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17

SEÑOR DEL MUNDO

Dos meses después. Nueva York, Nueva York

El ex subsecretario Robert Milner y el embajador de Namibia Thomas Sabudu se demoraron uno instantes para comprobar que todo estaba en orden antes de coger el ascensor. En la planta veintiocho, Jackie Hansen les recibió calurosamente a la entrada de la misión británica y les acompañó hasta el despacho de Hansen.

– Buenas tardes, Bob. Embajador Sabudu -dijo Hansen abandonando su mesa e invitándoles a sentarse en la zona de sillones de su despacho-. ¿Cómo estás, Bob? -preguntó.

– Pues nada mal para un viejo como yo -contestó Milner.

– Para ser tan viejo te conservas en forma. Te veo casi más en la ONU ahora que cuando trabajabas allí.

Milner soltó una carcajada.

– Bueno, como ahora no tengo obligación de estar allí, lo disfruto mucho más.

– ¿Así que ahora trabajas en los pasillos? -preguntó Hansen.

– Oh, no -contestó Milner-. Alice Bernley me ha dejado que me instale en un despacho libre que tenía en el Lucius Trust.

Jackie entró en ese momento en el despacho con té y rosquillas. Una vez servidos, los tres hombres decidieron pasar a hablar de negocios.

– ¿Y bien? ¿Qué puedo hacer por vosotros? -preguntó Hansen, mirando alternativamente a Sabudu y Milner.

– Jon, el embajador Sabudu y yo, él en misión oficial y yo extraoficialmente, venimos en representación de algunos miembros del G77 -empezó Milner, refiriéndose al grupo de países en vías de desarrollo que en sus orígenes había estado constituido por setenta y siete países, pero que ya incluía a más de ciento cincuenta naciones.

– Venimos -dijo el embajador Sabudu- por las dos ocasiones en las que en el pasado has defendido ante la Asamblea General la necesidad de reorganizar el Consejo de Seguridad de la ONU.

– Efectivamente -reconoció Hansen-, pero supongo que sabréis que se trataba de un mero golpe de efecto para resaltar la gravedad de otro asunto. La última vez, justo después de la invasión de Israel por parte de los rusos, lo hice para que quedase muy claro que Rusia no podía empezar a invadir países y dar por sentado que Naciones Unidas no haría nada para detenerla. En ningún momento he pretendido que la moción saliera adelante. Si Rusia hubiese sido excluida del Consejo de Seguridad, estoy prácticamente convencido de que habría abandonado la ONU, y entonces habríamos perdido todas las oportunidades que nos brinda el marco de Naciones Unidas para dar solución diplomática a los conflictos. Así que, tal y como os decía, la intención de la moción era lograr un golpe de efecto, en absoluto pretendía cambiar el Consejo de Seguridad.

– Ya, claro -dijo Sabudu.

– Jon -interrumpió Milner-, nos gustaría que volvieras a presentar la moción, esta vez en serio.

Hansen se arrellanó en su butaca.

– Embajador Hansen -empezó Sabudu.

– Por favor, llámame Jon.

– Está bien, Jon. Como sabes, las cosas han cambiado mucho desde el Desastre y desde la devastación nuclear de Rusia hace dos meses. Muchos de los que formamos el grupo de los setenta y siete creemos que ha llegado el momento de que la ONU cambie también. -En realidad, los países del Tercer Mundo esperaban aquel cambio desde el momento en que habían pasado a ser mayoría en el seno de Naciones Unidas-. Es absolutamente irracional -continuó Sabudu- que cinco naciones ejerzan el dominio que los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad ejercen sobre la ONU. -La voz de Sabudu estaba cargada de determinación.

– Permíteme que te diga, Thomas -dijo Hansen tomándose la libertad de llamar a Sabudu por su nombre de pila-, que aunque mi país es uno de los cinco a los que te refieres, personalmente comparto vuestro punto de vista.

– Jon -dijo Milner-. Thomas y yo hemos tanteado a casi todos los miembros del grupo de los setenta y siete y la inmensa mayoría, ciento siete hasta el momento, se ha comprometido a apoyar la moción. Los otros treinta y dos están más de nuestro lado que de ningún otro.

Hansen arqueó las cejas, ligeramente sorprendido ante el grado de apoyo a la proposición.

– Pero ¿por qué he de ser yo quien presente la moción?

– Por tres razones -contestó Milner-. Para empezar y como ya decía Thomas, ya la has presentado antes. Segundo, cuentas con el respeto de todos los miembros, sobre todo con el de los países del Tercer Mundo. Y por último, porque creemos que es absolutamente imperativo que sea el delegado de uno de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad el que la presente. Algunos con los que he hablado creen que la devastación de la Federación Rusa propiciará de rodas formas algún tipo de reestructuración en los próximos cuatro o cinco años. Y no saben si participar en mover las aguas para adelantar ese cambio. De ahí la importancia de que sea uno de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad el que haga la moción. Seamos honestos, quieren que sea alguien más importante que ellos el que asuma el fracaso si la proposición no sale adelante. Si Gran Bretaña se presta a proponer la moción, creo que podemos conseguir todos o casi todos los votos de los países del Tercer Mundo que nos son favorables. Si así lo consiguiéramos, sólo necesitaríamos doce votos más para conseguir la mayoría de dos tercios necesaria para aprobar la moción.

– No sé, Bob -interrumpió Hansen-, no tengo ni idea de cómo reaccionará mi gobierno a la propuesta. Una cosa es sugerir la moción cuando no hay probabilidades de que se apruebe, y otra muy diferente, que existan muchas posibilidades de que pase. Ni siquiera sé cuál sería el sentido de nuestro voto con respecto a la moción.

– ¿Y qué opinas personalmente? -preguntó Milner.

