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5

CHRISTOPHER

Doce años después. Los Ángeles, California

– ¿Falta mucho? -preguntó Hope Hawthorne a su padre mientras bajaban por la rampa de la salida I-605 en el norte de Los Ángeles.

– No, cielo, sólo unos kilómetros más -contestó Decker.

Hope encendió la radio a tiempo de escuchar al locutor, que informaba sobre la temperatura ambiente: «La temperatura es de veinticinco grados, otro bonito día en el sur de California».

– ¡Veinticinco grados! Pero ¿qué es esto? ¿El paraíso o qué? Hacía tres grados cuando hemos salido de D.C. -comentó Decker mientras Hope intentaba sintonizar algo de música.

Esa misma mañana habían volado desde Washington, D.C., para visitar al profesor Harry Goodman, que estaba a punto de hacer público un importantísimo avance que podría convertirse en cura para varios tipos de cáncer. El descubrimiento era el resultado de la investigación con las células C (así había bautizado Goodman a las células de la Sábana) y, de acuerdo con lo pactado doce años atrás, Decker tendría acceso a la exclusiva dos semanas antes del anuncio oficial y la conferencia de prensa. Hasta ahora la investigación no había resultado tan fructífera como Goodman esperaba.

Decker sólo había visto a Goodman una vez después de la primera discusión sobre el origen de las células. Había sido en verano, cuatro años antes; Goodman había creído estar a punto de desarrollar una vacuna contra el sida, pero todo acabó en agua de borrajas. Lo más humillante fue que Goodman detectó el fallo en la investigación dos días después de que el artículo de Decker hubiese llegado a los quioscos. El trabajo de Goodman y el periódico de Decker quedaron en entredicho a los pocos días de haber captado la atención de medio país.

Decker giró por la estrecha calle y condujo el coche de alquiler hasta delante de la casa. La señora Goodman les recibió en la entrada. Decker volvió a presentarse educadamente a la mujer que había conocido cuatro años antes y que ahora les sonreía con cariño.

– Le recuerdo, sí -dijo animada-. Y ésta debe de ser Hope -dijo mientras daba un paso adelante y estrechaba a Hope en un abrazo maternal-. Harry me comentó que venía su hija. ¡Qué niña más mona! ¿Cuántos años tienes, cariño?

– Trece -contestó Hope.

– Vamos a mezclar placer y negocios -dijo Decker-. Esta tarde seguiremos viaje hasta San Francisco, allí pasaremos unos días en casa de mi cuñada. Elizabeth y nuestra otra hija, Louisa, llevan allí tres días.

– Sí, pero yo he tenido que quedarme en Washington para hacer un examen de mates -agregó Hope.

– Esto del periodismo es impredecible y como no había manera de que salieran las vacaciones como las planeábamos, ahora intentamos cogernos unos días siempre que podemos. Eso significa que en ocasiones las niñas tienen que perder unos días de colegio -explicó Decker.

La señora Goodman miró a Decker con desconcierto y desaprobación.

– ¿La niña va al colegio en Washington? Pensaba que vivían en Tennessee. ¿Está seguro de que un internado es lo mejor para una chica de la edad de Hope? Y más tan lejos de…

– Hope no está en ningún internado -interrumpió Decker-. Nos mudamos a Washington hace un par de años, cuando vendí el periódico de Knoxville y empecé a trabajar en la revista News World.

– Ah, discúlpeme, por favor. No lo sabía. Verá, es que… Bueno, mis padres me mandaron a un internado a los doce años y lo odiaba. No importa -dijo cambiando de tema y dirigiéndose de nuevo a Hope-: Me alegro de que hayas podido venir, cariño. Harry está en el patio de atrás jugando con Christopher. Seguro que no les ha oído llegar. Me temo que el profesor ya no tiene el oído de antes. Le diré que están aquí.

Decker y Hope aguardaron mientras la señora Goodman avisaba a su marido.

– Ya viene, señor Hawthorne -dijo antes de excusarse y entrar en la cocina.

