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Tres semanas después. Tel Aviv, Israel
Un pequeño radiador eléctrico arrojaba una suave corriente de aire cálido sobre el rostro de Tom Donafin cuando sus oídos empezaron a percibir los sonidos de la realidad que le rodeaba. Más dormido que despierto, Tom se debatía entre el sueño y la vigilia. Por fin decidió despertar y abrir los ojos. Al hacerlo sintió un fortísimo dolor causado por diminutas partículas de cristal que le arañaron el interior de los párpados. Los ojos se le cerraron al instante y él se retorció en la cama gimiendo de dolor.
Se quedó quieto e intentó relajar los ojos mientras trataba de hacer memoria. Lo último que recordaba era el misil que había matado a Nigel y destruido el coche. No recordaba haber quedado inconsciente ni sabía dónde se encontraba. Aguzó el oído buscando voces familiares o algún sonido reconocible, pero no oyó nada.
– ¡Hola -llamó por fin.
Nadie contestó.
– ¡Hola! -llamó elevando la voz.
– Veo que ha despertado -contestó una voz masculina poco amistosa.
– ¿Dónde estoy? -preguntó Tom.
– Está en el apartamento de la doctora Rhoda Felsberg en Ramat Aviz, en el Tel Aviv ocupado. -El hombre hablaba muy deprisa y por el tono de su voz era evidente que Tom no era bienvenido.
– ¿Cómo he llegado hasta aquí?
– Le trajo hace casi un mes el rabino de mi hermana. Le encontró en la calle.
– ¿Hace un mes? -dijo Tom estupefacto-. Y ¿he estado inconsciente todo ese tiempo?
– Prácticamente, sí.
– ¿Qué ha querido decir con eso de «Tel Aviv ocupado»?
– Pues eso -contestó el hombre sin más.
– Pero ¿ocupado por quién? -insistió Tom algo exasperado ante la aparente determinación del hombre a no explayarse en sus respuestas.
– Por los rusos -contestó el hombre.
Tom no sabía si tomarse aquello en serio. Empezó a preguntarse si no estaría en un psiquiátrico y si no sería aquel hombre un paciente.
– Dice que me trajo aquí el rabino de su hermana. ¿Su hermana es la doctora Felsberg de la que hablaba antes?
– Así es -contestó.
– Y ¿es ella quien ha cuidado de mí?
– Ajá.
Tom necesitaba desesperadamente saber qué pasaba y qué le había ocurrido, pero quería hablar con alguien que le ofreciera respuestas más fiables y completas.
– Bueno, pues, ¿puedo hablar con ella? -dijo desesperado.
Por un momento se hizo el silencio.
– Sí, supongo que sí.
Tom oyó como el hombre marcaba un número de teléfono.
– Oye, Rhoda -dijo el hombre-. Está despierto y quiere hablar contigo.
– ¡Voy enseguida! -oyó Tom que contestaba la mujer.
Al rato llegó la doctora Rhoda Felsberg, que se acercó a Tom y empezó a examinarle.
– ¿Está consciente? -preguntó algo falta de aire después de haber subido tres tramos de escaleras desde su despacho de la primera planta. Al igual que su hermano, tenía acento de Nueva Jersey.
– Hola, qué hay -dijo Tom con media sonrisa contestando a la pregunta de ella.
– Oh -dijo ella algo sorprendida-. ¿Cómo se encuentra?
– Pues bueno, tengo una jaqueca espantosa y cuando he intentado abrir los ojos ha sido como si alguien me cortara con cuchillas de afeitar.
– Vaya, pensaba que había extraído todos los cristales -dijo Rhoda Felsberg, y dejó escapar un chasquido que Tom interpretó como resultado de la evaluación negativa de su estado físico-. Cuando ha abierto los ojos, ¿podía ver?
Tom comprendió de inmediato las implicaciones de la pregunta.
– Creo que no -dijo pausadamente-. ¿Me he quedado… ciego?
– De momento no estamos seguros -contestó. Su tono no tenía ninguna carga emocional pero sí quería ser tranquilizador-. Quiero que vuelva a abrirlos lentamente para poder examinarlos. A partir de ahí, veremos qué pasa.
Tom sintió como se sentaba a su lado en la cama. Abrió los ojos con un gesto de dolor, deseando con todas sus fuerzas ver algo. Pero no veía nada. Las manos de la doctora Felsberg le sujetaban la cara mientras le examinaba. Eran fuertes pero suaves, y a pesar de todo lo que estaba ocurriendo, percibió el tenue dulzor de su perfume cuando se inclinó sobre él y se asomó a sus ojos a través de su oftalmoscopio.