– Como ya he dicho antes, estoy de acuerdo en que es injusto que cinco países ejerzan su dominio sobre la ONU, pero tampoco estoy seguro de que exista una fórmula más justa que a la vez nos permita alcanzar los logros que estamos consiguiendo. -Hansen pensó unos instantes y continuó-: Si diésemos con una organización más equitativa, que no estancase el sistema por falta de dirección y liderazgo, entonces, y lo digo extraoficialmente, creo que sí lo haría.

– ¿Colaborarías con nosotros en la búsqueda de esa fórmula, tal vez en una organización de base regional? -preguntó Sabudu-. Y si damos con una fórmula que consideres aceptable, ¿la presentarías a tu gobierno para que la tome en consideración?

Hansen asintió con la cabeza.

– Haré lo que pueda. Pero aun con la fórmula perfecta y el apoyo de mi gobierno, es más que probable que no me permitan presentar la moción si piensan que al hacerlo molestaremos al resto de miembros permanentes. ¿Existe la posibilidad de que algún otro miembro permanente la presente?

– Creemos que no -dijo Milner.

– Entiendo.

Milner abrió su maletín y extrajo de su interior un documento.

– Para ir abriendo boca -dijo-, he traído una propuesta de reestructuración del Consejo de Seguridad basada en entidades regionales. Tal vez pueda servirnos, por lo menos, como punto de partida para el desarrollo del proyecto final.

Hansen echó un vistazo al documento y lo colocó en la mesa junto a él.

– Embajador, lo que te decía el subsecretario Milner sobre tu buenísima reputación entre los miembros del Tercer Mundo no era adulación -dijo Sabudu en un tono más formal.

– Gracias, embajador -contestó Hansen en el mismo tono.

– Jon -dijo Milner-, hay otro asunto sobre el que queríamos hablar contigo y que creo tal vez suavice el golpe que pueda suponer a tu gobierno perder su lugar permanente en el Consejo. Como sabes, a fin de garantizar la imparcialidad, el secretario general ha sido siempre elegido entre los miembros de la ONU que no tenían lazos con ninguno de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Ésta ha sido durante años la manera de contrarrestar el poder de los cinco miembros permanentes del consejo de Seguridad. Pero si la organización de éste fuera reestructurada, entonces no habría razón para mantener este requisito. Ya no habría problema alguno para que el secretario general no fuera británico, estadounidense o de cualquier otro de los antiguos miembros permanentes de Consejo.

»Jon, el secretario general ya ha anunciado su intención de retirarse al final de este periodo de sesiones. Si eres el único que presenta la moción y conseguimos los votos necesarios para que se apruebe, entonces creemos que tú eres el candidato más plausible para ocupar su lugar.

Jon Hansen respiró hondo y se recostó en el sillón.

Fuera del despacho, Jackie Hansen trabajaba en el ordenador cuando levantó la vista y se encontró a Christopher Goodman entrando por la puerta.

– ¡Hola, Christopher! -dijo-. ¿Qué tal las clases?

– Bien -contestó él-. ¿Está el señor Hawthorne?

– Pues ha salido, pero no tardará mucho en volver. Si quieres, puedes esperarle en su despacho.

– No, no hace falta -dijo-. Sólo quería decirle que llegaré un poco más tarde esta noche. Voy al seminario y a la exposición que patrocina el gobierno saudí. ¿Se lo puede decir de mi parte?

– Por supuesto, Christopher -contestó Jackie-. No te pierdes ni una, ¿eh?

– No, es fantástico. Cada dos semanas o así hay un seminario o una exposición o un programa nuevos a los que asistir. Y hay exposiciones para las que se necesitan varios días.

– Te envidio -dijo ella-. Ojalá tuviera tiempo para aprovechar todos los programas educativos que ofrece la ONU.

Jackie vio que se abría la puerta del despacho del embajador y se llevó un dedo a los labios indicando que tendrían que continuar su conversación después de marcharse la visita del embajador Hansen.

Christopher cogió una revista para pasar el rato, pero antes de que pudiera empezar a echarle un vistazo, oyó que alguien le llamaba. Al levantar la vista, vio al ex subsecretario general Milner que, de pie junto al embajador Hansen, le miraba fijamente.

– Oh, hola, subsecretario Milner -contestó Christopher.

– ¿Os conocéis? -preguntó Hansen a Milner.

– Sí. Hemos coincidido más de una vez en alguna exposición, pero no nos presentaron formalmente hasta hace unos días, cuando di una conferencia en el instituto de Christopher sobre mi proyecto de Agenda Mundial y los objetivos de Naciones Unidas. Me dice su profesora que no es nada mal estudiante. No me sorprendería que llegue algún día a trabajar para la ONU -concluyó Milner volviéndose hacia Hansen y Sabudu para concentrar ahora en ellos su atención-. Tan pronto como hayas tenido tiempo de examinar el documento y pensar en algunas sugerencias para mejorarlo, llámame y volveremos a reunimos -dijo dirigiéndose a Hansen.

– Eso haré -contestó Hansen.

Los tres hombres se dieron sendos apretones de manos y Milner y Sabudu salieron del despacho. A continuación, Hansen pidió a Jackie que convocara a sus asesores a una reunión a las cuatro y media y que les informara de que acabarían tarde.

– Bueno -dijo Jackie a Christopher cuando el embajador Hansen hubo cerrado la puerta-, parece que vas a tener todo el tiempo del mundo para visitar la exposición saudí. Le daré a Decker el recado.

– Gracias -dijo Christopher encaminándose hacia la puerta. Pero antes de alcanzarla, ésta se abrió de nuevo. Era Milner.

– Christopher, ¿estarás en la exposición saudí esta tarde? -preguntó.

– Sí, señor. Ahora mismo voy para allá.

– Perfecto, pues nos veremos allí. Han montado una magnifica sección sobre el islam que incluye magníficas maquetas de las mezquitas de la Meca y de Medina.

