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10

DESASTRE

Había empezado a llover suavemente y Decker se abría paso con dificultad a través de la alta hierba, intentando evitar en su carrera los cardos y las zarzas silvestres que le salían al paso. Su casa, refugio de la tormenta inminente, quedaba al otro lado de la loma. En su obstinación no cayó en la cuenta de la extraña sensación de estar en el cuerpo menudo de un niño que aún no había cumplido los ocho años.

Por un momento pareciera que los negros nubarrones se disolverían con la misma rapidez con que se habían agrupado. Pero así cayeron las primeras gotas, el estallido de un trueno en la lejanía anunció que aquél iba a ser un diluvio de proporciones bíblicas.

Mientras corría, Decker sintió cómo se le agarrotaba el cuerpo de miedo ante el inevitable giro de los acontecimientos que sabía le iba a sobrevenir. Era como si ya hubiese vivido aquello antes. Había algo en su camino, algo que temer. Pero no podía recordar el qué.

De repente la tierra desapareció bajo sus pies. Las manos batían la nada por encima de su cabeza en un intento desesperado, instintivo, por asirse al espeso y húmedo aire y frenar la caída. Entonces volvió a sentir el contacto con la tierra al golpear con el estómago y el pecho contra un muro de arena. Su cuerpo empezó a deslizarse por una abrupta pendiente que amenazaba con tragárselo. El impacto le había cortado la respiración y no había recuperado todavía el aliento cuando un repentino dolor agudo le recorrió de arriba abajo al rozar su cuerpo contra una serie de salientes irregulares que le rasgaron la camisa lanzándosela sobre la cabeza en su precipitada caída pendiente abajo. Sus manos, frenéticas, consiguieron aferrarse a una maraña de pequeñas raíces que se le escurrió de inmediato pero a la que sustituyó otra más sólida y firme. Se quedó agarrado, sobrecogido, inmóvil.

Pasados unos instantes, Decker comenzó a tirar de su cuerpo cuidadosamente hacia arriba, deseando que su asidero resistiera. Tras salvar unos centímetros de pendiente, consiguió colocarse la camisa de nuevo en su sitio. Con la cabeza despejada pudo examinar su situación. Estaba agarrado a una raíz de árbol de aproximadamente tres centímetros de diámetro. A punto de llorar, se giró lentamente y miró hacia abajo. Horrorizado, comprobó que su imaginación no había exagerado el peligro. A sus pies la sima continuaba en su caída unos nueve metros y luego se estrechaba y desaparecía en otra dirección.

Cerró los ojos y pensó en el verano del año anterior cuando había oído hablar por primera vez de aquellos agujeros. Él y su primo Bobby habían estado paseando con las mulas de su tío por el prado que había al norte de la vaquería. Bobby le llevó hasta un lugar donde había un viejo carro de heno abandonado allí desde hacía tanto tiempo que ya crecían hierba y cardos de flor morada sobre él. Bobby levantó la pierna y se deslizó por el lomo sin montura de la mula hasta el suelo.

– Vamos -dijo atando las rústicas riendas a una argolla de hierro del carro. Su voz prometía aventuras y Decker le siguió sin pensárselo dos veces.

– Ahora ve con cuidado -le advirtió Bobby mientras avanzaba muy lentamente hacia el borde de un agujero que se abría en el suelo al otro lado del carro.

Decker le siguió y pronto estuvo junto al borde mirando hacia abajo.

– Jo, tío, esto sí que es hondo -dijo Decker-. ¿Qué es?

– Una sima -contestó Bobby.

– ¿Una qué?

– Una sima. Continúa hasta el infinito -dijo Bobby con autoridad.

– Ya, te lo estás inventando -respondió Decker-. Estoy viendo el fondo.

– Eso no es el fondo, sólo es donde cambia de dirección. -Bobby tiró levemente de la camisa de Decker y los dos se movieron hacia el otro lado del agujero.

– Mira ahí abajo -dijo Bobby señalando hacia lo que parecía ser el fondo del pozo.

Decker no hubiera podido decir hasta dónde descendía, pero comprobó que el pozo continuaba en la otra dirección. Se puso en cuclillas para ver mejor, pero no había luz suficiente para distinguir lo que había más allá.

– ¿De dónde ha salido? -pregunto Decker.

– ¿Cómo que de dónde ha salido? Crees que lo hemos cavado nosotros, ¿o qué? -Decker le lanzó una mirada furibunda. Bobby decidió que aquél no era el lugar más adecuado para empezar una pelea, así que continuó-: Aparecen de repente. Un día el suelo está plano y al día siguiente hay una sima.

Decker intentó mirar más de cerca y de repente se le ocurrió una idea.

– ¡Vamos a coger una cuerda y bajamos a explorar!

– ¡¿Estás loco?!

– ¡Vamos! Podemos coger una cuerda muy larga. O mejor, podemos buscar unas linternas y coger el rollo de cuerda trenzada del granero. Atamos la cuerda a una de las mulas y nos dejamos caer. Lo he visto hacer en la tele un montón de veces.

– ¡Tío, tú estás como una cabra! Mi padre me ha contado que tres tipos del condado de Moore que bajaron a una sima no volvieron a subir, ¡y dos meses más tarde encontraron sus cuerpos en el río Duck!

Decker miró a Bobby intentando discernir si se lo estaba inventando. Bobby continuó.

– Ya te lo he dicho, ¡estas cosas no tienen fondo!

Justo en ese momento divisaron al padre de Bobby, que se acercaba hacia ellos a grandes zancadas por la alta hierba. Estaba como loco.

– ¡Bobby! -llamó-. ¡Por todos los santos! ¿Se puede saber qué hacéis ahí? ¿Queréis caeros y mataros? ¡Apartaos de ese agujero ahora mismo u os doy una paliza que os mato a los dos!

Los niños corrieron tan rápido como pudieron hasta las mulas. Por el alboroto, Decker supo que Bobby no bromeaba acerca del peligro.

* * *

La lluvia era ahora más intensa y la tierra contra la que apoyaba su cara se había convertido en barro. Tenía las manos cerradas sobre la raíz, la ropa mojada, el vientre arañado y sangrando, y empezaba a hacer frío. Gritó pidiendo ayuda, pero cesó tan pronto empezó a quedarse ronco. La superficie estaba sólo unos metros más arriba, pero no había manera de escalar por la pendiente. Intentó convencerse de que aquello era una aventura, de que de una manera u otra conseguiría salir al final y que luego podría contarlo todo en la escuela. A lo mejor les daba a todos pena y su madre le dejaba saltarse las clases al día siguiente. Pensó en quitarse el cinturón y utilizarlo como cuerda para salir de allí. «¡Chico! ¡Ésa sí que sería una buena aventura que contar!», pensó. Pero no había nada adonde atarlo. Y de todas formas, no tenía intención de soltarse de una mano para intentar sacarse el cinturón.

Pasó una hora o más allí tumbado sobre la pendiente de barro, sin soltar la raíz. Casi había escampado, pero empezó a oscurecer con la caída de la noche. Fue entonces cuando oyó las voces de su madre y de Nathan, su hermano mayor. Le llamaban y se acercaban cada vez más. Gritó, pero no para pedir ayuda, sino para advertirles.

– ¡Atrás, mamá! ¡Hay una sima!

