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Siete años después. Nueva York, Nueva York
Decker sacudió la lluvia del paraguas, se desabrochó el impermeable y pasó junto al guarda de la ONU de camino a los ascensores principales.
– Buenos días, señor Hawthorne -le saludó el guarda-. Y ¡feliz cumpleaños!
Decker se demoró el tiempo suficiente para sonreír y asentir.
– Gracias, Charlie -respondió.
«¿Cómo se puede acordar?», se preguntó Decker mientras entraba en el ascensor y pulsaba el botón de la planta treinta y ocho. Una vez en la planta superior del edificio de la Secretaría de Naciones Unidas, se dirigió a su despacho, tres puertas más allá del despacho del secretario general Jon Hansen. Desde su despacho se dominaban el East River y el barrio de Queens, pero hoy apenas podía distinguirlos entre la fuerte lluvia que golpeaba contra la ventana.
Decker repasó los avisos que tenía sobre la mesa para decidir con qué empezar la mañana. En la aseada pila de papeles desorganizados había dos fotografías. La suya con Elizabeth, Hope y Louisa había sido tomada en el breve periodo entre su huida del Líbano y el Desastre; la segunda era de hacía dos años y en ella salía Christopher el día de su graduación del máster sobre Paz en Costa Rica que había hecho en la Universidad de Naciones Unidas.
Aparte de cumplir cincuenta y ocho años, el día en la ONU se presentaba como de costumbre, lo que era de agradecer. Como jefe de relaciones públicas del secretario general Jon Hansen, Decker había participado personalmente en los preparativos y la ejecución a escala mundial de la celebración del día de Naciones Unidas tres días antes, y agradecía la vuelta a la normalidad. La celebración de la fundación de Naciones Unidas había sido todo un éxito, con fiestas en casi doscientos de los doscientos treinta y cinco países miembros. El secretario general Hansen había querido dar una gran relevancia a la ocasión. Las celebraciones debían ser mejores y mayores cada año para que la ONU y sus programas gozaran de mayor respaldo y aceptación populares. En algunos países, la celebración del Día de Naciones Unidas había llegado a desbancar incluso al Día de la Fiesta Nacional. Y había un puñado de países que hubiesen estado dispuestos a pasar sin la fiesta nacional si no fuera porque ello suponía dejar a los funcionarios sin un día de fiesta.
Desde un punto de vista relativo, el mundo estaba en paz, y Decker intentaba de momento recuperarse del enorme esfuerzo que había supuesto coordinar las celebraciones en más de una docena de franjas horarias diferentes.
Veinte minutos más tarde, Decker le hizo saber por fin a su secretaria Mary Polk que había llegado.
– Señor Hawthorne -dijo Mary sorprendida-, pero si no le he visto llegar, ¿ha olvidado la reunión de esta mañana con el secretario general?
– ¿Qué reunión? -preguntó Decker.
– En la agenda tiene programada para esta mañana una reunión con el secretario general. Tendría que haber empezado hace quince minutos. Jackie ya ha llamado dos veces preguntando por usted.
– ¡Oh, no! ¿Y por qué no ha comprobado si estaba en mi despacho? -Decker no esperó a que respondiera-: Llame a Jackie y dígale que voy para allá. -El despacho del secretario general estaba a unos veintisiete metros de allí, así que Decker traspasó la puerta segundos después de que Mary hubiese hablado con Jackie por teléfono.
– Te esperan en la sala de juntas -dijo Jackie mientras Decker alteraba su ruta hacia la sala aneja y abría la puerta.
– ¡Sorpresa! -gritaron de repente al unísono unas tres docenas de personas.
En el centro del grupo estaban el secretario general y la señora Hansen. Los dos parecían disfrutar mucho con el gesto de sorpresa de Decker. Lo lógico hubiese sido soltar una carcajada, pero Decker no pudo sino emitir un gemido de dolor y sacudir la cabeza con incredulidad. Luego consiguió que en su rostro se dibujase una sonrisa de agradecimiento. A su espalda, Mary Polk entró en la sala para unirse a la fiesta.
– Ya hablaremos luego -dijo Decker a su secretaria tan pronto la hubo visto.
– Ella no tiene culpa de nada -interrumpió Hansen-. Se ha limitado a cumplir mis órdenes.
– Pero bueno, ¿es que no sabíais que las fiestas sorpresa de cumpleaños se dan por la tarde? -preguntó Decker.
– Si hubiésemos esperado tanto, ya no habría sido una sorpresa -dijo Jackie con una carcajada.
Sobre la mesa, a modo de tarta, había una apretada pila de varias docenas de bollitos, con aproximadamente la mitad de las velas que le tocaba soplar.
– Estáis locos -dijo Decker.
– ¿Cómo dices? -preguntó Hansen con fingida ofensa.
– Están ustedes locos, señor.
– Eso está mejor -bromeó Hansen.
Pero todavía había una última sorpresa para Decker. En un rincón de la sala le esperaba un invitado que hasta entonces había permanecido oculto tras el resto.
– ¡Christopher! -dijo Decker-. Pero ¿qué demonios haces aquí?
