120600.fb2
Ocho años después. Sur de Francfort, Alemania
El tren de Heidelberg a Francfort atravesaba veloz y silencioso la noche estival alemana. A unos cientos de metros a la izquierda, las estribaciones de los montes Odenwald se elevaban desde la llanura del valle del Rin para formar la pared occidental del que milenios atrás había sido un vasto mar. Cada ocho o diez kilómetros se elevaban en la cresta de las montañas castillos en diferente estado de conservación, unos en ruinas, otros todavía habitados. Al pie de las montañas, los bonitos pueblos y aldeas de la Bergstrasse aparecían salpicados aquí y allá por los casi inevitables campanarios y las cúpulas de bulbo de las iglesias oficiales católicas y luteranas. Más allá, al oeste, pero visibles desde el tren, los campanarios de la aldea de Biblis Lorsch aparecían eclipsados por las siete gigantescas torres de refrigeración de la central nuclear más grande de Alemania.
Inmediatamente detrás de la potente locomotora eléctrica que tiraba del descolorido tren amarillo y azul iban los tres vagones particulares reservados para el secretario general de Naciones Unidas, su comitiva y, cómo no, los representantes de la prensa. Dos horas antes, el secretario general Jon Hansen había pronunciado ante un grupo de destacados líderes de la economía mundial reunidos en el castillo de Heidelberg, un discurso sobre los beneficios de la reciente decisión de Naciones Unidas de romper con las últimas barreras comerciales entre Estados. El oyente accidental no habría calificado el discurso como impactante, pero Hansen predicaba a los ya convencidos, a un público internacional que hacía tiempo luchaba por la eliminación de las barreras comerciales. La paz mundial alcanzada bajo el mandato de Hansen le había venido muy bien al capitalismo y a los capitalistas.
Entre los ricos y poderosos allí presentes estaba el millonario David Bragford, quien a su vez había sido el encargado de presentar ante la asamblea al secretario general. Existía la opinión generalizada de que Bragford había sido, cinco años antes, el responsable de propulsar la eliminación de buena parte de las barreras comerciales establecidas por la Unión Europea. Que intentara erradicarlas totalmente no era más que cuestión de tiempo.
Éste era el cuarto año del tercer mandato consecutivo de Jon Hansen como secretario general, posición que había ganado relevancia desde que jurara el cargo por primera vez. Ahora que el poder de Hansen y del reestructurado Consejo de Seguridad iba en aumento, la velocidad de consolidación de ambos crecía proporcionalmente. Años atrás, políticos y comentadores de actualidad habían discutido sobre la posibilidad de que llegase a existir un gobierno único mundial en el futuro. Pero ese momento había pasado y ahora se discutía sobre cuáles eran las mejores formas de administrar ese gobierno. No obstante, quedaban importantes obstáculos por superar antes de su consecución definitiva. Ninguna de las voces más influyentes había sugerido la completa disolución de las naciones independientes, al menos no públicamente, pero el camino pasaba inevitablemente por ello.
No es que la humanidad hubiese amanecido un día en un mundo en el que los intereses nacionales habían dejado de importar y el poder pasado a residir en una dictadura global con sede en Nueva York. Al contrario, la centralización de la gestión de los asuntos internacionales en Naciones Unidas, bajo el auspicio de Hansen y del Consejo de Seguridad, había permitido avanzar a pasos agigantados al hacer posible que surgiesen entre las naciones un compromiso y una cooperación impensables hacía tan solo unas décadas. La estructura regional del Consejo de Seguridad y el liderazgo de equidad de Jon Hansen habían equilibrado el trato que recibían todas las naciones y habían logrado traer una paz generalizada acompañada de prosperidad en prácticamente el mundo entero. Tal y como Hansen acostumbraba a señalar, ahora que los asuntos internacionales se gestionaban en el ámbito internacional, los Gobiernos de los países podían concentrarse en sus intereses domésticos.
