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8

QUIEN EN LOS BOSQUES ENCUENTRA BESTIAS FEROCES

Jerusalén, Israel

A la mañana siguiente, Decker y Tom se levantaron temprano y viajaron en coche hasta Jenin para hablar con el chico palestino. De camino se les ocurrió que ni siquiera tenían un plan.

– Muy bien, llegamos allí, y luego ¿qué? -preguntó Tom.

– Pues hablamos con él y le pedimos que le diga a la gente con la que estaba anoche que hay unos periodistas americanos que quieren hablar con ellos. No somos enemigos. Les gustan los medios de comunicación. Es la única forma que tienen de hacerse publicidad. Además, si no quisieran cobertura no habrían llamado por teléfono para avisarnos de lo que iba a ocurrir. El mayor problema va a ser el teniente Freij, que querrá que revelemos nuestras fuentes tan pronto se publique la noticia.

Cuando llegaron a casa del chico, Tom decidió dejar la cámara en el coche para asegurarse de que nadie se ponía nervioso. Recorrieron el corto camino de acceso a la casa y Decker llamó a la puerta.

– ¿Crees que habrá alguien? -preguntó Tom pasados unos instantes. Pero aún no había terminado su pregunta cuando la puerta se abrió y la madre del chico les invitó a entrar con un gesto-. Fantástico -dijo Tom-. A lo mejor tenía que haber cogido la cámara después de todo.

Al cerrarse la puerta Decker oyó un sonoro chasquido y sintió que un fortísimo dolor estallaba en su cabeza nada más recibir el impacto de un contundente garrotazo.

En algún lugar de Israel

Notó cómo el dolor descendía lentamente por el cuello y los hombros hasta detenerse en la boca de su estómago vacío. Estaba atado de pies y manos. Las cuerdas estaban lo suficientemente flojas como para permitir el riego sanguíneo aunque no el movimiento. Recostado de lado con la mejilla pegada al suelo, se preguntó dónde estaba y cuánto tiempo podía llevar allí. El aire estaba cargado y por el olor y la ligera humedad de los pantalones dedujo que mientras había estado inconsciente se había orinado encima. Calculó que había permanecido inconsciente menos de un día; la evacuación de fluidos se produce durante las primeras veinticuatro horas. A partir de ese momento el cuerpo pasa a retener todos los fluidos para evitar la deshidratación.

Podía oír a dos hombres hablar. Pensó que por el momento lo mejor era no dar señales de que había despertado. Muy lentamente abrió el ojo más próximo al suelo. Una vez hubo comprobado que nadie se había percatado, Decker se esforzó por observar todo lo que permitía aquella postura, torciéndosele el gesto con una mueca de dolor cada vez que movía los ojos. Lo que veía no le dio demasiadas pistas. Estaba en un cuarto con un ventanuco tapiado con tablas. Aproximadamente a metro y medio de él, en el suelo, yacía Tom en un estado muy similar y de cara al lado opuesto al suyo. Dos hombres echaban una partida de cartas en una mesa improvisada, prestando muy poca atención a sus prisioneros. Decker cerró el ojo y descansó para aliviar el dolor. Los hombres hablaban un dialecto árabe que Decker no comprendía. Con todo y mientras intentaba soportar el dolor, estimó razonable seguir allí inmóvil escuchando a los hombres por si pudiera enterarse de algo acerca de su situación.

* * *

Unas horas después, Decker se dio cuenta de que se había quedado dormido. Las náuseas habían desaparecido y el dolor de cabeza no era tan intenso como recordaba. Le había despertado el sonido de un portazo y de hombres hablando, lo que interpretó como un cambio de guardia. Con los ojos todavía cerrados, sentía a los hombres desplazándose por el cuarto, cómo se acercaban a echarle un vistazo y luego se apartaban. Cauteloso, abrió un ojo y los vio de pie junto a Tom.

– Despierta, judío -dijo uno de ellos en un inglés con fuerte acento extranjero. Decker observó como echaba el pie hacia atrás para luego lanzarlo hacia delante con todo el peso de su cuerpo y golpear a Tom con su bota militar en plena espalda. La fuerza del golpe hizo que Tom se desplazara por el suelo más de un metro. Arqueó la espalda por el dolor al tiempo que soltaba un aullido ahogado por la falta de aire.