Seis semanas después. Tel Aviv, Israel

Tom Donafin dio unos golpecitos con el dedo sobre las cerdas del cepillo de dientes para comprobar que había aplicado suficiente pasta de dientes. Satisfecho, devolvió el tubo a su espacio asignado en la repisa junto al lavabo. Llevaba ciego seis meses y empezaba a hacerse a la situación. Por fortuna siempre había preferido llevar barba, así que no tenía que preocuparse por el afeitado. Y cuando alquiló un apartamento en la misma planta que Rhoda, ésta le había ayudado a colocar la ropa en el vestidor y los cajones para que pudiese combinar bien las prendas.

Pensó que tal vez era demasiado temprano todavía, pero tan pronto se hubo vestido, cerró la puerta con llave y recorrió el pasillo hacia el apartamento de Rhoda. Tanteando con su largo bastón blanco, alcanzó el final del pasillo, giró y contó los pasos hasta la puerta. Lo había hecho muchas veces él solo, y era casi imposible que se equivocara de puerta. Con todo, le había sugerido a Rhoda que grabaran un corazón con sus iniciales en la puerta y así él siempre sabría que llamaba al apartamento correcto. Rhoda había cambiado de idea después de pensarlo un poco.

Tom llamó a la puerta y fue recibido un instante después con un cálido beso, que devolvió con gusto.

– Llegas temprano -dijo Rhoda-. Pasa, me iba a cambiar.

– ¿Me tapo los ojos? -bromeó Tom.

– No son tus ojos los que me preocupan, más bien tu imaginación. Espera aquí, enseguida vuelvo.

Tom siempre había evitado involucrarse demasiado en una relación por temor al rechazo que podía provocar su aspecto desfigurado. Curiosamente, ahora que no podía ver, aquello había dejado de ser un problema.

Tom se abrió camino hasta el sillón y se sentó. En la mesita de delante del sillón, Rhoda tenía siempre un libro para estudiantes primerizos de Braille. Al cogerlo con intención de practicar un poco, advirtió que había apoyada sobre él una hoja suelta de papel. Recorrió con las yemas de los dedos la superficie irregular del papel y descifró el mensaje. «Te quiero», decía.

Cuando Rhoda regresó de su dormitorio, Tom no le hizo comentario alguno sobre la nota.

– Lista -dijo ella.

Tom se levantó y se dirigió hacia la puerta. Rhoda le interceptó a medio camino y colocó su mano en aquel punto ya tan familiar de su brazo.

– El rabino no va a saber qué pensar cuando vea que llegamos pronto a la havdalá -dijo ella.

– No será la única sorpresa que reciba esta noche -añadió Tom, y aunque no podía ver, sabía que ella sonreía.

* * *

Una vez concluida la cena en casa del rabino Cohen, los comensales se retiraron al salón. Benjamin Cohen, que junto con su padre había sido el único de la familia del rabino en sobrevivir al Desastre, apagó las luces mientras su padre rezaba y prendía las tres mechas de la alta vela trenzada azul y blanca de la havdalá. La havdalá o «separación» marca el final del sabbat y el comienzo del resto de los días de la semana, separando lo sagrado de lo secular. Acompañaban a los Cohen y a Tom y a Rhoda otros nueve invitados. La congregación de Cohen había sido mucho más numerosa al principio, pero el Desastre la había reducido en más de ciento cincuenta miembros. Ahora cabían perfectamente en el salón de Cohen. Algunos de los presentes habían empezado, como Rhoda, a atender a los servicios religiosos de Cohen tan sólo unas semanas o meses antes del Desastre. Otros se habían unido al grupo después.

Cuando creció la llama, Saul Cohen tomó la vela y la alzó ante sí. Conforme a la tradición, los que formaban el círculo se levantaron e izaron las manos ahuecadas en forma de taza hacia la luz. Aunque no podía ver la llama, Tom pudo sentir el calor de la vela e hizo lo que Rhoda le había enseñado. Para él no se trataba más que de una tradición, pero significaba mucho para Rhoda, así que lo hizo.

* * *

Tal y como lo habían planeado, Tom y Rhoda esperaron a que todos se hubieran ido después de la havdalá para poder hablar con el rabino Cohen a solas.

– Y dime, Tom -dijo Cohen-, ¿qué le ha parecido a mi escéptico favorito el mensaje de esta noche?

– Bueno -dijo Tom-, comprendo lo que quería decir, pero ¿no le parece un poco radical afirmar que sólo hay un camino para entrar en el Reino de los Cielos?

– Lo sería, Tom -contestó Cohen-, si no fuera porque el camino que ofrece Dios es un camino sin restricciones, completamente libre y totalmente accesible para todas y cada una de las personas que pueblan este planeta. Dios siempre está ahí esperando nuestra llamada. ¿Sería radical decir que sólo existe un elemento que todo el mundo debe respirar para vivir?

– Pero el aire está disponible para todos -argumentó Tom.

– Tom, también Dios lo está. La Biblia dice en el libro de los Romanos que Dios se ha dado a conocer a todo el mundo. No importa quién seas o dónde vivas o cuál sea tu experiencia religiosa anterior. Está en la mano de cada uno contestar a la llamada de Dios. Y Tom, lo más grande de todo esto es que una vez se contesta a la llamada todo resulta muy natural. Más natural incluso -dijo Cohen riéndose ante la inesperada resolución de la frase- que respirar.

El asunto merecía discutirse a fondo, pero Tom tenía otra cosa en mente. Para cambiar de tema, Tom decidió preguntar al rabino sobre algo que le intrigaba desde hacía algún tiempo.

– Rabí -dijo-, hay algo que no acabo de entender. Si ya no cree lo que los otros jasidíes creen, ¿porqué luce todavía el atuendo y los tirabuzones de los jasidíes?