– No creerías que iba a perderme tu cumpleaños, ¿no? -contestó Christopher, que ya había cumplido los veintidós.
– Pero se supone que tendrías que estar haciendo un crucero alrededor del mundo.
– Decidí hacer la mitad ahora y la mitad más adelante -dijo Christopher-. Así que me cogí un vuelo de vuelta.
– Bueno, ¿va a soplar las velas o no? -preguntó Mary Polk.
Decker sopló las velas y todos se lanzaron a degustar los bollos y el café. Como ocurría en casi todas las fiestas de la oficina, unos pocos se quedaban lo necesario para hacer acto de presencia, y otros lo suficiente para repetir y llevarse un par de bollos de vuelta al despacho. El resto se quedaba contando chistes o formaba pequeños grupos para hablar de trabajo. Decker se colocó cerca de la puerta para poder agradecer a todos su presencia. Christopher circulaba entre los asesores, participando con algún chiste y, cuando se le pedía, ofreciendo su opinión sobre el tema de conversación que en ese momento ocupaba al grupo que visitaba. Decker observaba complacido lo bien que Christopher había caído entre sus colegas, y la facilidad con que éste se manejaba entre aquella gente.
A la fiesta se habían acercado tres miembros del Consejo de Seguridad, el embajador Lee Yun-Mai de China, el embajador Friedreich Heineman de Alemania, en representación de Europa, y Yuri Kruszkegin, antiguo embajador de la Federación Rusa y ahora embajador de la república independiente de Khakassia, en representación del Norte de Asia. Se habían agrupado a un lado de la sala y discutían una reciente votación sobre las fronteras comerciales. Christopher parecía sentirse tan a gusto con ellos como lo había estado antes con el personal administrativo.
Cuando la sala empezó por fin a vaciarse, el secretario general Hansen se acercó a hablar con Decker.
– Decker, quiero agradecerte una vez más la impresionante labor que has hecho este año para las celebraciones del Día de Naciones Unidas -dijo Hansen mientras le daba una palmadita en la espalda.
– Gracias por el reconocimiento, señor.
– Creo que te mereces un buen descanso, así que le he dicho a Jackie que te apunte los siguientes cuatro o cinco días de vacaciones. Estoy convencido de que tu gente podrá mantener el mundo funcionando en tu ausencia.
Aunque inesperada, la oferta era tan de agradecer como la fiesta de cumpleaños.
– Le tomo la palabra, señor -dijo Decker complacido-. Me gustaría dedicarle algo de tiempo a Christopher.
– Es toda una joya lo que tienes -dijo Hansen levantando la taza de café en dirección a Christopher.
– Lo sé, señor -dijo Decker con orgullo paternal.
– Otro que piensa lo mismo es Bob Milner. Me envió una carta, muy favorable, por cierto, recomendando a Christopher para ocupar un puesto en el ECOSOC -dijo Hansen refiriéndose al Consejo Económico y Social de Naciones Unidas.
– Sí, señor. El ex subsecretario está apoyando mucho a Christopher en su carrera. Incluso viajó a Costa Rica el mes pasado para asistir a la ceremonia de graduación del programa de doctorado de la Universidad de Naciones Unidas. -Decker había hecho el comentario más que nada para presumir de Christopher. Disfrutaba contando a todo el que le preguntaba que Christopher se había graduado con el número uno de su clase, sacándose a la vez el doctorado en Ciencias Políticas y un segundo máster en Gestión Agrícola Mundial. En aquel momento tendría que haber estado disfrutando de unas merecidas vacaciones haciendo un crucero alrededor del mundo antes de ocupar el puesto para el que Milner le había recomendado en el ECOSOC.
– Bueno, con amigos como Bob Milner llegará lejos -dijo Hansen.
– ¿Ha sabido algo del subsecretario últimamente, señor? -preguntó Decker-. Me contaban el otro día que no se encuentra del todo bien.
– Jackie me ha contado que ingresó en el hospital hace tres noches debido a un problema de corazón y que todavía sigue en observación.
– He estado tan ocupado que ni siquiera me había enterado -dijo Decker sorprendido y preocupado a la vez.
– Bueno, ya sabes, tiene ochenta y dos años -dijo Hansen.
– Tampoco es tan mayor -dijo Decker pensando en el año que acababa de sumar a su propia edad.
Hansen se echó a reír.
– Creo que Christopher está mejor informado que yo sobre el estado del subsecretario Milner. Tengo entendido que le ha visitado esta mañana en el hospital antes de venir a la fiesta.
– Oh, ya veo -dijo Decker algo sorprendido, pero comprendiendo por fin por qué Christopher había acortado tan de repente su viaje.
Al disolverse la fiesta, Decker regresó al despacho para dejar todo bien atado y despejar la agenda. Eran casi las doce del mediodía cuando estuvo listo para irse.
– ¿Dónde te apetece comer? -dijo Christopher-. Invito yo.
– En ese caso, hay un puesto de perritos calientes abajo -bromeó Decker recogiendo unos cuantos papeles y embutiéndolos en la cartera.
– Creo que puedo permitirme algo un poco mejor -contestó Christopher.