Sobra decir que había excepciones a esta prosperidad generalizada, pues ningún gobierno, por bueno que sea, puede preservar a la nación de los desastres naturales. Una de estas excepciones era el subcontinente indio, y en particular el norte de India y Pakistán, donde la hambruna empeoraba por momentos debido a la sequía combinada con una plaga de roya que amenazaba la cosecha de trigo.
Jon Hansen y Decker Hawthorne discutían en el reservado del tren del secretario general acerca del inminente debate sobre el estado del mundo que se celebraba todos los años.
– He recibido los borradores de los informes anuales de todos los miembros del Consejo de Seguridad y los de cada una de las agencias de la Secretaría, a excepción del de la Organización para la Agricultura y la Alimentación -informó Decker a Hansen-. Aquí tiene la quinta versión de su discurso. Toda la información está actualizada salvo los datos de la FAO. -Decker entregó a Hansen un documento de ochenta y cuatro páginas, que el secretario procedió a ojear, revisando por encima el contenido.
– Como ve -continuó Decker-, ya están casi listas las secciones relativas al hambre en el mundo y a la producción agrícola, de manera que sólo tendremos que rellenar las cifras exactas una vez dispongamos del informe de la FAO. Luego daremos un poco de color al texto con algunas pinceladas personales referentes a su próximo viaje a Pakistán.
– ¿Has tocado cada uno de los ocho puntos que te detallé sobre la distribución de los recursos agrícolas? -preguntó Hansen.
– Sí, señor. Esa parte empieza en la página dieciséis.
Hansen fue pasando hojas hasta llegar a la página indicada y empezó a leer. Aunque no es posible legislar contra el hambre, Hansen creía que era deber de Naciones Unidas hacer todo lo que estuviera en su mano para minimizar el sufrimiento mediante el envío masivo de alimentos a los países afectados. Pero alguien tenía que pagar esos alimentos y ése era el problema que Hansen pretendía abordar con sus ocho puntos sobre la distribución de los recursos agrícolas.
– Sí, me parece bien -dijo Hansen después de leer por encima el texto-. ¿Viajarás a Roma desde Francfort? -le preguntó a Decker.
– Sí. Jack Redmond y yo hemos quedado en reunimos con Christopher en la sede de la FAO en Roma para definir del todo la previsión y recomendación definitiva de cuotas agrícolas de cada región para su distribución a los países pobres. Nos reuniremos con usted el miércoles en Pakistán.
– Muy bien. La aportación de Jack es esencial -dijo Hansen refiriéndose a su asesor político-. Dentro de un mes presentaré la medida ante la Asamblea General y necesitamos adoptar una postura firme y aceptable en lo que a la distribución de cuotas se refiere. -Decker asintió conforme-. Nos va a costar implementar este proyecto -dijo Hansen-. Los que tienen en abundancia no están dispuestos a dar nada. El problema con el Nuevo Orden Mundial es que quien lo forma es el viejo pueblo de siempre -dijo Hansen repitiendo una de sus frases preferidas-. Nos vendría muy bien si tú, Jack y Christopher podéis endulzar un poco el proyecto.
– Creo que Jack y Christopher tienen unas cuantas ideas que podrían ser de ayuda -dijo Decker. Siempre intentaba velar al máximo sus comentarios sobre Christopher. El orgullo que sentía era más que evidente, pero nadie podía poner en duda que el rápido ascenso de Christopher dentro del seno de la Secretaría de la ONU era más que merecido. Los logros que había cosechado los últimos tres años como director general de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), con sede en Roma, le habían convertido en el aparente sucesor de Louis Colleta, el director ejecutivo del Consejo Económico y Social (ECOSOC) en Nueva York, quien había anunciado que se retiraría en primavera. No era de extrañar que hubiese sido el propio Christopher, como director general de la FAO, el encargado de desarrollar buena parte del proyecto de ocho puntos de Hansen.
Hasta la reorganización del Consejo de Seguridad, el ECOSOC había sido la agencia desde la que se habían coordinado más de la mitad de las docenas de organismos de la ONU, entre ellas la FAO. Tras la reestructuración, todos los organismos de Naciones Unidas habían sido reagrupados de forma más o menos lógica y pasado a depender de una de las diez agencias que ahora presidía cada uno de los miembros temporales del Consejo de Seguridad.