– ¿Puede ver la luz en mi mano?
– Puedo ver un punto de luz.
– Bueno, por lo menos tenemos algo -dijo ella-. Las pupilas parece que siguen en perfecto estado. Pero me temo que deben quedar todavía algunas virutas de cristal. -Tom sintió cómo le aplicaba unas gotas en los ojos que le aliviaron rápidamente el dolor-. Le voy a vendar los ojos para que los mantenga cerrados hasta que consiga que pueda examinarle un oftalmólogo.
– ¿Volveré a ver?
– Es demasiado pronto para saberlo -contestó ella mientras le ayudaba a incorporarse en la cama para poder vendarle los ojos-. Debería alegrarse de seguir vivo. Cuando le trajeron le retiré varias virutas de cristal de los ojos. Lo cierto es que tuvo mucha suerte. Si el cristal llega a penetrar algo más, se habría derramado el humor vítreo y habría perdido los globos oculares.
Tom no tenía ni idea de qué era el humor vítreo, pero la idea de perder los glóbulos oculares era más que alarmante y pensó que por lo menos en esto sí que había tenido suerte.
– Las córneas presentan numerosas cicatrices -continuó-. Y tiene las retinas quemadas. ¿Se produjo algún resplandor intenso cuando cayó herido?
– Sí, creo que sí -dijo Tom pensando en lo último que recordaba.
– Lo que más nos tiene que preocupar son las quemaduras de las retinas. Las córneas pueden trasplantarse, pero las lesiones de retina son imposibles de reparar. Es posible que yo misma pueda retirar los cristales que quedan, pero me quedaría mucho más tranquila si lo hace un oftalmólogo cualificado.
– Y ¿cuándo podrá ser eso?
– Bueno, a lo mejor tenemos que esperar un poco. -Por el tono de su voz aquel «poco» sonaba a mucho tiempo.
– Pero ¿por qué? Y de todas formas, ¿qué es lo que sucede? ¿Puede explicarme por qué razón estoy aquí en lugar de en un hospital? -Tom apenas conseguía controlar el pánico. Acababan de explicarle con todo lujo de detalles que posiblemente había perdido la visión para siempre.
– Por favor, señor Donafin. Somos amigos. Queremos ayudarle, pero debe ser consciente de lo mucho que ha cambiado todo desde su accidente. Israel es ahora un país ocupado. Si tiene paciencia, se lo explicaré todo. Pero primero es necesario que intente comer algo.
Tom se dio cuenta entonces de que estaba hambriento, así que no puso más objeciones.
Rhoda Felsberg y su hermano Joel hablaban en voz baja en la cocina.
– Bueno, y ahora que ha despertado, ¿vas a trasladarle por fin con el resto de tus pacientes o no? -preguntó Joel Felsberg.
– No -contestó Rhoda-. No pienso hacerlo.
– Pero ¿por qué?
– Porque el rabino Cohen dijo que tenía que quedarse aquí.
– No hay razón para que insista en que cuides personalmente de este hombre.
– Es el rabino -contestó Rhoda, como si fuera razón suficiente.
– Sí, ya. Bueno, parece jasidim con esos tirabuzones y siempre vestido de negro, pero me he enterado de que los otros rabinos jasídicos no quieren saber nada de él. -Rhoda se alegró de que Joel no estuviera más al día; de estarlo, habría sabido que la situación entre Cohen y el resto de los rabinos era mucho peor de lo que imaginaba. Pero no siempre había sido así. En el pasado, muchos pensaban en Cohen como el sucesor del Lubavitcher Rebbe, el rabino Menachem Mendel Schneerson, considerado el rabino con mayor influencia política del mundo. Ahora, sin embargo, no eran solamente los rabinos jasídicos los que no querían saber nada de él; ningún otro rabino, ni siquiera los más liberales, pronunciaba su nombre sin escupir a un lado como muestra de su repugnancia.
– ¿Ah, sí? ¿Y desde cuándo te interesa a ti lo que piensan los rabinos? -preguntó Rhoda a su hermano eludiendo el tema.
– El caso es que es un bicho raro.
– Venga, come -dijo ella sin ánimos para seguir discutiendo sobre el asunto.
– ¡Rhoda! -dijo Joel intentando mantener la conversación mientras ella cogía la sopera y unos cuencos y se dirigía hacia Tom.
– Venga, come -repitió con un tono más severo-. Ya hablaremos de esto más tarde -añadió. Pero ella ya había dado el tema por zanjado y no iba a dejar que volviera a surgir.