Pero por supuesto que ella no se quedó atrás, y al instante Decker vio su aterrorizado rostro asomarse sobre el borde del pozo. Se había acercado gateando hasta allí y contenía las lágrimas mientras lo miraba allí abajo, asido a la raíz, a unos tres metros de la superficie. Intentó pensar con claridad. Le miró los dedos, agarrados a la raíz. Parecían tan pequeños. Hacía tiempo que se habían quedado sin riego, y estaban blancos y arrugados por la lluvia. Se tumbó sobre el vientre y empezó a estirarse hacia él, deslizándose un poco más, un poco más, a sabiendas de que el terreno podía ceder en cualquier momento y enviarlos a ambos a una cenagosa tumba. En el último intento por ganar los escasos centímetros que necesitaban, contuvo la respiración, se aplastó contra el suelo y clavó las puntas de sus zapatos en el barro para evitar resbalar y caer al interior.

– Aguanta un poco, cariño. Te sacaré de ahí en un minuto -dijo en el tono de voz más resuelto y tranquilizador que pudo.

Decker observaba esperanzado mientras los dedos de ella le agarraron de la muñeca derecha. Tan entumecida estaba que no sintió su agarre. Una vez segura de que le tenía bien sujeto, empezó a tirar de él hacia arriba. Le izó unos centímetros al tiempo que Decker hacía cuánto podía con los pies para escalar por la embarrada pendiente.

– Ya puedes soltar la raíz, cariño -le dijo-, te tengo.

Pero Decker no podía soltarse.

Las manos que tan tenazmente lo habían salvado de las fauces de la muerte se negaban a abrirse. Las tenía entumecidas, pegadas una a la otra, los dedos cruzados, y no las podía mover. Su madre tiró de él con más fuerza.

– ¡No me puedo soltar! ¡Mamá, no puedo abrir las manos! -dijo mientras rompía a llorar por primera vez.

– No pasa nada, mamá te sujeta y no te va a soltar.

Tiró de él. Tiró con toda su fuerza y su amor. Y de repente, se detuvo.

* * *

Decker se sentó de un salto en la cama.

Estaba soñando.

Aquello sí que había ocurrido, exactamente igual, pero hacía muchos años.

Inexplicablemente, sentía todavía la mano de su madre asiéndole con fuerza del antebrazo derecho. Intentó moverlo, pero le dolía y le pesaba. Bajo la luz del amanecer que empezaba a clarear miró y descubrió lo que le ocurría.

– ¡Elizabeth, despierta, suéltame el brazo! -dijo-. Vamos, cariño. Has debido de tener algún sueño raro o algo. -Decker meditó brevemente en lo irónico que resultaba que fuera él quien le decía a ella que estaba sufriendo una pesadilla-: Vamos, Elizabeth, me haces daño. ¡Despierta! ¡Suéltame el brazo! -Decker cogió su mano y le soltó los dedos del brazo.

Una vez libre, sacudió el brazo para que volviera a circular la sangre y se tumbó para seguir durmiendo. Pero algo no iba bien. Elizabeth tenía el sueño ligero y se despertaba con nada.

– ¡Elizabeth! -la llamó abruptamente, pero no obtuvo respuesta. Se volvió en la cama y la agitó infructuosamente. No despertaba. La sacudió de nuevo, pero ella seguía sin reaccionar. Un horrible pensamiento le cruzó la mente y la agarró de la muñeca.

No tenía pulso.

Comprobó si tenía pulso en la arteria carótida. Tampoco. Buscó escuchar los latidos de su corazón, pero tampoco pudo oír nada. Su propia presión sanguínea aumentó al empezar a latir su corazón con terror. Apretó la mandíbula y empezó a sentir punzadas en la cabeza mientras intentaba comprender qué es lo que había ocurrido.

«RCP -pensó de repente-. Su cuerpo sigue caliente. Tiene que haber pasado ahora mismo. Tengo que intentar una RCP.» Retiró las sábanas que cubrían el cuerpo exánime. Hacía años que había seguido un cursillo de Reanimación Cardiopulmonar; rezó por acordarse de todos los pasos.

«Veamos -pensó-, pon una mano sobre la otra en medio del pecho. ¡Un momento! ¿Era justo encima de donde se juntan las costillas o justo debajo? ¡Justo encima!» Empezó a presionar, pero el cuerpo se hundía con el colchón. Tenía que colocarla sobre una superficie sólida. La cogió de los brazos y la llevó hasta el suelo.

Lo intentó de nuevo.

– ¡Oh, Dios! -gritó-. He olvidado comprobar la boca.

Decker abrió la boca de su mujer y miró en el interior por si hubiera algo obstruyendo la vía aérea. Estaba demasiado oscuro para ver nada.

Se encaramó a la cama para dar la luz, pero perdió aún más tiempo hasta que sus ojos se acostumbraron a la repentina luminosidad. Volvió a mirar, pero no podía ver nada. Le introdujo los dedos en la boca. Allí no había nada.

– ¡Dios mío, ayúdame! -dijo con lágrimas de desesperación en los ojos. «Eso era lo primero que tenía que haber hecho.» Había perdido unos segundos preciosos.

Rápidamente sopló dos veces para llenar sus pulmones y recuperó la posición sobre ella, presionando las palmas contra el centro de su caja torácica.

– Uno, dos, tres, cuatro, cinco -murmuró antes de volver a soplar aire en sus pulmones-. Uno, dos, tres, cuatro, cinco -repitió el proceso. Y otra vez. Y otra vez-. No te mueras. Elizabeth, por favor, no te mueras -sollozó. Otra vez, y otra vez. Cinco minutos-. Por favor, cariño. ¡Por favor, despierta! Dios, por favor, haz que despierte -pero no ocurría nada.

«Llama a una ambulancia. Sólo un par de veces más.»

– Uno, dos, tres, cuatro, cinco.

Decker agarró el teléfono de la mesilla de noche. Le temblaban las manos y apenas acertó a marcar el 911 mientras tiraba del cable del teléfono hasta donde yacía Elizabeth. Sujetó el teléfono entre el hombro y la oreja y continuó con la reanimación. Comunicaba. Colgó y volvió a marcar. Comunicaba. «¿Cómo es posible que comunique?»

– ¡Dios, ayúdame! -repitió en alto. Marcó el cero para comunicar con la operadora. También comunicaba. Lo volvió a intentar, pero seguía comunicando.

Decker dejó caer el teléfono. Continuó con la RCP durante otros treinta minutos, deteniéndose cada cinco para volver a marcar. Por fin dio señal de llamada. Se puso el auricular al oído, sujetándolo con el hombro al tiempo que continuaba con la RCP y escuchaba el tono sonar una y otra vez. Pasaron los minutos y no dejaba de sonar. ¿Habría marcado mal el número? ¿Ahora que por fin sonaba iba a colgar? ¡No, no! ¿Cómo iba a haber marcado mal el 911? Si hubiese marcado mal no daría señal. A no ser, a no ser que hubiese marcado accidentalmente el 411, el número de información. Era poco probable, pero en su estado de pánico, todo era posible.

Colgó y volvió a marcar. Comunicaba.

No le llevó nada de tiempo volver a marcar, pero al reanudar la reanimación se percató de algo que se le había escapado antes. Había pasado casi una hora y el cuerpo de Elizabeth se estaba enfriando. Estaba muerta. No había nada que él pudiera hacer. Estaba muerta.

Decker se sentó en el suelo junto a ella y lloró. La idea de perderla ahora, ahora que había aprendido lo que significaba amarla de verdad, era más de lo que su corazón podía soportar. Le dolían los músculos de practicarle la reanimación. En el exterior el sol comenzaba a despuntar como cada mañana. A Elizabeth siempre le había gustado el amanecer. La radio despertador se puso en marcha y cogió al locutor en medio de una frase, pero Decker no escuchaba. Oía el ruido, nada más. Las lágrimas surcaban su rostro, pero él no se enjugó los ojos. Si todo lo que tenía para ofrecer a Elizabeth eran sus lágrimas, era mejor dejarlas estar.