El ECOSOC había dejado de tener a su cargo el elevado número de organismos que tuviera cuando era uno de los cinco órganos principales de Naciones Unidas, pero seguía siendo una agencia de gran relevancia. Y aunque cada miembro temporal del Consejo de Seguridad fuera el presidente y la cabeza visible de una de las diez agencias, las actuaciones eran responsabilidad directa del director ejecutivo de la agencia, un cargo que solía ocupar un funcionario especializado.
Ascender al puesto de director ejecutivo del ECOSOC no sólo significaba acceder a un ámbito de mayor responsabilidad, también ofrecía a Christopher otra ventaja en comparación con su puesto actual como director general de la FAO. El nuevo cargo le colocaría física y políticamente más cerca de las riendas del poder.
– Calculo que podré informarle sobre nuestras recomendaciones en el vuelo de regreso de Pakistán -dijo Decker.
– No, necesito que te quedes en Pakistán con Christopher cuando yo regrese a Nueva York. Tendrá que ser Jack quien me ponga al día en el avión -dijo Hansen.
Aquello no era lo que Decker tenía pensado; Jack Redmond era un buen asesor, pero hubiese querido ser él quien informara al secretario.
– Sí, señor -contestó resignado.
– Bien, bien -dijo Hansen prestando de nuevo atención al borrador-. ¿Qué me dices del embajador Faure? -preguntó sin apartar la vista del documento.
– No creo que podamos contar con su apoyo para el plan de distribución agrícola, si es a lo que se refiere.
– Ese hombre acabará sacándome de mis casillas -comentó Hansen secamente mientras daba un trago a su copa de cerveza alemana-. Haga lo que haga, él siempre está ahí para llevarme la contraria.
Decker conocía sobradamente los sentimientos que el embajador francés inspiraba en Hansen. Albert Faure era su espina clavada y la situación iba a peor. Aproximadamente un año antes, Faure había conseguido ser elegido miembro temporal de Europa en el Consejo de Seguridad, un cargo que apenas daba poder en el seno del Consejo. [39] El único poder real de los miembros temporales, y rara vez se recurría a él, era su derecho a dirigirse en cualquier momento al Consejo de Seguridad en nombre de la agencia a la que representaban, si las circunstancias así lo justificaban, incluso aunque ello significara interrumpir otros procedimientos. La agencia de Faure era la Organización Mundial de la Paz. [40] En el pasado había sido un cargo de prestigio y gran influencia, pero después de cinco años de paz mundial parecía haber dejado de ser suficiente para un hombre de la ambición de Faure. Para desgracia de Hansen, la situación proporcionaba a Faure tiempo libre suficiente para perseguir otros objetivos, entre ellos poner a otros miembros en contra de Hansen. Hasta el momento, Faure no había logrado reunir un grupo fuerte de oposición a Hansen en el Consejo de Seguridad ni en la Asamblea General, pero podía convertirse en una seria amenaza si conseguía que las naciones agropecuarias formaran una coalición contraria a las medidas de distribución agrícola.
– Tiene que haber otra manera de hacer frente a este individuo en lugar de ignorar sus tejemanejes, como hemos venido haciendo hasta ahora -dijo Hansen.
– Se puede intentar convencer al presidente francés para que lo reemplace por alguien más afín. Es una táctica que ya funcionó hace unos años con el embajador de México -sugirió Decker.
– Sí, y con el embajador de Mali -añadió Hansen.
– ¿ Ah, sí? No sabía que hubiésemos tenido algo que ver con aquello.
– Bueno, en esa ocasión le encargué a Jack Redmond que se ocupara del asunto por mí.
Decker tomó nota de aquello por lo que pudiera valerle en el futuro.
– El problema -continuó Hansen- es que Faure es un hombre muy popular en su país y no va a resultar fácil destituirle por las buenas.
