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20

MEDIANTE UN ESPEJO, CONFUSAMENTE

Sahiwai, Pakistán

Una oscura figura se desplazaba velozmente por el lecho seco del río, inspeccionando cada hondonada en busca de agua. Si no la encontraba pronto, le sobrevendría la muerte igual que al resto. Más adelante, un árbol, aún verde a pesar de la aridez circundante, arrojaba su sombra sobre el destino final de su búsqueda, una pequeña poza de agua. Allí estaba, lo sabía. Podía olerla. Corrió hasta ella, llevó la cabeza al agua y bebió hasta saciar su sed. Se quedaría allí hasta que se le acabase el agua o el hambre le forzara a seguir adelante. Cabía la posibilidad de que la poza atrajera a algún animalillo con el que alimentarse, pero no podía aguardar a que la comida acudiera a él. Tendría que explorar la zona a fondo y esperar lo mejor.

Apenas había amanecido y el sol ya castigaba la árida llanura cuando emergió del lecho del río y oteó cautelosamente los alrededores a través del seco matorral. Unos treinta metros más adelante yacía inmóvil en el suelo una masa informe. Una semana sin alimento y varios días sin agua tenían que haberle anestesiado los sentidos, de otro modo se habría percatado de su presencia mucho antes, tan cerca estaba de él. Se demoró sólo un instante para comprobar que no había peligro; estaba demasiado hambriento para ser cauteloso. Al acercarse a la figura, advirtió enseguida que estaba muerta. Cerca yacían otras dos más pequeñas.

De pronto oyó en la distancia un rugido parecido al que producen los cascos de una gran manada de animales en estampida. Aunque era muy lejano, parecía avanzar en su dirección. Su temor se agudizó al advertir que el sonido se acercaba a una velocidad mayor de la que jamás podría haber imaginado. Raudo, prendió la presa de una pierna e intentó infructuosamente arrastrarla hacia el lecho del río; no le alcanzaban las fuerzas para la tarea. Con una determinación irracional nacida de aquella hambre insoportable decidió resistir junto a su presa. El sonido no tardó en alcanzarle y entonces supo que no provenía de manada alguna, sino de un único y gigantesco pájaro diferente a todos los que había visto hasta entonces.

* * *

En el aire, el helicóptero del secretario general se aproximaba lentamente al campamento de acogida, mientras sus tripulantes contemplaban de cerca el estado del paraje circundante. Los efectos de la sequía eran devastadores. Habían sobrevolado el lecho del río durante treinta kilómetros y allí no habían divisado más que un puñado de charcas diminutas. Justo debajo de ellos, a unos tres kilómetros del campamento, divisaron cerca de una de las pozas a un famélico perro salvaje que les contemplaba. A sus pies vieron el cadáver de una joven que había muerto de hambre o de sed antes de alcanzar el campamento. Muy cerca yacían los cuerpos inertes de sus dos hijos pequeños.

La cruda evidencia que obtenía ahora de primera mano la comitiva del secretario general del hambre y de la sequía en Pakistán era parecida a la devastación que había asolado el norte de la India, donde la plaga de roya había diezmado la cosecha anual. En el sur de la India, las tormentas tropicales del monzón habían anegado de agua marina zonas ya inundadas, formando balsas de agua salobre. La tierra había absorbido aquella sal y ahora resultaba prácticamente imposible de cultivar. Pero las inundaciones eran un desastre al que la India estaba acostumbrada, y lo único que podía hacer la población era intentar cultivar lo que fuera y esperar a que las lluvias del monzón disolvieran la sal de la tierra en los años venideros.

El helicóptero aterrizó en un campo abierto junto al campamento y lanzó contra quienes allí aguardaban una gigantesca nube de polvo. El responsable del campamento, el doctor Fred Bloomer, al que acompañaban unas veinte personas entre cámaras y reporteros, esperó a que las aspas se detuvieran antes de acercarse a dar la bienvenida al secretario general y su comitiva. Christopher, el único a bordo que conocía al doctor Bloomer, se encargó de las presentaciones.

– Estoy ansioso por poner manos a la obra -dijo Hansen mientras le daba un apretón de mano a Bloomer.