Hope y Louisa no tardarían en despertar. ¿Cómo iba a decirles lo que había ocurrido? Aunque sólo fuera por ellas, sabía que tenía que ser fuerte. Sin dejar de llorar, recogió el cuerpo de Elizabeth y volvió a tumbarla sobre la cama. Estiró las sábanas y remetió la colcha suavemente a su alrededor. Sólo entonces comenzaron las palabras del locutor de radio a abrirse paso a través del cerco de dolor que le rodeaba.

«Nos siguen llegando noticias de todos los rincones del mundo -la voz del locutor se quebró angustiada-. Miles de personas, cientos de miles o puede que más, han muerto en el que sin lugar a dudas se perfila como el peor desastre en la historia de la humanidad. Las muertes parecen haberse producido de forma casi simultánea en todo el mundo. Por el momento se desconoce la causa.»

¡Qué! ¿Qué estaba diciendo?

Los pensamientos retumbaban como truenos en la mente de Decker. ¿Miles de muertos? ¿Era eso lo que había matado a Elizabeth? ¿Cómo era posible? ¿Radiación? ¿Gas venenoso? ¿Un atentado terrorista? Pero ¿por qué matar a unos y no a otros?

Como si escuchara los pensamientos de Decker, el locutor prosiguió: «Las muertes no siguen un patrón aparente: negros, blancos, indios, japoneses, chinos; hombres, mujeres, niños…».

– ¿Niños? -dijo Decker en voz alta-. ¡Oh, no!

Decker salió corriendo del dormitorio. Un momento después ascendió por el hueco de la escalera un grito de angustia que atravesó las paredes e hizo temblar las diminutas partículas de polvo que flotaban en los rayos del sol matinal. Aquel desgarrado alarido no era de este mundo. Pero nadie lo oyó. Estaban todos muertos. Decker estaba solo.

* * *

Al borde de la locura, Decker subió a tropezones los escalones hasta el salón y se sentó en una silla. Arriba en el dormitorio, sonaba todavía la voz del locutor.

«En todas partes se ha instalado el terror, en todas partes hay dolor. Jamás se había enfrentado la Tierra a una pérdida tan devastadora. Ninguna guerra, ninguna plaga, ningún episodio de la historia puede compararse con la magnitud de este desastre. Y nadie puede asegurar que las muertes hayan cesado. Lo que quiera que sea que se ha cobrado la vida de tantos, ¿cómo puede golpear con tanta rapidez y con la misma celeridad desaparecer?

»En nuestro estudio han muerto tres de mis compañeros locutores, uno de ellos mientras hablaba conmigo hace algo más de una hora. Sin previo aviso. Para el resto de mi vida quedará grabada en mi memoria la escena de mi amigo deteniéndose a media frase y desplomándose en el suelo. Y mientras rememoro el momento en el que la muerte nos azotaba aquí y en el resto del mundo, no dejo de preguntarme: ¿se habrá acabado ya? ¿Nos golpeará de nuevo? ¿Será esta frase, esta palabra, éste mi último aliento? ¿Lo que a tantos les ha ocurrido les ocurrirá a otros, a mí, tal vez?

»¿Es esto el fin del mundo? No es ilógico hacerse esta pregunta.

»¿Es esto un acto de terror y barbarismo nunca vistos? ¿Un insidioso colofón a la infinita maldad del hombre contra el hombre?

»Decenas de millones yacen muertos en el mundo sin razón aparente. Se tiene noticia de que por lo menos treinta aviones comerciales se han estrellado contra montañas, campos o ciudades. En Brasil y Argentina, donde ya es mediodía, las carreteras son escenarios de una auténtica masacre. Los coches conducidos por víctimas del desastre han perdido el control y a toda velocidad han atropellado a otros vehículos, a peatones por doquier. En algunas plantas nucleares se ha rozado el desastre mientras los técnicos supervivientes se apresuraban a reemplazar a los que habían muerto. Algunos de los que han sobrevivido al primer desastre han tenido que dejar atrás a sus muertos mientras evacúan barrios afectados por el vertido tóxico de trenes descarrilados cargados de sustancias químicas.

»Los Gobiernos llaman a la calma. Se pide a la población que permanezca en sus hogares. Se ha interrumpido el servicio de todos los medios de transporte público; todos los aviones han recibido la orden de aterrizar en el aeropuerto más cercano disponible. Aun cuando las muertes se han producido de forma generalizada en todo el mundo, los Gobiernos de muchos países están reaccionando ante el desastre como si de un ataque a la soberanía nacional se tratara, situando en alerta máxima a sus ejércitos y restringiendo el espacio aéreo al uso exclusivo de las fuerzas armadas del país. La OTAN también está en alerta máxima.

»Nadie sabe lo que ha ocurrido, pero es inevitable hacerse una pregunta: ¿es ésta la venganza contra el mundo civilizado de todos estos años de Guerra contra el Terrorismo? Tal vez sea un ataque que se viene preparando desde hace años. O tal vez es la respuesta de los radicales islamistas a la decisión de Israel de erigir en Jerusalén un nuevo Templo sobre el emplazamiento donde hasta hace poco se elevaba su mezquita. Lo que es evidente es que si este desastre es el resultado de un atentado terrorista, sus agentes han ido más allá de la destrucción de unos cuantos edificios o del asesinato de unos cuantos en un puñado de ciudades, y ahora estamos en una guerra mundial.» El locutor se detuvo, incapaz de reprimir las lágrimas.

«En este momento, a lo largo de toda la costa este de Estados Unidos y de Canadá, hay hombres y mujeres que despiertan para encontrar a sus seres queridos muertos. Es tan duro de entender, tan difícil de imaginar. Más al oeste, donde todavía no ha amanecido, muchos duermen profundamente, ajenos a lo acaecido en nuestro planeta. Algunos todavía tardarán algunas horas en despertar y descubrir muerto, junto a ellos, al ser amado.»

Sur de Hanoi, Vietnam

Inclinada sobre el manillar de su cargada bicicleta, Le Thi Dao pedaleaba con fuerza hacia los mercados de Hanoi, veinte kilómetros más al norte, por la carretera sin nombre conocido que discurre por la cresta de una presa en la llanura de inundación del delta del río Rojo. Su cargamento de cestas artesanales de mimbre, apiladas y firmemente atadas, formaba dos anillos a cada lado de la bicicleta como dos enormes rosquillas. Guiñó los ojos para ver mejor, dejó de pedalear y se dejó llevar. Más adelante, junto a un buey que pastaba en la cuneta, un pequeño parche de intenso azul y rojo adquirió una forma familiar. Allí tirada, con la gorra de los New York Yankees, estaba Vu Le Thanh Hoa, una amiga del colegio; sus dedos, cada vez más rígidos, se aferraban todavía a la cuerda del buey.

Norte de Akek Rot, Sudán

Ahmed Mufti sujetó el rifle contra su pecho mientras esperaba impaciente y en silencio la señal. Con sólo catorce años iba a ser la primera vez que el muchacho participara en un saqueo de verdad.

Había viajado al sur con su padre, su tío y otros hombres desde su casa en Matarak para saquear los pueblos dinka y nuba del sur de Sudán y conseguir un botín y esclavos. Hasta ahora su padre siempre le había obligado a quedarse en el campamento durante los saqueos. El gobierno de Sudán en Jartum se oponía oficialmente a los saqueos y toma de esclavos, pero lo cierto era que los fomentaba con su política de islamización.

