuelo de Tel Aviv. Habían sido héroes juntos. A Scott no le quedaba más remedio que formular la pregunta más obvia.
– ¡¿Dónde?! ¿Dónde le has visto? -le interpeló, resignándose por fin a mantener aquella conversación.
– En un sueño.
Por un instante, Scott se le quedó mirando, atónito. Joel sabía desde el primer momento lo endeble que iba a sonar su respuesta, pero era la única que podía dar, y en su fuero interno sabía también que era lo que Dios quería que dijera.
– Y viene a establecer su reino -añadió Joel por fin.
De pronto, la ira de Scott se transformó en preocupación. Había sido un error comportarse con tanta brutalidad. Era obvio que Joel deliraba. Scott también soñaba de vez en cuando cosas que parecían reales incluso una vez despierto. Al parecer, Joel no diferenciaba sueño de realidad.
– Joel -dijo condescendiente-. No ha sido más que un sueño.
– Pero fue algo más.
– Lo sé, Joel -dijo Scott en su tono más consolador-. Debió de parecerte muy real, pero no fue más que un sueño.
– No, Scott. ¿No te das cuenta? Todos estos años he estado equivocado. Y tú también.
La conversación estaba tomando un rumbo inesperado.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Scott.
– Todo este tiempo hemos estado equivocados. Mi hermana Rhoda y su rabino tenían razón. ¿No lo ves, Scott? ¡Yeshua sí que es el Mesías! -Y para asegurarse de que Scott captaba el pleno significado de sus palabras, empleó la otra versión del nombre-: ¡Jesús es el Mesías!
Fue la gota que colmó el vaso. La mirada de Scott Rosen se nubló de rabia. Poco le importaba que Joel delirase o no, el asunto había llegado demasiado lejos. Agarró a su amigo por los hombros y lo zarandeó.
– Tú y ese rabino traidor, vosotros, meshummadim -dijo empleando la voz traidores en hebreo, antes de arrojar a Joel violentamente contra el suelo. La muñeca izquierda y el pulgar de Joel chasquearon al intentar parar la caída.
– ¡No te conozco! -gritó Scott-. ¡Nunca te he conocido! ¡Para mí estás muerto! ¡Jamás has existido! ¡No vuelvas a dirigirme la palabra, si lo haces, te mataré!
Scott subió a la furgoneta, arrancó y se alejó, dejando a Joel solo con sus heridas.
<a l:href="#_ftnref56">[56]</a> La hegemonía que los miembros permanentes del Consejo de Seguridad (pertenecientes a las cinco grandes) exigieron cuando el establecimiento de Naciones Unidas en 1945 incluía la garantía de que el secretario general fuera aceptado por la totalidad de los cinco. Puesto que ningún candidato relacionado con cualquiera de los cinco habría sido considerado absolutamente imparcial, se acordó que el secretario general perteneciese a un país no alineado. El Consejo de Seguridad debía, por tanto, elegir un candidato aceptable para todos, que a su vez sería luego presentado ante la Asamblea General para su aprobación.
<a l:href="#_ftnref57">[57]</a> Era Común o d.C.
<a l:href="#_ftnref58">[58]</a> Esdras 7,6-7.
<a l:href="#_ftnref58">[59]</a> Antes de la Era Común o a.C.
<a l:href="#_ftnref60">[60]</a> Sanedrín, Tratado 97b, Nezikin vol. 3, donde el rabino Samuel Ben Nahman habla en nombre del rabino Jochanan.