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13

EL COLOR DEL CABALLO

Derwood, Maryland

Era un día muy agradable de finales de otoño en Washington D.C.; la temperatura superaba los diecinueve grados y el sol lucía en un cielo completamente despejado. Era el día perfecto para saltarse el trabajo. Por otra parte, hacía tres años que Decker no pasaba por la oficina y pensó que era ya hora de hacerlo.

Cuando cogió el metro en la estación de Shady Grove, se dio cuenta de que el tren iba más vacío de lo habitual. Unas cuantas estaciones más adelante los vagones seguían sin llenarse y cayó en la cuenta de que se debía al Desastre. Washington había perdido aproximadamente un catorce por ciento de la población de su área metropolitana, casi un millón y medio de personas, pero no había sido consciente de la envergadura de la cifra hasta ver reflejado su impacto en el microcosmos del metro. Decker continuó dando vueltas al asunto incluso después de bajarse en DuPont Circle y seguir a pie hasta las oficinas de la revista News World.

En el vestíbulo la recepcionista insistió en registrar su entrada y en que esperara a que alguien le acompañara hasta la oficina. Decker era una persona muy educada, pero protegía lo suyo a ultranza. A pesar del tiempo que llevaba fuera, sentía aquél como su territorio y no tenía intención de firmar ni esperar a nadie. Por fortuna para la recepcionista, Sheryl Stanford llegó en el siguiente ascensor.

– No se preocupe -le dijo a la recepcionista-, trabaja aquí.

Aquella mañana Decker no encontró en la oficina muchos rostros familiares. En los últimos tres años, la mayoría de sus compañeros habían sido trasladados a otras delegaciones, se habían jubilado o habían cambiado de trabajo; algunos habían muerto en el Desastre.

Cuando Sheryl volvió a reunirse con Decker, éste miraba desolado a la persona que ahora ocupaba la mesa de su antiguo despacho. Peor fue cuando descubrió a un jovenzuelo en el que había sido el despacho de Tom Donafin.

– Señor Hawthorne -le reclamó Sheryl evitando que éste dijera algo al joven de lo que luego pudiera arrepentirse-, el señor Asher quiere verle.

Decker le echó una última mirada de odio al que ocupaba su despacho y se dirigió hacia el de Hank Asher.

– Quiero que me devuelvan mi despacho -le ladró a Sheryl.

– Hoy no va a ser un buen día -murmuró Sheryl intentando esbozar una sonrisa.

– Quiero que me devuelvan mi despacho -repitió Decker al franquear la puerta del despacho de Asher.

– Precisamente de eso quería hablar contigo -dijo Asher-. Te vamos a dar un despacho nuevo, uno de esquina con ventanas y vistas.

A Decker se le pasó el enfado al instante y empezó a mirar codiciosamente el despacho de Asher. La descripción sólo podía corresponder a un despacho en News World y estaban sentados en él.

– Espera un momento -dijo Asher leyéndole el pensamiento-, no me refiero a este despacho.

– ¿A cuál, entonces?

– Decker, me lo han notificado hoy mismo. Te han dado un ascenso. Vas a encargarte de la delegación de Nueva York.

Decker se quedó pensativo un segundo.

– ¿Y qué pasa si no quiero el puesto en Nueva York?

– ¿Y por qué santos no lo ibas a querer?

Decker pensó en su casa de Derwood, la que le había dicho a Elizabeth que sería su hogar. Pensó en la tumba de su familia en el patio trasero.

– Pues porque no me interesa.

Asher creyó entender cuál era el problema. Después de todo, había sido él quien había cavado la tumba.

– Decker, si es por lo de tu… Bueno, por lo de tu casa, pues no hay problema. Me han dicho que te ofrezca un aumento más que generoso. Puedes tener un apartamento en Nueva York sin necesidad de deshacerte de tu casa de aquí.

– ¿Estás loco? -le espetó Decker-. Pero ¿sabes lo que cuesta un apartamento en Nueva York?

– Pues ya no tanto. Hay mucha menos gente en Nueva York desde lo del Desastre. Los precios están por los suelos.