El traslado del botín de ganado, ovejas, cabras y esclavos hacia el norte era insoportablemente lento y a cada kilómetro Ahmed se lamentaba por no haber participado en un saqueo de verdad. Siempre cabía la posibilidad de topar con el Ejército Popular de Liberación de Sudán (EPLS), guerrilleros de la tribu dinka, pero los dinka estaban pobremente armados y era poco probable que atacaran a una partida de saqueadores tan numerosa como la de Ahmed. Parecía que iba a tener que esperar hasta el año siguiente para poder participar en alguna refriega.

Entonces llegaron noticias de los batidores de la partida, que iban por delante para comprobar que el camino estaba libre de peligro. Después de seguir un sendero por el que había pasado recientemente un grupo numeroso de personas, los batidores habían dado con un grupo de unos doscientos esclavos cerca de un enorme caobo. Transportados al sur por tratantes de esclavos a fin de venderlos de nuevo a sus familias y tribus o a alguna organización humanitaria que intentaba liberarlos, el grupo de mujeres y niños estaba escoltado por no más de diez hombres armados. Ya era mucho que el padre de Ahmed hubiese accedido a que los acompañara. Ahora, mientras esperaba la señal de atacar, permaneció aplastado contra el suelo e intentó calcular cuántas libras sudanesas le tocarían a él de la venta de doscientos esclavos.

Cuando menos la esperaba, llegó la señal. Ahmed, que tenía instrucciones de seguir a los hombres, empezó a avanzar lentamente. Enseguida alcanzó el lugar donde su tío y otros tres de la partida se habían detenido ante los cuerpos sin vida de dos soldados de la EPLS que yacían en el suelo. No había oído tiros ni ruidos de lucha, y allí no había sangre. Antes de que pudiese preguntar escucharon otra llamada proveniente del campamento de los esclavos. Cuando llegaron al claro se detuvieron. No había señales de lucha. Sin saber qué hacer, Ahmed se colocó entre su padre y su tío. No entendía lo que estaba viendo, pero por el gesto en el rostro de los demás, tampoco parecía que ellos lo supieran. A la sombra del gigantesco caobo, tal y como les habían contado los batidores, había doscientos esclavos, la mayoría muertos.

Lavaur, Francia

Albert Faure tiró de las riendas, detuvo el caballo y contestó a la llamada de su teléfono móvil.

– Faure -contestó secamente. El semental andaluz sacudió su abundante melena blanca y aprovechó la pausa para pastar de los tréboles que crecían bajo sus cascos.

– Ha ocurrido algo -dijo la voz. Era el secretario de Faure en su oficina del Conseil Régional, la asamblea regional del departamento francés de Midi-Pyrénées. Faure era el miembro más joven del Conseil, y a juicio de muchos, uno de los más ambiciosos.

Gerard Poupardin no sabía cómo explicar a su jefe lo ocurrido.

– ¡No me tengas en ascuas, Gerard! -le exigió Faure-. ¿Qué pasa?

– Verá, señor, es difícil de… Hace poco más de noventa minutos, millones de personas en todo el mundo han muerto de repente, sin previo aviso ni causa conocida.

Faure no alcanzaba a comprender a pesar de intentarlo. Quería creer que no había entendido bien a su secretario.

– ¿Y Francia? -preguntó por fin, sin saber de qué otra manera empezar a hacer preguntas.

– Lo cierto es que disponemos de muy poca información hasta ahora. He oído que se estima que han muerto aproximadamente doscientas cincuenta mil personas, pero no sé cómo pueden hacer una estimación de algo semejante. -Faure lanzó un grito apagado-. Lo que sí parece -continuó Poupardin con un hilillo de voz- es que en Francia y buena parte de Europa occidental se han perdido a muchos menos que en otras partes del mundo. Del Reino Unido llegan estimaciones que hablan de más de un millón de muertos.

– ¿Y Estados Unidos?

– Allí todavía es temprano, señor. Por lo que se sabe de la costa este, parece que lo de ellos es mucho peor que lo nuestro.

– ¿Qué es esto, una guerra biológica? ¿Terroristas árabes? -preguntó Faure. Era una pregunta obvia para la que Poupardin, evidentemente, no tenía respuesta.

– Francia ha cerrado las fronteras, igual que otros muchos países, y se está llamando a filas a la reserva -informó Poupardin.

– ¿Es seguro regresar a la ciudad? -preguntó Faure.

– No lo sé, señor. Nadie está seguro de nada. Nada de esto tiene sentido.

Faure pensó un momento.

– Hay otra cosa, señor -Poupardin hizo una pausa-. El presidente de la Asamblea es uno de los fallecidos.

Faure recapacitó sobre este último dato y especuló rápidamente sobre la manera de utilizarlo en su provecho. Mientras acariciaba el cuello del caballo, recorrió con la vista el perfil de los Pirineos, que marcaban la frontera sur con España.

– Voy para la oficina -dijo finalmente, y colgó.

Pusan, Corea del Sur

Con la pierna rota por dos partes, DaiSik Kim consiguió liberarse y con dificultad empezó a arrastrarse para salir de debajo de los aplastados restos de su puesto en el mercado Chagalchi de pescado de Pusan. La impresión de ver cómo la mitad de los que esperaban ante su puesto se habían desplomado muertos ante sus ojos le había impedido percatarse a tiempo del autobús que había invadido la acera y se dirigía a toda velocidad hacia él. Dos horas había permanecido bajo el montón de hierros y basura, pero nadie había acudido a sus llamadas de auxilio. Ahora emergió del amasijo de hierros esperando encontrar a la policía y una ambulancia muy cerca, pero ante él se desplegó un escenario de inexplicable destrucción. Había cadáveres por todas partes. Los vivos lloraban sentados en el suelo, otros vagaban confusos y aturdidos entre los muertos. La calle que discurría delante del puesto y por la que escasas horas antes circulaban vehículos de todo tipo ofrecía ahora una imagen de absoluta devastación.

Brisbane, Australia

Patrick McClure trabajaba en el último turno de una librería de la histórica Brisbane Arcade cuando acaeció el desastre. Entre gritos y exclamaciones de ayuda, su jefe llamó a la policía y al hospital, pero las líneas ya estaban ocupadas. Cuando tuvieron noticia de la catastrófica magnitud del desastre, Patrick llamó inmediatamente a su madre a casa. Tras asegurarse de que la familia estaba bien, pasó a hacer lo que podía por ayudar a los demás. La larga galería de tiendas que unía Queen Street Mal y Adelaide Street estaba sembrada de cuerpos. A algunas de las víctimas las atendían los amigos o familiares que les acompañaban en el momento fatal. Muchas otras estaban solas. En algunos casos habían muerto también los acompañantes. Era difícil saber qué hacer y allí no había policía ni ninguna otra autoridad para echar una mano. Casi todos los supervivientes habían huido, y sin otra forma de ayudar a los que habían perecido, Patrick fue colocando los cuerpos entre los que se movía en posturas más dignas que los retorcidos ovillos en los habían quedado al desplomarse. Más tarde llevó comida y bebida de un restaurante de la galería comercial a los pocos supervivientes que allí permanecían. Habían pasado dos horas y, mientras sacaba ropa de una tienda para proporcionar un asiento mullido a una anciana, Patrick observó cómo una pareja cargada de bolsas de compras merodeaba entre los muertos, recogiendo carteras, monederos y joyas.