– ¡Basta! -gritó Decker.

Los cuatro hombres se volvieron hacia Decker, que había conseguido incorporarse y ahora estaba sentado en el suelo. El hombre que había pateado a Tom se acercó y le miró. Decker sintió que le estaba inspeccionando, que aquel hombre buscaba algo. Al no encontrarlo, le empujó con el pie para que volviera a quedar tumbado en el suelo y regresó a donde estaba Tom.

Tom no podía respirar y un profundo gemido cargado de angustia le traspasó sus labios. El hombre le había hecho mucho daño y se disponía a golpearle otra vez.

– ¡Basta! -gritó Decker de nuevo.

Esta vez el hombre volvió a acercase a Decker y le dio una patada en el hombro derecho. Le dolió mucho, pero Decker sabía que no le había golpeado con la misma saña que a Tom.

– Cierra la boca o acabarás recibiendo lo mismo que el judío -le advirtió el hombre antes de regresar con Tom.

– ¡Espere! -dijo Decker sentándose de nuevo y olvidando la advertencia. El hombre se volvió hacia él-. ¡No es judío!

Por un instante pudo leer un asomo de duda en la mirada del hombre, que se detuvo un momento para al instante volver a concentrarse en Tom, ignorando la insubordinación de Decker.

Decker insistió.

– No es judío, se lo aseguro. Es americano, como yo. Compruebe su pasaporte. Lo lleva en el bolsillo.

Por la mente de Decker empezaron a desfilar imágenes de la sangrienta muerte del periodista del Wall Street Journal, Daniel Pearl. Pearl era judío y sus secuestradores islámicos le habían grabado en vídeo mientras le obligaban a repetir «Yo soy judío. Mi madre es judía». Luego, sin dejar de grabar, lo habían asesinado brutalmente. [29]

– Ya hemos visto vuestros pasaportes -contestó el hombre. Decker le había conseguido algo de tiempo a Tom; por lo menos, el hombre había empezado a hablar-. Me da lo mismo que sea judío israelí o judío americano.

– ¡Pero es que no es judío! -dijo Decker. Decker recordó también el secuestro en 1994 de tres turistas británicos por Ahmed Omar Saeed Sheikh, el mismo hombre que había planeado el secuestro y asesinato de Pearl. Tras varias semanas en cautiverio, los británicos habían sido liberados ilesos. La gran diferencia entre Daniel Pearl y los turistas británicos había sido la descendencia judía del primero. Decker sabía que era imprescindible convencer a los secuestradores de que Tom no era judío.

– Pues a mí me parece judío -dijo el hombre, como si aquello cerrara la cuestión.

– Se lo estoy diciendo, es americano y es gentil -insistió Decker poniéndose al nivel argumentativo del hombre.

Decker sabía que si estaba convencido, el palestino no iba a perder el tiempo discutiendo, tuviera o no razón. Pero allí había algo más en juego, algo tan sencillo y tan poderoso a la vez como era ganarse el respeto de sus iguales. Los otros hombres observaban a su compañero, a la espera de cuál sería su decisión. El americano estaba desafiando su criterio y tenía que responder.

Tom había dejado de gemir y yacía prácticamente inmóvil en el suelo, respirando con dificultad. El palestino hizo caso omiso de Decker y volvió a concentrar su atención en Tom.

Decker le espetó lo primero que se le ocurrió. Era arriesgado, pero ni Tom ni él tenían nada que perder, otra patada más con aquella bota podía romperle la espalda a Tom.

– Si no me cree -dijo Decker captando de nuevo la atención del secuestrador-, bájele el pantalón.

Los palestinos se miraron entre sí, como dudando de si le habían entendido bien. Luego se echaron a reír conscientes de lo que Decker pretendía. Si Tom era judío estaría circuncidado.

La idea no pareció que le gustara demasiado al que había pateado a Tom. No quería arriesgarse a quedar en ridículo. Pero los otros tres ya habían empezado a desabrocharle el pantalón a Tom sin dejar de reír. Estaban disfrutando de lo lindo con aquel duelo entre su líder y el americano. Además, parecía una forma muy divertida de resolver una discusión en la que estaba en juego la vida de un hombre.