– Me temo que la situación es peor de lo que imagina, secretario general -dijo el doctor Bloomer-. En los últimos cuatro días han llegado al campamento casi mil personas más. Y, para ser sinceros, no estamos preparados para acoger a tanta gente. Hemos tenido que reducir drásticamente el racionamiento.

Para alimentar a los acogidos en el campamento, les explicó, la cocina estaba funcionando a pleno rendimiento en un único turno de catorce horas durante las horas de sol. Por la noche, un pequeño grupo de guardia se ocupaba de atender a los recién llegados; y es que aquí una hora podía significar la diferencia entre sobrevivir o morir. El principal objetivo del doctor Bloomer era proporcionar a cada acogido dos comidas al día.

La razón oficial de la visita era la de recopilar datos, pero lo que Hansen pretendía en realidad era reunir apoyos para su plan de distribución de recursos agrícolas. Cada uno de los que le acompañaban en el viaje había sido invitado por razones muy concretas. El embajador Khalid Haider de Pakistán estaba allí porque aquél era su país. El embajador indio había sido invitado porque su país sufría problemas similares y porque existían serias posibilidades de que se produjera una migración en masa de refugiados de Pakistán a la India.

Los miembros de Norteamérica y de Europa habían recibido la invitación a unirse a la comitiva porque de acuerdo con el plan de Hansen, eran sus regiones las que tendrían que realizar el mayor esfuerzo de distribución de alimentos. El embajador Howell de Canadá, representante de Norteamérica en el Consejo de Seguridad, arrastraba una enfermedad desde hacía meses y era muy posible que renunciara al cargo en un futuro próximo. En su lugar viajaba el embajador Walter Bishop, representante temporal de Estados Unidos, que esperaba reemplazar al embajador canadiense como miembro permanente. Consciente de ello, Hansen quería aprovechar la oportunidad para conocer más a fondo al estadounidense y ganar su apoyo al plan. Al embajador Heineman de Alemania, representante de Europa en el Consejo de Seguridad, no había que convencerle sobre la necesidad de la redistribución de alimentos, pero sí que había que hacerlo a la población de su región. Por recomendación de Decker, Hansen había invitado a Heineman para asegurarse de que la prensa europea cubría el viaje. Era la manera más efectiva de hacer llegar al pueblo europeo la urgencia y la magnitud de la necesidad.

La comitiva inició la inspección con una visita al campamento y a lo que quedaba de las aldeas circundantes. Por la tarde, Christopher informó a los embajadores sobre los resultados de un estudio que la Organización para la Agricultura y la Alimentación había realizado sobre proyecciones para los años futuros. Luego, para hacerse la foto, los miembros de la comitiva habían trabajado en la cocina sirviendo la cena. La comitiva pasó la noche en el campamento en casi las mismas condiciones que los refugiados.

El secretario general y los embajadores tenían planeado viajar en helicóptero a la mañana siguiente de regreso a Lahore, en Pakistán, cerca de la frontera con la India, mientras Decker y Christopher permanecían en el campamento para representar a Hansen ante una segunda comitiva de Naciones Unidas que se esperaba llegara a última hora de la tarde.

Tel Aviv, Israel

El rabino Saul Cohen concluyó sus oraciones matutinas y se puso de pie para atender a la llamada a la puerta de su despacho. Benjamin Cohen, su hijo de diecisiete años y único familiar superviviente desde que el Desastre se llevara a su mujer y a sus otros cuatro hijos mayores, le esperaba afuera, moviéndose nervioso de un lado a otro. Sabía que no debía molestar a su padre durante las oraciones si no era por un buen motivo, y no le entusiasmaba enfrentar su idea de lo que era un buen motivo con la de su padre. Pero menos le entusiasmaba la posibilidad de llegar a irritar al hombre que aguardaba en la sala de estar.

El hombre -porque no podía llamársele invitado- había llegado sin previo aviso. Benjamin le había abierto la puerta para hacerle pasar pero enseguida había reculado, sabedor de que algo en aquella visita se salía de lo normal, por no decir que el hombre en sí se salía de lo normal. Al cerrar la puerta tras de sí, el hombre pareció llenar la sala de estar con su sola presencia. A Benjamin le faltó tiempo para huir de la habitación en busca de su padre y se encontraba a mitad de camino cuando se dio cuenta de que no le había pedido al visitante su nombre. Le gustase o no, tendría que regresar y preguntarle.