Al final se decidieron por el Palm Too, un bonito restaurante de precios razonables situado en la Segunda Avenida, cerca de Naciones Unidas.
– Bueno -empezó Decker una vez se hubo ido el camarero con la comanda-, ¿preparado para llevar a la práctica todos tus estudios en el ECOSOC?
– Listo y ansioso por empezar -contestó Christopher-. Se supone que no he de incorporarme hasta dentro de dos semanas, pero podría dedicar algo de tiempo a consultar los archivos y ponerme al día.
Decker habría elogiado este entusiasmo de haberse tratado de otra persona, pero había aprendido a esperar cosas así de Christopher.
– La semana pasada hablé con Louis Colleta -dijo refiriéndose al presidente del ECOSOC-. Me preguntó por ti y me dijo que le entusiasmaba la idea de que te incorporases a su equipo. Hasta tres veces me dijo lo mucho que le satisfacía poder contratar a alguien de tu valía. Si le llamas y le dices que estás disponible, estoy seguro de que te pedirá que empieces ya.
– Me alegra oír eso. Igual de contento estoy yo de haber conseguido el empleo.
– Presentarte a ese puesto ha sido una sabia decisión. Uno de los principales objetivos del programa de centralización que quiere llevar a cabo el secretario general Hansen en su mandato es, precisamente, impulsar el papel que desempeña el ECOSOC. -Decker golpeó con un dedo en la mesa para dar mayor efecto a sus palabras-: El creciente papel de la ONU va a elevar el protagonismo del ECOSOC al corazón mismo de la política internacional.
– Cuando uno piensa en el desarrollo propiciado por el secretario general Hansen en los últimos siete años y en el espíritu de cooperación que inspira tanto entre los miembros del Consejo de Seguridad como entre otros países miembros, cuesta imaginar cómo podríamos sobrevivir sin él si algún día se retirase -dijo Christopher.
– Bueno, por eso no creo que tengas que preocuparte. No es de los que dejan escapar la oportunidad de trabajar para mejorar el mundo. Además, entre tú y yo, creo que le divierte demasiado como para retirarse. -Christopher sonrió-: Pero tienes razón, no sé qué haríamos sin él. Mucho de lo que ha conseguido se lo debe a su popularidad. Peter Fantham le llama en un artículo del Times el «George Washington de las Naciones Unidas» y estoy totalmente de acuerdo con él.
Decker hizo una pausa y dio un bocado al sándwich.
– Hacemos encuestas con regularidad en las que sondeamos la opinión del público sobre políticas ya en marcha o que podrían aplicarse en el futuro, y también realizamos sondeos de popularidad sobre las distintas agencias y altos funcionarios de la ONU. La del secretario Hansen no deja de subir en las diez regiones. El mes pasado alcanzó un índice de popularidad del setenta y ocho por ciento en todo el mundo. Por supuesto que siempre hay que contar con los que se oponen a todo lo que hagan Hansen o la ONU, pero no son más que un puñado de fanáticos religiosos. Creen que es el Anticristo o algo parecido, y que el gobierno mundial es maligno por naturaleza.
– Sí, ya, pero bueno, de ésos habrá siempre -contestó Christopher-. Pero ¡un setenta y ocho por ciento de popularidad! ¡Es increíble!
– Y que lo digas -continuó Decker-. Por desgracia, el punto débil del mandato de Hansen es que depende demasiado del propio Hansen. -Decker miró a su alrededor para asegurarse de que nadie le escuchaba y luego, por precaución, se inclinó sobre la mesa para acercarse a Christopher y susurró-: Hay miembros del Consejo de Seguridad que se tirarían al cuello del otro si no hubiera nadie para contenerlos. -El dato era bien conocido por todo el mundo, pero la afirmación en boca de un hombre con la posición de Decker en la ONU hubiese resultado bastante embarazosa-: Pero Hansen ha sabido aprovechar su encanto y su destreza personales para unir al Consejo, ayudando a los miembros a superar las diferencias y poniéndolos a trabajar como un todo para el bien común. Cuanto más le observo, más convencido estoy de que nació para vivir este momento de la historia. Siento escalofríos sólo de pensar lo que serían las reuniones del Consejo de Seguridad sin él.
»Ya sabes con cuánta frecuencia me ha sorprendido la capacidad que tiene el hombre de adaptarse a cada situación. Supongo que es la razón de que nuestra especie haya sobrevivido durante tanto tiempo. Sin embargo, adolecemos de esa obsesión casi enfermiza en creer que las cosas no van a cambiar jamás. Puede que sea porque somos optimistas por naturaleza. Nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo en paz, pero no hay nada que garantice que las cosas permanecerán así para siempre. Roma cayó y también puede hacerlo algún día la ONU. Mi temor es que no duremos tanto como Roma. Mientras Jon Hansen lleve las riendas, el mundo seguirá en paz, de eso estoy convencido. Lamentablemente, no hay una estructura para la sucesión. La Carta de Naciones Unidas establece el método de elección de un nuevo secretario general, pero ¿cómo se encuentra un líder de la talla de Hansen?
Decker y Christopher permanecieron en silencio durante un rato. Ambos sabían que no había más que añadir al asunto y que para cambiar de tema lo mejor era no decir nada y dar unos bocados al almuerzo.