– ¿Y qué hay del embajador Heineman? -preguntó Decker refiriéndose al embajador alemán que ocupaba una plaza permanente en el Consejo de Seguridad en representación de Europa y que era leal a Hansen. Como primer representante de Europa, Heineman poseía una influencia importante en las naciones de su región, incluida Francia.
– Creo que el embajador Heineman conoce de sobra lo que pienso de Faure, pero puedo aprovechar el viaje a Pakistán de este fin de semana para discutir el asunto personalmente con él. -Heineman era, como representante de una de las principales regiones productoras de alimentos, uno de los tres miembros del Consejo de Seguridad que iban a acompañar a Hansen en su visita a Pakistán.
– Jack podría proporcionar al embajador Heineman una razón de peso que haga a Faure cambiar de idea -sugirió Decker.
– Buscar un punto débil y ejercer algo de presión, ¿es a eso a lo que te refieres?
– Sí, señor. Y no conozco a nadie mejor que Jack para buscar esos puntos débiles.
Al secretario general Hansen le gustó la idea.
– Coméntaselo a Jack cuando os veáis en Roma.
Roma, Italia
A la mañana siguiente, Decker aterrizó procedente de Francfort en el aeropuerto Leonardo da Vinci de Fiumicino, justo al sudoeste de Roma. Le habían advertido de los muchos carteristas y ladrones de equipaje que había en Roma y sus alrededores, así que asió con fuerza el maletín y la bolsa de viaje mientras buscaba entre el mar de rostros algún rasgo familiar; Christopher había quedado en ir a recogerle. Como jefe de relaciones públicas de la ONU, Decker tenía acceso a la pequeña flota de jets privados de la organización, pero prefería volar en aviones comerciales siempre que podía.
– Mucho más seguro -explicaba a quienes preguntaban.
Detrás de un grupo de hombres italianos de negocios, vio asomarse una mano que le saludaba y enseguida apareció Christopher, que se apresuró hacia él.
– Bienvenido a Roma -dijo Christopher dándole un abrazo-. ¿Qué tal el viaje?
– Bien, bien.
– ¿Tienes el equipaje?
– Esto es todo lo que traigo -contestó Decker levantando el maletín y una enorme bolsa de viaje.
– Perfecto. Entonces podemos empezar con la visita a Roma. ¿No habías estado aquí antes, verdad?
– No. Lo más cerca que he estado de aquí fue cuando viajé a Turín y Milán con el equipo de investigación de la Sábana.
– Bueno, pues creo que te va a encantar.
– Estoy seguro.
Mientras se abrían paso entre el gentío hacia la salida, Decker advirtió como varias personas señalaban en su dirección, y al detenerse en la acera para esperar a la limusina varios coches estuvieron a punto de colisionar cuando una joven muy atractiva frenó en seco para mirarles. Christopher hizo caso omiso de la mirada escrutadora de la mujer, pero Decker no pudo evitar hacer un comentario.
– Me parece que esa joven creía conocerte -le dijo a Christopher mientras subían a la limusina.
– ¿Empezamos por el Coliseo? -preguntó Christopher ignorando el comentario de Decker-. Me temo que todos los museos salvo el del Vaticano cierran los lunes, pero hay tanto que ver que tendremos de sobra para el día entero.
– Roma, non basta una vita! -contestó Decker en italiano queriendo decir que una vida no es suficiente para conocer Roma.
– No sabía que hablaras italiano -apuntó Christopher.
– Es todo lo que sé -confesó Decker-. Me lo acaba de enseñar la azafata. -Christopher sonrió, y Decker contestando a su primera pregunta añadió-: Como quieras. Tú eres el guía. Pero hay un sitio que sí que quiero visitar y que tal vez no esté dentro del itinerario turístico habitual.
– ¿Cuál? -preguntó Christopher.
– El arco de Tito.
– Sí, por supuesto. Está en el Foro, cerca del Coliseo. Podemos empezar por ahí si quieres.
– Fantástico -dijo Decker-. Ya verás, me parece que te va a interesar más de lo que crees.