Kerala, India

El doctor Jossy Sharma estaba sentado en el capó de su Mercedes, con el ordenador portátil sobre las rodillas, tecleando unas notas para el artículo que preparaba para el Indian Journal of Ophthalmology. Le gustaba venir al Santuario de Aves Thattekkadu para concentrarse. Al abrigo de un bosque de árboles de hoja perenne, hogar de aves indígenas y migratorias, incluidas algunas especies raras, el santuario le ofrecía un tranquilo refugio de su ajetreada consulta en el Hospital Joseph de Kothamangalam, a veinte kilómetros de allí. Después de unas horas de paz, Sharma se dio por satisfecho con el progreso del artículo y decidió poner rumbo a casa para cenar.

Al subir al coche advirtió que tenía un mensaje urgente del hospital en el busca. Le necesitaban de inmediato. Hacía tres horas de aquello, así que llamó, pero no obtuvo respuesta. Salió del santuario con el coche en dirección a Kothamangalam y no había recorrido ni un kilómetro cuando se cruzó con el primero de los numerosos accidentes de tráfico que iba a encontrar en su trayecto. Detuvo el coche en la cuneta y al acercarse a socorrer a los accidentados se encontró con una extraña escena. Además de los dos conductores, había tres mujeres y cinco niños. Aunque los pasajeros de ambos coches llevaban puesto el cinturón de seguridad y los airbags habían funcionado bien, estaban todos muertos, y era probable que llevaran así unas horas. Los vehículos presentaban graves daños pero los habitáculos estaban prácticamente intactos.

– Esta gente no tendría que estar muerta -se dijo a sí mismo-. Y ¿por qué nadie se ha detenido a socorrerles? -Entonces se dio cuenta de otra cosa. Aunque las víctimas tenían heridas, había muy poca sangre. Era como si el accidente hubiese ocurrido cuando ya estaban muertos.

De nuevo intentó llamar al hospital y de nuevo sin resultado. Se detuvo en dos accidentes más antes de encontrar a alguien vivo. Una mujer de mediana edad, superviviente del desastre y del accidente posterior, había sacado a rastras del coche el cuerpo de su marido y se encontraba ahora sentada junto a él en el arcén. No tenía heridas de importancia.

Tras dejar atrás seis accidentes más, el doctor Sharma aceleró hasta lo alto de una colina justo a las afueras de la ciudad. Ante sí, pudo ver en la carretera más vehículos accidentados de los que le hubiese gustado contar. Abandonó el coche cuando las carreteras dejaron de ser practicables y continuó a pie. Cuando por fin llegó al hospital, después de pasar en la calle junto a tantos cuerpos de personas muertas, algunas conocidas, se enteró de que treinta y seis de los cuarenta y dos médicos de la plantilla habían perecido.

Cuatro días después. Derwood, Maryland

Hank Asher cruzó los dedos y ahuecó las manos para que su joven becaria de periodismo pudiera apoyar el pie. Sheryl Stanford escaló sin esfuerzo hasta la ventana de la cocina que acababan de forzar y se introdujo en el interior. Al dirigirse hacia la entrada para abrir la puerta principal, distinguió el pálido e inmóvil bulto de Decker, tirado de mala manera en una silla del salón. Hank Asher entró en la casa y reconoció el hedor de cuerpos en descomposición ya tan familiar. Al principio pensó que Decker había sido uno de los desafortunados que habían muerto cuatro días antes en el que ya todos conocían como el «Desastre», pero Sheryl comprobó enseguida que seguía vivo.

– Parece estar en estado de choque -le dijo a Asher mientras trataba que Decker bebiera algo de agua. A pesar de seguir con la mirada perdida, Decker tragó ansioso al acercarle ella el vaso a la boca.

Asher estudió la situación y decidió que Sheryl lo tenía todo bastante controlado.

– Quédate aquí con el señor Hawthorne. Yo registraré la casa para ver si hay alguien más vivo.

Sheryl no necesitaba que la convencieran para quedarse entre los vivos. El hedor de la casa dejaba pocas dudas acerca de lo que Asher iba a encontrar. Hank no conocía a Elizabeth ni a las niñas, pero sufría por su amigo.

Cuando regresó de las habitaciones unos instantes después, le pidió a Sheryl que abriera las ventanas del resto de la casa.

– Hay que sacar la muerte de esta casa como sea. Voy a ver si encuentro una pala para enterrar los cuerpos.

Asher no hizo ningún intento por reanimar a Decker. Aunque hubiese podido hacerlo, le pareció más humano dejar que su compañero pasara «dormido» la espantosa tarea que quedaba por hacer.

Sheryl abrió cuantas ventanas pudo y regresó al salón, en parte para sentarse junto a Decker, pero sobre todo para encender el televisor. Sin nada que explicara las causas del Desastre y la angustiosa necesidad de saber que no iba a repetirse, el estado de ansiedad era demoledor. Los únicos a los que parecía no afectar era a los saqueadores y los oportunistas que robaban en las casas y negocios de las víctimas. La única razón por la que Sheryl había salido era porque Hank Asher la había ido a buscar. Casi todas las empresas seguían cerradas, pero como le aclaró Hank, ellos no eran una empresa, eran un medio de comunicación y había trabajo por hacer. En cierta forma, respetaba su actitud de seguir adelante, aunque habría deseado que aquello no la incluyera a ella también. Casi todo el personal de News World asignado a la oficina de Washington D.C. había sobrevivido al Desastre, pero había quienes no habían vuelto a dar señales de vida; a ésos se encargaba de llamarles Hank. Decker había sido el único con el que no había podido contactar y cuya muerte no había podido confirmar, así que había ido a averiguarlo personalmente.

Se habían propuesto todas las hipótesis imaginables, y también muchas inimaginables, para explicar el Desastre. Con muy pocas excepciones fuera de la población árabe, lo primero que se le venía a la boca a la gente era la sentencia «terroristas árabes», y hasta la fecha no había ninguna explicación razonable que disuadiera a quienes mantenían esa teoría. El sentido común hacía pensar que había sido algún nuevo tipo de virus desarrollado por los terroristas o, para ser más concretos, que había descubierto Estados Unidos, Rusia o China y luego había sido robado o vendido a los terroristas.

La gente había empezado a comprar o a robar en las tiendas que permanecían cerradas todo tipo de máscaras antigás, respiradores e incluso mascarillas desechables de quirófano. Las tiendas del ejército habían agotado sus provisiones de máscaras y las tiendas en Internet aceptaban cientos de miles de pedidos que no podían cubrir. En algunos comercios se habían producido encarnizadas luchas entre los clientes por las mascarillas de papel, aun cuando era evidente que éstas no podían filtrar el virus mortal.

Con cada nueva explicación se producía una nueva situación de pánico. Tantos eran los que temían que hubiera algo en el aire como los que tenían miedo de beber agua, o de comer alimentos transgénicos. La mayoría no sabía qué temer, así que tenían miedo de todo.

Fuera cual fuera la causa, estuviera ésta en el aire, el agua o cualquier otro sitio del medioambiente, tenía que llevar allí semanas o meses o puede que incluso años, como una bomba de relojería esperando a estallar. Los barcos en alta mar habían notificado muertes, también los submarinos que llevaban semanas sumergidos. Dos astronautas a bordo de la Estación Espacial Internacional desde hacía seis meses habían muerto también.

* * *

En el jardín Asher encontró una pala y empezó a cavar un gran hoyo para enterrar a Elizabeth, Hope y Louisa. No era la tumba que uno hubiese deseado antes del Desastre, pero era mejor que las fosas comunes que se habían habilitado en las afueras de la ciudad. Aquí Decker podría, por lo menos colocar, una lápida algún día.