– Bueno -dijo Decker por fin-, la última vez que hablamos por teléfono me dijiste que tenías algo que contarme. Algo relacionado con tus sueños.
– Ah, sí. Son unas clases a las que me apunté durante los dos últimos trimestres. Me las recomendó el subsecretario Milner.
Decker, que hasta ahora había hablado más que comido, aprovechó que era Christopher quien hablaba para empezar a dar cuenta del almuerzo.
– La primera clase era sobre el pensamiento de la Nueva Era y las religiones orientales como el budismo, el taoísmo y el sintoísmo. El subsecretario Milner era uno de los encargados de preparar el contenido de las clases.
– Creía que Milner era católico -dijo Decker.
– Lo es. Ésa es una de las cosas más interesantes de las religiones orientales, no exigen exclusividad. Puedes ser católico, protestante, judío, musulmán, hindú o de cualquier otra religión, no importa. Creen que hay muchos caminos para llegar a Dios y que es un error sugerir que sólo existe un camino hacia él. El subsecretario Milner contó que el primero que le habló en detalle de las religiones orientales fue el secretario general U-Thant. Bueno, el caso es que la otra clase trataba de temas como los estados de conciencia alterados, la canalización y la proyección astral.
– Sí, sé que todo eso está muy de moda. Hay muchos adeptos al movimiento Nueva Era en Naciones Unidas. No es que quiera criticar, pero la verdad es que me suena todo bastante estrambótico.
– Ya -contestó Christopher-, lo mismo pensaba yo al principio. Las clases no es que profundizaran mucho, pero aprendí un montón. Aunque hay cosas que todavía me parecen un poco absurdas, creo que es posible que tengan razón en algunas otras. Leí un poco acerca del movimiento Nueva Era hace ocho o nueve años, cuando me enteré de cuál era mi origen. ¿Recuerdas que cuando le hablé al tío Harry sobre el sueño de la crucifixión me hizo leer algunos extractos de la Biblia para ver si con eso refrescaba la memoria?
– Sí, claro -contestó Decker.
– Pues bueno, no me limité a leer lo que el tío Harry me dijo. Me leí la Biblia entera, desde el Génesis al Apocalipsis. Luego sentí un gran interés por saber lo que decían otras religiones. Así que me leí el Corán, el Libro de Mormon, Dianética, Ciencia y Salud con clave a las Escrituras, y como una docena más de libros religiosos. Después de haberme criado junto al tío Harry creo que me sorprendió descubrir que mucho de lo que decían aquellos libros tenía más que sentido. Había libros que hablaban de cosas como el karma y la reencarnación, la meditación y las proyecciones astrales.
– ¿Proyecciones astrales? -preguntó Decker-. Ya las has mencionado antes, ¿qué son exactamente?
– Verás, como casi todo en las religiones orientales, resulta muy sencillo si te paras a pensar en ello. Casi todas las religiones hablan de que el hombre está compuesto de cuerpo y espíritu. La proyección astral es un proceso que se emplea durante la meditación y que supuestamente permite al sujeto viajar en forma de energía espiritual a otros lugares mientras el cuerpo permanece en el mismo lugar.
– Ah, sí. Ya he oído hablar de eso; Jackie me contó algo sobre ello hará unos meses. Pero eso no son más que tonterías -dijo Decker, dispuesto a dar por zanjado el tema.
– A lo mejor no -dijo Christopher. Su expresión decía que allí no quedaba la cosa.
– ¿Lo has intentado? -preguntó Decker, consciente de que Christopher no era de los que se creen algo tan absurdo sin haberlo sometido antes a su escrutinio.
– Sí -contestó Christopher-. La primera vez, hace ocho años.
La revelación cogió a Decker totalmente de sorpresa.
– No me lo habías contado nunca.
– Bueno, como dices, sonaba bastante absurdo, sobre todo antes de apuntarme a esas clases.
– Y ¿adónde viajaste en tu proyección astral? -preguntó Decker incrédulo.
– Al Líbano -contestó Christopher.
Decker posó los cubiertos y se quedó mirando fijamente a Christopher, dudando si hablaba en serio. Pero al parecer sí lo hacía. Por fin se decidió a romper el silencio.
– Christopher la noche antes del Desastre estuvieron en casa tus tíos Martha y Harry. Martha le contó a Elizabeth que antes de mi huida tú ya sabías que volvería pronto a casa. ¿Recuerdas habérselo contado?
– Sí, señor.
– ¿Cómo lo sabías?
– Yo estuve en el Líbano contigo. Fui yo quien te desató.
Decker tragó saliva.
Tras una pausa, Christopher continuó.
– Como decía, además de la Biblia me leí una docena más de otros libros religiosos, incluidos algunos que trataban sobre las proyecciones astrales. Como me pareció un tema interesante, leí todo lo que encontré sobre el asunto. Y luego lo intenté. Para mi sorpresa, era muy fácil. Al principio sólo viajé a sitios que conocía, luego empecé a aventurarme más lejos. Intenté llegar hasta ti en varias ocasiones, pero incluso después de encontrarte, no me veías. Fue entonces cuando intenté aparecerme en uno de tus sueños. ¿Recuerdas el sueño?