Un momento después apareció el profesor Goodman.

– ¿Qué tal, Decker? ¿Cómo va todo? -dijo, y sin esperar a que le contestara, añadió-: Veo que te has echado unos kilitos y que has perdido más pelo.

Decker se encogió ligeramente ante la constatación de un hecho que al parecer resultaba evidente para todos menos para él mismo.

– Y tú debes de ser Hope -dijo el profesor volviéndose hacia ella-. Seguro que te apetece conocer a mi sobrino nieto, Christopher.

Goodman se giró hacia la puerta trasera, donde un niño miraba hacia el interior con la nariz pegada a la rejilla.

– Christopher, ven a conocer al señor Hawthorne y a su hija Hope.

Decker nunca había visto a Goodman tan animado y de tan buen humor.

– Es un placer conocerle, señor Hawthorne -dijo Christopher mientras entraba y le tendía la mano derecha.

– También es un placer conocerte -contestó Decker-, pero lo cierto es que ya nos conocimos hace cuatro años, cuando tenías siete. Has crecido mucho desde entonces.

Martha Goodman surgió de la cocina con una fuente a rebosar de galletas con trocitos de chocolate.

– ¡Qué bien! ¡Me encantan con chocolate! -dijo el profesor Goodman.

– No son para ti -le regañó Martha-. Son para los chicos. Hope, ¿qué te parece si salimos al patio trasero con Christopher y tomamos unas galletas y un vaso de leche?

A Hope no le gustaba que la trataran como a una niña, pero lo de las galletas con chocolate era otra cosa, así que asintió con la cabeza y acompañó a Christopher y a la señora Goodman al patio trasero.

Decker y Goodman se acomodaron dispuestos a conversar largo y tendido.

– Profesor, tiene usted un aspecto fabuloso -empezó Decker-. Lo juro. Parece haber rejuvenecido diez años desde la última vez que le vi.

– Me encuentro fenomenal -contestó Goodman-. He perdido once kilos. Tengo la tensión baja. Incluso mi intestino es regular la mayor parte de las veces -añadió con una risita.

– Sí, pero aparte de eso -dijo Decker-. Parece, bueno, casi exultante. ¿Qué ocurre?

Goodman lanzó una mirada a la puerta trasera. Christopher estaba allí de pie, ante la puerta de rejilla entreabierta, observando cómo Hope y la señora Goodman inspeccionaban unas flores. Una vez estuvo seguro de que no le echarían de menos, Christopher echó una carrera hasta su tío abuelo. Del bolsillo de la camisa sacó dos galletas con trocitos de chocolate. Goodman cogió las galletas y aceptó el abrazo que las acompañó. Christopher se llevó el dedo índice a los labios para establecer un pacto de silencio; se acercó a Decker y volvió a echar mano al bolsillo de la camisa. Al hacerlo, advirtió el resultado que el abrazo había tenido en las dos galletas restantes. Miró las migajas de galleta deshecha y se las ofreció a Decker con un gesto de disculpa. Decker aceptó con una sonrisa cuando Christopher le hizo la misma señal de pacto de silencio y salió corriendo por la puerta de atrás antes de que le echaran de menos.

– ¿Que qué ocurre? -dijo Goodman, retomando la última pregunta de Decker-. Eso es lo que ocurre.

Goodman señaló con la cabeza hacia la puerta por la que acababa de salir Christopher.

– Parecerá que he rejuvenecido diez años, pero yo me siento como si tuviera cuarenta otra vez.

En su última visita a Goodman, Decker se había enterado de que los padres de Christopher habían muerto en un accidente de coche. Su pariente más cercano era su abuelo, el hermano de Goodman, pero su delicado estado de salud le había impedido hacerse cargo del niño. Ése había sido el motivo de que Christopher se fuera a vivir con Harry y Martha.

– Al principio pensé que éramos demasiado mayores para hacernos cargo de un niño, pero Martha insistió -continuó Goodman-. Nunca hemos tenido hijos propios, ya lo sabes. Christopher ha sido lo mejor que nos ha pasado jamás. Pero, yo tenía razón, somos demasiado viejos. Así que hemos rejuvenecido.