Rhoda le dio una cuchara a Tom y colocó su cuenco de sopa en una bandeja delante de él. Tom descubrió que era bastante complicado comer a ciegas, y le costó tomar las primeras cucharadas. Rhoda le pasó una servilleta y cuando fue a limpiarse la boca sintió bajo los dedos las cicatrices que la explosión había dejado en su rostro. Sin pronunciar palabra, recorrió las cicatrices con las yemas de los dedos.
– ¿Estoy muy mal?
– Tenía laceraciones prácticamente por toda la parte delantera del cuerpo. La mayoría de las cicatrices desaparecerán con el tiempo -contestó Rhoda-. Más adelante es posible que necesite una pequeña intervención de cirugía plástica para ocultar algunas de las cicatrices de la cara. Es cuestión de esperar y ver cómo evolucionan.
Tom se echó hacia atrás para palparse los brazos, los hombros y el pecho.
– Bueno, tampoco es que haya podido nunca presumir de guapo -dijo intentando ocultar su dolor con humor. Hizo una pausa y continuó-: Bueno, ¿y qué hay de esa explicación sobre qué hago aquí y cuándo podrá verme un oftalmólogo?
– La noche que comenzó la guerra -explicó Rhoda-, el rabino Saul Cohen le encontró debajo de un montón de escombros a unos ocho o nueve kilómetros y le trajo hasta aquí. Desde entonces ha estado inconsciente o desorientado y delirante.
Tom sacudió la cabeza.
– No recuerdo nada desde la explosión -dijo.
– Bueno, lamentablemente, la guerra no fue nada bien -continuó ella-. Israel luchó con todas sus fuerzas, pero pronto resultó evidente que los árabes tenían las de ganar. Estados Unidos y Gran Bretaña intentaron ayudar proporcionando suministros de emergencia y alimentos. Yo creo que podían haber hecho algo más, pero muchos de sus políticos alegaron que no podían permitirse entrar en guerra, sobre todo después de la bajas sufridas a causa del Desastre tan sólo dos meses antes. Luego se supo que los rusos estaban proporcionando armamento a los árabes. Los rusos lo negaron, claro, pero el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó una resolución de bloqueo de los puertos árabes.
– ¡No es posible! ¿Cómo se las ingeniaron para aprobar la resolución contra el veto del delegado ruso en el Consejo de Seguridad? -preguntó Tom.
– Pues eso es lo raro. El delegado ruso no se presentó a la votación -contestó Rhoda.
– ¡Es increíble! -espetó Tom-. Los rusos ya cometieron ese error en 1950 cuando boicotearon a Naciones Unidas por excluir a la China comunista. Gracias a eso el Consejo de Seguridad pudo actuar contra los aliados de Rusia en Corea. Es imposible que hayan vuelto a cometer el mismo error.
– Bueno, pues por incomprensible que parezca, lo volvieron a hacer -dijo Rhoda.
– Pues no sé qué es lo que os extraña tanto -dijo Joel sarcásticamente-. Seguro que lo tenían todo planeado de antemano.
– ¿A qué se refiere? -preguntó Tom.
– Joel, deja que cuente yo lo que pasó -dijo Rhoda-. Ya nos contarás tus teorías después.
– Vale, adelante. Pero lo va a deducir él solito si tiene dos dedos de frente.
– Bueno, ¿por dónde iba? Has hecho que pierda el hilo -dijo Rhoda reprendiendo a su hermano.
– La ONU votó a favor del bloqueo -le recordó Joel.
– Eso es. Así que después de un periodo de intercambio de acusaciones, los rusos accedieron a no proporcionar más armamento a los árabes, y Naciones Unidas accedió a no imponer el bloqueo. A los pocos días pareció que las tornas se volvían del lado de Israel. Habíamos recuperado buena parte del territorio perdido y los pocos efectivos de las Fuerzas Aéreas que nos quedaban estaban aplastando a los ejércitos árabes de tierra y aire.
»Llegado este punto, el servicio secreto israelí -el Mosad- descubrió que los libios, ante la interrupción del suministro de armas convencionales por parte de Rusia, planeaban un ataque con armas químicas. Para evitarlo, las Fuerzas Aéreas israelíes lanzaron un ataque preventivo contra las instalaciones libias de armamento químico, pero los libios se anticiparon y la incursión israelí no obtuvo los resultados deseados.
»Cuando resultó evidente que Israel no tenía otra forma de detener el ataque químico, el primer ministro Greenberg envió un mensaje a los libios amenazándoles con la guerra nuclear si empleaban armas químicas contra Israel.
– ¿Así que Israel admitió por fin que tiene armas nucleares? -preguntó Tom.