Decker consiguió por fin articular palabra.
– Sí. Pero hasta ahora siempre había pensado que no había sido más que eso, un sueño. Nunca se lo he contado a nadie, sólo a Tom Donafin, justo después de escapar, y a Elizabeth. Por lo que decía tu tía Martha, pensé que a lo mejor habías tenido una premonición o algo parecido sobre nuestra huida, pero jamás imaginé algo así. ¿Por qué no me lo habías contado?
Una expresión de alivio iluminó el rostro de Christopher.
– Pues lo cierto es que ni siquiera yo estaba seguro de lo que había ocurrido hasta ahora. Se parecía tanto a un sueño que había llegado a pensar que no había sido más que fruto de mi imaginación. ¿Por qué no me lo mencionaste tú a mí?
Decker se encogió de hombros.
– Era demasiado inverosímil.
Decker y Christopher se quedaron mirando el uno al otro durante un momento.
– Es mucho lo que te debo, entonces -dijo Decker.
– No tanto como yo a ti por haberme acogido cuando no tenía otro lugar adonde ir.
– Si no llega a ser por ti, es más que probable que hubiese muerto en el Líbano.
– Nos debemos mucho el uno al otro. Tú has sido como un padre para mí.
– Y tú un hijo para mí. -A Decker empezaba a temblarle la voz, así que respiró hondo y dio un sorbo a su bebida antes de retomar el tema que les ocupaba-: Y ¿qué?, ¿has practicado alguna proyección astral más?
– No. Posiblemente le saqué más partido del debido, pero tenía también algo de extraño y de aterrador. Cada vez que hacía un viaje tenía la sensación de que algo más estaba sucediendo que escapaba a mi percepción.
– ¿Qué quieres decir?
– Verás, era como si… -Christopher se debatía por encontrar las palabras adecuadas-. Te pondré un ejemplo. Imagina que paseas por una tranquila pradera. A tu alrededor, hasta donde alcanza la vista, todo está totalmente en calma. Y sin embargo, sin verlo ni oírlo, sabes que en algún lugar justo fuera de tu campo de visión, tal vez al otro lado de la siguiente loma, tiene lugar una tremenda batalla. Es la mejor forma que tengo de explicarlo, aunque había una diferencia. No sé cómo, pero en todo momento supe que yo era el objeto de la batalla, y cada vez que realizaba un viaje astral, aun cuando no pudiese verla ni oírla, tenía la sensación de que la batalla estaba más cerca y se había recrudecido. Era como si alguien o algo intentara alcanzarme, atraparme, y alguien o algo intentara evitarlo. El viaje al Líbano fue el último, no lo he vuelto a intentar desde entonces.
»Sin dar detalles -continuó Christopher-, le pregunté a mi profesora de la universidad si tenía noticia de algún caso en el que la persona que había realizado el viaje astral hubiese tenido miedo u otros sentimientos negativos, pero me dijo que en todos los casos conocidos la experiencia había sido siempre positiva. -Christopher se encogió de hombros mientras Decker sacudía la cabeza sin saber qué sacar de todo aquello.
– Pero deja que te cuente qué más cosas he descubierto en estos cursos -dijo Christopher-. Creo que he podido juntar algunas piezas más de mi pasado. En una de las clases nos enseñaron a practicar un tipo de meditación que te sume en un estado de ensoñación al tiempo que permaneces totalmente consciente, lo que permite controlar y registrar todos los detalles del sueño. Puesto que la mayoría de los recuerdos que tengo de mi vida como Jesús los he soñado, intenté servirme de este tipo de meditación para obtener más información.
– ¿Y qué has descubierto?
– Recuerdo como de niño trabajaba en la carpintería de mi padre y lo duro que era, y recuerdo haber jugado con los otros niños. Una cosa muy curiosa es que he tenido varios sueños en los que aparecían indios.
Decker tardó un poco en reaccionar.
– ¡¿Indios?! -exclamó-. Pero ¿cómo? ¿Indios como Toro Sentado, Cochise y Jerónimo?
– ¡No, no! Indios de verdad, de los de Oriente. Indios de la India.
– ¡Ah! -dijo Decker riéndose del malentendido-. Pero bueno, tampoco es que eso aclare demasiado las cosas. La Biblia no habla en ningún momento de que Jesús viajara a la India, ¿no?
– No, la Biblia no, pero hay otros textos de los que se puede inferir que sí que lo hizo. En Montana, la Iglesia Universal y Triunfante enseña que Jesús estudió con un gurú indio. A decir verdad, a veces me cuesta discernir entre los recuerdos basados en hechos reales y aquellos que son meros productos de mi imaginación. Lo que recuerdo, o parece que recuerdo, son escenas de la vida cotidiana en una aldea india y de un indio en particular que debió de ser mi profesor o líder espiritual. En el sueño soy muy joven y estoy sentado en una alfombrilla escuchando sus palabras, aunque no he conseguido dar sentido a lo que me dice.
