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7

LAS LÁGRIMAS DE LOS PERROS

Nablus, Israel

Decker y Tom durmieron aquella noche en casa de los Rosen. Estaban invitados a quedarse las seis semanas de su estancia en Israel, pero consideraron que aquello sería un abuso. Además, News World se había ocupado ya del alojamiento y, como dijeron, no convenía que la empresa perdiera la costumbre de correr con los gastos.

Decker no podía conciliar el sueño. Durante el día había aprovechado la menor ocasión para echar una cabezada y ahora el sueño parecía haber perdido prioridad. Pensó en su casa. Era casi medianoche en Israel. No estaba seguro de la hora que sería en Washington, pero pensó que, fuera tarde o temprano, Elizabeth agradecería la llamada. Con sigilo, se dirigió hacia la cocina para llamar desde allí, pero hubo de detenerse en seco al escuchar unos susurros y ver una luz encendida. Al principio pensó que eran meras imaginaciones suyas, pero enseguida le asaltaron la duda y el temor ante la posibilidad de que hubiera intrusos en la casa. Se quedó quieto, escuchando, y pudo reconocer entre las voces las de Joshua Rosen e Ilana, pero había otras, las de dos o tres hombres más. Al instante se esfumó el temor y le dominó su instinto de reportero. Sabía que espiar a sus anfitriones le acarrearía algún remordimiento después, pero en aquel momento le pudo la curiosidad.

– ¿Pero no lo entiendes? -decía uno de los hombres-. No podemos permitir que los costes nos detengan. Dios proveerá lo que nosotros no podamos.

– Lo sé -contestó Joshua Rosen-, pero no es algo que debamos abordar precipitadamente sin los preparativos necesarios. Si ésta es la tarea que Dios nos ha encomendado, debemos abordarla, pero no descuidadamente. Cuando Dios ordenó a Noé que construyera el Arca, concedió el tiempo necesario para su terminación. Si tenemos fe, Dios no permitirá que surja la necesidad sin antes proveer la solución.

– ¡Lo sé! -contestó el primer hombre con la misma vehemencia-. ¡Pero Petra debe ser protegida!

– Sí, sí -dijo Rosen-, tanto Ilana como yo estamos de acuerdo, Petra debe ser protegida. Lo único que decimos es que hay que tener en cuenta los costes; no tanto para decidir si actuar o no, como para saber cómo proceder y cuánto debemos reunir. No somos muchos, lo sabes.

– ¡Y que lo digas! -contestó el hombre.

– ¿Cómo va lo de los permisos para conseguir el material de Estados Unidos? -preguntó Rosen.

Esta vez contestó un hombre diferente.

– Me están dando algún que otro problema algunos de mis compañeros de la Kneset. La mayoría confía plenamente en mí para estos asuntos, pero algunos diputados de la oposición no acaban de fiarse y están retrasándolo todo un poco.

– Pero lo conseguirás, ¿verdad? -preguntó el primer hombre.

– Sí -contestó el segundo-. Creo que sí.

– Muy bien. Entonces, si no hay más novedades -dijo un tercer hombre con una voz llamativamente resonante y templada-, acordemos reunimos de nuevo dentro de dos semanas, después del Sabbat. -Aquella parecía, sin duda alguna, la voz del líder del grupo-. Hasta entonces tú, Joshua, sigue con el proyecto; James, tú continúa con el papeleo para conseguir los permisos; y Elías, por favor, trabaja con Joshua para establecer los gastos. Yo seguiré hablando con todos los compañeros repartidos por el mundo que estén de acuerdo, como nosotros, en la necesidad de proteger Petra, así reuniremos los fondos necesarios.

– Cómo no, rabí -contestaron con todo respeto al menos dos de los presentes.

Mientras se disolvía la reunión, Decker regresó lenta y sigilosamente al dormitorio. Llamaría a Elizabeth más tarde.