– El contenido exacto del mensaje nunca llegó a hacerse público, pero al parecer no daba lugar a segundas interpretaciones -contestó Joel.
– Bueno -continuó Rhoda-, el caso es que a pesar del acuerdo alcanzado con Naciones Unidas, los rusos accedieron a vender más armamento convencional a los árabes bajo el pretexto de evitar así una guerra química nuclear.
– Sí -interrumpió Joel-. La excusa perfecta para que los rusos pudieran hacer lo que tenían intención de hacer desde un principio.
Tom seguía sin adivinar a qué apuntaba Joel, pero por el momento lo dejó pasar. Rhoda continuó con su relato.
– Entonces el Mosad localizó los barcos rusos que pensaba iban a entregar el armamento a Libia, y justo antes de que entraran en aguas libias, nuestras Fuerzas Aéreas los atacaron. Hundieron cuatro barcos cargueros y un puñado de naves escolta, pero al final resultó ser una operación de distracción. Mientras casi la totalidad de la Fuerza Aérea israelí estaba ocupada en el Mediterráneo y el ejército luchaba contra los árabes en la frontera, varios comandos rusos aterrizaron al norte de Tel Aviv y tomaron una pista de aterrizaje. Debían de tenerlo todo planeado a la perfección, porque tan pronto se hicieron con el control de la pista empezaron a aterrizar soldados y material rusos.
– Un momento -dijo Tom-. ¿Está diciendo que es verdad lo que me contaba Joel de que Tel Aviv está ocupado por los rusos?
– No sólo Tel Aviv -contestó Joel-. El país entero.
– ¡En menudo mundo me despierto!
– Ya ve, al parecer había rusos a los que no les gustaba cómo iban las cosas desde la caída de la Unión Soviética -dijo Joel-. Algunos todavía quieren dominar el mundo. Y claro, en Naciones Unidas dijeron que no era más que una respuesta a nuestro ataque «no provocado» sobre sus embarcaciones y que en realidad no eran más que una fuerza de paz. Dijeron que con la ocupación de Israel pretendían evitar una guerra química nuclear. Y para hacerla más legítima se trajeron unas cuantas tropas de Etiopía, de Somalia y de un puñado de países más a fin de poder demostrar que se trataba de una fuerza de paz «internacional». El problema es que ahora se niegan a abandonar el país.
A la mañana siguiente, Tom se despertó con el aroma del desayuno y con el sonido de la voz de Rhoda Felsberg que le llamaba.
– Señor Donafin, ¿está despierto? -Era difícil de adivinar teniendo él los ojos vendados.
– Sí -contestó Tom.
– ¿Le apetece desayunar?
– Sí, por supuesto, gracias. Pero creo que primero iré al aseo.
– Le puedo traer una cuña, pero si se siente capaz, le llevaré hasta allí.
Tom ya estaba de pie, aunque sentía las piernas muy debilitadas.
– Creo que estoy preparado para hacerlo como es debido -dijo.
– Pues vamos -dijo ella cogiéndole de la mano y apoyándola en su brazo para guiarle por el apartamento.
– Ya sigo yo solo -dijo Tom cuando sus pies desnudos sintieron que acababa la alfombra y empezaba el suelo de baldosas.
– ¿Encontrará el camino de vuelta a la habitación? Tengo que ver cómo va el desayuno.
– Sí, claro -dijo Tom-. Seguro que hasta puedo dar con la cocina.
Cuando terminó se dirigió a tientas hasta la cocina, donde Rhoda había puesto la mesa para dos y ya había terminado de preparar el desayuno.
– Un poquito a la izquierda -dijo al ver que Tom chocaba contra el marco de la puerta.
Tom encontró la mesa y se sentó. Rhoda advirtió un extraño gesto en su rostro.
– Verá… esto… -dijo Tom.
– ¿Ocurre algo? -preguntó Rhoda.
– Bueno, no estoy muy seguro -dijo él-. En el aseo he notado algo que… bueno, que no está como antes… Verá, yo, bueno… -tartamudeó Tom. Si hubiera podido ver, habría visto cómo Rhoda se sonrojaba al darse cuenta de a qué se refería-. Da lo mismo -dijo finalmente.
Rhoda se alegró de que dejara caer el tema.
– Tengo buenas noticias -dijo cambiando rápidamente de asunto-. He llamado a un amigo oftalmólogo y me ha dicho que podrá verle mañana a primera hora.
– ¡Estupendo! -dijo Tom.
– Bueno, no se haga demasiadas ilusiones. Sólo ha dicho que podía examinarle e intentar extraer lo que quede de cristal, no ha dicho que le pueda operar.