Rhoda desvió la mirada avergonzada; ella jamás se habría atrevido a formular la pregunta, pero era algo que la intrigaba muy a menudo. Estaba convencida de que el rabino se daría cuenta de que ella se lo había mencionado a Tom. Después de todo, ¿cómo iba a saber Tom cómo iba vestido el rabino?

– Es mi herencia -contestó Cohen-. Ni siquiera el apóstol Pablo, a quien el Mesías encargó que llevase su palabra a los gentiles, cambió sus costumbres salvo cuando fue necesario para cumplir con su misión. Además -añadió Cohen-, estas ropas todavía pueden durar unos cuantos años más. ¿Por qué iba a comprar otras nuevas?

Cohen sonrió, pero Tom, que pensaba que Cohen hablaba en serio, tuvo que morderse el labio para no soltar una carcajada.

– Pero bueno, ¿qué es lo que puedo hacer por vosotros? -preguntó Cohen figurándose que Tom y Rhoda no estaban allí para preguntarle por su ropero.

– Bueno -dijo Tom aliviado ante la oportunidad que le brindaban para abordar el tema que le interesaba-. A Rhoda y a mí nos gustaría que oficiara nuestra boda.

Cohen no respondió.

– ¿Ocurre algo, rabí? -preguntó Rhoda.

Cohen vaciló.

– Disculpadme. Rhoda, ¿podría hablar contigo a solas un momento?

Cohen empezó a retirarse y Rhoda, a seguirle sin que Tom tuviera tiempo de oponerse. En un instante tan breve que no pudo articular palabra, ambos habían desaparecido y Tom oyó como una de las puertas de la parte interior de la casa se cerraba tras ellos.

* * *

– Rhoda -dijo Cohen tan pronto estuvo a solas con ella-, ¿recuerdas lo que te dije cuando te llevé a Tom?

– ¿Se refiere a la profecía? -preguntó ella.

– Sí.

– ¿Cómo lo iba a olvidar? Pienso en ello todos los días.

– Entonces sabes que éste no será un matrimonio fácil. Disfrutarás de unos años de paz, no sé cuántos, pero luego le perderás. La profecía es clara: «Él ha de traer la muerte y morir para que llegue el fin y sobrevenga el comienzo».

– Lo sé y lo comprendo -contestó Rhoda.

– ¿Y a pesar de todo quieres llevar adelante el matrimonio? -la voz de Cohen sonaba preocupada pero no mostraba tintes de desaprobación.

– Sí, rabí. Más que nada en el mundo.

Cohen le lanzó una mirada de desaprobación por sus últimas palabras.

Rhoda advirtió la mirada y se apresuró a rectificar.

– Más que nada en el mundo, si Dios lo quiere así, por supuesto.

Cohen lo dejó pasar.

– Está bien, entonces. Pero siempre y cuando seas plenamente consciente de dónde te metes.

– Lo sé, rabí -le aseguró Rhoda.

– Bueno, luego está lo de la unión a un no creyente, pero siempre he sabido que con Tom iba a ser cuestión de tiempo. Tendremos que ocuparnos de eso inmediatamente, y solucionarlo antes de la boda.

Rhoda asintió voluntariosamente.

– Ah, por cierto -dijo Cohen como si se le acabase de ocurrir-, ¿le has contado a Tom lo de la profecía?

– No, rabí. Creí que no debía hacerlo.

Cohen asintió pensativo.

– Sí, probablemente es lo correcto. Lo mejor es que dejemos que Dios actúe a su debido tiempo y que no influyamos en Tom dándole ideas.

Cohen y Rhoda regresaron adonde Tom los esperaba.

– Bueno, Tom -empezó Cohen para ofrecerle una explicación-, Rhoda me dice que ha tomado esta decisión con los ojos completamente abiertos.

Tom conocía el valor que Rhoda concedía a la opinión de Cohen, pero no le gustaba nada que hablaran de él sin estar presente para poder defenderse, y tampoco acababa de ser de su agrado el escrutinio al que Cohen había sometido aparentemente sus planes. No obstante, decidió mantener la boca cerrada. Y pronto se alegraría de haberlo hecho.

– Y hablando de dar pasos con los ojos abiertos -dijo Cohen-, Tom, tengo un regalo de boda para ti. Bueno, la verdad es que el regalo no es mío exactamente. Me dijeron que te lo diera cuando te encontré entre los escombros. El momento de dártelo quedaba a mi elección, y supongo que éste es tan bueno como cualquier otro. -Cohen se acercó a Tom, extendió el brazo y colocó la mano sobre sus ojos-. No por mis poderes -dijo Cohen antes de que Tom pudiera hacerse conjeturas de lo que allí ocurría-, sino en el nombre y por el poder del mesías Yeshua: abre los ojos y mira.

Dos semanas después. Nueva York, Nueva York

El embajador británico Jon Hansen recibió una gran ovación cuando se levantó para dirigirse a la tribuna de oradores de la Asamblea General de Naciones Unidas. Su discurso se traduciría simultáneamente al árabe, al chino, al francés, al ruso y al español, que junto con el inglés son las seis lenguas oficiales de Naciones Unidas. Hansen había tocado el tema de la reorganización del Consejo de Seguridad de la ONU en dos ocasiones anteriores, pero no había duda de que esta vez la moción iba en serio.

Durante las tres semanas anteriores, Decker había dedicado incontables horas a la preparación del discurso, elaboración de borradores y condensar, ampliar, añadir, borrar, pulir y consultar con los lingüistas cada palabra en inglés, a fin de que su traducción tuviera el mismo impacto. Lo que Hansen estaba a punto de proponer entrañaba la completa reestructuración de Naciones Unidas y sus palabras tenían que ser claras y precisas.

El contenido de la intervención de Hansen no iba a ser una sorpresa. La prensa ya se había desplegado para cubrir el discurso y las intervenciones posteriores. La mayoría de dos tercios necesaria para sacar adelante la moción no estaba del todo garantizada; había demasiados países que se negaban a comprometer su voto por adelantado.