Jerusalén, Israel

A la mañana siguiente, Decker y Tom se acercaron al hotel Ramada Renaissance de Jerusalén, donde la revista News World había instalado su sede temporal en Oriente Próximo. La oficina no era más que una habitación de hotel con vistas a la zona sur de la ciudad antigua y un dormitorio contiguo donde dormían los corresponsales. La habitación apestaba a las colillas que colmaban media docena de ceniceros. Era evidente que por allí no había pasado ningún empleado de la limpieza hacía tiempo. Un ordenador portátil y una pequeña impresora descansaban sobre el tablero de una mesa junto con varias hojas arrugadas de papel y una taza de café del día anterior.

– Pues sí que está bien esto -dijo Decker secamente mientras inspeccionaba el estado de la habitación-, ¿qué pasa, no hay servicio de habitaciones o qué?

– Ya te puedes ir acostumbrando -contestó el reportero jefe Hank Asher.

– ¿Por qué? ¿Qué pasa?

– En Israel, casi todo el personal del sector servicios es palestino -contestó Bill Dean, el otro reportero de News World-, así que, cuando empezaron las protestas hace cuatro meses, se negaron a seguir trabajando y éste es el resultado.

– Lo han estado haciendo a cada nuevo episodio de esta interminable batalla -continuó Asher antes de darle otra calada al cigarrillo.

En ese momento sonó el teléfono. Asher contestó la llamada.

– ¿Cuándo? -preguntó un momento después-. ¿Estás seguro?

Escuchó la respuesta, colgó y agarró la bolsa con la cámara, mientras los otros tres hombres se precipitaban instintivamente hacia la puerta.

– Bueno, chicos, espero que hayáis desayunado bien esta mañana -dijo Asher-. Ésta va a ser de las buenas.

Los cuatro hombres se embutieron en un pequeño automóvil y partieron a toda velocidad.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Decker.

– Petah Tiqwa -contestó Asher-. Hay importantes disturbios en marcha. Si mi fuente está en lo cierto, puede haber varios miles de palestinos implicados. Las fuerzas de seguridad israelíes han estado empleando pelotas de goma hasta ahora, pero con toda esa gente tirando piedras y cócteles molotov, puede ocurrir cualquier cosa.

– Pero ¿qué es lo que ocurre? -preguntó Tom-. ¿Por qué tanta gente?

– No lo sé -contestó Asher-. Hasta ahora, los disturbios han sido dispersos y se habían limitado a unas pocas docenas de palestinos cada vez. Lo de hoy es muy raro.

Cerca del lugar de los disturbios, las fuerzas de seguridad israelíes habían cortado la calle. Asher acercó el coche hasta el puesto de vigilancia y mostró al soldado su acreditación de prensa. Al rato aparcaron el coche a unos cien metros del lugar donde se desarrollaban los disturbios y Asher y Dean colocaron grandes carteles con la palabra PRENSA en el parabrisas y las ventanillas laterales y trasera.

– Suelen respetar a los vehículos de la prensa -explicó Dean, al ver cómo les observaban Tom y Decker.

Al acercarse al núcleo del conflicto comprobaron enseguida de cuánta gente se trataba. La fuente de Asher había acertado en los números. Las fuerzas de seguridad israelíes habían dividido a la muchedumbre de palestinos en media docena de grupos más pequeños, a cuyos gritos y consignas se superponía el ruido de cristales al romperse y el estallido de los lanzapelotas de goma de la policía israelí. Decker y Tom se separaron de Dean y Asher para cubrir así una zona más amplia. Se acercaron tanto como pudieron a uno de los grupos y decidieron intentar rodearlo por detrás, lo que suponía desviarse cinco manzanas y acercarse desde el lado de la contienda.