Sólo había un problema, y en él residía el riesgo: Decker no sabía si Tom estaba circuncidado o no. Pero con la vida de Tom pendiente de un hilo, Decker no había tenido otra elección que establecer aquello como criterio. Y los tres lacayos lo estaban aceptando al acceder a bajarle el pantalón para comprobarlo. Decker sabía que muchos americanos, judíos o no, están circuncidados, así que era consciente de que bien podía estar condenando a muerte a su amigo.

Lo que vio decepcionó al líder.

Los tres palestinos volvieron a tirar del pantalón de Tom para casi subírselo hasta arriba. Volvían a reír, aunque esta vez, y por lo menos en parte, lo hacían de su líder. Una mirada furibunda cortó de golpe su regocijo. El cabecilla cambió rápidamente de tema y, después de tumbar de nuevo a Decker en el suelo con un empujón de su bota, hizo una señal a los otros para que salieran con él del cuarto. Tan pronto se hubieron ido, Decker intentó como pudo verificar el estado de su amigo. Le ayudó a terminar de subirse el pantalón, pero con las manos atadas a la espalda fue imposible abrocharle el botón o subirle la cremallera.

* * *

Aquella noche uno de los hombres les trajo comida y agua. Por la mañana volvieron a alimentarlos y se les permitió asearse un poco, uno cada vez. Ahora que parecía haber menos probabilidades de que los mataran sin más, Decker recordó a Elizabeth, Hope y Louisa. El temor a la tortura y la muerte, y el dolor físico que ya había soportado se le antojaban lejanos y sin importancia comparados con la dolorosa empatía que sentía hacia la angustia que sabía estaría pasando su familia.

Por la noche entraron dos de los guardas, quienes les vendaron los ojos y los amordazaron después de embutirles pedazos de tela en la boca. Decker supuso que iban a trasladarles a otro lugar. Permanecieron tumbados así durante unos veinte minutos, tosiendo de vez en cuando a causa de los trapos, y luego les desataron los pies y fueron conducidos al exterior.

Una vez afuera, los secuestradores hicieron algo que extrañó mucho a Decker. Dos de los hombres le cogieron y le tumbaron boca arriba sobre algo que creyó podía ser una carretilla de mecánico, de las que se usan para trabajar en los bajos de los coches. Entonces le ataron los pies de nuevo. Sólo se le podía ocurrir que le estuviesen preparando para alguna especie de macabra tortura que requería introducirle debajo de un coche o un camión. Pero si así era, ¿por qué vendarle los ojos? Si el sadismo era su principal objetivo, era más lógico que quisieran que viera lo que le esperaba. Desde luego, no le habrían llenado la boca de retales. Querrían escuchar sus gritos.

Decker sintió como recorría rodando unos dos metros y medio; luego la carretilla se detuvo y de un empujón rodó hasta quedar boca abajo en el suelo. Le pareció que estaba debajo de algo muy grande. Cuatro pares de manos le asieron a continuación del cuerpo para levantarle aproximadamente medio metro hasta que su espalda chocó contra lo que quiera que había sobre él y le ataron firmemente en esta posición. Lo siguiente que pudo escuchar fue el chirrido de una puerta de metal al cerrarse.

Estaba en lo que creyó era una especie de ataúd, aunque podía sentir el aire circular a su alrededor, así que no pensó que se fuera a asfixiar. Mientras permaneció esperando así, atado y boca abajo, pudo oír de nuevo el ruido de las ruedas de la carretilla, seguido del resoplar de los hombres al manejar un peso y finalmente el de otra puerta de metal al cerrarse. Decker supuso que los secuestradores habían hecho lo mismo con Tom. El sonido de las voces de los palestinos era ahora un murmullo casi indistinguible, pero ninguno hablaba en inglés, así que tampoco le importó demasiado no poder entender lo que decían.

A los cinco minutos oyó un portazo seguido de la explosión del motor al arrancar el vehículo. Entonces lo entendió todo. Él y Tom estaban atados a los bajos de un camión. Los habían introducido en cajas metálicas que se encajaban bajo el camión y en las que se transportaban armas, y en ocasiones personas, ilegalmente a uno y otro lado de los controles y puestos fronterizos.