A diferencia de las dos ocasiones anteriores, cuando nadie se había tomado en serio la moción de Hansen, esta vez los recientes acontecimientos en Rusia hacían posible que la propuesta llegara a ser aprobada. Tras el holocausto nuclear, la Federación Rusa no era más que un espectro de sí misma. Incluso su entidad como país era puesta en peligro cada día por los supervivientes que, en cada región federada, surgían de entre los escombros y declaraban la suya una república independiente; como ya ocurrió con la caída de la URSS décadas atrás. Aquéllos eran los afortunados; en otras zonas de Rusia no había supervivientes suficientes para preocuparse siquiera de la política.

Poco tenía que ver este mundo con el del 24 de octubre de 1945, fecha de constitución de Naciones Unidas. La Segunda Guerra Mundial acababa de llegar a su fin y las cinco grandes potencias vencedoras -Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Unión Soviética y China- se convirtieron en miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas con poder de veto. Desde entonces, Gran Bretaña había sido despojada de sus colonias y, aunque influyente, su grandeza había quedado reducida al nombre. Ahora pensaba cambiar su poder en el Consejo de Seguridad por el control temporal de la Secretaría General bajo el mandato de Hansen y la oportunidad de dirigir la reorganización de Naciones Unidas. «Mejor comerciar hoy con lo que bien pueden quitarnos mañana», había dicho Hansen ante el Parlamento británico. Gran Bretaña sabía que la evolución de Naciones Unidas era imparable, y dirigir aquella evolución era una responsabilidad para la que se sentía excepcionalmente cualificado.

Francia, país indisciplinado que nunca había llegado a convertirse en verdadera potencia económica tras la Segunda Guerra Mundial, había apostado por el neoaislacionismo y renunciado voluntariamente a su posición como líder mundial. Pero no por ello iba a entregar tan fácilmente su parcela de poder. E incluso una vez hubo empezado Hansen a pronunciar su discurso, Francia persistía en su intento de convencer a otros miembros de que votaran en contra de la propuesta.

China era un caso aparte. Era uno de los países más pobres, pero conservaba su condición de potencia mundial aunque sólo fuera por su capacidad militar y su enorme población. China era la única de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad que tenía asegurada su presencia en el nuevo Consejo debido a su tamaño, pero aun así votaría en contra de la moción para no ver su poder reducido a la mitad en el nuevo consejo de diez miembros. Su enorme territorio no iba a proporcionarle un peso mayor en la Asamblea General. Dos años antes el grupo de los cinco había hecho una serie de concesiones y renunciado al poder de vetar enmiendas a la Carta de Naciones Unidas. China tendría ahora un único voto, como el más diminuto de los países.

La Federación Rusa, a pesar de las protestas que pudiera formular, había perdido la legitimidad de ser miembro permanente del Consejo de Seguridad y también el poder de veto sobre las decisiones de éste.

Solamente Estados Unidos podía reclamar el derecho a ser miembro permanente debido a su condición de potencia mundial. Pero en sentido estricto, la propuesta podía ser interpretada como un paso más hacia el «Nuevo Orden Mundial» que propuso por vez primera el antiguo presidente de Estados Unidos George H. Bush, y al parecer contaba con el apoyo, si no de la mayoría, sí por lo menos de una vasta minoría de ciudadanos americanos y de la mayoría del Congreso. Estados Unidos no iba a interponerse en la reorganización de Naciones Unidas, si era eso lo que deseaban sus miembros.

La propuesta de Hansen proyectaba eliminar el carácter permanente del grupo de los cinco y en su lugar dotar de una estructura completamente nueva al Consejo de Seguridad, que pasaría a estar compuesto por representantes de cada una de las diez grandes regiones del mundo. Aunque faltaba por discutir los detalles con todas las naciones miembro, se esperaba que estas regiones fueran Norteamérica, Suramérica, Europa e Islandia, África oriental, África occidental, Oriente Próximo, el subcontinente indio, Norte de Asia, China y las naciones asiáticas de la cuenca del Pacífico, desde Japón y Corea al sudeste asiático, Indonesia y Nueva Guinea, y Australia y Nueva Zelanda. Cada región tendría un miembro con derecho a voto y un miembro temporal en el Consejo de Seguridad.

Hansen ocupó su lugar ante la gran asamblea de naciones dispuesto a pronunciar el discurso más importante de su vida; la adrenalina le corría por las venas. Día y noche, había empleado las últimas semanas para reunirse con unos y con otros buscando apoyo a la moción. Había llegado la hora del espectáculo, pero sabía que inmediatamente después de finalizado, se reanudarían de nuevo los contactos y las presiones. Hansen se aproximó con un paso a la tribuna e inició el discurso.

«Queridos delegados y compatriotas del mundo, me presento hoy ante vosotros como embajador de un imperio ya desposeído de sus colonias. Y no lo digo con pesar, sino con orgullo. Orgulloso de que el tiempo nos ha hecho grandes para reconocer el derecho de un pueblo soberano a fijar su propio camino en la historia del planeta. Orgulloso de que mi amada Gran Bretaña, a pesar del precio que tendrá que pagar por la aprobación, haya dado prioridad a la justicia sobre el poder y autorizado la presentación y el apoyo de esta moción.

»Desde la fundación de esta augusta organización, cinco países, Gran Bretaña entre ellos, han ejercido su domino sobre el resto de las naciones del mundo. Hoy, la historia de las naciones emprende un nuevo camino.

»Un nuevo camino, que no un destino, pues no hay parada final.

»Un nuevo camino, que no una encrucijada, pues en verdad no hay otro camino posible para los hombres justos.

»Un nuevo camino, que no un desvío, pues el camino por el que andábamos nos ha llevado tan lejos como podía.

»Un nuevo camino, que no un callejón sin salida, pues no hay vuelta atrás.