A dos manzanas del enfrentamiento, Decker sintió como el pulso se le aceleraba repentinamente cuando el sonido de los disparos de pelotas de goma fue sustituido por otro más familiar y mortal, el estallido de munición real que ya había escuchado durante su servicio en el ejército. Al principio sólo se oyeron disparos aislados, pero pronto se hicieron más repetidos. Decker creyó que escuchaba el eco de los disparos en la distancia. Pero enseguida supo que se equivocaba. Desde las calles adyacentes se hacían cientos de disparos en todas direcciones. Su primera reacción fue la de ponerse a cubierto, pero la curiosidad periodística que en otras ocasiones le llevó a hacer cosas de las que no se sentía orgulloso le impulsó a acercarse al conflicto. Tom preparó la cámara para inmortalizar la escena que les esperaba.

De repente cesaron los disparos y las calles se llenaron de llantos y gritos de dolor. Algo más adelante, más de cincuenta palestinos yacían heridos o muertos. Por encima de los gemidos, se escuchó por dos veces la orden de sustituir la munición real por pelotas de goma. Soldados israelíes corrían de portal en portal sacando a punta de fusil a los palestinos que se acurrucaban pegados a las fachadas. Mostrando algo de clemencia, ignoraron a los que se afanaban por ayudar a los heridos.

Cerca de Decker había un chico de unos once o doce años que, arrodillado en el suelo, sujetaba entre sus brazos el cuerpo de un hombre muerto. Mientras Decker observaba la escena, se acercó al chico un soldado israelí. Se tambaleaba y sangraba profusamente de una pedrada sobre el ojo derecho. Rabioso y dolorido, el chico, ignorando todo riesgo, alargó el brazo en busca de algo que poder arrojar y lo encontró; un ladrillo, partido por la mitad, con las esquinas romas de tantas veces como había sido arrojado ya.

El soldado parecía aturdido y no se apercibió de la presencia del chico hasta que no estaba a escasos metros de él. Con los ojos inundados de lágrimas, el chico lanzó el ladrillo sin apuntar y golpeó en la espinilla derecha al soldado, que lanzó un grito de dolor y se llevó instintivamente la mano a la pierna, pero al ver al chico echar a correr, se soltó y levantó el arma. Con la visión nublada de sangre, el soldado apuntó hacia su objetivo. Mientras tanto, el chico casi había alcanzado la esquina del edificio desde la que Decker observaba la escena. Decker se estiró hacia el chico y lo atrajo hacia sí, apartándolo de la fatal trayectoria justo en el momento en que la bala pasaba silbando. Por el sonido del disparo, Decker y el soldado supieron que la munición había sido real. En su aturdimiento, el soldado había olvidado ejecutar la orden de volver a cargar su arma con munición de goma.

Decker abrazó con fuerza al chico, que forcejeó un momento y luego dejó de luchar. El soldado no persiguió al chico. Pronto los disturbios cesaron. Sólo quedaba contar las bajas y limpiar para volver a empezar.

Decker y Tom preguntaron al chico, que entendía algo de inglés, dónde vivía y éste contestó que era de Jenin, un pueblo situado a varios kilómetros de Petah Tiqwa. Se había tratado, al parecer, de un disturbio organizado al que se había convocado a palestinos de todos los rincones de Israel. Decker dijo al chico que se encargarían de llevarle a casa.

De vuelta al coche, atravesaron el mismo camino donde se habían producido los disturbios; Tom, haciendo fotografías de los destrozos y Decker, con el muchacho a la espalda. Cuando llegaron al coche ya les esperaban Dean y Asher.

– ¿Qué traéis ahí? -preguntó Asher.

– Un testigo -contestó Decker-. Vive en Jenin. Lo reclutaron para acudir hoy al disturbio. Es así como han conseguido reunir a tanta gente. Han reclutado extras de fuera. Si llevamos al chico a casa, es posible que consigamos alguna pista que nos lleve hasta los cabecillas.

Era una apuesta arriesgada, pero Decker no quería tener que depender de la generosidad de Asher para que les ayudara a llevar al chico a su casa.