– Y ¿no hay nada más que recuerdes, sobre todo de los sucesos que narra la Biblia, que ocurriera de manera diferente a como en ella se describe?
– No, la mayoría de los recuerdos son experiencias personales -contestó Christopher apesadumbrado.
– ¿Hasta dónde alcanzan tus recuerdos? -preguntó Decker-. ¿Recuerdas algo de… Dios? -Decker pronunció la pregunta con cautela y reverencia.
– Lo siento, pero no -contestó Christopher-. Ojalá lo hiciese. Por lo general puedo recordar los sueños mientras medito, y hay varios en los que sí que creo que hay una presencia divina, pero cada vez que despierto e intento recordar, no lo consigo. Sé que son sueños muy raros, en los que siento a la vez respeto y mucho temor.
– Y en tu sueño -insistió Decker-, ¿tenías la sensación de estar en el cielo? -Hablar del cielo recordó a Decker las insólitas circunstancias a las que debían la conversación y una vez más miró a su alrededor para cerciorarse de que nadie les oía.
– No lo sé -contestó Christopher-. Desde luego que no tenía nada que ver con el cielo del que hablaba la tía Martha. Supongo que podría tratarse del planeta del que el tío Harry pensaba que yo procedía. He intentado recordar una y otra vez, pero no consigo evocar de ese mundo más que sombras. Es como contener agua hirviendo en las manos. A lo mejor empiezo a recordar algo que por un momento resulta real y sólido, pero en el instante mismo en que intento hacerme con el recuerdo desaparece. Sí que recuerdo ver algunas luces, cuerpos fosforescentes, a veces con forma humana, a veces sin forma alguna. -La expresión de Decker pedía más-: Ángeles, tal vez -añadió Christopher con una risita incómoda-. Y luego hay otra cosa más, una voz. No recuerdo lo que decía; sólo recuerdo la voz, su sonido. Algo en ella me resultó extrañamente familiar, pero no sabría explicar por qué o en qué manera. Lo que más me intriga es que creo que ya he oído esa voz antes, hace poco, en los últimos años.
Los ojos de Decker se abrieron de par en par.
– ¿Y recuerdas…? -La expresión de sorpresa en el rostro de Christopher hizo que se detuviera en seco-: ¿Qué pasa?
– ¡Ya sé dónde había escuchado esa voz! -Christopher se quedó callado, como analizando mentalmente la nueva información.
– ¿Dónde? -le urgió Decker.
– ¿Recuerdas el sueño de la caja de madera que tuve la noche en que los misiles estallaron sobre Rusia? -Decker asintió-. En el sueño escuchaba una voz que decía «¡contemplad la mano de Dios!», seguida de una carcajada fría e inhumana. Ésa era la parte más aterradora del sueño.
– Sí, lo recuerdo.
– Pues eso es lo que hacía que la voz que escuchaba durante la meditación me sonase familiar y extraña al mismo tiempo. La voz y la carcajada son una. Pertenecen a la misma persona o ser o lo que sea. Estoy seguro.
Decker aguardó mientras Christopher recapacitaba en silencio.
– Lo siento -dijo por fin-, es todo lo que recuerdo.
– Y ¿tienes idea de lo que puede significar? -preguntó Decker.
Christopher frunció el entrecejo y negó con la cabeza.
Decker esperó un poco por si a Christopher se le ocurría algo más, pero no.
– Bueno -concluyó Decker con una sonrisa-, no hay duda de que contigo la vida resulta de lo más interesante. -Iba a llevarse un bocado a la boca cuando de repente le asaltó una idea-: Esto, Christopher -empezó sin saber muy bien qué forma dar a su pregunta-, esas clases y esa meditación, ¿te han dado alguna pista sobre por qué estás aquí? ¿Si estás aquí por algún motivo en concreto o algo así, o si tienes una misión?
Decker hablaba completamente en serio, pero por primera vez en el transcurso de aquella conversación Christopher soltó una carcajada.
– ¿De qué te ríes? -preguntó Decker sorprendido ante aquella reacción.
– En el fondo siempre he esperado que fueses tú el que un día respondiera a esa pregunta -contestó Christopher. Decker le miró desconcertado. -Después de todo, lo de la clonación no fue idea mía.
Tampoco lo había sido de Decker, pero en ausencia del profesor Goodman, Decker sintió de repente sobre sí el peso de una responsabilidad que nunca había considerado como propia.
Christopher se encargó de romper aquella pausa breve y difícil.
– Sólo intento acomodarme a una situación de lo más extraña -dijo-. También podría preguntarte si conoces la razón por la que estás aquí. Ninguno hemos elegido estarlo. Estamos aquí, eso es todo. -Christopher volvió a hacer una pausa-. He ahí la gran diferencia entre yo y el original. Al parecer, él sí que tuvo elección a la hora de venir a este planeta. Yo no. Y esa falta de elección es la que, después de todo, me hace más humano. -El tono de Christopher revelaba un cierto anhelo, el anhelo sincero a ser igual que los demás.