»Una gran tragedia nos ha empujado de golpe hasta el final del camino, pero aun no habiendo ocurrido así, habríamos llegado a este punto de la historia de todas formas. Desde los primeros días de existencia de Naciones Unidas, ha sido siempre el sueño de muchos que un día todas las naciones convivieran como iguales en esta institución. Estamos demasiado cerca de cumplir ese sueño como para negarnos a seguir avanzando y hacerlo realidad.

»Es tiempo de que los pueblos del mundo rompan las ataduras que nos ligan al pasado. Los días del imperio llegaron a su fin, y también han de finalizar los días de subordinación a aquellos nacidos del poder. La justicia no reside en el gobierno de quienes se consideran mejores que nosotros, sino en la voluntad común de nuestros iguales. La grandeza de una nación no deriva de la superioridad de su armamento, sino de su disposición a permitir y a colaborar en la grandeza de otros.»

Decker escuchaba atentamente, anticipándose a las pausas y deseando que a cada línea estallara la ovación esperada. Aunque la traducción a otros idiomas retrasaba de manera desconcertante los aplausos en Naciones Unidas, Decker no quedó decepcionado. Era evidente que la moción iba a tener éxito.

* * *

Como tantas veces ocurre en la historia, la balanza de la votación se inclinó finalmente de un lado debido a un irónico golpe del destino. Cuando la fundación de Naciones Unidas, la Unión Soviética había insistido en que se garantizara el ingreso de dos de sus Estados, Bielorrusia y Ucrania, con todos los mismos derechos que una nación soberana. Por aquel entonces fue la forma que había tenido la URSS de conseguir dos votos más en la Asamblea General. En esta ocasión, la Ucrania independiente emitió el voto decisivo para la expropiación del asiento de Rusia en el Consejo de Seguridad. La moción fue aprobada.

Una semana después

La votación a favor de la reorganización del Consejo de Seguridad no marcó el final del esfuerzo, sino el comienzo de una nueva fase. Ahora que la moción había salido adelante, representantes de prensa de todos los rincones del mundo no dejaban de llamar y pedir información sobre el hombre que con toda probabilidad iba a convertirse en el nuevo secretario general. Decker consiguió personal de refuerzo para que se encargara de la parte más rutinaria del trabajo, pero le costaba delegar. Estaba repasando por tercera vez la nota de prensa, cuando se dio cuenta de que era incapaz de concentrase en lo que leía. Estaba demasiado cansado. Cerró los ojos, se repantingó en la silla y pensó en los días del Knoxville Express. Hacía mucho tiempo que no trabajaba tanto.

Sin que él lo notara, Jackie Hansen había entrado en el despacho y se encontraba de pie justo detrás de él. Al verle allí sentado con los ojos cerrados, Jackie se inclinó ligeramente hacia delante y apoyó sus dedos, largos y finos, sobre sus hombros. Decker dio un respingo, pero al abrir los ojos y ver la sonrisa de Jackie, se relajó para disfrutar del masaje que ella había empezado a aplicarle sobre sus músculos agarrotados y cansados.

– ¡Qué gusto! -dijo agradecido-. Creo que con veinte minutos será suficiente. -Era un chiste muy viejo, pero Jackie se rió de todas formas.

– Tienes la espalda completamente agarrotada -dijo Jackie condescendiente-. Debes de estar agotado.

Decker empezó a asentir con la cabeza, pero pensó que con ello interrumpiría el masaje y en su lugar soltó un pequeño gruñido a modo de afirmación.

– Mi padre valora mucho todo lo que estás haciendo. Me ha dicho que trabajas tan duro que a veces no está muy seguro de quién de los dos intenta salir elegido.

Decker agradecía el cumplido. Le gustaba saber que se reconocía su trabajo. Levantó el rostro con una sonrisa hacia Jackie y volvió a cerrar los ojos para concentrarse en el relajante contacto de sus manos. De repente se detuvo.

– ¿Sabes lo que tendrías que hacer para relajarte de verdad? -preguntó.

– ¿El qué? -contestó Decker.

– Verás. Yo lo que hago cuando estoy muy tensa es meditar. -Jackie reanudó el masaje de hombros-: Aunque te parezca que siempre estoy muy relajada, yo solía ser un manojo de nervios. Cuando empecé a trabajar aquí estaba obsesionada con hacerlo todo a la perfección. No quería que nadie pensara que la única razón por la que había conseguido el puesto era porque mi padre era el embajador. -Jackie encontró un nudo muscular y empezó a frotar en círculos para deshacerlo-: Fue por entonces cuando conocí a Lorraine, de la misión francesa. Me invitó a asistir a una clase de meditación en el Lucius Trust. -Jackie paró de nuevo y echó un vistazo al reloj-: ¡Oh! Vaya -dijo con sorpresa-, hablando del Lucius Trust, son las ocho menos cinco. Tendré que darme prisa si no quiero llegar tarde. Con tanto trabajo llevo tres semanas sin ir, y no me gustaría perderme lo de esta tarde.

– ¿Perderte el qué? -preguntó Decker.

– La clase de meditación -contestó Jackie-. Nos reunimos en el Lucius Trust todos los miércoles. Esta noche la directora del Trust, Alice Bernley, va a enseñar a los nuevos miembros a acceder a la conciencia interior, fuente de la creatividad. Es como una guía interior.

– Ah -dijo Decker sin tratar de disimular que no tenía ni idea de lo que hablaba Jackie.

– Vente.

– Uf… No sé, Jackie. No es que me vaya mucho esto de la Nueva Era. Supongo que estoy chapado a la antigua.

– Oh, venga, vamos -insistió ella tomándole de la mano y dándole un tirón-. De verdad que estoy convencida de que lo disfrutarás. Cuando salgas de allí esta noche, estarás más relajado de lo que lo has estado en semanas. A mí me ayuda a alcanzar un nivel superior de pensamiento. Me libera los procesos creativos mentales.