Si ya habían ido antes apretados en el coche, ahora aquello parecía el metro de Washington en hora punta. El chico hizo todo lo que pudo para indicarles el camino y después de cuarenta minutos dando vueltas, se detuvieron por fin ante una fachada de planchas de hormigón. Decker y Tom acercaron al chico hasta la puerta y lo entregaron a su madre. El chico la abrazó por la cintura y empezó a hablarle. Al ver las lágrimas de ella, Decker adivinó que el hombre que había yacido en los brazos del chico era probablemente su hermano mayor. Apenas podía hablar por el llanto, pero intuyeron, aunque su inglés resultara muy pobre, que sabía que habían ayudado a su hijo.

– Si queremos que salga algo de todo esto en la edición del lunes, tenemos que regresar a la oficina ahora mismo -les gritó Bill Dean desde el coche-. Ya seguiréis con esto más adelante.

* * *

De regreso al hotel, Decker y Hank Asher contrastaron sus notas mientras Bill Dean y Tom telefoneaban a las autoridades israelíes para recoger la reacción oficial a los disturbios y la muerte de palestinos. Una vez completada, enviaron la noticia por correo electrónico a Estados Unidos.

A las seis de esa misma tarde, Decker y Tom acercaron a Asher y Dean al aeropuerto internacional Ben Gurion, en Tel Aviv, de donde salía su avión de regreso a Estados Unidos. Habían pasado varios meses de corresponsales en Oriente Próximo y estaban deseando pasar unas semanas en casa. Antes de que embarcaran, Decker tomó a Dean en un aparte.

– Bill, deja que te pregunte algo peculiar -empezó-. Tú que llevas aquí ya bastante tiempo, si escucharas por casualidad una conversación en la que se hablase de «proteger Petra», ¿de qué pensarías que están hablando?

– Hmm… -murmuró pensativo Dean-. Se oyen tantas cosas raras por aquí. Supongo que depende de quién lo dijera. Petra en griego significa roca, así que podrían haber estado hablando de muchas cosas. Se podían haber estado refiriendo al Peñón de Gibraltar. Últimamente preocupa bastante la actividad terrorista en la zona. Si los que hablaban eran musulmanes, supongo que estarían hablando de la cúpula de la Roca. Pero en ambos casos se trataría de referencias demasiado crípticas. Hay una antigua ciudad de Petra en Jordania, pero lleva siglos abandonada. Ahora no es más que una atracción turística. También hay un pasaje de la Biblia en el que Jesús habla de la piedra sobre la que edificará su iglesia. Así que supongo que podrían haber sido zelotes cristianos hablando de proteger la Iglesia de algún demonio o alguna falsa doctrina o algo por el estilo. Es todo lo que se me ocurre a bote pronto. Pero ¿de qué se trata?

Decker sacudió la cabeza.

– Pues ahora mismo no lo sé, la verdad. Ya te contaré cuando vuelvas de vacaciones, si es que saco algo en claro.

* * *

La semana siguiente les pareció insólitamente tranquila, comparado con el primer día de trabajo. Israel tomó posiciones ante el temor a una represalia palestina, pero ésta se hacía esperar. Hubo unos cuantos disturbios menores, y la huelga de trabajadores y comerciantes palestinos continuó; nada que las autoridades israelíes no pudiesen controlar. En el marco internacional, Naciones Unidas había aprobado una resolución de condena por sobrada mayoría con la abstención de Estados Unidos. Decker y Tom tuvieron tiempo de sobra para ocuparse de tareas como limpiar y airear las habitaciones.

Tom, más interesado en hacer turismo que Decker, reunió folletos sobre todos los lugares de interés histórico y religioso que se habían saltado en la visita relámpago con Joshua Rosen. Decker echó un vistazo a algunos para luego poder llevar de turismo a Elizabeth y las niñas cuando llegaran la semana antes de Navidad. Iba a quedarse hasta bien entrado enero y Elizabeth había pensado que era una buena oportunidad para sacar provecho de una situación adversa y poder pasar la Navidad con él en Tierra Santa.