– No soy del todo humano, lo sé -continuó-. Nunca estoy enfermo y mis lesiones se curan rápidamente. Pero siento lo mismo que los demás. Puedo herir a otros como los demás. Sangro como los demás. Y también puedo morir. -Christopher hizo una pausa-. O eso creo. -Hizo otra pausa. Decker no quiso interrumpir. -Si fuese a morir, no estoy seguro de lo que ocurriría. ¿Resucitaría como Jesús? No lo sé. ¿Qué fue lo que resucitó a Jesús? ¿Acaso era algo propio de su naturaleza? ¿De mi naturaleza? ¿O acaso se debió a la intervención de Dios? No lo sé.
Decker había sido testigo de la humanidad de Christopher incontables veces. En su dolor por la pérdida de sus tíos adoptivos, en la compasión que mostrara hacia él tras la muerte de Elizabeth, Hope y Louisa, en su ansia por dedicar su vida y su profesión a ayudar a los menos afortunados, y en el interés que había mostrado por el bienestar de su amigo y mentor, el subsecretario Milner. Y ahora estaba esta nueva muestra de humanidad, una que Decker no había visto jamás en Christopher y que no era otra que la de sentirse perdido y solo en una vida y en un mundo no elegidos por él.
– No creo que esté aquí por una razón en particular -concluyó Christopher-, excepto tal vez para dar lo mejor de mí mismo, como todos los demás.
Christopher se acordó entonces de Milner, casi como si el pensamiento de Decker le hubiese lanzado en aquella dirección.
– Estoy muy preocupado por él -dijo.
Decker supo al instante de quién hablaba Christopher. Hubiese preferido seguir hablando sobre los sueños y los recuerdos del muchacho, pero era un tema al que siempre podían volver. Ahora Christopher volvía a exhibir la humanidad sobre la que Decker había estado meditando. No había duda de que estaba más preocupado por la salud de Milner que por su propia situación.
– Cuando fui a verle al hospital me recibió pletórico -continuó Christopher-, pero creo que está mucho peor de lo que simula. Pregunté a los médicos, pero me dijeron que tenían prohibido referirse al caso, salvo para decir que la operación había ido bien.
– Es la política habitual -dijo Decker-, eso no debería preocuparte. Lo mismo les pido yo a los médicos del secretario general Hansen. No hacen comentarios a la prensa ni a nadie sin mi consentimiento.
– Ya lo sé -dijo Christopher algo molesto-. Es que tengo una extraña sensación. Nunca le había visto así. Sé que se hace mayor, pero siempre ha sido muy fuerte. Sencillamente, no esperaba encontrármelo tan pálido y falto de aliento. Ojalá hubieses estado allí conmigo.
– Mira, si con ello te quedas más tranquilo, podemos pasarnos por el hospital de camino a casa. -Decker se dio cuenta de que estaba dando demasiado por sentado y preguntó-: ¿Vas a dormir en el apartamento?
– Sí, si te viene bien, claro está.
– Por supuesto que me viene bien. Tu habitación está tal como la dejaste.
Decker y Christopher se dirigieron directamente a la habitación de Milner nada más llegar al hospital. Cuando subían en el ascensor, una expresión de extremada turbación nubló el rostro de Christopher.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Decker.
Christopher sacudió la cabeza como intentando despertar de un hechizo que le hubiese aturdido momentáneamente.
– Es esa sensación otra vez; esa de la que te hablaba antes en la que siento como si se estuviese librando una batalla muy cerca de mí. Puede que sea por haberte hablado de ella, pero de repente he vuelto a sentir lo mismo. -La conversación concluyó de golpe cuando el ascensor se detuvo en la planta a la que se dirigían y las puertas se abrieron para revelar una escena del todo insólita. Por el pasillo una riada de gente, en su mayoría ancianos, aunque también algún que otro joven, avanzaba tan deprisa como les permitían sus piernas o sus sillas de ruedas, que en el caso de algunos no era ni mucho menos rápido. No huían. Más bien parecían dirigirse a un lugar en concreto.
– ¿Le has visto? -le preguntaba una enfermera a otra en el control de enfermería mientras un tropel de gente pasaba ante ellas a pie, sobre ruedas o a la carrera.
– Sólo una pizca -contestó la otra-. Hay un montón de gente que se ha agolpado a la puerta para verle.
Decker y Christopher avanzaron por el corredor entre la riada de gente y no pudieron evitar que les contagiase el entusiasmo.
– Me pregunto qué estará pasando -dijo Christopher.
– Es como si alguien estuviese regalando dinero y la gente quisiera llegar antes de que se acabe -sugirió Decker.
Cuando giraron por el siguiente pasillo descubrieron que el alboroto se concentraba en una habitación situada al final del corredor. Delante de la puerta se agolpaban unas cuarenta personas, la mayoría con uniforme de hospital, celadores, enfermeras, todos intentaban asomarse a la puerta.
– Es la habitación del subsecretario Milner -dijo Christopher. Aceleraron el paso e intentaron avanzar entre el gentío, pero no tardaron en ser engullidos por la riada. Nada más incorporarse, una corpulenta enfermera que guiaba a cuatro ancianos hacia la riada los empujó y Decker y Christopher se vieron arrastrados por la marea de gente. Podrían haberse plantado y el resto habría intentado rodearles, pero optaron por refugiarse en una habitación vacía mientras la masa pasaba de largo como una estampida de ganado.
