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Nueva York, Nueva York
Pasaron tres días antes de que los equipos de búsqueda dieran con el helicóptero del secretario general, setenta y cinco kilómetros fuera de ruta y arrugado como una bola de papel seda en medio de una arboleda al sudoeste de la población paquistaní de Gujränwalä. No había supervivientes. Era la segunda vez que un secretario general de Naciones Unidas perdía la vida en un accidente aéreo; el primero había sido Dag Hammarskjöld, en 1961, cuyo avión se estrelló en la región de Rodesia del Norte, en Zambia, pereciendo todos sus tripulantes. A pesar de la tragedia, aquel primer accidente no había tenido el impacto que la muerte de Jon Hansen y los tres miembros del Consejo de Seguridad tuvo en el mundo. En 1961, el secretario general y la propia Organización de Naciones Unidas ejercían una muy escasa, por no decir que nula, influencia en la vida de la mayoría de la población mundial. Ahora era como si el mundo girase en torno a Naciones Unidas, y en su centro estaba el secretario general.
Desde el asesinato del presidente estadounidense John F. Kennedy o la muerte de la princesa Diana de Inglaterra no se había vuelto a producir en el ámbito internacional un impacto emocional tan generalizado. En Naciones Unidas, la Asamblea General suspendió durante dos semanas el funcionamiento de la cámara en honor al hombre que durante casi quince años la había liderado en el que era ya uno de sus periodos más sobresalientes de la historia conocida.
Los miembros del gabinete de Jon Hansen se afanaban por superar el golpe al tiempo que intentaban proseguir con sus obligaciones. Muy pocos intentaban reprimir las lágrimas cuando hablaban de él. Y no era raro verlos en pequeños grupos, todos muy juntos, llorando abiertamente mientras le recordaban.
Decker Hawthorne lamentaba como el que más la pérdida de su jefe y amigo, pero él no tenía tiempo para dolerse con sus compañeros. En este momento el mundo entero le estaba esperando. Como director de relaciones públicas, no podía más que dejar a un lado su tristeza y dedicarse a coordinar el funeral y los numerosos actos conmemorativos. Su gente estaba inundada con las llamadas de condolencia y de la prensa. Miles de personas telefoneaban pidiendo fotografías de Hansen. Cientos de dignatarios querían que se los incluyese en las ceremonias en honor al secretario; todos deseaban que Decker les atendiese al teléfono personalmente y en muchos casos así lo hacía. Mantenerse ocupado era probablemente lo mejor que Decker podía hacer en ese momento y lo sabía.
Pero el ansia de poder no sabe de duelos, y fue en este tiempo de dolor cuando Decker percibió las primeras señales de las detestables maniobras que se cocían para reemplazar a Hansen. Los miembros del Consejo de Seguridad, hasta entonces unidos, le fueron llamando uno a uno, solicitando de él un trato especial en lo referente al funeral o a las ceremonias que lo rodeaban. El embajador Howell de Canadá quería ser el último en decir unas palabras de elogio al difunto en el funeral, el embajador de Chad quería ocupar el centro de la tribuna desde la que se iban a pronunciar los discursos y el embajador de Venezuela quería acompañar a la viuda. La petición que más le encolerizó fue la del embajador francés Albert Faure, quien a pesar de no haber pronunciado jamás una palabra amable sobre Hansen mientras éste estaba vivo, ahora quería ser uno de quienes portaran el ataúd del secretario general. Y lo que era aún peor, insistía en ocupar el primer puesto a la derecha de la comitiva. Aunque no explicara el porqué, Decker conocía de sobra la razón: en esa posición, Faure esperaba aparecer más que ningún otro ante las cámaras de televisión.
Más agradable fue tener que enviar una limusina al aeropuerto Kennedy para recoger a Christopher, aunque no pudo prescindir de nadie para que fueran a recibirle. Christopher, como otros cientos de diplomáticos y cientos de miles de dolientes más, viajaba a Nueva York para asistir al funeral, llenando aún más las calles ya de por sí abarrotadas de la ciudad. En los dieciséis años transcurridos desde el Desastre y la devastación de la Federación Rusa, la población mundial se había multiplicado rápidamente. Aunque la suma total era todavía mil millones menor que antes del Desastre y de la guerra, nadie lo habría dicho por el aspecto que en estos días ofrecía Nueva York.