Tel Aviv, Israel

Elizabeth Hawthorne y sus dos hijas atravesaron el vestíbulo del aeropuerto internacional David Ben Gurion de Tel Aviv. Hacía sólo unos días, Elizabeth estaba sentada en su oficina pensando en lo aburrido que era el trabajo y en lo mucho que echaba de menos a Decker. En plena crisis había decidido tomarse unos días más de vacaciones, sacar a las niñas del colegio y volar a Israel una semana antes de lo previsto. Las sorpresas siempre habían sido el fuerte de Decker, pero Elizabeth decidió que esta vez sería él el sorprendido.

De ninguna manera podía imaginar la noticia que le esperaba.

Ella y las niñas se dirigían con el equipaje hacia la salida cuando les abordó una pareja de unos sesenta años y aspecto sombrío.

– ¿La señora Hawthorne? -preguntó el hombre.

– Sí, soy yo -contestó ella algo sorprendida.

– Mi nombre es Joshua Rosen. Ésta es mi mujer, Ilana. Somos amigos de su marido.

– Sí, lo sé -respondió Elizabeth-. Decker me ha hablado de ustedes. ¿Les envía él? ¿Cómo ha sabido que le iba a dar una sorpresa? -preguntó sin advertir la gravedad de la situación.

– ¿Podemos hablar un momento en privado? -preguntó Joshua.

Elizabeth supo entonces que algo no iba bien. Quería saber qué ocurría y no quería esperar.

– ¿Le ha ocurrido algo a Decker? -le preguntó ansiosa.

Joshua Rosen prefería no hablar delante de Hope y Louisa, pero Elizabeth insistió.

– Señora Hawthorne -empezó-, según el recepcionista del Ramada Renaissance, Decker y Tom Donafin salieron hace cinco días del hotel donde se alojaban en Jerusalén. La noche pasada me llamó Bill Dean, del News World, para preguntarme si sabía dónde estaban. Me dijo que su editor lleva tres días intentando localizarlos. Al parecer intentó llamarla a la oficina, pero le dijeron que estaba usted de vacaciones. Tampoco pudo localizarla en casa.

Aquella explicación estaba impacientando a Elizabeth, que quería llegar al fondo del asunto.

– Se lo ruego, señor Rosen, si le ha ocurrido algo a mi marido, ¡dígamelo!

Joshua entendía su angustia pero detestaba tener que decírselo así, a secas, sin ninguna explicación.

– Me temo que han secuestrado a Decker y Tom en el Líbano.

Elizabeth no podía creer lo que escuchaba.

– ¿Cómo? Es imposible. No puede ser -dijo sacudiendo la cabeza-. Ni siquiera tenían que ir al Líbano. ¡Están en Israel! ¡Tiene que haber algún error! -exclamó protegiéndose con aquel tono imperativo del desfallecimiento que ya sentía en el corazón, como si al hacerlo pudiera cambiar lo que era incapaz de afrontar.

Joshua e Ilana la miraban con tristeza.

– Lo siento -dijo él-. Hezbollah, un grupo de militantes seguidores del ayatolá Oma Obeji, ha anunciado esta mañana que retenía secuestrados a Decker y a Tom. Han enviado a un periódico libanés una nota donde se atribuyen el secuestro y en la que incluyen fotografías de Decker y Tom.

Hope y Louisa ya habían roto a llorar. Elizabeth buscó algún sitio donde poder sentarse y, al no encontrar ninguno, aceptó apoyarse en Ilana Rosen, que la abrazó mientras estallaba en sollozos.

En algún lugar del norte del Líbano

Al detenerse el camión, Decker intentó respirar hondo y relajar los músculos después de un agotador y agitado trayecto de varias horas sobre carreteras repletas de socavones. Con ayuda de la lengua y los dientes había conseguido sacarse parte de la mordaza y así poder respirar con más facilidad. Sólo rezaba por que Tom también lo hubiese conseguido. Le dolía la cabeza por el constante golpeteo contra el interior de aquel ataúd de acero y por el dolor que le subía desde los músculos de la espalda y del cuello. Deseó desesperadamente que aquel fuera el final de viaje, aunque le aterrorizaba pensar en lo que les esperaba.