– Oh. Bueno, tal vez pueda por lo menos decirme qué posibilidades tengo de recuperar la visión.
– Sí, lo mismo espero yo.
– Pero, claro -añadió Tom-, no hay necesidad de que me opere aquí, ¿verdad? Puedo regresar a Estados Unidos.
– Bueno, sí, claro que puede -titubeó Rhoda-. El aeropuerto Ben Gurion está en bastante mal estado, pero, por lo que sé, los rusos permiten la salida de algunos vuelos.
Tom notó un inesperado tono de decepción en su voz.
– Por cierto, hablando de Estados Unidos -continuó Rhoda-. ¿No hay nadie a quien tenga que llamar para hacerle saber que sigue vivo?
Era evidente que intentaba enterarse de algo sobre lo que no se atrevía a preguntar directamente. Tom fingió no darse cuenta y contestó sin rodeos.
– No tengo familia -dijo-. Mis padres, mis dos hermanos y mi hermana fallecieron en un accidente de coche cuando tenía seis años. De ahí el extraño aspecto de mi cráneo. Fui el único que sobrevivió.
– Al parecer ha vuelto a nacer unas cuantas veces -dijo ella.
– Sí. Eso parece.
– ¿Le operaron? -preguntó ella por pura curiosidad profesional.
Tom soltó una extraña risita.
– Sí. Pero esperaron un poco. Pensaron que moriría a los pocos días y que si sobrevivía sería un vegetal. Supongo que tuve suerte de que ocurriera hace tanto tiempo. Por entonces todavía no se apresuraban a desconectar la sonda de alimentación para ahorrarte camino. El caso es que cuatro días después del accidente desperté y me puse a hablarle a la enfermera. Aquello les convenció de que lo conseguiría -dijo secamente-, así que me abrieron, escarbaron un poco y me sacaron unos cuantos pedazos de cráneo roto y un poco de cerebro que supongo me sobraba. Me dejaron con una placa de acero que acostumbra hacer sonar los detectores de metales de los aeropuertos.
Rhoda sonrió incómoda.
– Pero sí que tengo un amigo al que debería llamar -continuó volviendo a la pregunta original-. Es probable que crea que he muerto.
– ¿Decker?
Tom la miró sorprendido.
– ¿Cómo lo sabe?
– Mencionó su nombre varias veces mientras deliraba.
– Oh.
– ¿Alguien más? -preguntó ella.
– Bueno, aquí en Israel tenía unos amigos apellidados Rosen, pero murieron en el Desastre. -Tom estaba repasando la corta lista de personas a las que consideraba amigos. Hasta el día del Desastre había recibido todos los días en el hospital de Tel Aviv la visita de Joshua e Ilana Rosen. Su hijo Scott había sobrevivido al Desastre, pero Tom no le incluía entre sus amistades más estrechas-. Lo cierto es que tendría que llamar a News World -dijo-. Trabajo para ellos. Pero, a decir verdad, prefiero no llamarles hasta que me haya examinado el oftalmólogo. Soy fotógrafo, o eso era. Me parece que no hay mucha demanda de fotógrafos ciegos.
– No, supongo que no.
– ¿Y qué hay de usted?
– ¿Cómo?
– Su familia.
– Oh, claro. Bueno, pues tengo a mi hermano Joel, a quien conoció ayer. Su mujer y su hijo murieron en el Desastre. Ella me caía muy bien, y el niño era encantador. Antes solíamos ir juntos a los servicios religiosos. Fue así como conocí al rabino Cohen. Joel es analista de sistemas informáticos y trabaja para el gobierno israelí en algo de defensa estratégica, pero no está autorizado a dar detalles. Eso fue antes de que los rusos le relevaran del puesto, claro. Me siento mal por él; lo ha perdido casi todo en los dos últimos meses. Mis padres y mi hermana pequeña viven en Estados Unidos.
Tom asintió y dejó pasar un momento de cortesía antes de preguntar a Rhoda si sabía qué hora sería en Washington.
– Las doce de la noche más o menos -contestó tras hacer un rápido cálculo mental.
– Perfecto, Decker seguro que está en casa. ¿Puedo utilizar el teléfono?
– Por supuesto -dijo ella-. He de advertirle que poner una conferencia no es tarea fácil. La verdad es que no tiene ni pies ni cabeza. Después de la ocupación, intenté telefonear a mis padres un montón de veces para decirles que estaba bien. Debí de marcar el número cien veces antes de que me diera la señal de llamada. Y en cuanto lo conseguí fue todo sobre ruedas, y sonaba como si estuvieran en la habitación de al lado. Pero no es sólo por la ocupación. Durante la guerra se produjeron muchos destrozos.