El arco triunfal de Tito se elevaba imponente ante el Coliseo, sin apenas huellas de los veinte siglos transcurridos desde que fuera erigido en conmemoración de la victoria de Tito sobre Jerusalén. Decker recorrió con la mirada los relieves esculpidos en el arco y enseguida encontró lo que buscaba.
– Aquí está -dijo.
Christopher se asomó sobre el hombro de Decker para observar el relieve. La escena representaba a los soldados llevándose el botín de guerra de la conquistada Jerusalén.
– Muy bien. Y ahora, ¿me vas a contar qué es todo esto?
– Claro -contestó Decker-. No sé si te he hablado alguna vez de Joshua Rosen. -Por su expresión, Christopher no parecía que reconociera el nombre-. Bueno, es un hombre, un científico para ser más exactos, que conocí hace muchos años. Nos presentaron en la expedición de Turín. -Christopher aguzó los oídos-. Tiempo después se trasladó a Israel y escribí un artículo sobre él. El caso es que cuando Tom Donafin y yo estábamos en Israel, justo antes de que nos secuestraran, Joshua Rosen nos acompañó en una visita por algunos de los lugares sagrados de Jerusalén, el Muro de las Lamentaciones entre ellos. Así es como llamaban al muro oeste del antiguo Templo judío antes de que los palestinos lo hicieran volar por los aires y los judíos construyeran el nuevo Templo. -Christopher asintió con la cabeza, indicando que estaba familiarizado con la historia reciente del Templo judío-. Bueno, pues mientras estábamos allí, Joshua nos habló del Arca de la Alianza y nos contó su teoría sobre lo que ocurrió con ella. Ya te contaré algún día esa historia. Pero lo que me importa es lo que nos contó sobre el arco de Tito y este relieve en particular. Tito fue el comandante del ejército romano que saqueó y destruyó Jerusalén en el 70.
– Sí, lo sé. Profeticé lo que ocurrió antes de la crucifixión -interrumpió Christopher.
– ¡Nunca me has contado que recordaras eso!
– No te hagas ilusiones -contestó Christopher-. No lo recuerdo. Lo leí en la Biblia.
– Oh, vaya -dijo Decker-. Bueno, no importa. Como ves, el relieve está esculpido con muchísimo detalle. A pesar de su antigüedad, se distinguen claramente los objetos que están siendo sacados de Jerusalén. -Christopher miró más de cerca.
– Sí, ya lo veo. Está muy bien conservado.
Christopher parecía no entender del todo lo que Decker intentaba señalar.
– Pero ¿no te das cuenta? -dijo Decker-. El Arca de la Alianza no aparece entre los tesoros del relieve.
– ¿Y qué? Lo siento, Decker, no lo cojo.
Decker cayó de repente en la cuenta de que había omitido demasiada información.
– Perdóname. Supongo que debería explicarte unas cuantas cosas, pero la razón de su interés tiene que ver con la Sábana de Turín. Joshua Rosen tenía una teoría fascinante sobre el Arca de la Alianza que explicaría por qué la prueba del carbono 14 reveló que la Sábana sólo tenía unos mil años de antigüedad. -Decker procedió a contarle a Christopher la historia del Arca, tal y como Joshua Rosen se la había contado a Tom Donafin y a él.
– ¿Entonces piensas que la Sábana permaneció dentro del Arca todos esos años? -preguntó Christopher cuando Decker hubo concluido su historia.
– No estoy seguro, pero respondería a algunos de los interrogantes sobre la Sábana. Y sobre ti -añadió Decker.
Mientras hablaban contemplando los relieves del arco, no se percataron de los dos niños que se les habían aproximado por la espalda.
– Scusi, Signor Goodman, potremo avere la sua firma? -preguntó el mayor de los dos.
Decker no entendía qué querían los chicos, y se sorprendió cuando Christopher sacó una pluma del bolsillo de su chaqueta y estampó su firma en unos trocitos de papel que le tendían los niños.
– ¿Autógrafos? -preguntó divertido.