Decker se encogió ligeramente al recordar lo que el taxista neoyorquino les había contado sobre los apartamentos de los fallecidos en el Desastre.

– Sí, puede que tengas razón -contestó Decker-, pero odio los apartamentos.

Asher lanzó una mirada hacia la puerta y bajó el tono.

– Mira, Decker, entre nosotros, me han dicho que te ofrezca lo que sea.

Decker miró a Hank como para asegurarse de que no bromeaba.

– ¿Cómo que lo que sea? -preguntó.

– Venga, Decker, por favor.

Decker pensó un instante.

– ¿Por qué? -inquirió.

– ¿Por qué, qué? -contestó Asher.

– ¿Por qué tanta generosidad?

– Necesitan un nuevo director para la delegación de Nueva York, y supongo que piensan que eres su hombre.

– Mira, Hank, me halagas pero tiene que haber algo más detrás de todo esto. News World no es precisamente una de esas empresas que vaya tirando el dinero por ahí. ¿Cómo van a ofrecerme un sueldo que me permita mantener dos casas?

– No lo sé, Decker. A mí también me extraña, pero a caballo regalado…

– Bueno, ¿y qué más te han dicho?

– Mira, Ima Jackson me ha llamado esta mañana y me ha dicho que te ascendían a director de la delegación de Nueva York. Le he preguntado cuánto se suponía que debía ofrecerte y ha dicho «lo que sea». Cuando le he preguntado que cuánto era eso, ha repetido «lo que sea». Me ha dicho que no hiciera preguntas, que la decisión venía de arriba y que me asegurara de que aceptabas el puesto. Supongo que uno de los jefazos te quiere ahí. A decir verdad, pensaba que a lo mejor tú podías explicarme a qué viene todo esto.

– Pues no tengo ni idea -dijo Decker encogiéndose de hombros.

Asher respiró hondo y sacudió la cabeza. No tenía sentido que el comité de dirección se ocupara del ascenso de uno de sus periodistas. En contadas ocasiones intervenían a esos niveles.

– ¿Para cuándo necesitan una contestación? -preguntó Decker.

– Para ya.

– No sé. Ya te llamaré.

* * *

Por la tarde, Decker sacó a Christopher a cenar. Quería saber cómo le habían ido estos primeros días en su nuevo colegio y tantearle sobre la posibilidad de mudarse a Nueva York. Christopher había tenido que pasar un montón de exámenes porque no habían llegado todavía sus calificaciones de California.

– ¿Qué tal te han salido? -preguntó Decker.

– Yo creo que bien. Eran bastante fáciles.

Decker siempre había tenido a Christopher por un estudiante brillante y decidió indagar algo más.

– Christopher, ¿qué notas sueles sacar?

– Sobresalientes -contestó Christopher.

– Eso está muy bien -dijo Decker nada sorprendido-. ¿Te han sugerido alguna vez que deberías saltar de curso?

– Sí, señor. Los profesores me lo sugerían casi todos los años, pero la tía Martha decía que era mejor que estuviera con chicos de mi edad. Decía que no sería bueno para mi desarrollo social que me pusieran en una clase con gente mayor que yo.

– ¿Y tú qué opinas?

– Supongo que tenía razón -contestó Christopher-. Me dijo que ya tendría tiempo de ir tan rápido como quisiera cuando llegara a la universidad. Entonces tendré edad para tomar mis propias decisiones.

– Tu tía Martha tuvo que ser una mujer excepcional. Qué pena no haberla conocido mejor -dijo Decker. Christopher sonrió. Siguieron comiendo en silencio y luego Decker cambió de tema-: ¿Qué te parecería que nos mudáramos a Nueva York? -preguntó sin más.

– ¿A Nueva York? -dijo Christopher con inesperado entusiasmo-. ¿Estaríamos cerca de la ONU?

– Pues, bueno, no lo sé. Me han ofrecido el puesto de director de la delegación de News World en Nueva York. La oficina está a unos tres kilómetros de la ONU, pero no sé dónde viviríamos. Tendríamos que buscar apartamento.