Decker sonrió.

– Pero, bueno, vayamos a lo nuestro -dijo Goodman-. Esta vez creo que tengo algo bueno de verdad. Espera, voy a coger mis anotaciones.

Goodman salió de la habitación un momento y regresó con tres cuadernos a punto de estallar. Dos horas después, Decker tenía claro que Goodman estaba en lo cierto. Había desarrollado una vacuna para tratar muchos de los virus causantes del cáncer, como el del sarcoma de Rous y el Epstein-Barr. Era necesario realizar más estudios para determinar si el proceso de desarrollo de la vacuna era universal, y tendrían que probarse en humanos, pero todas las pruebas realizadas hasta la fecha habían dado unos resultados notables, con una efectividad de hasta el noventa y tres por ciento en animales de laboratorio.

– Entonces, lo que ha hecho ha sido cultivar células C a gran escala para luego introducir el virus cancerígeno in vitro -dijo Decker-. En esas condiciones, el virus ataca las células C y éstas generan anticuerpos que contrarrestan y, finalmente, eliminan, el virus.

– En resumen sí, así es -concluyó Goodman-. Y si el proceso de desarrollo de la vacuna funciona, es probable que sirva contra cualquier otro virus, incluido el causante del sida o el de un resfriado común. Es verdad que éstos presentarán mayor resistencia debido a las numerosas mutaciones del virus del sida y a las variedades diferentes de virus del resfriado.

– ¡Es extraordinario! Creo que le puedo garantizar una noticia de trascendencia mundial. Me extrañaría que mi editor no exhibiese su foto en la portada de la edición de la semana que viene. En cuanto a las células C, ¿mantenemos la misma versión sobre su origen que hasta ahora?

– No hay razón para cambiarla, que yo sepa. Diré que he desarrollado las células C por ingeniería genética y que no puedo dar más explicaciones sin desvelar el proceso.

– Perfecto -respondió Decker-. Me gustaría dedicar un poco más de tiempo a examinar sus notas, pero le he prometido a Elizabeth que no llegaríamos tarde.

– Está todo previsto -interrumpió Goodman-. Ya tengo las copias preparadas. Tan sólo asegúrate de guardarlas bajo llave y no dejes de llamar si te surge alguna duda.

Goodman recogió sus papeles, y la conversación pronto derivó en una charla amena y distendida. Decker le contó a Goodman que, después de pasar unos días con la hermana de Elizabeth, tenía un viaje a Israel de seis semanas, con objeto de relevar al corresponsal del News World que en este momento cubría las últimas protestas palestinas.

– Por cierto, ¿recuerda al doctor Rosen? Participó en la expedición de Turín -preguntó Decker.

– ¿Joshua Rosen? -preguntó Goodman-. Por supuesto. Creo recordar haber leído algo sobre él en algún sitio hace un par de años.

– Sería en el artículo que publiqué en News World -apuntó Decker-. Le envié una copia.

– Sí, ahora lo recuerdo. Al parecer, abandonaba Estados Unidos y regresaba a Israel después de que su programa quedara excluido del presupuesto de Defensa.

– Así es. Pues bien, sigue allí. Al final le concedieron la nacionalidad. Me alojaré en su casa un par de días.

– Es verdad, lo había olvidado. Quería la nacionalidad israelí pero le rechazaban -dijo Goodman haciendo memoria.

En ese instante, Martha Goodman, Hope y Christopher entraron por la puerta principal de regreso de un largo paseo.

– ¿Se quedan a cenar? -preguntó la señora Goodman dirigiéndose a Decker.

– No podemos, lo siento de veras -contestó Decker.

– ¿Seguro? Estoy segura de que a Christopher le encantaría disfrutar un rato más de la compañía de Hope.

– Gracias, pero Elizabeth y Louisa nos esperan -explicó Decker.