Asher echó un vistazo al jardín para asegurarse de que no iba a dañar ninguna red de suministro y se entregó al trabajo. Mientras cavaba sintió que alguien le observaba. Se volvió y allí, mirándolo fijamente desde el jardín vecino, había un joven adolescente.

– ¿Está enterrando a alguien? -preguntó el chico al tiempo que saltaba la tapia y se acercaba a Asher. Sus ropas eran nuevas pero estaban sucias, como si no se hubiera cambiado o lavado en varios días.

– Sí -contestó Asher mientras volvía al trabajo.

– Yo les conocía, ¿sabe? Yo montaba en bici con Louisa. Supongo que ya no va a necesitar más la bicicleta -el chico hizo una pausa como para pensar y continuó-: Qué pena que sea una bici de chica.

Asher continuó cavando.

– ¿Le ayudo? -preguntó el chico.

Asher ya estaba todo sudoroso y acogió la oferta con gusto.

– Le ayudo a cavar por diez dólares -añadió el chico.

A Asher le repugnó por un momento aquella manera de aprovecharse de la situación. En lugar de ofrecerse a cavar la tumba por compasión o tal vez por su amistad con Louisa, contemplaba aquellas muertes como una forma de sacarse un dinero. Con todo, Asher decidió que era mejor olvidar los motivos y aprovechar la ayuda.

– Hay otra pala y unos guantes de trabajo que tal vez te queden bien en el cobertizo ese de ahí -dijo.

El chico fue a buscar la pala y los guantes mientras Asher empezaba a trabajar con un pico.

– ¿Están todos muertos? -preguntó el chico mientras Asher picaba la tierra.

– Todos menos el señor Hawthorne.

– No le conozco muy bien. Le recuerdo un poco de cuando era pequeño, pero luego le secuestraron los árabes. No se escapó hasta hace una semana.

Asher siguió cavando sin responder, pero al rato se detuvo y miró al chico.

– Oye, ¿vas a cavar o sólo piensas sujetar esa pala?

El chico fingió agradecer el recordatorio y se puso manos a la obra.

– Mi padre dice que seguro que han sido terroristas árabes -dijo al cabo de unos minutos.

– Ya, bueno, parece que es lo que piensa casi todo el mundo -contestó Asher.

– Sí, he oído en las noticias que sólo han muerto unos pocos miles de árabes.

– No estás al día. Por lo que sé, las cifras hablan de muchos más: medio millón en Arabia Saudí y en Irak, doscientos mil en Jordania e Irán, cien mil en Libia, tres millones en Pakistán y ocho millones en Egipto.

Aquella relación de cifras dejó al chico fuera de juego momentáneamente, pero se recuperó enseguida.

– Eso seguro que son todo mentiras para que no sepamos que fueron ellos.

Asher siguió cavando mientras el chico hablaba. A cada frase o dos el chico vaciaba una palada de tierra para no dejar de echar una mano.

* * *

En el interior de la casa, Sheryl Stanford miraba las noticias de la cadena Fox.

«En la conferencia de prensa que ha ofrecido esta mañana en Washington -informaba el corresponsal-, el secretario de Sanidad y Servicios Sociales, Spencer Collins, ha hecho una declaración informativa sobre las medidas que se están tomando para manejar la crisis y después ha contestado a las preguntas de los periodistas. A continuación ofrecemos un extracto de su intervención.»

La imagen cambió y en pantalla apareció el secretario de Sanidad leyendo una declaración escrita.

«Queremos garantizar a los ciudadanos que no va a quedar piedra sin remover en la búsqueda de la causa de esta tragedia, como tampoco a la hora de determinar si el riesgo persiste y, en caso afirmativo, qué se puede hacer para protegernos contra él. Se está estudiando todo, por pequeño o improbable que parezca. El presidente y el Congreso han autorizado la provisión de fondos de emergencia y gastaremos todo lo necesario para cumplir con éxito esta misión. Estamos trabajando las veinticuatro horas. Se están realizando todas las pruebas medioambientales imaginables: de la atmósfera, el agua potable, la tierra, de tipo químico, biológico, nuclear… Al tratarse de un caso de dimensión mundial, estamos examinando también al detalle todos los datos cósmicos recogidos antes del Desastre, como son los referentes a la actividad solar.

»Simultáneamente, los centros de Control de Enfermedades de Atlanta y el Instituto de Investigación Médica de Enfermedades Infecciosas del ejército estadounidense en Fort Detrick, Maryland, han aplicado los protocolos que se emplean en la investigación de enfermedades infecciosas naturales y agentes biológicos malignos adaptándolos a las circunstancias particulares de este suceso. En coordinación con la Secretaría de Sanidad, están entrevistando a decenas de miles de familiares de víctimas. Junto con las agencias análogas de otros países y la Organización Mundial de la Salud buscan un patrón en las actividades de las víctimas: qué lugares frecuentaban, qué comían, qué bebían, sus costumbres, si habían recibido algo por correo. Como digo, no se dejará piedra sin remover. Del mismo modo se está investigando si existe un patrón de comportamiento en los supervivientes, por si hubiera algo que hubiese actuado contra el agente. Se trata de una tarea inmensa y hemos llamado a colaborar con nosotros a miles de investigadores de universidades e instituciones privadas de todo el país.

»También pedimos a las personas que perdieron familiares o amigos muy próximos en la tragedia que colaboren con nosotros visitando nuestra página web y rellenando un exhaustivo cuestionario con preguntas sobre las personas fallecidas y sobre ellos mismos; de esta manera podremos contrastar datos sobre los supervivientes. En este sentido, Internet nos está permitiendo recoger datos de Estados Unidos y de todas las partes del mundo. Dada la naturaleza del suceso, calculamos que serán miles lo que participen en este esfuerzo, y confiamos en que el análisis de todos estos datos nos proporcionará información de gran utilidad. De hecho, el éxito o el fracaso de la investigación dependen de la participación ciudadana.

»Los Institutos Nacionales de Salud están examinando el ADN de un gran número de víctimas y de supervivientes en busca de algún marcador genético que distinga a los dos grupos. Previo aviso por correo electrónico, se requiere a los hospitales locales y profesionales sanitarios que recojan muestras de ADN de las víctimas y familiares supervivientes próximos. Una vez más, éste es un campo en el que la participación ciudadana es vital si queremos que la investigación sea un éxito.

»Los Centros de Control de Enfermedades se están encargando de coordinar el tratamiento de datos recogidos en las autopsias. Hasta la fecha, contamos con los datos obtenidos en las autopsias de más de mil víctimas y la llegada de informes es incesante. Los encargados de llevar a cabo estos procedimientos son médicos forenses y patólogos de todo el mundo. Contamos ya con algunos datos sobre las autopsias practicadas una hora después del Desastre por forenses previsores que supieron reconocer la importancia que tendrían sus exámenes a la hora de determinar la causa de esta tragedia.»

Una vez finalizada la declaración, el secretario Collins comenzó a contestar las preguntas de los periodistas. Las dos primeras apuntaban a obtener del secretario, para tranquilidad de los telespectadores, una declaración que garantizase que el Desastre no se iba a repetir. A pesar de su aparente optimismo, no pudo ofrecer garantía alguna. La pregunta del tercer periodista era mucho más concreta, pero no por ello fue la respuesta más útil o tranquilizadora: «A partir del resultado de las autopsias, ¿qué puede decirnos sobre la causa de las muertes?».