Christopher no ocultaba la excitación.

– Te apasiona la ONU, ¿eh? -preguntó Decker.

– ¡Sí, señor! Si nos mudamos podría conseguir trabajo como ayudante de alguno de los delegados. ¿Y sabe que tienen su propia universidad?

– No sabía que fuera a gustarte tanto la idea.

– ¡Oh, sí! ¡Sería genial!

– Bueno, no te entusiasmes demasiado. Todavía no he aceptado el trabajo.

* * *

Decker tenía sus dudas sobre las circunstancias que habían motivado el ascenso, pero consultó en Internet precios de apartamentos cerca de la ONU.

Una vez Christopher se hubo acostado, Decker sacó los papeles donde Elizabeth había llevado la contabilidad mientras él estaba en el Líbano a fin de calcular cuánto tendría que pedir para poder mantener la casa y disponer de un apartamento en Nueva York. Al poco de empezar a revisar las cuentas, dejó caer la cabeza y empezó a llorar. Durante su cautiverio se había preguntado en muchas ocasiones qué hacía Elizabeth en cada momento y aquellos papeles le proporcionaron parte de la respuesta. No sólo no tenían deudas a excepción de la hipoteca, sino que Elizabeth había estado adelantando letras y había engrosado su cuenta de ahorros común. Lloró no de alegría, sino del dolor que le causaba pensar en las penalidades por las que Elizabeth tenía que haber pasado mientras él estaba en el Líbano, ahorrando hasta el último penique para cuando regresara. ¿De cuántas cosas se habían privado ella y las niñas? ¿Cuántas veces habían comido de las sobras de las sobras? ¿Cuántas veces habían tenido que pasar con menos cuando los que las rodeaban tenían todo cuanto necesitaban? Por fin había regresado y ahí estaban todos los ahorros, pero no podrían compartirlos con él.

Entre la frugalidad de Elizabeth y los precios de apartamentos que encontró en Internet, Decker concluyó que no tendría que pedir tanto como había pensado a News World. Aun así, no podía dejar de preguntarse hasta cuánto estarían dispuestos a pagarle y qué había detrás de tan repentina e insólita generosidad. En su fuero interno se debatía entre el deseo de cerrar la boca y aceptar el trabajo y el afán de descubrir la razón última del ofrecimiento. Se preguntaba si no se trataría de algo más que de un simple regalo, como había sugerido Hank Asher, y había alguna trampa en todo aquello. Cuanto más pensaba en ello, más decidido estaba a conocer el porqué y a hacerlo antes de aceptar el trabajo.

* * *

Decker entró sin llamar en el despacho de Hank Asher, cerró la puerta y entregó a Asher una hoja de papel con una cifra escrita en ella.

– ¿Y esto qué es? -preguntó Asher después de echarle un vistazo.

– Eso es lo que quiero para aceptar el trabajo de Nueva York -dijo Decker impertérrito.

– Pero ¿estás loco? ¡Es el doble de lo que yo pensaba! ¡Ni por asomo te van a pagar esto!

– Es posible que tengas razón -contestó Decker-. Pero probemos.

Asher pensó que la idea era absurda, pero telefoneó de todas formas. En cuanto mencionó la suma a su jefa Ima Jackson, ésta la autorizó de inmediato. Asher tapó el auricular con la mano y miró a Decker estupefacto.

– Dice que sí -articuló en silencio.

Pero aquello no era lo que Decker tenía planeado. Él había pensado que Jackson se negaría y que una vez él se ofreciera a negociar y pudiera hablar con ella cara a cara, tendría la oportunidad de obtener unas cuantas respuestas.

– Pregúntale por qué -susurró Decker.

Hank sintió que era su orgullo lo que ahora entraba en juego. No le gustaba nada que News World estuviera dispuesto a pagar a Decker una cifra tan superior a lo que él estaba cobrando. Preguntó, pero Jackson se limitó a instarle a que cumpliera con sus instrucciones. Asher apretó los dientes y aceptó las órdenes como buen subalterno, pero la cosa no iba a quedar así. Pasara lo que pasara con Decker, Asher estaba decidido a pedir un aumento sustancial en el futuro próximo.