Rhoda marcó el número que le dio Tom y le pasó el teléfono.
– El botón del medio de abajo del todo vuelve a marcar el número -dijo-. Si no le da señal, puede intentarlo cuantas veces quiera.
– Me da señal -dijo Tom sorprendido.
– Eso no volverá a pasar ni en un millón de años -dijo Rhoda impresionada por el golpe de suerte de Tom.
Tom aguardó mientras el teléfono seguía sonando.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Rhoda un minuto después.
– No contestan.
– Bueno, no se dé por vencido tan pronto. A lo mejor no vuelve a conseguir señal de llamada en mucho tiempo.
Nueva York, Nueva York
Decker ya había ocupado su lugar en la mesa de reuniones cuando entraron el embajador Hansen y otros miembros de su gabinete personal para celebrar una reunión extraordinaria. Decker todavía sentía la emoción del puesto recién estrenado.
– Decker -dijo Hansen antes de tomar asiento-, necesito uno de tus mejores discursos para esta ocasión.
– Tendré el borrador listo para la una, señor -contestó Decker-. He buscado en el archivo informático discursos que pronuncié en el pasado sobre la estructura del Consejo de Seguridad, y he encontrado uno en el que sugería cambiar su composición a partir de criterios regionales. Por supuesto que no nos interesa desviarnos del asunto principal, pero, si le parece, creo que podré introducirlo como tema secundario.
– Sí, me parece bien. Es un tema candente desde hace años entre los países que no pertenecen al Consejo. Peter -dijo Hansen volviéndose hacia su asesor legal-, ¿cuál es tu pronóstico?
– Bueno, en atención a todos los aquí reunidos, permítame que insista en que esta medida no podrá ser aprobada jamás, aunque sólo sea porque viola la Carta de Naciones Unidas. Ésta no prevé en ninguno de sus puntos la exclusión de uno de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. No obstante y siguiendo la línea que sugería Decker, se puede proponer la completa reorganización del Consejo. Otra opción a considerar sería la de intentar algo en la línea de lo que ya se hizo en 1971 cuando la República de China fue excluida de Naciones Unidas después de que la Asamblea General reconociera a la República Popular de China como la representante legítima del pueblo chino.
– No nos dejemos llevar, Peter -dijo Hansen-. Recuerda que sólo se trata de un golpe de efecto. En realidad no nos interesa que se apruebe la medida. Jack -dijo dirigiéndose ahora a su asesor parlamentario-, ¿qué hay del sondeo sobre el apoyo de los demás miembros? ¿Podemos contar con que la propuesta llegue por lo menos a la cámara?
Jack Redmond, natural de Luisiana, era el único estadounidense del equipo de Hansen aparte de Decker. Desde el momento en que accedió al puesto de embajador, Hansen había querido incluir en su equipo a un experto en política norteamericana, y este cajún [35] sin pelos en la lengua había resultado ser el hombre idóneo.
– La propuesta tiene muchas posibilidades de llegar a la cámara, pero no garantizo que consiga el apoyo necesario -contestó Jack.
– Perfecto. Creo que podemos darnos por satisfechos si mi discurso obtiene el debido seguimiento.
– Embajador -interrumpió Decker-, creo que esta táctica podría ser errónea desde el punto de vista mediático. Si no conseguimos que alguien secunde la moción, corremos el riesgo de que la prensa haga hincapié en la inutilidad de ésta e ignore su carácter simbólico.
– Bien pensado -dijo Hansen después de recapacitar un instante-. Creo que tienes razón. En última instancia podemos recurrir al apoyo de alguno de los países árabes. Después de todo, tampoco ellos están muy contentos últimamente con la política rusa. Jack, consigue ese apoyo. Muy bien, ¿alguna otra sugerencia u objeción antes de ponernos manos a la obra?
Todos siguieron en silencio.
– Jackie, ¿algo que añadir? -preguntó Hansen a su hija.
– La reunión con el embajador ruso Kruszkegin está cerrada para mañana a las doce en el comedor de delegados.
– De acuerdo -dijo Hansen-, entonces está todo listo. Mañana a las tres de la tarde, con tiempo de sobra para salir en los telediarios de la noche de América y en los de la mañana de Asia y Europa, presentaré una moción para que, en respuesta a la invasión y ocupación de Israel, la Asamblea General de Naciones Unidas proceda a la exclusión permanente de Rusia del Consejo de Seguridad. Ahora sólo me queda almorzar con el embajador Kruszkegin y convencerle de que no se trata de algo personal.