Christopher asintió en respuesta a su pregunta. Habló un momento con los niños en un italiano perfecto, exhibiendo una amplia sonrisa, y estrechó sus manos como si de importantes dignatarios se tratara antes de despedirse de ellos. Los niños se alejaron unos pasos mostrándose sus autógrafos, y a continuación echaron a correr hacia una mujer que Decker intuyó sería la madre, agitando los papeles en el aire como trofeos y gritando «II Principe di Roma!».
Decker se quedó mirando por un momento a Christopher, que parecía algo azorado por el suceso.
– Así que era eso lo que pasaba en el aeropuerto, eres una celebridad local.
Christopher se encogió de hombros.
– No te avergüences. Me parece fenomenal. Debes de estar haciendo una magnífica labor.
– No es por nada que haya hecho yo; lo que pasa es que he ganado mucho crédito gracias a algunos de los programas de Naciones Unidas que hemos ejecutado. Los proyectos populares hacen popular a la administración.
A la mañana siguiente, Decker y Christopher llegaron temprano al despacho de Christopher en el edificio de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación. La hora de llegada de Jack Redmond dependía del estado del tráfico matutino. La sede central de la FAO estaba alojada en un inmenso complejo de edificios que ocupaba más de cuatro manzanas y que se elevaba imponente sobre la arquitectura circundante. La FAO, en Viale delle Terme di Caracalla, empleaba a más de veinticinco mil funcionarios y tenía un presupuesto bienal de dos mil quinientos millones de dólares.
A su llegada al despacho les recibió una atractiva joven italiana.
– Buon giorno, Signor Goodman -saludó.
– Buenos días, Maria -contestó Christopher en inglés-. Te presento a mi buen amigo el señor Decker Hawthorne, jefe de Relaciones Públicas de Naciones Unidas. Decker, te presento a Maria Sabetini.
– Señor Hawthorne es un placer conocerle. El señor Goodman habla de usted a todas horas.
– El placer es mío -contestó Decker-. ¿Es usted familia del presidente Sabetini? -preguntó al reconocer el apellido del presidente italiano.
– María es la hija menor del presidente -contestó Christopher.
– Oh, vaya… Bueno, entonces el placer es aún mayor. -Decker intentó no parecer demasiado sorprendido, pero había hecho el comentario por decir algo y la respuesta le había cogido desprevenido.
– El señor Redmond llegará más tarde -dijo Christopher a María-. Cuando lo haga hazle pasar, por favor.
Cuando Christopher hubo cerrado la puerta del despacho, Decker le espetó:
– ¿Tu secretaria es la hija del presidente de Italia?
Christopher sacudió la cabeza como restándole importancia.
– No es secretaria. Es auxiliar administrativo -dijo-. Ella quería trabajar y yo necesitaba cubrir ese puesto.
– Sí, ya, ¿pero con la hija del presidente?
– Fue idea del subsecretario Milner. -La expresión de Decker pedía una explicación-. El subsecretario Milner estuvo aquí en viaje de negocios poco después de mi nombramiento como director general de la FAO. El presidente y él son viejos amigos. Yo le comenté casualmente que necesitaba un auxiliar administrativo.
– No creo que esto haya empeorado precisamente tu relación con el gobierno italiano -dijo Decker.
– No, mantenemos una relación muy cordial.
El despacho de Christopher era amplio y lujoso. De las paredes colgaban fotografías enmarcadas en las que Christopher aparecía retratado junto a distintos miembros del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas; con numerosos altos funcionarios del gobierno italiano, incluido el primer ministro, el embajador italiano en Naciones Unidas y el presidente de Italia; y con líderes de la Iglesia católica de Roma, entre ellos tres cardenales. Destacaban sobre las demás dos fotografías colgadas una junto a otra. La primera era de Christopher con el secretario general Jon Hansen; en la segunda aparecía Christopher junto a Robert Milner y el Papa.
– Compruebo que has estado muy ocupado -comentó Decker mientras contemplaba las fotografías.