– Entonces, ¿qué piensas hacer? -preguntó una vez hubo colgado. Estaba enfadado y no quería que la cosa fuera más lejos.

– Llámala y dile que no estoy interesado. Dile que si tanto les intereso tendrán que decirme por qué. Dile que no estoy de humor para jueguecitos y que o van a las claras o me quedo donde estoy y me devuelven mi oficina. Dile que puede localizarme en casa. Me cojo el día libre.

* * *

El teléfono sonaba cuando llegó a casa. Descolgó y reconoció la voz de inmediato. Era Jackie, la hija del embajador Hansen.

– Señor Hawthorne -dijo-, le llamo de parte del embajador Hansen. El artículo que publica sobre él en la edición de News World de esta semana le ha dejado muy impresionado y quiere agradecerle las cosas tan buenas que sobre él ha escrito.

– Al contrario, le ruego que transmita al embajador mi gratitud. Dígale que aprecio su amabilidad, sobre todo dadas las circunstancias en que se produjo nuestra entrevista.

– Muchas gracias, lo haré -contestó ella-. El embajador también quiere saber si estaría interesado en discutir la posibilidad de trabajar con él como jefe de prensa y redactor de discursos. El puesto acaba de quedar vacante y está convencido de que es usted la persona idónea para cubrirlo.

La oferta cogió a Decker totalmente desprevenido. ¿Llamaba la oportunidad a su puerta? ¿Volvía a encontrarse en el sitio adecuado en el momento oportuno? La situación que se había creado en News World le incomodaba. Sabía lo mucho que su nuevo salario enojaría a Asher si aceptaba la dirección de la delegación de Nueva York. Pero ¿era acertado renunciar a semejante cifra? Por otro lado, tenía sentido buscar otras ofertas. Entonces se acordó de la expresión de Christopher cuando hablaba sobre la ONU. Decker no era todavía consciente de que desde las muertes de Elizabeth y de las niñas, el joven se estaba convirtiendo rápidamente en su nueva familia.

– Por supuesto que estoy interesado -contestó-. Estoy abierto a la oferta.

– Bien -dijo ella-. Entonces, ¿cuándo puede venir a Nueva York para hablar sobre los detalles?

– Puedo estar allí mañana por la tarde, siempre que le venga bien al embajador Hansen.

– Perfecto. Voy a pedir que se ocupen de reservarle el billete de avión y que le llamen dentro de un rato para confirmarle la hora del vuelo.

Decker colgó y se puso rápidamente a actualizar su curriculum vitae.

* * *

En Nueva York, Jackie estaba sentada a la mesa de su padre con la puerta del despacho cerrada. Daría las instrucciones necesarias a su secretaria enseguida, pero ahora debía hacer una segunda llamada en privado.

– Soy Jackie Hansen -dijo al teléfono-. Páseme con el director.

– ¿Diga? -escuchó al otro lado un momento después.

– Ha dicho que sí -dijo Jackie Hansen sin más-. Estará aquí mañana para la entrevista.

– ¡Excelente! Lo has hecho de maravilla -dijo Alice Bernley.

* * *

Alice Bernley colgó y sonrió a Robert Milner. En su rostro se podía leer que el plan había sido un éxito.

– Supongo que podemos decirle a Bragford que llame a News World -dijo Milner-. De todas formas, creo que es mejor así. Será más fácil orientar el futuro del muchacho con el señor Hawthorne trabajando para el embajador Hansen, más que si hubiese aceptado el puesto en la revista.

– Eso siempre que Jackie convenza a su padre de que le ofrezca el puesto -dijo Bernley-. Y ¿cómo podemos estar seguros de que el señor Hawthorne lo aceptará?

– Cuando News World retire la oferta de promoción y ascenso de repente, Hawthorne no podrá tomárselo sino como un insulto a su profesionalidad. Tendrá que buscar la manera de proteger su honor, y la oferta del embajador Hansen le vendrá como anillo al dedo -contestó Milner.