Al rato se despidieron y Decker y Hope se pusieron en camino.

* * *

Según fueron dejando kilómetros atrás, el paisaje que atravesaba la autovía se fue haciendo más y más monótono, circunstancia que Hope aprovechó para contarle a su padre el rato que había pasado con Christopher y Martha Goodman.

– Lo hemos pasado fenomenal -dijo-. Es un chico fantástico, de verdad. Qué pena que vaya a cumplir trece en un par de años.

– ¿Y eso por qué? -preguntó Decker.

– Pues porque los chicos de trece son odiosos -contestó ella.

– ¿Odiosos? -dijo Decker-. Creía que ese adjetivo se lo reservabas a tu hermana pequeña.

Hope no contestó, pero el comentario de su padre le recordó algo.

– La señora Goodman dice que es muy duro para Christopher no tener hermanos ni hermanas con los que jugar, y además no hay nadie de su edad en el barrio. Dice que ella y el profesor Goodman también son hijos únicos y que yo tengo mucha suerte de tener una hermana pequeña. Le he dicho que no opinaba lo mismo y que, bueno, que si estáis de acuerdo tú y mamá, pues le he dicho que puede quedarse con Louisa para que le haga compañía a Christopher.

Decker puso los ojos en blanco.

– Muy graciosa.

– Sí, la señora Goodman también ha pensado que no te haría gracia.

Durante el resto del viaje, Decker no pudo evitar que sus pensamientos saltaran una y otra vez de su conversación con Goodman a su viaje a Israel. Tenía muchas ganas de visitar a los Rosen, y sobre todo tenía ganas de pasar un rato con su viejo amigo Tom Donafin, que había fichado por la revista News World algunas semanas antes. Lo que no le apetecía era separarse de Elizabeth, Hope y Louisa durante tanto tiempo, aunque iban a reunirse con él en Israel para Navidad.

Estaban ya a unos ciento noventa kilómetros de Los Ángeles. La temperatura era casi perfecta. El sol no tardaría en ponerse. De repente Decker levantó el pie del acelerador y dejó que el coche continuara por inercia hasta que se detuvo en el arcén.

– ¿Qué pasa, papá? -preguntó Hope.

Pero Decker no contestó. Permaneció un largo rato absorto, como en estado de choque.

– Pero ¿cómo se me ha podido pasar? -se preguntó en voz alta.

– ¿Qué? -preguntó Hope.

– Nos volvemos -dijo finalmente.

Hope intentó oponerse, aunque sin éxito. Decker olvidó que había prometido a Elizabeth no retrasarse. Dos horas después volvían a estar en el punto de partida, en casa de Goodman, con Hope, que todavía no se había acostumbrado al cambio horario, durmiendo en el asiento de atrás. Decker se acercó hasta la puerta principal y llamó.

Goodman y Christopher abrieron juntos la puerta. Durante un momento ninguno habló; Goodman miraba a Decker confuso, con Christopher a su lado, en pijama, el pelo todavía húmedo y recién peinado después del baño.

– ¿Has olvidado algo? -preguntó Goodman por fin.

Pero Decker ya se había colocado al nivel de Christopher y examinaba con detenimiento sus rasgos faciales.

– Hola, señor Hawthorne -dijo Christopher-. Qué alegría volver a verle. ¿Puede entrar Hope a jugar un poco más?

La intensidad de la mirada de Decker empezó a desaparecer lentamente y finalmente se alzó para mirar a Goodman, que le observaba fijamente desde arriba.

– ¿Se puede saber qué te pasa? -preguntó Goodman.

Decker volvió a incorporarse.

– Lo ha hecho, ¿verdad?

– ¿De qué estás hablando? -dijo Goodman mientras aparentaba estar tranquilo y bajo control.

– ¡Sabe muy bien de lo que estoy hablando! -saltó Decker sin vacilar.

Goodman se sitió atrapado. «¿Podía haber querido Decker decir otra cosa?», se preguntó.

– ¡La clonación! -espetó Decker.