Tel Aviv, Israel
– ¿Hay muchos rusos en las calles? -preguntó Tom mientras Rhoda conducía el coche hacia la consulta del oftalmólogo.
– Demasiados -contestó Rhoda. Aunque añadió a continuación-: La verdad es que no hay tantos como cabría esperar. Patrullan las calles, pero el grueso del contingente está acampado en áreas despobladas de las montañas. Al parecer, intentan reducir al mínimo el resentimiento de la población. Creo que son conscientes de que llenar las calles de soldados sólo acarrearía más violencia de uno y otro bando. Es más, tener un montón de tanques circulando por las ciudades no es lo más adecuado para quien se ha autoproclamado fuerza de paz. Supongo que es la mejor estrategia posible para los rusos. Atan corto a los soldados en las zonas despobladas y mantienen una presencia mínima de fuerzas en las ciudades.
– Una táctica del tipo «puño de hierro en guante de seda» -añadió Tom-. ¿Ocurre lo mismo en las otras ciudades?
– Sí, que yo sepa. En Jerusalén han detenido las obras del Templo para apaciguar a los árabes. Pero quieren complacer a todos, así que para tener contentos a los judíos no han destruido lo ya levantado.
– ¿Hay algún tipo de resistencia organizada? -preguntó Tom.
– Nos llegan noticias de la existencia de pequeñas guerrillas en las montañas, pero no creo que estén bien organizados. En las ciudades la gente es menos violenta, pero no por ello son menos resistentes.
– ¿Y qué hay del objetivo de los rusos? Joel cree que todo esto estaba planeado desde el principio. ¿Sabe alguien qué quieren hacer los rusos con Israel? ¿Ha habido alguna declaración pública de intenciones?
– Dicen que abandonarán el país tan pronto desaparezca la amenaza de una guerra química nuclear en la región. Pero Joel dice que ya se han hecho con el control de las armas nucleares de Israel. Si tuvieran la intención de desmantelarlas, ya habrían empezado a hacerlo. Por otro lado, si deciden retirarse, entonces quedaremos a merced de los árabes. Los rusos han confiscado y embargado todos los suministros y equipo militar y también han desarmado a buena parte de la población. La situación es calamitosa, pero si los rusos se retiraran en este momento nos tendríamos que defender con picos y palas.
»No es que sea una visión muy optimista, pero me parece que en el mejor de los casos todo seguirá como hasta ahora durante bastante tiempo. Si las cosas van mal, los rusos darán por finalizada la ocupación y dejarán que los árabes nos borren del mapa. La estrategia es muy buena, la verdad, pues les proporciona la excusa perfecta para permanecer aquí indefinidamente.
– Me pregunto cuándo saldrá el próximo avión a Estados Unidos -bromeó Tom. Pero Rhoda no se rió.
Al llegar a la consulta del oftalmólogo, Tom tomó a Rhoda del brazo y ésta le guió hasta la entrada. En el interior la recepcionista la saludó como a una vieja amiga.
– Así que éste es el paciente especial del que nos hablabas. ¿Cómo está?
– Bueno, pues precisamente para averiguarlo es para lo que hemos venido. ¿Tardará mucho el doctor Weinstat en recibirnos? -preguntó Rhoda echando un vistazo a la abarrotada sala de espera.
– El doctor Weinstat me ha dado instrucciones de daros prioridad, ya que es posible que el paciente todavía tenga cuerpos extraños en los ojos. Está acabando con un paciente, así que os recibirá enseguida.
Tom permaneció cogido del brazo de Rhoda mientras se sentaban a esperar. Las sillas estaban colocadas muy próximas unas de otras y era natural que siguieran tocándose. Tom tardó un instante en darse cuenta de que no había soltado el brazo de ella. En un primer momento pensó en retirar la mano, pero no parecía que a Rhoda le molestara. A través del suave tejido de la blusa, la calidez de su piel parecía penetrar la fría oscuridad que le rodeaba.
Permanecieron allí sentados en silencio. Tom no había pasado por alto el comentario de la recepcionista sobre que él era un paciente «especial». Tampoco quería darle más importancia de la necesaria, pero le entraron ganas de preguntar a Rhoda sobre ello. «No», pensó. Si hablaba ahora rompería el encanto del momento, ella se vería forzada a retirar el brazo por decoro, y él no tendría más remedio que soltarlo. Lo mejor era dejar las cosas como estaban.
Entonces ella habló inesperadamente.
– El doctor Weinstat es un buen médico.
– Bien -contestó Tom como un tonto.