El conductor hizo sonar la bocina del camión y bajó de la cabina para esperar a sus compatriotas. Era obvio que no le preocupaba que alguien pudiera verle a él o a su cargamento humano. La posibilidad de que se debiera a que no había nadie en los alrededores o a que a nadie de los que por allí había le importaba entretuvo brevemente la curiosidad de Decker, aunque pronto lo olvidó. Un instante después escuchó cómo se acercaban al camino otros hombres. Volvió a sonar el herrumbroso chirrido de la puerta, esta vez al abrirse, y sintió como unas manos aflojaban las correas que le mantenían sujeto. El hombre encargado de desatarle las correas de los pies iba más lento que los otros y éstos no lo sujetaron al quedar liberado de sus ataduras, así que cayó de cabeza contra el asfalto, los pies atados todavía a los bajos del camión. Decker, convaleciente todavía del golpe que recibiera en la parte de atrás de la cabeza días atrás, emitió un grito apagado que le hizo aspirar el trapo hasta la garganta.

Mientras se debatía en busca de aire le sacaron a rastras de debajo del camión. Una vez liberado de la cuerda que llevaba atada a los pies, uno de los hombres le ladró una orden y Decker dedujo que quería que se pusiera de pie. La cabeza le daba vueltas de dolor y la sangre empapaba la venda de los ojos y le goteaba por el rostro y el cuello; tenía ganas de vomitar. No había músculo que no le doliera o estuviera agarrotado, pero se esforzó y consiguió levantarse.

Uno de los hombres le dio la vuelta y lo empujó para que empezara a andar. Avanzó a trompicones mientras el secuestrador le gritaba órdenes que no podía entender. Al llegar al portal de un edificio, Decker dio un paso hacia el interior y una vez allí sintió que estaba en el hueco de una escalera. Iba a ser complicado subir con los ojos vendados; y podía resultar mortal si las escaleras bajaban.

A pesar del dolor hizo un esfuerzo por mantener los sentidos bien alerta y tanteó lentamente con el pie en busca de un escalón que subiera o de una caída. El secuestrador, impacientado por su lentitud, le hizo avanzar de un empujón. Decker se abalanzó hacia delante esperando lo peor, pero su pie golpeó en la contrahuella de un escalón. Recuperado el equilibrio, levantó el pie y empezó a ascender las escaleras.

Tres tramos más arriba fue conducido por un pasillo y a través de dos puertas hasta una pequeña estancia. Allí, el secuestrador le colocó de espaldas a la pared y de un empujón lo sentó en el suelo. A continuación le quitó la mordaza y le entregó un vaso de agua. Entonces el hombre abandonó la estancia y cerró la puerta con llave. Decker bebió el agua y se recostó de lado.

Pensó que era buena señal que los otros se hubiesen quedado esperando en el camión. Tal vez estuvieran sacando a Tom y fueran a trasladarle a la misma habitación de un momento a otro. Permaneció allí tumbado esperando a escuchar el ruido de la puerta y a que trajeran a Tom, pero no ocurrió nada. No sabía cuánto tiempo había transcurrido, pero cuando despertó un rato después, descubrió que ya no llevaba los ojos vendados y que habían vuelto a atarle los pies.

Seis meses y medio después

Según sus cálculos era veinticuatro de junio, el día de su aniversario de boda. Veintitrés años. Intentó recordar si en alguna ocasión le habían contado qué se regalaba tradicionalmente para el vigésimo tercer aniversario. Nadie lo había hecho. Intentó imaginar qué haría Elizabeth ese día. A duras penas sobrellevaba la separación, pero el aislamiento y la incertidumbre de si aquello acabaría alguna vez eran más de lo que él podía soportar. La sensación de absoluta impotencia hizo que le embargara un sentimiento de autocompasión y de odio a sus secuestradores a la vez. Sólo quería poder decirle a Elizabeth que la amaba y que estaba vivo. La necesidad de acercarse y consolarla era lo más doloroso de todo. Sabía que tal vez no regresaría a casa jamás. Que no volvería a ver a su mujer o a sus hijas. En su cólera y frustración tiró de las cuerdas que le ataban manos y pies. Aunque ni en plena forma hubiese podido arrancarse aquellas ataduras, intentarlo en su estado debilitado en parte por la inanición fue doblemente inútil y sólo agravó su desesperación.