– Si quieres que te diga la verdad, ha sido casi todo obra del subsecretario Milner. Desde que me nombraron director general ha pasado por aquí entre cuatro y cinco veces al año -dijo Christopher. Milner ya había cumplido los noventa, pero parecía no haber envejecido un solo día desde que recibió la transfusión de sangre de Christopher ocho años antes. Es más, parecía rejuvenecido-. No sabía que el subsecretario Milner tuviese tantos negocios en Italia.
– Hmm, tampoco yo -contestó Decker. Estaba convencido de que los frecuentes viajes de Milner no obedecían a una coincidencia. Era obvio que estaba haciendo todo lo que estaba en su mano para que Christopher ganara posiciones entre los más poderosos de Italia. No es que Decker tuviese nada que objetar, al contrario, pero aun así había algo de misterioso en todo aquello. Decker no tuvo tiempo de pensar mucho más en ello. Mientras continuaba mirando las fotos, le llamó la atención el rostro familiar de un hombre muy distinguido con el que Christopher posaba ante el Coliseo.
– ¿Cuándo estuvo aquí David Bragford? -preguntó.
– Oh, ésa es del verano pasado. Vino a Roma con el subsecretario Milner para asistir a una asamblea internacional de banqueros. -En ese instante María anunció la llegada de Jack Redmond.
– ¡Ave, Príncipe de Roma! -exclamó Redmond mientras entraba y escenificaba ante Christopher una exagerada reverencia.
Decker no tenía ni idea de a qué podía obedecer aquel saludo y se lo tomó a broma. Pero enseguida detectó en la mirada de Christopher una ligera irritación que indicaba que había un motivo detrás.
– Está bien, me doy por vencido -dijo Decker-. ¿Se puede saber qué pasa? ¿A qué viene eso del Príncipe de Roma?
– ¿No has visto el último número de Epoca? -le preguntó Jack. Se refería al equivalente italiano de las revistas Time o Newsweek.
– No -contestó Decker mirando de uno a otro a la espera de una explicación.
– Toma -dijo Jack mientras abría el maletín y le entregaba una copia de la revista italiana. Ocupaba la portada una foto muy favorecedora de Christopher y un pie de foto en tipo grueso donde se podía leer «Christopher Goodman, II Trentenne, Principe di Roma».
Decker examinó la foto unos instantes y a continuación pidió que le tradujeran el titular. Christopher se limitó a permanecer en silencio, con una expresión algo azorada, mientras Jack contestaba.
– Dice así, «Christopher Goodman, el Treintañero, Príncipe de Roma».
Decker estaba que no cabía en sí de orgullo. Aunque no sabía ni una palabra de italiano, se puso rápidamente a pasar páginas en busca del artículo que acompañaba a la portada.
– ¿Me vais a contar de qué va todo esto? -preguntó impaciente.
– Parece que nuestro pequeño Christopher se ha hecho todo un nombre por estas tierras -dijo Jack con el marcado acento sureño al que recurría siempre que le tomaba el pelo a algún amigo.
– No significa nada -protestó Christopher-. Es la mejor forma que ha encontrado el editor para insultar al priministro della republica. El primer ministro -añadió a modo de traducción-. Hace meses que se declararon la guerra. Al parecer la redacción de Epoca pensó que sería todo un golpe de efecto elevar mi perfil al tiempo que destruían el del priministro. En el artículo a continuación del mío le llaman necio, inútil e ineficaz.
Decker hojeó la revista hasta el artículo dedicado al primer ministro y se encontró con una fotografía muy desfavorecedora del hombre. Tanto que se llegó a preguntar si no habrían retocado la foto para que ofreciera tan mal aspecto.
– Me parece que el príncipe protesta demasiado -dijo Jack sonriente, tergiversando intencionadamente el verso de Hamlet. [41]
– Sólo digo que todo esto me parece un poco estúpido. Nada más ver el artículo llamé al primer ministro y le aclaré que nadie me había dicho que el artículo fuera a utilizarse de esa manera. Por fortuna, hemos tenido la oportunidad de establecer una relación muy amistosa durante los últimos años, y se lo tomó muy bien. Así que, por favor, ¿podemos ponernos ya a trabajar?