Decker suspiró.

– Bueno, la verdad es que no me vendría nada mal un poco de esa medicina, pero tendremos que llegar un poco tarde. Me niego a correr.

* * *

Cuando llegaron, la clase ya había comenzado. Jackie se abrió paso silenciosamente entre las cerca de ciento cincuenta personas allí reunidas y tiró de Decker hasta dos butacas libres. La gente escuchaba atentamente al orador en silencio y con los ojos cerrados, algunos con las piernas cruzadas. Parecían completamente abstraídos de cuanto les rodeaba. A pesar de la débil iluminación, Decker reconoció a casi dos docenas de los allí presentes como delegados de la ONU. La oradora era Alice Bernley, una mujer atractiva bien entrada en los cuarenta con una larga melena pelirroja.

– Sólo tienes que sentarte, cerrar los ojos y escuchar -le susurró Jackie.

Era fácil relajarse en las hondas y cómodas butacas. Decker empezó a escuchar a la oradora al tiempo que intentaba dilucidar qué era lo que se suponía que debía hacer. «En la oscuridad que se despliega ante vosotros -estaba diciendo Bernley-, aparece un diminuto punto de luz. Según camináis hacia la luz, la distancia se hace más pequeña, y la luz crece en intensidad y calidez.» Decker oyó entonces un suave zumbido, apenas audible, casi como el ronroneo de un gato, que procedía de los que le rodeaban. Cerró los ojos y para su sorpresa también pudo ver una luz. Estaba muy lejos, pero la veía con claridad. Se quedó maravillado ante la visión, y en su mente sí que parecía que la luz se acercara cada vez más, o tal vez fuera él quien se acercaba a ella. Estaba convencido de que no se trataba más que de una imagen mental forjada por la mujer, pero le sorprendía haberse sugestionado tan fácilmente. «Será por la falta de sueño», pensó brevemente. La delicada voz de la mujer parecía acariciar sus oídos. «Acercaos a la luz», continuó diciendo la mujer, y Decker lo hizo. «Pronto descubriréis que os ha conducido hasta un hermoso lugar, un jardín.» En su mente, Decker siguió sus palabras y pronto pudo verlo.

Bernley se explayó un rato describiendo cada detalle del jardín. Todo era tan claro, resultaba tan real y estaba tan minuciosamente descrito que cuando Decker rememoraba la experiencia tiempo después y pensaba en el resto de los presentes en la sala, lo que más le sobrecogía -aunque, evidentemente, no acababa de creérselo- era que tantas personas pudieran estar compartiendo la misma visión con tanta claridad y al mismo tiempo encontrarse absolutamente solas cada una en su jardín particular. Al recordar el lugar, le parecía tan real que esperaba encontrar a otros de la sala con él.

«Ahora veréis que desde el otro lado del rutilante estanque de agua se acerca alguien.» Decker miró pero no vio a nadie. «Puede tratarse de una persona -continuó Bernley-, pero muchos veréis un animal, tal vez un pájaro o un conejo, o a lo mejor un caballo o incluso un unicornio. La forma que adopte carece de importancia. No os asustéis, ni siquiera si se trata de un león. No os hará daño. Está ahí para ayudaros, para guiaros cuando tengáis preguntas.»

Decker seguía sin ver a nada ni a nadie. «Cuando se haya aproximado lo suficiente, habladle, preguntadle cualquier cosa que queráis saber y os contestará. Podéis empezar preguntándole cómo se llama. Como algunos de vosotros ya sabéis, mi guía espiritual es un maestro tibetano que se hace llamar Djwlij Kajm. Algunos descubriréis que vuestro guía espiritual es algo tímido. Puede que tengáis que desinhibirle no hablando, sino escuchando. Así que escuchad. Escuchad atentamente.» Decker escuchó. Se acercó al estanque intentando escuchar. Bernley permanecía en silencio para que aquellos con espíritus tímidos pudieran escuchar con atención. Pero él seguía sin ver ni oír nada.

No es que no hubiera nada allí. Si hubieran hablado algo más alto, seguro que les habría podido oír.

«¿Por qué nadie se le acerca?», susurró una de las voces.

«El Maestro así lo prohíbe -contestó otra voz-. Tiene planes especiales para éste.»

* * *

Bernley se mantuvo en silencio otros ocho o diez minutos. Decker permaneció un rato intentando escuchar o ver el guía del que hablaba Bernley, pero cuando ésta volvió a hablar, abrió los ojos y se dio cuenta de que se había quedado dormido. «Ahora despedíos de vuestro nuevo amigo, pero dadle las gracias y hacedle saber que volveréis pronto.»

Decker observó al resto del grupo mientras Bernley les guiaba de regreso desde esta expedición por la mente. Unos momentos después abrían sus ojos y miraban a su alrededor. Todos sonreían. Algunos abrazaban a quienes estaban sentados junto a ellos. Unos pocos sollozaban abiertamente. Decker miró a Jackie Hansen, que parecía estar en una nube. En un rincón de la sala alguien empezó a aplaudir y pronto la sala entera era una gran ovación.

– Gracias, gracias -dijo Bernley cordialmente-, pero tendríais que aplaudiros a vosotros mismos por tener el valor de abrir la mente a lo desconocido. A partir de ahora, cuando necesitéis consejo sobre algo que no sepáis cómo manejar, sólo tenéis que cerrar los ojos y abrir la mente. Buscad a vuestro guía siempre que podáis y planteadle las preguntas a las que no halláis respuesta. Lo que estaréis haciendo es permitir que la naturaleza creativa latente en todos y cada uno de nosotros haga lo que más desea hacer, que no es otra cosa que proporcionar soluciones visionarias a los problemas vitales de cada uno.