Al asomarse por la ranura de la puerta, la mirada de Benjamin se cruzó con la del hombre. Hubiese querido apartar la vista, pero vio algo que le hizo retener la mirada. Ahora entendía qué era lo que tanto le había desconcertado en él. A Benjamin le habían enseñado a detectar la sabiduría de un hombre en su rostro. Sabía que la sapiencia se gana con los años, pero lo que leía en aquellos ojos era del todo anormal para un hombre de su edad. Aquella sabiduría habría resultado anormal en un hombre de cualquier edad.

Le preguntó su nombre y la respuesta no pudo más que aumentar su turbación, pero no creyó conveniente sondearle más.

Saul Cohen acostumbraba dedicar al menos una hora a las oraciones matinales, pero por alguna razón aquella mañana había decidido concluirlas media hora antes. Cuando escuchó la llamada a la puerta del despacho en el instante en que lo hacía, lo interpretó como una confirmación. No sabía qué era lo que Benjamin venía a decirle, pero estaba seguro de que se trataba de algo importante porque, de no ser así, el muchacho no le habría interrumpido. Cohen abrió la puerta.

– ¿Qué pasa? -preguntó sin signos de consternación, al contrario de lo que se esperaba Benjamin.

– Ha venido un hombre a verte, padre.

Cohen aguardó a que le ofreciera más información, pero Benjamin había enmudecido.

– ¿Y bien? ¿De quién se trata? -preguntó Cohen por fin.

– No me lo ha dicho -dijo Benjamin con un hilo de voz.

– Pero, bueno, ¿se lo has preguntado?

– Sí, Padre.

– ¿Y qué te ha dicho?

Benjamin no estaba seguro de cómo iba a sonar aquello. A él le había sonado muy impresionante en labios del hombre de la sala de estar, pero Benjamin pensó que al decirlo él la cosa sonaría algo estúpida. Aun así tenía que decir algo, su padre aguardaba.

– Me ha dicho que te dijera que él es «aquel que ha oído la voz de los siete truenos».

Cohen no respondió, pero la expresión de su rostro revelaba que sabía de quién hablaba. Por fin consiguió asentir con la cabeza y Benjamin regresó a la sala de estar en busca del hombre.

Saul Cohen cerró la puerta y empezó a ordenar su mesa mecánicamente. Escasos segundos después, oyó unos pasos que se aproximaban por el pasillo y observó como el pomo de la puerta empezaba a girar. De repente era como si se hubiese olvidado de cómo respirar. Benjamin abrió la puerta, y Cohen, recordando las normas básicas de educación, consiguió salir de detrás de la mesa y acercarse a saludar al hombre. Si aquel hombre era de verdad quien decía ser, Cohen no deseaba ni mucho menos insultarle con una falta de etiqueta. El hombre permaneció un instante allí de pie mirando a Cohen, en el vano de la puerta, como saboreando el momento, hasta que finalmente decidió entrar.

Cohen no sabía cómo era posible que aquel hombre fuera quien decía ser, pero en su vocación había aprendido que nada es imposible. Cohen había sabido desde el Desastre que algún día llegaría un profeta. Pero ¿cómo podía ser este hombre quien decía ser? Aquello casi superaba lo que Cohen podía aceptar.

– Hola, rabí -dijo el hombre cordialmente tendiéndole la mano. No era de ninguna manera el hombre que Cohen esperaba. No parecía tener sesenta años y un día. Más desconcertante aún era la manera en que iba vestido, con un moderno traje gris oscuro y corbata roja. Por ridículo que pareciera, Cohen se había imaginado a un hombre en sandalias y con una larga túnica atada a la cintura con una cuerda. Aun así, y a pesar de su aspecto y de que era imposible que fuera quien decía ser, había algo en aquel hombre que hizo que Cohen creyera que era exactamente quien decía ser.

– Soy aquel a quien has estado esperando -dijo el hombre con la mano aún tendida hacia él-. Pero créeme, yo llevo esperándote a ti mucho más tiempo del que tú has estado esperándome a mí. -Cohen permaneció en silencio sin saber qué decir-: Y tú eres Saul Cohen -continuó el hombre-, de la casa de Yonadab, hijo de Rekab, sobre quien profetizó Jeremías. [42]

Cohen se quedó boquiabierto.

– Ese secreto no ha salido de mi familia en mil doscientos años -dijo.