Tras una larga reunión, Decker salió de su despacho y llamó a una de sus secretarias para cerciorarse de que había salido ya la limusina para recoger a Christopher.
– No, señor -contestó la secretaria, para añadir al instante-: Alice Bernley llamó mientras estaba usted en la reunión, para decirnos que ella y el ex subsecretario general Milner se encargarían de ir a recibir al director general Goodman.
En el aeropuerto Kennedy, Robert Milner y Alice Bernley esperaban impacientes el vuelo de Christopher. Al llegar, el joven se mostró muy complacido cuando vio que su mentor le esperaba a la salida, y ambos se fundieron en un abrazo cálido y prolongado.
– ¿Cómo está, subsecretario? -preguntó.
– Estupendamente, Christopher -contestó Milner.
– Y, señora Bernley, qué agradable volver a verla.
– ¿Cómo estás? Ha pasado casi un año desde que nos vimos la última vez, en Roma -dijo Bernley.
– Sí, ha sido un año muy ajetreado. Pero ¿qué hacen aquí? No esperaba una comitiva de bienvenida.
– Bueno -contestó Bernley-, cuando nos hemos enterado de que llegabas, nos ha parecido que merecías que te recibiera algo más que un conductor.
Christopher sonrió.
– Me alegra tanto verles. Les agradezco las molestias.
– Además -añadió Milner apuntando a una nueva razón de su presencia en el aeropuerto-, tenemos que discutir unas cuantas cosas antes de que llegues a la sede de Naciones Unidas.
Christopher le miró con curiosidad.
– Lo hablaremos en el coche, a solas.
Una vez acomodados en el interior del coche, Alice Bernley pulsó el botón del elevalunas para cerrar el cristal tintado que les separaba del conductor. Asegurada así su privacidad, Milner no perdió tiempo en abordar el asunto.
– Christopher, en la guerra y en la política ocurre desdichadamente que quienes más lamentan la pérdida de un gran líder son precisamente quienes más vigilantes han de estar ante el acecho de aquellos que pretenden servirse de la adversidad de los primeros en su provecho. Así ocurre en este momento de duelo.
– ¿Tan pronto ha empezado? -preguntó Christopher.
– Sí -dijo Milner-. Nunca en la historia universal ha habido más luchas de poder que en este momento. El primer punto de la agenda de Naciones Unidas será la elección por parte de Europa y de la India de los embajadores que hayan de reemplazar a quienes fallecieron con Hansen en el accidente. En la India se disputan el puesto dos contendientes de peso, el representante temporal actual, Rajiv Advani, y el primer ministro indio, Nikhil Gandhi. Gandhi, que como sabrás es medio italiano y se educó en Estados Unidos, es el candidato más razonable y el de mejor trato para trabajar. Pero si gana, que es lo más probable, Advani tiene intención de regresar a la India para presentar su candidatura a primer ministro. No sé si estás muy familiarizado con la política india, pero todas las encuestas señalan que sin Nikhil Gandhi a la cabeza, la coalición del Partido del Congreso perderá el apoyo para gobernar. Es más, el partido Bharatiya Janata podría conseguir un número suficiente de los quinientos cuarenta y cinco escaños del parlamento indio para formar gobierno con un puñado de partidos minoritarios. El Bharatiya Janata es un partido nacionalista hindú de corte fundamentalista, entre cuyos fines se encuentra revocar todos los derechos de la minoría musulmana.
»Así que aunque acogeríamos con gusto la elección de Nikhil Gandhi como miembro del Consejo de Seguridad, si ello es a cambio de que Rajiv Advani consiga el cargo de primer ministro, el precio nos parece demasiado elevado. Con él al mando se agravarán las hostilidades entre hindúes y musulmanes, por no hablar de las tensiones fronterizas con Pakistán.
»En cuanto a Europa, los candidatos con más probabilidades son el embajador español Velázquez y, cómo no, el embajador francés Albert Faure. Personalmente, estoy convencido de que Faure aspira a mucho más.
– ¿A secretario general? -preguntó Christopher. Era pura retórica; sólo había un cargo con mayor poder que el de miembro permanente del Consejo de Seguridad.
– Tú lo has dicho -contestó Milner.
– Pues es un buen salto, siendo como es miembro temporal del Consejo de Seguridad -dijo Christopher-. Dudo mucho que piense que el Consejo de Seguridad vaya a elegir por segunda vez consecutiva a un europeo como secretario general.