Decker había repasado una y otra vez lo ocurrido el día que Tom y él fueron secuestrados y todo lo que siguió. No sabía por qué, pero su instinto le decía que estaba en el Líbano. Buscó alguna pista que pudiera probar su corazonada. Si sólo los secuestradores le trajeran por una vez la comida envuelta en papel de periódico o si pudiera divisar o escuchar el grito de una gaviota del Mediterráneo… Pero lo único a lo que se podía aferrar era al uso ocasional que de la palabra Al-Lubnan [30] hacían los secuestradores. Rehusaba dar por muerto a Tom Donafin, pero no había visto a su amigo desde la noche que les habían vendado los ojos y amordazado en Israel. Lo cierto era que, en realidad, no había visto a nadie más desde entonces. Los hombres que le retenían entraban en el cuarto con máscaras y casi nunca le hablaban.

No había visto nada de lo que había al otro lado de la puerta de su cuarto, pero se percató de que se encontraba en un viejo edificio de pisos. Las ataduras de los pies formaban una especie de esposas, con unos treinta centímetros de cuerda entre los tobillos, lo que le permitía dar pequeños pasos. Para que no pudiera desatarse, logro que le hubiera merecido un duro castigo, las cuerdas que le ataban las muñecas estaban tan apretadas que apenas podía moverlas. Sin embargo, podía sostener el cuenco de comida y ocuparse de sus necesidades fisiológicas. Llevar una higiene personal era casi imposible, y sólo le proporcionaban un cubo con agua para lavarse de vez en cuando.

Al principio, cuando llevaba unos cuatro meses de cautiverio, uno de los secuestradores le había entregado una copia del Corán en inglés. Su primer deseo fue hacerlo trizas, pero sabía que con ello sólo conseguiría la muerte. Sabía que, para los musulmanes, el Corán es más que un libro con la palabra de Alá; el libro es en sí un objeto sagrado. Dañar ese objeto es mucho peor que un insulto a Alá, se interpreta como un ataque directo al dios, que sólo puede provocar su ira y la ira de sus seguidores. Además, sin nada más qué hacer o leer, le proporcionó a Decker cierto entretenimiento. Había escuchado a quienes afirman que el islam es una religión pacífica; que quienes asesinan y secuestran y cometen atentados en nombre de Alá no representan al «verdadero islam»; pero costaba creerlo sentado en el suelo, atado de pies y manos.

Se consolaba pensando que las cosas podían haber sido mucho peores. Los secuestradores no le habían vuelto a torturar desde muy al principio de su cautiverio. Las quemaduras de cigarrillo ya se le habían curado. Sólo de las más graves le habían quedado cicatrices.

Al principio parecía que les divertía amenazarle con navajas y cuchillas. Aunque la diversión no siempre se reducía a meras amenazas. En una ocasión, uno de los hombres había llevado su sadismo a cotas extraordinarias. Mientras le ataba para que no pudiera moverse, le contó cómo le iba a cortar las orejas como trofeo. Si se movía lo más mínimo, le había dicho el hombre a Decker chapurreando en inglés, le rajaría el pescuezo. Empezando por el punto más alto de la oreja izquierda, el hombre le hizo un corte profundo y sangriento, retiró la cuchilla y estalló en una risa descontrolada al ver el dolor en los ojos de Decker, que apretaba los dientes para no moverse. El hombre todavía reía bajo la máscara cuando salió del cuarto y cerró la puerta. Decker había pasado la noche atado en aquella posición. Con esfuerzo había conseguido cambiar el peso de lado, rodar hasta quedar tumbado sobre el estómago y girar la cabeza para apoyarla en el suelo y que el peso recayera sobre su oreja seccionada. La presión era atroz pero necesaria para detener la hemorragia.