– Es la única explicación a que no desaparecieras en el… um… el «Desastre» -le explicó el hombre-. Y cuando hayas completado tu tarea, tu hijo ocupará tu lugar al servicio del Señor, tal y como se prometió a través de Jeremías.

Cohen se quedó pensativo.

– Pero sentémonos -sugirió el hombre-. Tenemos mucho de qué hablar. -Cohen obedeció en silencio-: Como señala nuestro encuentro, se acerca el día en que haya de terminar esta era. -Sin dar tiempo a que Cohen pudiera recapacitar sobre el alcance de la afirmación, el hombre continuó-: Te observo desde hace unos años y ahora estoy seguro de que eres el otro testigo. El hecho de que me reconozcas lo confirma.

– ¿Acaso no estabas seguro? -preguntó Cohen.

– Nadie me habló de quién sería el otro. Ahora veo que he sido guiado hasta ti, pero confirmarlo quedaba en manos de la capacidad de percepción y la sabiduría que Dios me ha dado. Nunca se me ha revelado nada sobre este asunto en particular.

El descubrimiento cogió a Cohen desprevenido.

– Pero… no entiendo. ¿Cómo podías no saberlo?

– Bueno, como ya escribió el apóstol Pablo, «pues ahora vemos mediante un espejo, confusamente; entonces, cara a cara. Ahora conozco de manera incompleta, entonces conoceré del todo, tal como soy conocido del todo». [43] Te puedo asegurar que mientras tú y yo permanezcamos en este lado de la vida, eso nunca cambiará; ni siquiera si hubieras de vivir hasta cumplir los doscientos años.

– Rabí -dijo Cohen, sin saber de qué otra forma dirigirse a este hombre cuya espiritualidad consideraba cientos de veces superior a la suya.

– Por favor -le interrumpió el hombre-, llámame Juan.

El juego se estaba alargando demasiado. Cohen tenía que asegurarse de que entendía lo que estaba ocurriendo.

– ¿Eres Juan?

El hombre asintió.

– ¿Yochanan bar Zebedee? -dijo Cohen refiriéndose al nombre hebreo.

– Lo soy -contestó.

– ¿El apóstol del Señor? ¿Estuviste allí, al pie de la cruz? [44]

– Lo estuve -contestó Juan. Por su expresión era evidente que todavía sentía el dolor que le había producido aquel suceso acaecido casi dos mil años atrás.

– Pero ¿cómo? ¿Acaso has vuelto de entre los muertos?

El hombre sonrió.

– En muchas maneras así lo habría preferido. Pero, no, he permanecido aquí, vivo en este mundo en decadencia, aguardando la llegada de este momento durante doscientos años.

Cohen no repitió la pregunta, pero en sus ojos todavía se podía leer el interrogante «¿cómo?».

– ¿Acaso no recuerdas lo que nuestro Señor le dijo a Pedro sobre mí a orillas del mar de Tiberíades?

Cohen conocía aquellas palabras pero nunca había pensado que tuvieran un significado literal. Después de la resurrección, Jesús le contó al apóstol Pedro cómo él, Pedro, iba a morir. Pedro le preguntó entonces qué le pasaría a Juan. «Si quiero que éste se quede mientras vuelvo, ¿a ti qué?», le contestó Jesús. [45]

– Pero también escribiste que lo que decía Jesús no significaba que no fueras a morir jamás, solamente que a lo mejor no morías hasta después de su venida. [46] -Tan pronto hubo pronunciado estas palabras, Cohen supo que no necesitaba una respuesta; tanto él como Juan conocían perfectamente lo que el destino les tenía reservado, y aquel destino coincidía perfectamente con las palabras de Jesús.

– El Señor nos dijo a mi hermano Santiago y a mí que, al igual que él, moriríamos como mártires. [47] Santiago fue el primero de los apóstoles en morir [48]… y será el último. Supongo que, por lo menos de esta manera, el ruego de mi madre a Jesús está garantizado: Santiago y yo sí que nos sentaremos a la derecha y a la izquierda del Señor en su Reino. [49]

Cohen seguía esforzándose por entender.