No eran más que palabras vacías. Al parecer, ella también era consciente del silencio. Lo que importaba era que estuvieran manteniendo una conversación, por anodina que fuera, y que ella no daba señales de querer que él retirase la mano de su brazo.
Cuando pasaron a la consulta, el oftalmólogo sólo tuvo que echar un vistazo a cada ojo para establecer su diagnóstico.
– Lo siento, señor Donafin. Las córneas están severamente dañadas. Las cicatrices de las heridas producidas por las virutas de cristal y las quemaduras de la córnea han formado una película casi opaca sobre el noventa por ciento del cristalino, y el otro diez por ciento no está mucho mejor. Lo cierto es que me sorprende que en su estado siga percibiendo algo de luz. Lo lógico sería proceder al trasplante de las córneas, pero dada la gravedad de las quemaduras de las retinas, creo que en su caso la operación no haría sino alargar el sufrimiento, pues no hay perspectivas de que con ella vaya a mejorar la visión.
Fue así de rápido. De rápido y tajante. Un puñado de palabras era todo lo que el médico había necesitado para decretar con severa franqueza clínica que se había quedado ciego para siempre.
– Recuéstese, voy a echarle unas gotas de fluoresceína en los ojos para localizar las virutas de cristal que siguen molestándole -dijo el doctor. Cuando hubo terminado, le aplicó una crema antibiótica y volvió a vendarle los ojos para evitar que pudiera mover los párpados-. Déjese el vendaje y vuelva mañana para ver cómo evoluciona. Doctora Felsberg -continuó dirigiéndose a Rhoda-, ¿puede traer mañana al señor Donafin?
Rhoda asintió y luego respondió afirmativamente a viva voz en atención a Tom.
– Hable con Betty a la salida para concertar la cita a la hora que le convenga.
– Gracias.
– Oh, y pídale algunos folletos informativos sobre cómo aprender a vivir con ceguera.
Tom sabía que era práctica habitual entre los médicos mantener conversaciones como si sus pacientes no estuvieran delante, pero en ese momento aquello no cambiaba nada. Sumido en la oscuridad que ahora sabía sería su hogar permanente, sentía que hablaban acerca de él y no a él directamente. Era como si al quedarse ciego hubiese dejado de ser una persona real. Aquello no era más que el principio. Había conocido a personas ciegas y sabía cómo la ceguera les obligaba a esperar a que los demás se dirigieran a ellos. Incluso en salas llenas de gente había visto a ciegos esperar en silencio hasta que alguien se acercaba a hablar con ellos. Aunque la víspera había bromeado sobre ello, la certeza del fin de su profesión como fotógrafo cayó sobre él como un duro mazazo.
Tom permaneció en silencio mientras Rhoda ocupaba su asiento en el coche.
– ¿Cómo estás? -preguntó con condescendencia apoyando su mano sobre la de él.
– No muy bien -contestó él-. Y lo peor es que creo que todavía no soy consciente de lo que esto supone. No hago más que pensar en que cuando me quiten los vendajes volveré a ver.
– Bueno -empezó ella acariciándole la mano para confortarle. Pero, obviamente, no podía pensar en qué más decir.
Tom giró la mano para coger la de ella; ahora necesitaba todo el apoyo que pudiese conseguir.
– No sé qué hacer ahora -dijo-. No puedo trabajar. Tengo algunos ahorros y tres años de sueldo de News World en el banco. Con eso aguantaré un tiempo, pero luego ¿qué? -Le apetecía soltar alguna frase hecha del tipo «estaría mejor muerto», pero el calor de la mano de Rhoda le decía que no era cierto.
– Tom, sé que ahora mismo te sientes enojado y traicionado, pero hay cosas en la vida que debemos aceptar sin más, porque aunque no lo hagamos van a seguir igual. -A Tom le pareció que hablaba por experiencia propia.
Permanecieron unos minutos en silencio cogidos de la mano.
– Tom -dijo Rhoda por fin-, hay alguien a quien quiero que conozcas.
Tom creyó adivinar a quién se refería.
– ¿Tu rabino? -preguntó.
– Te va a gustar -dijo ella confirmando la pregunta de Tom-. Me pidió que le visitáramos cuando estuvieras en pie.
– Sí, bueno, supongo que va siendo hora de que le agradezca que me rescatara y me trajera hasta ti.
Aunque reacio, Tom dejó libre la mano de Rhoda para que pudiera conducir.
<a l:href="#_ftnref35">[35]</a> Descendiente de colonos franceses expulsados de Acadia (hoy Nueva Escocia, Canadá) en el siglo xviii. (N. de la T.)