El secretario Collins se ajustó las gafas. Sabía que con su respuesta sólo conseguiría que le plantearan más preguntas, y para aquéllas no tenía respuesta: «Normalmente -empezó calculando cada palabra-, sea cual sea la causa de la muerte, lo habitual es que durante la autopsia se obtengan indicios de la forma en que ha actuado el agente causal. Por ejemplo, puede inducir un fallo en el funcionamiento correcto de órganos vitales como el corazón, los pulmones, el hígado, riñones, cerebro, la sangre, etc. Pues bien, sea lo que sea con lo que estamos tratando -dijo-, parece que es totalmente asintomático o para ser más exactos, tiene un único síntoma, la muerte. Los signos que habitualmente se identifican en las autopsias de personas que han sufrido el proceso natural de la muerte no aparecen en estas víctimas. Las pruebas apuntan a que la muerte ocurrió de forma extremadamente repentina y con un fallo casi instantáneo y global de todo el organismo. Ello ha hecho imposible determinar, hasta el momento, cómo actuó el agente o cuál fue la razón de que las víctimas fallecieran».

La declaración provocó el ya esperado torbellino de preguntas, pero Collins consiguió salir airoso sin proporcionar más información de la que ya había facilitado.

Una periodista se encargó finalmente de cambiar el rumbo de las preguntas: «Parece ser que en Estados Unidos el número de muertes en las zonas rurales es proporcionalmente mayor al de las ciudades, cuando lo lógico sería esperar todo lo contrario. ¿Hay alguna razón que lo explique?».

«Estamos al tanto de esta anomalía -contestó el secretario-, y es un factor que se ha tenido en cuenta en la investigación. Existe toda una serie de agentes bacteriológicos que pueden permanecer en estado latente durante años en la tierra, y cabe la posibilidad de que el mayor porcentaje de muertes rurales sea un indicio de que el contacto con la tierra tiene algo que ver. Estamos investigando esta posibilidad. Por otro lado, se trata de una hipótesis que de ninguna forma explicaría la muerte de los dos astronautas que se encontraban a bordo de la estación espacial.

«Pero permítanme que les señale la existencia de otros patrones anómalos que empiezan a surgir, algunos de los cuales resultan contradictorios al compararlos entre regiones o entre países. Debo insistir en que este análisis se basa en estadísticas muy preliminares de muertes, pero se ve claramente que el índice de muertes ha sido bastante irregular. Esperamos que el acopio de información nos proporcione algunas pistas, pero de momento seguimos en la fase de recopilación de datos.»

«¿Qué otros patrones anómalos se han detectado?», preguntó la periodista al hilo de las declaraciones.

«Bueno, en Estados Unidos, por ejemplo, se estima que ha muerto entre el quince y el veinte por ciento de la población. Por otra parte, hay algunos países europeos que sólo han perdido a una o dos personas por cada mil habitantes. Como resultado, el impacto logístico del Desastre en estos países ha sido prácticamente insignificante y sus Gobiernos casi han dado ya por concluido el recuento de víctimas. Uno de los mayores de entre estos últimos es Grecia, que ha perdido aproximadamente diez mil habitantes de una población total que supera los diez millones. En este grupo figuran también Albania, Mónaco, Andorra, Luxemburgo, Macedonia y Malta. Otros países europeos con una tasa de mortalidad del uno por ciento o incluso menos incluyen a Francia, Austria y Bélgica.

»Otro ejemplo -continuó el secretario- es la India, que según las estimaciones ha perdido hasta veinticinco millones o aproximadamente el dos por ciento de su población. No es una proporción elevada, pero lo que sorprende de los datos de la India es que casi el noventa por ciento de las víctimas vivían en la costa sudoeste, a orillas del mar Arábigo.»

«¿Qué se sabe de la tasa de mortalidad en los países árabes?», preguntó otro periodista.

«Como saben, no siempre es fácil conseguir información precisa de algunos países islámicos. A ello se suma, en la mayoría de casos, el hecho de que su capacidad de reunir datos no es tan avanzada o exacta como en el mundo occidental. No obstante, si nos basamos en la información recogida sobre estos países, los datos son seguramente los más sorprendentes de los obtenidos hasta el momento.»

El secretario hizo una breve pausa y continuó con una aclaración para evitar que se interpretaran mal sus palabras: «No estoy diciendo que sea sorprendente desde el punto de vista médico, sino más bien porque cuestionan seriamente las teorías que defienden que el Desastre fue obra de terroristas árabes. Al parecer, hay varios países islámicos que han perdido un porcentaje de población más elevado que los países europeos que acabo de enumerar. Entre ellos, Arabia Saudí, Omán, Irak, Jordania y muy especialmente Egipto, que puede haber perdido hasta el diez por ciento de la población. Indonesia, un país no árabe pero sí mayoritariamente islámico, también ha sufrido importantes pérdidas. Con excepción de Egipto, estos porcentajes siguen siendo bajos si se comparan con los de muchos otros países pero, personalmente, me cuesta creer que un grupo de terroristas islámicos invente un arma y luego mate a un porcentaje más elevado de su propia población que de la de muchos países de la Unión Europea. También explica por qué el índice de mortalidad en Israel no ha sido más elevado».

La grabación de la conferencia de prensa concluyó aquí y en el televisor volvió a aparecer un primer plano del corresponsal.

«Como acaban de escuchar, el secretario de Sanidad y Servicios Sociales afirma que hay pruebas de que algunos países árabes pueden haber sido golpeados con mayor dureza por el Desastre que algunos países de Europa occidental. No obstante, siguen produciéndose ataques contra musulmanes por parte de grupos organizados decididos a tomarse la justicia por su mano. Sobre estos ataques nos ofrece más información nuestro enviado especial Greg Culp.»

En la pantalla apareció ahora la imagen de un periodista situado junto a los restos humeantes de un edificio incendiado, entre los que se leía todavía en una marquesina semidestruida «Academia Islámica Gilbert de Arizona». «A lo largo y ancho del mundo no islámico -arrancó el periodista-, los musulmanes temen por su vida y con razón. Han visto quemar sus hogares, saquear sus negocios, los suyos han sido golpeados sin piedad, algunos incluso han sido asesinados por turbas encolerizadas. Hay escuelas islámicas como ésta que ven detrás de mí que han sido destruidas por vecinos de la localidad. Por fortuna la escuela estaba vacía y no ha habido que lamentar heridos. Las escuelas islámicas de Estados Unidos cerraron al día siguiente del Desastre, después de que tres hombres entraran en una escuela de Cincinnati y mataran a tiros a dieciséis estudiantes y cuatro profesores.

»A pesar de la llamada del presidente a la calma y de su promesa de que el FBI y la ley perseguirán a quienes participen en este tipo de actos, lo cierto es que hasta el momento ni la policía ni el resto de autoridades han sido capaces de contener, y aun menos detener, esta violencia. El problema se ha visto agravado por la costumbre que desde los ataques terroristas del 11-S han adquirido los ciudadanos de armarse, a menudo con armas de fuego no registradas y adquiridas ilegalmente.» La información continuó entonces con un reportaje especial sobre la venta ilegal de armas de fuego.

* * *

Cuando ya llevaban cavado casi un metro y medio, Hank Asher decidió que era suficiente; los acostumbrados dos metros eran demasiado para él. Cuando ya le tendía el billete de diez dólares, echó un vistazo al chico y luego se miró a sí mismo, con el billete todavía en la mano. El reparto de suciedad y sudor no dejaba lugar a duda de que el chico había hecho menos de lo que le tocaba. Hank comprobó el contenido de su billetero otra vez y, por principios, decidió pagarle ocho dólares en vez de diez.