– En el Apocalipsis -continuó el hombre-, dije que un ángel me entregó un cuadernillo y me ordenó que lo devorara. Escribí: «Cogí el cuadernillo de la mano del ángel, y lo devoré, y en mi boca fue dulce como miel, pero cuando lo comí, mi vientre se llenó de amargor. Y me dijeron: "Tienes que volver a profetizar sobre muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes"». [50]

Cohen asintió conforme.

– Las palabras del cuadernillo eran dulces -explicó Juan-, porque en ese momento supe que viviría aún más que Matusalén. [51] Pero el cuadernillo se hizo amargo en mi vientre cuando comprendí que tendría que esperar más que ningún otro hombre para volver a ver al Señor. Entonces me hicieron saber por qué mi vida había de continuar: he permanecido en esta tierra para realizar una nueva profecía, esta vez contigo, sobre muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes.

Cohen frunció el ceño y se sumió en un estado de introspección. Creía pero, de nuevo, era casi demasiado lo que debía creer.

– Supongo que no cabía esperar otra cosa -dijo finalmente- si sobreviviste a que te sumergieran en aceite hirviendo. [52] Y explica las profecías de Yeshua en lo concerniente al final de la era, cuando le dijo a sus discípulos «Os digo la verdad: hay algunos de los que están aquí que no probarán la muerte sin ver antes el reino de Dios, venido [ya] con poder».12 Si eres Juan, entonces es cierto que esa generación no ha desaparecido. Y aun así, ¿qué hay de Policarpo? -preguntó Cohen refiriéndose al obispo de Esmirna de finales del siglo I y comienzos del siglo II, quien, según su discípulo Ireneo, dijo que Juan había muerto bajo el reinado del emperador romano Trajano. [53]

– ¿No has leído a Harnack? -contestó el hombre refiriéndose al teólogo alemán que sugirió que Policarpo en sus escritos no se refería a Juan el apóstol sino a otro hombre, un alto cargo de la Iglesia, también llamado Juan. [54]

A Cohen se le ocurrió que aquello podía explicar también un misterio de la Biblia que siempre le había intrigado de manera especial.

– Y ¿es ésa la razón de los supuestos añadidos posteriores al texto original de tu Evangelio?15 -preguntó en busca de una confirmación.

El hombre asintió.

– Lamento la confusión que ello ha causado. De vez en cuando le contaba a alguien alguna cosa que Jesús había dicho o hecho y que yo no había incluido en el Evangelio y entonces me urgían a que lo incluyera. En ningún momento pensé que añadir algunos pocos datos que me había dejado fuera en las versiones anteriores causaría tanta confusión con el tiempo.

»Saul, comprendo la razón de tus preguntas, y aun así sé que al mismo tiempo el Espíritu Santo te da testimonio de que yo soy quien digo ser.

– Pero ¿dónde has estado? -preguntó Cohen-. ¿Cómo puedes haber ocultado tu identidad?

– Es más fácil de lo que jamás podrías imaginar -contestó Juan-. Pero he de admitir que en algunas ocasiones no lo conseguí del todo. Hubo un periodo de unos pocos cientos de años durante los cuales fuera adonde fuera, de China a la India y a Etiopía, me persiguieron las leyendas.

Una idea le asaltó entonces a Cohen.

– ¿Preste Juan? -preguntó refiriéndose al misterioso personaje que mencionan docenas de leyendas y un puñado de fuentes más fiables como Marco Polo, en un periodo de tiempo de varios cientos de años y que lo sitúan en lugares muy apartados unos de otros. [55]

Juan asintió.

– Lo que no me explico del todo es cómo han podido llegar a relacionarme con las leyendas del rey Arturo. Supongo que tiene que ver con la especulación de que el Santo Grial estaba en mi posesión. Desde entonces he sido mucho más cuidadoso a la hora de ocultar mi identidad. Para no levantar sospechas he tenido que moverme mucho, nunca permanecer en el mismo lugar más de diez o quince años. Y siempre he intentado trabajar al servicio del Señor en puestos que no llamaran la atención. He sido párroco en un centenar de pequeñas iglesias en todos los rincones del mundo. Pero ¿acaso resulta tan extraordinario que haya podido pasar desapercibido en un mundo poblado por cientos de millones de personas? Después de todo, el propio Dios se hizo hombre y vivió en la tierra sin que nadie se apercibiera de él, hasta que a los treinta años llegó el momento de comenzar su ministerio. Ahora me llega a mí ese momento, y a ti también, amigo mío.