– Yo no digo que tenga probabilidades de ganar, sólo digo que es lo que pretende… junto con media docena de personas más, si he de ser sincero.
Alice Bernley había permanecido en silencio, pero le pareció que la conversación estaba tomando un derrotero no deseado.
Milner continuó.
– Antes de la elección del nuevo secretario general, se celebrará la votación para elegir al nuevo representante temporal de Norteamérica. Y si se elige a uno de los dos miembros temporales de la India o de Europa como miembros permanentes, entonces habrá otra votación para elegir a sus sustitutos.
«Christopher -continuó Milner, con creciente seriedad-, el embajador Faure me ha pedido que apoye su candidatura para reemplazar al difunto embajador Heineman como representante permanente de Europa en el Consejo de Seguridad.
– Y usted se ha negado, claro.
– Le he dicho que le apoyaré.
– ¿Qué? Pero ¿por qué? -espetó Christopher-. ¿Acaso no es a Faure a quien se refería cuando hablaba hace un momento sobre la necesidad de defendernos contra el acecho de quienes menos lamentaban la pérdida del secretario general Hansen?
– Sí, lo es. Pero la cosa no es tan sencilla. Mal que nos pese, el embajador Faure va a conseguir reemplazar al embajador Heineman en el Consejo de Seguridad; no hay nada que podamos hacer para evitarlo.
– Pero ¿por qué?
– Por dos razones. Para empezar, y como te decía antes, el único candidato capaz de conseguir votos suficientes es el embajador español Velázquez. No hay otro que cuente con un apoyo similar. Y, seamos sinceros, creo que Velázquez hace el ridículo presentándose como contendiente a Faure. Su pasado es tan oscuro que es casi un milagro que no haya salido ninguno de sus secretos a la luz. En cuanto la gente de Faure comience a revolver en su pasado, empezarán a aparecer asuntos embarazosos. Si son listos esperarán al último minuto y luego obligarán a Velázquez a retirar su candidatura a cambio de no hacer pública la información. Para entonces ya no habrá nadie en situación de sustituirle. La segunda razón es que, como sabes, Alice posee ciertas cualidades que le permiten predecir el futuro a través de su guía espiritual, el maestro Djwlij Kajm.
Alice Bernley interpretó esto como una invitación a intervenir.
– Tengo la absoluta certeza de que el embajador Faure será elegido representante permanente de Europa ante el Consejo de Seguridad. Sin embargo, no hemos de interpretarlo como una derrota, sino como un obstáculo temporal.
– Y debemos poner al mal tiempo buena cara y encontrar la forma de aprovechar la situación en nuestro beneficio -añadió Milner-. Puesto que sabemos que Faure será elegido con o sin nuestro apoyo, lo mejor es que le ofrezca mi respaldo a cambio de algo. Y ahí es donde entras tú, Christopher.
Christopher parecía algo inseguro ante la situación, pero sabía reponerse con rapidez.
– Si hay algo que yo pueda hacer…
– Bien -dijo Milner-, sabía que podríamos contar contigo. Ahora, en lugar de ir directamente a Naciones Unidas, irás antes que nada a la misión italiana.
– Como ciudadano italiano enviado a la ONU, es algo que haría de todas formas como cortesía al embajador Niccoli.
– Muy bien. Cuando llegues a la misión italiana te informarán de que hace tres horas el embajador Niccoli renunció al cargo de embajador italiano ante Naciones Unidas a fin de optar a otro puesto.
– ¿Cómo? ¿Qué otro puesto? -interrumpió Christopher.
– Un cargo muy bien pagado como director del Banco de Roma. Entidad de la que, nada casualmente, David Bragford posee el veintidós por ciento de las acciones. Pero como estaba diciendo -continuó Milner-, en la misión italiana te harán entrega de un paquete sellado y recibirás la orden de llamar de inmediato al presidente de Italia por su línea de teléfono segura. Cuando contactes con el presidente Sabetini, te pedirá que abras el paquete. En su interior encontrarás una serie de documentos a presentar en la Comisión de Verificación de Poderes de la ONU con tu nombramiento como nuevo embajador italiano ante Naciones Unidas.
Christopher miró estupefacto a Milner y luego a Bernley. Bernley sonrió, pero por un momento ninguno articuló palabra. Por fin, Christopher alzó las manos indicándoles que pararan.
– Un momento -dijo-. ¿Puede repetir la última parte?