– Christopher -dijo Goodman intentando mantener la calma-, el señor Hawthorne y yo tenemos que charlar un rato. Entra en casa y dile a la tía Martha que estoy en el porche.

Decker aguardó a que Christopher hubiese cerrado la puerta antes de hablar de nuevo.

– Ha clonado las células de la Sábana -dijo Decker en un susurro tan alto y enfático que casi era un grito-. ¡Christopher no es el nieto de su hermano! ¡Jamás ha tenido hermanos! ¡Usted es hijo único! -le soltó, obviando cualquier intento de discreción.

Era una noche cálida y la luz de la luna iluminaba las flores de la señora Goodman; la fragancia impregnaba el aire, pero pasó totalmente desapercibida a los dos hombres. Goodman miró a Decker directamente a los ojos, examinó su rostro en busca de alguna señal que le indicase que Decker faroleaba, pero no encontró ninguna.

– Decker, no se lo puedes decir a nadie. No puedes -le rogó Goodman-. Harán de él una rata de laboratorio. ¡No es más que un niño!

Decker negó con la cabeza, estupefacto ante la evidencia de que estaba en lo cierto.

– Por eso le llamó Christopher, ¿no es así?

– Sí -contestó Goodman, consciente de que el daño ya estaba hecho y que sólo le quedaba la esperanza de inspirar en Decker confianza y cooperación.

– ¡En honor a Cristo!

Goodman no supo durante un momento a qué se refería Decker, luego cayó en la cuenta.

– ¿Cristo? ¡No seas ridículo! -dijo indignado-. ¡Fue por Colón! En honor a Cristóbal Colón.

– ¿Y por qué razón le iba a poner el nombre de Colón?

La pregunta sorprendió a Goodman, que creía que la respuesta era obvia.

– Te conté que había hecho el descubrimiento más importante de la historia desde que Colón descubrió el Nuevo Mundo. No hablaba solamente del hallazgo de las células o de las posibles ventajas médicas. Te hablaba de Christopher. Había conseguido implantar con éxito el embrión clonado en la madre de alquiler, y ella llevaba varios meses de embarazo sin ninguna complicación. Nunca pensé que funcionaría. ¡No tenía que haber funcionado! Clonar un ser humano es mucho más complicado de lo que puedas imaginar. Pero las células C resultaron tan resistentes que la transferencia de material genético al óvulo de la madre de alquiler tuvo éxito en el primer intento. Te lo iba a contar, pero reaccionaste tan mal cuando mencioné la clonación que no me atreví a seguir.

»¿No te das cuenta, Decker? ¡He demostrado que ahí afuera, en algún lugar de la galaxia, hay vida! El hombre de la Sábana pudo haber pertenecido a la misma raza que introdujo la vida en el planeta hace cuatro mil millones de años. Pensé que, si clonaba al hombre de la Sábana, podría saber algo más de esos seres. Tenía la esperanza de que nos condujera a la raza primigenia. Esperaba que, como Colón, Christopher nos guiara hacia un nuevo mundo, un mundo mejor.

»Cuando nació Christopher lo estudié. Lo observé. Le hice pruebas. ¿Y qué descubrí? Pues no un alienígena; tampoco un dios. Descubrí un niño pequeño.

»Y sin embargo, no es sólo un niño pequeño. Es el clon de un hombre que vivió hace casi dos mil años.

»Pero él no recuerda nada de aquello. Que él sepa, no es más que un niño normal de once años.

– ¿Y me está contando que no hay diferencia entre Christopher y otro niño cualquiera? -preguntó Decker incrédulo.

– Bueno, está bien, sí que hay algunas diferencias. Nunca ha estado enfermo y cuando se hace un corte o un arañazo, la herida se le cura enseguida. Pero eso es todo.

– A mí me parece extraordinariamente inteligente -contrarrestó Decker.

– Es inteligente, sí -concedió Goodman-, pero nada excepcional. Además, la señora Goodman y yo hemos trabajado mucho con él en casa para complementar los estudios del colegio.