Algunos de los ayudantes de Bernley sirvieron entonces un refrigerio, mientras los presentes formaban pequeños grupos y charlaban animadamente sobre la experiencia recién vivida. Decker agradeció cortésmente la invitación a Jackie, le dijo que le había parecido una experiencia interesante, y se excusó diciendo que tenía que regresar de inmediato a la oficina. A ella pareció sorprenderle que él se fuera, pero no intentó detenerle.

* * *

Tan pronto hubo salido Decker, Alice Bernley llamó a Jackie, quien rápidamente se abrió paso por la sala hasta ella. Sin pronunciar palabra, Bernley la tomó del brazo y la condujo hasta un tranquilo rincón donde nadie pudiera oírlas.

– ¿Era ese Decker Hawthorne? -preguntó Bernley con un tono algo preocupado.

– Sí -contestó Jackie-. Le he invitado a que presenciara una sesión, ¿he hecho algo mal?

– No. Está bien. Es culpa mía, debía haberte avisado. El tibetano ha dejado muy claro que Decker Hawthorne no debe formar parte del Trust. El Maestro tiene otros planes para el señor Hawthorne.

Dos días después

Jon Hansen fue conducido hasta el despacho de Aviel Hartzog en la misión israelí de Nueva York. El embajador estaba sentado a su mesa hablando por teléfono, pero no miró ni hizo gesto alguno de saludo cuando Hansen entró en la sala. Era un desaire, no cabía duda. Mientras esperaba, Hansen no pudo evitar oír la conversación de Hartzog y comprobar que discutía sobre un tema trivial. Ello agravaba el desaire. Era inexcusable hacer esperar a un embajador para discutir de un asunto sin importancia con algún burócrata. Y lo que era peor es que Hartzog sabía que Hansen no era un delegado más, sino con toda probabilidad el futuro secretario general.

El embajador israelí colgó por fin unos tres minutos después y se unió a Hansen. No le ofreció sus excusas y se dirigió directamente a Hansen por su nombre de pila, a pesar de que no habían sido presentados formalmente, puesto que el embajador israelí acababa de ser asignado a Naciones Unidas. «Menudo impertinente», pensó Hansen.

– Bueno, Jon, entonces, ¿qué viene a ofrecernos?

Hansen se contuvo como buen caballero inglés.

– Sensatez, embajador. Sensatez.

– ¿Viene a decirme que es sensato que Israel se arroje a los leones? -ironizó Hartzog.

– No. He venido…

El embajador Hartzog interrumpió a Hansen antes de que éste siquiera pudiera empezar.

– Embajador Hansen -dijo ahora más formal-, mi gobierno considera que la decisión adoptada por la Asamblea General de reorganizar el Consejo de Seguridad a partir de criterios regionales es un noble gesto, que lamentablemente no podemos secundar. ¿Acaso no se le ha pasado por la cabeza que al reestructurar el Consejo de Seguridad y colocar a Israel en el mismo grupo que el resto de naciones de Oriente Próximo, nos coloca en una situación en la que estaríamos constantemente a merced de nuestros vecinos árabes? Por si no lo sabe, Israel tiene una población de cinco millones de judíos. Estamos rodeados por veintitrés naciones árabes, con una población total de doscientos cincuenta millones de habitantes. Ya me dirá si existe alguna probabilidad de que Israel cuente con un representante en el Consejo de Seguridad que nos sea favorable. -Hartzog hizo una pausa y añadió-: ¡Pero si la mayor parte del mundo árabe ni siquiera reconoce que Israel exista!

– Pero abandonar Naciones Unidas no es la solución, embajador -dijo Hansen consiguiendo por fin decir algo.

– A no ser que pueda darnos algunas garantías… tal vez incrementando el número de miembros del Consejo de Seguridad a once y concediendo ese asiento a Israel… -Hartzog hizo una pausa esperando la reacción de Hansen. Sabía que Hansen no aceptaría jamás esa propuesta, pero tal y como él lo veía, Hartzog no tenía nada que perder.

– Sabe que no podemos hacer eso -contestó Hansen-. Acabaríamos con toda la reestructuración. Es imposible hacer semejante excepción con Israel y no sentar un precedente para otros que deseen hacer lo mismo. -Hansen no lo mencionó, pero tampoco quería que se sentara otro precedente, el de la salida de una nación de la ONU. Era algo que no había ocurrido jamás.

– Me parece entonces que no tenemos otra elección -concluyó Hartzog.

– Embajador, si Israel abandona Naciones Unidas, estará doblegándose a los países que teme. Nada les gustaría más que ver a Israel fuera de la ONU.

– Lamentablemente, tiene toda la razón. Pero tampoco podemos quedarnos.

* * *

La conversación no fue a mejor y Hansen se fue sin haber ganado ni una pulgada de terreno. A su llegada al despacho le esperaba Decker Hawthorne.

– ¿Cómo ha ido? -preguntó Decker.

– No muy bien -contestó Hansen restando importancia al asunto-. Israel está muy impertinente desde lo que ocurrió en la Federación Rusa.

– Pero si han reconocido que su defensa estratégica no tuvo nada que ver con la detonación prematura de los misiles soviéticos, ¿a qué viene tanta arrogancia? -Decker quería emplear también el término «impertinencia», pero pensó que no podría pronunciar esa palabra sin que sonara a broma.

– La versión oficial de la Kneset es que la destrucción de los misiles rusos fue un milagro divino.

– ¿No pensará que el embajador israelí se cree eso, verdad? -preguntó Decker.

– El caso es que una gran parte del pueblo israelí está convencida de que lo que ocurrió fue literalmente obra de Dios, ya anunciada por su profeta Ezequiel hace miles de años. [38] -Hansen sacudió la cabeza y suspiró-: Con todo, no puedo culparles por su respuesta a la reestructuración. No es que les ofrezca muchas garantías de futuro.


  1. <a l:href="#_ftnref38">[38]</a> Ezequiel 38; 39.