* * *

Hacia las cuatro de la tarde de su octavo día en Israel, Tom acababa de regresar de la visita a uno de los numerosos templos de Jerusalén y nada más sentarse sonó el teléfono. Al descolgar escuchó la voz de un hombre cuyo acento le delataba como palestino.

– Necesito hablar con el americano Asher.

– Lo siento, no está -contestó Tom-. ¿En qué puedo ayudarle?

– Diga al americano: «Muchos perros llorarán esta noche, pero no tendrán donde derramar sus lágrimas».

– ¿Cómo dice? -preguntó Tom-. ¿De qué está hablando? ¿Qué quiere usted decir con eso?

Pero el hombre había colgado el teléfono.

– ¿Qué pasa? -preguntó Decker ante la expresión de confusa intriga de Tom.

– Pues no lo sé con exactitud -contestó Tom-. Me parece que era uno de los informadores de Hank. O eso o un chiflado.

Decker esperó un momento a que Tom continuara, pero como pareciera que fuera a guardarse el misterio para sí, se decidió a preguntar.

– ¿Y bien? ¿Qué quería?

– Ha dicho que le diga a Asher que muchos perros llorarán esta noche, pero no tendrán donde derramar sus lágrimas.

– ¿Alguna idea de lo que puede significar? -preguntó Decker.

– Ni idea, pero sé de alguien que quizá sepa algo -dijo Tom descolgando el auricular y empezando a marcar un número.

Estaba llamando a Hank Asher a Estados Unidos. Le costó cuatro llamadas dar con él y cuando por fin lo consiguió, éste tampoco tenía ni idea de lo que podía significar el mensaje.

– Lo único que se me ocurre -dijo Asher- es que hay veces en las que uno o más grupos palestinos llaman para atribuirse un secuestro o la colocación de una bomba. Hay mucha rivalidad entre las diferentes facciones palestinas. A lo mejor el tipo que ha llamado intentaba atribuirse algo antes de que ocurra para que luego se haga responsable a su grupo. Si es así, es seguro que llamará después del suceso. Os sugiero que llaméis a la policía israelí y les informéis sobre la llamada. En cualquier caso, no parece que vayáis a tener que esperar mucho para enteraros. Sea lo sea, sucederá esta noche.

– De acuerdo -dijo Tom-. Escucha, llámanos al hotel si se te ocurre algo.

– Cuenta con ello -dijo Asher-. Ah, otra cosa. Cuando llaméis a la policía, no les digáis que el tipo preguntó por mí. Estoy intentando disfrutar de unas vacaciones.

Tom llamó a la policía, que no tardó ni un segundo en atender la llamada. Otra cosa era decidir cómo actuar. El teniente inspector de policía Freij dijo que puesto que les había parecido que quien llamaba era un palestino, el empleo de la palabra perros no podía sino hacer referencia a los israelíes.

– Nosotros les llamamos perros y ellos nos lo llaman a nosotros. Es obvio que las palabras «llorar» y «lágrimas» hacen referencia a algo que va a suceder y que causará mucho dolor a Israel. Si ha dicho «esta noche», es evidente que lo que sea sucederá esta noche. A partir de aquí, todo lo demás son elucubraciones.

El teniente Freij también sugirió que podía tratarse de una falsa amenaza, algo que ocurría también con frecuencia.

– No obstante, y por si acaso -dijo-, daré orden de que se tomen todas las precauciones habituales en estos casos y me ocuparé de alertar a las autoridades pertinentes sobre la posibilidad de que se produzca un atentado terrorista.

* * *

Tom y Decker estuvieron un rato más elucubrando sobre lo que podía significar el mensaje, aunque sin llegar a una conclusión. Algo pasadas las once de la noche, Tom decidió irse a dormir y Decker subió a la azotea del edificio para tomar un poco de aire fresco.