– Has oído bien, Christopher. Te van a nombrar nuevo embajador italiano ante Naciones Unidas, si así lo deseas, claro está.
– ¿Pero se han vuelto todos locos? Soy ciudadano italiano desde hace tan sólo cinco años.
– Y durante buena parte de ese tiempo -contestó Milner-, me he dedicado en cuerpo y alma a preparaos a ti y al pueblo italiano para este momento. Es la razón de que te animara a pedir la ciudadanía italiana desde un principio.
– Pero ¿cómo lo sabía?
– No conocíamos los detalles -contestó Bernley-. Es obvio que si hubiésemos sabido que el secretario general Hansen iba a morir, habríamos intentado evitarlo. Yo no elijo lo que sé y lo que no sobre el futuro.
– No hacía falta la clarividencia de Alice -añadió Milner-, para saber que Hansen dejaría el cargo algún día. Y que cuando eso ocurriera tendríamos que estar preparados para salvaguardar los avances que él había conseguido.
– Lo siento -dijo Christopher-, pero sigo sin entenderlo. ¿Por qué iba el presidente Sabetini a nombrarme a mí nuevo embajador? Es más, ¿por qué iba a estar de acuerdo el primer ministro con dicho nombramiento?
– Por varias razones -dijo Milner-. No hay duda de que les gustas y de que confían en ti. Están seguros de que te preocupas por Italia y por el pueblo italiano. En cuanto al presidente, me atrevo a adivinar que espera que te conviertas algún día en su yerno.
– ¡¿En su yerno?! Pero ¿por qué tanta insistencia con ese asunto? Tina y yo somos amigos, nada más -dijo Christopher con énfasis.
– No te alteres, Christopher. Me limito a enumerar razones. Pero, sin lugar a dudas, la razón principal para que el presidente te nombre embajador y el primer ministro acepte la decisión es que Italia quiere tener un representante en el Consejo de Seguridad.
– Un momento -dijo Christopher-. Me parece que me he perdido algo. ¿Cómo iba mi nombramiento a proporcionar a Italia un representante en el Consejo de Seguridad?
– Ésa es la razón por la que he aceptado respaldar la candidatura del embajador Faure como representante permanente de Europa -contestó Milner-. En este momento cuenta con el apoyo de trece países europeos. En lo que a mí respecta, seré el responsable de proporcionarle los cinco votos adicionales que necesita para ser elegido miembro permanente. A cambio de esos cinco votos, el embajador Faure respaldará al candidato que yo presente para sustituirle como miembro temporal. Tú, Christopher, serás mi candidato. Y eso le dará a Italia voz en el Consejo de Seguridad.
Christopher respiró hondo y sacudió atónito la cabeza.
– Pero ¿cómo puede prometer el voto de cinco países?
– Bueno, uno de esos votos será de Italia; para ser más exactos, será el tuyo -contestó Milner.
– ¿Y los otros cuatro?
– Christopher, Alice y yo tenemos bastante influencia entre los miembros de la ONU. A mí, personalmente, son muchos los que me deben favores. En cuanto a Alice, bueno, digamos que hay mucha gente en Naciones Unidas que valora enormemente sus opiniones.
Los siguientes minutos transcurrieron en silencio, pero al llegar ante el número dos de la plaza de Naciones Unidas, donde se encuentra situada la misión italiana, enfrente de la sede de la ONU, el ex subsecretario Milner quiso tranquilizar a Christopher.
– Christopher, no sé cómo te sientes en este instante, pero no quiero que se te pase por la cabeza ni por un momento que hemos comprado el cargo. Son poquísimos los países donde todavía puede comprarse y venderse el cargo de embajador. Todo lo contrario, tú has sido presentado al presidente italiano como el mejor candidato para el cargo y para Italia.
– Gracias, subsecretario. Me alegro de que así sea. Es sólo que todo esto me parece un sueño o una broma pesada.
Milner conocía a Christopher lo suficiente para saber que no necesitaba contestarle, pero Alice Bernley sí lo hizo.
– No es una broma, Christopher.
Al salir del coche, Christopher se acordó de algo.
– Se supone que tenía que encontrarme con Decker en su despacho.
– Yo le llamaré para decirle que te vas a retrasar un poco -se ofreció Milner.
– Sí, claro, gracias, se lo agradezco. Pero no es eso lo que me preocupa. Me pregunto cómo le voy a explicar el porqué de mi tardanza.