Sahiwai, Pakistán

Decker trataba de mantener una sonrisa alentadora mientras avanzaba entre los grupitos de gente que, sentados en troncos o acuclillados en el suelo, daban cuenta de sus raciones. Acababan de marcar las seis y se estaba sirviendo la segunda comida del día -a la que apenas podía denominarse cena-. Hacía casi dos horas que había abandonado el campamento, con cuatro horas de retraso, el helicóptero del secretario general Hansen junto con el resto del contingente de Naciones Unidas. Decker y Christopher se habían quedado para recibir a la segunda comitiva de embajadores que iba a inspeccionar las condiciones en el campamento. Christopher se había retirado a su tienda a echarse un rato poco después de despedirse de Hansen.

– Christopher, despierta; es la hora de la cena -le llamó Decker al aproximarse al pequeño conjunto de tiendas gris verdoso habilitado para el equipo-. Vamos, Christopher, arriba -dijo levantando ligeramente el tono de voz, pero sin recibir respuesta-. Christopher, ¿estás ahí?

Decker asomó la cabeza por la abertura de la tienda y aparró la mosquitera. En el interior, Christopher estaba sentado inmóvil en el suelo. Tenía el rostro y el cuerpo empapados de sudor y su expresión era de extremo dolor.

– ¿Estás bien? -preguntó Decker, aunque resultaba obvio que no lo estaba.

– Algo va mal -dijo Christopher por fin.

– ¿Te encuentras mal? -preguntó Decker. Pero tan pronto lo dijo cayó en la cuenta de que Christopher nunca había estado enfermo; probablemente era incapaz de estarlo.

– Algo terrible está ocurriendo -contestó Christopher.

Decker se agachó para entrar en la tienda y cerró la abertura tras él.

– ¿El qué? ¿Qué ocurre? -preguntó.

– Muerte y vida -contestó Christopher muy despacio, como si cada palabra hubiese abierto en su interior una dolorosa herida en el trayecto de los pulmones a los labios.

– ¿La vida y la muerte de quién? -preguntó Decker en el orden en que tradicionalmente se pronuncian esas palabras.

– La muerte de quien quería escapar de las garras de la muerte; la vida de quien quiso aceptar la liberación de la muerte.

– ¿Quién ha muerto? -preguntó Decker, que intentaba priorizar y dejó la segunda afirmación, menos urgente y más enigmática, para después.

– Jon Hansen -contestó Christopher.

Decker no llegaría nunca a formular su segunda pregunta.


  1. <a l:href="#_ftnref42">[42]</a> Jeremías 35, 18-19.

  2. <a l:href="#_ftnref43">[43]</a> 2.1 Corintios 13,12.

  3. <a l:href="#_ftnref44">[44]</a> Juan 19,26.

  4. <a l:href="#_ftnref45">[45]</a> Juan 21,232

  5. <a l:href="#_ftnref46">[46]</a> Juan 21,23.

  6. <a l:href="#_ftnref47">[47]</a> Mateo 20,20-23.

  7. <a l:href="#_ftnref47">[48]</a> Hechos 12,1-2.

  8. <a l:href="#_ftnref47">[49]</a> Mateo 20,20-23.

  9. <a l:href="#_ftnref50">[50]</a> Apocalipsis 10,10-11.

  10. <a l:href="#_ftnref51">[51]</a> Según el Génesis 5,25-26, Matusalén vivió novecientos sesenta y nueve años.

  11. <a l:href="#_ftnref52">[52]</a> De ello da parte Tertuliano en su De praescriptione haereticorum 36.

  12. <a l:href="#_ftnref52">[53]</a> Adversus haereses, II, 22, 5.

  13. <a l:href="#_ftnref54">[54]</a> Lehbuch der Dogmengeschichte, 1885-1889.

  14. <a l:href="#_ftnref55">[55]</a> Para más información sobre el preste Juan véase, por ejemplo, E. D. Ross: Prester John and the Empire of Ethiopia; Newton, Arthur P. (ed.) (1968): Travel and Travellers of the Middle Ages, Nueva York, Barnes & Noble, (publicado por primera vez en 1926), págs. 174-194; C. F. Beckingham: The Quest for Prester John, Bulletin of The John Rylands University Library, LXII (1980), págs. 290-310.