Al sentarse en el ancho pretil grisáceo recordó la discusión que había mantenido con Goodman sobre el pequeño Christopher. En realidad siempre tenía el asunto presente. «Tiene que haber algún modo de que pueda publicar esa noticia sin hacer daño a nadie», pensó. Por su mente desfilaron una docena de soluciones posibles, pero en todas llegó a la misma conclusión, había un riesgo muy elevado de que los protagonistas fueran identificados. Al final alguien lo descubriría todo.

Decker se asomó al hermoso paisaje que ofrecía el viejo Jerusalén. La ciudad yacía casi en silencio bajo el oscuro manto de la noche recién caída. Sólo aquí y allá desafiaba a la noche sin luna el brillo de algún punto de luz. La cúpula de le la Roca, revestida de oro, rutilaba bajo las estrellas cerca del Muro de las Lamentaciones.

Y entonces lo comprendió.

– ¡Eso es!

Decker corrió lo más rápido que pudo desde la azotea hasta la habitación del hotel.

– ¡Tom! -gritó al irrumpir en la habitación.

Tom no se había acostado y veía en la televisión una vieja película de John Wayne y James Stewart.

– ¡Cálzate, rápido!

Tom agarró cámara, abrigo y zapatos y corrió hacia la puerta.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– ¡La llamada! -dijo Decker en un intento por abreviar-. ¡Van a volar el Muro de las Lamentaciones!

– ¡Claro! -exclamó Tom mientras se dirigían a toda prisa hacia el ascensor-. «Llorarán» pero «no tendrán donde derramar sus lágrimas».

Tom llamó al teniente Freij desde su teléfono móvil mientras Decker se ponía al volante y recorría la escasa distancia que separaba el hotel de la puerta de Jaffa, bajaba por la calle de David y entraba en la ciudad antigua. Estaban a sólo un kilómetro y medio del Muro de las Lamentaciones, pero el asfalto estaba muy deteriorado y Tom pensó que a la velocidad a la que iban, el coche se caería a trozos antes de llegar. Era tarde y la calle, de dirección única, estaba prácticamente desierta, por lo que Decker no tuvo ninguna dificultad para torcer bruscamente a la derecha por la calle del Patriarca armenio, dejar a la derecha la puerta de Sión y luego continuar por la calle Batei Makhase. Casi habían llegado.

Decker estacionó el coche en el aparcamiento del Muro de las Lamentaciones y cerró la puerta de un portazo antes de que él y Tom se precipitaran a todo correr hacia el muro. Todo estaba en silencio y desierto en la fría y oscura noche. Incluso los turistas se habían ido a la cama. Decker y Tom se detuvieron y miraron a su alrededor en busca de alguna señal de actividad, sin resultado. Lo único que se oía era el viento y el murmullo nocturno apenas audible de la ciudad nueva que se extendía al otro lado de las murallas. Se miraron.

Decker fue el primero en hablar.

– Lo sabes, ¿verdad? -dijo-. De un momento a otro va a aparecer el teniente Freij con sirenas y luces a todo meter y nosotros aquí como dos pasmarotes.

Suspiraron a la vez.

– No podemos llamar y decir que no venga, ¿verdad? -bromeó Tom angustiado.

– No serviría de nada -contestó Decker-, tiene que estar al caer.

Fue entonces cuando se dieron cuenta. Dejaron de hablar al instante y miraron a su alrededor.

– Aquí hay algo que no me cuadra -dijo Decker con perspicacia mientras examinaba la escena con detenimiento.

– No hay policía -contestó Tom secamente.

No había ni rastro de las omnipresentes fuerzas de seguridad israelíes.

Al instante les sobresaltó un chico que salía de la entrada al túnel que Joshua Rosen les había señalado unos días antes. A los pocos segundos salieron detrás de él unos ocho hombres, para los que al parecer había estado montando guardia. En su carrera, el chico pasó lo suficientemente cerca para que Decker y Tom pudieran verle la cara Era el chico palestino de Jenin.

Decker y Tom corrieron hacia la entrada del túnel y allí se toparon con los cuerpos de cuatro miembros de las fuerzas de seguridad israelíes que yacían en charcos de sangre, degollados. Decker se agachó buscando en vano algún signo de vida. Tom apartó la mirada del sangriento espectáculo. Al hacerlo le llegó el inconfundible olor a mecha ardiendo.