– ¿Qué pasa? -preguntó Decker incrédulo. Pero el único que le oyó fue Christopher, que estaba tan extrañado como él.
– ¿Le habrá pasado algo al subsecretario Milner? -preguntó Christopher.
– ¡Qué va! -contestó Decker despreocupadamente-. ¿No has visto a esa gente? No tenían pinta de ir a un funeral. Es más, por la expresión de sus caras, yo me inclinaría a pensar que Milner ha tenido un bebé.
Christopher sonrió. Al poco pasaron los últimos rezagados, seguidos de cerca por la enfermera corpulenta y sus ayudantes. Desde donde estaban no tenían más que salvar el guarda de la puerta, una tarea sencilla para alguien de la experiencia y con las credenciales de Decker. Al abrirse la puerta de Milner vieron a dos médicos muy próximos a la cama, sobre la que se inclinaban como si estuviesen examinando al paciente. Cuando se acercaron, comprobaron que la cama estaba vacía y que los médicos consultaban la historia clínica.
– ¿Dónde está el subsecretario Milner? -preguntó Christopher ansioso.
Los médicos les ignoraron durante un instante; luego uno de ellos llamó al guarda y le pidió que acompañara a los intrusos fuera de la habitación.
– Déjelo -dijo el segundo médico al reconocer a Christopher del día antes.
– ¿Dónde está el subsecretario Milner? -insistió Christopher.
– Está en el aseo -dijo el segundo médico.
– ¿A qué viene tanto alboroto? ¿Se encuentra bien? -preguntó Christopher algo más tranquilo.
– Compruébalo tú mismo -dijo una voz a su izquierda. Allí, en el vano de la puerta del aseo, estaba el ex subsecretario Milner ataviado con su pijama de hospital. Por su aspecto nadie hubiese dicho que necesitase estar ingresado. Tenía los ojos cristalinos y brillantes, la tez había recuperado su color sonrojado y se sostenía alto y erguido, con los hombros y el pecho anchos y robustos.
Decker agitó la cabeza para comprobar que veía bien. Christopher se limitaba a mirar.
– ¿Qué aspecto tengo? -preguntó Milner orgulloso.
– Bueno, pues… tiene un aspecto estupendo -contestó Christopher-. ¿Qué ha pasado?
Milner volvió la mirada hacia los médicos, pero pareció que en lugar de una respuesta quisiera regocijarse con la turbación de éstos al no hallar una explicación.
– No estamos seguros -reconoció uno de los médicos-. Parece estar perfectamente sano. No es que sea un jovencito, pero cualquiera diría que tiene veinte años menos que cuando ingresó.
– No están seguros -dijo Milner repitiendo con regocijo el comentario del médico-. Es más, no tienen ni la más remota idea.
– Tiene razón -confesó uno de ellos.
– ¿Por qué no se van a sus despachos a seguir estudiando esas tablas mientras yo charlo tranquilamente con estos amigos? -dijo Milner guiando a sus médicos hacia la puerta.
Los médicos no se resistieron pero aconsejaron a Milner que no hiciera esfuerzos innecesarios.
– Claro que no -contestó Milner nada convincentemente.
En cuanto hubieron salido, Milner comprobó que tenía bien atados los lazos del pijama del hospital, se echó en el suelo y empezó a hacer flexiones.
– Cuéntalas, Christopher -dijo al empezar. Aunque algo reacio, Christopher las contó de todas formas y Milner, que no estaba dispuesto a que la hazaña se quedara sin contabilizar, empezó a contarlas también. Cuando llevaba veintitrés, Christopher le insistió en que cesara, y así lo hizo después de dos flexiones más.
Decker estaba demasiado ocupado riéndose de la insólita escena como para hablar, pero Christopher volvió a preguntar.
– ¿Qué está pasando? ¿Qué ha ocurrido?
– ¿Cómo que qué ha ocurrido? -contestó Milner-. ¿No lo ves? Estoy sano y me siento con ganas de comerme el mundo.
– Pero ¿cómo ha ocurrido? -insistió Christopher.
– ¿No lo ves? -repitió Milner con toda tranquilidad a pesar de la presión de Christopher-. Todo empezó desde que me trasfundieron la sangre que donaste.
Decker se quedó por un momento sin habla no sólo por el efecto que había producido la sangre de Christopher, sino por el tono prosaico de la contestación de Milner. ¿Acaso sabía lo de Christopher? Y si así era, ¿cómo era posible? Se quedó pensativo contemplando la posibilidad de indagar más en la cuestión y arriesgarse a que el secreto de Christopher quedara al descubierto.
– ¿Cómo dice? -preguntó, incapaz de controlar su curiosidad.
– Señor Hawthorne -dijo Milner en tono formal-, sé lo de Christopher desde la primera vez que le vi. Y también conozco algunos detalles de su futuro, pero no puedo revelarlos, ni siquiera a él. No puedo decir que supiera que esto iba a ocurrir -dijo refiriéndose a su milagrosa recuperación-, ¡pero tampoco es que me sorprenda lo más mínimo!