A pesar del miedo y del dolor que sufrió en aquella ocasión, Decker descubrió lo increíblemente fácil que le había resultado no gritar. La sorpresa y curiosidad que le provocó esta reacción le proporcionó una distracción extraordinariamente eficaz contra el dolor. Mientras yacía en el suelo recordó un breve poema de Nguyen Chi Thien que había leído años atrás, en el que el poeta explicaba su silencio cuando había estado sometido a tortura. Nguyen, prisionero del régimen comunista vietnamita durante veintiséis años, había escrito un libro de poesía autobiográfico titulado Flores del Infierno. Decker recordaba uno en especial.

Permanezco en silencio mientras me torturan,

y aun me enloquece el dolor bajo el hierro candente.

Contad a los niños cuentos de heroica fortaleza.

Yo sigo en silencio y pienso:

«Quien en los bosques encuentra bestias salvajes,

¿acaso osa gritar implorando su gracia?» <strong>[31]</strong>

Algunas horas después, Decker se despertó en un charco de sangre coagulada al que había quedado pegado por la oreja. Al intentar liberarse sintió como la costra empezaba a rasgarse. Sabía que no podía quedarse allí tumbado. Si no se movía, lo harían por él los secuestradores, y ellos no iban a andarse con delicadezas. Durante las tres horas que siguieron, Decker dejó que su saliva se deslizase por la mejilla y de ahí al suelo a fin de fluidificar la sangre seca. Cuidadosamente liberó su oreja, aunque no sin derramar algo de sangre fresca.

* * *

Ahora, después de tantos meses, los mayores problemas de Decker eran el aburrimiento y la depresión que le causaban tanta impotencia, desesperación e ira. Hacía mucho tiempo había leído algo sobre un prisionero de guerra norteamericano en Vietnam que había combatido el aburrimiento y mantenido la cordura jugando de memoria cada día una partida completa de golf, pero Decker no había tenido nunca tiempo para practicar deporte. Era como si durante los últimos veintitrés años no hubiese hecho otra cosa que escribir y leer.

Durante un tiempo intentó recordar todos los artículos que había escrito en su vida. Luego se le ocurrió releer novelas de memoria. Cuando no recordaba cómo seguía el argumento se lo inventaba.

Un buen día empezó, como Nguyen Chi Thien, a componer poemas. En silencio recitaba cada verso una y otra vez para asegurarse de que no lo olvidaría. En su mayoría eran poemas para Elizabeth.

Momentos perdidos que creí duraderos;

promesas rotas, irremediables;

sueños de días de un pasado malgastado;

días de sueños que no acaban jamás.

Noches y días, infinitos y desdibujados,

muros cenicientos y gris el color,

dolor y pérdida apenas sobrellevo,

mi cuerpo de sucios andrajos cubierto.

He malgastado tanto tiempo ajeno,

tantas palabras hermosas sin pronunciar, mi tesoro.

Y ahora camino sobre las olas de este lago infinito

de lágrimas no derramadas por lo que quedó sin hacer.

Muchos son los pensamientos que asaltan a un hombre aislado durante tanto tiempo y Decker creía que ya los había agotado. A menudo pensaba en su hogar, en Elizabeth y las dos niñas. Era tanto lo que se había perdido por anteponer siempre el trabajo a todo lo demás. Y ahora cabía la posibilidad de que, de nuevo por culpa del trabajo, no volviera a verlas nunca más. Tantas ocasiones y oportunidades perdidas.

Tumbado sobre la alfombrilla del cuarto, iluminado sólo por la luz que se filtraba a través de las grietas de la ventana tapiada, le pareció extraño y casi dolorosamente divertido que siempre hubiese llamado a su mujer Elizabeth y no Liz o Lizzy o Beth. No es que fuera demasiado seria para llamarla con un diminutivo. Es que le pareció que no habían pasado juntos tiempo suficiente para alcanzar esa familiaridad.


  1. <a l:href="#_ftnref29">[29]</a> Daniel Pearl fue secuestrado en Karachi, Pakistán, el 23 de junio de 2002 mientras trabajaba en un reportaje.

  2. <a l:href="#_ftnref30">[30]</a> Voz árabe para el Líbano.

  3. <a l:href="#_ftnref31">[31]</a> Nguyen Chi Thien (1984): «I just keep silent when they torture me» en Flowers from Hell (Southeast Asia Studies, Yale University), pág. 105. Citado con permiso del autor.