– ¡Decker! ¡Corre! -gritó mientras cogía a Decker del brazo.

Los dos hombres abandonaron precipitadamente el túnel y corrieron tan rápido como les fue posible. A unos sesenta metros aflojaron el paso y se detuvieron convencidos de que se encontraban a una distancia segura. En la lejanía pudieron escuchar el ulular de las sirenas del teniente Freij. Al girarse hacia los coches de policía, el suelo tembló y el estallido de una gigantesca explosión tronó en sus cabezas. Al instante, cayeron al suelo mientras polvo y piedras volaban a su alrededor. Casi de inmediato, siguieron una segunda y una tercera detonaciones que llenaron el aire con una nube pesada y opaca de suciedad, humo y piedra pulverizada, que oscureció las luces de la ciudad. Por un instante se hizo el silencio, luego el suelo volvió a temblar una y otra vez mientras cientos de enormes rocas caían del muro con pesado estruendo, demoliendo el pavimento de la plaza y despedazando las piedras que acababan de caer.

Decker estaba tendido sobre el suelo. Intentó protegerse con su camisa, pero una polvareda densa y asfixiante se infiltraba por su boca y su nariz. Se ahogaba y no dejaba de toser. Ignoraba qué le había ocurrido a Tom, aunque tampoco le importó demasiado en ese instante. Sólo sabía que necesitaba respirar. Creyó morir y sólo su respiración entrecortada y el dolor en los pulmones le convencieron de que seguía vivo. No podía oír más que un pitido en los oídos.

Entonces aparecieron en la oscuridad las luces de la policía. Pasaron unos minutos hasta que, casi inconsciente, sintió que le cogían y le sacaban a rastras. La nube no tardó en descender y pudo ver el rostro del teniente Freij observándole desde arriba.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó Freij.

– Decker intentó contestar pero empezó a toser y a escupir una mucosidad llena de polvo. Por el rabillo del ojo vio a Tom, que yacía en el suelo cerca de él. Sin parar de toser, Decker se arrastró hasta su amigo y consiguió pronunciar su nombre.

Al igual que él, Tom estaba cubierto de pies a cabeza por una espesa capa de polvo gris. Su respiración era entrecortada y forzada. Al oír a Decker, abrió los ojos y esbozó una sonrisa.

– ¿Qué? -preguntó Decker tratando de entender el inesperado buen humor de Tom.

– Tengo la foto -consiguió decir Tom levantando la cámara cual trofeo antes de sufrir un ataque de tos.

Mientras recorría de un vistazo la zona donde antes se levantaba el Muro de las Lamentaciones, pensó un instante en lo que le alegraba seguir vivo. Y aunque detestaba la destrucción de tan soberbio monumento histórico, no pudo evitar imaginar la fotografía de Tom en la portada de la edición del lunes del News World junto con su artículo de cabecera.

Una vez despejados los pulmones, Decker y Tom explicaron al teniente Freij lo sucedido y señalaron hacia el lugar aproximado dónde buscar los cuerpos de los guardas enterrados por los cascotes. Sin embargo, no le dijeron nada del chico. Hablarían con él por la mañana y así conseguirían tal vez una segunda exclusiva.

Cuando abandonaron el lugar, cientos de israelíes y de turistas de la zona se agolpaban junto al perímetro establecido por la policía para observar sobrecogidos y horrorizados lo que había sido el último vestigio del antiguo Templo.

* * *

Quien llamó por teléfono no se equivocaba, fue mucho lo que se lloró aquella noche. Los palestinos habían colocado explosivos más que suficientes para conseguir su objetivo. Por todas partes había restos de piedra pulverizada. La tierra del monte del Templo que se elevaba detrás del muro se había derrumbado sobre los escombros. Del muro no quedaba piedra sobre piedra.