– ¡Eh! ¿Qué pasa con mis otros dos pavos?

– Ocho dólares son más de lo que mereces por lo poco que has hecho.

– ¡Qué timo! Se lo voy a decir a mi padre y me los vas a tener que pagar. -Dicho esto, el chico lanzó la pala al suelo y se marchó dando puntapiés.

Asher se quedó allí descansando un momento. De repente se acordó de que todavía tenía que sacar los cuerpos y rellenar el hoyo.

– ¡Seré idiota! -exclamó, percatándose de que se había desecho del chico demasiado pronto.

* * *

En el interior de la casa, Sheryl Stanford intentaba a ratos que Decker le hablase, pero no había indicios de que éste la oyese. Seguía allí, sentado, con la mirada perdida. Sheryl había encontrado algo de comida en la cocina que Decker había masticado y tragado cuando ella se la introdujo en la boca, aunque siempre con la mirada perdida. Mientras le alimentaba escuchaba las noticias de fondo. Ahora preocupaban de forma alarmante los brotes de enfermedades que podrían darse a causa de los cuerpos en descomposición. De todo el mundo llegaban noticias de los miles de suicidios que empezaban a sumarse a las víctimas. Casi todos los suicidios se cometían en los hogares de las víctimas, pero otros sucedían en lugares públicos; había quien saltaba de lo alto de un edificio o desde un puente; quien se lanzaba con el coche por un acantilado y cosas por el estilo. Los menos decidían asesinar a otros antes de volver el arma contra sí.

A muchos les había salido la vena patriota. La gente acudía en masa a los templos religiosos en busca de respuestas, pero el Desastre no había respetado a nadie y la muerte de un elevado número de religiosos había dejado un gran vacío. Las bolsas y mercados de divisas de Estados Unidos permanecían cerrados y los analistas predecían un caos financiero mundial y una grave depresión económica. Las compañías de seguros buscaban algún resquicio legal al que aferrarse para no tener que pagar los seguros de las víctimas del Desastre. Si no daban con él, los expertos afirmaban que todas las compañías de seguros de vida de Estados Unidos tendrían que declararse en bancarrota, y los analistas coincidían en que las acciones de las aseguradoras no iban a resistir ni una hora en el mercado si las bolsas abrían antes de que el Congreso y el presidente tomaran cartas en el asunto. Los que estaban en contra de este tipo de intervencionismo del gobierno y otros críticos argumentaban que las de seguros no eran las únicas compañías en peligro. Todas habían sufrido y era imposible predecir lo que ocurriría cuando reabrieran las bolsas. El gobierno no podía salvar a todas y cada una de ellas.

* * *

Una vez concluido el enterramiento, Asher entró en la casa y se dejó caer en un sillón del salón frente a Decker.

– ¿Ha dicho algo? -preguntó.

– Ni una palabra. Sólo mira al vacío -contestó Sheryl mientras bajaba el volumen del televisor-. ¿Qué vamos a hacer con él?

– Necesita que alguien se ocupe de él, pero los hospitales están abarrotados. Supongo que no querrás llevártelo a casa.

Sheryl miró primero a Decker y luego dé nuevo a Asher. Era evidente que la idea la espantaba y que no se atrevía a dar un «no» a su jefe. Asher percibió cómo se debatía por dar con la respuesta, pero dejó que Sheryl siguiera sufriendo. Él sabía que aquélla era una petición muy poco corriente, pero los tiempos que corrían también lo eran.

Justo en ese momento llamaron a la puerta.

– Ya voy yo -dijo Sheryl poniéndose en pie de un brinco e intentando evadir así la pregunta de su jefe. Asher estaba demasiado cansado para discutir.

Un momento después estaba de vuelta.

– Es un muchacho -dijo-. Dice que quiere ver al señor Hawthorne.

– ¡Dile a ese vago que se vaya, que no va a sacarme ni un centavo más! Bueno, no, ¡espera! Ya se lo digo yo personalmente.

Con las energías renovadas debido al enfado, Asher se levantó con esfuerzo del sillón y se dirigió hacia la puerta de entrada.

– Mira, no pienso… -Asher se detuvo a mitad de la frase al ver que aquél no era el chico del patio trasero-. Oh, perdona, muchacho. Pensaba que eras otra persona. Mira, el señor Hawthorne ahora mismo no se encuentra bien. ¿Puedes volver más tarde? -preguntó intentando deshacerse del chico.

– Lo siento, pero es necesario que hable con el señor Hawthorne -insistió el chico.

– Ya te lo he dicho, muchacho, el señor Hawthorne no se encuentra bien. Vuelve mañana.

El chico no se movió.

– Está bien -dijo Asher-, a lo mejor puedo ayudarte. ¿De qué es de lo que tienes que hablar con el señor Hawthorne?

Desde el salón les llegó la voz de Sheryl Stanford dirigiéndose a Asher.

– ¡Eh! ¡Ha movido un poco los ojos!

Asher se acercó hasta su amigo y le miró, pero no detectó ningún signo de que estuviera consciente.

– Señor Hawthorne, soy yo, Christopher Goodman.

Asher se volvió y descubrió que el chico le había seguido hasta el salón.

– Señor Hawthorne, por favor, dígales a estas personas que me conoce. He viajado desde muy lejos y no tengo otro sitio adonde ir. El tío Harry y la tía Martha han muerto en un accidente de avión. No tengo más familia. El tío Harry me dijo que recurriera a usted si alguna vez les pasaba algo. Pero usted no contestaba al teléfono.

Asher, que conocía a Harry Goodman de los artículos de Decker, empezó a atar cabos:

– ¿Tu tío es el profesor Goodman de Los Ángeles?

– Sí -contestó Christopher-. ¿Le conocía?

– Conozco su trabajo. ¿Qué haces tú en Washington?

– El tío Harry me dijo que buscara al señor Hawthorne si alguna vez les pasaba algo a él y a la tía Martha -repitió-. No tengo más familia y el señor Hawthorne era amigo de mi tío.

– ¿Cómo has conseguido llegar hasta aquí desde Los Ángeles?

Christopher hizo una pausa como tratando de evitar una respuesta comprometedora.

– He venido conduciendo el coche de mi tío -admitió por fin.

– ¿Has venido en coche desde Los Ángeles? -dijo Asher sorprendido-. ¿Cuántos años tienes, muchacho?

– Catorce -dijo Christopher-. No tenía otra forma de llegar hasta aquí.

Asher sacudió la cabeza incrédulo.

– Pero ¿cómo has conseguido hacer un viaje tan largo sin que te parara la poli?

– Supongo que están demasiado ocupados con los saqueadores.

– Sí, eso será. Bueno, mira, muchacho. Siento mucho que hayas tenido que conducir hasta aquí en balde, pero el señor Hawthorne no va a poder ayudar a nadie durante un tiempo.

Christopher miró a Decker.

– Es más -continuó Asher-. Voy a tener que buscar a alguien que cuide de él.

– Pero no tengo otro sito adonde ir. Casi todos los amigos de la tía Martha están muertos y el señor Hawthorne es, bueno… -Christopher se detuvo un momento para pensar-. ¿Puedo quedarme un tiempo aquí? Tal vez pueda echar una mano cuidando de él.

– ¡Me parece una idea estupenda! -irrumpió Sheryl, que aún temía tener que encargarse de Decker por obligación-. Que se quede.

– Que se quede -repitió una voz ronca.

Asher, Sheryl y Christopher se giraron a la vez hacia la única otra persona que había en la habitación.

– Que se quede -repitió Decker.