– ¿La señora Goodman? -preguntó Decker-. ¿Sabe lo de Christopher?

– Por supuesto que no. Cuando nació, pagué a la madre de alquiler y la despaché de inmediato a México para evitar futuros problemas de amor materno. Alquilé un apartamento y contraté a una enfermera para que cuidara de él. Sé que ahora suena de lo más irresponsable, pero no tenía planeado qué hacer con él cuando creciera. Estaba tan inmerso en el proyecto científico que no pensé en el niño como persona. Cuando fui consciente de las responsabilidades que había contraído, el niño casi tenía un año. No podía dejarle a la puerta de un orfanato sin más, así que le dejé en la puerta de mi casa. Lo coloqué en una cesta y dejé una nota. Martha siempre ha querido tener hijos, así que después de cuidar de él unos días mientras "tomábamos una decisión", no me costó convencerla de que nos lo quedásemos por si la madre regresaba algún día a recogerlo. Más tarde nos inventamos la historia de que era nuestro sobrino nieto y yo conseguí que me falsificaran un certificado de nacimiento y otros papeles para cubrirnos las espaldas.

»Decker tal vez fuera un error lo de la clonación. Puedes decir que me lo advertiste. Pero no me arrepiento. Es como si fuera mi propio hijo. Si denuncias que Christopher es un clon, destruirás tres vidas: la suya, la mía y la de Martha. Christopher no volverá a vivir un día normal en toda su vida. No puedes hacerle eso. Tienes hijos. No creo que una noticia en una estúpida revista merezca tanto sacrificio, ¿tú qué opinas?

Goodman esperaba una respuesta, pero a Decker no le gustó la contestación que se le vino a la mente. No, no quería arruinar la vida de Christopher, pero tenía que haber alguna manera de contar la historia y proteger a sus protagonistas al mismo tiempo. La promesa de anonimato acostumbrada no valdría. La noticia era demasiado importante. Al final alguien los descubriría. Y si no daba nombres ni explicaba las circunstancias de la noticia, nadie le creería. Tenía que haber alguna forma de hacerlo. Necesitaba tiempo para pensar.

Goodman dio con la solución. Llevaba tanto tiempo esperando la respuesta de Decker que empezó a temerse que no iba a obtener la respuesta que buscaba.

– Mira -dijo-, ¿por qué no vuelves la semana que viene y dedicas algo de tiempo a conocer a Christopher más a fondo?

Goodman tenía la esperanza de que, al intimar con él, Decker sacrificaría la noticia por muy espectacular que fuera para así proteger a Christopher. A Decker le pareció una buena sugerencia, pero por otras razones. Dispondría de tiempo para pensar; y si conseguía dar con la manera de hacer pública la noticia, entonces tendría mucha más información para el artículo.

El sí de Decker fue implícito.

– No podrá ser la semana que viene. Me voy a Israel, ¿recuerda?

Entonces se le ocurrió una idea. Era una apuesta arriesgada, pero Decker debía su posición a las apuestas arriesgadas y a estar en el sitio adecuado, en el momento oportuno.

– ¿Y si me llevo a Christopher conmigo a Israel? ¿Quién sabe? A lo mejor le ayuda a hacer memoria.

Goodman enrojeció de ira.

– ¡Estás loco! ¡De ninguna manera! ¿Cómo se lo iba a explicar a Martha?

– ¡Está bien, está bien! Pensaba que era una buena idea.

– ¡Pues no lo es! -espetó Goodman.

– Mire -dijo Decker conciliador-, mantendré la boca cerrada por el momento. En enero regreso de Israel, así que calcule tenerme aquí por esas fechas durante una semana aproximadamente.

Goodman tragó con esfuerzo. Él había pensado en unas pocas horas, un día a lo sumo. Con todo, aceptó con la idea de negociar más adelante.

* * *

Decker y Hope volvieron a ponerse en camino casi seis horas más tarde de lo planeado. Decker se preguntó cómo le iba a explicar a Elizabeth aquel retraso.