– Está bien, está bien -dijo Jack todavía bromeando-. Me comportaré.
– Espera un momento -interrumpió Decker-. Quiero una copia de la revista y una traducción al inglés.
– De verdad que cuesta ser modesto con vosotros -protestó Christopher.
– Escucha -dijo Jack Redmond asumiendo el rol de asesor político-, deberías estar orgulloso de ese artículo. Es rarísimo que un funcionario de Naciones Unidas obtenga ese tipo de reconocimiento de parte de la prensa, aparte de Hansen. Lo que quiero decir es que después de todo, y no pretendo menospreciar tu trabajo, no eres más que un burócrata. Y por lo general, eso significa trabajar en la sombra sin que nadie jamás se fije en ti, a excepción posiblemente de otros burócratas. Por lo que he visto en esa revista, has hecho un trabajo excelente no sólo como burócrata, sino como representante de Naciones Unidas ante el pueblo italiano. Si sigues jugando tus cartas así de bien, no habrá quien te pare.
Christopher aceptó el cumplido condescendiente. Decker estaba demasiado ocupado sonriendo como para añadir nada más.
– Oh, hablando del pueblo italiano -continuó Jack-, el artículo menciona que eres ciudadano italiano. ¿De quién fue la idea?
Decker estaba seguro de conocer la respuesta.
– Del subsecretario Milner -contestó Christopher-. Es una idea que me sugirió al principio de entrar en la FAO, pensando en que caería muy bien entre el pueblo italiano. Los requisitos necesarios para pedir la nacionalidad se habían ido liberalizando paulatinamente durante los diez años anteriores, de manera que para solicitarla sólo necesitaba haber residido en el país noventa días. Soy ciudadano italiano desde hace casi cinco años, pero se trata de algo meramente simbólico.
Jack Redmond asintió con aprobación.
– Ya te lo decía, no habrá quien te pare.
– Y ahora, por favor, ¿nos ponemos a trabajar de una vez por todas? -rogó Christopher.
– No tan deprisa. Hay otra cosa en el artículo que estoy convencido le va a interesar a Decker. -Christopher se sentó, juntó las manos y miró hacia el techo. Era inútil intentar detener a Jack cuando estaba en racha-. Según el artículo, tú y la hija del presidente italiano mantenéis una relación seria y se rumorea que podrías estar pensando en casaros.
– ¿Cómo? -dijo Decker sorprendido-. ¿Tú y María?
– ¡No! -se apresuró en contestar Christopher-. Hablan de su hija mayor, Tina.
– Un momento -interrumpió Jack-, ¿quién es María?
– ¡Nadie! -le espetó Christopher antes de que Decker pudiera contestar y ofreciera a Jack algo más de material con el que especular-. Mira, no son más que especulaciones. Tina y yo sólo somos amigos. Yo necesitaba una acompañante con la que acudir a varios actos políticos, así que fuimos juntos. Eso es todo.
Les llevó bastante tiempo, pero el tema derivó por fin en las cuotas agrícolas. La reunión se prolongó hasta avanzada la noche y hubo que continuar con ella durante el vuelo a Pakistán, donde se reunieron con el secretario general Hansen y su comitiva.
<a l:href="#_ftnref39">[39]</a> La nueva estructura no permitía a los miembros temporales introducir, secundar o votar mociones en el Consejo de Seguridad. Dichos privilegios estaban reservados a los diez miembros permanentes (uno por cada una de las diez áreas regionales mundiales).
<a l:href="#_ftnref39">[40]</a> La Organización Mundial de la Paz se creó en el seno de la nueva estructura de Naciones Unidas a fin de consolidar la Fuerza de las Naciones Unidas de Observación de la Separación, la Fuerza Provisional de las Naciones Unidas en el Líbano, el grupo de Observadores Militares de las Naciones Unidas en India y Pakistán y el resto de fuerzas de paz terrestres, aéreas y navales de Naciones Unidas.
<a l:href="#_ftnref41">[41]</a> Acto III, escena 2.